lunes, 25 de diciembre de 2017

Werner Jaeger Paideia : Los ideales de la cultura griega Libro tercero: En busca del centro divino: El simposio -Eros.

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en el Lisis, uno de sus más graciosos diálogos menores, Platón ha­bía planteado ya el problema de la esencia de la amistad, tocando con ello uno de los temas fundamentales de su filosofía, que habría de desarrollar en toda su plenitud más tarde, en las grandes obras de su madurez que tratan del eros: el Simposio y el Fedro. Lo mismo que la investigación de las distintas virtudes en los otros diálogos Platónicos de la primera época, esta disquisición se encuadra dentro del gran conjunto de la filosofía política de Platón. Su teoría de la amistad constituye el nervio de una manera de considerar el estado que ve en éste, primordialmente, un poder educativo. En la Repú­blica y en la Carta séptima, Platón razona su retraimiento de toda actividad política por la carencia total de amigos y camaradas segu­ros que pudieran ayudarle en la empresa de renovar la polis.[1] Cuando la comunidad sufre una enfermedad orgánica que afecta a su con­junto o es destruida, la obra de su reconstrucción sólo puede partir de un grupo reducido, pero fundamentalmente sano de hombres iden­tificados en ideas, que sirva de célula germinal para un nuevo orga­nismo; tal es siempre el significado de la amistad (φιλία) para Platón: es la forma fundamental de toda comunidad humana que no sea puramente natural, sino una comunidad espiritual y ética.

Por tanto, es un problema que rebasa con mucho el campo de lo que en las sociedades modernas, individualizadas en extremo, llama­mos amistad. Para comprender claramente el verdadero alcance del concepto griego de la filía, no tenemos más que seguir el desarrollo ulterior de este concepto hasta llegar a la teoría sutilmente diferen­ciada de la amistad en la Ética nicomaquea de Aristóteles, teoría que desciende en línea recta de la Platónica. Esa teoría contiene una sistemática completa de todas las formas concebibles de comunidad humana, desde las formas fundamentales y más simples de la vida familiar hasta los diversos tipos de estados. Esta filosofía de la co­munidad tenía su raíz en las especulaciones del círculo socrático y principalmente de Platón en torno a la esencia de la amistad y en la singular importancia que este problema tuvo para la socrática.[2] El profundo concepto de la amistad que brotó de ella fue vivido y pro­clamado, al igual que todo el movimiento ético que de ella arrancó, como una contribución directa a la solución del problema del estado.

La psicología trivial que en tiempos de Platón hacía esfuerzos poco satisfactorios por encontrar una explicación a la amistad, atri-

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buía ésta a la semejanza de caracteres, bien a la atracción de los contrarios.[3] Remontándose sobre este campo exterior de simples comparaciones psicológicas, el Lisis de Platón, en audaz avance, des­cubre el nuevo concepto de "lo primero que amamos" (prw=ton fi/lon), que Platón exige y presupone como fuente y origen de toda amistad entre los hombres.[4] En gracia de este "amado" universal, a lo que en última instancia es apetecido por nosotros, ama el hom­bre todo lo que ama en particular.[5] Es aquello que aspiramos a conseguir o realizar cuando nos unimos a otros hombres, cualquiera que sea el carácter de esta unión. En otros términos, es el princi­pio que da su razón de ser y asigna su meta a toda comunidad humana; eso es lo que Platón se propone investigar. Y a este prin­cipio apunta el Lisis al establecer como criterio normativo el de un "primer amado". Congruente con esto es la tesis que Platón sienta en el Gorgias cuando dice que no puede existir una verdadera comu­nidad entre hombres que viven del robo, pues la comunidad en el verdadero sentido sólo puede existir para el bien.[6] Lo mismo que en los demás diálogos socráticos, se da por supuesta como punto fijo de orientación la idea del bien; ésta constituye también la pauta abso­luta y última en la investigación sobre el problema de la amistad, pues, aun sin necesidad de que Platón lo dijera de modo expreso, el lector sagaz comprendería perfectamente que detrás de ese "primer amado", por virtud del cual amamos todo lo demás, está el valor supremo, que es de por sí el bien.[7] El Lisis abre, pues, la perspec­tiva que las dos obras fundamentales sobre el eros habrán de des­arrollar: el establecimiento de toda comunidad sobre la idea de que lo que une a los seres humanos unos con otros es la norma y la ley de un bien supremo impreso en el alma, bien supremo que mantiene unido al mundo de los hombres y al cosmos entero. Y ya en el Lisis venios cómo la eficacia del principio primordial amado por todos 567 trasciende del mundo de los hombres: es el bien aspirado y apetecido no sólo por nosotros, sino por todos los seres y que aparece en cada uno de ellos como su perfección. Repudiando enérgicamente la tesis del derecho del más fuerte, también el Gorgias ordenaba ya el pro­blema de las comunidades humanas dentro del marco de una simetría cósmica suprema, que aquí equivale a la armonía entre las cosas y su pauta última, no determinada con mayor precisión por el mo­mento.[8]

Ninguna prosa humana podría atreverse a hacer honor, con los medios del análisis científico o de una paráfrasis cuidadosamente calculada sobre el original, a la perfección suma del arte Platónico, tal como se nos revela en el Simposio. Intentaremos tan sólo exponer en sus rasgos fundamentales el contenido de la obra desde el punto de vista de la paideia. Platón indica ya con el mismo título de la obra que ésta no gira, como la mayoría de sus diálogos, en torno a una figura central. No estamos ante un drama dialéctico como el Protágoras o el Gorgias. Ni se la puede comparar tampoco, menos que con nada, con obras puramente científicas del tipo del Teeteto o del Parménides, en las que se expone sobriamente el esfuerzo reali­zado para resolver determinado problema. El Simposio no es, en realidad, un diálogo en sentido usual, sino un duelo de palabras entre gentes que ocupan todas una alta posición. Representantes de todas las clases de cultura espiritual en Grecia se congregan en torno a la mesa del poeta trágico Agatón. Acaba de obtener en el agón dra­mático un brillante triunfo y es el festejado a la par que el anfitrión. Pero, dentro de un círculo reducido, es Sócrates el que obtiene el triunfo en el agón de los discursos, un triunfo que pesa más que el aplauso de las treinta mil o más personas que aclamaran a Agatón en el teatro el día anterior.[9] La escena es simbólica. Además del trágico está presente Aristófanes, el mejor comediógrafo de la época, y como los discursos de estas dos figuras marcan indudablemente el punto culminante de todo el diálogo antes de que Sócrates, como último de todos, comience a hablar, resulta que el Simposio viene a ser la encarnación visible de la primacía de la filosofía sobre la poe­sía que Platón postula en su República. Sin embargo, para alcanzar esta dignidad, la filosofía tuvo que convertirse también en poesía, o crear por lo menos obras poéticas de primer rango que desplegasen su esencia ante los ojos de la gente gracias a su fuerza inmortal y con independencia de toda lucha de opiniones.

Ya con la sola elección de la escena, Platón da al problema del eros el marco adecuado en el Simposio. Desde tiempos antiquísimos, los simposios eran entre los griegos lugares en que campeaba la ver­dadera tradición de la auténtica areté masculina y de su glorificación 568 en palabras poéticas y en cantos. Tal es el simposio con que nos encontramos ya en Homero.[10] Hasta un reformador de los viejos tiem­pos decadentes como el poeta-filósofo Jenófanes se volvía con sus ideas de crítica de la fe religiosa de Homero a los sensibles comen­sales de los simposios espiritualmente animados,[11] y la caballeresca sabiduría educadora de un Teognis de Megara se exponía junto a las mesas de los banquetes. Teognis tuvo la seguridad de sobrevivir a su época por la supervivencia de sus poesías en los simposios de futuros siglos, y su esperanza no le engañó.[12] La combinación de la paideia aristocrática de Teognis con el amor del poeta por el distin­guido joven Cirno, a quien dirige sus exhortaciones, esclarece la rela­ción existente entre el simposio y el eros educativo que inspiró el Simposio Platónico. Y no debe perderse de vista tampoco la relación existente entre la escuela filosófica y la tradición y la práctica de los simposios, pues éstos figuraban entre las formas fijas de sociabilidad entre maestros y alumnos, lo que les imprimía un sello completamente nuevo. Las obras filosóficas y eruditas en cuyo título aparece la pa­labra simposio, y que tanto abundan en la literatura griega pospla-tónica,[13] atestiguan la gran influencia que la penetración del espíritu filosófico y de sus profundos problemas ejerció sobre esta clase de reuniones.

Platón es el creador de la nueva forma filosófica del simposio. El relato literario y la nueva interpretación filosófica de la antigua práctica social se asocian en él a la organización de la vida espiritual en su escuela. En la última época de Platón este fondo del simposio se destaca con gran claridad. Entre los títulos de las obras perdidas de Aristóteles y de otros discípulos de Platón aparecen mencionadas leyes minuciosas destinadas a reglamentar los simposios, tal como Platón las preconizaba en sus Leyes.[14] Al comienzo de esta obra 569 dedica todo un libro al valor educativo del beber y de las reuniones de bebedores, defendiendo estas prácticas contra los ataques de que eran objeto. Esta nueva ética de las reuniones de bebedores, que más adelante enjuiciaremos, respondía a la práctica ya establecida de re­uniones periódicas de este tipo en la Academia.[15] Platón se declara partidario en la República de la costumbre espartana de las comidas comunes de hombres, de las sisitias,[16] y en las Leyes censura la au­sencia de simposios como uno de los defectos morales más salientes de la educación espartana, que sólo se preocupa de fomentar la va­lentía y no el dominio de sí mismo.[17] La nueva educación, tal como la practicaba la Academia, no podía menos de llenar esta laguna. La escuela de Isócrates adopta la actitud contraria. En ella se refleja la sobriedad de su maestro, que veía en el exceso de bebida la ruina de la juventud ateniense.[18] Y tampoco pensaría de modo distinto acerca del eros. Pero Platón obliga a ambas fuerzas, Dionisos y Eros, a ponerse al servicio de su idea. Le anima la certeza de que la filo­sofía infunde nuevo sentido a cuanto vive y lo convierte todo en valores positivos, aun aquello que linda ya con la zona de peligro. Se atreve a inculcar este espíritu en toda la realidad circundante y está seguro de que de este modo afluirán a su paideia todas aquellas energías naturales e instintivas contra las que de otro modo tendría que luchar en vano. En su teoría del eros tiende un puente audaz sobre el abismo que separa lo apolíneo de lo dionisiaco. Sin el im­pulso y el entusiasmo inagotable y sin cesar renovados de las fuerzas irracionales del hombre, cree que jamás será posible alcanzar la cum­bre de aquella transfiguración suprema que el espíritu cobra al con­templar la idea de lo bello. El enlace del eros y la paideia, tal es la idea central del Simposio. Como hemos visto, no era una idea nueva de por sí, sino que había sido trasmitida por la tradición. La ver­dadera audacia de Platón consiste en hacer revivir esta idea, bajo una forma limpia de escorias, ennoblecida, en una época como aqué­lla, de sobria ilustración moral, predestinada según todos los síntomas a sepultar en el Orco todo el mundo griego primitivo del eros mascu­lino, con todos sus abusos, pero también con todos sus ideales. Bajo esta nueva forma, como el supremo vuelo espiritual de dos almas ínti­mamente unidas hasta el reino de lo eternamente bello, Platón intro­duce el eros en la eternidad. No conocemos las experiencias persona­les vividas que sirvieran de base a este proceso de purificación. Desde luego, inspiraron una de las más grandes obras poéticas de arte de 570 la literatura universal. La belleza de esta obra no se cifra sólo en la perfección de su forma, sino en el modo como en ella se funden la verdadera pasión, el alto y puro vuelo de la especulación y la fuer­za de propia liberación moral del hombre, que en la escena final de la obra se manifiesta con triunfadora audacia.

La filosofía de Platón y sus figuras poéticas se han revelado ante nosotros, paso a paso, como la unión entre la tendencia hacia ideales de validez universal y la más extrema concreción de una existencia históricamente dada. Esto cobra expresión ante todo en la forma del diálogo, que arranca siempre de determinadas situaciones y determi­nados hombres y en último término de una situación espiritual con­creta, contemplada en su unidad espiritual. En ella, Sócrates procura llegar, con ayuda de su dialéctica, a un entendimiento con sus seme­jantes en torno a todas las clases de posesiones comunes. De éstas surgen ante los interlocutores sus problemas comunes y su colabora­ción hace que todos confíen en encontrar una solución común que abarque todas las tendencias discrepantes. No hay ningún diálogo que responda mejor que el Simposio a una determinada situación espiritual y moral de esta naturaleza; debe considerarse sólo como un coro de voces reales de la época, del cual se alza al fin la de Sócrates como voz dirigente y triunfadora. El encanto dramático prin­cipal de la obra estriba en la maestría de las caracterizaciones indivi­dualizadas que convierten a los tipos antagónicos de las concepciones dominantes acerca del eros en una sinfonía incomparablemente rica. No es posible exponer aquí en su totalidad los distintos aspectos del tema, aunque todos ellos son, en realidad, indispensables para poder comprender el discurso socrático de Diótima. El propio Platón cali­fica este discurso como la cúspide del edificio y, siguiendo esta misma metáfora, se ha dicho con bastante acierto que los discursos que lo preceden son a modo de terrazas que van ascendiendo gradualmente hasta él.

Intentemos representarnos con sencillez la discusión en torno al eros bajo la forma corriente de los diálogos socráticos, o sea como una sucesión ininterrumpida de intentos de definición de distinto tipo, y en seguida comprenderemos por qué Platón prefirió compo­ner el Simposio como una serie de discursos independientes los unos de los otros, lo cual entraña, naturalmente, la renuncia a una aplica­ción estricta del método dialéctico. Aquí, Sócrates no lleva la batuta de toda la discusión, como suele ocurrir en los diálogos Platónicos; es uno de tantos interlocutores y, además, el último, papel que su ironía encuentra perfectamente adecuado. Por eso, en el Simposio la dialéctica no aparece hasta el final, como contraste acabado con la abigarrada retórica y la brillante poesía de los demás personajes. La formulación del tema, que es el panegírico del eros, justifica sobra­damente esta disposición del diálogo y, a su vez, el tema se halla suficientemente justificado por el lugar y la ocasión, que no consien-

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ten una conversación coherente y puramente objetiva. El "encomio" es una pieza de retórica, mucho más si se trata de encomiar un objeto mítico, como los que eran predilectos por aquel entonces en la prác­tica escolar de los retóricos. Por la misma época en que compuso el Simposio, Platón escribió el Menexeno, obra del mismo tipo, acep­tando así abiertamente, durante algún tiempo, la emulación con las escuelas retóricas de Atenas que le hacían la competencia. Las ora­ciones fúnebres de homenaje a los guerreros caídos constituían tam­bién una forma de arte retórica a que la época era muy aficionada.

Fedro, el primer orador del Simposio y el verdadero "padre" de la idea de encomiar a Eros,[19] concibe su propia sugestión en este sentido, como un tema académico retórico del que procura salir airoso con los recursos de la elocuencia sofística. Censura a los poe­tas[20] porque, teniendo por misión cantar a los dioses en himnos, se han olvidado de Eros y se propone, por tanto, llenar esta laguna can­tando en prosa el panegírico de este dios. El duelo consciente con la poesía es característico de la retórica sofística. Este discurso, como los que le siguen, revela la maestría consumada del arte de Platón en la imitación y la parodia literarias de los tipos espirituales repre­sentados y de sus correspondientes estilos. Fedro cita abundantemen­te, al modo de los sofistas, las sentencias de los poetas antiguos y da una genealogía mítica de Eros como el más antiguo de todos los dioses, apoyándose para ello en la autoridad de Hesíodo y de otras fuentes teogónicas[21]. La idea fundamental en que se inspira es la interpretación política de Eros como sugeridor del afán de honor y engendrador de la areté, sin la cual no podrían existir la amistad, la comunidad ni el estado.[22] Como vemos, la disquisición tiende desde el primer momento a una alta justificación moral del eros, aunque, por otro lado, sin determinar a fondo su esencia ni distinguir entre sus di­versas formas.

Esto es lo que intenta lograr el segundo discurso, el de Pausanias, quien censura justamente esta falta de precisión e intenta por vez primera una formulación concreta. Con ello se ahonda y se esclarece todavía más la tendencia de una fundamentación ideal de la relación erótica. Pausanias, sin abandonar el tono mitologizante del discurso de Fedro, y fijándose en la doble naturaleza de Afrodita, a cuyo servicio se halla Eros, distingue entre el Eros Pandemos y el Eros Uranio.[23] De modo semejante a como aquí se nos presenta a un doble Eros, Hesíodo, en los Erga, había distinguido dos Eris, sustitu­yendo esta pareja antagónica, formada por la diosa mala y la diosa buena, a la Eris única de la tradición.[24] Este ejemplo es el que 572 Platón parece seguir aquí. El eros usual y corriente, el instinto irre­flexivo y vulgar, es repudiable y vil, porque tiende a la simple satis­facción de los apetitos sensuales; el otro, en cambio, es de origen divino y se halla impulsado por el celo de servir al verdadero bien y a la perfección del amado.[25] Este segundo eros pretende ser una fuerza educadora, no sólo en el sentido negativo que hace resaltar el discurso de Fedro. desviando a los amantes de acciones viles,[26] sino con arreglo a toda su esencia, como una fuerza que sirve al amigo y le ayuda a desarrollar su personalidad.[27] Esta concepción requiere la "coincidencia" del instinto sensual con motivos ideales para que el as­pecto físico del eros se halle justificado,[28] pero el mismo hecho de que Pausanias, que es el que aboga por este tipo de erótica, tropiece evidentemente con dificultades para hacer coincidir entre sí los dos aspectos, es prueba suficiente de que se trata de una mera transacción. Esta solución debió de encontrar por aquel entonces muchos partida­rios, y es seguro que ello fue lo que movió a Platón a conceder que este criterio se manifestase aquí con la extensión con que lo hace. Com­parando este discurso con el de Diótima, vemos que Pausanias establece su distinción entre el eros noble y el eros vil partiendo de puntos de vista situados al margen del eros y no originariamente implícitos en él. Es especialmente significativo el intento que hace Pausanias para explotar en favor de su teoría la inseguridad del criterio moral im­perante en esta materia. Esta inseguridad la prueba comparando en­tre sí las concepciones predominantes en diversos países acerca del eros masculino.[29] En Elis y Beocia, es decir, en las regiones de Grecia menos desarrolladas espiritualmente y estancadas en una fase de cul­tura arcaica, el eros se considera algo sencillamente intangible. Lo contrario de lo que ocurre en Jonia, es decir, tal como Pausanias lo interpreta, en la parte del mundo helénico más afín al modo de ser asiático, donde el eros se halla rigurosamente castigado. El ora­dor explica esto por la influencia de los bárbaros y de sus concep­ciones políticas. Todo despotismo se basa en la desconfianza, y, en los países así gobernados, las grandes amistades inspiran siempre sos­pechas de relaciones conspirativas. No puede negarse tampoco que la democracia ateniense, según la leyenda histórica, fue fundada por una pareja de tiranicidas, Harmodio y Aristogitón, unidos a vida y muerte por el eros. Tal vez haya sido el culto que se rindió siem­pre en Atenas a esta pareja de amigos lo que sancionó también el eros. El orador se esfuerza en demostrar que es el espíritu ideal que 573 inspira estas amistades lo que en los hábitos atenienses y espartanos las distingue de la satisfacción de apetitos puramente sensuales y las hace aceptables para la opinión pública. La actitud de Atenas y Es­parta no es ni aprobatoria ni reprobatoria, como la de los otros esta­dos que se citan, sino equívoca y compleja. Adopta en cierto modo una línea intermedia entre aquellos dos extremos antagónicos. Por eso tal vez cree Pausanias que con su interpretación de los impondera­bles políticos y éticos conseguirá hacer comprender mejor a la culta Atenas su eros pedagógico idealizado.

El hecho de que Pausanias no considere por separado a Atenas, sino en unión de Esparta, tiene su importancia. La rigurosa Esparta parece ser un testimonio muy valioso en problema de moral. Sin embargo, el suyo es, en realidad, un testimonio de valor muy dudoso, pues la opinión mantenida por Pausanias proviene en esencia de la propia Esparta, como ocurre también con la práctica de la pederastía como tal. Esta costumbre, procedente de la vida en los campamentos guerreros de la época de las migraciones de las tribus, época que entre los dorios estaba mucho menos lejana que entre los demás griegos y que proseguía en el modo de vida de la casta guerrera espartana, se había ido trasplantando a los tiempos posteriores y, aunque se hubiese extendido también en otras regiones de Grecia, Esparta seguía siendo su sede más importante en el mundo helénico. Al caer Esparta y desaparecer su influencia específica, cosa que ocurrió poco después de la época en que nace el Simposio, la pede­rastía declinó rápidamente, por lo menos como ideal ético, y sólo perduró en los siglos posteriores de la Antigüedad como una práctica viciosa y despreciable de los cinaedi. En la Ética y en la Política de Aristóteles no desempeña ya ningún papel como factor positivo, y el viejo Platón de las Leyes la repudia lisa y llanamente como contraria a la naturaleza.[30] El punto de vista de historia comparada que Pau­sanias adopta en su discurso revela que el Simposio es una especie de jalón en la línea divisoria entre la sensibilidad de la Grecia anti­gua y la de la Grecia posterior. A Platón le ocurre con el eros lo mismo que con la polis y con la fe de la antigua Grecia sobre la que aquélla se basaba: como pocos espíritus de aquella época de transi­ción, siente de un modo fuerte y puro todas esas ideas, pero es sólo la imagen transfigurada de su esencia ideal la que trasmite al nuevo mundo y proyecta sobre el centro metafísico de éste. La transacción empeñada en "conciliar" lo antiguo y lo nuevo resulta ser demasiado débil. Platón no puede detenerse en la concepción del eros de Pau­sanias.

Una tercera forma de tradición espiritual es la que se manifiesta en el discurso de Erixímaco. Como médico, parte de la observación de la naturaleza,[31] razón por la cual su horizonte visual no se limita 574 al hombre, como el de los oradores que le antecedieron. Sin embargo, esto no le impide atenerse a la formulación retórica del problema y ensalzar a Eros como un poderoso dios, a pesar de esta interpretación universal de su ser, o tal vez a causa precisamente de ella. La inter­pretación cósmica de Eros había comenzado ya con Hesíodo, quien en la Teogonia le coloca en los orígenes del mundo y lo convierte hipostáticamente en aquella fuerza generadora original que se mani­festará en todas las generaciones posteriores de dioses.[32] Los filóso­fos de la antigua Grecia como Parménides y Empédocles tomaron de Hesíodo la idea del eros cosmológico e intentaron ponerla a con­tribución para explicar la naturaleza en todos sus detalles, derivando del eros la combinación de los elementos entre sí para formar los di­versos cuerpos físicos. Ya Fedro había citado en su discurso, con rasgos de erudición, a estos antiguos pensadores, al trazar con su ayuda y jugando a la mitología una genealogía del dios Eros.[33] Pero Erixímaco sostiene sistemáticamente el poder generador de Eros como principio del devenir de todo el mundo físico, como la potencia crea­dora de aquel amor primigenio que con su ritmo periódico de llenado y vaciado lo penetra y lo anima todo.[34] A primera vista, parece im­posible establecer, desde este punto de vista de la physis, ninguna división entre las distintas formas o modalidades del eros con arreglo a su valor moral, como Pausanias había intentado hacerlo, partiendo del nomos vigente de la sociedad humana. Pero también el médico reconoce expresamente la distinción entre un eros bueno y un eros malo.[35] La distinción entre lo sano y lo enfermo, con que nos encon­tramos en la vida toda de la naturaleza, es según él el denominador general a que aquella distinción de orden moral debe reducirse. La salud es la mezcla acertada de los contrarios en la naturaleza; la enfermedad, la perturbación dañosa de su equilibrio y de su armonía; y Erixímaco ve en la armonía la esencia del eros.[36]

Ahora comprendemos por qué Platón eligió a un médico como representante de la concepción naturalista.[37] Lo hizo precisamente en gracia a esta distinción, que conduce a someter el eros a un criterio valorativo. Platón considera desde el primer momento su axiología ética y su paideia, según veíamos en el Gorgias, como la réplica de la teoría médica de la naturaleza sana y la naturaleza enferma y de su terapéutica. El concepto médico de la physis corporal tiene de común con el concepto Platónico de la physis ético-anímica el ser un auténtico concepto normativo. Erixímaco ve en la acción del eros sano en todos los campos del cosmos y de las artes humanas el prin-

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cipio de todo bienestar y de toda verdadera armonía. Su concepto de la concordia armónica se basa en la teoría heracliteana de los con­trarios, [38] que por lo demás desempeñaba también un papel conside­rable en el pensamiento médico de la época, como lo revela sobre todo la obra seudohipocrática De la dieta.[39] Así como la medicina tiene por misión conseguir la armonía entre fuerzas físicas antagó­nicas, la música debe mezclar y combinar acertadamente los tonos bajos y los tonos altos para formar una sinfonía. Es cierto que en las relaciones fundamentales entre los tonos y los ritmos no es difícil reconocer la unidad y la mutua complementación que existen entre los elementos más simples de que están formados, sin que en esta fase exista todavía un "doble eros". Pero si pasamos a la verdadera com­posición o a la aplicación de las canciones o piezas compuestas al hombre, es decir, "a lo que llamamos paideia", vemos que es necesario poseer un gran arte y una gran pericia.[40] Hay que rendir todos los tributos al hombre recatado (κόσμιος) y conservar su eros; más aún, es necesario emplearlo como medio para trasplantar ese recato y esa moral a los hombres que aún no los poseen. Tal es el Eros Uranio, el amor por la musa Urania. En cambio, el Eros pandémico, la incli­nación a la musa Polimnia, debe aplicarse con cautela; es decir, aun­que consintiendo al hombre el goce, no se debe permitir que éste le corrompa; algo así como el médico utiliza y fiscaliza las artes del cocinero[41].

Erixímaco, en su intervención, convierte el eros en una potencia alegórica tan universal, que su sustancia amenaza con desaparecer dentro de lo general. En cambio, el comediógrafo Aristófanes, en su discurso ingenioso y genial, vuelve a orientarse hacia los fenómenos humanos concretos del amor e intenta interpretarlos con una visión poética audaz. A él le interesa ante todo explicar el poder misterioso del eros sobre los hombres, un poder que a nada se puede comparar.[42]Este impulso nostálgico y omnipotente que palpita en nosotros sólo puede comprenderse por la naturaleza especial del género humano. En el grotesco mito sobre la forma esférica del hombre primitivo, antes de que los dioses lo dividiesen en dos partes por miedo a que su fuerza titánica pudiese arrollar el cielo, cuando todavía tenía cuatro piernas y cuatro brazos sobre los que se desplazaba con gran veloci­dad como sobre aspas giratorias, vemos expresada, con la profundidad de la fantasía cómica de un Aristófanes, la idea que hasta ahora hemos buscado en vano en los discursos de los otros. El eros nace del anhelo metafísico del hombre por una totalidad del ser, inasequible para siempre a la naturaleza del individuo. Este anhelo innato lo convierte en un mero fragmento que suspira por volver a unirse con 576 su mitad correspondiente durante todo el tiempo que lleva una exis­tencia separada y desamparada.[43] Aquí, el amor por otro ser humano se enfoca desde el punto de vista del proceso de perfección del pro­pio yo. Esta perfección sólo es asequible en relación con un tú, mediante la cual las fuerzas del individuo necesitado de complemento se incorporen al todo primitivo y puedan ejercer así su verdadera eficacia. Mediante este simbolismo, el eros se encuadra plenamente dentro del proceso de la formación de la personalidad. Aristófanes enfoca el problema en toda su extensión, no sólo como el amor entre dos seres del mismo sexo, sino bajo todas las formas en que se pre­sente.[44] La nostalgia de los amantes hace que no quieran separarse el uno del otro, ni siquiera por corto tiempo. Pero los seres humanos que pasan juntos la vida de este modo no pueden decirnos qué es lo que en realidad quieren el uno del otro. Evidentemente, no es la unión física lo que hace que el uno experimente un goce tan grande con la presencia del otro y aspire con tanta fuerza a ella, sino que el alma de ambos quiere, sin duda, algo distinto a esto, algo que no puede decir y que sólo palpita en ella como una oscura intuición de lo que es la solución del enigma de su vida.[45] La plenitud externa que se restaura mediante la trabazón de las dos mitades físicas que se completan la una a la otra es sólo el reflejo grotesco de aquella inefable armonía y plenitud espirituales que el poeta nos revela aquí como la verdadera meta del eros. Así como en el Menón el saber se concebía como el volver a recordar el ser puro contemplado en la preexistencia, el eros aparece ahora como la nostalgia por la tota­lidad de la naturaleza primitiva del hombre, tal como existió en una era anterior del mundo y, por tanto, como orientación acicateadora hacia algo que eternamente debiera ser. El mito de Aristófanes lo presenta, por el momento, como lo que se ha perdido y, por tanto, se pretende volver a encontrar, pero si ponemos este mito ante el espejo del discurso de Diótima vemos claramente que a través de él se entrevé ya de un modo vago la norma del bien, en la que encuen­tran su plena realización toda verdadera amistad y todo verdadero amor humanos.

El último discurso antes del de Sócrates, reverso consciente de la franca y expresiva pintura burlesca del poeta cómico, es el panegírico del joven Agatón, finamente matizado y mantenido dentro de los colores más suaves. El mito de Aristófanes había hecho ya remon­tarse al tema del eros sobre la amistad masculina para convertirlo en el problema de la esencia del amor en general; en la declamación subsiguiente del poeta trágico a la moda, tan aplaudido, al que la comedia de su tiempo motejaba de ser más bien amigo de las muje-

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res, el tema de la pederastía pasa completamente a segundo plano y el eros reviste su forma más general. Agatón no se propone, como los que le han precedido en el discurso, ensalzar los beneficios que Eros hace al hombre, sino pintar ante todo al dios mismo y su esencia, pasando luego a describir sus dotes.[46] La imagen del eros que Agatón traza es la menos psicológica del mundo, cosa sorprendente sobre todo si se la compara con el discurso inmediatamente anterior de Aristófanes, basado enteramente en la acción que el eros ejerce so­bre el alma humana. En cambio, el relato de Agatón tiende fuertemen­te hacia el idealismo. Se rinde homenaje a la perfección del eros, deri­vada de su naturaleza divina. Pero como todo panegírico de Eros en que se le personifique como potencia divina tiene, a pesar de ello, que tomar necesariamente sus cualidades de los hombres sobre los que ejerce su poder, es un rasgo que caracteriza psicológicamente a quien hace el relato el ver si toma los trazos de su imagen más bien del amado o del amante. Agatón hace lo primero. Como favorito innato que es, asigna al eros rasgos esenciales que corresponden más a la persona digna de ser amada que a la que se halla inflamada por el amor.[47] En su relato de Eros nos pinta, con enamoramiento nar-cista, su propia imagen reflejada en un espejo. Desde este punto de vista, la finalidad de su discurso, y el significado que tiene precisa­mente en este lugar, dentro de la obra vista en conjunto, se pondrán en claro más adelante. Eros es, según pinta Agatón, el más feliz, el más hermoso y el mejor de todos los dioses.[48] Es joven, fino y deli­cado y sólo mora en lugares floridos y perfumados. Nunca posa la mano sobre él la coacción, pues su reino es el de la libre y pura voluntad. Posee todas las virtudes: la justicia, la prudencia, la valen­tía y la sabiduría. Es un gran poeta y enseña a serlo a los demás. Desde que Eros pisó el Olimpo, el trono de los dioses pasó de lo terrible a lo bello. Fue él quien enseñó sus artes a la mayoría de los inmortales. Y el entusiasta adorador del dios del amor termina su discurso con un himno en prosa a las dotes de Eros, himno que puede competir con cualquier himno en verso tanto por el equilibrio armónico de su composición como por su sonoridad musical.[49]

Platón elige este discurso como fondo inmediato para el de Só­crates. Toma al sensualmente refinado y conocedor esteta como con­traste con el asceta filósofo, que le supera infinitamente tanto en la fuerza interior de su pasión como en la profundidad de su conoci­miento del amor. Sócrates hace lo mismo que habían hecho todos los demás antes de él: procura contrarrestar el inconveniente que supone hablar después de haberlo hecho tan excelentes oradores enfocando su tema de modo distinto a como éstos lo hicieron. Y aunque lógica-

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mente aprueba el método de Agatón al querer determinar la esencia del eros[50] antes de exponer sus efectos, Sócrates rompe radicalmente con todo el modo anterior de tratar el tema. A lo que él aspira no es a una exaltación y a un embellecimiento cada vez mayores del tenia. sino, aquí como siempre, a conocer la verdad. Y así, ya la primera toma de contacto, el breve cambio inicial de palabras con Agatón. en el que por primera vez y como jugando se emplean en este diá­logo los recursos de la dialéctica, nos aparta de los superlativos poé­ticos del discurso de Agatón para llevarnos de nuevo al terreno de la realidad psicológica. Todo eros representa un anhelo de algo, que es algo que no se tiene y que se apetece tener.[51] Por tanto, si Eros aspira a lo bello no puede ser él mismo bello, como afirma Agatón, sino necesitado de belleza. Partiendo de este nervio dialéctico nega­tivo, Platón despliega la teoría de Sócrates y Diótima. Pero no la despliega en forma dialéctica, sino bajo la forma del mito en que Eros aparece como descendiente de Poros (Riqueza) y Penia (Po­breza) [52] y que se contrapone al mito de Agatón. Sin embargo, Platón elude con maravilloso tacto el conceder al arte de refutación de Só­crates un triunfo completo en un lugar como aquél, en que reinan la alegría espontánea y la franqueza doblada de imaginación. Sócrates deja en paz a Agatón después que éste, tras las primeras preguntas, le confiesa con amable debilidad que de pronto le parece como si no supiese absolutamente nada de todo aquello de que acababa de ha­blar.[53] Con esto se paran los pies al afán de saber más que otros, afán que disuena en la buena sociedad. Pero la conversación es lle­vada dialécticamente a su término mediante el recurso de desplazarla a un remoto pasado y de que Sócrates se convierta de interrogador molesto y temido en un ingenuo interrogado. Se pone a contar a los invitados una conversación que sostuvo hace ya mucho tiempo con la profetisa de Mantinea, Diótima, acerca del eros.[54] De este modo, lo que Sócrates tiene que decir no aparece como fruto de su sabiduría superior, sino como una verdad revelada por él. Platón elige y retiene conscientemente la imagen de la mistagogia. En la graduación de la enseñanza a través de la cual la divina Diótima va introduciendo a sus adeptos en las profundidades del conocimiento de lo que es el eros debe ver el lector los grados bajo y alto de la consagración que lo elevan hasta la última epoptia. La forma de los misterios era, en el campo de la religión griega, la forma más personal de la fe y Sócrates pinta aquí, como una visión personalmente vivida por él, el ascenso del filósofo hasta la cumbre más alta, donde se consuma la nostalgia de lo eternamente bello que palpita en el fondo de todo eros. Partiendo de la idea de que el eros no es de por sí hermoso, pero tampoco feo, el camino seguido nos lleva en primer lugar al 579 conocimiento  de  que ocupa una posición intermedia  entre  lo feo  y lo hermoso.   Otro tanto acontece en lo que se refiere a su  relación con el  saber y la  ignorancia.   No  posee ninguna  de   las  dos cosas, sino que ocupa un lugar intermedio entre ambas.[55]   Al definir así la posición que ocupa entre lo perfecto y lo  imperfecto,   queda  demos­trado al mismo tiempo  que no puede ser un dios.   No es bueno ni bello, ni participa tampoco de la bienaventuranza, características esen­ciales todas ellas de la divinidad.[56]  Pero no es tampoco un ser mortal, sino algo intermedio entre lo mortal y lo inmortal, un gran demonio que actúa de intérprete sobre los dioses y los hombres.[57]   Por tanto, ocupa indudablemente un lugar esencial en la teología Platónica.   Llena el abismo que separa los dos reinos de lo terrenal y lo divino y es el vínculo,  el  sindesmos  que  mantiene  unido  el  universo.[58]    Su  ser   es doble, cualidad heredada de sus padres desiguales, que fueron la ri­queza   y  la  pobreza.[59]    Unido   eternamente  a  la   indigencia,   rebosa al mismo tiempo riqueza y se  halla en  tensión constante,   como  un gran cazador,  un avasallador y un gran tendedor de celadas, fuente inagotable  de toda  energía   espiritual   que  trabaja   incesantemente  y de un modo espiritual sobre sí misma, gran mago y encantador.   Es capaz de florecer y vivir, morir y resucitar en el mismo día.   Toma y agota,   da  y se desparrama,  sin  estar nunca  rico ni pobre.[60]   La genealogía alegórica de Eros, que Sócrates establece en vez de la de Hesíodo, se ve confirmada, pues, mediante el examen de lo que Eros es.   Apoyándose en esta posición   intermedia  entre lo  hermoso y  lo feo, lo sabio y lo ignorante, lo divino y lo mortal, lo rico y lo pobre, Sócrates tiende el puente entre el eros y la filosofía.   Los dioses no filosofan ni se instruyen, pues se hallan en posesión de toda la sabi­duría.   A  su vez, los necios y los  ignorantes  no aspiran  a adquirir conocimiento, pues el verdadero mal de la incultura está precisamente en que sin saber nada cree saber mucho.   Sólo el filósofo aspira  a conocer, pues sabe que no conoce y siente la necesidad de conocer. El filósofo ocupa  un lugar intermedio  entre la sabiduría  y la igno­rancia;  por eso sólo él es apto para la cultura y se esfuerza sincera y  seriamente  en  adquirirla.    En   esta  categoría  entra   también,  con arreglo  a  toda su naturaleza,  el eros.   Éste es  el verdadero filósofo que oscila entre la sabiduría y la necedad y se consume en un eterno anhelar y aspirar.[61]   Platón opone, pues, a la imagen del Eros trazada por Agatón, que era sencillamente una pintura del ser amable y amado, una imagen que toma sus rasgos, por el contrario, de la  esencia del amante.[62]   Contrapone al ser móvil que descansa dentro de sí mismo,  580 bienaventurado y perfecto,  a  lo eternamente anhelante  y que  jamás descansa, luchando sin cesar por su perfección y su eterna dicha.

Con esto, Diótima ha dejado de examinar la naturaleza del eros para pasar a analizar su utilidad para el hombre,[63] aunque ya se ve claramente que esta utilidad no debe buscarse en ninguna clase de efectos sociales, como los que los discursos de los otros invitados asignaban en parte a Eros, por ejemplo, en la incitación al amor honorable y al sentimiento del pudor (Fedro), o en la tendencia del amante a laborar por la educación del amado (Pausanias). Estas observaciones, aunque no falsas, no agotan el problema, como en seguida hemos de ver. Diótima explica el anhelo de belleza, que es lo que hemos visto que era el eros, de un modo auténticamente socrá­tico, como la aspiración del hombre a la dicha, o eudemonía.[64] A ella debe referirse en último término todo anhelo fuerte y profundamente arraigado en nosotros de nuestra naturaleza y en este sentido se le debe encauzar y modelar con toda conciencia. Entraña la referencia y la expectativa a una última posesión suprema, a un bien perfecto, pues sabido es que, a juicio de Sócrates, toda voluntad humana de por sí tiende necesariamente hacia el bien. De este modo, el eros se convierte de un simple caso específico de voluntad en la expresión más visible y más convincente de lo que constituye el hecho funda­mental de toda la ética Platónica, a saber: que el hombre no puede nunca apetecer lo que no considere su bien. El que el lenguaje, a pesar de todo, no llame eros o eran a toda voluntad, sino que reserve esa palabra y ese verbo para designar ciertos anhelos, encuentra se­gún Platón su paralelo en otras palabras como poiésis, "poesía", que, aun significando simplemente "creación", es reservada por el uso para un determinado tipo de actividad creadora. En realidad, esta nueva conciencia de lo arbitraria que es esta "delimitación" del significado de palabras como eros o "poesía" no es sino un fenómeno concomitante de la extensión de este concepto por obra de Platón y de la operación realizada por él al llenarlo de un contenido universal.[65]

Así, el concepto del eros, para Platón, se convierte en la suma y compendio de la aspiración humana hacia el bien. Y de nuevo nos encontramos con que una observación acertada de por sí y muy pro­funda de uno de los oradores anteriores, al ser enfocada desde este punto de vista superior ahora obtenido, pasa a ocupar el lugar que verdaderamente le corresponde. El eros no se proyecta, como decía Aristófanes, sobre la otra mitad de nuestro ser o bien sobre la totalidad de él, a menos que por tal se entienda lo bueno y lo perfecto.[66] El amor por lo que "algún día" era inherente a nuestra "propia natu­raleza" (Aristófanes) sólo puede considerarse como el sentido de todo eros siempre y cuando por la totalidad del ser entendamos, en vez de la simple individualidad fortuita, el verdadero yo del hombre, 581 es decir, siempre y cuando que llamemos lo esencialmente inherente a nosotros "bien" y lo esencialmente extraño a nosotros "mal".[67] Lo cual se parece mucho a la definición que Aristóteles, en la Ética ni-comaquea, da de la esencia de aquel amor superior por sí mismo (φιλαυτία), que reconoce como la forma más acabada de la propia perfección moral.[68] El principio en que esto se inspira está en Platón y su fuente en el Simposio. Las palabras de Diótima representan el mejor y más breve comentario a este concepto platonizante aris­totélico del amor de sí mismo. El eros, concebido como el amor al bien, es al mismo tiempo el impulso hacia la verdadera realización esencial de la naturaleza humana y, por tanto, un impulso de cultura en el más profundo sentido de la palabra.

Aristóteles sigue también las huellas de Platón cuando deriva de este amor ideal de sí mismo todas las demás clases de amor y de amistad.[69] Recordemos a este propósito lo que dijimos más arriba acerca del narcisismo que se refleja en el discurso de Agatón.[70] La epideixis agatoniana representa también en este aspecto la más per­fecta antítesis del discurso de Sócrates. El amor filosófico de sí mis­mo, que éste descubre en la entraña más profunda de todo eros, la aspiración hacia nuestra "verdadera naturaleza", no tiene absoluta­mente nada que ver con lo que podemos llamar la complacencia de sí mismo, o el amor propio. Nada menos afín a la auténtica filautía socrática que el narcisismo que podría descubrir en ella quien, preten­diendo interpretarla psicológicamente, la tergiversase. El eros socrá­tico es el anhelo de quien se sabe imperfecto por formarse espiritual-mente a sí mismo con la vista puesta con constancia en la idea. Es, en rigor, aquello que Platón entiende por "filosofía": la aspiración a lle­gar a modelar el verdadero hombre dentro del hombre.[71]

Platón exige, pues, como meta del eros la perfección de un bien último perseguido por él, lo cual hace que el impulso aparentemente irracional adquiera la mayor plenitud posible de sentido. Pero, por otra parte, esta trasmutación parece privar al eros de su sentido fi­nito, verdadero e inmediato, que es el anhelo de algo concretamente bello. Por eso Platón le hace justicia en la parte siguiente del dis­curso de Diótima. El problema inmediato tiene que ser, necesaria­mente, el de saber qué clase de actividad y de aspiración merece, 582 desde este elevado punto de vista, el nombre de eros. Y nos sentimos asombrados al recibir esta pregunta una respuesta que no tiene gran­des pretensiones moralizantes o metafísicas, sino que arranca por entero del proceso natural del amor físico. Es el anhelo de engendrar en lo bello.[72] En lo que se equivoca la concepción usual es en creer que este anhelo de generación se limita al cuerpo, cuando en realidad tiene su perfecta analogía en la vida del alma.[73] Sin embargo, es conveniente que pensemos en primer lugar en el acto físico de pro­creación, pues nos ayuda a comprender la esencia del proceso espiri­tual correspondiente. La voluntad física de procreación trasciende ampliamente de la órbita humana.[74] Si partimos del hecho de que todo eros es el anhelo de ayudar al verdadero yo propio a realizarse,[75]el impulso de procreación y perpetuación de los animales y los hom­bres aparece como la expresión del impulso a dejar en el mundo un ser igual a ellos mismos.[76] La ley de los seres finitos no les permite vivir eternamente. Ni siquiera el yo humano, consciente de su iden­tidad consigo mismo a través del cambio de las distintas fases de su vida, posee en sentido absoluto tal identidad, sino que se halla sujeto a una renovación constante, física y espiritual.[77] Sólo lo divino es siempre y por toda la eternidad absolutamente idéntico a sí mismo. Por tanto, la procreación de seres genéricamente iguales aunque indi­vidualmente distintos es el único camino que tienen los mortales y finitos para conservarse inmortales. Tal es el sentido y razón de ser del eros, que, concebido como impulso físico, representa precisamente el anhelo de propia conservación de nuestra especie corporal.[78]

Sin embargo, Platón sienta ahora la misma ley para la naturaleza espiritual del hombre.[79] El yo espiritual es la areté, que irradia como "gloria" en la vida de la comunidad. Todo esto lo había visto ya Homero, y Platón supo beber en esta fuente primigenia de la concep­ción griega de la areté.[80] Cuando en el discurso de Fedro se apuntaba al afán de honor (φιλοτιμία) como efecto del eros,[81] se decía una verdad, sólo que el alcance de este motivo iba más allá de lo que Fedro creía. Todo eros espiritual es procreación, anhelo de eterni­zarse a uno mismo en una hazaña o en una obra amorosa de propia creación que perdure y siga viviendo en el recuerdo de los hombres. Todos los grandes poetas y artistas han sido procreadores de esta clase, y lo son también, en el más alto grado, los creadores y mode­ladores de la comunidad estatal y doméstica.[82] Aquel cuyo espíritu se halla lleno de fuerza generadora busca algo bello en que engendrar. Si encuentra un alma bella, noble y bien conformada, acoge con los 533 brazos abiertos al ser humano en su totalidad y se desborda sobre él en discursos sobre la areté, sobre la conformación que un hombre excelente debe tener, sobre lo que debe hacer y dejar de hacer, e intenta educarle (e)pixeirei= paideu/ein). Υ en el contacto y trato con él concibe y alumbra lo que llevaba en su entraña. Piensa constan­temente en el otro, esté presente o ausente, y cría en unión de él lo que ha nacido. Su comunidad es un vínculo más fuerte que los hijos corporales y su amor es más perdurable que el de los esposos, puesto que los une algo más hermoso y más inmortal. Homero y Hesíodo, Solón y Licurgo, son para Platón los representantes supremos de este eros en Grecia, pues con sus obras han engendrado en los hombres mucha virtud. Los poetas y los legisladores son uno y lo mismo en la pedagogía que sus obras representan. Así concebida, Platón considera la tradición del espíritu griego desde Homero y Licurgo hasta él mis­mo como una unidad espiritual. En torno a la poesía y a la filosofía. por mucho que en su modo de ver discrepe su concepto de la verdad y la realidad, se arrolla como nexo de unión la idea de la paideia, que brota del eros para convertirse en areté.[83]

Hasta aquí, el discurso de Diótima se ha movido dentro de la más alta tradición griega, colocando bajo la idea del eros toda actividad creadora espiritual. La concepción del eros como el poder educativo que mantiene en cohesión todo este cosmos espiritual aparece como una revelación adecuada ante Sócrates, en quien esta fuerza vuelve a encarnar en toda su pureza. Pero Diótima tiene sus dudas de si será capaz de recibir las grandes consagraciones y de remontarse hasta la cumbre de la visión final.[84] Y como esta visión recae sobre la idea de lo bello, cabe pensar si Platón, al observar esto, habrá querido decir hasta dónde la disquisición discurrirá por cauces so­cráticos y a partir de dónde se escapará de manos de Sócrates. Ya en lo dicho anteriormente podía apreciarse claramente una gradación de lo físico a lo espiritual. En la última parte del discurso esta gra­dación se convierte en el principio fundamental de la construcción. Platón, desarrollando más ampliamente todavía la imagen de la visión de los misterios, esboza todo un sistema de grados (e)panabaqmoi/) por los que avanza y va subiendo el ganado por el verdadero eros,[85]bien movido por un impulso interior, bien conducido por otro, y al final da a esta ascensión espiritual el nombre de "pedagogía".[86] Aquí no hay que pensar en la acción educativa del amante sobre el amado. de que se habló antes, y a la que se remite también Platón al llegar a este punto,[87] sino que ahora el eros se describe como la fuerza propulsora que se convierte en educadora para el propio amante, ha-

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ciéndole remontarse constantemente del escalón más bajo hasta el más alto. Esta evolución comienza ya en la temprana juventud con la admiración de la belleza física de cada ser humano, que inflama a quien la ve y la admira y le inspira "nobles discursos".[88] Pero en­tonces el verdadero discípulo del eros se da cuenta de que la belleza de un cuerpo es hermana gemela de la del otro, y esto le lleva a amar la belleza en todos y a ver en ellos una sola y única belleza, con lo cual se va atenuando la relación de dependencia con respecto a deter­minado individuo. Esto no significa, naturalmente, una serie de aven­turas vividas al azar con numerosos individuos, sino la maduración del sentido de la belleza en sí. Pronto se da cuenta también de que existe una belleza espiritual, aprende a tenerla en más alta estima que la física y prefiere la gracia y la forma del alma, aun cuando no moren en un cuerpo muy hermoso.[89] Es la fase en que su eros se convierte también en fuente de educación para la otra parte y hace brotar dis­cursos que hacen mejores a los discípulos.[90] A partir de ahora es ya capaz de reconocer lo bello como afín en todas las actividades y leyes, referencia clara a la función sinóptica de la dialéctica, tal como Platón la ha descrito en otro lugar. Es a este proceso dialéctico de la visión total de las muchas bellezas visibles en lo "bello en sí" invisible, a lo que tiende, en efecto, toda la descripción sobre las diferentes fases de los misterios del eros. Termina con el conocimiento de la belleza en todas las ciencias. Ahora el amante está ya libre de la esclavitud que le ataba con las cadenas de la pasión a un determinado ser hu­mano o a una determinada actividad predilecta.[91] Se entrega al "mar inmenso de lo bello", hasta que, por último, después de pasar por todas las modalidades del saber y del conocimiento, contempla la be­lleza divina en su forma pura, desprendida de todos los fenómenos y relaciones concretos.[92]

Platón opone a las "muchas ciencias bellas" un único saber (μάθημα) cuyo objeto es lo bello como tal.[93] No se refiere Platón a las "bellas ciencias" con el sentido que hasta hace poco se daba modernamente a esta expresión. En sentido Platónico todas las cien­cias tienen su belleza peculiar, su valor y su sentido especiales. Sin embargo, todo conocimiento de lo particular debe encontrar su re­mate y coronación en el conocimiento de lo que es la esencia de lo bello como tal.[94] Estas palabras resuenan también de un modo ex­traño en nuestros oídos, pues nosotros estamos acostumbrados a in­terpretar la belleza ante todo en un sentido estético. Pero Platón nos previene contra esta interpretación mediante diversas indicaciones claras. Para él sólo es digna de vivirse una vida que transcurra en la constante contemplación de esta eterna belleza.[95] Por tanto, no se trata de un acto de contemplación desde una altura especial, de 585 un momento estático de encanto. El postulado de Platón sólo puede satisfacerse mediante una vida humana entera proyectada hacia esta "meta" (τέλος).[96] Υ con esto no se alude tampoco —mucho menos aún— a un sueño ininterrumpido de belleza que dure toda la vida, sustraído a toda realidad. Recordemos que Diótima definía más arriba la esencia del eros como la aspiración a apropiarse "para siempre" el bien.[97] Se trata, pues, de una posesión permanente, de un efecto que dura a lo largo de toda la vida. Lo "bello mismo" o, como Platón lo llama también en otro sitio,[98] lo "bello o divino mismo", no se diferencia esencialmente, en cuanto a su significación. del bien, de que se habla aquí. La colocación de esta enseñanza (μάθημα) como meta final de la peregrinación a través del reino de las distintas ciencias (μαθήματα), tal como el Simposio la describe,[99]responde a la idea del bien y a la posición dominante que esta idea ocupa en la estructura de la paideia en la República. Platón la lla­ma allí, en términos semejantes, la más grande enseñanza (μέγιστον μάθημα).[100] Lo bello y lo bueno no son más que dos aspectos ge­melos de una y la misma realidad, que el lenguaje corriente de los griegos funde en unidad al designar la suprema areté del hombre como "ser bello y bueno" (καλοκαγαθία). En este "bello" o "bueno" de la kalokagathía captada en su esencia pura tenemos el principio supremo de toda voluntad y de toda conducta humanas, el último móvil que actúa movido por una necesidad interior y que es al mismo tiempo el móvil de cuanto sucede en la naturaleza. Pues para Platón entre el cosmos moral y el cosmos físico existe una armonía absoluta. Ya en los primeros discursos sobre el eros se destacaba esta as­piración a él inherente hacia lo moralmente bello, el afán de honor del amante y su preocupación por la excelencia y la perfección del amado. De este modo, el eros se incorpora al edificio moral de la comunidad humana. Y, asimismo, en el relato que hace Diótima so­bre los distintos grados de las consagraciones del amor, ya en el grado más bajo de todos, en el del amor a la belleza física, se habla de los "hermosos discursos" que provoca. Por tales debemos enten­der discursos que delatan el sentido de lo elevado, lo honroso, lo ideal. Y las hermosas ocupaciones y clases de saber que de aquí se desarrollan en los grados siguientes no son tampoco de simple ca­rácter estético, sino que abarcan lo bueno y lo perfecto, lo que da sentido a la vida en todos los campos de la conducta y del saber. Así, pues, la gradación de Diótima permite ver con toda claridad que lo bello no es sólo un rayo aislado de luz que cae sobre un punto concreto del mundo visible y lo transfigura, sino la aspiración hacia lo bueno y lo perfecto que gobierna a todo. Cuanto más altos nos encontramos y más se despliegue ante nuestros ojos la imagen de la eficacia absoluta de este poder, mayor será en nosotros el 586 afán de contemplarlo en toda su pureza y de comprenderlo como el móvil de nuestra vida. Sin embargo, este desprendimiento de la idea universal de lo bello de sus manifestaciones finitas, no debe tradu­cirse prácticamente en el desprendimiento del que conoce con respecto al mundo, sino que debe enseñarlo a comprender en todo su alcance la fuerza omnipotente del principio dentro de la realidad total y hacér­sela valer conscientemente en su propia existencia. Pues aquello con que se encuentra, en el mundo exterior, como fundamento omnipo­tente del ser lo descubre mediante la suprema concentración del espí­ritu dentro de sí mismo como su propio ser genuino. Si nuestro modo de interpretar el eros es acertado y, por tanto, la tendencia a apropiar­se para siempre lo bueno constituye el amor humano de sí mismo, en su sentido más alto, es evidente que el objeto sobre que recae, lo eterna­mente bello y bueno, no puede ser otra cosa que la entrada de este mismo yo. El sentido de esta gradación de la "pedagogía" del eros de que habla Platón está en el moldeamiento del verdadero ser humano a base de la materia prima de la individualidad, en la cimentación de la personalidad sobre lo que hay de eterno en nosotros. El resplandor con que la exposición Platónica de lo "bello" rodea esta idea invisible irradia de la luz interior del espíritu, que ha encontrado en ella su centro y su fundamento esencial.

La significación humanista de la teoría del eros en el Simposio como el impulso innato al hombre que le mueve a desplegar su más alto yo, no necesita de ninguna explicación. En la República, esta idea reaparece bajo otra forma: la de que el sentido y razón de ser de toda paideia es el hacer que triunfe el hombre dentro del hombre.[101]La distinción entre el hombre, concebido como la individualidad fortuita, y el hombre superior sirve de base a todo humanismo. Es Platón quien hace posible la existencia del humanismo con esta con­cepción filosófica consciente, y el Simposio es la obra en que esta doctrina se desarrolla por primera vez. Pero en Platón el humanis­mo no queda reducido a un conocimiento abstracto, sino que se des­arrolla como todos los demás aspectos de su filosofía a base de la experiencia vivida de la extraordinaria personalidad de Sócrates. Por eso hay que considerar demasiado estrecha toda concepción del Simposio que se reduzca a desentrañar el contenido dialéctico yacente bajo el conjunto de los discursos y, sobre todo, bajo la revelación filosófica de Diótima. Este contenido existe allí indudablemente, y Platón no se cuida siquiera de esconderlo. Pero sería falso creer que su verdadero propósito era el de procurar al lector dialécticamente pro­bado el placer de acabar descubriendo bajo tantas envolturas materia­les el contenido puramente lógico.

Platón no hace que la obra termine arrancando el velo que cubre 587 la idea de lo bello y con la interpretación filosófica del eros. La obra culmina en la escena en que Alcibíades, a la cabeza de un tropel de camaradas borrachos, irrumpe en la casa y aclama a Sócrates, en audaz discurso, como el maestro del eros en aquel supremo sentido revelado por Diótima. De este modo la serie de los encomios ele­vados a eros se cierra con un encomio elevado a Sócrates. En éste se encarna el eros, que es la filosofía misma.[102] Su pasión pedagógica le impulsa[103] hacia todos los jóvenes bellos y bien dotados, pero en el caso de Alcibíades surte efecto la profunda fuerza espiri­tual de atracción que irradia de Sócrates, invirtiendo la relación nor­mal de amante y amado, y es Alcibíades quien aspira en vano al amor de Sócrates. Para la sensibilidad griega, es el colmo de la para­doja que un joven bello y festejadísimo como Alcibíades ame a un hombre grotescamente feo como Sócrates, pero el nuevo sentimiento del valor de la belleza interior que se proclama en el Simposio re­suena potente en las palabras de Alcibíades cuando compara a Só­crates con aquellas figuras de Sueno que hay en los talleres de escul­tores y que, al abrirlas, están llenas de hermosas esculturas de dioses.[104]Al final del Fedro, Platón hace que Sócrates ore por la belleza interior, pues no se necesita más, y es ésta la única oración con que en todo Platón nos encontramos, modelo y ejemplo del modo como debe orar el filósofo.[105] La tragedia del amor de Alcibíades por Sócrates, al que busca y del que al mismo tiempo quiere huir, pues es la conciencia que le acusa a sí mismo,[106] es la tragedia de una naturaleza filosófica espléndidamente dotada, tal como la pinta Platón en la República, y que por ambición degenera en un hombre de éxito y de poder.[107] Su compleja psicología —admiración y adoración por Sócrates, pero mezcladas de miedo y de odio—, la pone al desnudo él mismo en su grandioso discurso de confesión al fi­nal del Simposio. Es la veneración instintiva del fuerte, por lo que comprende que es la fuerza victoriosa de Sócrates y la aversión que siente la debilidad del ambicioso y del celoso contra la grandeza moral de la verdadera personalidad, dándose cuenta de que es in­asequible para él. Platón contesta así tanto a quienes, como el so-

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fista Polícrates, en su discurso de acusación, imputaban a Sócrates un discípulo del tipo de Alcibíades, como a Isócrates, quien consi­deraba ridículo asignar a Sócrates a título de discípulo un hombre tan grande como aquél.[108] Alcibades quería, indudablemente, ser discípulo de Sócrates, pero su naturaleza no le permitía superarse a sí mismo.[109] El eros socrático ardía en su alma por momentos, pero no llegó a encender en ella una llama permanente.




[1] 1 Rep., 496., C 8, Carta VII, 325 D.

[2] 2 Cf. supra, pp. 436 ss.
[3] 3 Lisis, 215 A, 215 E.  Cf. aristóteles, Ét. nic., VIII, 2, 1155 a 33 ss.
[4] 4 Lisis, 219 C-D.
[5] 5 Lisis, 219 C-D. La formulación recuerda Gorg., 499 E, donde Platón men­ciona como meta (τέλος) de todos los actos el bien, y define éste como aquello por virtud de lo cual hacemos todo lo demás. Que en el Lisis tiende también a eso, lo demuestra 220 Β y el concepto del telos se apunta en 220 Β: teleutw~sin, y en 220 D: έτελεύτα. El supremo φίλον es aquel al que tienden (como fun­damento final) todas las relaciones amistosas.
[6] 5a Gorg., 507 E.
[7] 5b Con esto se aporta la prueba definitiva de que la idea del bien es, en realidad, la meta que se alza detrás de las disquisiciones de todos los diálogos anteriores a Platón (Cf. supra, p. 478), pues el Lisis pertenece por entero, lo mismo por su fuerza literaria que por su actitud filosófica, a este grupo de obras, como lo confirman también los resultados de la investigación filológica. La fecha del Lisis y su significación para el problema de la evolución filosófica de Platón fueron objeto de una interesante polémica entre M. pohlenz (en Göttiner Golehrte Anzeigen, 1916, núm. 5) y H. von arnim (en Rheinisches Mu-seum, Nueva Serie, t. lxxi, 1916, p. 364). Yo coincido con Amim en cuanto a los orígenes tempranos del Lisis.
[8] 5c Gorg., 507 E-508 A, la comunidad y la amistad (φιλία) mantienen la cohe­sión del cosmos.   Ambas se basan en el imperio del bien  como suprema medida,

[9] 6 Simp., 175 E.
[10] 7  Od.,  i, 338 y otros pasajes.   El cantor que triunfa en  el  festín  glorifica la areté del héroe.
[11] 8  Cf.  jenófanes, frag.   1  Diehl  y  supra,  pp.  169 s.   El  poeta  dice  que los simposios son  el  sitio  para  mnhmosu/nh a)mf' a)reth=j, para mantener  vivo  el  re­cuerdo de la verdadera areté.
[12] teocnis, 239, habla de la supervivencia de Cirno (a quien se dirige en sus poesías)  en los banquetes de la posteridad.   Esto presupone su supervivencia en las poesías de Teognis.
[13] 10  La  literatura  griega  en  tomo  al   simposio  y   sus  restos  ha   sido  estudiada por J. martin, Symposion:  Die Geschichte einer literarischen Form  (Paderborn, 1931).   De los  discípulos de Platón  escribió  un  Simposio Aristóteles y se  dice que  Espeusipo  también  relata  conversaciones  sostenidas  en   los   simposios   (PLU­TARCO, en la introducción a sus Quaestiones convivales).
[14] 11   Cf. Leyes, 641  A.   Según  ateneo,  V,  186 B, Jenócrates,  discípulo y  se­gundo sucesor de Platón, escribió las Leves para el simposio  (νόμοι συμποτικοί), destinadas a  la  Academia, y otro  tanto  hizo  Aristóteles  para  la escuela  peripa­tética.    Este  último  dato  es confirmado   por  los   apuntes  de  la  obra  perdida   de Aristóteles que se han  conservado, entre los que figuran unas Leyes para sisitias (citadas también con el título  de Sobre las sisitias o los simposios)  y tres volú­menes de Problemas de las  sisitias.   Las   Leyes   reales   (νόμοι   βασιλικοί),  que ateneo, I, 3 ss., menciona junto a ésta?, son, indudablemente, las mismas que los nomoi sobre simposios, pues se hallaban destinadas a los presidentes de los sim­posios (βασιλεύς του συμποσίου). En el último pasaje se cita como autor de es­tos reglamentos, además de Jenócrates y Aristóteles, al sucesor directo de Platón, Espeusipo.

[15] 12 Cf. infra, lib. iv.      
[16] 13 Rep., 416 E.
[17] 14 Leyes, 637 A ss., 639 D, 641 A ss.       
[18] 15 Areop., 48-49.
[19] l6 Simp., 117 D. Del mismo modo, se llama a Lisias, en Fedro, 257 B, el "padre del discurso".
[20] 17  Así dice su amigo Erixímaco en Simp., 177 A.
[21] 18  Simp., 178 B.      
[22] 19 Simp., 178 D.
[23] 20 Simp., 180 D.     
[24] 21 Cf. supra, pp. 72 ss.
[25] 22  Simp., 181 Bss.
[26] 23  Cf. el motivo del pudor (ai)sxu/nhen el discurso de Fedro, Simp.. 178 D..

[27] 24 Simp., 184 D-E.   Cf. los conceptos de la areté y la paideusis como meta de este eros.
[28] 25  Simp., 184 C:  sumbalei=n ei)j tau\to/n y 184 E:  συμπίπτει.

[29] 26  Simp., 182 A-D.

[30] 27 Leyes, 636 C ss.

[31] 28 Simp., 186 A.

[32] 29  Cf. supra, p. 74.

[33] 30  Simp.,  178 B.   Fedro no menciona a Empédocles, pero  cita al genealogista Acusilao.

[34] 31  Simp., 186 B;  llenado y vaciado:   186 C.

[35] 32  Simp., 186 A-C.  
[36] 33 Simp., 186 D-E.

[37] 34 Para referencias a  la  medicina  y  a su  manera  de concebir los problemas, Cf. 186 A, 186 B, 186 C, 186 D, etcétera.

[38] 35  Simp., 187 A ss.

[39] 36  Cf., sobre todo, la obra seudohipocrática De la dieta, libro I.

[40] 37 Simp., 187 C-D.                
[41] 38 Simp., 187 D-E.               
[42] 39 Simp., 189 C-D.

[43] 40  Simp., 191 A, 192 Β ss., 192 E-193 A.


[44] 41   Simp., 191 D ss.


[45] 42  Simp., 192 C-D.

[46] 43 Simp., 194 E.              
[47] 43a Cf. Simp., 204 C.              
[48] 44 Simp., 195 A ss.
[49] 45 Cf. especialmente el lenguaje de los himnos en la parte final del encomio de Agatón: Simp., 197 D-E.

[50] 46 Simp., 199 C.                 

[51] 47 Simp., 199 D ss.                  
[52] 48 Simp., 203 B.
[53] 49 Simp., 201 B. 
[54] 50 Simp., 201 D ss.
[55] 51 Simp., 201 E-202 B.              
[56] 52 Simp., 202 B-C.             
[57] 53 Simp., 202 E.

[58] 54 Simp., 202 E.   En Gorg., 508 A, Platón dice lo mismo acerca de la amis­tad, que es la que mantiene en cohesión al cosmos.

[59] 55 Simp., 203 B-C.              
[60] 56 Simp., 203 C-E.              
[61] 57 Simp., 204 A-B.

[62] 58 Simp., 204 C.

[63] 59 Simp., 204 C 55.                      
[64] 60 Simp., 204 D-205 A.

[65] 61 Simp., 205 B-C.  
[66] 62 Simp., 205 E.

[67] 63  Simp., 206 A: e)/stin a)/ra o( e)/rwj tou= to\ a)gaqo\n au(tw~| a)ei/.

[68] 64  El hombre que posee el verdadero  amor de sí mismo   (φίλαυτος)   es pre­sentado en aristóteles, Ét. nic., IX, 8, como término antagónico del egoísta.   Es el que se asimila todo lo que es bueno y noble (1168 b 27, 1169 a 21)  y adopta ante su propio yo la misma actitud que ante su mejor amigo.   Y el mejor amigo es aquel a quien se desea todo lo bueno (Cf. 1166 a 20, 1168 b 1).   La especula­ción  en  torno a la  filautía es uno  de  los elementos  puramente  Platónicos  de  la ética aristotélica.

[69] 65 aristóteles, Ét. nic., IX, 4, 1166 a 1 55.   Cf. 1168 b 1.

[70] 66 Cf. supra, p. 576.

[71] 67 Ésta es la formulación que da Platón en la República: Cf. p. 430.

[72] 68 Simp., 206 Β.                       
[73] 69 Cf. Simp., 206 B-C.

[74] 70 Simp., 207 A ss.
[75] 71 Cf. supra, p. 581.

[76] 72 Simp., 207 D.      
[77] 73 Simp., 207 E.

[78] 74 Simp., 208 A-B.                       
[79] 75 Simp., 208 E-209 A.

[80] 76 Cf. supra, pp. 28 s., y todo el capítulo  titulado "Nobleza y areté".

[81] 77 Simp., 178 D.      
[82] 78 Simp., 209 A.

[83] 79 Simp., 209 B-E.  
[84] 80 Simp., 210 A.

[85] 81 Simp., 211 C.      
[86] 82 Simp., 210 E.

[87] 83 Cf. el discurso de Pausanias y el discurso de Diótima, Simp., 209 C.

[88] 84 Simp., 210 A.                    
[89] 85 Simp., 210 B.                    
[90] 86 Simp., 210 C.
[91] 87 Simp., 210 D.                  
[92] 88 Simp., 210 D-E.                  
[93] 89 Simp., 211 C.
[94] 90 Simp., 211 C 8.  
[95] 91 Simp., 211 D.
[96] 92 Simp., 211 Β τέλος, 211 D βίος.      
[97] 93 Simp., 206 A.
[98] 94 Simp., 211 E.                    
[99] 95 Simp., 211 C.                    
[100] 96 Rep., 505 A.

[101] 97 Rep., 589 A.   Cf. infra, p. 759.

[102] 98 Este último paso había sido preparado por el discurso de Diótima, 204 A-B.
[103] 99 Sócrates es el verdadero ejemplo educativo (e)pixeireo= paideu/ein, Simp., 209 C) que Diótima presenta como síntoma infalible de la conmoción que pro­duce la contemplación de un alma bella y noble. Encarna asimismo el estado del alma en que ésta ocupa un lugar intermedio entre la sabiduría y la igno­rancia, en su eterna búsqueda del conocimiento. De este modo, todo el discurso de Diótima es un análisis continuo de la naturaleza socrática. Esta naturaleza se halla totalmente animada por el eros. Pero el eros, al morar en una perso­nalidad de su altura, aparece a su vez cambiado y sometido a las leyes del dios. Claro está que Platón diría que es en Sócrates donde el eros revela su verdadera naturaleza como el poder que nos hace remontarnos de la vida humana a lo divino.
[104] 100 Simp., 215 A-B.
[105] 101 Fedro, 279 B-C.
[106] 102 Simp., 215 E-216 C.                    
[107] 103 Rep., 490 E ss.

[108] 104  isócrates, Bus., 5 ss.

[109] 105  Alcibíades encarna el tipo con ayuda del cual mejor podía ilustrar Platón qué era lo  que  realmente  quería  Sócrates:   es  el  joven   de  aspiraciones  geniales que "toma en sus manos los asuntos de los atenienses, pero sin preocuparse de sí mismo  (αμελεί), a pesar de serle tan necesario"   (Simp., 216 A).   Este descuido de  sí  mismo   es  lo  opuesto  al   postulado  socrático  del   e)pimelei=sqai th=j yuxh=j (Cf. supra, ρ. 415).   Alcibíades quería trabajar en la construcción del estado, an­tes de construir el "estado dentro de sí mismo"  (Cf. Rep., IX, final).

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