miércoles, 27 de diciembre de 2017

Donald Kagan.- La guerra del Peloponeso El frente interior y las primeras campañas (415) SACRILEGIO



Tucídides describe la atmósfera de la primavera del 415 en Atenas como colmada de entusiasmo y alegría por la campaña siciliana: «Se apoderó de todos ellos por igual una pasión por hacerse a la mar. Los más viejos pensaban en la conquista o, por lo menos, en que un ejército tan formidable no podría malograrse; los jóvenes, confiados en que nada malo podía ocurrir, se dejaban llevar por el afán de ver cosas lejanas y extraordinarias. La soldadesca y las gentes esperaban obtener ingresos al instante y conseguir una anexión al Imperio que resultase una fuente inagotable de riquezas» (VI, 24, 3).
Aun así, la expedición no estaba exenta de controversia. Algunos sacerdotes lanzaron advertencias en su contra; otros, profecías desastrosas; pero Alcibíades y los defensores de la campaña emitieron también presagios y oráculos favorables para contrarrestarlos. Aunque ni los peores augurios podían frenar el avance de los preparativos, poco antes del día programado para la partida, ciertos acontecimientos de orden más serio desencadenaron la alarma general.
Al despertar la mañana del 7 de junio de 415, los ciudadanos de Atenas se encontraron con que a las estatuas de mármol del dios Hermes que había por toda la ciudad les habían destrozado los rostros, y que sus distintivos falos habían sido mutilados. Aparte de la indignación y el miedo generados por este terrible sacrilegio, los pormenores del caso indicaron que la violación de carácter religioso también tenía una dimensión política. Los profanadores habían llevado a cabo su ataque sobre una extensa zona y en el transcurso de una sola noche, lo que venía a probar que los responsables no eran sólo unos cuantos juerguistas borrachos, sino un grupo considerable de hombres organizados. Como Hermes era la deidad de los viajeros, el asalto a sus imágenes constituía un claro intento de truncar la expedición programada a Sicilia. Los atenienses «dieron mucha importancia al asunto, pues parecía anunciar un mal presagio para el viaje y haberse producido en nombre de una conspiración para hacer la revolución y derrocar la democracia» (VI, 27, 3).
La Asamblea promovió una investigación y ofreció recompensas e inmunidad a aquellos testigos que ofrecieran prueba de estos u otros sacrilegios; por su parte, el Consejo estableció una comisión que incluía a eminentes políticos democráticos. Cuando se procedió a discutir los últimos detalles de la expedición, un hombre llamado Pitónico asombró a los reunidos con la acusación de haber sorprendido a Alcibíades y sus amigos mientras se mofaban de los misterios sagrados de Eleusis. Un esclavo, bajo concesión de inmunidad, también testificó que él y otros habían presenciado la celebración de los arcanos en casa de Pulitión, llegando a nombrar a Alcibíades y a otros nueve participantes.
Aunque esto no tuviera conexión con la mutilación de las estatuas de Hermes, la atmósfera, de por sí ya cargada, y la supuesta implicación de Alcibíades hicieron que la acción fuera objeto de una gran atención. Como pocos eran los atenienses que podían dudar de si sus salvajes amigos y él eran capaces de parodiar un ritual religioso, sus enemigos aprovecharon ávidamente los cargos: afirmaron que estaba involucrado tanto en la profanación de los misterios como en el vandalismo de las estatuas, a lo que añadieron también que perseguía «la destrucción de la democracia» (VI, 28, 2).
Alcibíades negó todas las acusaciones y se ofreció a someterse a juicio de inmediato. Con este gesto, quería evitar a toda costa una vista en la que él no estuviera presente, cuando los soldados y marineros que lo apoyaban estuvieran lejos en la expedición y sus enemigos se sintieran libres para sacar el caso adelante con poca oposición. De hecho, lo que éstos querían era retrasar el juicio por esos mismos motivos: «Dejad que parta con fortuna —decían—. Dejad que retorne y emprenda su defensa cuando termine la guerra. Las leyes serán las mismas entonces y ahora» (Plutarco, Alcibíades, XIX, 6). La Asamblea se mostró de acuerdo, y Alcibíades tuvo que abandonar Atenas con una acusación pendiente sobre su persona.
Las fuerzas atenienses partieron finalmente para Sicilia en la segunda quincena de junio, con intención de hacer primero escala en Corcira, donde los aliados se unirían a ellos. Fue «la expedición armada, formada exclusivamente por griegos y realizada por una sola ciudad, más costosa y gloriosa entre todas las que zarparon por aquellos tiempos» (VI, 31, 1). Para construir las naves, los trierarcas utilizaron dinero propio sumado al del Estado, y éstas no sólo eran veloces y recias, sino también de factura muy bella; incluso los hoplitas compitieron en esplendor con su equipamiento. La ciudad por entero y los aliados extranjeros allí presentes bajaron al Pireo para ver tan gran espectáculo. «Parecía más una exhibición de poder y riqueza ante el resto de los griegos que una expedición contra el enemigo» (VI, 31, 1). Sonó una trompeta, y la gran muchedumbre ofreció las plegarias tradicionales que precedían a las botaduras. «Cuando terminaron de cantar el peán y dado fin a las libaciones, se hicieron a la mar; primero, en columna, aunque pronto se enzarzaron en una carrera hasta Egina» (VI, 32, 2). La expedición, engrosada hasta adquirir proporciones tan peligrosas a causa de la treta fallida de Nicias, se alejaba remando como si fuera a tomar parte en una regata, no en una aventura peligrosa y remota.
LA CAZA DE BRUJAS

Con la armada operativa y segura, el Comité de investigación continuó con celo las pesquisas sobre los recientes escándalos. Teucro, un residente extranjero que había huido a Megara, volvió a Atenas bajo promesa de inmunidad con un testimonio excepcional: alegó que había tomado parte en la parodia de los misterios, y que podía identificar a los que habían mutilado a las estatuas de Hermes, dando a su vez los nombres de once parodistas y de otros dieciocho hombres, a los que acusó de atacar las estatuas. El comité arrestó y ejecutó a uno de los sospechosos, pero el resto logró darse a la fuga. El nombre de Alcibíades no aparecía en ninguna de las listas.
Poco después, un hombre llamado Dioclides testificó sobre el asunto de las estatuas y relató un paseo realizado a la luz de la luna en la noche de autos; durante el mismo, había podido contemplar a unos trescientos conspiradores reunidos en la orquesta del teatro de Dionisos, en la colina sur de la Acrópolis. A la mañana siguiente, llegó a la conclusión de que ellos debían de ser los culpables, y buscó a los que pudo identificar para intentar extorsionarlos. Éstos le prometieron cierta cantidad que no se llegó a entregar, y Dioclides denunció a cuarenta y dos, incluidos dos miembros del Consejo y unos cuantos aristócratas ricos. Estas acusaciones inflamaron el miedo de un complot oligárquico contra la democracia ateniense a escala general, y el pánico subsiguiente fue tan grande que el Consejo llegó a derogar la ley que prohibía el uso de la tortura con los ciudadanos atenienses para poder obtener testimonios. Pisandro, que fue el que promovió la medida, quería hacer pasar a los sospechosos por el altar de tortura con objeto de lograr confesiones rápidas. Los dos miembros del Consejo evitaron el potro con la promesa de ir a juicio; pero, cuando escaparon a Megara o Beocia y el ejército beocio apareció en la frontera ateniense, la alarma aumentó en la ciudad conforme el temor a la traición y la invasión se sumaban al de la revolución, bien a favor de la oligarquía o de la tiranía.
Esa noche, los ciudadanos de Atenas vistieron sus armaduras y no pudieron conciliar el sueño. Por el bien de su propia seguridad, el Consejo se trasladó a la Acrópolis. Los atenienses, agradecidos, otorgaron por votación a Dioclides los laureles de héroe y un régimen de comidas gratuito en el Pritaneo —tratamiento normalmente reservado a los ganadores olímpicos—, aunque su fama sería pasajera. Uno de los prisioneros acusados, Andócides, que llegó a convertirse en un conocido orador, también estuvo de acuerdo en dar su testimonio y reveló bajo promesa de inmunidad que su club político (hetairía) era el responsable de las mutilaciones. Presentó un listado de culpables, mencionados con anterioridad en la lista de Teucro; a excepción de cuatro hombres que se dieron a la fuga inmediatamente, los restantes ya estaban muertos o en el destierro. Con todo ello, el Consejo comenzó a dudar de Dioclides, que admitió que su declaración había sido falsa y que había actuado siguiendo instrucciones del primo de Alcibíades, el hijo de Fego, con quien compartía nombre Alcibíades, y de otro hombre, ambos huidos rápidamente. Los que habían sido inculpados por su testimonio quedaron absueltos, y Dioclides fue ejecutado.
Los atenienses respiraron aliviados al pensar que se había esclarecido el asunto del sacrilegio de las hermias, y que se habían librado de «muchos males y desgracias» (Andócides, Sobre los misterios, 66). Habían probado que los criminales sólo habían sido unos pocos hombres, miembros de una única hetairia con un número pequeño de políticos importantes, y no una conspiración generalizada. La cuestión del sacrilegio de los misterios sagrados, sin embargo, quedaba por resolver; así pues, las pesquisas siguieron su curso.
Llegó una nueva acusación proveniente de las más altas esferas de la sociedad ateniense por parte de Agarista, matriarca de los Alcmeónidas; los dos nombres estaban conectados con una de las familias más importantes de Atenas, a la que tanto Clístenes, fundador de la democracia ateniense, como Pericles pertenecían. Agarista dijo que la profanación de los misterios la habían llevado a cabo Alcibíades, su tío Axíoco y Adimanto, amigo de éste, en la casa de un noble. Los enemigos de Alcibíades hicieron servir la declaración de nuevo para sus fines políticos, y denunciaron que la parodia de los ritos sagrados formaba parte de «una conspiración contra la democracia» (VI, 61, 1). La combinación del movimiento de tropas enemigas, las acusaciones en contra de tal vez un centenar de hombres por uno u otro sacrilegio en las mismísimas vísperas de una gran expedición a una tierra lejana, junto con la supuesta incriminación de políticos, aristócratas y del propio Alcibíades, sólo sirvieron para volver a prender la llama de la preocupación por la conspiración, la traición y el peligro de la propia democracia. «La sospecha rondaba a Alcibíades por todas partes» (VI, 61, 4). Su acusador formal fue Tésalo, hijo del gran Cimón; su linaje familiar y nobleza, así como la naturaleza pormenorizada del caso, dieron consistencia a los cargos. El asunto era en esos momentos tan grave, que se envió una embarcación del Estado, la Salaminia, para que trajese de vuelta a Alcibíades y a otros muchos miembros de la expedición, requeridos para ser sometidos a juicio en Atenas.
Alcanzado este punto, vale la pena considerar la cuestión de quién cometió los sacrilegios y por qué. Sin lugar a dudas, la profanación de los misterios fue cometida por algunos de los clubes políticos, y de hecho sociedades gastronómicas y de entretenimiento o hetairía, muy comunes entre los aristócratas jóvenes y ricos de Atenas. No obstante, la parodia de los misterios del 415 no tenía un significado político, pues se llevó a cabo en privado, sin intención de influir fuera del círculo de los bromistas.
Sin embargo, la agresión a las estatuas de Hermes era algo mucho más serio, no una simple broma de borrachos. Se necesitaba una organización, una planificación y un grupo más numeroso de hombres para perpetrar un plan tan ambicioso como mutilar las estatuas del dios, esparcidas por la ciudad. Andócides, confirmado por más fuentes, ofrece el relato de los hechos más plausible cuando confiesa que su propia hetairía, bajo la dirección de Eufílito y Meleto, era la culpable. No obstante, tampoco hay razón para creer que este acto de vandalismo fuese una de las caras de un complot para derrocar la democracia, ya fuera para apoyar a un tirano o a la oligarquía. Ninguno de los informantes, fiable o no, realizó una afirmación así, ni hay prueba de la época que lo confirme.
Aun así, no puede ser una coincidencia que los hechos se llevaran a cabo justo antes de que la expedición a Sicilia partiese, porque, indudablemente, sí que tuvieron motivaciones políticas. Algunos atenienses llegaron a pensar que los corintios, con intención de evitar el ataque a Sicilia, estaban detrás de todo. Aunque algunos extranjeros participaran o no en el sacrilegio, es completamente creíble que los atenienses que lo planearon tuvieran en mente ese propósito. Sabían que Nicias había sido designado como uno de los generales, y no sólo era el hombre más abiertamente religioso de Atenas, muy dado a creer en profecías y patrón de un oráculo propio, sino que también tenía fama de precavido y de ser contrario a la expedición. Como la gran mayoría de los griegos, los atenienses también eran supersticiosos, y en muchas ocasiones suspendían los actos públicos a causa de fenómenos naturales como tormentas o terremotos. ¿Cuál podría ser la consecuencia más probable de los esfuerzos de los conspiradores, sino causar una gran inquietud en Nicias ante un sacrilegio tan extraordinario, justo la víspera de una de las travesías más importantes?
Los conspiradores no podían prever la confusión que causarían las revelaciones sobre los misterios; en cambio, contaban con generar temor y una fuerte consternación, que llevarían a ampliar el cuestionamiento del significado del ataque a las estatuas del dios, y si éste guardaba alguna relación con la expedición. Una consecuencia accidental de la histeria causada por el doble sacrilegio fue el gran efecto inhibidor que provocó en Nicias, que no pudo asumir el papel que se había esperado que desempeñase. Dos de sus hermanos estaban en la lista de los acusados, y uno parece ser que fue encontrado culpable. Tan pronto como sus nombres se hicieron públicos, a Nicias le fue imposible usar las mutilaciones como motivo para cancelar el viaje, pues inmediatamente habría sido sospechoso de formar parte de la conspiración y de intentar perseguir políticas fracasadas por otros medios. Los inesperados escándalos adicionales tiraron por tierra cualquier oportunidad de éxito que esta trama tan extraña hubiera podido tener.
Las repercusiones derivadas de la implicación de Alcibíades en el caso de los misterios también fueron contrarias a todo pronóstico. Aunque no participó en el ataque de las hermias, sus opositores políticos sacaron ventaja del pánico general para desacreditarlo justo en el momento en que se preparaba para hacerse a la mar. Le llovían enemigos por todas partes para pedir que se presentara a juicio en Atenas, el cual se llevaría a cabo con la ausencia de sus más firmes defensores, por lo que no podría esperar imponerse. De una manera imprevisible, los enemigos de la expedición a Sicilia habían puesto en marcha una serie de acciones que finalmente contribuirían mucho a lo inevitable de la derrota y el desastre.
LA ESTRATEGIA DE ATENAS

Los efectivos que dejaron atrás el Pireo se componían de ciento treinta y cuatro trirremes, sesenta de ellos de Atenas, y de un número desconocido de barcos de carga con cinco mil hoplitas, entre ellos, mil quinientos atenienses, el conjunto más grande de soldados que los atenienses habían usado hasta la fecha, con excepción del enviado a saquear las tierras de Megara. Atenas también proporcionaba setecientos tetes (ciudadanos más pobres) para servir como marineros en los trirremes; los hombres restantes vinieron de otras ciudades-estado súbditas del Imperio, y de aliados como Argos y Mantinea. También habían reunido unos mil trescientos soldados con armamento ligero de diferentes tipos. Una embarcación exclusiva para el transporte de caballos llevaba a treinta jinetes y sus monturas —la única caballería de la expedición—, y treinta naves de carga transportaban víveres, suministros, panaderos, maestros canteros, carpinteros y las herramientas necesarias para la construcción de muros.
Llegados a Corcira, cada general tomó el mando de un tercio de la flota para permitir acciones individuales y facilitar los problemas de suministro. La armada entera cruzó entonces a la costa meridional de Italia, donde tropezó con una resistencia insospechada al no permitírseles la entrada en aquellas ciudades en las que esperaban tener suministros y bases. En las poblaciones de Tarento y Locros no les dejaron atracar ni aprovisionarse de agua potable. Entre todas ellas, la ciudad más importante era Regio, enclave estratégico desde el que se podía lanzar un desembarco a las costas norte y este de Sicilia y atacar a través del estrecho el importante puerto de Mesina. Aunque sus aliados de Regio habían cooperado plenamente en el anterior ataque a la isla del 427 al 424, esta vez declararon su neutralidad y les prohibieron la entrada en su ciudad; sólo se les permitió fondear en la playa, acampar fuera de sus murallas y comprar vituallas. ¿Qué fue lo que hizo que Regio cambiara de actitud? La explicación más probable es la propia percepción de la gran magnitud de esta segunda expedición, que hacía parecer que los atenienses habían venido a conquistar el oeste, como ya habían hecho con el este, y no, como reclamaban, a ayudar a sus aliados en contiendas locales y a frenar las ambiciones de Siracusa. La fuerza de sesenta navíos votada en un principio probablemente no habría causado la misma impresión. Sea como fuera, el desvío de la gran armada desde la base proyectada era un golpe terrible para los objetivos de la empresa.
Las noticias llegadas de Egesta no hicieron más que aumentar la consternación de los atenienses. Aunque Nicias no se sorprendió al enterarse de que los egesteos sólo ofrecían treinta talentos para costear toda la campaña, sus compañeros quedaron horrorizados. Todos los acontecimientos imponían reconsiderar el propósito y la estrategia de la expedición; así pues, Nicias sugirió una aproximación mínima: los atenienses debían alcanzar Selinunte y solicitar el pago de todas las tropas por parte de los egesteos. Si se mostraban de acuerdo, lo que sabía era difícil, los atenienses «considerarían de nuevo la cuestión» (VI, 47). Si rehusaban, los atenienses demandarían el pago de los gastos de las sesenta naves que habían pedido los egesteos en un principio, y sólo permanecerían en la zona hasta que se dispusiera la paz entre Egesta y Selinunte. Tras su consecución, navegarían por la costa siciliana para hacer ostentación de su poder y pondrían rumbo a casa, «a no ser que pudieran ayudar rápida o inesperadamente a los leontinos o anexionarse alguna otra ciudad, pero sin poner en peligro al Estado con el derroche de sus recursos» (VI, 47). Esta última hipótesis era mera fantasía, porque la verdadera intención de Nicias era fijar los asuntos en Egesta de alguna forma y regresar inmediatamente a Atenas.
De ser así, habría sido desastroso para Alcibíades, pues partir sin haber conseguido nada no sólo perjudicaba al principal impulsor de la expedición, sino que también suponía un impacto negativo para el prestigio ateniense, ya que dejaba a los aliados siciliotas de Atenas a la merced de sus enemigos, lo que acrecentaría las posibilidades de Siracusa para dominar la isla. Por el contrario, Alcibíades propuso que los atenienses intentaran ganarse la amistad de las ciudades griegas sicilianas y de sus nativos, los sículos, que les proveerían de alimentos y tropas. Con esa ayuda, atacarían Siracusa y Selinunte, «a no ser que Selinunte llegara a un acuerdo con Egesta, y Siracusa permitiera que los leontinos regresaran a sus hogares» (VI, 48).
Lámaco, en cambio, quería navegar directamente a Siracusa y «entrar en combate lo antes posible frente a la ciudad, mientras aún pudieran pillarlos desprevenidos y presa del pánico» (VI, 49, 1). En el mejor de los casos, los siracusanos se rendirían sin presentar resistencia; si esto fallaba, los atenienses, muy superiores, se impondrían en una batalla con los hoplitas. En el peor de los supuestos, los de Siracusa rechazarían la lucha y se retirarían tras las murallas; pero, aun así, un desembarco por sorpresa en las cercanías de la ciudad dejaría atrapados a muchos habitantes con sus bienes fuera de la protección de los muros. Después, los atenienses podrían hacerse con sus granjas y utilizarlas como fuentes de suministro.
La estrategia de Lámaco no podía haber sido la primera y originaria, porque un intento de ataque con sólo sesenta trirremes era inconcebible; probablemente, la formuló al necesitar un nuevo plan tras el rechazo de Regio y el descubrimiento del engaño egesto. Cualquiera que fuera su origen, esta propuesta conllevaba un gran número de desventajas. Lámaco sabía que para el asedio de Siracusa necesitaban una base cercana, así que recomendó la ocupación de Megara Hiblea, que poseía un buen puerto de fácil acceso (Véase mapa[41a]). Pero la población había caído en el abandono durante décadas, y carecía de granjas y mercados, por lo que no podía ofrecer suministros. Los atenienses tampoco disponían de caballería, fuerza de la que andaban bien surtidos los siracusanos e imprescindible para la protección de los flancos de las falanges hoplitas o para construir murallas defensivas. Si el asalto no se llevaba a cabo con éxito, estos problemas pasarían a ocupar un lugar preponderante.
Incluso a pesar de los inconvenientes, Demóstenes, un general de gran renombre, pensó que el plan de Lámaco era el mejor de todos. El propio Tucídides estimó que los siracusanos habrían resistido el envite ateniense desde la ciudad y, por consiguiente, habrían perdido la batalla, al no poder evitar que los atenienses les cortaran el paso por tierra y por mar, lo que habría provocado su rendición forzosa. Aunque en retrospectiva es imposible realizar valoraciones definitivas, posiblemente la estrategia de Lámaco hubiera podido funcionar. Su propuesta, sin embargo, no tenía la menor probabilidad de ser adoptada, porque ningún otro plan podía haber estado más alejado de los deseos de Nicias, y Alcibíades no escucharía más plan que el suyo. Así pues, Lámaco, contrario a aceptar la pasividad del plan de Nicias, prestó su apoyo al de Alcibíades, que se convirtió así en la estrategia que seguirían los atenienses.
LA CAMPAÑA DEL VERANO DEL 415

Las fuerzas atenienses necesitaban en estos momentos una base adecuada, extensa y segura para utilizarla como lanzadera de las misiones diplomáticas y de las expediciones navales. Con Regio descartada, Mesina era la opción más factible; pero sus habitantes también prohibieron la entrada de tropas en la ciudad, y sólo le ofrecieron sus mercados. Alcibíades se vio obligado a tomar sesenta barcos de la armada —todavía varada en las afueras de Regio— y probar suerte en Naxos, en la costa este de Sicilia. Los de Naxos eran antiguos enemigos de Siracusa y acogieron a los atenienses en su ciudad, pero Catania, situada más al sur y controlada por una facción favorable a los siracusanos, les cerró sus puertas.
Los hombres de Alcibíades establecieron un campamento cerca de Leontinos y, desde allí, diez embarcaciones pusieron finalmente proa al puerto de Siracusa, donde no encontraron ninguna flota amarrada. Los atenienses pronunciaron lo que parecía un ultimátum, pero no recibieron respuesta. Tras recorrer detenidamente el puerto y sus alrededores, regresaron sin mayores incidentes; aunque, de hecho, la guerra había sido ya declarada. La flota enemiga se encontraba ausente porque los siracusanos no habían dado crédito a las noticias de que la gran armada estaba a punto de desafiarlos. La rica y poderosa ciudad-estado de Siracusa, una democracia moderada, únicamente llegó a tomarse en serio las advertencias y a mantener un debate público cuando los atenienses ya habían arribado a Corcira. En el largo debate en la Asamblea, Hermócrates, hijo de Hermón, una de las figuras dominantes del Congreso de Gela en el año 424, tras el cual Atenas había tenido que abandonar la isla, insistió en que la armada tenía intención de conquistar no sólo Siracusa, sino Sicilia entera. Hermócrates instó a los siracusanos a que buscaran aliados en Sicilia, Italia e incluso Cartago, tradicional enemiga de los griegos siciliotas, y solicitó que se pidiera ayuda también a Corinto y Esparta. Mientras tanto, debían enviar una flota al sur de Italia, donde podrían intentar frenar a la armada antes de que ésta alcanzara Sicilia.
La información de Hermócrates era correcta, aunque sus consejos estratégicos son algo optimistas. La flota de Siracusa no era rival, ni en número ni en capacidad, para la escuadra griega que se acercaba a Sicilia. Además, para los siracusanos habría sido imposible construir, reclutar tripulantes y enviar a Italia una flota lo bastante fuerte como para frenar a los atenienses a tiempo, como bien debió de haber sabido Hermócrates. Quizá sus consejos estaban orientados a vencer el letargo y la reticencia de sus compatriotas con la vana esperanza de un éxito rápido y fácil.
Parecía hacerse imprescindible algún ardid, porque los siracusanos continuaban rehusando emprender ninguna acción. Un demagogo llamado Atenágoras insistió en que los atenienses no podían haber emprendido una empresa de tal calibre, sencillamente porque sería una locura que lo hiciesen; aquellos que lo afirmaban, proclamó, intentaban crear las condiciones necesarias para derrocar la democracia. De todas formas, el consenso general entre la población de Siracusa era que se podría vencer a los atacantes atenienses con relativa facilidad. Un general siracusano, cuyo nombre no nos es conocido, señaló con autoridad personal y gran sentido común que no les haría ningún daño preparar una defensa, no fuera el caso de que los atenienses se presentaran realmente. Los siracusanos deberían hacer partir de inmediato enviados para solicitar ayuda a los Estados pertinentes. Una medida, como admitió, que ya habían tomado los generales. Prometió mantener informada a la Asamblea de cualquier otra cosa que debiera saber, pero omitió la idea de enviar una expedición a Italia, tras lo cual se levantó la sesión.
Cuando tuvieron conocimiento de que los atenienses habían congregado a su flota en Regio, comenzaron por fin a tomar medidas para protegerse, «dado que se acercaba pronto la guerra que, de hecho, ya casi tenían encima» (VI, 45). Entre los preparativos, no se incluía la preparación de una flota, como supieron los atenienses al adentrarse en el puerto vacío. Desde Siracusa, los atenienses pusieron rumbo a Catania, la cual lograron tomar al segundo intento y unir a su alianza por medio de artimañas. Ahora disponían de una base desde donde podían, o bien atacar Siracusa, o bien llevar a cabo la batalla diplomática planteada por Alcibíades. Algunos informes falsos sobre que los siracusanos armaban una flota y la ocasión real de hacerse con Camarina les hicieron desplazar sus fuerzas a ambas ciudades sin ningún fin concreto; pero, para no malgastar esfuerzos, también asaltaron los campos siracusanos. Conforme se retiraban, la caballería siracusana dio muerte a algunas tropas rezagadas: un augurio para el futuro.
LA HUIDA DE ALCIBÍADES

En Catania, el trirreme estatal Salaminia se encontraba ya a la espera de llevar a Atenas a Alcibíades y a otros acusados de la mutilación de las estatuas de Hermes o de la profanación de los misterios para someterlos a juicio. Plutarco cree que Alcibíades podía haber iniciado un motín de haberlo querido, pero los pobres resultados de la expedición hasta la fecha posiblemente habían hecho menguar su popularidad, y éste se entregó discretamente. Hizo la promesa de seguir a la Salaminia en su propio trirreme; sin embargo, debió de tener conocimiento de la naturaleza de la situación en Atenas gracias a algún miembro de la tripulación, y decidió intentar la huida, camino del Peloponeso.
Había sido juzgado en Atenas durante su ausencia y se le había condenado a muerte junto con los demás acusados; sus propiedades habían sido confiscadas, su nombre se había escrito en la estela de la desgracia levantada en la Acrópolis y se suscribió una recompensa de un talento para aquel que diera muerte a los que huyeran. Por medio de otro decreto, se ordenó que los sacerdotes de Eleusis maldijeran el nombre de Alcibíades y, presumiblemente, los de los otros culpables. Como respuesta, se supone que Alcibíades dijo en su huida: «Les demostraré que sigo vivo» (Plutarco, Alcibíades, XXII, 2).
La partida de Alcibíades dejaba a Nicias como líder virtual de la expedición. Aunque le habría gustado seguir la estrategia pasiva que se había propuesto y volver a casa tan pronto como fuera posible, los esfuerzos invertidos hasta el momento y el gasto de tantas vidas y dinero sin objeto imposibilitaban esta opción. Ni sus tropas ni los ciudadanos atenienses habrían quedado contentos con un resultado así; en consecuencia, Nicias se dirigió a Egesta y Selinunte para ver qué podía hacer con la situación que originalmente les había traído a Sicilia.
Atravesaron el estrecho de Mesina y navegaron hacia el noroeste de Sicilia, «tan lejos del enemigo siracusano como era posible» (Plutarco, Nicias, XV, 3). Aunque a la armada no se le permitió hacer escala en Hímera, la única ciudad griega en territorio cartaginés, los atenienses asaltaron Hícara, población lugareña de sicarios enemigos de Egesta, esclavizaron a sus habitantes «bárbaros» y se la entregaron a los egesteos. El mismo Nicias fue a Egesta a recoger el dinero prometido y a intentar solucionar las disputas con Selinunte por vía diplomática. Los resultados debieron de ser decepcionantes, porque la ciudad sólo logró reunir treinta talentos, todo lo que pudo encontrar, probablemente; así pues, marchó para reunirse con su ejército en Catania. Por ahora, los atenienses se habían aproximado a casi todas y cada una de las ciudades griegas de Sicilia. (Por lo que sabemos, no recurrieron a Gela o Ácragas porque sus tentativas hubieran sido inútiles.) La estrategia de Alcibíades también había fracasado, y como símbolo de la campaña entera se intentó el asalto sin éxito de un pueblo cercano a Catania.

La primera temporada de la empresa había concluido en medio de una gran desesperanza; la huida de Alcibíades había dejado la expedición en manos de un líder que no creía en los objetivos de la empresa, y sin una estrategia propia para conseguirlos. Plutarco describió la situación de la siguiente manera: «Aunque en teoría eran dos los mandos, Nicias ostentaba el poder en solitario. Y no paró de rumiar el asunto, de darle vueltas y de navegar de un sitio a otro, hasta que el ánimo de sus hombres comenzó a flaquear, y el miedo y asombro que la sola visión de sus tropas causaba al enemigo se desvaneció» (Nicias, XIV, 4). Aun así, como todavía no se atrevía a abandonar Sicilia, Nicias y sus hombres se vieron en la obligación de enfrentarse a Siracusa, su principal enemigo, sin ningún plan concreto de acción.

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