miércoles, 27 de diciembre de 2017

Donald Kagan.- La guerra del Peloponeso

 Capítulo 31

 

 

Los Cinco Mil (411)


A su regreso a Atenas desde Samos, los embajadores de la oligarquía transmitieron sólo una parte del mensaje de Alcibíades a los Cuatrocientos. Hablaron acerca de su insistencia en que los atenienses habían de resistir y no rendirse a los espartanos, así como de sus esperanzas de reconciliación y victoria, si bien suprimieron todo aquello que tenía que ver con su apoyo a los Cinco Mil, su oposición a que continuaran los Cuatrocientos en el gobierno y su llamamiento a que fuera restaurado el antiguo Consejo de los Quinientos. Aunque revelar tales exigencias hubiera profundizado las diferencias dentro del movimiento, incluso esta versión restringida alentó a los moderados, que «eran la mayoría de aquellos que tomaban parte en la oligarquía [y] que estaban descontentos incluso antes de estos hechos, de modo que verían con agrado librarse del asunto de cualquier modo si podían hacerlo sin peligro para ellos» (VIII, 89, 1).
DISIDENCIA DENTRO DE LOS CUATROCIENTOS

Estos disidentes fueron guiados por Terámenes y Aristócrates, hijo de Escelias. La conducta de Terámenes durante este período anunciaba lo que sería una audaz y activa carrera a favor de un régimen moderado para Atenas. Aristócrates era un destacado ateniense, un general lo bastante importante como para haber firmado la Paz de Nicias y la alianza con Esparta, así como para haber sido objeto de una broma en Las aves de Aristófanes en el año 414. Como Terámenes y Trasibulo, había apoyado la conspiración para limitar la democracia ateniense; sin embargo, poco después se enfrentaría a los Cuatrocientos; más tarde destacaría bajo la democracia restaurada como un aliado de Alcibíades.
En los debates que se produjeron entre los descontentos, Terámenes y Aristócrates anunciaron que temían no sólo a Alcibíades y a su ejército de Samos, sino también «a aquellos que habían estado enviando embajadas a Esparta, por si causaban daño a la ciudad sin consultar a la mayoría». En ese momento se cuidaban mucho de evitar el lenguaje de la contrarrevolución, por si ello provocaba el terror y una confrontación civil abierta, lo que expondría a la ciudad a una fácil conquista espartana. En lugar de eso, insistieron tan sólo en que los Cuatrocientos llevaran a cabo su promesa «de designar a los Cinco Mil de hecho, y no sólo nominalmente, y [de esa manera] establecer un régimen político con mayor igualdad» (VIII, 89, 2).
Aparte de por sus ambiciones personales, estos hombres estaban motivados por el miedo tanto como por el patriotismo. Cuando la situación se deterioró, podía esperarse que los extremistas actuaran contra los disidentes que había entre los Cuatrocientos, teniendo en cuenta que ya habían expresado su intención de eliminar a sus oponentes. Por otra parte, si los demócratas atenienses de Samos ganaban el control de la situación, no era probable que éstos mostraran compasión a los que habían promovido el surgimiento de los Cuatrocientos. Cada día que pasaba era más probable que los extremistas traicionaran a la ciudad pactando con Esparta para salvarse. Los moderados de Atenas, sin embargo, estaban determinados a preservar la independencia de la ciudad y a continuar la guerra hasta la victoria. Los acontecimientos posteriores demostrarían que sus compatriotas reconocieron su dedicación, y los nombrarían repetidamente para altos cargos militares. Todas estas consideraciones se combinaron para presionar a los moderados, incitándolos a actuar rápidamente.
EL COMPLOT OLIGÁRQUICO PARA TRAICIONAR A ATENAS

Aunque los embajadores habían evitado escrupulosamente dar el mensaje de Alcibíades con todo detalle, las noticias de Samos alarmaron de tal modo a los líderes extremistas que empezaron a construir un fuerte en el puerto del Pireo, en Eetionea, un promontorio que se extendía hacia el sur a través de la boca del puerto, dominando el tráfico de entrada y salida del mismo. De manera ostensible, la nueva construcción capacitaría a una pequeña fuerza para controlar el puerto contra ataques que procedieran del lado terrestre a cargo de enemigos internos. Lógicamente, Terámenes y los moderados percibieron de inmediato su peligro potencial. Su verdadero propósito, protestaron, era «el de que ellos (los extremistas) pudieran dejar entrar al enemigo, tanto por tierra como por mar, cuando lo desearan» (VIII, 90, 3). La noticia del regreso de Alcibíades también contribuyó a provocar el miedo de los extremistas, que «comprobaron cómo la mayoría de los ciudadanos y algunos de los de su propio grupo, a los que habían considerado como dignos de confianza, estaban cambiando de opinión» (VIII, 90, 1). Por supuesto, hubieran preferido permanecer independientes, establecer la oligarquía en Atenas y mantener el Imperio intacto. Si perdían el Imperio, intentarían preservar la independencia, pero no estaban dispuestos a aceptar una restauración democrática, incluso preferirían «aceptar la rendición ante el enemigo, abandonando barcos y murallas, y asumir cualquier condición en nombre de la ciudad, siempre que pudieran salvar sus propias vidas» (VIII, 91, 3). Por consiguiente, se apresuraron a terminar las nuevas fortificaciones en Eetionea y enviaron una docena de hombres, entre los que estaban Antifonte y Frínico, para buscar la paz con los espartanos «bajo condiciones que fueran, de alguna manera, tolerables» (VIII, 90, 2).
Tan sólo podemos conjeturar sobre los detalles de las negociaciones. Los atenienses probablemente solicitaron la paz basada en el statu quo anterior a las hostilidades, pero los espartanos la rechazaron. La embajada regresó de Esparta, por consiguiente, sin haber alcanzado un acuerdo general, aunque sí se había negociado una salida para los extremistas; Antifonte y sus colegas estaban decididos a traicionar a su ciudad a cambio de su propia seguridad.
Los trabajos en el fuerte de Eetionea continuaron, y Terámenes habló en su contra con sinceridad creciente, con vigor y coraje, aunque oponerse a los extremistas era una táctica muy arriesgada que podía acabar en la denuncia o el asesinato. Sin embargo, fue un crimen de una clase diferente el que, finalmente, ayudó a comenzar la contrarrevolución, ya que Frínico fue muerto en el Ágora, llena de gente, después de que hubiera salido de la cámara del Consejo. El asesino escapó, y un argivo que le acompañaba rehusó, incluso bajo tortura, revelar los nombres de cualquier otro conspirador. En esas circunstancias, llegó a Atenas la noticia de que una flota peloponesia, al parecer dispuesta a auxiliar a los eubeos en la rebelión, había recalado en Epidauro para lanzar una incursión sobre Egina. Ésa no era una parada en la ruta a Eubea, sino más bien hacia el Pireo. Terámenes, Aristócrates y otros moderados, tanto dentro como fuera del grupo de los Cuatrocientos, mantuvieron una reunión de emergencia. Terámenes había estado avisando, durante algún tiempo, de que el verdadero objetivo de la flota peloponesia no era Eubea, sino el puerto de Atenas y, ahora, exigía acción.
Aristócrates, que estaba al mando de un regimiento de hoplitas en el Pireo, arrestó de inmediato a Alexicles, «un general de la facción oligárquica, especialmente inclinado a las asociaciones con objetivos políticos» (VIII, 92, 4). Esta «eliminación» de un general extremista por orden de un moderado fue bien recibida por el ejército de los hoplitas, que representaba el núcleo de las fuerzas armadas, un colectivo que los extremistas tendrían que controlar si realmente confiaban en llevar adelante sus planes de entregar la ciudad a Esparta. Cuando las noticias del alzamiento en el Pireo llegaron a Atenas, los Cuatrocientos estaban reunidos en la cámara del Consejo, y los extremistas rápidamente se volvieron hacia Terámenes, obviamente el principal sospechoso. Sin embargo, él los sorprendió ofreciéndoles su ayuda para el rescate de Alexicles. Cogidos por sorpresa, no sabiendo con seguridad el papel que Terámenes había tenido en el asunto, y sin duda reacios a abrir una brecha en un momento tan crítico, aceptaron la oferta de Terámenes, permitiéndole incluso que le acompañara otro general que simpatizaba con sus puntos de vista. La única contramedida que pudieron tomar fue la de hacer que el extremista Aristarco los acompañara como tercer general.
Con un ejército marchando desde Atenas al Pireo para hacer frente a otro ejército, la guerra civil parecía inevitable. Sin embargo, las fuerzas en el Pireo estaban bajo el mando de los moderados, y dos de los tres generales del grupo ateniense eran moderados también, por lo que el resultado fue menos una decisiva batalla que una representación cómica. Cuando Aristarco exigió que los hoplitas pusieran todo su esfuerzo en el combate, Terámenes simuló regañarles. La mayoría de ellos, sin embargo, le preguntaron si «él pensaba que la fortificación estaba siendo construida para algún buen propósito, o si sería mejor destruirla». Él contestó que si ellos pensaban que era mejor demolerla, estaba de acuerdo con ellos. Los hoplitas comenzaron de inmediato a derribar la fortificación, gritando que «todo el que quisiera que gobernaran los Cinco Mil en lugar de los Cuatrocientos, se pusiera manos a la obra» (VIII, 92, 10-11).
Esta instigación formaba parte, seguramente, del plan de los moderados, y aunque era dirigida «a la multitud» como una forma de alentarles a derribar la fortificación y desbaratar los esfuerzos de los extremistas por entregar la ciudad a los espartanos, también pretendía ser una garantía de que el nuevo régimen sería gobernado por la Constitución que ellos siempre habían querido. Los soldados que adoptaron y gritaron el eslogan anteriormente citado hubieran preferido probablemente un regreso directo a la plena democracia, pero, siguiendo las indicaciones de Terámenes y de sus colegas, por el momento podían estar satisfechos de derrocar la oligarquía de los Cuatrocientos y prevenir su traición.
Sin embargo, los líderes moderados que estaban dirigiendo este movimiento no querían conducirlo hacia una guerra civil, ya que su objetivo era provocar la renuncia de los extremistas sin obligarles a combatir. Al día siguiente, después de que su ejército acabara de arrasar las fortificaciones y una vez liberado Alexides, marcharon hacia Atenas, aunque se detuvieron en un campo de desfile, al que habían acudido delegados de los Cuatrocientos para reunirse con ellos. Estos representantes prometieron publicar la lista de los Cinco Mil y permitir que el Consejo de los Cuatrocientos fuera elegido por ese cuerpo, en cualquier forma que pudiera ser decidida. También urgieron a los soldados a que mantuvieran la calma y no pusieran en peligro al Estado y a todos los que formaban parte de él, convenciéndoles para que asistieran a una Asamblea en el teatro de Dioniso, fijando una fecha para discutir la restauración de la armonía.
Al menos en esta oferta, los extremistas no fueron sinceros, ya que ellos creían que «hacer a tantos hombres partícipes del gobierno era una plena democracia» (VIII, 92, 11). Su propósito era, más bien, ganar tiempo para que los espartanos tomaran la ciudad. Unos pocos días más tarde, llegaron noticias de que la flota espartana estaba navegando hacia Salamina con la intención de presentarse en las fortificaciones del Pireo, desconociendo que éstas ya habían sido destruidas. La expedición de los espartanos puede haber formado parte de un plan diseñado con los oligarcas atenienses para desembarcar en el Pireo: si encontraban Eetionea en manos amigas, podrían perfectamente tomar el puerto o bloquear su entrada para someter a los atenienses por hambre. Podían incluso tener la suerte de encontrar a los atenienses enfrascados en una guerra civil y al puerto sin defensa. Si, por el contrario, fuerzas hostiles estaban controlando Eetionea, siempre podrían pasar de largo y dirigirse a Eubea.
Sin embargo, debido a que la fortificación estaba ya en ruinas, la posición de los extremistas era muy difícil; ante la aproximación de la flota enemiga, los atenienses se apresuraron para defender el puerto. El oficial espartano Agesándridas y sus cuarenta y dos barcos pasaron de largo, dirigiéndose al sur hacia Sunio, en la ruta a Eubea. Gracias a los esfuerzos de los moderados y del pueblo, Atenas se había salvado.
LA AMENAZA A EUBEA

A causa de que Eubea «lo era todo» (VII, 95, 2) para la gente encerrada en la ciudad de Atenas, en el Pireo y en el espacio amurallado entre los dos lugares, los atenienses se apresuraron a proteger la mal defendida isla con una improvisada flota bajo el mando de Timócares, un general moderado. A unos once kilómetros de distancia, en el estrecho, a la altura de Oropo, la flota de Agesándridas excedía en número a la ateniense a razón de cuarenta y dos barcos contra treinta y seis, contando con la ventaja añadida de tener tripulaciones más experimentadas y con mejor preparación, con un plan de batalla ya ensayado, con el factor sorpresa, y también con la colaboración de los eretrieos. Parte de su estrategia consistía en privar a los atenienses de un lugar de suministro cuando desembarcaran, forzándoles a tener que dispersarse para buscar alimento en el interior de la isla. Cuando los atenienses se dispersaron, los eretrieos hicieron una señal y Agesándridas atacó. Los atenienses fueron obligados a correr hacia sus embarcaciones y a hacerse de inmediato a la mar, sin tener tiempo de ponerse en formación, motivo por el cual pronto fueron empujados de nuevo hacia la costa. Los eubeos mataron a muchos de los que intentaron huir, si bien algunos consiguieron ponerse a salvo en Calcis, y otros en un fuerte ateniense en la isla. Finalmente, perdieron veintidós barcos con sus tripulaciones, y los peloponesios levantaron un trofeo de la victoria. Con la excepción de Hestiea, en el límite septentrional de Eubea, toda la isla se unió a la rebelión.
El pánico entre los atenienses tras conocer la derrota fue mayor que el que se había producido después del desastre de Sicilia. Contaban con poco dinero y pocos barcos, y estaban privados del acceso a toda el Ática fuera de los muros de la ciudad, incluyendo ahora también Eubea, que había estado sirviendo como sustitutivo del territorio ocupado por el enemigo. La ciudad estaba desgarrada por las disensiones y amenazada por la traición. En cualquier momento podía surgir una guerra civil, o producirse el ataque de la flota ateniense de Samos. El mayor miedo de la multitud era que los peloponesios regresaran y atacaran el Pireo, que no estaba defendido por una flota adecuada. Tucídides creía que los espartanos podían o haber bloqueado o haber puesto asedio al puerto, provocando que la flota de Samos viniera al rescate de sus familiares y de su ciudad, y por consiguiente, perdiendo todo el Imperio desde el Helesponto hasta Eubea. Pero los espartanos, como nos cuenta el historiador griego, eran «los más convenientes de todos los pueblos para luchar con los atenienses» (VIII, 96, 5), como demostraron en esta ocasión y en muchas otras cuando desaprovechaban una nueva oportunidad.
Sin embargo, los acontecimientos subsiguientes sugieren que los peloponesios podían no haber salido victoriosos si hubieran actuado más audazmente. En el interior de Atenas, la amenaza de un ataque espartano no condujo a una guerra civil, sino más bien al derrocamiento de los Cuatrocientos y a la unificación del Estado bajo las directrices de los moderados, una consecuencia que un ataque espartano sólo habría acelerado. Fuera de Atenas, un bloqueo espartano o el asedio del Pireo seguramente habría provocado un ataque por parte de la flota ateniense destacada en Samos, que fácilmente hubiera destruido la fuerza de Agesándridas, mucho menor, y evitado defecciones en el Imperio. El resultado hubiera sido la reunificación de la flota ateniense bajo el control de moderados como Trasibulo, así como una Atenas dirigida por moderados como Terámenes y Aristócrates. Una Atenas de nuevo unificada podía entonces tener interés en buscar a la flota peloponesia con excelentes perspectivas de victoria y de recuperación de territorios perdidos. Esparta tenía buenas razones, por consiguiente, para no arriesgarse en un ataque al puerto ateniense.
LA CAÍDA DE LOS CUATROCIENTOS

Los atenienses, desde luego, no sabían a qué atenerse, por lo que dispusieron lo necesario para su defensa. Después de completar la tripulación de veinte barcos para proteger el puerto lo mejor que pudieron, se reunieron en la colina Pnix, el lugar de encuentro habitual de la Asamblea bajo la democracia, para enviar un claro mensaje acerca de que el gobierno que existía hasta ese momento había dejado de actuar. Depusieron formalmente a los Cuatrocientos, y «cedieron todos los asuntos a los Cinco Mil» (VIII, 97, 1), prohibiendo cualquier tipo de pago por ejercer un cargo público.
Esto era, en efecto, una ratificación del programa moderado y, debido a que el grueso de la flota, tripulada por muchos miembros de las clases bajas, estaba en Samos, debió de ser una medida particularmente gratificante para la Asamblea, en gran parte hoplítica, que votó esa disposición.
Mientras algunos de ellos hubieran favorecido una Constitución así por sí misma, otros la hubieran apoyado sólo como un paso hacia la restauración de la plena democracia. La vigilancia y el coraje de los líderes moderados habían salvado a la ciudad de la traición y de la guerra civil, y habían detenido su avance hacia la oligarquía. Por sus acciones durante la crisis, Terámenes y Aristócrates, quizá más que el sofisticado Alcibíades —en Samos en ese momento—, merecen el reconocimiento de que precisamente ellos, «más que ningún otro, fueron útiles al Estado» (VIII, 86, 4).
LA CONSTITUCIÓN DE LOS CINCO MIL

En el nuevo régimen, los derechos de voto en la Asamblea, de servir como jurado, y de ocupar un cargo público fueron restringidos a hombres del censo hoplítico o superior. La sede del poder se había trasladado del Consejo de los Cuatrocientos a la Asamblea, pero ¿cuán grande era, en la práctica, esa Asamblea? El número de cinco mil era verdaderamente más simbólico que real, ya que incluía a todos los hombres que pudieran proveerse a sí mismos con el equipo de hoplita o servir en la caballería. En septiembre del año 411, ese número puede haber sido aproximadamente de unos diez mil.
Hubo también un Consejo que al parecer tuvo quinientos miembros, probablemente elegidos, no sorteados, con un poder y facultades mayores que las del anterior Consejo democrático. En otros aspectos, la Constitución parece haber sido la misma que la de la anterior democracia. El sistema judicial aparentemente funcionaba por el método tradicional, aunque se excluía a las clases bajas de la participación en los jurados. En general, y más allá de estas restricciones, el gobierno de los Cinco Mil parece haber funcionado mucho mejor que su predecesor democrático.
Al final, los Cinco Mil estuvieron menos de diez meses en el poder antes de dar paso pacíficamente a la vuelta de la plena democracia, cuando «el pueblo rápidamente les quitó el gobierno del Estado» (Aristóteles, Constitución de los atenienses, 34, 1). A pesar de su breve duración, Tucídides describe la constitución de los Cinco Mil como «un equilibrio moderado entre la minoría y la mayoría» (VIII, 97, 2), y juzga que fue el mejor gobierno que tuvo Atenas en toda su historia. Aristóteles señala que los atenienses «parecen haber estado bien gobernados en ese período, porque una guerra estaba en marcha, y el Estado estaba en manos de los que llevan armas» (Aristóteles, Constitución de los atenienses, 33, 2).
Sin embargo, la principal debilidad de la nueva Constitución era que, al negar al grueso de la flota sus correspondientes derechos civiles durante una guerra que era predominantemente naval, estaba destinada a tener que hacer frente a un desafío importante. Para triunfar, los moderados, nuevamente en el poder, tendrían que unirse a los hoplitas y a los soldados de caballería de la ciudad, pero también a la flota ateniense en Samos, hasta cierto punto el factor más importante; sin embargo, una vez lo hubieron hecho, era sólo una cuestión de tiempo que los hombres que manejaban los remos de los barcos insistieran en la restauración de sus plenos derechos políticos. Los moderados, por consiguiente, se enfrentaban a un dilema, ya que su futuro y el de su ciudad dependían de conseguir una unión que inevitablemente llevaría a sustituir la Constitución que ellos defendían.
LOS CINCO MIL EN ACCIÓN

Como un primer paso para la reconciliación, los Cinco Mil votaron el regreso de Alcibíades y del grupo de exiliados que le acompañaban. Terámenes y los otros moderados habían estado siempre deseosos de hacer regresar a Alcibíades a Atenas, y aprovecharse de lo que ellos creían que era su incomparable talento militar y diplomático. Al igual que casi había traído la ruina al Estado como su enemigo, ahora podía salvarlo, al ser rehabilitado. Las subsiguientes acciones de Alcibíades tras la emisión del decreto que permitía su regreso, sugieren que éste no garantizaba una completa exculpación o perdón. Desde el momento en que confirmaba el nombramiento que la flota había hecho otorgándole el grado de general, tanto la condición de proscrito como la amenaza de castigo que iba aparejada debían sobreentenderse como completamente abolidas. Sin embargo, es posible que le dejara en la misma situación que en el otoño del año 415, después de que fuera acusado, pero antes de que tuviera lugar cualquier juicio: tendría que regresar a Atenas para obtener una completa rehabilitación. Aunque sus principales enemigos estaban ahora muertos o apartados del poder, y sus amigos estaban en el gobierno, él prefirió no regresar a Atenas de inmediato para recibir la bienvenida de una multitud agradecida, como un hombre completamente absuelto de todos los cargos que pesaban sobre él y libre de todo peligro; en lugar de eso, esperó casi cuatro años hasta el verano del año 407. Como Plutarco explica, «él pensaba que no debería volver con las manos vacías y sin éxitos, gracias a la compasión y a la merced de la multitud, sino lleno de gloria» (Alcibíades, XXVII, 1). Lo más probable, sin embargo, es que retrasara su reaparición por miedo a la persecución.
El nuevo régimen no tenía asegurada, de ninguna manera, su posición. Aunque algunos oligarcas extremos huyeron de la ciudad de inmediato, la situación todavía estaba tan incierta que muchos de ellos se sintieron lo bastante seguros como para permanecer en ella, e incluso podrían haber esperado volver a ganar el poder. Los moderados tenían que proceder con cautela porque, a pesar de su destacado papel en desalojar del poder a los Cuatrocientos, muchos de ellos habían sido miembros de ese cuerpo político. Necesitaban no sólo guardarse contra los intentos de los extremistas por restaurar la oligarquía o traicionar al Estado, sino también conseguir que la opinión pública no les vinculara con aquellos extremistas que habían sido sus colegas en los Cuatrocientos. Sin embargo, una de sus primeras acciones oficiales fue realmente extraña. La Asamblea votó un decreto contra el cadáver de Frínico, ordenando que fuera acusado de traición. Cuando posteriormente fue condenado, sus huesos fueron exhumados y llevados más allá de las fronteras del Ática, su casa destruida, sus propiedades confiscadas, y el veredicto y las sanciones inscritas en una estela de bronce. Aparentemente, el decreto fue un intento de escudriñar el sentimiento público, atacando a un hombre que tenía muchos enemigos y que estaba convenientemente muerto. Incluso así, tanto Aristarco como Alexicles hablaron en nombre de Frínico, una acción que sugiere que se sentían lo suficientemente seguros como para defender a su antiguo socio.
La prueba fue un éxito, y los moderados actuaron entonces contra los extremistas que seguían vivos. Por lo visto, Pisandro escapó antes de que sentencia alguna pudiera ser impuesta, pero un pleito fue interpuesto contra tres destacados oligarcas, Arqueeptolemo, Onomacles y Antifonte, que fueron acusados de traición por negociar con los espartanos «en detrimento del Estado» (Plutarco, Moralia, 833). Onomacles al parecer consiguió huir, pero Arqueeptolemo y Antifonte se quedaron para defenderse ellos mismos, ya que Polistrato, un miembro de los Cuatrocientos, ya había sido liberado con sólo una multa, y muchos otros fueron absueltos. Sin embargo, estos dos oligarcas fueron sentenciados a muerte y ejecutados con los mismos deshonores que fueron impuestos a Frínico. Sus condenas y castigos iban a ser inscritos en unas estelas de bronce que serían erigidas cerca de las que llevaban los decretos que hacían referencia a Frínico, mientras que lápidas de piedra iban a ser colocadas en los lugares que habían ocupado sus casas con la leyenda «Tierra de Arqueeptolemo y Antifonte, los dos traidores» (Plutarco, Moralia, 834).

El destino de ambos sin duda convenció a los extremistas que quedaban para que huyeran, poniendo así fin a cualquier amenaza de traición. Probablemente, su condena ganó un mayor apoyo del pueblo para los moderados y reforzó su confianza en ellos. Timócares retuvo su mando naval, y Terámenes se sintió lo suficientemente seguro como para navegar hacia el Helesponto, donde se unió a Trasibulo y Alcibíades. Los moderados podían ahora centrar su atención en la tarea de cómo ganar la guerra.

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