domingo, 24 de diciembre de 2017

Heródoto los nueve libros de la historia Libro noveno: Calíope

1. Mardonio, cuando Alejandro, de regreso, le indicó la decisión de los atenienses, partió de Tesalia y con todo empeño llevó su ejército contra Atenas. Dondequiera llegaba, reclutaba hombres. Los señores de Tesalia no se arrepentían en nada de lo que habían hecho antes y estaban mucho más dispuestos a guiar al persa. Tórax de Larisa había escoltado a Jerjes en su huida, y ahora conducía abiertamente a Mardonio contra Grecia.
2. Cuando el ejército en su marcha llegó a Beocia, los tebanos trataron de detener a Mardonio y de aconsejarle, diciéndole que no había lugar más oportuno que aquél para sentar sus reales, y no le dejaban avanzar; debía establecerse allí, decían, y conquistar sin lucha toda Grecia. Porque si estaban de acuerdo los griegos que antes habían mostrado unanimidad, aun a todos los hombres del mundo sería difícil vencerles por la fuerza, «pero si hi-cieres lo que te aconsejamos —le dijeron— tendrás sabidas todas sus resoluciones militares. Manda dinero a todos los hombres que gobiernan en las ciudades, y con eso dividirás a Grecia; en adelante, con ayuda de tu facción, someterás fácilmente a los que no sean partidarios tuyos».
3. Así le aconsejaban, pero él no les obedeció, pues estaba poseído del deseo de tomar por segunda vez a Atenas, parte por arrogancia y parte porque mediante fuegos, a través de las islas, pensaba indicar a Jerjes, el cual estaba en Sardes, que se había apoderado de Atenas. Pero cuando llegó al Ática tampoco encontró a los atenienses, y se enteró de que los más se hallaban en Salamina y en las naves. Tomó la ciudad desierta, y entre la toma del Rey y la campaña siguiente de Mardonio pasaron diez meses.
4. Una vez que estuvo en Atenas, Mardonio envió a Salamina a un Moríquides del Helesponto que llevaba la misma embajada que Alejandro de Macedonia había tras-mitido a los atenienses. Y la enviaba por segunda vez, previendo que la decisión de los atenienses no le sería favorable, pero esperando que cediesen en su arrogancia, ahora que el Ática estaba conquistada y bajo su dominio.
5. Por este motivo despachó a Moríquides a Sala-mina. Compareció éste ante el Consejo y expuso el mensaje de Mardonio. Uno de los consejeros, Lícidas, opinó que le parecía mejor recibir la embajada que exponía Moríquides y proponerla al pueblo. Ésta fue la opinión que expresó, ya sea que hubiese recibido dinero de Mardonio, ya que de suyo le agradase la embajada. Los atenienses del Consejo lo llevaron entonces muy a mal y, cuando se enteraron los que estaban fuera, rodearon a Lícidas y le apedrearon, pero despidieron a Moríquides sano y salvo. Como se produjera en Salamina tal alboroto a propósito de Lícidas, las mujeres de los atenienses se enteraron de lo sucedido y reuniéndose y exhortándose unas a otras, se dirigieron por propio impulso a la casa de Lícidas y apedrearon tanto a su mujer como a sus hijos.
6. Los atenienses habían pasado a Salamina de este modo: mientras aguardaban que viniera del Peloponeso el ejército en su socorro, permanecieron en el Ática. Pero como los peloponesios procedían cada vez más larga y lentamente, y se decía que el invasor estaba ya en Beocia, pusieron en salvo todos sus haberes, y ellos pasaron a Salamina. Enviaron a Lacedemonia embajadores para reprochar a los lacedemonios por haber mirado con indiferencia que el bárbaro invadiese el Ática y no habérseles opuesto junto con ellos en Beocia, y también para recordarles cuánto había prometido el persa dar a los atenienses si mudaban de partido, y para prevenirles que si no socorrían a los atenienses, ellos mismos darían con algún medio de defensa.
7. Cabalmente, durante este tiempo, los lacedemonios celebraban una festividad, la de Jacinto, y daban la mayor importancia a atender al culto del dios; y a la vez colocaban ya las almenas al muro que estaban construyendo en el Istmo. Cuando llegaron a Lacedemonia los mensajeros de los atenienses, trayendo consigo a embajadores de Mégara y de Platea, se presentaron a los éforos y dijeron así: «Nos han enviado los atenienses para deciros que el rey de Media no sólo nos devuelve nuestro territorio, sino también quiere tomarnos por aliados en condiciones de igualdad y quiere darnos también otra tierra, la que elijamos, además de la nuestra. Nosotros, por respeto a Zeus helénico y por juzgar indigno traicionar a Grecia, no hemos consentido sino rehusado, bien que agraviados y traicionados por los griegos; y aun sabiendo que es más provechoso pactar con el persa que luchar contra él, de ningún modo pactaremos con él por voluntad nuestra. Tan íntegra es nuestra conducta para con los griegos. Pero vosotros que estabais antes en terror extremo de que pactásemos con el persa, después de que conocisteis claramente nuestro modo de pensar —que de ningún modo traicionaríamos a Grecia—, y después de que está casi concluido el muro que levantáis a través del Istmo, no hacéis ningún caso de los atenienses. Concertasteis con nosotros oponeros al persa en Beocia y nos habéis abandonado, y habéis visto con indiferencia que el bárbaro invadiera el Ática. Por el momento, los atenienses están airados contra vosotros, porque no habéis obrado como quienes sois. Pero ahora os invitan a enviar con nosotros a toda prisa un ejército para aguardar al bárbaro en el Ática: porque ya que hemos perdido a Beocia, el lugar de nuestro territorio más oportuno para combatir es la llanura de Tría».
8. Luego que oyeron esto los éforos, difirieron para el día siguiente la respuesta, y el día siguiente para el otro día: así lo hicieron durante diez días, difiriendo de un día para otro. Entretanto todos los peloponesios amurallaban el Istmo con mucho empeño y lo tenían casi concluido. No puedo decir por qué motivo a la llegada de Alejandro de Macedonia a Atenas, los espartanos se habían preocupado tanto de que los atenienses no se inclinaran a Persia y entonces no tenían el menor cuidado, sino porque estaba amurallado el Istmo, y les parecía que ya no necesitaban para nada a los atenienses. En cambio, cuando Alejandro había llegado al Ática, no estaba todavía amurallado el Istmo, y trabajaban en él llenos de terror por los persas.
9. Al fin, los espartanos respondieron y enviaron el ejército de este modo. La víspera de la que iba a ser la última audiencia, Quileo de Tegea, que era en Lacedemonia el más influyente de los forasteros, oyó de los éforos todo el discurso que habían dicho los atenienses, y tras oírlo, les dijo así: «Éforos, la situación es ésta: si los atenienses no están unidos con nosotros y son aliados del bárbaro, aunque esté tendido a través del Istmo un recio muro, el persa tiene abiertos grandes portales para el Peloponeso. Escuchadles, pues, antes de que tomen los atenienses alguna otra resolución que cause la ruina de Grecia».
10. Así les aconsejó; los éforos inmediatamente tomaron en cuenta sus palabras, y sin decir nada a los embajadores que habían venido de las ciudades, todavía de noche enviaron cinco mil espartanos, asignando a cada uno siete ilotas, y entregando la dirección a Pausanias, hijo de Cleómbroto. Correspondía el mando a Plistarco, hijo de Leónidas; pero éste era niño todavía, y aquél su primo y tutor. Porque Cleómbroto, padre de Pausanias e hijo de Anaxándridas, no vivía ya: tras conducir de vuelta del Istmo la tropa que había construido el muro, no mucho tiempo después, murió. Cleómbroto trajo el ejército de vuelta del Istmo por este motivo: mientras estaba sacrificando para vencer al persa, se oscureció el sol en el cielo. Pausanias escogió como colega a Eurianacte, hijo de Dorieo, varón de su misma casa.
11. Así, pues, los hombres de Pausanias habían salido de Esparta. En cuanto rayó el día, los embajadores, que nada sabían de la salida del ejército, se dirigieron a los éforos, con intención de volverse también cada cual a su lugar, y una vez llegados dijeron así: «Vosotros, lacedemonios, quedaos aquí, celebrando la festividad de Jacinto y divirtiéndoos tras abandonar a vuestros aliados. Los atenienses, como agraviados por vosotros y por falta de aliados, harán como puedan las paces con el persa y después, como sin duda nos convertiremos en aliados del Rey, marcharemos con él contra cualquier nación contra la que nos dirijan. Entonces aprenderéis qué consecuencias os resultarán de todo esto». A estas palabras de los embajadores, afirmaron los éforos con juramento que creían que sus tropas se hallaban ya en Oresteo, marchando contra los extranjeros (porque llamaban extranjeros a los bárbaros). Como nada sabían los embajadores, les interrogaron sobre lo que decían, y al interrogarles se enteraron así de toda la verdad; de tal modo que, llenos de maravilla, se marcharon siguiéndoles a toda prisa. Lo mismo hicieron, junto con ellos, cinco mil hoplitas escogidos entre los lacedemonios que viven en los alrededores de Esparta.
12. Así se dirigieron presurosamente al Istmo. Los argivos, en cuanto oyeron que las tropas al mando de Pausanias habían salido de Esparta, enviaron al Ática como heraldo al mejor de los correos veloces que encontraron; pues antes habían prometido a Mardonio impedir la salida de los espartanos. Cuando llegó a Atenas, el he-raldo dijo así: «Mardonio, me enviaron los argivos para declararte que ha salido de Lacedemonia la juventud, y que no les es posible a los argivos impedirles la salida. Ojalá, pues, tomes una buena decisión».
13. El heraldo se marchó de vuelta después de decir esto, y al oírlo Mardonio ya no tenía ninguna voluntad de quedarse en el Ática. Porque antes de recibir el aviso, estaba en suspenso, deseoso de saber lo que harían los atenienses, y no dañaba ni perjudicaba el Ática, esperando todo el tiempo que pactarían con él. Pero como no pudo persuadirles, después de enterarse de toda la situación, salió antes de que las tropas de Pausanias invadiesen el Istmo; quemó a Atenas, y si había quedado en pie alguna parte de los muros, de las casas o de los templos, todo lo derribaba y arrasaba. Partió a causa de que el territorio del Ática no era apropiado para la caballería, y si salía vencido en el encuentro, no había retirada posible sino a través de una angostura en que unos pocos hombres podían detenerle. Resolvió, pues, retroceder a Tebas, y dar el ataque cerca de una ciudad amiga y de un país apropiado para la caballería.
14. Así, pues, Mardonio retrocedió, y cuando ya estaba en camino llegó la noticia de que otro ejército de mil lacedemonios había llegado a Mégara como avanzada. Enterado de ello, tomó consejo con deseo de apoderarse primero de este cuerpo, de alguna manera. Dio media vuelta y condujo el ejército contra Mégara; la caballería que iba adelante, hizo correrías por el país de Mégara. Éste fue el punto más lejano de Europa, hacia Poniente, adonde llegó este ejército persa.
15. Después de esto Mardonio recibió la noticia de que los griegos estaban reunidos en el Istmo. Entonces marchó de vuelta a través de Decélea, pues los magistrados de Beocia enviaron por los fronterizos de la región del Asopo, y éstos le mostraron el camino a Esféndala y de ahí a Tanagra. Hizo alto por la noche en Tanagra, y al día siguiente se dirigió a Escolo y estuvo así en territorio tebano. Allí taló las tierras de los tebanos, aunque eran partidarios de Persia, no por ningún odio, sino forzado por la gran necesidad de hacer una fortificación para su campamento y, por si el ataque no le resultaba como quería, hacía ese refugio. Su campamento comenzaba en Eritras, y pasando por Hisias, se extendía hasta el territorio de Platea, situado a lo largo del río Asopo. En verdad, no hizo el muro de esa extensión, sino de unos diez estadios de frente, más o menos, cada lado.
16. Mientras los bárbaros tenían ese trabajo, un ciudadano de Tebas, Atagino, hijo de Frinón, hizo grandes preparativos e invitó a un banquete al mismo Mardonio y a los cincuenta persas más notables, y éstos aceptaron la invitación; el banquete se daba en Tebas. Lo que sucedió y contaré a continuación, lo escuché de labios de Tersandro, ciudadano de Orcómeno, y de los más notables en su ciudad. Contaba Tersandro que también él fue invitado por Atagino a ese convite, como asimismo cincuenta tebanos, y que no se recostaron separadamente unos y otros, sino un persa y un griego en cada lecho. Cuando habían concluido la comida y cada cual bebía con su compañero, el persa que estaba a su lado le preguntó en lengua griega de qué lugar era, y él respondió que era de Orcómeno. Entonces dijo el persa: «Ya que has sido mi compañero de mesa y de copa, quiero dejarte un recuerdo de mi pensamiento para que, enterado de antemano, puedas tomar una decisión que te sea provechosa. ¿Ves estos persas que están en el banquete y el ejército que hemos dejado acampado junto al río? En poco tiempo verás muy pocos de ellos con vida». Y al decir esto, el persa derramaba abundante llanto. Tersandro, maravillado ante tales palabras, le dijo: «Pues ¿no es preciso decir esto a Mardonio y a los persas que le siguen en dignidad?» Y, según contaba, replicó el persa: «Huésped, lo que por voluntad de Dios ha de suceder, imposible es que el hombre lo aleje, pues ni aun quiere nadie dejarse persuadir de los que hablan lealmente. Muchos entre los persas sabemos esto, pero seguimos a Mardonio, condenados por la necesidad. La más odiosa de las penas del hombre es pensar mucho y no poder nada». Esto oí contar a Tersandro, y contaba además que él había comunicado inmediatamente esas palabras, antes de darse la batalla de Platea.
17. Mientras Mardonio acampaba en Beocia, todos los demás griegos de esa región que abrazaron el partido persa proporcionaron tropas e invadieron Atenas junto con él; sólo los foceos no les acompañaron (aunque también ellos eran partidarios decididos de Persia), si bien por necesidad y no de grado. Y no muchos días después de llegar a Tebas, vinieron mil hoplitas foceos al mando de Harmocides, el ciudadano más importante. Luego que también éstos llegaron a Tebas, Mardonio envió unos jinetes y les ordenó que se estacionasen solos en la llanura. Cuando lo hicieron, compareció inmediatamente toda la caballería. Y después de eso, corrió por el ejército griego que militaba con los persas el rumor de que flecharía a todos, y este mismo rumor corrió también entre los mismos foceos. Entonces Harmocides, su general, les exhortó en estos términos: «Foceos, pues es evidente que estos hombres nos han de entregar a una muerte segura (por calumnia de los tésalos, según yo presumo), preciso es que cada uno de vosotros se porte como bueno. Mejor es acabar la vida haciendo algo y defendiéndonos que ofrecernos a perecer de la muerte más vergonzosa. Y aprenda cada cual que son griegos los hombres contra los que han tramado la muerte ellos, que no son sino bárbaros».
18. En esos términos les exhortó Harmocides. Los jinetes, después de haberles rodeado, se lanzaron contra ellos como para matarles, tendieron los arcos como para flecharles y alguno quizá lo disparó. Los foceos les hicieron frente, apelotonándose por todas partes y apretando filas lo más posible; y entonces los jinetes se volvieron y marcharon de regreso. No puedo decir exactamente si fueron a matar a los foceos a ruego de los tésalos, y cuando vieron que tomaban la defensiva, temerosos de que a ellos mismos les sucediera algún desastre, se marcharon así de regreso, pues tal les había ordenado Mardonio. Ni puedo decir si quiso poner a prueba el valor que tenían. Pero cuando los jinetes se vinieron de vuelta, Mardonio despachó un heraldo para decirles lo siguiente: «Buen ánimo, foceos: demostrasteis ser valientes, no co-mo yo había oído. Ahora, haced esta guerra con afán, pues a beneficios no me venceréis ni a mí ni al Rey». En esto paró el caso de los foceos.
19. Los lacedemonios cuando llegaron al Istmo acamparon en él; y enterados de eso el resto de los peloponesios que habían escogido la mejor causa, y aun algunos viendo a los espartanos en marcha, pensaron que no era justo quedarse atrás cuando los lacedemonios partían. Una vez que obtuvieron faustos sacrificios, se marcharon todos del Istmo y llegaron a Eleusis. También hicieron aquí sacrificios y como los lograran buenos, continuaron avanzando, y junto con ellos los atenienses, que habían cruzado desde Salamina y se les habían reunido en Eleusis. Cuando llegaron a Eritras de Beocia, supieron que los bárbaros estaban acampados junto al Asopo y, teniendo en cuenta ese hecho, se alinearon enfrente, en las estribaciones del Citerón.
20. Como los griegos no bajaban a la llanura, Mardonio envió contra ellos toda la caballería, a la que comandaba Masistio, bien reputado entre los persas, y a quien los griegos llaman Macistio; iba en un caballo neseo de freno de oro y bien adornado en el resto. Entonces, al dirigirse los jinetes contra los griegos, les atacaron por escuadrones, haciéndoles mucho daño y llamándoles mujeres.
21. Por azar los de Mégara se hallaban formados en el punto más expuesto al peligro de todo el lugar, y por donde la caballería encontraba más fácil acceso. Los de Mégara, apretados por el ataque de la caballería, enviaron un heraldo a los generales griegos, y llegado que hubo, el heraldo les habló así: «Dicen los de Mégara: aliados, nosotros no podemos resistir solos a la caballería de los persas si continuamos en la posición en que estamos desde el principio, aunque hasta ahora, bien que apretados, resistimos gracias a nuestra perseverancia y valor. Sabed ahora que si no enviáis alguna otra tropa que nos releve en el puesto, nosotros lo abandonaremos». Tal fue el mensaje del heraldo. Pausanias averiguaba quiénes otros de los griegos querrían ir como voluntarios a ese lugar y formarse para relevar a los de Mégara. Como los demás no querían, se ofrecieron los atenienses, y de éstos, los trescientos hombres escogidos a quienes capitaneaba Olimpiodoro, hijo de Lampón.
22. Ellos fueron los que aceptaron el compromiso, y los que se alinearon en Eritras a la vanguardia de todos los griegos allí presentes, y tomaron consigo a los arqueros. Combatieron cierto tiempo, y el resultado de la batalla fue el siguiente: al atacar la caballería por escuadrones, el caballo de Masistio, que iba al frente de los demás, fue herido por una flecha en el costado, y por el dolor se irguió y arrojó de sí a Masistio. Al caer éste, los atenienses le acometieron enseguida, tomaron su caballo y le mataron aunque se defendía; y no pudieron matarle desde el principio por estar armado de este modo: llevaba por dentro una loriga de escamas de oro, y encima de la coraza una túnica de púrpura. Mientras le golpeaban en la coraza, nada hacían, hasta que viendo uno lo que pasaba le hirió en un ojo, y así cayó muerto. No sé cómo los demás jinetes no repararon en el suceso, pues ni le vieron caer del caballo, ni morir, y al volver grupas y retirarse tampoco lo advirtieron. Pero al hacer alto, le echaron de menos inmediatamente, porque no había nadie que les diera órdenes. Cuando advirtieron lo que había pasado, exhortándose unos a otros, cabalgaron todos para recobrar el cadáver.
23. Viendo los atenienses que los jinetes ya no cargaban por escuadrones, sino todos juntos, llamaron en su auxilio al resto del ejército. Mientras toda la infantería venía en su auxilio, se produjo un encarnizado combate alrededor del cadáver. En tanto los trescientos estaban solos llevaban decididamente la peor parte y abandonaban el cadáver; pero cuando les socorrió el grueso del ejército, entonces los jinetes no resistieron más y no les fue posible recobrar el cadáver, sino que por añadidura perdieron otros jinetes. Alejáronse, pues, como unos dos estadios, deliberaron sobre lo que era preciso hacer y resolvieron, ya que no tenían jefe, volver al lado de Mardonio.
24. Cuando la caballería llegó al campamento, Mardonio y todo el ejército hicieron grandísimo duelo por Masistio; se cortaron el pelo ellos y lo cortaron a sus caballos y a las bestias de carga, y se entregaron a tan intenso lamento que su eco llenaba toda la Beocia, pues había muerto el hombre más importante, después de Mardonio, ante los persas y ante el Rey.
25. Tales honras fúnebres tributaron los bárbaros, según su usanza, a Masistio. Los griegos, como habían resistido al ataque de la caballería y después de resistirlo, la habían rechazado, cobraron mucho más ánimo, y ante todo colocaron el cadáver en un carro y lo llevaron por sus filas. El cadáver era digno de verse a causa de su estatura y belleza, y precisamente a causa de eso, dejaban las filas e iban a contemplar a Masistio. Luego decidieron bajar a Platea, pues les pareció que la región de Platea era mucho más apropiada para acampar que la de Eritras, y sobre todo, mejor regada. Decidieron, pues, que era preciso llegar y acampar en formación en ese lugar y junto a la fuente Gargafia, que está en él. Recogieron sus armas y marcharon por las estribaciones del Citerón, pasando por Hisias, hasta el territorio de Platea, y al llegar se formaron por pueblos cerca de la fuente Gargafia y del templo del héroe Andrócrates, entre colinas no elevadas y en un paraje llano.
26. Allí, en la formación, hubo un gran altercado entre tegeatas y atenienses, porque unos y otros reclamaban la segunda ala, alegando tanto nuevas como antiguas ha-zañas. Por su parte, los tegeatas decían así: «A nosotros siempre se nos ha asignado este puesto entre todos nuestros aliados, en cuantas expediciones comunes han hecho los pueblos del Peloponeso, así antaño como hogaño, desde aquel tiempo en que, después de la muerte de Euristeo, los Heraclidas intentaron volver al Peloponeso. Ganamos entonces esa prerrogativa por la acción siguiente. Cuando salimos a la defensa, junto con los aqueos y con los jonios que entonces moraban en el Peloponeso, y sentamos los reales en el Istmo, frente a los invasores, entonces —según se cuenta— dijo Hilo que no era preciso que los ejércitos se pusiesen en peligro atacándose uno al otro, sino que luchase con él en combate singular y en condiciones fijadas, el hombre del campamento de los peloponesios que ellos juzgasen el mejor. Opinaron los peloponesios que así debía hacerse y empeñaron un juramento para confirmar este convenio: si Hilo vencía al campeón del Peloponeso, los Heraclidas volverían a la tierra paterna, pero si era vencido, los Heraclidas, al contrario, se marcharían, retirarían su ejército y por cien años no procurarían volver al Peloponeso. De entre todos los aliados fue elegido un voluntario, Équemo, hijo de Eéropo, hijo de Fegeo, que era nuestro general y rey. Y luchó en combate singular con Hilo y le mató. Por esta hazaña ganamos entre los peloponesios de entonces, aparte muchos grandes privilegios que continuamos gozando, el mando perpetuo de la segunda ala en toda expedición común. A vosotros, lacedemonios, no nos oponemos, antes os damos a elegir el ala que queráis mandar y os la cedemos, pero declaramos que a nosotros nos corresponde dirigir la segunda, como ha sucedido antes. Y fuera de la hazaña referida, somos más merecedores de tener este puesto que los atenienses porque hemos reñido con éxito muchos encuentros contra vosotros, espartanos, y muchos contra otros. Así, pues, es justo que nosotros tengamos la segunda ala antes que los atenienses, ya que ellos no han ejecutado hazañas como las nuestras, ni antaño ni hogaño».
27. Tal dijeron, y de este modo replicaron a sus palabras los atenienses: «Creemos que esta junta se ha hecho para luchar contra el bárbaro y no para pronunciar discursos; pero ya que el tegeata ha propuesto como debate narrar cuantas proezas, antiguas y modernas hemos ejecutado unos y otros en todo tiempo, nos vemos obligados a demostraros por qué poseemos nosotros, gracias a nuestro valor, el privilegio hereditario de tener el primer puesto, con preferencia a los árcades. En primer lugar, cuando los Heraclidas (a cuyo caudillo se jactan éstos de haber dado muerte en el Istmo) eran antes arrojados por todos los griegos a los que acudían huyendo de la esclavitud de Micenas, fuimos los únicos que les recibimos y abatimos la soberbia de Euristeo, y junto con ellos vencimos en batalla a los que entonces ocupaban el Peloponeso. En segundo lugar, cuando los argivos que marcharon con Polinices contra Tebas, murieron y quedaron insepultos, declaramos que nosotros fuimos en expedición contra los cadmeos, recobramos los cadáveres y los sepultamos en Eleusis, en nuestro suelo. Otra próspera ha-zaña nuestra fue el combate contra las Amazonas que otrora vinieron del Termodonte e invadieron el Ática, y en los trabajos de Troya no hemos sido inferiores a nadie. Pero de nada sirve recordar todo esto, pues los que entonces fueron bravos podrían ser ahora cobardes, y los que entonces fueron cobardes ahora podrían ser más bravos. Basta, pues, de hazañas antiguas. Nosotros, aunque no pudiésemos ostentar ninguna otra hazaña —como podemos ostentar muchas y prósperas, si algún pueblo griego puede hacerlo— no obstante, por la de Maratón, somos dignos de poseer este privilegio y otros por añadidura, pues en verdad fuimos los únicos entre los griegos que combatimos solos contra el persa y, tras acometer semejante empresa, ganamos y vencimos a cuarenta y seis pueblos. ¿No merecemos, pues, por sólo esta obra, tener este puesto? Pero en semejante ocasión no es decoroso reñir por causa del puesto. Estamos prontos, lacedemonios, a obedeceros y a colocarnos donde y al lado de quienes os parezca más oportuno, porque doquiera estemos formados trataremos de portarnos como bravos. Dirigidnos, que os obedeceremos». Así respondieron, y todo el campo de los lacedemonios dijo a voces que los atenienses eran más merecedores de tener el ala que los árcades. Y así lo obtuvieron los atenienses y ganaron a los tegeatas.
28. A continuación, los griegos que acudían y los que habían venido desde un comienzo se formaron de este modo: diez mil lacedemonios ocupaban el ala derecha; de éstos, cinco mil eran espartanos, y tenían una guardia de treinta y cinco mil ilotas armados a la ligera, siete para cada uno. Como vecinos eligieron los espartanos a los tegeatas, por su mérito y para conferirles honor; de ellos había mil quinientos hoplitas. Después de éstos, venían cinco mil corintios, quienes recabaron de Pausanias que estuviesen a su lado los trescientos hombres presentes de los potideos de Palene. Inmediatos a éstos se hallaban seiscientos árcades de Orcómeno, y a éstos tres mil siconios. A continuación de éstos seguían ochocientos epidaurios; junto a ellos se alinearon mil trecenios; a los trecenios seguían doscientos hombres de Lepreo; a éstos, cuatrocientos de Micenas y de Tirinto; a éstos seguían mil fliasios; junto a ellos estaban trescientos hermioneos; inmediatos a los hermioneos se hallaban seiscientos de Eretria y de Estira; a éstos, cuatrocientos de Calcis, y a éstos, quinientos ampraciotas. Luego de éstos estaban ochocientos de Léucade y Anactoria; inmediatos a ellos, doscientos de Pala de Cefalonia; luego de éstos se alinearon quinientos eginetas. Junto a ellos tres mil de Mégara; les seguían seiscientos de Platea. Los últimos y primeros en la formación eran los atenienses, que ocupaban el ala izquierda en número de ocho mil; era su general Arístides, hijo de Lisímaco.
29. Todos éstos, salvo los siete al servicio de cada espartano, eran hoplitas y llegaban en conjunto al número de treinta y ocho mil setecientos. Éste era el número de todos los hoplitas reunidos contra el bárbaro; la cantidad de soldados armados a la ligera era la siguiente: en las filas de los espartanos había treinta y cinco mil (como que había siete por cada hoplita), y cada uno de ellos estaba aparejado para la guerra. Los soldados armados a la ligera de los demás lacedemonios y griegos, como eran uno por cada hoplita, llegaban a treinta y cuatro mil quinientos.
30. Así, la suma de todos los combatientes armados a la ligera era de sesenta y nueve mil quinientos, y la de todas las fuerzas griegas reunidas en Platea, incluyendo hoplitas y combatientes armados a la ligera, era de ciento diez mil hombres menos mil ochocientos; pero con los hombres presentes de Tespias se redondeaban los ciento once mil, pues estaban presentes en el campamento los hombres de Tespias que habían sobrevivido, en número de mil ochocientos. Tampoco éstos tenían armas pesadas. Así formados, pues, acampaban junto al Asopo.
31. Los bárbaros al mando de Mardonio, cuando acabaron de llorar a Masistio, oyendo que los griegos estaban en Platea, comparecieron también sobre la parte del Asopo que corre por allí, y una vez llegados, Mardonio les formó contra los griegos de este modo: contra los lacedemonios colocó los persas, y como eran éstos muy superiores en número, les dispuso en más hileras, hasta alcanzar a los tegeatas. He aquí cómo los alineó: escogió todo lo más fuerte y lo colocó delante de los lacedemonios y formó lo más débil frente a los tegeatas. Procedía así informado y enseñado por los tebanos. Inmediatamente de los persas, formó a los medos: éstos se oponían a los de Corinto, Potidea, Orcómeno y Sición. Inmediatamente de los medos formó a los bactrios: éstos se oponían a los de Epidauro, Trecén, Lepreo, Tirinto, Micenas y Fliunte. Después de los bactrios situó a los indos: éstos se oponían a los de Hermíona, Eretria, Estira y Calcis. A continuación de los indos formó a los sacas, los cuales se oponían a los de Ampracia, Anactoria, Léucade, Pala y Egina. A continuación de los sacas formó contra los de Atenas, Platea y Mégara, a los beocios, locrios, malios, tésalos y los mil foceos, pues a decir verdad no todos los foceos abrazaron el partido persa: algunos de ellos aumentaron las filas de los griegos desde el Parnaso, donde estaban acorralados, y se lanzaban desde este punto a pillar el ejército de Mardonio y los griegos que estaban con él. También alineó contra los atenienses a los macedonios y a los habitantes de los alrededores de Tesalia.
32. Quedan nombrados los pueblos más grandes de entre los formados por Mardonio, los de más lustre e importancia. Pero también había tropas mezcladas de otros pueblos, como ser: frigios, tracios, misios, peonios, y otros; había también etíopes y los egipcios llamados hermotibies y calasiries, que llevan espada y son los únicos hombres de combate en Egipto. A éstos, que peleaban a bordo de sus naves, les hizo desembarcar cuando todavía estaba en Falero, pues los egipcios no habían formado con el ejército de tierra que había llegado a Atenas junto con Jerjes. De los bárbaros había trescientos mil, como queda señalado antes. De los griegos aliados de Mardonio nadie sabe el número, pues no hubo recuento; por conjeturar, conjeturo que se reunieron hasta cincuenta mil. Ésta era la infantería en formación; la caballería estaba formada aparte.
33. Cuando todos estuvieron formados por naciones y escuadrones, al segundo día los dos ejércitos sacrificaron. El que hacía el sacrificio por los griegos era Tisámeno, hijo de Antíoco: éste era el adivino que seguía a ese ejército. Era natural de Élide y del linaje de los lámidas, pero los lacedemonios le habían dado su ciudadanía. Porque al interrogar Tisámeno al oráculo de Delfos por su descendencia, le respondió la Pitia que ganaría los cinco más grandes triunfos. Sin acertar con el oráculo, se aplicó a la gimnasia, pensando que había de ganar en los certámenes gímnicos. Se preparó para el pentatlón y por una prueba hubiera ganado la olimpíada en competencia con Jerónimo de Andro. Pero los lacedemonios, advirtiendo que la profecía de Tisámeno no se refería a triunfos gímnicos sino a triunfos militares, trataron de persuadirle a fuerza de dinero para que fuese jefe de guerra junto con sus reyes, descendientes de Heracles. Y él, al ver que los espartanos tenían tanto interés en conciliarse su amistad, averiguó el caso y subió el precio, y les declaró que si le hacían ciudadano con goce de todos los derechos, aceptaría; por otra paga, no. Al oír esto los espartanos, primero lo llevaron a mal y abandonaron del todo su pedido, pero al fin, pendiente sobre ellos el gran terror de este ejército persa, consintieron en otorgar su demanda. Y cuando percibió que habían cambiado de parecer, dijo que ya no bastaba con esas condiciones solamente, y que era preciso que hiciesen a su hermano Hegias espartano en las mismas condiciones que él.
34. Con estos tratos, Tisámeno imitaba a Melampo, si pueden compararse las pretensiones de reino y de ciudadanía. En efecto, cuando enloquecieron las mujeres de Argos,[1] y los argivos quisieron contratar a Melampo para que viniese a Pilo a poner fin a la enfermedad de sus mujeres, pidió como paga la mitad del reino. Los argivos no aceptaron y se volvieron. Pero como más y más mujeres enloquecían, prometieron entonces lo que había pedido y estaban por dárselo. Entonces, viendo que habían mudado de parecer, Melampo aspiró a más y dijo que si no daban a su hermano Biante el tercio del reino, no haría lo que deseaban. Y los argivos, reducidos a aquel estrecho trance, también otorgaron esta demanda.
35. Así también los espartanos, como necesitaban tanto de Tisámeno, le concedieron todo. Y luego que los espartanos le concedieron también eso, Tisámeno de Élide, convertido en espartano, ganó con ellos como adivino, los cinco más grandes triunfos. Éstos fueron los únicos hombres del mundo que recibieron la ciudadanía espartana. Los cinco triunfos fueron los siguientes: el primero, éste de Platea; luego el de Tegea, contra los tegeatas y los argivos; después el de Dipea, contra todos los árcades, excepto los de Mantinea; luego el de Mesenia, junto a Itoma, y por último el de Tanagra, contra los atenienses y los argivos. Éste fue, de los cinco triunfos, el último en realizarse.
36. Este Tisámeno, pues, traído por los espartanos, profetizaba para los griegos en el territorio de Platea. Los sacrificios eran de buen agüero para los griegos si se mantenían a la defensiva; si atravesaban el Asopo e iniciaban el combate, no.
37. Para Mardonio, que deseaba iniciar el combate, los sacrificios no eran favorables, pero también eran de buen agüero si se mantenía a la defensiva. Pues Mardonio usaba asimismo sacrificios según el rito griego, y tenía como adivino a Hegesístrato de Élide, el más ilustre de los Telíadas, a quien antes de estos sucesos los espartanos prendieron y enviaron al patíbulo, por haber recibido de él muchos agravios. Hegesístrato, hallándose en lance tan fuerte, a punto de perder la vida y de padecer muchos tormentos antes de morir, ejecutó una acción superior a todo encarecimiento. Mientras se hallaba encadenado en el cepo, se apoderó de cierta arma de hierro que había sido traída e ideó inmediatamente la más valerosa acción de cuantas sepamos: calculó cómo podría sacar el resto del pie y cortó luego la parte delantera. Tras esto, como se hallaba custodiado por guardias, abrió una brecha en la pared y huyó a Tegea, andando de noche, y de día escondiéndose y guareciéndose en el bosque, de tal modo que a la tercera noche llegó a Tegea, aunque le buscaban todos los lacedemonios en masa. Éstos tuvieron a gran maravilla su audacia, cuando vieron la mitad del pie en el suelo y no pudieron hallar al fugitivo. Así escapó entonces de los lacedemonios y se refugió en Tegea, que en ese tiempo era hostil a Lacedemonia. Después que recobró la salud y se hizo hacer un pie de palo, se declaró enemigo mortal de los lacedemonios. Pero al fin el odio que profesaba a los lacedemonios no le trajo provecho, pues le prendieron mientras profetizaba en Zacinto, y le dieron muerte.
38. Pero la muerte de Hegesístrato sucedió después de la jornada de Platea; entonces se hallaba junto al Asopo, contratado por Mardonio mediante no pequeña paga, y sacrificaba con mucho afán, por el odio que tenía a los lacedemonios y por su propio lucro. Como los sacrificios no eran favorables para combatir, ni para los persas ni para los griegos que estaban con ellos (los cuales tenían también para sí un adivino, Hipómaco de Léucade), y los griegos acudían sin cesar, con lo que su número aumentaba, Timagénidas de Tebas, hijo de Herpis, aconsejó a Mardonio que guardase los pasos del Citerón, y le dijo que los griegos acudían cada día sin cesar, y que de ese modo interceptaría a muchos.
39. Ya habían pasado ocho días que estaban los ejércitos formados el uno contra el otro, cuando Timagénidas dio ese consejo a Mardonio. Éste, advirtiendo que era buen consejo, cuando llegó la noche envió la caballería a los pasos del Citerón que llevan a Platea, y que los beocios llaman Tres Cabezas y los atenienses Cabezas de Encina. Los jinetes enviados no fueron en vano, pues tomaron quinientas bestias de carga que entraban en la llanura y llevaban víveres del Peloponeso al campamento, y los hombres que seguían la recua. Cuando los persas tomaron esta presa, mataron sin piedad, no perdonando hombre ni bestia. Cuando se hartaron de matar, colocaron en el medio lo que quedaba del convoy y lo llevaron a Mardonio y al campamento.
40. Después de este golpe pasaron otros dos días, sin que ninguno de los dos ejércitos quisiera iniciar el combate; porque los bárbaros avanzaron hasta el Asopo, tentando a los griegos, pero ninguno de los dos lo cruzó. No obstante, la caballería de Mardonio siempre hostigaba y molestaba a los griegos, pues los tebanos, como tan fervorosos partidarios de los persas, llevaban la guerra con empeño y guiaban siempre a los bárbaros hasta la batalla; entonces les sucedían los persas y los medos, quienes, a su vez, demostraban su valor.
41. Durante diez días no sucedió más que eso; pero a los once días de estar los ejércitos formados el uno contra el otro en Platea, los griegos habían aumentado mucho en número y Mardonio estaba muy incomodado por la demora; entonces entraron en consejo Mardonio, hijo de Gobrias, y Artabazo, hijo de Farnaces, que era estimado por Jerjes como pocos persas. En el consejo sus opiniones fueron las siguientes: la de Artabazo, que era preciso retirar a toda prisa el ejército entero y situarse tras el muro de los tebanos, donde habían introducido mucho trigo, y forraje para los animales, y situados allí tranquilamente llevarían a cabo la empresa de este modo: tenían mucho oro acuñado y sin acuñar, mucha plata y vajilla; había que distribuirlos sin la menor economía entre los griegos, y principalmente entre los hombres que estaban al frente de las ciudades, y ellos entregarían rápidamente su libertad, y no se correría el peligro de una batalla. La opinión de Artabazo era la misma que la de los tebanos, pues también él estaba mejor enterado de antemano; pero la de Mardonio era más recia, menos conocedora de la situación y de ningún modo inclinada a clemencia. Porque le parecía que su ejército era muy superior al griego; que había que dar batalla lo antes posible, sin permitir que se reuniese un número todavía mayor que el de los reunidos; que se dejasen enhorabuena los sacrificios de Hegesístrato, no se forzase a los dioses, y se diese la batalla conforme a la usanza persa.
42. A tal parecer de Mardonio nadie se opuso, y de ese modo prevaleció su opinión, pues él, y no Artabazo, tenía de manos del Rey el mando del ejército. Así, pues, hizo llamar a los comandantes de los escuadrones y a los generales de los griegos que militaban con ellos, les preguntó si sabían algún oráculo que predijera la pérdida de los persas en Grecia. Como los llamados callaban, unos por no saber los oráculos, y los que los sabían por creer peligroso decírselos, Mardonio mismo les dijo: «Puesto que vosotros, o no sabéis nada o no osáis decirlo, yo os lo diré como quien bien lo sabe. Hay un oráculo según el cual es preciso que los persas llegados a Grecia saqueen el templo de Delfos, y después del saqueo, perezcan todos. Sabedores de esto, nosotros ni iremos contra el templo ni intentaremos saquearlo, y por lo que toca a esta causa no pereceremos. Así que, cuantos de vosotros sois propicios a los persas, regocijaos, pues hemos de vencer a los griegos». Después de hablarles de ese modo, les indicó luego que aparejaran todo y lo tuviesen en orden, pues se daría la batalla al rayar el día.
43. A decir verdad, ese oráculo que Mardonio dijo concernía a los persas, sé que fue pronunciado a propósito de los ilirios y del ejército de los enqueleos, y no a propósito de los persas. Pero en cuanto a esta batalla hay una profecía hecha por Bacis:

Playa herbosa del Asopo, márgenes del Termodonte,
reseña griega y lamento de clamores extranjeros.
Antes de su plazo y término caerán allí muchos persas
flechadores, cuando el día del destino les alcance.

Sé que esta profecía y otras semejantes a ésta, hechas por Museo, se refieren a los persas. El río Termodonte corre entre Tanagra y Glisante.
44. Después de la interrogación sobre los oráculos y de la exhortación de Mardonio, llegó la noche y se dispusieron las guardias. Cuando la noche estaba bien avanzada y todo parecía estar tranquilo en el campamento y los hombres en el más profundo sueño, entonces Alejandro, hijo de Amintas, que era general y rey de los macedonios, se adelantó a caballo hacia las guardias de los atenienses y procuró ponerse al habla con los generales. La mayor parte de los guardias permaneció en su puesto, pero los otros corrieron hacia sus generales, y una vez llegados les dijeron que había venido un hombre a caballo desde el campamento de los medos que no decía palabra fuera de llamar a los generales por su nombre y querer ponerse al habla con ellos.
45. Cuando los generales oyeron esto, siguieron inmediatamente a los guardias, y llegado que hubieron les dijo Alejandro: «Atenienses, os entrego en prenda estas palabras, rogándoos que guardéis el secreto y no las digáis a nadie sino a Pausanias, para que no me perdáis. Yo no las diría si no cuidara grandemente de toda Grecia, pues yo mismo por mi antiguo linaje soy griego y no querría ver a Grecia esclavizada y no libre. Digo, pues, que Mardonio y su ejército no logran sacrificios favorables: si no hace tiempo que hubierais combatido. Ahora ha resuelto dejar enhorabuena los sacrificios, y dar la batalla en cuanto asome el día, pues a lo que me imagino, teme que os reunáis en mayor número. Preparaos para esto. Si Mardonio difiere la batalla y no la da, continuad donde estáis, pues le quedan víveres para pocos días. Y si esta guerra os sale como queréis, preciso es que os acordéis también de mi libertad, pues por causa de Grecia y movido de mi celo he hecho acción tan temeraria, queriendo revelaros el pensamiento de Mardonio, para que los bárbaros no cayeran de improviso sobre vosotros, que no los aguardabais aún. Soy Alejandro de Macedonia». Después de decir estas palabras, cabalgó de vuelta al campamento y a su propio puesto.
46. Los generales atenienses se encaminaron al ala derecha y repitieron a Pausanias lo que habían oído decir a Alejandro; y como el mensaje le llenó de temor hacia los persas, dijo así: «Puesto que la batalla se da a la aurora, preciso es que vosotros, atenienses, os alineéis contra los persas, y nosotros contra los beocios y los griegos alineados contra vosotros, por esta razón: vosotros conocéis a los medos y su modo de combatir, pues habéis combatido en Maratón; nosotros no tenemos experiencia ni conocimiento de ellos. Ningún espartano se ha medido con los medos, pero sí tenemos experiencia de los beocios y de los tésalos. Preciso es, pues, recoger las armas y marchar vosotros a esta ala, y nosotros a la izquierda». A esto replicaron así los atenienses: «Ya nosotros mismos hace tiempo y desde un principio, cuando vimos a los persas alineados contra vosotros, tuvimos intención de deciros esto que os adelantasteis a proponernos, pero temíamos que no os agradaran nuestras palabras. Puesto que vosotros mismos habéis hecho mención de ello, nos complacen vuestras palabras, y estamos prontos a ejecutarlo».
47. Como el partido agradaba a todos, cuando rayó la aurora cambiaron las posiciones. Los beocios advirtieron lo sucedido y lo comunicaron a Mardonio y al escucharlo éste, trató inmediatamente de cambiar posiciones, formando a los persas contra los lacedemonios. Cuando Pausanias advirtió que había pasado esto, sabiendo que no quedaría inadvertido, llevó de vuelta los espartanos al ala derecha; y de igual modo condujo Mardonio los suyos a la izquierda.
48. Luego que se establecieron en sus primitivas posiciones, Mardonio envió un heraldo a los espartanos para decirles así: «Lacedemonios, los hombres de estas tierras dicen que vosotros sois los más valientes, y os admiran porque ni huís en la guerra ni abandonáis vuestro puesto y, quedándoos en él, matáis a vuestros contrarios o morís vosotros mismos. Pero nada de esto es verdad, pues antes de venir a las manos y de trabar combate, os hemos visto huir y abandonar vuestro puesto y, haciendo en los atenienses la primera prueba, alinearos vosotros mismos frente a nuestros esclavos. En modo alguno son éstos hechos de valientes: mucho nos hemos engañado en vosotros. Esperábamos, según vuestra fama, que nos enviarais un heraldo para desafiarnos, con deseo de combatir contra los persas solos, y estando nosotros prontos a hacerlo, nos encontramos con que nada de esto decís, antes estáis encogidos de terror. Ahora bien, puesto que no habéis sido vosotros los que tomasteis la iniciativa en esto, nosotros la tomamos. Ya que tenéis fama de ser los más valientes de los griegos, ¿por qué no combatimos, vosotros por los griegos y nosotros por los bárbaros, ambos en igual número? Y si los demás resuelven combatir que combatan luego; pero si no lo resuelven así sino que basta que combatamos nosotros, nosotros haremos todo el combate, y cualquiera de las dos partes venza, vencerá para todo su ejército».
49. Así habló el heraldo y aguardó un tiempo, pero como nadie le respondió nada, se marchó de vuelta, y cuando llegó, indicó a Mardonio cómo le había ido. Mardonio, regocijado y envanecido por esta fría victoria, lanzó su caballería contra los griegos. Al arremeter, los jinetes causaron daño a todo el ejército griego, lanzándole venablos y flechas, pues eran arqueros montados, con quienes era imposible venir a las manos; y revolvieron y cegaron la fuente Gargafia, de la que se abrevaba todo el ejército griego. Los lacedemonios, en efecto, eran los únicos que estaban alineados junto a esa fuente, a los demás griegos les quedaba lejos de donde estaban formados, y se hallaban, en cambio, cerca del Asopo. Pero como tenían impedido el acceso al Asopo iban siempre a la fuente, pues a causa de la caballería, y de los proyectiles, no podían tomar agua del río.
50. Al suceder esto, como el ejército había quedado privado de agua y estaba hostigado por la caballería, los generales griegos se reunieron con Pausanias, en el ala derecha, para debatir estas y otras materias. Pues aunque eran estas causas tan serias, otras les afligían más: ya no tenían más víveres, y sus criados, despachados al Peloponeso en busca de provisiones, habían sido interceptados por la caballería y no podían llegar al campamento.
51. Los generales que deliberaban decidieron que si los persas diferían por ese día dar la batalla, ellos irían a la Isla, que dista diez estadios del Asopo y de la fuente Gargafia junto a la cual acampaban entonces, y delante de la ciudad de Platea. Viene a ser una isla en tierra firme; el río se divide arriba, y corre desde el Citerón abajo, hacia el llano, separando sus corrientes una de otra como unos tres estadios, y luego las junta en un mismo cauce. Su nombre es Oéroa, y los del lugar dicen que fue hija de Asopo. A este lugar quisieron trasladarse, para poder disponer de agua en abundancia y para que la caballería no les molestase, como cuando estaban frente a frente, y resolvieron hacer el traslado en la segunda vigilia de la noche, para que los persas no les vieran partir, y la caballería no les siguiese y molestase. Llegados a ese lugar al cual divide y rodea Oéroa, hija de Asopo, que corre desde el Citerón, resolvieron enviar esa noche la mitad del ejército al Citerón para recoger a los criados que habían ido por víveres, pues estaban interceptados en el Citerón.
52. Tomada esta resolución, durante todo ese día tuvieron afán incesante, pues les hostigaba la caballería. Cuando acabó el día, y la caballería dejó de acosarles, al venir la noche y la hora fijada para trasladarse, los más se levantaron y se marcharon, pero no con intención de ir al lugar fijado; en cuanto se pusieron en movimiento, alegres por huir de la caballería, se dirigieron a la ciudad de Platea, y en su fuga llegaron al templo de Hera, que está delante de la ciudad de Platea, distante veinte estadios de la fuente Gargafia. Y al llegar colocaron sus armas delante del templo.
53. Así, acamparon alrededor del templo de Hera. Pausanias, al ver que se habían marchado del campamento, ordenó también a los lacedemonios que recogiesen sus armas y marchasen tras los que habían ido delante, pensando que éstos se habían dirigido al lugar convenido. Entonces todos los comandantes estaban prontos a obedecer a Pausanias, sino Amonfáreto, hijo de Políades, jefe del batallón de Pitana, quien se negó a huir de los extranjeros y a deshonrar a Esparta por su voluntad, y se maravillaba al ver todo lo que pasaba porque no había estado presente en la deliberación previa. Pausanias y Eurianacte llevaban a mal que aquél no les obedeciera y más todavía que, por rehusarles obediencia, tuvieran que abandonar el batallón de Pitana, no fuese que si lo abandonaban y hacían lo que habían convenido con los demás griegos, pereciese desamparado el mismo Amonfáreto y sus hombres. Por tener esto en cuenta no movían las tropas espartanas, y trataban de persuadir a Amonfáreto que no tenía que proceder así.
54. Ellos exhortaban a Amonfáreto, el único de los lacedemonios y tegeatas que había quedado, y por su parte los atenienses hicieron lo siguiente: se quedaron tranquilos donde se habían formado, conociendo el modo de ser de los lacedemonios, que piensan unas cosas y dicen otras. Y cuando el ejército se puso en movimiento, enviaron a uno de sus jinetes para ver si los espartanos comenzaban a marchar o si no tenían en absoluto intención de trasladarse, y para preguntar a Pausanias lo que había que hacer.
55. Cuando el heraldo llegó, vio a los lacedemonios alineados en su lugar, y los principales de ellos trabados en pendencia. Pues aunque Eurianacte y Pausanias exhortaban a Amonfáreto a no poner en peligro a los lacedemonios que quedarían solos, no podían persuadirle, hasta que se trabaron en pendencia justamente cuando llegaba el heraldo de los atenienses. En la riña, Amonfáreto tomó una piedra con las dos manos y colocándola ante los pies de Pausanias dijo que con aquel voto votaba no huir de los extranjeros (entendiendo los bárbaros). Pausanias le llamó loco y fuera de seso, y al heraldo de los atenienses que le preguntaba lo que se le había encargado, Pausanias ordenó contar la situación en que se hallaba a los atenienses, y les pidió que se agregaran a ellos y que procedieran en cuanto a la partida como ellos mismos.
56. El heraldo se volvió a los atenienses. En cuanto a los espartanos, a quienes la aurora sorprendió riñendo entre sí, Pausanias, que en ese tiempo no había movido sus tropas, no creyendo que Amonfáreto se quedaría cuando los demás lacedemonios marchasen (como precisamente sucedió), dio la señal y se llevó todo el resto a través de las colinas. También seguían los tegeatas. Los atenienses iban alineados a la inversa de los lacedemonios; pues éstos andaban inmediatos a los cerros y a las estribaciones del Citerón, temerosos de la caballería, y los atenienses se dirigían hacia abajo, por la llanura.
57. Amonfáreto, no creyendo al principio que Pausanias se atrevería de ningún modo a abandonarle, se obstinaba en permanecer allí y no abandonar su puesto; pero cuando las tropas de Pausanias tomaban la delantera, juzgó que le abandonaban, lisa y llanamente; hizo recoger las armas a su batallón y lo condujo al paso al grueso de la tropa; la cual, después de alejarse diez estadios, aguardaba el batallón de Amonfáreto, parada junto al río Moloente, en un lugar llamado Agriopio, en donde se levanta el templo de Deméter Eleusinia; y aguardaba para que, si Amonfáreto y su batallón no dejaban el lugar en que estaban formados sino que permanecían en él, pudiera volver y auxiliarles. No bien llegaron los hombres de Amonfáreto, toda la caballería de los bárbaros les atacó, porque los jinetes hicieron como acostumbraban a hacer siempre, y al ver vacío el lugar en que estaban formados los griegos los primeros días, llevaron sus caballos cada vez más adelante, y atacaron a los griegos así que les sorprendieron.
58. Cuando Mardonio se enteró de que los griegos habían partido por la noche, y vio el lugar desierto, llamó a Tórax de Larisa y a sus hermanos Eurípilo y Trasideo y les dijo: «Hijos de Alevas, ¿qué diréis todavía al ver desiertos los reales? Vosotros, sus comarcanos, decíais que los lacedemonios no huyen de la batalla, sino son los primeros hombres del mundo en la guerra, y los visteis, primero cambiar de puesto, y ahora vemos que en la noche pasada han huido. Cuando debían medirse con hombres que de veras son los mejores del mundo en la guerra, mostraron que sin valer nada se destacaban entre los demás griegos, que nada valen. Vosotros, que no teníais experiencia de los persas, podíais tener mi entero perdón por elogiar esos hombres de los que algo sabíais; pero más me maravillaba que Artabazo temiese tanto a los lacedemonios, y por temor expresase el muy cobarde parecer de que era preciso alzar el campo y entrar en la ciudad de Tebas para dejarnos sitiar; parecer que aún el Rey sabrá por mí. En fin: de esto se hablará en otra parte. Ahora, no hay que perdonar a esos que de tal modo se conducen, sino perseguirles hasta que les cojamos y paguen todo lo que han hecho a los persas».
59. Así diciendo llevó los persas a la carrera, cruzando el Asopo, tras la huella de los griegos, a quienes juzgaba fugitivos. Dirigió sus hombres contra los lacedemonios y los tegeatas solamente, pues no veía a los atenienses que se habían dirigido a la llanura, al pie de los cerros. Al ver a los persas que se lanzaban a perseguir a los griegos, los demás jefes de los escuadrones bárbaros levantaron todos inmediatamente sus estandartes y se lanzaron a la persecución cada cual con la prisa que podía, sin disponerse en ningún orden ni formación.
60. Éstos se lanzaban en masa y a voces como para hacer pedazos a los griegos. Pausanias, cuando le atacó la caballería, envió un jinete a los atenienses para decirles así: «Atenienses, en vísperas de la mayor contienda, de la que depende la libertad o la esclavitud de Grecia, hemos sido traicionados nosotros los lacedemonios y vosotros los atenienses por nuestros aliados, que han huido en la noche pasada. Ahora queda resuelto, pues, lo que hemos de hacer en adelante: debemos protegernos los unos a los otros defendiéndonos como mejor podamos. Si la caballería hubiera comenzado ahora por lanzarse contra vosotros, nosotros y los tegeatas que están con nosotros y no han traicionado a Grecia, deberíamos socorreros; ahora, pues, como se ha venido toda contra nosotros, es justo que vosotros marchéis a la defensa de la parte más apretada. Y si algo os ha sobrevenido que os hace imposible socorrernos, nos haréis favor con despacharnos vuestros arqueros. Bien sabemos que sois, con mucho, quienes más celo tenéis en esta guerra, de modo que nos daréis oído».
61. Apenas los atenienses oyeron esto, se lanzaron a socorrer a los lacedemonios y a defenderles con todas sus fuerzas; cuando ya estaban en marcha, les atacaron los griegos aliados del Rey que estaban dispuestos frente a ellos, de tal modo que no pudieron enviar el socorro, pues el enemigo que tenían encima les acosaba. Así, pues, quedaron aislados los lacedemonios y los tegeatas, que eran, incluyendo los soldados armados a la ligera, aquéllos cincuenta mil, y tres mil los tegeatas (los cuales en ningún momento se habían separado de los lacedemonios); y hacían sacrificios, disponiéndose a trabar batalla con Mardonio y con su ejército que estaba a la vista. Pero como los sacrificios no eran de buen agüero, y al mismo tiempo muchos de ellos caían y muchos más eran heridos (porque los persas, formando como una empalizada con sus escudos, arrojaban sin parar cantidad de dardos), entonces, apretados los espartanos y no lográndose los sacrificios, Pausanias alzó los ojos al templo de Hera Platea e invocó a la diosa, rogándole que no quedasen defraudados en sus esperanzas.
62. Mientras Pausanias todavía rogaba así, los tegeatas se precipitaron antes que los demás y se dirigieron contra los bárbaros, y los lacedemonios inmediatamente después de la plegaria de Pausanias lograron sacrificios de buen agüero. Cuando al fin los lograron, también ellos se dirigieron contra los persas, y los persas les salieron al encuentro disparando sus dardos. Se empeñó primero un combate por la empalizada de escudos, y cuando ésta hubo caído, se empeñó ya un recio combate durante largo tiempo junto al templo mismo de Deméter, hasta llegar a la refriega, porque los bárbaros agarraban las lanzas y las quebraban. En valor y fuerza los persas no eran inferiores, pero no estaban armados y además eran ignorantes y no iguales a sus contrarios en habilidad. Se lanzaban de a uno o en grupos de diez o amontonados en mayor o en menor número, caían sobre los espartanos y perecían.
63. En el lugar donde se hallaba Mardonio mismo (quien combatía montado en un caballo blanco y teniendo junto a sí mil hombres escogidos, los mejores de Persia), allí era donde más atacaban a sus contrarios. Y todo el tiempo que Mardonio estuvo con vida, los persas resistieron y al defenderse derribaron muchos lacedemonios. Pero cuando Mardonio murió y la tropa alineada a su alrededor, que era la más fuerte, cayó, entonces también los demás volvieron la espalda y cedieron a los lacedemonios. Lo que más les perjudicaba era su ropaje, desprovisto de armas, porque combatían desnudos contra soldados armados de todas armas.
64. Allí se cumplió la reparación de la muerte de Leónidas que, conforme al oráculo, debía Mardonio a los espartanos; Pausanias, hijo de Cleómbroto, hijo de Ana-xándridas, obtuvo la más hermosa victoria de todas las que nosotros sepamos. Quedan dichos más arriba, a propósito de Leónidas, los nombres de sus antepasados, ya que son unos mismos. Murió Mardonio a manos de Aemnesto, varón principal de Esparta quien, tiempo después de las guerras médicas, llevó el ataque con trescientos hombres en Esteniclero, durante la guerra contra todos los mesenios, y murió él mismo con sus trescientos.
65. En Platea, los persas, puestos en fuga por los lacedemonios, huyeron en desorden a su propio campamento y al cerco de madera que habían hecho en territorio tebano. Es para mí una maravilla que combatiendo junto al bosque de Deméter no apareciera un solo persa que hubiese entrado en el santuario ni que hubiese muerto dentro, y que los más no cayeran en sagrado sino alrededor del templo. Opino si sobre materias divinas debe opinarse que la misma diosa no les admitió, porque habían quemado su sagrada mansión de Eleusis.
66. En esto, pues, paró la batalla. A Artabazo, hijo de Farnaces, no le agradó desde un comienzo que el Rey dejase a Mardonio, y entonces pese a todas sus disuasiones para no dar la batalla, no logró nada; y por su parte, disgustado con los actos de Mardonio, hizo lo siguiente: cuando se trabó el encuentro, sabiendo bien lo que iba a resultar de la batalla, condujo los hombres a quienes dirigía (y tenía junto a sí no pequeña fuerza, sino hasta cuarenta mil hombres), en buen orden, recomendando que todos fueran adonde él los llevara, con la misma prisa que viesen en él. Después de tales recomendaciones condujo al ejército como si lo llevase a la batalla. Pero al avanzar en el camino vio que los persas ya estaban en fuga; entonces ya no les condujo con el mismo orden, sino corrió a toda prisa huyendo al cerco de madera, y no al cerco de Tebas, sino al de Focis, queriendo llegar cuanto antes al Helesponto.
67. De tal modo volvieron éstos la espalda. Los griegos que militaban con el Rey estuvieron flojos adrede, salvo los beocios que lucharon largo tiempo con los atenienses; porque los tebanos que eran partidarios de Persia tenían no poco celo en combatir y no andar flojos, a tal punto que trescientos de ellos, los mejores y más bravos, cayeron allí a manos de los atenienses. Cuando también éstos volvieron la espalda, huyeron a Tebas, pero no por donde iban los persas y toda la muchedumbre de los demás aliados, que ni había combatido hasta el fin con nadie ni había cumplido ningún hecho señalado.
68. Lo cual demuestra que toda la fortuna de los bárbaros pendía de los persas, puesto que entonces estas tropas huían aun antes de encontrarse con el enemigo, porque veían huir también a los persas. Así, todos huían, excepto la caballería, la de Beocia y la restante; ésta ayudaba a los fugitivos en cuanto estaba siempre muy cerca del enemigo y apartaba de los griegos a sus compañeros que huían.
69. Los vencedores seguían a los hombres de Jerjes, acosándoles y matándoles. Mientras se producía esa fuga, se anunció a los demás griegos, que estaban alineados cerca del templo de Hera y no habían tomado parte en el combate, que había habido una batalla y que estaban victoriosos los de Pausanias; al oír esto, y sin alinearse en ningún orden, se dirigieron los que estaban junto a los corintios al camino que por las estribaciones y las colinas iba hacia arriba y llevaba en derechura al templo de Deméter, mientras los que estaban junto a los de Mégara y Fliunte tomaron el camino más raso, a través de la llanura. Cuando los de Mégara y Fliunte se encontraron cerca del enemigo, los jinetes tebanos (al mando de Asopodoro, hijo de Timandro), al verles venir a prisa y en desorden, lanzaron contra ellos sus caballos y en su ataque tendieron seiscientos y rechazaron los restantes, persiguiéndoles hasta el Citerón.
70. Así perecieron éstos, sin que nadie les tomara en cuenta. Los persas y la restante muchedumbre, así que huyeron al cerco de madera, se adelantaron a subir a las torres antes que llegasen los lacedemonios, y una vez subidos, fortificaron el cerco lo mejor que pudieron. Y cuando se acercaron los lacedemonios, se empeñó un serio combate por el cerco. Mientras los atenienses no estuvieron presentes, los persas se defendían y llevaban gran ventaja a los lacedemonios, no entendidos en asaltar muros. Pero cuando llegaron los atenienses, entonces sí se hizo recio y muy largo el combate por el muro. Al fin, gracias a su valor y perseverancia, los atenienses escalaron el muro y abrieron una brecha por la cual se derramaron los griegos: los primeros en entrar por la muralla fueron los tegeatas, y éstos fueron los que saquearon la tienda de Mardonio, todo lo que había en ella y particularmente el pesebre de los caballos, que era todo de bronce y digno de contemplarse. Ese pesebre de Mardonio lo consagraron los tegeatas en el templo de Atenea Alea, y todo lo demás que tomaron lo llevaron a un mismo lugar, así como los demás griegos. Cuando cayó el muro, los bárbaros no se agruparon más ni ninguno de ellos se acordó más de su valor, y vagaban como llenos de pánico, acorralados en estrecho lugar millares y millares de hombres. Pudieron los griegos matar entonces tal número que de los trescientos mil hombres del ejército (menos los cuarenta mil con los que huyó Artabazo), de los restantes no sobrevivieron tres mil. De los lacedemonios de Esparta, en todo murieron en el encuentro, noventa y uno, de los tegeatas dieciséis, y de los atenienses cincuenta y dos.
71. Entre los bárbaros sobresalieron la infantería de los persas, la caballería de los sacas, y como hombre, según se dice, Mardonio. Entre los griegos, aunque se mostraron valientes así los tegeatas como los atenienses, les aventajaron en valor los lacedemonios. No tengo ningún otro medio con qué probarlo (pues todos ellos vencieron a sus respectivos contrarios), sino que hicieron frente a lo más fuerte del enemigo y lo vencieron. Y con mucho fue el mejor según nuestra opinión Aristodemo, aquel que por ser el único sobreviviente de los trescientos en las Termópilas había sido objeto de insulto y había incurrido en nota de infamia. Después de éste sobresalieron Posidonio, Filoción y Amonfáreto, el espartano. No obstante, cuando se abrió la discusión sobre cuál de ellos había sido el más bravo, los espartanos presentes reconocieron que Aristodemo, quien manifiestamente quería morir por la imputación que le perseguía, abandonando furioso su puesto, había ejecutado grandes proezas, y que Posidonio, que no quería morir, se había mostrado valiente: por lo cual éste era el mejor. Pero quizá dijeran eso por envidia; todos esos a quienes he enumerado, excepto Aristodemo, fueron quienes recibieron honores entre los que murieron en esta batalla. Aristodemo, como a causa de la antedicha imputación quería morir, no recibió honores.
72. Ésos fueron los que ganaron más renombre en Platea. Fuera de la batalla murió Calícrates, el hombre más hermoso de cuantos habían venido entonces al campo de los griegos, no sólo de los lacedemonios, sino también de los demás griegos. Cuando Pausanias estaba sacrificando, se hallaba en su puesto, y fue herido en el costado por una flecha. Y mientras los demás combatían, él, retirado de la lucha, moría penosamente, y dijo a Arimnesto, ciudadano de Platea, que no le importaba morir por Grecia, sino morir sin haber hecho uso de sus manos, y sin dejar realizada ninguna proeza digna de él, que ansiaba realizarla.
73. Dícese que entre los atenienses ganó gloria Sófanes, hijo de Eutíquides, del demo de Decélea. Los de Decélea habían hecho una vez una acción útil para todo tiempo, según los mismos atenienses cuentan. Pues antiguamente, cuando los hijos de Tíndaro, en busca de He-lena, invadieron el territorio ático con gran hueste y trastornaron los demos, no sabiendo dónde estaba escondida Helena, cuentan que entonces los de Decélea y, según otros, el mismo Décelo (airado por la violencia de Teseo y lleno de temor por todo el territorio ateniense) les reveló cuanto había pasado y les guió a Afidnas, la cual entregó Títaco, originario de ese punto, a los hijos de Tíndaro. Por este hecho los de Decélea siempre han tenido en Esparta hasta hoy exención de impuestos y asiento de honor en los juegos. Tanto es así, que hasta durante la guerra entre atenienses y peloponesios que se produjo muchos años después de estos sucesos, cuando los lacedemonios devastaban todo lo demás del Ática, no tocaron a Decélea.
74. De ese demo era Sófanes, que sobresalió entonces entre los atenienses y de quien se cuentan dos historias. Según una llevaba atada con una cadena al cinturón de su coraza un ancla de hierro, que arrojaba siempre que se acercaba al enemigo, para que el enemigo, al salir de sus filas, no pudiese moverlo de su puesto; y cuando sus contrarios se daban a la fuga, tenía resuelto levar el ancla y así perseguirles. Así se cuenta esa historia. La otra, en desacuerdo con la ya referida, dice que llevaba un ancla sobre el escudo (el cual revolvía sin cesar, sin tenerlo nunca quedo), y no un ancla de hierro atada a la coraza.
75. Sófanes ejecutó otra brillante hazaña: cuando los atenienses sitiaban a Egina, desafió a Euríbates el argivo, vencedor en el pentatlón, y le mató. Tiempo después de estos sucesos aconteció que el mismo Sófanes, que así había demostrado su valor, murió a manos de los edonos en Dato, luchando por las minas de oro mientras era general de los atenienses junto con Leagro, hijo de Glaucón.
76. En cuanto los griegos hubieron postrado a los bárbaros en Platea, se les presentó una desertora. Ésta, que era concubina del persa Farandates, hijo de Teaspis, cuando supo que los persas habían sucumbido y los griegos eran los vencedores, se adornó, ella y sus criadas, con mucho oro, y con las más hermosas ropas que tenía, bajó de su carroza y se encaminó a los lacedemonios todavía ocupados en la matanza. Viendo que Pausanias dirigía todo aquello, como sabía de antemano su nombre y patria, pues los había oído muchas veces, reconoció a Pausanias y, asida a sus rodillas, dijo lo siguiente: «Rey de Esparta, líbrame a mí, tu suplicante, de esclavitud y cautiverio. Hasta ahora tú has sido mi benefactor, pues destruiste a los que no reverenciaban hombres ni dioses. Mi linaje es de Cos; soy hija de Hegetóridas, hijo de Antágoras; el persa me tenía después de haberme tomado por fuerza en Cos». Pausanias contestó así: «Mujer, ten ánimo, no sólo porque eres mi suplicante sino además, si dices la verdad, porque eres hija de Hegetóridas de Cos, quien de los que moran en aquellas regiones es mi más caro huésped». Dichas estas palabras, confió entonces la mujer a los éforos que estaban presentes, y más tarde la envió a Egina, adonde ella quería ir.
77. Después de la llegada de esa mujer, inmediatamente después, llegaron las tropas de Mantinea, cuando todo estaba terminado; al enterarse de que habían llegado después del encuentro, sintieron gran pesar y dijeron que merecían ser castigados. Oyendo que los medos al mando de Artabazo estaban en fuga, querían perseguirles hasta Tesalia, pero los lacedemonios no permitieron perseguir a fugitivos; volvieron a su propia tierra, y desterraron de ella a los jefes del ejército. Después de los de Mantinea, llegaron los de Élide, y del mismo modo que los de Mantinea, se marcharon pesarosos. Cuando llegaron a su país, también ellos desterraron a sus jefes. Tal es lo que sucedió con los de Mantinea y con los de Élide.
78. En Platea, en el real de los eginetas, estaba Lampón, hijo de Piteas, uno de los hombres más importantes de Egina, quien se apresuró a dirigirse a Pausanias con el más impío designio, y en cuanto llegó, le dijo con empeño: «Hijo de Cleómbroto, has realizado una hazaña extraordinaria en grandeza y hermosura. Dios te ha concedido salvar a Grecia y ganar grandísima gloria entre todos los griegos de que sepamos. Haz también lo que queda por hacer, para que poseas aún mayor renombre y para que en lo sucesivo se guarde todo bárbaro de provocar con tropelías a los griegos. Cuando Leónidas murió en las Termópilas, Mardonio y Jerjes le cortaron la cabeza y la empalaron: si ahora le das tú el mismo pago, primero te elogiarán todos los espartanos, y después los de-más griegos, porque si empalas a Mardonio habrás vengado a tu tío Leónidas».
79. Así habló Lampón, creyendo conciliarse el favor de Pausanias, quien respondió en estos términos: «Huésped de Egina, te agradezco tu benevolencia y solicitud, pero en verdad, no has acertado con un buen consejo; tras ensalzarme hasta las alturas con mi patria y mi hazaña, me reduces a la nada al aconsejarme que ultraje un cadáver, y dices que si hago esto tendré mejor fama: eso, más cuadra hacerlo a los bárbaros que a los griegos, y aún a aquéllos se lo reprochamos. No quisiera yo, con semejante conducta, agradar a los eginetas ni a nadie a quien tal plazca; a mí me basta agradar a los espartanos con pías obras y con pías palabras. Leónidas, a quien me invitas a vengar, afirmo que ya ha alcanzado gran venganza, y que con las innumerables almas de estos que aquí ves, ha recibido honras él y los demás que murieron en las Termópilas. En cuanto a ti, si abrigas semejante designio, no te me acerques más ni me aconsejes, y agradéceme el que no te castigue».
80. Esto oyó Lampón y se marchó. Pausanias echó un bando para que nadie tocase el botín, y ordenó a los ilotas que reuniesen las cosas. Ellos, esparcidos por el campamento, hallaron tiendas alhajadas con oro y plata, lechos dorados y plateados, jarras, copas y otras vasijas de oro; encontraron sobre los carros sacos en los que aparecieron calderos de oro y plata; despojaron los cadáveres que yacían allí de sus brazaletes, collares y alfanjes, que eran de oro, y no hacían ninguna cuenta de las ropas de variados colores. Allí los ilotas robaron mucho y lo vendieron a los eginetas, pero mucho lo mostraron, todo lo que no era posible esconder; de tal modo que las grandes fortunas de los eginetas tuvieron ese origen, pues compraron a los ilotas el oro como si fuese puro cobre.
81. Después de reunir todas las riquezas, apartaron el diezmo para el dios de Delfos, y con él se ofrendó el trípode de oro colocado sobre la serpiente de bronce de tres cabezas, muy cerca del altar; también separaron una parte para el dios de Olimpia, con la cual ofrendaron un Zeus de bronce de diez codos de alto, y otra para el dios del Istmo, con la que se hizo un Posidón de bronce de siete codos. Apartadas estas primicias, se dividieron el resto, y cada cual recibió conforme a sus méritos, tanto las concubinas de los persas como el oro y la plata y las demás riquezas y las acémilas. Nadie dice cuánto se apartó y se dio a los que sobresalieron en Platea, creo que a ellos también se les dio regalos; pero a Pausanias se le apartó y dio la décima parte de todo, mujeres, caballos, talentos, camellos, también de las demás cosas.
82. Dícese que sucedió también el siguiente caso: cuando Jerjes huyó de Grecia dejó a Mardonio su propio ajuar, cuando Pausanias vio el ajuar de Mardonio, adornado de oro, plata y tapices de variados colores, ordenó a los panaderos y cocineros preparar una comida del mismo modo que para Mardonio. Ellos hicieron lo que se les mandaba, y entonces Pausanias al ver los lechos de oro y plata ricamente tendidos, las mesas de oro y plata y el suntuoso aderezo del festín, atónito ante aquel aparato, mandó por risa a sus propios servidores que preparasen una comida a la espartana; hecha la comida, como fuese grande la diferencia, Pausanias se echó a reír, mandó llamar a los generales griegos y cuando se reunieron les dijo, señalando el aderezo de una y otra comida: «Griegos, os he reunido porque quería mostraros la necedad de este jefe de los medos, quien, poseyendo tales medios de vida, vino a quitárnoslos a nosotros, que los tenemos tan miserables». Así, según se cuenta, habló Pausanias a los generales de Grecia.
83. Y tiempo después de estos acontecimientos, muchas gentes de Platea hallaron cajas de oro, plata y de otras riquezas. Entre los cadáveres, cuando quedaron despojados de las carnes (pues los de Platea reunieron los huesos en un solo lugar), apareció también lo siguiente: se halló una cabeza que no tenía ninguna sutura, sino que estaba hecha de un solo hueso; apareció también una quijada que en la parte de arriba tenía dientes todos de una pieza, hechos de un mismo hueso todos, los dientes y las muelas; y aparecieron los huesos de un hombre de cinco codos de alto.
84. El cadáver de Mardonio desapareció al día siguiente de la batalla; no sé decir exactamente por obra de quién; pero he oído decir de muchos y diversos hombres que sepultaron a Mardonio, y sé que por ese hecho muchos recibieron grandes dones de Artontes, el hijo de Mardonio. No puedo averiguar exactamente quién fue el que sustrajo y sepultó el cadáver de Mardonio, pero hay cierto rumor de que Dionisófanes de Éfeso lo sepultó.
85. De todos modos, así fue sepultado. Los griegos, luego que se dividieron el botín en Platea, sepultaron separadamente cada cual a los suyos. Los lacedemonios hi-cieron tres tumbas, y sepultaron allí a sus jóvenes, entre los cuales estaban Posidonio, Amonfáreto, Filoción y Calícrates. En una de las tumbas estaban, pues, los jóvenes; en la otra los demás espartanos y en la tercera los ilotas. Así sepultaron a los suyos los lacedemonios; los de Tegea les enterraron aparte, todos juntos; del mismo modo hicieron los atenienses con los suyos, y los de Mégara y Fliunte con los que habían sido muertos por la caballería. Las tumbas de todos estos pueblos quedaron llenas; pero en cuanto a los demás pueblos, cuyas tumbas aparecen en Platea, según oigo, avergonzados por haber estado ausentes de la batalla, abrieron cada cual tumbas vacías por miramiento a los hombres venideros; ya que hay allí la llamada tumba de los eginetas, la cual, según oigo, hizo diez años después de estos hechos, a ruegos de los eginetas, Cleades, hijo de Autódico, natural de Platea y huésped oficial de aquéllos.
86. No bien los griegos sepultaron sus cadáveres en Platea, inmediatamente se reunieron en consejo y resolvieron marchar contra Tebas y reclamarles los que habían sido partidarios de Persia, y en primer término a Timagénidas y a Atagino, que eran los jefes principales, y si no les entregaban, no retirarse de la ciudad antes de tomarla. Luego que esto resolvieron, a los once días de la batalla llegaron y sitiaron a los tebanos, ordenándoles entregar esos hombres; y al no querer los tebanos entregarles, les talaron la tierra y atacaron el muro.
87. Como no cesaban de devastarles el territorio, a los veinte días, Timagénidas habló así a los tebanos: «Tebanos, puesto que los griegos han resuelto no levantar el sitio antes de tomar a Tebas o antes de que nos entreguéis, no se llene de más males por nuestra causa la tierra de Beocia. Si quieren dinero y nos reclaman a nosotros como pretexto, démosles dinero de la comunidad (ya que con la comunidad hemos sido partidarios de Persia, y no por nosotros mismos); pero si sitian la ciudad porque de veras nos exigen, nosotros mismos nos ofreceremos a su juicio». Muy acertadas y oportunas parecieron estas palabras, y enseguida los tebanos enviaron un heraldo a Pausanias, con intención de entregarle los hom-bres.
88. Después de pactar en dichos términos, Atagino escapó de la ciudad; sus hijos fueron llevados a presencia de Pausanias, pero éste les libró de culpa, diciendo que los niños no eran cómplices de la traición. Los demás hombres a quienes habían entregado los tebanos creían que serían llevados a juicio y esperaban rechazar la condena a fuerza de dinero; pero cuando Pausanias les recibió, con esa misma sospecha, alejó todo el ejército de los aliados, y condujo aquéllos a Corinto, donde les dio muerte. Tal fue lo que sucedió en Platea y en Tebas.
89. Artabazo, hijo de Farnaces, en su huída de Platea, estaba entonces bastante lejos. Cuando llegó a Tesalia, los tésalos le brindaron con su hospitalidad y le preguntaron sobre el resto del ejército, porque no sabían nada de lo sucedido en Platea. Artabazo advirtió que si quería decirles toda la verdad sobre la lucha, correría peligro de perderse tanto él como su ejército, pues pensaba que al oír lo que había pasado todos le atacarían. Por esta consideración, no reveló nada a los de Focis, y dijo así a los de Tesalia: «Tésalos, yo, como veis, me apresuro a dirigirme a Tracia a toda prisa y tengo mucho empeño, pues se me ha enviado del campamento junto con éstos por cierto negocio. De un momento a otro llegarán Mardonio en persona y su ejército, siguiendo mis pisadas. Hospedadles y mostrad voluntad de servirles pues, si así lo hacéis, a la larga no os pesará». Así dijo, y condujo con todo empeño el ejército a través de Tesalia y Macedonia directamente a Tracia, como que de veras se apresuraba y cortaba camino en el continente. Y llegó a Bizancio, dejando por el camino muchos hombres de su ejército hechos pedazos por los tracios y muchos atormentados de hambre y fatiga. Desde Bizancio hizo el pasaje en barcas. De tal modo volvió Artabazo al Asia.
90. El mismo día que acaeció el desastre de Platea, aconteció el de Mícala, en Jonia.[2] Porque cuando los griegos que habían llegado con Leotíquidas de Lacedemonia estaban apostados en Delo con sus naves, vinieron como mensajeros de Samo, Lampón, hijo de Trasides, Atenágoras, hijo de Arquestrátides y Hegesístrato, hijo de Aristágoras, enviados por los samios a escondidas de los persas y del tirano Teoméstor, hijo de Androdamante, a quien los persas habían puesto por tirano de Samo. Cuando llegaron a presencia de los generales, Hegesístrato habló largamente y con diversidad de argumentos, diciéndoles que con sólo que los jonios les viesen se sublevarían contra los persas y que los bárbaros no permanecerían; y si permanecían, no encontrarían los griegos otra presa semejante. Invocando a los dioses comunes, les exhortaba a salvar a un pueblo griego de la esclavitud y a rechazar al bárbaro. Les dijo que era fácil hacerlo porque las naves persas navegaban mal y no estaban en condiciones de combatir con ellos; y que si sospechaban que les querían inducir de mala fe, ellos mismos se ha-llaban prontos a dejarse llevar en las naves como rehenes.
91. Como el forastero de Samo insistía en su súplica, preguntó Leotíquidas, ya porque quisiese averiguarlo para tenerlo como agüero, ya por azar, porque así lo quiso Dios: «Forastero de Samo ¿cuál es tu nombre?» Aquél repuso: «Hegesístrato». [Conductor del ejército]. Y Leotíquidas, quitándole la palabra de la boca (si alguna iba a decir) replicó: «Forastero de Samo, recibo el agüero de Hegesístrato. Pero antes de embarcarte tú, y estos que están contigo, empeñad vuestra fe de que los samios serán celosos aliados nuestros».
92. Y a la par que esto decía, comenzó a hacerlo: inmediatamente los samios empeñaron fe y juramento de aliarse con los griegos. Hecho esto, una parte se hizo a la mar, y Leotíquidas ordenó que se embarcara con ellos Hegesístrato porque tenía a agüero su nombre. Los griegos se detuvieron ese día, y al siguiente lograron sacrificios favorables, siendo su adivino Deífono, hijo de Evenio, natural de Apolonia, en el golfo Jónico.
93. A su padre Evenio le había sucedido lo siguiente: hay en esta Apolonia rebaños consagrados al Sol, los cuales durante el día pacen a orillas del río que corre desde el monte Lacmón a través de la comarca de Apolonia hasta el mar, junto al puerto de Órico, y durante la noche, hombres escogidos entre los ciudadanos por ser los más estimados por su riqueza y alcurnia, los guardan un año cada uno. Los de Apolonia dan mucha importancia a estos rebaños merced a cierto oráculo; se guarecen en una gruta lejos de la ciudad. Allí los guardaba entonces este Evenio, que había sido escogido para ello. Pero como una vez se durmiera, durante su guardia, penetraron los lobos en la gruta y mataron como unos sesenta animales del rebaño. Cuando lo advirtió Evenio guardó silencio y no lo dijo a nadie, con intención de comprar otros para reponerlos. Pero no se ocultó a los de Apolonia lo que había sucedido, y en cuanto lo averiguaron, llevaron a Evenio al tribunal y le condenaron, por haberse dormido durante su guardia, a privarle de la vista. Inmediatamente después de haber cegado a Evenio, ni les parían los rebaños ni la tierra daba fruto como antes. La revelación que se les dio en Dodona y en Delfos, cuando preguntaron a los profetas por la causa de la desgracia que les oprimía, fue que se debía a que injustamente ha-bían privado de la vista a Evenio, guardián de los rebaños sagrados; que los dioses mismos habían lanzado los lobos y no cesarían de vengarle hasta que expiaran lo que habían cometido del modo que Evenio eligiese y juzgase; y cumplido esto, darían a Evenio tal don que muchos hombres le felicitarían por su posesión.
94. Éstos fueron los oráculos revelados. Los de Apolonia los tuvieron en secreto, y encargaron a ciertos ciudadanos que ejecutaran el negocio, los cuales lo ejecutaron de este modo: hallábase Evenio sentado en su silla, cuando se le acercaron, se sentaron a su lado y conversaron de otras cosas hasta que llegaron a condolerse de su desgracia. Desviando así la conversación, le preguntaron qué compensación elegiría si los de Apolonia prometían darle una compensación por lo que habían cometido. Él, que no había oído el oráculo, dijo que elegiría los campos de dos ciudadanos que nombró, de los que sabía tenían las dos fincas más hermosas de Apolonia, y además, la casa más hermosa que sabía había en la ciudad, y dijo que si alcanzaba esto, no les guardaría rencor en adelante, y que esa compensación le satisfacía. Mientras así decía, sus acompañantes le tomaron la palabra y dijeron: «Evenio, los ciudadanos de Apolonia te ofrecen esta compensación por tu ceguera, conforme a los oráculos recibidos». A esto, Evenio dio grandes muestras de pesar, como que había sido engañado, pues por ahí se enteró de toda la historia. Los encargados del asunto compraron a los posesores lo que había elegido y se lo dieron; y después de estos sucesos tuvo como don natural la adivinación, a tal punto que llegó a hacerse célebre.
95. De este Evenio, pues, era hijo Deífono quien, llevado por los corintios, practicaba la adivinación para el ejército. Y ya he oído también que Deífono, sin ser hijo de Evenio, usurpaba su nombre y andaba por Grecia trabajando a sueldo.
96. Cuando los griegos obtuvieron sacrificios favorables, llevaron sus naves desde Delo a Samo. Cuando se acercaron a Calámisa, en territorio samio, anclaron allí junto al templo de Hera, que se halla en esa región, y se aprestaron al combate naval; los persas, enterados de que se acercaban, también llevaron todas sus naves al continente, salvo las fenicias, a las que dejaron partir. Celebraron consejo y resolvieron no dar combate naval, porque no les pareció que estaban a la par. Partieron hacia el continente para ponerse bajo la protección del ejército de tierra que se hallaba en Mícala y que, dejado por orden de Jerjes, custodiaba a Jonia. Era su número de sesenta mil hombres, y lo dirigía Tigranes, que sobrepasaba a todos los persas en belleza y talla. Los generales de la flota resolvieron, pues, acogerse a la protección de este ejército, carenar las naves y rodearlas de un muro para su defensa y para refugio de ellos mismos. Con esta resolución se hicieron a la mar.
97. Una vez llegados al templo de las diosas en Mícala, junto al Gesón y a Escolopoente, en donde está un templo de Deméter (el cual levantó Filisto, hijo de Pasicles, cuando acompañó a Nileo, hijo de Codro, en la fundación de Mileto), carenaron allí las naves, las rodearon de un cerco de piedra y de madera (pues cortaron árboles de cultivo), clavaron estacas alrededor del cerco y se prepararon para ser sitiados o para vencer: porque se preparaban teniendo en cuenta las dos posibilidades.
98. Los griegos, cuando se enteraron de que los bárbaros se habían ido al continente, se apesadumbraron como si se les hubiesen escapado y no sabían qué partido tomar: si marcharse de vuelta o darse a la vela para el Helesponto. Al fin decidieron no hacer ninguna de estas dos cosas, sino navegar hacia el continente. Así, pues, luego de prepararse como para un combate naval con escalas de abordaje y todo lo demás que necesitaban, se hicieron a la vela para Mícala. Cuando estuvieron lejos de sus reales, y no encontraron a nadie que les saliese al encuentro, pero vieron las naves puestas en tierra dentro del muro, y un numeroso ejército de tierra en orden de batalla junto a la playa, entonces Leotíquidas bordeó la costa arrimándose lo más posible a la playa, y por medio de un heraldo intimó así a los jonios: «Jonios, los que de vosotros llegáis a oírme, entended lo que os digo, ya que de todos modos los persas no comprenderán lo que os recomiendo. Cuando trabemos el combate, cada cual debe acordarse antes que nada de la libertad, y después, de nuestro grito de batalla, ‘Hebe’; y que sepa esto aún el que no me oye, por medio del que me ha oído». La intención de este acto viene a ser la misma que la de Temístocles en Artemisio: o bien persuadiría a los jonios y sus palabras pasarían inadvertidas por los bárbaros, o si luego eran referidas a los bárbaros, les harían desconfiar de los griegos.
99. Después de ese consejo de Leotíquidas, los griegos hicieron esto otro: arrimaron las naves, desembarcaron en la playa, y se alinearon; pero cuando los persas vieron a los griegos aparejados para la batalla y exhortando a los samios, en primer lugar, sospechando que los samios estaban de acuerdo con los griegos, les quitaron las armas. Pues los samios habían rescatado a todos los cautivos atenienses que habían llegado en las naves de los bárbaros (eran los que habían quedado en el Ática, y les habían tomado los hombres de Jerjes) y les enviaron a todos con provisiones para el camino. Y no era ésa la menor causa de sospecha, ya que habían rescatado quinientas cabezas de enemigos de Jerjes. En segundo lugar, encargaron a los milesios la guarda de las sendas que llevaban a las cumbres de Mícala, so pretexto de que eran los que mejor conocían el país. Hicieron esto para que estuvieran fuera del campamento. Por estos medios se precavieron los persas contra aquellos jonios de quienes presumían que intentarían una revuelta si tenían ocasión; y ellos mismos llevaban sus escudos para que les sirviesen de empalizada.
100. Los griegos, cuando estuvieron preparados, se lanzaron contra los bárbaros, y al avanzar se esparció un rumor por todo el campamento y un caduceo apareció en la playa; recorrió el campamento el rumor de que los griegos habían combatido y vencido al ejército de Mardonio en Beocia. Y es evidente por muchas pruebas el carácter divino de estos hechos, ya que entonces, coincidiendo en el mismo día el desastre de Platea, y el que había de acontecer en Mícala, ese rumor llegó ahí a los griegos, y con ello cobró mucho mayor ánimo el ejército y quiso arrostrar el peligro con más celo.
101. Se produjo además esta otra coincidencia, que cerca de ambos encuentros estuviese un santuario de De-méter Eleusinia: en efecto, como tengo dicho antes, en Platea el combate se dio junto al mismo templo de Deméter, y en Mícala también había de ser así. Y sucedió que el rumor de que habían vencido Pausanias y los griegos llegó con exactitud, pues la batalla de Platea se libró todavía temprano de mañana y la de Mícala por la tarde. No mucho tiempo después, al examinar los hechos, resultó evidente que habían sucedido en el mismo día y en el mismo mes. Antes de llegar ese rumor, los de Mícala tenían miedo, no tanto por ellos mismos como por los griegos, no fuese a caer Grecia ante Mardonio. Pero cuando corrió esa voz, se lanzaron al ataque con más brío y más rapidez. Así, los griegos y los bárbaros se empeñaban en el combate, pues tenían ante sí, como premio del certamen, las islas y el Helesponto.
102. Los atenienses y los que estaban alineados junto a ellos más o menos hasta la mitad, tenían su camino por la playa y un lugar llano; los lacedemonios y los que estaban alineados a continuación de éstos lo tenían por un barranco y unos montes. En tanto que los lacedemonios daban la vuelta los alineados en la otra ala ya estaban luchando. Mientras los persas tenían erguidos sus escudos, se defendían y no cedían en nada en la batalla. Pero cuando el ejército de los atenienses y de sus vecinos, para que la hazaña fuera de ellos y no de los lacedemonios, se exhortaron y acometieron más empeñosamente la empresa, entonces ya se cambió la situación. Rompiendo por medio de los escudos, se lanzaron a la carga en masa contra los persas, quienes después de resistir y defenderse largo tiempo, al fin huyeron al muro. Los atenienses, junto con los corintios, los sicionios y los trecenios (pues éstos eran los que estaban formados a su lado), en su persecución, se precipitaron juntos sobre el muro. Cuando también fue tomado el muro, los bárbaros ya no se valieron más de la fuerza, y todos, salvo los persas, se dieron a la fuga. Éstos, en pequeños grupos, luchaban con los griegos que continuamente se precipitaban sobre el muro. De los generales persas, dos escaparon y dos murieron: Artaíntes e Itamitres, que dirigía la flota, escaparon; Mardontes y Tigranes, general del ejército de tierra, murieron con las armas en la mano.
103. Todavía combatían los persas cuando llegaron los lacedemonios y sus camaradas y pusieron mano a lo que faltaba. También cayeron allí muchos de los mismos griegos, señaladamente los sicionios y su jefe Perileo. De los samios, los que militaban y se hallaban en el campamento de los medos, despojados de sus armas, como vieron que desde un comienzo la victoria era indecisa, hicieron cuanto pudieron, con deseo de ayudar a los griegos. Y cuando los demás jonios vieron la iniciativa de los samios, entonces también ellos se sublevaron contra los persas y atacaron a los bárbaros.
104. Habían encomendado los persas a los milesios guardar las sendas por motivo de su propia seguridad, de modo que si les sucedía lo que en efecto les sucedió, tuvieran guías para refugiarse en las cumbres de Mícala. Los milesios estaban alineados para ese intento y para que no estuviesen en el campamento e intentasen alguna revuelta. Pero ellos hicieron todo lo contrario de lo encargado; condujeron a los fugitivos por otros caminos que llevaban al enemigo y al fin ellos mismos eran los que les mataban con más encarnizamiento. Así, por segunda vez, la Jonia se sublevó contra los persas.
l05. En esa batalla sobresalieron entre los griegos los atenienses y entre los atenienses Hermólico, hijo de Euteno, que practicaba el pancracio. Después de estos he-chos sucedió que este Hermólico, en una guerra que hu-bo entre atenienses y caristios, murió en la batalla que se libró en Cima, en la región de Caristo, y fue sepultado en Geresto. Después de los atenienses, sobresalieron los corintios, los trecenios y los sicionios.
106. Luego de exterminar los griegos a la mayoría de los bárbaros, a unos mientras combatían y a otros mientras huían, quemaron las naves y todo el muro; llevaron su presa a la playa y hallaron ciertos depósitos de dinero; después de quemar el muro y las naves, se hicieron a la mar. Cuando llegaron a Samo deliberaron los griegos acerca del traslado de los jonios, y del punto de Grecia sometido a su poder en que convenía establecerles, dejando la Jonia a los bárbaros. Pues les parecía imposible que ellos pudiesen protegerles y estar en guardia eternamente, y si ellos no les protegían, no tenían la menor esperanza de que los jonios saliesen bien librados de manos de los persas. A esto, las autoridades peloponesias opinaban que se desocupasen los emporios de los pueblos griegos que habían sido partidarios de Persia, y se entregase el territorio a los jonios como morada, pero los atenienses opinaban, por empezar, que no se debía trasladar a los jonios, y que los peloponesios no debían darles consejo sobre sus propias colonias, y como se opusieran vivamente, los peloponesios cedieron. Y así admitieron en su alianza a los samios, a los quíos, a los lesbios y a los demás isleños que habían militado con los griegos, obligándoles con fe y juramentos a permanecer en ella y no abandonarla. Después de obligarles con juramentos, se hicieron a la mar para romper los puentes, pues creían que todavía los hallarían tendidos. Se hicieron, pues, a la mar rumbo al Helesponto.
107. Los bárbaros que habían escapado refugiándose en las cumbres de Mícala, como no eran muchos, pudieron pasar a Sardes. Mientras seguían su camino, Masistes, hijo de Darío, que había estado presente en el desastre pasado, dirigió al general Artaíntes muchas injurias, y le dijo entre otras, que con esa su conducta como general, era más cobarde que una mujer y merecía todo castigo por el daño que había hecho a la casa del Rey. Entre los persas ser llamado más cobarde que una mujer es el peor insulto. Después de recibir muchas injurias, Artaíntes, lleno de cólera desenvainó su alfanje contra Masistes para matarle. Al verle precipitarse, Jenágoras, hijo de Praxilao, natural de Halicarnaso, que estaba en pie detrás de Artaíntes, le tomó por la cintura, le levantó y le derribó al suelo, y entre tanto vinieron a proteger a Masistes sus guardias. Con tal acción Jenágoras se ganó la gratitud de Masistes y de Jerjes, pues salvó al hermano de éste, y por eso tuvo el gobierno de toda Cilicia, por don del Rey. Mientras seguían su camino no sucedió ninguna otra cosa, fuera de esto, y así llegaron a Sardes.
108. Casualmente se hallaba en Sardes el Rey desde aquel tiempo en que, después de ser derrotado en el com-bate naval, había venido huyendo desde Atenas. Y entonces, mientras moraba en Sardes, se había enamorado de la mujer de Masistes, que también se hallaba allí. Pero como con todas sus mensajerías no podía inclinarla a su voluntad, no la hizo fuerza por consideración a su hermano Masistes (y esto mismo sostenía también a la mujer, pues sabía bien que no se la trataría con violencia). Jerjes, sin otro recurso, trató entonces el casamiento de su propio hijo Darío con la hija de esta mujer y de Masistes, pensando que de hacer así la podría lograr mejor. Después de ajustar las bodas y de hacer lo que el uso pide, se marchó a Susa; pero cuando llegó allí y trajo a su casa a la desposada de su hijo Darío, dejó entonces de pensar en la mujer de Masistes, y en cambio amó y alcanzó a la mujer de Darío e hija de Masistes; el nombre de esta mujer era Artaínta.
109. Al cabo de un tiempo todo se llegó a saber del siguiente modo. Amestris, la mujer de Jerjes había tejido un gran manto, de varios colores, digno de admiración, y se lo regaló a Jerjes. Complacido Jerjes, se lo vistió y fue a ver a Artaínta, y complacido también con ella, la invitó a pedir lo que quisiese a cambio de los favores que le había otorgado, porque obtendría todo lo que pidiese. Y a esto —como ella y toda su casa había de padecer desastres— replicó a Jerjes: «¿Me darás lo que te pida?» Y él, pensando que pediría cualquier cosa menos aquélla, se lo prometió y juró, y en cuanto juró, ella le pidió sin miedo el manto. Jerjes recurrió a todos los medios no queriendo dárselo, no por otra razón sino porque temía a Amestris, quien ya antes había sospechado lo que pasaba y podría entonces cogerle en flagrante delito; trató de darle ciudades e infinito oro y un ejército al que nadie mandaría sino ella —un ejército es un regalo muy persa. Pero como no pudo persuadirla, le regaló el manto, y ella, muy gozosa con el regalo, lo lucía como gala.
110. Amestris oyó que Artaínta poseía el manto. Enterada de lo sucedido no guardó rencor a esta mujer; y presumiendo que su madre fuese la culpable y que ella era la que concertaba todo eso, tramó la pérdida de la esposa de Masistes. Aguardó el momento en que su marido Jerjes ofrecía el banquete real. Este banquete se dispone una vez al año, el día que ha nacido el Rey; el nombre de este banquete es en persa ticta y en lengua griega «perfecto»; ésta es la única ocasión en que el Rey unge su cabeza y obsequia a los persas. Amestris aguardó a ese día, y pidió a Jerjes que le diese la mujer de Masistes. El Rey consideró terrible e indigno entregar la esposa de su hermano, que además era inocente de ese hecho, pues comprendía la causa del pedido.
111. No obstante, por último, como Amestris insistía y como estaba obligado por la ley (porque sirviéndose el banquete real no es posible que nadie deje de lograr su pretensión), lo concedió muy de mala gana, y al entregarla hizo así: ordenó a su mujer hacer lo que quisiese, man-dó llamar a su hermano y le habló de este modo: «Masistes, tú eres hijo de Darío y mi hermano, y además, eres hombre de bien. No vivas con la mujer con quien ahora vives; en su lugar te doy mi hija; vive con ella y no tengas por mujer a la que ahora tienes, porque tal es mi parecer». Masistes, maravillado de tales palabras, dijo así: «Señor, ¿qué crueles palabras me dices? ¿Mandas que case con tu hija y que deseche a la mujer de quien tengo hijos mozos e hijas, una de las cuales tú diste por esposa a tu propio hijo, y mujer que es muy de mi agrado? Yo, Rey, tengo a mucha honra que me juzgues digno de tu hija, pero no haré nada de eso. Y tú no me obligues con tus ruegos a tal cosa. Para tu hija, otro marido se presentará, en nada inferior a mí, y a mí déjame vivir con mi mujer». Así respondió Masistes, y así le respondió irritado Jerjes: «Esto es lo que has negociado, Masistes: ni te daré mi hija para que te cases, ni vivirás más tiempo con tu mujer, para que aprendas a recibir lo que se te da». Al oír esto, Masistes salió después de haber dicho solamente: «Señor, ¿no me perdiste ya?»
112. Pero entre tanto que Jerjes hablaba con su hermano, despachó Amestris los guardias de Jerjes y mutiló horriblemente a la mujer de Masistes; le cortó los pechos y los arrojó a los perros, y después de arrancarle la nariz, las orejas, los labios y la lengua, la envió así mutilada a su casa.
113. Masistes no había oído nada de esto, pero sospechando que le sucedería una desgracia se lanzó a su casa a la carrera. Viendo así maltratada a su mujer, inmediatamente tomó consejo con sus hijos y marchó con ellos (y sin duda con algunos otros) a Bactria, con el propósito de sublevar la provincia de Bactria, y causar al Rey el mayor daño: y así hubiera sucedido, según me parece, si hubiera alcanzado a refugiarse entre los de Bactria y los sacas, pues le amaban y era gobernador de Bactria. Pero Jerjes, enterado de lo que trataba, despachó contra él un ejército y le mató en el camino a él, a sus hijos y a su ejército. Tal es lo que aconteció con los amores de Jerjes y la muerte de Masistes.
114. Los griegos que habían partido de Mícala para el Helesponto, fondearon primero, cerca de Lecto, obligados por el viento; desde allí llegaron a Abido y encontraron deshechos los puentes que pensaban hallar todavía tendidos, y que no eran la menor causa de su llegada al Helesponto. Los peloponesios que estaban con Leotíquidas, decidieron embarcarse para Grecia, pero los atenienses, con su general Jantipo resolvieron quedarse allí y atacar el Quersoneso. Así, pues, aquéllos se embarcaron, pero los atenienses pasaron de Abido al Quersoneso y sitiaron a Sesto.
115. Cuando los persas oyeron que los griegos estaban en el Helesponto, acudieron a Sesto —como que era la plaza más fuerte entre todas las de la región—, desde las demás ciudades de los alrededores, y entre ellos llegó de la ciudad de Cardia un tal Eobazo, persa que había transportado allí el cordaje de los puentes. Custodiaban aquella ciudad los eolios naturales del país, y estaban con ellos persas y gran muchedumbre de los demás aliados.
116. Mandaba en esa provincia como gobernador de Jerjes, Artaíctes, persa astuto y malvado que había engañado al Rey cuando marchaba contra Atenas, y que había hurtado de Eleunte las riquezas de Protesilao, hijo de Ificlo. Pues en Eleunte, en el Peloponeso, está la tumba de Protesilao y a su alrededor un recinto sagrado, donde ha-bía muchas riquezas, copas de oro y plata, bronce, vestiduras y otras ofrendas que Artaíctes saqueó por concesión del Rey. Con las siguientes palabras engañó a Jerjes: «Señor, está aquí la casa de un griego que fue en expedición contra tu tierra, tuvo su merecido y murió; dame su casa, para que aprendan todos a no marchar contra tu tierra». Con esas palabras hubo de persuadir fácilmente a Jerjes (que nada sospechaba de lo que pensaba Artaíctes) a que le diese la casa de ese hombre; y decía que Protesilao había marchado contra la tierra del Rey pensando, como los persas consideran, que toda el Asia es propiedad de ellos y del soberano reinante. Después que se le dio esa riqueza, la llevó de Eleunte a Sesto, sembró y cultivó el recinto sagrado y siempre que venía a Eleunte tenía comercio con mujeres en el sagrario. Y entonces, cuando ni se había preparado para un asedio ni esperaba a los griegos, los atenienses le sitiaron y cayeron sobre él sin dejarle medio de escape.
117. Cuando llegó el fin del otoño, los atenienses que mantenían el sitio, se disgustaron por hallarse ausentes de su tierra sin poder tomar la plaza, y pidieron a sus generales que les llevaran de vuelta; pero éstos se negaron a hacerlo antes de tomar la plaza, o de que el Estado ateniense les llamase. Y así se resignaron a su situación.
118. Los moradores de la ciudad habían ya llegado al extremo de la miseria, a tal punto que cocían y comían las correas de los lechos. Y cuando ni siquiera eso tuvieron, entonces al caer la noche escaparon los persas con Artaíctes y Eobazo, descolgándose por la parte de atrás del muro, donde estaba más desguarnecido de enemigos. Cuando rayó el día, las gentes del Quersoneso indicaron desde los muros a los atenienses lo sucedido y abrieron las puertas. La mayor parte de los atenienses se lanzó a la persecución, el resto se apoderó de la ciudad.
119. Eobazo en su huida a Tracia cayó en poder de los tracios apsintios, quienes le apresaron y le sacrificaron a Plistoro, su dios nacional, conforme a su rito, y mataron de otro modo a sus acompañantes. Los que estaban con Artaíctes se lanzaron a huir más tarde, y al ser alcanzados poco más allá de Egospótamos, se defendieron largo tiempo, y al cabo unos murieron y otros fueron tomados vivos. Los griegos les ataron y les condujeron a Sesto, entre ellos a Artaíctes y a su hijo, también atados.
120. Cuentan los del Quersoneso que mientras uno de sus guardias estaba guisando pescado salado, le aconteció el siguiente prodigio: los pescados salados, puestos al fuego, saltaban y se debatían como peces recién cogidos. Mientras los demás guardias, reunidos a su alrededor, se maravillaban Artaíctes en cuanto vio el prodigio, llamó al que guisaba el pescado y le dijo: «Forastero de Atenas, no tengas ningún temor por este prodigio, pues no ha aparecido para ti; a mí me indica Protesilao de Eleunte, quien, aun muerto y amojamado, tiene por merced de los dioses poder para vengarse de quien le ha agraviado. Ahora, pues, quiero ofrecer este rescate: en lugar de las riquezas que tomé del templo, pagaré al dios cien talentos, y por mí mismo y por mi hijo pagaré doscientos talentos a los atenienses si nos perdonan la vida». Esto prometió, pero no logró persuadir al general Jantipo, pues los de Eleunte, empeñados en vengar a Protesilao, le rogaron que le ejecutase y a ello se inclinaba el espíritu del general mismo. Le condujeron a la playa desde la cual Jerjes había echado el puente sobre el estrecho (otros dicen que a la colina que se alza sobre la ciudad de Madito), le clavaron a unas tablas y le dejaron luego pendiente de ellas; al hijo, le apedrearon a los ojos de Artaíctes.
121. Hecho esto, se embarcaron para Grecia llevándose el botín y, en particular, el cordaje de los puentes para ofrendarlo en los templos. Y en ese año, no sucedió nada más fuera de eso.
122. El abuelo paterno de ese Artaíctes, así ajusticiado, fue Artembares, el que expuso a los persas un proyecto que éstos acogieron y presentaron a Ciro, y que, decía así: «Ya que Zeus concede el imperio entre los pueblos a los persas, y entre los hombres a ti, Ciro, que has derrocado a Astiages, y como la tierra que poseemos es pequeña y por añadidura áspera, salgamos de ella, y poseamos otra mejor. Hay muchas que son comarcanas, y muchas que están más lejos; si ocupamos una de ellas, seremos más admirados y por más motivos. Es razonable que un pueblo dominador proceda así, ¿y cuándo habrá mejor oportunidad que ahora que mandamos sobre tantos hombres y sobre toda el Asia?» Al oír esto, Ciro aun sin admirar el proyecto, les invitó a llevarlo a cabo, pero al invitarles les advirtió que se preparasen a no mandar más sino a ser mandados, pues de los lugares muelles salían los hombres muelles, y no era propio de una misma tierra producir fruto admirable y hombres bravos para la guerra. Tras reconocer su yerro, los persas se retiraron, vencidos por las razones de Ciro, y más quisieron mandar y vivir en un rincón árido que sembrar una llanura y ser esclavos de otro pueblo.


[1] A causa de Dióniso, que provocaba esos raptos de locura en sus seguidores, como puede verse en la tragedia de Eurípides Las Bacantes.
[2] 479 a.C.

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