lunes, 25 de diciembre de 2017

Werner Jaeger Paideia : Los ideales de la cultura griega Libro segundo :Culminación del espíritu ático: II El hombre trágico de Sófocles

(248) cuando se trata de la fuerza educadora de la tragedia griega, es preciso considerar a Sófocles y a Esquilo conjuntamente. Sófocles aceptó con plena conciencia el papel de sucesor de Esquilo, y el jui­cio de los contemporáneos, para el cual Esquilo fue siempre el héroe venerable y el maestro preeminente del teatro ateniense, reservó para Sófocles un lugar a su lado. Este modo de considerarlo tiene su pro­fundo fundamento en la concepción griega de la esencia de la poesía, que no busca en primer término en ella a la individualidad, sino que la considera como una forma de arte independiente que se perpetúa por sí misma, que se trasmite de un poeta a otro sirviéndoles de pauta. El estudio de una creación como la tragedia puede ayudarnos a com­prender esto. Una vez llegada a su esplendor, alcanza fuerza norma­tiva para el espíritu de los contemporáneos y para la posteridad y estimula a las fuerzas más altas en una noble competencia.
Este espíritu agonal de toda la poesía griega aumenta en la medi­da en que el arte se sitúa en el centro de la vida pública y se hace expresión del orden espiritual y estatal. Por eso en el drama debió alcanzar su más alto grado. Sólo así se explica la enorme multitud de poetas de segundo y tercer rango que tomaba parte en los con­cursos dionisiacos. Actualmente nos admira ver el enjambre de sa­télites que rodearon durante su vida a las grandes personalidades de aquella época. El estado fomentaba estos concursos mediante premios y representaciones para orientarlos en su camino y al mismo tiempo estimularlos. Independientemente de la permanencia de la tradición profesional en todo arte y especialmente en el griego, era inevitable que esta viva comparación, de año en año, creara un control perma­nente, espiritual y social, de aquella nueva forma de arte. Ello no afectaba para nada la libertad artística, pero hacía al espíritu público extraordinariamente vigilante ante cualquier disminución de la gran herencia y contra cualquier pérdida de la profundidad y la fuerza de su acción.
Esto justifica, aunque no del todo, la comparación de tres espíri­tus ya tan distintos y en tantos respectos incomparables como los tres grandes trágicos áticos. Parece injustificado, cuando no insen­sato, considerar a Sófocles y a Eurípides como sucesores de Esquilo, puesto que con ello les aplicamos normas que les son ajenas y que sobrepasan la medida del tiempo en que vivieron. El mejor conti­nuador es siempre el que sin torcer el camino halla en sí mismo las fuerzas necesarias para la propia creación. Precisamente los griegos se hallaban inclinados a admirar junto al inventor a los que lleva­ban las cosas a la plenitud de su perfección. Es más, veían la más  (249) alta originalidad no en lo que se hacía por primera vez. sino en la más perfecta elaboración de un arte.[1] Ahora bien: en tanto que un artista desarrolla la fuerza de su arte de acuerdo con formas que halla previamente acuñadas y a las que se debe en alguna me­dida, no tiene más remedio que reconocerlas como norma y permi­tir que se juzgue del valor de su obra según que las mantenga, las debilite o las realce. Así, el desarrollo de la tragedia no va de Es­quilo a Sófocles y de éste a Eurípides, sino que, en cierto modo. Eurípides puede ser considerado como sucesor inmediato de Esquilo lo mismo que Sófocles, el cual, por otra parte, sobrevive. Ambos pro­siguen la obra del viejo maestro con un espíritu completamente dis­tinto y no se halla injustificado el punto de vista de los nuevos inves­tigadores cuando afirman que los puntos de contacto de Eurípides con Esquilo son mucho mayores que los de Sófocles. No deja de tener razón la crítica de Aristófanes y de sus contemporáneos cuando con­sidera a Eurípides no como corruptor de la tragedia de Sófocles, sino de la de Esquilo. Con él se entronca de nuevo, aunque en verdad no estrecha su radio de acción, sino que lo ensancha infinita­mente. Con ello consigue abrir las puertas al espíritu crítico de su tiempo y situar los problemas modernos en el lugar de las dudas de la conciencia religiosa de Esquilo. El parentesco de Eurípides y Es­quilo consiste en que ambos dan relieve a los problemas, aunque en aguda oposición.
Desde este punto de vista aparece Sófocles completamente apar­tado del curso de aquella evolución. Parece faltar en él la apasio­nada intimidad y la fuerza de la experiencia personal de sus dos grandes compañeros en el arte. Y nos hallamos inclinados a pensar que el juicio entusiasta de los clasicistas que, por el rigor de su for­ma artística y su luminosa objetividad, considera a Sófocles como la culminación del drama griego, si bien se explica históricamente, es un prejuicio que es preciso superar. Así, la ciencia y el gusto psi­cológico moderno que la acompaña, dirige sus preferencias al tosco arcaísmo de Esquilo y al subjetivismo refinado de los últimos tiem­pos de la tragedia ática, largo tiempo desatendidos. Cuando, por fin, fue determinado de un modo más preciso el lugar de Sófocles en la constelación de los trágicos, fue preciso buscar el secreto de su éxito en otra parte y se halló en la pureza de su arte que, nacido de Esquilo, que era su dios, y desarrollado durante su juventud, al­canzó su plenitud tomando como ley suprema la consecución del efecto escénico.[2] Si Sófocles es sólo esto, por mucha que sea su impor­tancia, cabe preguntar por qué ha sido considerado como el más perfecto, (250) no sólo por el clasicismo, sino también por la Antigüedad en­tera. Sería sobre todo discutible su lugar en una historia de la educación griega que no considera a la poesía fundamentalmente des­de el punto de vista estético.
No cabe duda que Sófocles, por la fuerza de su mensaje religioso, es inferior a Esquilo. Sófocles posee también una piedad profun­damente arraigada. Pero sus obras no son en primer término la ex­presión de esta fe. La impiedad de Eurípides —en el sentido de la tradición— es más religiosa, sin embargo, que la reposada cre­dulidad de Sófocles. No está su verdadera fuerza, y en esto hay que convenir con la crítica moderna, en lo problemático, si bien el con­tinuador de la tragedia de Esquilo es también el heredero de sus ideas. Debemos partir del efecto que produce en la escena. Éste no se agota con la comprensión de su técnica inteligente y superior. Fácilmente se comprende que la técnica de Sófocles, representante de la segunda generación más aguda y refinada, sea superior a la del viejo Esquilo. ¿Pero cómo explicar el hecho de que todos los naturales intentos modernos para satisfacer prácticamente el cambio del gusto y llevar a la escena las tragedias de Esquilo y de Eurípi­des, salvo algunos experimentos para un público más o menos espe­cializado, hayan fracasado, mientras que Sófocles es el único drama­turgo griego que se mantiene en los repertorios de nuestros teatros? Ello no se debe ciertamente a un prejuicio clasicista. La tragedia de Esquilo no puede resistir la escena por la rigidez nada dramática del coro que la domina, que no compensa el peso de las ideas y del lenguaje, sobre todo faltando el canto y la danza. La dialéctica de Eurípides despierta ciertamente, en tiempos perturbados como los nues­tros, un eco de simpática afinidad. Pero no hay cosa más mudable que los problemas de la sociedad burguesa. Basta pensar en lo le­jos que están de nosotros Ibsen o Zola, incomparablemente más cerca­nos, sin embargo, que Eurípides, para comprender que lo que cons­tituiría la fuerza de Eurípides en su tiempo representa precisamente para nosotros un límite infranqueable.
El efecto inextinguible de Sófocles sobre el hombre actual, a base de su posición imperecedera en la literatura universal, son sus ca­racteres. Si nos preguntamos cuáles son las creaciones de los trágicos griegos que viven en la fantasía de los hombres, con independencia de la escena y de su conexión con el drama, veremos que las de Sófocles ocupan el primer lugar. Esta pervivencia separada de las figuras como tales no hubiera podido ser jamás alcanzada por el mero dominio de la técnica escénica, cuyos efectos son siempre mo­mentáneos. Acaso no hay nada más difícil de comprender para nos­otros que el enigma de la sabiduría sosegada, sencilla, natural, con que ha erigido aquellas figuras humanas de carne y hueso, henchidas de las pasiones más violentas y de los sentimientos más tiernos, de orgullosa y heroica grandeza y de verdadera humanidad, tan parecidas (251) a nosotros y al mismo tiempo dotadas de tan alta nobleza. Nada es en ellas artificioso ni exorbitante. Los tiempos posteriores han buscado en vano la monumentalidad mediante lo violento, lo colosal o lo efectista. En Sófocles todo se desarrolla sin violencia, en sus proporciones naturales. La verdadera monumentalidad es siempre sim­ple y natural. Su secreto reside en el abandono de lo esencial y fortuito de la apariencia, de tal modo que irradie con perfecta cla­ridad la ley íntima oculta a la mirada ordinaria. Los hombres de Sófocles carecen de aquella solidez pétrea, que arranca de la tierra, de las figuras de Esquilo, que a su lado aparecen inmóviles y aun rígidas. Pero su movilidad no carece de peso como la de algunas figuras de Eurípides, que es duro denominar "figuras", incapaces de condensarse más allá de las dos dimensiones del teatro, indumentaria y declamación, en una verdadera existencia corporal. Entre su pre­decesor y su sucesor es Sófocles el creador innato de caracteres. Como sin esfuerzo, se rodea del tropel de sus imágenes, o aun podríamos decir que le rodean. Pues nada más ajeno a un verdadero carácter que la arbitrariedad de una fantasía caprichosa. Nacen todos de una necesidad que no es ni la generalidad vacía del tipo ni la simple de­terminación del carácter individual, sino lo esencial mismo, opuesto a lo que carece de esencia.
Se ha trazado a menudo el paralelo entre la poesía y la escultura poniendo en conexión cada uno de los tres trágicos como un estadio correspondiente de la evolución de la forma plástica. Estas compara­ciones conducen fácilmente a un juego sin importancia cuando no a la pedantería. Nosotros mismos hemos comparado simbólicamente la posición de la divinidad en medio de las esculturas del frontispicio olímpico con la posición central de Zeus o del destino en la tragedia arcaica. Pero se trataba sólo de una comparación ideal que no se refería para nada a la cualidad plástica de los personajes de la tra­gedia. En cambio, cuando denominamos a Sófocles el plástico de la tragedia se trata de una cualidad que no comparte con otro alguno y que excluye toda comparación de los trágicos con la evolución de las formas plásticas. La figura poética depende, como la escul­tórica, del conocimiento de las últimas leyes que la gobiernan. En esto termina toda posibilidad de un paralelo, pues las leyes de lo espiritual son incomparables con las que rigen la estructura espacial de la corporeidad táctil o visible. Sin embargo, cuando la escultura de aquel tiempo se propone como su fin más alto la expresión de un ethos espiritual en la forma humana, parece iluminarse con el resplandor de aquel mundo íntimo que por primera vez ha revelado la poesía de Sófocles. El resplandor de esta humanidad se refleja del modo más conmovedor en los monumentos contemporáneos de los sepulcros áti­cos. Aunque aquellas obras de un arte de segundo rango se hallen muy por debajo de la plenitud esencial y expresiva de las obras de Sófocles, la convergencia de unas y otras en el mismo tipo de intimidad (252) humana, que revela el reposo espiritual de aquellas obras, per­mite colegir que su arte y su poesía se hallaban animados por la misma emoción. Orienta su imagen al hombre eterno, valiente y se­reno ante el dolor y la muerte, revelando así su verdadera y auténtica conciencia religiosa.
El monumento perenne del espíritu ático en el momento de su madurez está constituido por la tragedia de Sófocles y la escultura de Fidias. Ambos representaban el arte del tiempo de Pericles. Si desde aquí lo miramos con mirada retrospectiva, la evolución de la tragedia griega parece dirigirse a este fin. Podemos decir esto aun en lo que respecta a la relación de Esquilo con Sófocles. No así de la relación de Sófocles con Eurípides, ni mucho menos con los epígo­nos de la poesía trágica del siglo IV. Todos ellos son un eco de la grandeza anterior. Y lo que en Esquilo es grande y rico de futuro traspasa los límites de la poesía e invade un nuevo dominio: el de la filosofía. Así podemos denominar a Sófocles clásico en el sentido de que alcanza el más alto punto en el desarrollo de la tragedia. En él la tragedia realiza "su naturaleza", como diría Aristóteles. Pero aun en otro y único sentido puede ser denominado clásico; en tanto que esta denominación designa la más alta dignidad que alcanza aquel que lleva a su perfección un género literario. Tal es su posi­ción en el desarrollo espiritual de Grecia, y como expresión de este desarrollo consideramos aquí ante todo a la literatura. La evolución de la poesía griega, considerada como el proceso de progresiva obje­tivación de la formación humana, culmina en Sófocles. Sólo desde este punto de vista es posible comprender en su sentido entero cuanto hemos dicho antes sobre las figuras trágicas de Sófocles. Su preemi­nencia no procede sólo del campo de lo formal, sino que se en­raiza en una dimensión de lo humano en la cual lo estético, lo ético y lo religioso se compenetran y se condicionan recíprocamente. Este fenómeno no es único en el arte griego, como lo hemos visto en nuestro estudio de la poesía más antigua. Pero forma y norma se compenetran de un modo muy especial en la tragedia de Sófocles y, sobre todo, en sus personajes. El mismo poeta ha dicho de ellos breve y certeramente que son figuras ideales, no hombres de la rea­lidad cotidiana, como los de Eurípides.[3] Un escultor de hombres como Sófocles pertenece a la historia de la educación humana. Y como nin­gún otro poeta griego. Y ello en un sentido completamente nuevo. En su arte se manifiesta por primera vez la conciencia despierta de la educación humana. Es algo completamente distinto de la acción educadora en el sentido de Homero o de la voluntad educadora en el sentido de Esquilo. Presupone la existencia de una sociedad huma­na, para la cual la "educación", la formación humana en su pureza y por sí misma, se ha convertido en el ideal más alto. Pero esto no (253) es posible hasta que, después que una generación ha vivido duras luchas interiores para conquistar el sentido del destino, luchas de una profundidad esquiliana, lo humano como tal se coloca en el centro de la existencia. El arte mediante el cual Sófocles crea sus caracteres se halla conscientemente inspirado por el ideal de la conducta huma­na que fue la peculiar creación de la cultura y de la sociedad del tiempo de Pericles. En tanto que Sófocles aprehendió esta nueva conducta en lo más profundo de su esencia, tal como la debió de haber experimentado en sí mismo, humanizó la tragedia y la convir­tió en modelo imperecedero de la educación humana de acuerdo con el espíritu inimitable de su creador. Podría denominarse casi un arte educador, como lo es en otro estadio —y en condiciones de tiempo mucho más artificiosas— la lucha de Goethe en el Tasso para hallar la forma en la vida y en el arte. Sólo que la palabra educación, en virtud de múltiples asociaciones, ha tendido a desleírse y perder todo perfil, de tal modo que no es posible emplearla con entera libertad. Es preciso evitar cuidadosamente las contraposiciones corrientes en la ciencia de la literatura tales como "experiencia cultivada" y "expe­riencia originaria". Sólo así llegaremos a comprender lo que significa educación o cultura en el sentido griego originario, es decir, la crea­ción originaria y la experiencia originaria de una formación cons­ciente del hombre. Sólo así se comprende que pudiera convertirse en fuerza alentadora de la fantasía de un gran poeta. La cópula creadora de la poesía y la educación, considerada en este sentido, en Sófocles es una constelación única en la historia universal.
La unidad entre el estado y el pueblo, conseguida tras dura lucha después de la guerra de los persas, y sobre la cual se cierne el cos­mos espiritual de la tragedia de Esquilo, es la base para una nueva educación nacional que supera la oposición entre la cultura de los nobles y la vida del pueblo. En la vida de Sófocles toma cuerpo con fuerza única la eudemonía de la generación que sobre este funda­mento han estructurado el estado y la cultura de la época de Pericles. Los hechos generales son conocidos de todos. Pero son de mayor importancia que los detalles de su vida exterior que pueda averiguar la investigación científica. Es, sin duda alguna, una leyenda que en la flor de su juventud danzara en el coro que celebraba la vic­toria de Salamina. donde Esquilo combatió. Pero nos dice mucho el hecho de que la vida del joven se iniciara en el momento en que acababa de pasar la tormenta. Sófocles se halla en la angosta y es­carpada cresta del más alto mediodía del pueblo ático, que tan rápi­damente había de pasar. Su obra se desarrolla en la serenidad sin viento y sin nubes, eu)di/a y galh/nh, del día incomparable cuya aurora se abre con la victoria de Salamina. Cierra los ojos muy poco tiem­po antes de que Aristófanes conjure a la sombra del gran Esquilo para que salve a la ciudad de la ruina. No vivió la ruina de Atenas. Murió después que la victoria de las Arginusas despertara la última gran esperanza (254) de Atenas, y vive ahora allá abajo —así lo representa Aris­tófanes poco después de su muerte— en la misma armonía consigo mismo y con el mundo con que vivió en la tierra. Es difícil decir hasta qué punto esta eudemonía fue debida al tiempo favorable que el destino le otorgó, y a su naturaleza afortunada o al arte consciente con que realizó su obra y al misterio de su silenciosa sabiduría que con gesto de perfecta modestia, sin ayuda ni esfuerzo, se traduce a veces en creaciones geniales. La verdadera cultura es siempre obra de la confluencia de estas tres fuerzas. Su fundamento más profundo ha sido y sigue siendo un misterio. Lo más maravilloso en ella es que no es posible explicarlo. Lo único que cabe hacer es señalar con el dedo y decir: ahí está.
Aunque no supiéramos nada más de la Atenas de Pericles, de la vida y la figura de Sófocles, podríamos concluir que en su tiempo surgió por primera vez la formación consciente del hombre. Para ponderar esta nueva forma de las relaciones humanas creó aquella época una nueva palabra: "urbano". Dos decenios más tarde se halla en pleno uso entre todos los prosistas áticos, en Jenofonte, en los oradores, en Platón. Y Aristóteles analiza y describe este trato libre, franco, cortés, esta conducta selecta y delicada. Este tipo de relación humana se daba por supuesto en la sociedad ática del tiempo de Pe­ricles. No hay más bella ilustración de la crisis de esta delicada educación ática —tan opuesta al sentido escolar y pedantesco de la cultura— que la ingeniosa narración de un poeta contemporáneo, Ión de Quío.[4] Se trata de un acontecimiento real de la vida de Sófo­cles. Como estratega colaborador de Pericles se halla como huésped de honor en una pequeña ciudad jónica. En el banquete tiene como vecino a un maestro de literatura del lugar que, poseído de su sabi­duría, le atormenta con una crítica pedantesca del bello verso del antiguo poeta: "Brilla en la púrpura de las mejillas la luz del amor." La superioridad mundana y la gracia personal con que sale del apuro, convenciéndole de la imposibilidad de que la pobreza de su fantasía llegue a la plena comprensión de un fragmento poético tan bello, dan­do además la prueba evidente de que aun en su profesión involunta­ria de general tiene competencia, mediante la astuta "estratagema" con­tra el azorado muchacho que le alarga la copa llena de vino, es un rasgo inolvidable no sólo de la figura de Sófocles, sino también de la sociedad ática de su tiempo. Pongamos al lado del retrato del poeta que nos ofrece esta verdadera anécdota y que corresponde a la ac­titud de la estatua laterana de Sófocles, el retrato de Pericles del escultor Cresilas. No nos ofrece al gran hombre de estado ni aun, a pesar del yelmo, al general. Así como Esquilo es para la poste­ridad el luchador de Maratón y el fiel ciudadano de su estado, el arte y la anécdota encarnan en Sófocles y en Pericles la suma de  (255) la más alta nobleza de la kalokagathia ática, tal como corresponde al espíritu de su tiempo.
En esta forma vive una clara y delicada conciencia de lo que en cada caso es adecuado y justo para el hombre, que en el más alto dominio de la expresión y en la plenitud de la medida, se revela como una nueva e íntima libertad. No hay en ella esfuerzo ni afec­tación. Todos reconocen y admiran su facilidad. Nadie es capaz de imitarla, como dice unos años más tarde Isócrates. Sólo se da en Atenas. La fuerza expresiva y sentimental de Esquilo cede a un equi­librio y proporción natural que sentimos y gozamos como un mila­gro en las esculturas del friso del Partenón y en el lenguaje de los hombres de Sófocles. No es posible definir en qué consiste propiamente este secreto abierto. No se trata en modo alguno de algo pu­ramente formal. Sería sumamente raro que se manifestara al mis­mo tiempo en la plástica y en la poesía si no se tratara de algo sobrepersonal y común a los representantes más característicos de la época. Es la irradiación de un ser en definitivo reposo que ha llegado a la armonía consigo mismo, como expresa ya el bello verso de Aristófanes: un ser al cual la muerte no puede llevar consigo, puesto que lo mismo debe permanecer "allí" que "aquí", eu)koloj.[5] No es posible interpretarlo trivialmente desde un punto de vista pu­ramente estético, como la belleza de la línea, o desde un punto de vista exclusivamente psicológico, como una simple naturaleza armó­nica, confundiendo así la esencia con el síntoma. No es una pura casualidad del temperamento personal el hecho de que Sófocles sea el maestro del medio tono mientras que Esquilo nunca lo pudiera al­canzar. En parte alguna es la forma de un modo tan inmediato, ex­presión adecuada o mejor la revelación del ser y de su sentido meta-físico. A la pregunta sobre lo esencial y el sentido del ser no contesta Sófocles, como Esquilo, mediante una concepción del mundo o una teodicea, sino mediante la forma de sus discursos y la figura de sus personajes. Quien en los momentos de caos y agitación de la vida en que todas las formas parecen disolverse, no haya tendido la mano a este guía, para hallar de nuevo el equilibrio íntimo mediante la acción de algunos versos de Sófocles, no comprenderá fácilmente esto. Lo que se experimenta en el acorde y el ritmo, la medida, es para Sófocles el principio del Ser. Es el piadoso reconocimiento de una justicia que reside en las cosas mismas y cuya comprensión es el signo de la más perfecta madurez. No en vano repite constantemente el coro de las tragedias de Sófocles que la falta de medida es la raíz de todo mal. La armonía preestablecida entre el arte escultórico de Fidias y la poesía de Sófocles tiene su fundamento más profundo en la sujeción religiosa a este conocimiento de la medida. Esta con­ciencia, que llena la época entera, es una expresión tan natural de la (256) esencia más profunda del pueblo griego, fundada en la sofrosyne me­tafísica, que la exaltación de la medida en Sófocles parece resonar en mil ecos concordantes en todo el ámbito del mundo griego. La idea no era. en realidad, nueva. Pero la influencia histórica y la im­portancia absoluta de una idea no dependen jamás de su novedad, sino de la profundidad y la fuerza con que ha sido comprendida y vivida. El desarrollo de la idea griega de la medida considerada como el más alto valor llega a su culminación en Sófocles. A él conduce y en él halla su clásica expresión poética como fuerza divina que gobierna el mundo y la vida.
La estrecha conexión entre la formación humana y la medida en la conciencia de la época puede manifestarse todavía desde otro punto de vista. En general, es preciso mostrar las convicciones artísticas de los clásicos griegos a partir de sus obras y éstas son en todo caso nuestros mejores testimonios. Pero, puesto que se trata de compren­der las últimas y más difíciles tendencias ordenadoras de creaciones tan ricas y tan variadas del espíritu humano, parece justo exigir que confirmemos la certeza de nuestro camino mediante el testimonio de los contemporáneos. De Sófocles mismo poseemos dos observaciones que, naturalmente, sólo alcanzan en último término autoridad histó­rica por su concordancia con nuestras propias impresiones intuitivas acerca de su arte. Una de ellas la hemos citado ya: es aquella en que caracteriza a sus propios personajes, en oposición al realismo de Eurípides, como figuras ideales. En la otra separa su propia crea­ción artística de la de Esquilo en tanto que niega a éste la conciencia en el hallazgo de lo justo, mientras que la considera esencia) para sí mismo.[6] Si las tomamos conjuntamente, veremos que presuponen una conciencia muy precisa de las normas a que debe sujetarse el poeta y que representa a los hombres "tales como deben ser". Ahora bien, esta conciencia de las normas ideales del hombre es peculiar de la época en que comienza la sofística. El problema de la areté humana es ahora considerado con extraordinaria intensidad desde el punto de vista de la educación. El hombre "tal como debe ser" es el gran tema de la época y el término de todos los esfuerzos de los sofistas. Hasta ahora los poetas han tratado sólo de fundamentar los valores de la vida humana. Pero no podían permanecer indiferentes a la nueva voluntad educadora. Esquilo y Solón alcanzaron con su poe­sía una poderosa influencia haciéndola escenario de su lucha íntima con Dios y el Destino. Sófocles, siguiendo la tendencia formadora de su época, se dirige al hombre mismo y proclama sus normas en la representación de sus figuras humanas. Hallamos ya el comienzo de esta evolución en las últimas obras de Esquilo cuando, para real­zar lo trágico, opone al destino figuras como Etéocles, Prometeo, Agamemnón, Orestes. que encarnan un poderoso elemento de idealidad.
(257) Con ellas se enlaza Sófocles, cuyas figuras capitales encarnan la más alta areté tal como la conciben los grandes educadores de su tiempo. No es posible decidir dónde se halla la prioridad; si en la poesía o en el ideal educador. Para una poesía como la de Sófocles ello carece de importancia. Lo decisivo es que la poesía y la educación humana se dirigen conscientemente al mismo fin.
Los  hombres   de  Sófocles  nacen  de   un  sentimiento  de  la  belleza cuya fuente es una  animación de los personajes hasta  ahora desco­nocida.   En él se manifiesta el nuevo ideal  de la areté, que  por pri­mera vez  y de  un modo consciente  hace de  la  psyché el  punto de partida de toda  educación humana.   Esta palabra adquiere en el si­glo  V   una   nueva   resonancia,   una   significación   más   alta,   que   sólo alcanza  su   pleno  sentido  con   Sócrates.    El  "alma'"   es  objetivamente reconocida  como   el centro  del  hombre.    De  ella   irradian  todas   sus acciones  y su  conducta entera.    El arte escultórico había  descubierto desde largo tiempo  las leyes  del cuerpo   humano  y  lo  había hecho objeto del  estudio más fervoroso.   En la "armonía"  del cuerpo   ha­bía descubierto de nuevo el principio del cosmos, que el pensamiento filosófico  había confirmado ya  para la totalidad.   A partir del cos­mos llega ahora el mundo griego al descubrimiento de lo espiritual. No lo considera desde el punto de vista de la experiencia inmediata como una intimidad caótica.   Es, por el contrario, el único reino del ser que,  sometido   a un  orden  legal,  no ha  sido  todavía   penetrado por la idea cósmica.   Es evidente que el alma tiene, como el cuerpo, su ritmo y su armonía.   Con ello entramos en la idea de una estruc­tura del alma.   Podríamos acaso hallarla por primera vez expresada con entera claridad por Simónides,[7] cuando afirma que la areté con­siste en tener "estructurados  rectamente  y sin falta,   las manos,   los pies y  el  espíritu".   Pero, de esta primera representación de  un ser espiritual   en forma,   concebido por   analogía  con el   ideal   corporal de la formación agonal, hasta la teoría de la educación que con ver­dad histórica atribuye  Platón   al sofista Protágoras,  media  un   paso considerable.[8]   En ella la idea de la educación  se halla desarrollada con íntima consecuencia.   De una imagen poética se ha convertido en un   principio  educador.    Protágoras  habla  allí   de  la   educación   del alma mediante la verdadera eurhythmia y euharmostia.   La justa ar­monía  y el justo  ritmo deben nacer de! contacto   con las obras de la  poesía,   de  la   cual  han  tomado   sus  normas.    También   en  esta teoría el  ideal  de   la  formación  espiritual  tiene  que  ver  con  el   de la formación del cuerpo.   Pero se halla más cerca del arte escultórico y de la formación artística que de la areté agonal de Simónides.   De este campo   de  intuiciones procede el concepto   normativo  de la   eurhytmia y la euharmostia.   Sólo en el pueblo griego podía originarse la idea de la educación  de las normas del arte escultórico.   Tampoco (258) puede desconocerse este modelo en el ideal encarnado en las figuras de Sófocles. La educación, la poesía y el arte escultórico se hallan en aquel tiempo en la más estrecha correlación. No es posible pensar ninguno de ellos sin el otro. La educación y la poesía hallan su mo­delo en el esfuerzo de la plástica para llegar a la creación de una forma humana, y toman el mismo camino para llegar a la i)de/a del hombre. El arte, de su parte, aprende de la poesía y de la educación el camino que conduce a lo espiritual. En todos se revela una alta valoración del hombre, que se halla para los tres en el centro del interés. Esta inclinación antropocéntrica del espíritu ático es la que da lugar al nacimiento de la "humanidad"; no en el sentido senti­mental del amor humano hacia los otros miembros de la sociedad, que denominaron los griegos filantropía, sino en el del conocimiento de la verdadera forma esencial humana. Es especialmente significativo el hecho de que por primera vez aparece la mujer corno represen­tante de lo humano con idéntica dignidad al lado del hombre. Las numerosas figuras femeninas de Sófocles, Antígona, Electra, Dejanira, Tecmesa, Yocasta, por no hablar de otras figuras secundarias, como Clitemnestra, Ismene y Crisotemis, iluminan con la luz más clara la alteza y la amplitud de la humanidad de Sófocles. El descubrimiento de la mujer es la consecuencia necesaria del descubrimiento del hom­bre como objeto propio de la tragedia.
Desde este punto de vista podemos comprender la trasformación del arte trágico desde Esquilo hasta Sófocles. Salta a la vista que la forma de la trilogía, que es la regla para aquél, es abandonada por su sucesor. Se halla sustituida por el drama singular, cuyo punto central es la acción humana. Esquilo necesita de la trilogía para abrazar en una acción dramática la masa entera de acaecimientos épi­cos que constituyen el curso de un destino, cuyo encadenamiento de sufrimientos se extiende con frecuencia a varias generaciones de un linaje. Su mirada se dirigía al curso entero de un destino porque sólo en esta totalidad era posible ver el justo equilibrio del gobierno divino, que la fe y el sentimiento moral echaban de menos en el destino del individuo. De ahí que los personajes, aunque constituyan el punto de partida para nuestra participación en la acción, ocupen un lugar subordinado y que el poeta se halle obligado a colocarse de algún modo en el lugar de la fuerza más alta que gobierna el mundo. En Sófocles, las exigencias de la teodicea, que habían do­minado el pensamiento religioso desde Solón hasta Teognis y Esquilo, pasan a un lugar secundario. Lo trágico en él es la imposibilidad de evitar el dolor. Tal es la faz inevitable del destino desde el pun­to de vista humano. La concepción religiosa del mundo de Esquilo no es, en modo alguno, abandonada. Sólo que el acento no se halla ya en ella. Esto se ve con especial claridad en una de las primeras obras de Sófocles, Antígona, en la cual aquella concepción del mundo apa­rece todavía con vigoroso relieve.
(259) La maldición familiar de la casa de los labdácidas, cuya acción aniquiladora persigue Esquilo en la trilogía tebana a través de varias generaciones, permanece en Sófocles como causa originaria, pero si­tuada en un trasfondo. Antígona cae como su última victima, del mismo modo que Etéocles y Polinices en los Siete de Esquilo. Sófo­cles hace participar a Antígona y a su contrario Creón en la realiza­ción de su destino mediante el vigor de sus acciones, y el coro no se cansa de hablar de la transgresión de la medida y de la participa­ción de ambos en su desdicha. Pero aunque este momento sirve tam­bién para justificar el destino en el sentido de Esquilo, toda la luz se concentra en la figura del hombre trágico y se tiene la impresión de que ella basta por sí misma para reclamar todo el interés. El destino no reclama la atención como problema independiente. Apartada de él, se dirige por entero al hombre doliente, cuyas acciones no son determi­nadas desde fuera con entera necesidad. Antígona se halla determina­da por su naturaleza al dolor. Podríamos incluso decir que se halla elegida para él, puesto que su dolor consciente se convierte en una nueva forma de nobleza. Este ser elegido para el dolor, ajeno natu­ralmente a toda representación cristiana, se muestra de un modo emi­nente en el diálogo del prólogo entre Antígona y sus hermanas. La ternura juvenil de Ismene retrocede aterrada ante la elección delibe­rada de la propia ruina. Sin embargo, su amor de hermana no dis­minuye por ello, como no tarda en demostrarlo de un modo conmo­vedor mediante su propia acusación ante Creón y su deseo desesperado de acompañar en la muerte a su hermana ya condenada. No obstante, no es una figura trágica. Sirve sólo para realzar la figura de Antí­gona. Y hemos de confesar la razón que asiste a ésta para rechazar en aquel instante su solicitud y su profunda piedad. Ya en los Siete de Esquilo se realza lo trágico de Etéocles por el noble rasgo de dis­ponerse a aceptar sin culpa el destino de su casa. Antígona sobrepasa todas las preeminencias de su noble estirpe.
Este dolor de la figura capital se destaca sobre un trasfondo ge­neral creado por el primer canto del coro. El coro entona un himno a la grandeza del hombre creador de todas las artes, dominador de las poderosas fuerzas de la naturaleza mediante la fuerza del espíritu y que como el más alto de todos los bienes ha llegado a la concep­ción de la fuerza del derecho, fundamento de la estructura del estado. El sofista Protágoras,[9] contemporáneo de Sófocles, construyó una teo­ría análoga acerca del origen de la cultura y de la sociedad. Y en el ritmo del coro de Sófocles podemos comprobar el orgullo prometeico que domina este primer ensayo de una historia natural del desenvol­vimiento del hombre. Pero con la ironía trágica peculiar de Sófocles, en el momento en que el coro acaba de celebrar al derecho y al estado, (260) proclamando la expulsión de toda sociedad humana de aquel que con­culca la ley, cae Antígona encadenada. Para cumplir la ley no escrita y realizar el más sencillo deber fraternal rechaza con plena conciencia el decreto tiránico del rey, fundado en la fuerza del estado, que le prohíbe con pena de muerte el sepelio de su hermano Polinices, muer­to en lucha contra su propia patria. En el mismo momento aparece ante el espíritu del espectador otro aspecto de la naturaleza humana. Enmudece el orgulloso himno ante el súbito y trágico conocimiento de la debilidad y la miseria humanas.
Con profunda intuición vio Hegel en la Antígona el trágico con­flicto entre dos principios morales: la ley del estado y el derecho de la familia. Pero aunque la rigurosa fidelidad a los principios del es­tado, a pesar de su exageración, nos permite comprender la actitud del rey, y aunque la dolorosa porfía de Antígona justifique, con la fuerza de convicción de una auténtica pasión revolucionaria, las leyes eternas de la piedad contra las usurpaciones del estado, el acento capital de la tragedia no se halla en este problema general tan pró­ximo a la sensibilidad de un poeta del tiempo de los sofistas, para idealizar la oposición entre las dos figuras capitales. Y aunque se hable de la hybris, de la falta de medida y de la falta de compren­sión, estos conceptos se hallan en la periferia y no en el centro, como en la obra de Esquilo. La caída del héroe en el dolor trágico se comprende inmediatamente: en lugar de colocarlo judicialmente en la injusticia, lo que hace es revelar de modo patente, en naturalezas no­bles, el carácter ineludible del destino que los dioses asignan a los hombres. La irracionalidad de esta até, que inquietó el sentimiento de justicia de Solón y preocupó a la época entera, es una presuposi­ción de lo trágico, pero no constituye el problema de la tragedia. Esquilo trata de resolver el problema. Sófocles da por supuesta la até. Pero su posición ante el hecho inevitable del dolor enviado por los dioses, que la lírica antigua ha lamentado desde sus orígenes, no es la de la pura pasividad. Ni comparte las palabras resignadas de Simónides, según las cuales el hombre debe perder necesariamente la areté cuando lo derrumba el infortunio inexorable.[10] La elevación de sus grandes dolientes a la nobleza más alta es el Sí que da Sófocles a esta realidad, la esfinge cuyo misterio mortal es capaz de resolver. Por primera vez el hombre trágico de Sófocles se levanta a verdadera grandeza humana mediante la plena destrucción de su felicidad terres­tre o de su existencia física y social.
El hombre trágico, con sus sufrimientos, se convierte en el más maravilloso y delicado instrumento, del cual arrancan las manos del poeta todos los tonos del ailinos trágico. Para hacerlos resonar pone en movimiento todos los medios de su fantasía dramática. En los dramas de Sófocles, frente a los de Esquilo, hallamos una enorme (261) elevación de la acción dramática. Sólo que el fundamento de ello no se halla en el hecho de que Sófocles considere la acción dramática por sí misma, en el sentido del drama shakesperiano, en lugar de las antiguas y venerables danzas corales. La fuerza con que se desarrolla el Edipo, imponente aun para el más rudo naturalismo, pudo suscitar semejante malentendido. Puede haber contribuido también en buena parte a la frecuencia creciente con que ha sido puesto en la escena. Pero si lo consideramos desde este punto de vista no llegaremos ja­más a comprender la maravillosa y compleja arquitectura de la esce­nificación de Sófocles. No procede de la consecuencia exterior de los acaecimientos materiales, sino de una alta lógica artística que, en una rica serie progresiva de contrastes, abre a la mirada, desde todos los puntos de vista, la esencia íntima de la figura principal. El clásico ejemplo de esto es Electra. La fuerza inventiva del poeta crea con osado artificio una serie de incidentes y retardos para hacer que Electra pase por toda la escala de los más íntimos matices sentimen­tales hasta llegar a la plenitud de la desesperación. Sin embargo, a pesar de las más violentas oscilaciones del péndulo, la totalidad se mantiene en equilibrio perfecto. Este arte alcanza su culminación en la escena del reconocimiento de Electra y Orestes. El disfraz inten­cionado del salvador, a su retorno a la casa paterna, y la manera gradual con que deja caer sus vestidos, hace pasar el dolor de Elec­tra por todos los grados desde el cielo al infierno. El drama de Sófocles es el drama de los movimientos del alma cuyo íntimo ritmo se desarrolla en la ordenación armónica de la acción. Su fuente se halla en la figura humana, a la cual se vuelve constantemente como a su último y más alto fin. Toda acción dramática es simplemente para Sófocles el desenvolvimiento esencial del hombre doliente. Con ello se cumple su destino y se realiza a sí mismo.
También para él es la tragedia el órgano del más alto conoci­miento. Pero no se trata de fronei=n en la cual halla Esquilo el re­poso del corazón. Es el autoconocimiento trágico del hombre, que profundiza el deifico gnw~qi seauto/n hasta llegar a la intelección de la nadedad espectral de la fuerza humana y de la felicidad terrena. Pero este conocimiento abraza también la conciencia indestructible e invencible de la grandeza del hombre doliente. El dolor de las figuras de Sófocles constituye una parte esencial de su ser. Jamás ha llegado el poeta a una representación tan conmovedora y llena de misterio de la fusión del hombre y su destino en una unidad indiso­luble, como en la más grande de sus figuras. A ella vuelve todavía su mirada amorosa en lo más avanzado de su edad. El anciano ciego Edipo, expulsado de su patria, vaga por el mundo mendigando de la mano de su hija Antígona, otra de las figuras preferidas que el poeta no abandona nunca. Nada más característico de la esencia de la tragedia de Sófocles que la compasión del poeta por sus propias figuras. Nunca le abandonó la idea de lo que había de ser de Edipo.
(262) Este hombre, sobre el cual parece gravitar el peso de todos los dolo­res del mundo, fue desde un principio una figura de la más alta fuerza simbólica. Se convierte en el hombre doliente, sin más. En lo alto de su vida halló Sófocles su plena satisfacción al colocar a Edipo en medio de la tormenta de la aniquilación. Lo presenta ante los ojos del espectador en el instante en que se maldice a sí mismo y desesperado desea aniquilar su propia existencia, del mismo modo que ha apagado, con sus propias manos, la luz de sus ojos. Lo mismo que en Electro, en el momento en que la figura llega a la plenitud de la tragedia, corta el poeta súbitamente el hilo de la acción.
Es altamente significativo el hecho de que Sófocles poco antes de su muerte tomara de nuevo el tema de Edipo. Sería un error esperar de este segundo Edipo la resolución final del problema. Quien qui­siera interpretar en este sentido la apasionada autodefensa del viejo Edipo, su repetida insistencia en que ha realizado todos sus hechos en la ignorancia, confundiría a Sófocles con Eurípides. Ni el destino ni Edipo son absueltos o condenados. Sin embargo, el poeta parece considerar aquí el dolor desde un punto de vista más alto. Es un último encuentro con el anciano peregrino sin reposo, poco antes de que haya alcanzado su fin. Su noble naturaleza permanece inque­brantable en su impetuosa fuerza, a pesar de la desventura y la vejez. Su conciencia le ayuda a soportar su dolor, este antiguo compañero inseparable que no le abandona hasta las últimas horas. Esta acerba imagen no deja lugar alguno para la ternura sentimental. Sin embar­go, el dolor hace a Edipo venerable. El coro siente su terror, pero aún más su grandeza, y el rey de Atenas recibe al ciego mendigo con los honores debidos a un huésped ilustre. Según un oráculo di­vino, debía hallar su último reposo en el suelo ático. La muerte de Edipo se halla envuelta en el misterio. Sale solo y sin guía al bosque y nadie lo ve ya más. Incomprensible, como el camino del dolor, por el cual conduce la divinidad a Edipo, es el milagro de la salvación que al fin espera. "Los dioses que te hirieron, te levantarán de nuevo en alto." Ningún ojo mortal puede ver este misterio. Sólo es posible participar en él mediante la consagración al dolor. No es posible sa­ber cómo, pero la consagración al dolor le aproxima a los dioses y le separa del resto de los hombres. Ahora descansa en la colina de Colono, en la patria querida del poeta, en los bosques siempre verdes de las Euménides en cuyas ramas canta el ruiseñor. Ningún pie hu­mano puede pisar el lugar. Pero de él irradia la bendición para todo el país de Ática.




[1] 1 isócrates, Paneg., 10.
[2] 2 Tycho von wilamowitz-moellendürff, en su libro Die dramatische Technik des Sophokles (Berlín, 1917), representa el paso más vigoroso que se ha dado en esta dirección durante los últimos decenios; pero señala también de un modo evidente los límites que podemos hallar en este camino.
[3] 3 aristóteles, Poét. 25, 1460 b 34.
[4] 4 Athen., XIII, 603 e.
[5] 5 aristófanes, Ranas, 82.
[6] 6 Athen.,  I, 22 a-b.
[7] 7 simónides, frag. 4. 2.
[8] 8 platón. Prot., 326 B.
[9] 9 También Protágoras distingue expresamente en el mito sobre el origen de la cultura entre el arte técnico y el más alto estadio de la cultura del estado y del derecho (platón, Prot., 322 A).
[10] 10 simónides, frag. 4, 8-10.

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