lunes, 25 de diciembre de 2017

Werner Jaeger Paideia : Los ideales de la cultura griega Libro primero:III Homero el educador.

(48) cuenta platón que  era una opinión muy extendida en  su tiempo la de que Homero había sido el educador de la Grecia toda.[1]   Desde entonces su influencia se extendió mucho más allá de los límites de Hélade.   La  apasionada crítica  filosófica  de Platón, al tratar de li­mitar el influjo y la  validez pedagógica de toda poesía, no   logra conmover  su dominio.   La concepción del poeta como   educador  de su pueblo —en el sentido más amplio y más profundo— fue fami­liar desde el origen, y mantuvo constantemente su importancia.   Sólo que Homero fue el ejemplo más notable de esta concepción general y, por decirlo así, su manifestación clásica.   Haremos bien en tomar esta concepción del modo más serio posible y en no estrechar nuestra comprensión de la poesía griega sustituyendo el juicio propio de los griegos por el dogma moderno  de la autonomía puramente estética del arte.   Aunque ésta caracterice  ciertos tipos y periodos del arte y de la  poesía, no procede de  la poesía  griega y   de   sus   grandes representantes ni es posible aplicarla a ellos.   Es característico del pri­mitivo pensamiento   griego  el hecho  de que la estética no se halla separada de la ética.   El proceso de su separación aparece relativa­mente tarde.   Todavía para Platón la limitación del contenido de ver­dad de la poesía homérica lleva inmediatamente consigo una dismi­nución de su  valor.   Por primera  vez, la antigua retórica fomentó la consideración formal del arte y, finalmente,   el cristianismo con­virtió la valoración  puramente estética de la poesía en  una actitud espiritual predominante.   Ello le hacía posible rechazar la mayor parte del contenido ético y religioso de los antiguos poetas como errónea e  impía,  y reconocer, al mismo tiempo,  la forma clásica como un instrumento de educación y fuente de goce.   Desde entonces la poesía no ha dejado de evocar y conjurar de su mundo de sombras a los dioses y los héroes de la "mitología" pagana; pero aquel mundo es considerado como un juego irreal de la pura fantasía artística.   Fácil nos es considerar a Homero desde esta estrecha perspectiva, pero con ello nos impedimos el acceso a la inteligencia  de los mitos y de la poesía en su verdadero sentido helénico.   Nos repugna, naturalmente, ver cómo la poética filosófica tardía del helenismo interpreta la edu­cación de Homero como  una  resaca  y   racionalista   fábula docet o cómo, de acuerdo con los sofistas, hace de la épica una enciclopedia de todas las artes y las ciencias.   Pero esta quimera de la escolástica no es sino la degeneración de un pensamiento en sí mismo justo que, (49) como todo lo bello y verdadero, se hace grosero en manos rudas. Por mucho que semejante utilitarismo repugne, con razón, a nuestro sentido estético, no deja de ser evidente que Homero, como todos los grandes poetas de Grecia, no debe ser considerado como simple ob­jeto de la historia formal de la literatura, sino como el primero y el más grande creador y formador de la humanidad griega.
Se imponen aquí algunas observaciones sobre la acción educadora de la poesía griega en general y, de un modo muy particular, de la de Homero. La poesía sólo puede ejercer esta acción si pone en vigor todas las fuerzas estéticas y éticas del hombre. Pero la rela­ción entre el aspecto ético y estético no consiste solamente en el hecho de que lo ético nos sea dado como una "materia" accidental, ajena al designio esencial propiamente artístico, sino en que la forma norma­tiva y la forma artística de la obra de arte se hallan en una acción recíproca y aun tienen, en lo más íntimo, una raíz común. Mostra­remos cómo el estilo, la composición, la forma, en el sentido de su específica calidad estética, se halla condicionada e inspirada por la figura espiritual que encarna. No es, naturalmente, posible hacer de esta concepción una ley estética general. Existe y ha existido en todo tiempo un arte que prescinde de los problemas centrales del hombre y debe ser entendido sólo de acuerdo con su idea formal. Existe in­cluso un arte que se burla de los denominados asuntos elevados o permanece indiferente ante los contenidos y los objetos. Claro es que esta frivolidad artística deliberada tiene a su vez efectos "éticos", pues desenmascara sin consideración alguna los valores falsos y conven­cionales y actúa como una crítica purificadera. Pero sólo puede ser propiamente educadora una poesía cuyas raíces penetren en las capas más profundas del ser humano y en la que aliente un ethos, un anhelo espiritual, una imagen de lo humano capaz de convertirse en una constricción y en un deber. La poesía griega, en sus formas más altas, no nos ofrece simplemente un fragmento cualquiera de la realidad, sino un escorzo de la existencia elegido y considerado en relación con un ideal determinado.
Por otra parte, los valores más altos adquieren generalmente, me­diante su expresión artística, el significado permanente y la fuerza emocional capaz de mover a los hombres. El arte tiene un poder ilimitado de conversión espiritual. Es lo que los griegos denomina­ron psicagogia. Sólo él posee, al mismo tiempo, la validez universal y la plenitud inmediata y vivaz que constituyen las condiciones más importantes de la acción educadora. Mediante la unión de estas dos modalidades de acción espiritual supera al mismo tiempo a la vida real y a la reflexión filosófica. La vida posee plenitud de sentido, pero sus experiencias carecen de valor universal. Se hallan demasia­do interferidas por sucesos accidentales para que su impresión pueda alcanzar siempre el mayor grado de profundidad. La filosofía y la reflexión alcanzan la universalidad y penetran en la esencia de las (50) cosas. Pero actúan tan sólo en aquellos para los cuales sus pensa­mientos llegan a adquirir la intensidad de lo vivido personalmente. De ahí que la poesía aventaje a toda enseñanza intelectual y a toda verdad racional, pero también a las meras experiencias accidentales de la vida individual. Es más filosófica que la vida real (si nos es permitido ampliar el sentido de una conocida frase de Aristóteles). Pero, es, al mismo tiempo, por su concentrada realidad espiritual, más vital que el conocimiento filosófico.
Estas consideraciones no  son, en modo alguno, válidas para  la poesía de todas las épocas, ni tan siquiera, sin excepción, para la de los griegos.   No se limitan tampoco sólo a ésta.   Pero la afectan más que a otra alguna y de ella derivan en lo fundamental.   Reproduci­mos, con ellas, los puntos de vista a que llegó el sentimiento artístico griego al ser elaborado  filosóficamente en  tiempos  de  Platón y  de Aristóteles, sobre la base de la gran poesía de su propio pueblo.   A pesar de algunas variaciones en el detalle, la concepción del arte de los griegos permaneció,  en este respecto, idéntica en tiempos  poste­riores.   Y puesto que nació en una época en que existía un sentido más vivo  de  la poesía y específicamente de la  poesía helénica, es necesario y correcto preguntarnos por su validez en los tiempos de Homero.   En tiempo alguno alcanzaron  aquellos ideales una validez tan amplia sobre la forma artística y su acción en la formación de la posteridad como en los poemas homéricos.   En la epopeya se ma­nifiesta   la  peculiaridad  de la   educación helénica  como en  ningún otro poema.   Ningún otro pueblo ha creado por sí mismo formas de espíritu paralelas a la mayoría de las de la literatura griega posterior. De ella nos vienen la tragedia, la comedia,  el tratado filosófico, el diálogo,  el tratado científico sistemático,  la historia crítica, la  bio­grafía, la oratoria jurídica y encomiástica, la descripción de viajes las memorias, las colecciones de cartas, las confesiones y los ensayos.  Ha­llamos, en cambio, en otros pueblos en el mismo estadio de desarrollo una organización social de las clases sociales —nobles y pueblo—, un ideal aristocrático del hombre y un arte popular que traduce en can­tos heroicos la concepción  de la vida dominante, análogos a los de los griegos primitivos.  Y de los cantos heroicos surgió, también, como entre los griegos, una epopeya, entre los indios, los germanos, los pue­blos romanos, los fineses y  algunos pueblos nómadas del Asia  cen­tral.   Nos hallamos en condiciones de comparar la poesía épica de las más distintas estirpes, razas y culturas y llegar así al mejor conoci­miento de la épica griega.
Se han observado con frecuencia las vigorosas similitudes de todos esos poemas, nacidos del mismo grado de desarrollo antropológico. La poesía heroica helénica de los tiempos más antiguos comparte, con la de otros pueblos, los rasgos primitivos. Pero su semejanza se refiere sólo a caracteres exteriores condicionados por el tiempo, no a la riqueza de su sustancia humana ni a la fuerza de su forma (51) artística. Ninguna épica de ningún pueblo ha acuñado de un modo tan completo y alto aquello que hay de imperecedero, a pesar de todos los "progresos" burgueses, en el estadio heroico de la existen­cia humana ni su sentido universal del destino y la verdad perdurable sobre la vida. Ni tan siquiera poemas como los de los pueblos ger­manos, tan profundamente humanos y tan próximos a nosotros, pue­den compararse, por la amplitud y la permanencia de la acción, con los de Homero. La diferencia entre su significación histórica en la vida de su pueblo y la de la épica medieval, germana o francesa, se manifiesta por el hecho de que la influencia de Homero se exten­dió, sin interrupción, a través de más de un millar de años, mientras que la épica medieval cortesana fue pronto olvidada, tras la deca­dencia del mundo caballeresco. La fuerza vital de la épica homérica produjo todavía en la época helenística, en la cual se buscaba a todo un fundamento científico, una nueva ciencia, la filología, consagrada a la investigación de su tradición y de su forma originaria, la cual vivió exclusivamente de la fuerza imperecedera de aquellos poemas. Los polvorientos manuscritos de la épica medieval, de la Canción de Rolando, Beowulf y los Nibelungos dormitaban, en cambio, en las bibliotecas y fue necesario que una erudición previamente existente los descubriera de nuevo y los sacara a la luz. La Divina comedia de Dante es el único poema épico de la Edad Media que ha alcanzado un lugar análogo no sólo en la vida de su propia nación, sino de la humanidad entera. Y ello por una razón análoga. Él poema de Dante, aunque condicionado por el tiempo, se eleva, por la pro­fundidad y la universalidad de su concepción del hombre y de la existencia, a una altura que sólo alcanza el espíritu inglés en Shakes­peare y el alemán en Goethe. Verdad es que los estadios primitivos de la expresión poética de un pueblo se hallan condicionados de un modo más vigoroso por las particularidades nacionales. La inteli­gencia de su peculiaridad por otros pueblos y tiempos se halla nece­sariamente limitada. La poesía arraigada en el suelo —y no hay ninguna verdadera poesía que no lo esté— sólo se eleva a una vali­dez universal en cuanto alcanza el más alto grado de universalidad humana. El hecho de que Homero, el primero que entra en la histo­ria de la poesía griega, se haya convertido en el maestro de la hu­manidad entera, demuestra la capacidad única del pueblo griego para llegar al conocimiento y a la formulación de aquello que a todos nos une y a todos nos mueve.
Homero es el representante de la cultura griega primitiva. He­mos apreciado ya su valor como "fuente" de nuestro conocimiento histórico de la sociedad griega más antigua. Pero su pintura inmor­tal del mundo caballeresco es algo más que un reflejo involuntario de la realidad en el arte. Este mundo de grandes tradiciones y exi­gencias es la esfera de la vida más alta en la cual la poesía homérica ha triunfado y de la cual se ha nutrido. El pathos del alto destino (52) heroico del hombre es el aliento espiritual de la Ilíada.   El ethos de la cultura y de la moral  aristocráticas halla el  poema de su vida en la Odisea.   La sociedad que produjo aquella forma de vida tuvo que desaparecer sin dejar  testimonio alguno  al   conocimiento histó­rico.   Pero su pintura ideal, incorporada a la poesía homérica, llegó a convertirse en el fundamento viviente de toda la cultura helénica. Hölderlin ha dicho: "Lo perdurable es la obra de los poetas."   Este verso expresa la  ley fundamental de la historia  de la  cultura y de la educación helénicas.    Sus piedras  fundamentales  se   hallan en  la obra de los poetas.   De grado en grado y de un modo creciente des­arrolla la poesía griega,  con plena conciencia, su espíritu educador. Podría, acaso, preguntarse cómo es compatible la actitud plenamente objetiva de la epopeya con este designio.   Hemos mostrado ya en el análisis precedente de la Embajada a Aquiles y de la "Telemaquia", mediante ejemplos concretos, la intención educadora de aquellos can­tos.   Pero la importancia educadora de Homero es evidentemente más amplia.   No se limita al planteamiento expreso de determinados pro­blemas pedagógicos ni a algunos pasajes que aspiran a producir un determinado  efecto ético.   La poesía  homérica es una  vasta y com­pleja obra del espíritu que no es posible reducir a una fórmula única. Al lado de fragmentos relativamente recientes, que revelan un interés pedagógico expreso, se hallan otros pasajes  en  los  cuales el interés por los objetos descritos aleja la posibilidad de pensar en un doble designio ético.  El canto noveno de la Ilíada o la "Telemaquia" revelan en su actitud  espiritual una voluntad  tan decidida de producir  un efecto consciente, que se aproximan a la elegía.   Hemos de distinguir de ellos otros fragmentos en los cuales se revela, por decirlo así, una educación objetiva, que no tiene nada que ver con el propósito del poeta, sino que se funda en la esencia misma del canto épico.   Ello nos conduce a los tiempos relativamente primitivos donde se halla el origen del género.
Homero nos ofrece múltiples descripciones de los antiguos aedos, de cuya tradición artística ha surgido la épica. El propósito de aque­llos cantores es mantener vivos en la memoria de la posteridad los "hechos de los hombres y de los dioses".[2] La gloria, y su manteni­miento y exaltación, constituye el sentido propio de los cantos épicos. Las antiguas canciones heroicas eran muchas veces denominadas "glo­rias de los hombres".[3] El cantor del primer canto de la Odisea recibe del poeta, que ama los nombres significativos, el nombre de Femio, es decir, portador de la fama, conocedor de la gloria. El hombre del cantor feacio Demódoco contiene la referencia a la publicidad de su profesión. El cantor, como mantenedor de la gloria, tiene una posición en la sociedad de los hombres. Platón cuenta el éxtasis entre las bellas acciones del delirio divino y describe el fenómeno originario que se manifiesta en el poeta, en relación con él.[4] "La posesión (53) y el delirio de las musas se apoderan de un alma bendita y tierna, la despiertan y la arroban en cantos y en toda suerte de creaciones poéticas, y en tanto que glorifica los innumerables hechos del pasado, educa a la posteridad." Tal es la concepción originaria­mente helénica. Parte de la unión necesaria e inseparable de toda poe­sía con el mito —el conocimiento de los grandes hechos del pasado— y de ahí deriva la función social y educadora del poeta. Ésta no consiste para Platón en ningún género de designio consciente de in­fluir en los oyentes. El solo hecho de mantener, mediante el canto, viva la gloria, es ya, por sí, una acción educadora.
Hemos de recordar aquí lo que dijimos antes, sobre la significa­ción del ejemplo para la ética aristocrática de Homero. Hablamos, entonces, de la importancia educadora de los ejemplos creados por el mito —así las advertencias o estímulos de Fénix a Aquiles, de Atenea a Telémaco. El mito tiene en sí mismo esta significación normativa, incluso cuando no es empleado de un modo expreso como modelo o ejemplo. No lo es, en primer término, por la compara­ción de un suceso de la vida corriente con el correspondiente acae­cimiento ejemplar del mito, sino por su misma naturaleza. La tra­dición del pasado refiere la gloria, el conocimiento de lo grande y lo noble, no un suceso cualquiera. Lo extraordinario obliga aun­que sólo sea por el simple reconocimiento del hecho. El cantor, em­pero, no se limita a referir los hechos. Alaba y ensalza cuanto en el mundo es digno de elogio y alabanza. Así como los héroes de Homero reclaman, ya en vida, el honor debido y se hallan recípro­camente dispuestos a otorgar a cada cual la estimación debida, todo auténtico hecho heroico se halla hambriento de honor. Los mitos y las leyendas heroicas constituyen el tesoro inextinguible de ejemplos y modelos de la nación. De ellos saca su pensamiento, los ideales y normas para la vida. Prueba de la íntima conexión de la épica y el mito es el hecho de que Homero use paradigmas míticos para todas las situaciones imaginables de la vida en que un hombre puede en­frentarse con otro para aconsejarle, advertirle, amonestarle, exhor­tarle, prohibirle u ordenarle algo. Tales ejemplos no se hallan ordi­nariamente en la narración, sino en los discursos de los personajes épicos. Los mitos sirven siempre de instancia normativa a la cual apela el orador. Hay en su intimidad algo que tiene validez univer­sal. No tiene un carácter meramente ficticio, aunque sea sin duda alguna, originariamente, el sedimento de acaecimientos históricos que han alcanzado su magnitud y la inmortalidad, mediante una larga tradición y la interpretación glorificadora de la fantasía creadora de la posteridad. No de otro modo es preciso interpretar la unión de la poesía con el mito que ha sido para los griegos una ley invariable. Se halla en íntima conexión con el origen de la poesía en los cantos heroicos, con la idea de los cantos de alabanza y la imitación de los héroes. La ley no vale más allá de la alta poesía. A lo sumo hallamos (54) lo mítico, como un elemento idealizador, en otros géneros, como en la lírica. La épica constituye, originariamente, un mundo ideal. Y el elemento de idealidad se halla representado en el pensamiento grie­go primitivo por el mito.
Este hecho actúa en la epopeya aun en todos los detalles de estilo y de estructura. Una de las peculiaridades del lenguaje épico es el uso estereotipado de epítetos decorativos. Este uso deriva directa­mente del espíritu original de los antiguos κλέα ανδρών. En nuestra gran epopeya, precedida por una larga evolución de los cantos heroi­cos, estos epítetos pierden por el uso su vitalidad, pero son impuestos por la convención del estilo épico. Los epítetos aislados no son ya siempre usados con una significación individual y característica. Son, en una gran medida, ornamentales. Constituyen, sin embargo, un elemento indispensable de este arte, acuñado por una tradición de siglos y aparecen constantemente en él aun donde no hacen falta e incluso cuando perturban. Los epítetos han pasado a ser ya un simple ingrediente   de la  esfera  ideal  donde  es  enaltecido  cuanto   toca la narración épica.   Aun más allá del uso de los epítetos, domina en las descripciones y pinturas épicas este tono ponderativo, ennoblecedor y transfigurador.   Todo lo bajo, despreciablemente innoble, es supri­mido del mundo épico.   Ya los antiguos observaron cómo eleva Homero a aquella esfera aun las cosas en sí más insignificantes.   Dión de Prusa, que apenas tuvo clara conciencia de la conexión profunda entre el estilo  ennoblecedor y la esencia de la épica,   contrapone a Homero al  crítico  Arquíloco y  observa  que  los hombres necesitan, para su educación, mejor la censura que la alabanza.[5]   Su juicio nos interesa   aquí   menos   porque  expresa   un   punto   de  vista   pesimista opuesto   a   la  antigua  educación  de los  aristócratas  y  su   culto  del ejemplo.   Veremos más tarde sus presuposiciones sociales.   Pero ape­nas es posible describir, de un  modo  más certero, la naturaleza del estilo épico y su tendencia idealizadora, que con las palabras de aquel retórico lleno de fina sensibilidad para las cosas formales. "Homero, dice, ha ensalzado todo:  animales y plantas, el agua y la tierra, las armas y los caballos.   Podemos decir que no pasó sobre nada sin elo­gio y alabanza.   Incluso al único que ha denostado, Tersites, lo deno­mina  orador de voz clara."
La tendencia idealizadora de la épica, conectada con su origen en los antiguos cantos heroicos, la distingue de las demás formas literarias y la otorga un lugar preeminente en la historia de la edu­cación griega. Todos los géneros de la literatura griega surgen de las formas primarias y naturales de la expresión humana. Así, la poesía mélica nace de las canciones populares, cuyas formas cambia y enriquece artísticamente; el yambo, de los cantos de las fiestas dionisiacas; los himnos y el prosodion, de los servicios divinos; los epitalamios, (55) de las ceremonias populares de las bodas; las comedias, de los komos; las tragedias, de los ditirambos. Podemos dividir las formas originarias, a partir de las cuales se desarrollan los géneros poéticos posteriores, en aquellas que pertenecen a los servicios divi­nos, las que se refieren a la vida privada y las que se originan en la vida de la comunidad. Las formas de expresión poética de origen privado o culto tienen poco que ver con la educación. En cambio, los cantos heroicos se dirigen, por su esencia misma idealizadora, a la creación de ejemplares heroicos. Su importancia educadora se halla a gran distancia de la de los demás géneros poéticos, puesto que refleja objetivamente la vida entera y muestra al hombre en su lucha con el destino y por la consecución de un alto fin. La didác­tica y la elegía siguen los pasos de la épica y se acercan a ella por su forma. Toman de ella el espíritu educador que pasa más tarde a otros géneros como los yambos y los cantos corales. La tragedia es, por su material mítico y por su espíritu, la heredera integral de la epopeya. Debe su espíritu ético y educador únicamente a su conexión con la epopeya, no a su origen dionisiaco. Y si consideramos que las formas de prosa literaria que tuvieron una acción educadora más eficaz, es decir, la historia y la filosofía, nacieron y se desarrollaron directamente de la discusión de las ideas relativas a la concepción del mundo contenidas en la épica, podremos afirmar, sin más, que la épica es la raíz de toda educación superior en Grecia.
Queremos mostrar ahora el elemento normativo en la estructura interna de la epopeya. Tenemos dos caminos para ello. Podemos examinar la forma entera de la epopeya, en su realidad completa y acabada, sin prestar atención alguna a los resultados y a los pro­blemas del análisis científico de Homero; o engolfarnos en las difi­cultades, inextricables, que ofrece el espesor de las hipótesis relativas a su origen y nacimiento. Ambos procedimientos son malos. Toma­remos un camino medio. Consideraremos, en principio, el desarrollo histórico de la epopeya, pero prescindiremos del detalle de los aná­lisis relativos al asunto. En todo caso, es insostenible, aun desde el punto de vista del absoluto agnosticismo, toda concepción que no tenga en cuenta el hecho claro de la prehistoria de la epopeya. Esta circunstancia nos separa de las antiguas interpretaciones de Homero que, por lo que se refiere al problema de la educación, consideran siempre conjuntamente la Ilíada y la Odisea, en su totalidad. La to­talidad debe seguir siendo, naturalmente, el fin, aun para los mo­dernos intérpretes, incluso si el análisis conduce a la conclusión de que el todo es el resultado de un trabajo poético, ininterrumpido a través de generaciones, sobre un material inagotable. Pero aun si aceptamos la posibilidad, que parece a todos evidente, de que el de­venir de la epopeya ha incorporado antiguas formas de las sagas. con modificaciones mayores o menores y aun de que, una vez com­pleta, haya aceptado la inserción de cantos enteros de origen más (56) reciente, es preciso realizar un esfuerzo para concebir los estadios de su desarrollo del modo más inteligible.
La   idea  que nos  hayamos formado de la naturaleza de los más antiguos  cantos   heroicos   influirá   de  un  modo  esencial  en   aquella concepción.   Nuestra  idea fundamental del origen de la épica en las canciones heroicas más antiguas, que constituyen, como en otros pue­blos, la tradición más primitiva, nos hace suponer que la descripción de los combates singulares, la aristeia, que termina con el triunfo de un  héroe  famoso  sobre  su  poderoso  adversario,  ha   sido  la   forma más antigua de los cantos épicos.   La narración de los combates sin­gulares  es  más  fértil,  desde el  punto  de  vista  del   interés humano, que la exposición de luchas de masas, cuyo espectáculo e íntima vita­lidad pasa ligeramente sobre la escena.   Las descripciones de batallas campales sólo  pueden suscitar   nuestro  interés  en las escenas domi­nadas por grandes héroes  individuales.   Participamos profundamente en la narración de los combates individuales porque en ellos lo per­sonal y lo ético, que apenas aparece en las batallas  de conjunto, se sitúa en primer término y por la íntima vinculación de sus momentos particulares  a la   unidad de  la  acción.   La narración  de la aristeia de un héroe contiene siempre un fuerte elemento protréptico.   Episo­dios de esta índole aparecen todavía, de acuerdo con el modelo épico, en  descripciones históricas posteriores.    En la  Ilíada, constituyen el punto culminante de  la   acción   bélica.   Son escenas  completas,   que aun formando parte de la obra total, conservan una cierta indepen­dencia  y muestran así que constituyeron  originariamente un fin  en sí mismas o fueron modeladas en cantos independientes.   El poeta de la  Ilíada  rompe   la  narración   de  la  batalla   de   Troya  mediante  la narración de  la cólera de Aquiles y sus consecuencias y la   de  un número de combates individuales tales como la aristeia de Diómedes (E), de Agamemnón   (Λ), de Menelao  (P), y los duelos entre Menelao y París   (Γ)   y entre Héctor y Áyax  (H).   Tales escenas eran la delicia de la raza a la cual se dirigían los cantos heroicos.   En ellas veía el espejo de sus propios ideales.
La nueva finalidad artística de la gran epopeya, al introducir un gran número de escenas de esta naturaleza y conectarlas a una acción unitaria, consistía no sólo, como antes se usaba, en ofrecer cuadros particulares de una acción de conjunto que se supone cono­cida, sino en poner de relieve y destacar el valor de todos los héroes famosos. Mediante la conexión de muchos héroes y figuras, ya par­cialmente celebrados en los antiguos cantos, crea el poeta un cuadro gigantesco, la guerra de Ilion en su totalidad. Su obra muestra cla­ramente lo que representaba para él la lucha: la prodigiosa lucha de muchos héroes inmortales, de la más alta areté. No sólo los grie­gos. Sus enemigos son también un pueblo de héroes que lucha por su patria y por su libertad. "Es del mejor agüero luchar por la patria": son las palabras que Homero pone en la boca no de un (57) griego, sino del héroe de los troyanos, que cae por su patria y alcan­za con ello la más alta calidad humana. Los grandes héroes aqueos encarnan el tipo de la más alta heroicidad. La patria, la mujer y los niños, son motivos que actúan menos sobre ellos. Se habla ocasio­nalmente de que luchan para vengar el rapto de Helena. Hay el in­tento de tratar directamente con los troyanos el retorno de Helena a su marido legal y evitar así el derrame de sangre, tal como parece aconsejarlo una política razonable. Pero no se hace ningún uso im­portante de esta justificación. Lo que despierta la simpatía del poeta por los aqueos no es la justicia de su causa, sino el resplandor im­perecedero de su heroicidad.
Sobre el fondo sangriento de la pelea heroica se destaca, en la Ilíada, un destino individual de pura tragedia humana: la vida heroi­ca de Aquiles. La acción de Aquiles es, para el poeta, el lazo íntimo mediante el cual reúne las escenas sucesivas de lucha en una unidad poética. A la trágica figura de Aquiles debe la Ilíada el no ser para nosotros un venerable manuscrito del espíritu guerrero primitivo, sino un monumento inmortal para el conocimiento de la vida y del dolor humano. La gran epopeya no representa sólo un progreso inmenso en el arte de componer un todo complejo y de amplio contorno. Sig­nifica también una consideración más profunda de los perfiles íntimos de la vida y sus problemas, que eleva la poesía heroica muy por encima de su esfera originaria y otorga al poeta una posición com­pletamente nueva, una función educadora en el más alto sentido de la palabra. No es ya simplemente un divulgador impersonal de la gloria del pasado y de sus hechos. Es un poeta en el pleno sentido de la palabra: intérprete creador de la tradición.
Interpretación espiritual y creación son, en el fondo, uno y lo mismo. No es difícil comprender que la enorme y superior origina­lidad de la epopeya griega, en la composición de un todo unitario, brota de la misma raíz de su acción educadora: de su más alta con­ciencia espiritual de los problemas de la vida. El interés y el goce creciente en el dominio de grandes masas de material, que es un ras­go típico de los últimos grados de desarrollo de los cantos épicos y que se halla también en otros pueblos, no conduce necesariamente, en ellos, a la gran epopeya, y cuando esto ocurre, fácilmente cae en el peligro de degenerar en una narración novelesca que comience "con el huevo de Leda", con la historia del nacimiento del héroe, a través de una serie fatigosa de cuentos tradicionales. La exposición de la epopeya homérica, dramática y concentrada, siempre intuitiva y representativa, avanzando siempre in medias res, procede siempre mediante rasgos ceñidos y precisos. En lugar de una historia de la guerra troyana o de la vida entera de Aquiles, ofrece sólo, con pro­digiosa seguridad, las grandes crisis, algunos momentos de impor­tancia representativa y de la más alta fecundidad poética, lo cual le permite concentrar y evocar, en un breve espacio de tiempo, diez (58) años de guerra, con todas sus luchas y vicisitudes pasadas, presentes y futuras. Los críticos antiguos se admiraron ya de esta aptitud. Por ella fue Homero, para Aristóteles y para Horacio, no sólo el clásico entre los épicos, sino el más alto modelo de fuerza y maestría poética. Prescinde de lo meramente histórico, da cuerpo a los acaecimientos y deja que los problemas se desarrollen en virtud de su íntima nece­sidad.
La Ilíada comienza en el momento en que Aquiles colérico se retira de la lucha. Ello pone a los griegos en el mayor apuro. Por los errores y las miserias humanas, tras largos años de lucha, están a punto de perder el fruto de sus esfuerzos en el momento en que se hallaban a punto de conseguir su fin. La retirada de su héroe más poderoso alienta a los demás a realizar un esfuerzo supremo y a mostrar todo el resplandor de su bravura. Los adversarios, anima­dos por la ausencia de Aquiles, ponen en la lucha todo el peso de su fuerza y el campo de batalla llega al momento supremo, hasta que el creciente riesgo de los suyos mueve a Patroclo a intervenir. Su muerte a manos de Héctor consigue, al fin, lo que las súplicas y los intentos de reconciliación de los griegos no habían alcanzado: Aqui­les entra de nuevo en la lucha para vengar a su amigo caído, mata a Héctor, salva a los griegos de la ruina, entierra a su amigo con lamentos salvajes a la antigua usanza bárbara y ve avanzar sobre sí mismo el destino. Cuando Príamo se arrastra a sus pies, pidiéndole el cadáver de su hijo, se enternece el corazón sin piedad del Pelida al recordar a su propio anciano padre, despojado también de su hijo, aunque todavía vivo.
La terrible cólera de Aquiles, que constituye el motivo de la ac­ción entera, aparece con el mismo resplandor creciente que rodea a la figura del héroe. Es la heroicidad sobrehumana de un joven magnífico que prefiere, con plena conciencia, la ruda y breve ascen­sión de una vida heroica a una vida larga y sin honor, rodeada de goce y de paz, el verdadero megalopsychos, sin indulgencia ante su adversario de igual rango, que atenta al único fruto de su lucha: la gloria del héroe. Así comienza el poema, con un momento oscuro de su figura radiante, y el final no puede compararse con el éxito triunfante de la aristeia usual. Aquiles no está satisfecho de su vic­toria sobre Héctor. La historia entera termina con la tristeza incon­solable del héroe, con aquellas espantosas lamentaciones de muerte de los griegos y los troyanos, ante Patroclo y Héctor, y la sombría certeza del vencedor sobre su propio destino.
Quien pretenda suprimir el último canto o continuar la acción hasta la muerte de Aquiles y convertir la Ilíada en una aquileida o piense que el poema era originariamente así, considera el problema desde el punto de vista histórico y del contenido, no desde el punto de vista artístico de la forma. La Ilíada celebra la gloria de la ma­yor aristeia de la guerra de Troya, el triunfo de Aquiles sobre el (59) poderoso Héctor. En ella se mezcla la tragedia de la grandeza heroi­ca, consagrada a la muerte, con la sumisión del hombre al destino y a las necesidades de la propia acción. A la auténtica aristeia perte­nece el triunfo del héroe, no su caída. La tragedia que encierra el hecho de que Aquiles se resuelva a ejecutar en Héctor la venganza de la muerte de Patroclo, a pesar de que sabe que tras la caída de Héctor le espera, a su vez, una muerte cierta, no halla su plenitud hasta la consumación de la catástrofe. Sirve sólo para enaltecer y llevar a mayor profundidad humana la victoria de Aquiles. Su heroís­mo no pertenece al tipo ingenuo y elemental de los antiguos héroes. Se eleva a la elección deliberada de una gran hazaña, al precio, pre­viamente conocido, de la propia vida. Todos los griegos posteriores concuerdan en esta interpretación y ven en ello la grandeza moral y la más vigorosa eficacia educadora del poema. La resolución he­roica de Aquiles sólo alcanza su plenitud trágica en su conexión con el motivo de su cólera y el vano intento de los griegos de llegar a la reconciliación, puesto que su negativa es la que acarrea la interven­ción y la caída de su amigo en el momento del descalabro griego.
De esta conexión es preciso concluir que la Ilíada tiene un desig­nio ético. Para poner en claro, de un modo convincente, las parti­cularidades de aquel propósito, sería preciso un análisis penetrante que no podemos realizar aquí. Claro es que el problema, mil veces discutido, del nacimiento de la epopeya homérica, no puede ser re­suelto de golpe ni dejado de lado mediante la simple referencia a aquel designio, que presupone, naturalmente, la unidad espiritual de la obra de arte. Pero es un saludable antídoto contra la tendencia unilateral a desmenuzar el conjunto, el hecho de que aparezcan de un modo claro las líneas sólidas de la acción. Y sete hecho debe destacarse con claridad meridiana desde nuestro punto de vista. Po­demos prescindir del problema de cuál fue el creador de la arquitec­tura del poema. Lo mismo si se hallaba vinculada a la concepción originaria que si es el resultado de la elaboración de un poeta pos­terior, no es posible desconocerlo en la forma actual de la Ilíada y es de fundamental importancia para su designio y su efecto.
Lo dilucidaremos sólo en algunos puntos de mayor importancia. Ya en el primer canto, donde se refiere la causa de la discordia entre Aquiles y Agamemnón, la ofensa a Crises, el sacerdote de Apolo, y la cólera del dios, que deriva de ella, toma el poeta un partido in­equívoco. Refiere la actitud de ambas partes contendientes de un modo completamente objetivo, pero con claridad las califica de inco­rrectas, por desmesuradas. Entre ellos se halla el prudente anciano Néstor, la personificación de la sofrosyne. Ha visto tres generaciones de mortales y habla, como desde un alto sitial, a los hombres aira­dos del presente, sobre sus agitaciones momentáneas. La figura de Néstor mantiene la totalidad de la escena en equilibrio. Ya en esta primera escena aparece la palabra estereotipada até. A la ceguera (60)                                   de Agamemnón se junta, en el canto nueve, la de Aquiles, mucho más grave en sus consecuencias, puesto que no "sabe ceder" y, ce­gado por la cólera, traspasa toda medida humana. Cuando ya es demasiado tarde, se expresa lleno de arrepentimiento. Maldice ahora su encono, que lo ha conducido a ser infiel a su destino heroico, a permanecer ocioso y a sacrificar a su más querido amigo. Asimismo, lamenta Agamemnón, tras su reconciliación con Aquiles, su propia ceguera, en una amplia alegoría sobre los efectos mortales de até. Homero concibe a até, así como a moira, de un modo estrictamente religioso, como una fuerza divina que el hombre puede apenas resis­tir. Sin embargo, aparece el hombre, especialmente en el canto nove­no, si no dueño de su destino, por lo menos en un cierto sentido como un coautor inconsciente. Hay una profunda necesidad espiritual en el hecho de que, precisamente los griegos, para los cuales la ac­ción heroica del hombre se halla en el lugar más alto, experimentaran, como algo demoniaco, el trágico peligro de la ceguera y la considera­ran como la contraposición eterna a la acción y a la aventura, mientras que la resignada sabiduría asiática tratara de evitarlo mediante la inacción y la renuncia. La frase de Heráclito, h)~qoj a)nqrw/pw| dai/mon, se halla en el término del camino que recorrieron los griegos en el conocimiento del destino humano. El poeta que creó la figura de Aquiles, se halla al comienzo.
La obra de Homero está en su totalidad inspirada por un pensa­miento "filosófico" relativo a la naturaleza humana y a las leyes eter­nas del curso del mundo. No escapa a ella nada esencial de la vida humana. Considera el poeta todo acaecimiento particular a la luz de su conocimiento general de la esencia de las cosas. La preferencia de los griegos por la poesía gnómica, la tendencia a estimar cuanto ocurre de acuerdo con las normas más altas y a partir de premisas universales, el uso frecuente de ejemplos míticos, considerados como tipos e ideales imperativos, todos estos rasgos tienen su último ori­gen en Homero. Ningún símbolo tan maravilloso de la concepción épica del hombre como la representación figurada del escudo de Aqui­les tal como lo describe detalladamente la Ilíada.[6] Hefestos representa en él la tierra, el cielo y el mar, el sol infatigable y la luna llena y las constelaciones que coronan el cielo. Crea, además, las dos más bellas ciudades de los hombres. En una de ellas hay bodas, fiestas, convites, cortejos nupciales y epitalamios. Los jóvenes danzan en tor­no, al son de las flautas y las liras. Las mujeres, en las puertas, los miran admiradas. El pueblo se halla reunido en la plaza del mer­cado, donde se desarrolla un litigio. Dos hombres contienden sobre el precio de sangre de un muerto. Los jueces se hallan sentados sobre piedras pulidas, en círculo sagrado, los cetros en las manos, y dictan la sentencia. La otra ciudad se halla sitiada por dos ejércitos numerosos, (61) con brillantes armaduras, que quieren destruirla o saquearla. Pero sus habitantes no quieren rendirse, sino que se hallan firmes en las almenas de las murallas para proteger a las mujeres, niños y an­cianos. Los hombres salen, empero, secretamente y arman una em­boscada a la orilla de un río, donde hay un abrevadero para el gana­do, y asaltan un rebaño. Acude el enemigo y se da una batalla en la orilla del río. Vuelan las lanzas en medio del tumulto, avanzan Eris y Kydoimos, los demonios de la guerra, y Ker, el demonio de la muerte, con su veste ensangrentada, y arrastran por los pies a los muertos y heridos. Hay también un campo donde los labradores tra­zan sus surcos arando con sus yuntas y a la vera del campo se hallan un hombre que escancia vino en una copa para su refrigerio. Luego viene una hacienda, en tiempo de cosecha. Los segadores llevan la hoz en la mano, caen las espigas al suelo, son atadas en gavillas, y el propietario está silencioso, con el corazón alegre, mientras los sir­vientes preparan la comida. Un viñedo, con sus alegres vendimia­dores, un soberbio rebaño de cornudos bueyes, con sus pastores y perros, una hermosa dehesa en lo hondo de un valle, con sus ovejas, apriscos y establos; un lugar para la danza donde las muchachas y los mozos bailan cogidos de las manos y un divino cantor que canta con voz sonora, completan esta pintura plenaria de la vida humana, con su eterna, sencilla y magnífica significación. En torno al círculo del escudo y abrazando la totalidad de las escenas, fluye el Océano.
La armonía perfecta de la naturaleza y de la vida humana, que se revela en la descripción del escudo, domina la concepción homé­rica de la realidad. Un gran ritmo análogo penetra la totalidad de su movimiento. Ningún día se halla tan henchido de confusión hu­mana que el poeta olvide observar cómo se levanta y se hunde el sol sobre los esfuerzos cotidianos, cómo sigue el reposo al trabajo y la lucha del día y cómo el sueño, que afloja los miembros, abraza a los mortales. Homero no es naturalista ni moralista. No se entrega a las experiencias caóticas de la vida sin tomar una posición ante ellas, ni las domina desde fuera. Las fuerzas morales son para él tan reales como las físicas. Comprende las pasiones humanas con mirada penetrante y objetiva. Conoce su fuerza elemental y demo­níaca que, más fuerte que el hombre, lo arrastra. Pero, aunque su corriente desborde con frecuencia las márgenes, se halla, en último término, siempre contenida por un dique inconmovible. Los últimos límites de la ética son, para Homero, como para los griegos en ge­neral, leyes del ser, no convenciones del puro deber. En la penetra­ción del mundo por este amplio sentido de la realidad, en relación con el cual todo "realismo" parece como irreal, descansa la ilimitada fuerza de la epopeya homérica.
El arte de la motivación de Homero depende de la manera pro­funda mediante la cual penetra en lo universal y necesario de su (62) asunto. No hay en él simple aceptación pasiva de las tradiciones, ni mera relación de los hechos, sino un desarrollo íntimo y necesario de las acciones que se suceden paso a paso, en inviolable conexión de causas y efectos. Desde los primeros versos, la acción dramática se desarrolla, en ambos poemas, con ininterrumpida continuidad. "Can­ta, oh musa, la cólera de Aquiles y su contienda en al atrida Agamemnón. ¿Qué dios permitió que lucharan con tanta hostilidad?" Como una flecha, se dispara la pregunta hacia el blanco. La narración de la cólera de Apolo que la sigue delimita estrechamente y declara la causa esencial de la desventura y se sitúa al comienzo de la epopeya como la etiología de la guerra del Peloponeso al comienzo de la his­toria de Tucídides. La acción no se despliega como una inconexa sucesión temporal. Rige en ella siempre el principio de razón sufi­ciente. Toda acción tiene una vigorosa motivación psicológica.
Pero Homero no es un autor moderno que lo considere todo sim­plemente en su desarrollo interno, como una experiencia o fenómeno de una   conciencia humana.    En el  mundo  en  que  vive,   nada   grande ocurre  sin  la  cooperación   de una  fuerza   divina,   y  lo  mismo  pasa en la epopeya.   La inevitable omnisciencia del poeta no se revela en Homero en la forma en que nos habla de las secretas e íntimas emo­ciones  de sus personajes, como si las  hubiera  experimentado en  sí mismo, como es preciso  que lo hagan nuestros escritores,  sino que ve las conexiones entre lo humano y lo divino.   No es  fácil señalar los limites a  partir de los cuales esta  representación de la realidad es. en Homero, un artificio poético.   Pero es evidentemente falso ex­plicar siempre la  intervención de los dioses como un recurso  de  la poesía  épica.    El  poeta  no  vive  en   un   mundo   de   ilusión  artística consciente, tras el cual se halle la fría y frívola ilustración y la ba­nalidad del tópico burgués.   Si perseguimos claramente los ejemplos de  intervención divina en la épica homérica, veremos un  desarrollo espiritual que va desde las intervenciones más externas y esporádicas, que pueden pertenecer a los usos más antiguos del estilo épico, hasta la guía constante  de ciertos hombres  por la  divinidad.   Así, Odiseo es conducido por inspiraciones siempre renovadas de Atenea.
También en el antiguo Oriente actúan los dioses no sólo en la poesía, sino también en los acaecimientos religiosos y políticos. Ellos son los que en verdad actúan en las acciones y los sufrimientos hu­manos, lo mismo en las inscripciones reales de los persas, babilonios y asirios que en los libros históricos de los judíos. Los dioses se interesan siempre en el juego de las acciones humanas. Toman par­tido en sus luchas. Dispensan sus favores o aprovechan sus benefi­cios. Todos hacen responsable a su dios de los bienes y los males que les acaecen. Toda intervención y todo éxito es obra suya. Tam­bién en la Ilíada se dividen los dioses en dos campos. Esta es una creencia antigua. Pero algunos rasgos de su elaboración son nuevos, como el esfuerzo del poeta para mantener, en la disensión que promueve (63)  entre los dioses de la guerra de Troya, la lealtad de los dioses entre sí, la unidad de su poder y la permanencia de su reino divino. La última causa de todo acaecimiento es la decisión de Zeus. Incluso en la tragedia de Aquiles, ve Homero el decreto de su suprema vo­luntad. En toda motivación de las acciones humanas intervienen los dioses. Ello no se halla en contradicción con la comprensión natural y psicológica de los mismos acaecimientos. En modo alguno se ex­cluyen la consideración psicológica y metafísica de un mismo suceso. Su acción recíproca es, para el pensamiento homérico, lo natural.
Así mantiene la epopeya una duplicidad peculiar. Toda acción debe ser considerada, al mismo tiempo, desde el punto de vista hu­mano y desde el punto de vista divino. La escena de este drama se realiza en dos planos. Perseguimos constantemente el curso sub specie de las acciones y los proyectos humanos y el de los más altos poderes que rigen el mundo. Así aparece con claridad la limitación, la mio­pía y la dependencia de las acciones humanas en relación con decretos sobrehumanos e insondables. Los actores no pueden ver esta cone­xión tal como aparece a los ojos del poeta. Basta pensar en la epo­peya cristiana medieval, escrita en lengua romance o germánica, en la cual no interviene fuerza alguna divina y todos los sucesos se des­arrollan desde el punto de vista del acaecer subjetivo y de la actividad puramente humana, para darse cuenta de la diferencia de la concep­ción poética de la realidad propia de Homero. La intervención de los dioses en los hechos y los sufrimientos humanos obliga al poeta griego a considerar siempre las acciones y el destino humanos en su significación absoluta, a subordinarlos a la conexión universal del mundo y a estimarlos de acuerdo con las más altas normas religiosas y morales. Desde el punto de vista de la concepción del mundo, la epopeya griega es más objetiva y más profunda que la épica medie­val. Una vez más, sólo Dante es comparable a ella, en su dimensión fundamental. La epopeya griega contiene ya en germen a la filosofía griega. Por otra parte, se revela con la mayor claridad el contraste de la concepción del mundo puramente teomórfica de los pueblos orientales, para la cual sólo Dios actúa y el hombre es sólo el objeto de su actividad, con el carácter antropocéntrico del pensamiento grie­go. Homero sitúa con la mayor resolución al hombre y su destino en primer término, aunque lo considere desde la perspectiva de las ideas más altas y de los problemas de la vida.
En la Odisea, esta peculiaridad de la estructura espiritual de la epopeya griega se manifiesta todavía de un modo más vigoroso. La Odisea pertenece a una época cuyo pensamiento se hallaba ya en alto grado ordenado racional y sistemáticamente. En todo caso, el poema completo, tal como ha llegado a nosotros, fue terminado en aquel periodo y manifiesta claramente sus huellas. Cuando dos pue­blos luchan entre sí y claman el auxilio de sus dioses, con ruegos y sacrificios, ponen a éstos en una difícil situación, sobre todo para (64) un pensamiento que cree en la omnipotencia y en la justicia impar­cial de la fuerza divina. Así, vemos en la Ilíada un pensamiento moral y religioso ya muy avanzado luchar con el problema de poner en concordancia el carácter originario, particular y local de la mayoría de los dioses, con la exigencia de una dirección unitaria del mundo. La humanidad y la proximidad de los dioses griegos llevaba a una raza, que se sabía, con plena conciencia de su orgullo aristo­crático, íntimamente emparentada con los inmortales, a considerar que la vida y las actividades de las fuerzas celestes no eran muy distintas de las que se desarrollaban en su existencia terrena. Con esta repre­sentación, que choca con la elevación abstracta de los filósofos poste­riores, contrasta en la Ilíada un sentimiento religioso en cuya repre­sentación de la divinidad y, sobre todo del soberano supremo del mundo, hallan su alimento las ideas más sublimes del arte y de la filosofía posteriores. Pero sólo en la Odisea hallamos una concepción del gobierno de los dioses más consecuente y sistemática.
Toma de la Ilíada, al comienzo de los cantos primero y quinto, la idea de un concilio de los dioses; pero salta a la vista la dife­rencia de las escenas tumultuosas del Olimpo de la Ilíada y los ma­ravillosos consejos de personalidades sobrehumanas de la Odisea. En la Ilíada, los dioses están a punto de venir a las manos. Zeus impone su superioridad por la fuerza y los dioses emplean en sus luchas medios humanos —demasiado humanos— como la astucia y la fuer­za. El dios Zeus, que preside el consejo de los dioses al comienzo de la Odisea, representa una alta conciencia filosófica del mundo. Empieza su consideración sobre el destino presente mediante el plan­teamiento general del problema de los sufrimientos humanos y la inseparable conexión del destino con las culpas humanas. Esta teo­dicea se cierne sobre la totalidad del poema. Para el poeta, es la más alta divinidad una fuerza sublime y omnisciente que se halla por en­cima de los esfuerzos y los pensamientos de los mortales. Su esencia es el espíritu y el pensamiento. No es comparable con las miopes pasiones que acarrean las faltas de los hombres y los hacen caer en las redes de Até. El poeta considera, desde este punto de vista ético y religioso, los sufrimientos de Odiseo y la hybris de los pretendien­tes expiados con la muerte. La acción trascurre en torno a este pro­blema unitario hasta el fin.
Pertenece a la esencia de esta historia el hecho de que la voluntad más alta, que orienta de un modo consecuente y poderoso el con­junto de la acción y la conduce, finalmente, a un resultado justo y feliz, aparezca claramente en su momento culminante. El poeta orde­na todo cuanto ocurre en el sistema de su pensamiento religioso. Todo personaje mantiene sólidamente su actitud y su carácter. Esta rígida construcción ética pertenece, probablemente, a los últimos estadios de la elaboración poética de la Odisea. En relación con esto, la crítica ha propuesto un problema que todavía espera resolución: el de comprender (65) desde el punto de vista histórico el progreso de esta elabora­ción moralizadora, a partir de los estadios más primitivos. Al lado de la idea de conjunto, ética y religiosa, que domina, a grandes rasgos, la forma definitiva de la Odisea, ofrece una riqueza inagota­ble de rasgos espirituales que van desde lo fabuloso hasta lo idílico, lo heroico y lo aventurero, sin que se agote con ello la acción del poema. Sin embargo, la unidad y la rigurosa economía de la cons­trucción, sentida desde todos los tiempos como uno de sus rasgos fun­damentales, depende de las grandes líneas del problema religioso y ético que desarrolla.
Con todo, esto es sólo un aspecto de un fenómeno mucho más rico. Del mismo modo que ordena Homero el destino humano en el amplio marco del acaecer universal y dentro de una concepción del mundo perfectamente delimitada, sitúa también sus personajes den­tro de un ambiente adecuado. Jamás toma a los hombres en abstracto y puramente desde el punto de vista interior. Todo se desarrolla en el cuadro plenario de la existencia concreta. No son sus figuras me­ros esquemas que ocasionalmente despierten a la expresión dramática y se levanten a extremos prodigiosos hasta caer, de pronto, en la inacción. Los hombres de Homero son tan reales que podríamos verlos con los ojos o tocarlos con las manos. Por la coherencia de su pensamiento y de su acción, su existencia se halla en íntima rela­ción con el mundo exterior. Consideraremos, por ejemplo, a Penélope La expresión del sentimiento hubiera alcanzado una mayor in­tensidad lírica mediante actividades y expresiones más exageradas. Pero esta actitud hubiera sido insoportable, en relación con el objeto y para el lector. Los personajes de Homero son siempre naturales y ex­presan, en todo momento, su propia esencia. Poseen una solidez, una facilidad de movimientos y una íntima trabazón a la que nada se puede comparar. Penélope es, al mismo tiempo, la mujer casera, la mujer abandonada del marido ausente, en presencia de sus dificulta­des con los pretendientes, la señora fiel y afectuosa con sus sirvien­tas, la mujer inquieta y angustiada por la custodia de su único hijo. No tiene más apoyo que el honrado y anciano porquerizo. El padre de Odiseo, débil y anciano, se halla en un pequeño y pobre retiro, lejos de la ciudad. Su propio padre está lejos y no puede ayudarla. Todo esto es sencillo y necesario y en su múltiple conexión desarrolla la íntima lógica de la figura mediante un efecto reposado y plástico. El secreto de la fuerza plástica de las figuras homéricas se halla en su aptitud de situarlas, de un modo intuitivo y con precisión y clari­dad matemáticas, en el sólido sistema de coordenadas de un espa­cio vital.
La aptitud de la epopeya homérica para proporcionarnos la in­tuición del mundo que describe como un cosmos completo que des­cansa en sí mismo y en el cual se mantiene el equilibrio entre el acaecer móvil y un elemento de permanencia y orden, arraiga, en último (66) término, en una peculiaridad específica del espíritu griego. Ma­ravilla al espectador moderno el hecho de que todas las fuerzas y tendencias características del pueblo griego, que se manifiestan en su evolución histórica posterior, se revelan ya, de un modo claro, en Homero. Esta impresión es, naturalmente, menos evidente cuando consideramos los poemas aislados. Pero si consideramos a Homero y la posteridad griega en una sola vista de conjunto, se pone de relie­ve su poderosa comunidad. Su fundamento más profundo se halla en cualidades innatas y hereditarias de la sangre y de la raza. Nos sen­timos, al mismo tiempo, ante ellas, próximos y alejados. En el cono­cimiento de esta diferencia necesaria de lo análogo se funda la fecun­didad de nuestro contacto con el mundo griego. Sin embargo, sobre el elemento de la raza y el pueblo, que sólo podemos aprehender de un modo sentimental e intuitivo y que se conserva con rara in­mutabilidad a través de los cambios históricos del espíritu y de la fortuna, no podemos olvidar la incalculable influencia histórica que ha ejercido el mundo humano configurado por Homero sobre todo el desarrollo histórico ulterior de su nación. Por primera vez en él ha llegado el espíritu pan-helénico a la unidad de la conciencia nacional e impreso su sello sobre toda la cultura griega posterior. (67)




[1] 1 platón, Rep., 606 E, piensa en los "adoradores de Homero", que no sólo lo ensalzan para complacencia, sino como guía de la vida. La misma oposición en jenófanes, frag. 9, Diehl.
[2] 2 α 337.     
[3] 3 kle/a a)ndrw~n, Ι 189, 524: θ 73.          
[4] 4 platón, fedro, 245 A.
[5] 5 dión de prusa, Or., XXXIII, 2.
[6] 6 S 478 ss.

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