lunes, 25 de diciembre de 2017

Werner Jaeger Paideia : Los ideales de la cultura griega Libro tercero: En busca del centro divino: V El protagoras ¿Paideia sofística o paideia socrática?

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la obra en que Platón descorre por vez primera el velo que cubre aún sus primeros diálogos es el Protágoras. Desde él se nos ofrece una perspectiva más despejada de los problemas tratados en las obras anteriores. A través de este diálogo, hasta el lector que no sea capaz de percibir la línea de unidad implícita en aquéllos puede ver clara­mente cómo se resumen en un problema único. La figura de Sócrates como educador se alza a nuestros ojos ya desde la Apología. En los diálogos menores se desarrolla a la luz de las distintas virtudes con­cretas el gran problema que llena su vida: el problema de la relación entre la virtud y el saber.[1] Este problema se saca ahora, en una obra de vastas proporciones y gran estilo, al ancho terreno de la discusión pedagógica que llena toda la época de Sócrates y de los sofistas. El Sócrates platónico se esfuerza por dominar en el nuevo diálogo este estrépito de voces para analizar en el terreno de los principios las pretensiones de la paideia sofística y contraponer a ésta como pro­grama pedagógico propio el criterio que ya conocemos.

El Protágoras no se desarrolla modestamente, como los diálogos anteriores,[2] dentro de un círculo muy estrecho, como se desarrollaba en realidad la acción del Sócrates histórico. Platón enfrenta aquí con su maestro, en público duelo discursivo, a las grandes celebridades intelectuales de su época, a los sofistas Protágoras, Pródico e Hipias.

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Elige como escena del diálogo la casa del riquísimo ateniense Calías, adonde acuden como invitadas estas grandes figuras, en torno a las cuales se agrupa, rindiéndose homenaje y admiración, todo lo que en la sociedad de Atenas representa algo o demuestra algún interés por las cosas del espíritu. No es importante para nosotros saber si Sócrates vivió o no realmente el episodio que aquí se pinta; la fina­lidad perseguida por Platón al elegir los interlocutores de su diálogo es clara. Para él Sócrates no es simplemente un tipo original encua­drado dentro del marco local de Atenas, sino que, pese a su indiso­luble vinculación con su ciudad natal y a la conocida tendencia iró­nica a empequeñecerse a sí mismo con que gusta de presentarse, descuella por su fuerza espiritual y su originalidad sobre todas las figuras famosas y consagradas de su tiempo. El duelo de Sócrates con la paideia de los sofistas se presenta en este drama del espíritu que es el Protágoras platónico como una verdadera batalla decisiva de aquel tiempo, como la lucha entre dos mundos antagónicos en torno a la hegemonía sobre la educación. Pero, a pesar del tono elevado del lenguaje y de la patética dignidad con que aparecen pintados los sofistas y el séquito de sus discípulos y admiradores, subrayando así la importancia del momento, el diálogo se halla envuelto por un brillo de alegría juvenil, de ingenio y de finura espiritual, que no encon­tramos en ninguna otra obra platónica. Otros diálogos se destacan por su mayor riqueza de lenguaje o por conmover con mayor fuerza nuestros sentimientos y nuestras ideas, pero ninguno de ellos gana al Protágoras en lo que se refiere al rigor y a la elasticidad de la com­posición, a lo certero en la caracterización ni a la fuerza de su efecto

De toda esta vida llena de colorido y de estas impresiones artísticas directas apenas podremos recoger nada en nuestro estudio. Esto se halla relacionado, al mismo tiempo, con el aspecto de la pintura com­parativa entre la educación socrática y la educación sofística que se dirige directamente a nuestros sentimientos y que podemos percibir en todas y cada una de las líneas de Platón. Pero el historiador no puede competir con el artista ni pretender captar los efectos conse­guidos por éste. Cualquier reproducción, por ingeniosa y magistral, en cuanto al lenguaje, que ella fuese, quedaría necesariamente muy por debajo del original tratándose de una obra de una originalidad tan inimitable como ésta. Su contenido quedará así reducido a unos cuantos contrastes y contornos oscuros. Un joven discípulo y amigo de Sócrates, llamado Hipócrates, le despierta antes del amanecer, lla­mando fuertemente a su puerta y rogando que le deje pasar. En la noche del día anterior, al volver a Atenas, ha oído decir que Pro­tágoras se encuentra en la ciudad y este gran acontecimiento le con­mueve. Está firmemente decidido a recibir la enseñanza de Protá­goras, como tantos otros atenienses de familias distinguidas, que pagan por ello respetables cantidades, y viene a ver tan temprano a Sócrates 491 para rogarle que le presente al maestro.[3] Como preludio al diálogo principal viene ahora, encuadrada en el patio de la casa en que los dos personajes se pasean hasta el despuntar del día, una charla de puro estilo socrático, en la que Sócrates trata de sondear la firmeza de la decisión del joven Hipócrates y de hacerle comprender la aven­tura a que va a lanzarse.[4] La modestia tan humana, la sencillez de Sócrates, hacen que el joven no se dé cuenta de la talla de éste. No comprende ni por un momento que aquel hombre tan sencillo que tiene delante es el verdadero maestro. En este diálogo Sócrates no es un anciano venerable como el sofista Protágoras, sino un hombre en lo mejor de su edad, y esto contribuye a acentuar la falta de respeto que inspira. Hipócrates sólo ve en él al consejero y al amigo encargado de facilitarle el acceso a Protágoras, a la figura a la que desde lejos se admira sin ninguna reserva crítica. Sócrates le hace comprender con unas cuantas preguntas certeras que no sabe quién es Protágoras ni sospecha siquiera lo que es realmente un sofista y qué puede esperarse de sus enseñanzas. Con esto se toca ya un pun­to que más adelante adquirirá cierta importancia en el diálogo principal entre Sócrates y Protágoras: si el joven quisiera hacerse médico, de­bería, le dice, recibir las enseñanzas del más importante de los médi­cos de su tiempo, de su homónimo Hipócrates de Cos, y si desease llegar a ser escultor, las de Policleto o Fidias. Por tanto, al dirigirse a Protágoras para hacerse su discípulo parece mostrarse dispuesto a abrazar la carrera de sofista. Pero Hipócrates rechaza resueltamente esta insinuación,[5] y aquí se acusa una diferencia esencial entre la educación sofística y la enseñanza de los profesionales: los discípulos especíales del sofista son los únicos que estudian su arte con el de­signio de ejercerlo más tarde como una profesión; [6] los muchachos atenienses de familias distinguidas que se congregan en torno a él no persiguen —como corresponde a quien no es especialista, sino un nombre libre— otra finalidad que la de escucharle "para cultivarse". Lo que el joven del diálogo no sabe decir es en qué consiste esta cultura (paideia), y saca uno la sensación de que su actitud es típica de la juventud ávida de cultura de su época. La confesión de esta ignorancia le sirve a Sócrates de punto de apoyo para exhortarle. Exactamente del mismo modo que en la Apología platónica exhorta a los hombres a velar por sus "almas",[7] aquí recuerda a su joven amigo el peligro en que pone a su "alma" al confiarla a un descono­cido, de cuyas intenciones y de cuyos fines está completamente igno­rante.[8] Es el primer rayo de luz que se derrama sobre la esencia de 492 la educación sofística. Protágoras llega a Atenas del extranjero y ofre­ce, a cambio de una remuneración, toda clase de conocimientos; [9] se asemeja, pues, considerado como fenómeno social, al mercader y al tendero ambulantes que brindan al comprador por dinero las mercan­cías importadas. Hay, sin embargo, entre éstos y aquél, una diferencia muy considerable en detrimento del sofista; la siguiente: mientras que el mercader vende víveres que es posible llevarse a casa en los recipientes que se traen para ello y que se pueden probar antes de comerlos, el joven Hipócrates deberá consumir inmediatamente, so­bre el terreno, el alimento espiritual que Protágoras le suministre y asimilárselo directamente "en su propia alma", sin saber si le favo­rece o le perjudica.[10] Por tanto, ya antes de que haya comenzado el verdadero diálogo, vemos deslindarse ante nuestros ojos, aquí, dos tipos de educador: el sofista, que embute en el espíritu humano, al buen tuntún, toda clase de conocimientos y que, por tanto, representa el tipo de educación standard de todos los tiempos, hasta de los actuales, y Sócrates, el médico de almas para quien el saber es el "alimento del espíritu" [11] y que se preocupa ante todo de conocer qué será provechoso para éste y qué será perjudicial.[12] Claro está que Só­crates no se presenta, ni mucho menos, como un médico de esta clase, pero puesto que dice que para la alimentación del cuerpo, en caso de duda, se debe consultar como experto al médico o al gim­nasta, surge por sí misma la pregunta de quién sea el experto llamado a dictaminar en caso de necesidad acerca del alimento adecuado para el alma. Si lo hubiese, esta enérgica comparación sería una buena pintura plástica de lo que es el verdadero educador tal como Sócrates lo concibe.

Preocupados por el problema de lo que es el verdadero educador, ambos personajes se ponen en camino hacia la residencia de Calias, pues entretanto se ha hecho de día y deben apresurarse para visitar al sofista, asediado por visitantes desde la mañana a la noche.[13] El portero de aquella casa rica se halla ya en estado de irritabilidad, signo de que Sócrates e Hipócrates no son los primeros que llegan. Cuando, por último, consiguen entrar, se encuentran a Protágoras pa­seándose por el atrio, con un gran séquito y en animada conversa­ción. Ven a uno de sus lados a Calias, el dueño de la casa, a su hermanastro Paralo, hijo de Pericles, y a Cármides, hijo de Glaucón; al otro lado ven al otro hijo de Pericles, a Jantipo y, junto al ateniense Filípides, a un discípulo especial de Protágoras y futuro sofista An­timeros de Mende, la gran esperanza de la nueva generación sofística.

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En segunda fila, detrás de estos personajes, vienen una serie de forasteros procedentes de diversas ciudades qae, como los coros que seguían a Orfeo, embelesados por los sones de su lira, siguen a Pro­tágoras en su peregrinación a lo largo de toda Grecia. Se esfuerzan en oír la charla que mantienen los personajes de la primera fila. Cuan­do Protágoras da la vuelta, al llegar al final del atrio, el segundo grupo gira como en una maniobra militar desplegándose detrás del primero para desandar el camino andado.[14] En el atrio de enfrente se ve a Hipias de Elis entronizado en un sillón, rodeado de otros atenienses conocidos y de algunos forasteros sentados en bancos alrededor de él como si fuesen sus discípulos; está poniendo cátedra sobre pro­blemas de astronomía.[15] El tercero, Pródico de Ceos, instalado en un almacén convertido en cuarto de huéspedes y que aún no se ha levantado, yace envuelto en mantas de lana y alrededor de él apa­recen sentados en sofás diversos visitantes de nombre conocido; los que llegan no logran darse cuenta del tema de la lección que allí se está explicando, pues la voz de bajo del sofista, resonando en el local cerrado, produce un sordo rumor.[16]

Ahora Sócrates le presenta a Protágoras a su amigo y le informa de su propósito de recibir las enseñanzas del sofista. Le dice que Hipócrates piensa abrazar la carrera política en su ciudad natal, es­perando que las enseñanzas de Protágoras le serán muy útiles para ello. Se lo recomienda como hijo de una familia rica y distinguida y como un joven de ambición y talento. Protágoras explica el carác­ter de su enseñanza. Semejante epángelma formaba parte de la misión del sofista ambulante y era, a falta de un gremio de profesores seden­tarios y con sueldo fijo, una especie de autorreclamo necesario.[17]Existían también otras profesiones ambulantes, como la de médico, que exigían, como tendremos ocasión de ver, una propaganda de sus capacidades análogas a ésta,[18] y a quien escuchaba esto en la Anti­güedad no le parecía tan ridículo como al lector de nuestros días, Hoy tenemos que acostumbrarnos a pensar que en tiempo de los sofistas, antes de que se fundasen escuelas fijas como las de Platón e Isócrates, el maestro tenía que acudir en cierto modo a buscar a los discípulos, dando a la juventud, en las ciudades en que actuaban (e)pidhmi/a, e)pidhmei=n) ocasión de escucharle. El epángelma constituye una de las pruebas más claras de la aparición de una nueva clase de hombres consagrada profesionalmente a la alta cultura de la ju­ventud adulta. Hasta entonces, ésta había consistido exclusivamente 494 en el trato privado (συνουσία) de los jóvenes con hombree maduros dentro del círculo de sus amistades, que es todavía el carácter que presentan las relaciones de Sócrates con sus jóvenes amigos. Es, por lo por tanto, manifiestamente pasada de moda y ajena a lo profesional, Por esta razón, la sofística y su tipo de educación tienen la fuerza de atracción de lo nuevo, que Platón encarna, con tanta ironía, en la figura del joven Hipócrates. Parece contradictorio que Platón, que era a su vez fundador de una escuela, se manifieste tan crudamente en contra del profesionalismo de los sofistas. Sin embargo, su escuela se basaba sobre el principio socrático de la amistad (φιλία) y pre­tendía proseguir a través de su dialéctica la vieja forma de la edu­cación mediante el trato personal.

Protágoras no recomienda su arte por razones de novedad y de actualidad, sino, por el contrario, presentándolo como antiguo y acre­ditado desde hace ya largo tiempo.[19] De este modo sale al paso de la desconfianza que el nuevo tipo del sofista y sus manejos despiertan todavía con frecuencia en las ciudades y que mueve a muchos sofistas a prescindir por entero de este nombre para designar sus actividades, adoptando otra etiqueta cualquiera, por ejemplo la de médico, la de gimnasta o la de músico.[20] Acostumbrado a apoyarse en el prestigio educativo de los grandes poetas de la Antigüedad, desde Homero hasta Simónides, y en la herencia de su sabiduría, que los sofistas se es­forzaban en trasformar en una sabiduría escolar sensata y morali­zante, Protágoras invierte los papeles y ve en aquellos héroes del es­píritu los antecesores de su arte, que bajo el manto de la poesía querían ocultar a la sociedad recelosa de su tiempo el hecho de que todos y cada uno de ellos eran sofistas.[21] En contraste con esto, Pro­tágoras, que según se dice no tiene nada que temer de la luz y entiende que semejantes disfraces sólo servirían para aumentar los recelos contra la cultura por él representada, "confiesa" públicamente, ante el mundo entero, que es un "sofista", un maestro profesional de alta cultura y un "educador de hombres".[22] Por eso aprovecha de buen grado la ocasión que se le brinda de exponer de cerca ante quienes le escuchan la esencia de esta cultura. Sócrates se da cuenta de que Protágoras se siente orgulloso de sus nuevos admiradores y sugiere que a la conferencia sean invitados también Pródico e Hipias, lo que Protágoras acoge con satisfacción.[23] Después que sus servicía­les admiradores se apresuran a juntar bancos y sillas para formar un aula y una vez reunidos todos, comienza el espectáculo con el anun­cio, repetido una vez más y con toda solemnidad por Protágoras, de que, con sus enseñanzas, Hipócrates hará progresos diarios e incesan­tes hacia lo mejor.[24]


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Al llegar aquí, interviene Sócrates para preguntar en qué hace mejores a sus discípulos la educación de Protágoras. Con esto vuelve al problema que se había dejado sin resolver en el diálogo prelimi­nar: el de la esencia y la finalidad de la educación sofística.[25] Si un joven entrase de discípulo con Zeuxis y éste le prometiese hacerle mejor, todo el mundo sabría en qué: en pintura. Si acudiese con el mismo propósito a Ortágoras de Tebas, nadie ignoraría tampoco que el progreso en este caso se referiría a su educación como tocador de flauta.[26] Pues bien, ¿en qué terreno progresará hacia lo mejor quien reciba enseñanza de Protágoras? La explicación de la pregunta formu­lada por Sócrates tiende claramente a un arte (techné) y a una es­pecialidad en una determinada materia, que el sofista reclama para sí. Protágoras no puede contestar a la pregunta que se le formula en nombre de todos los que ostentan el nombre de sofista, pues tampoco entre ellos existe unanimidad de criterio acerca de este punto. Por ejemplo, Hipias, allí presente, es famoso como representante de las "artes liberales", sobre todo del que más tarde se llamaría quadrivium: la aritmética, la geometría, la astronomía y la música. Estas ramas de la enseñanza sofística podrían hacer justicia mejor que otras a la pregunta apuntada por Sócrates, puesto que presentaban el deseado carácter técnico, pero Protágoras da preferencia incondicional en su educación a las ramas sociales del saber. Entiende que los jóvenes que han pasado por la acostumbrada enseñanza de tipo elemental y que ahora aspiran a completarla mediante una cultura superior que los prepare, no para una profesión determinada, sino para la carrera política, no quieren entregarse a nuevos estudios técnicos determina­dos,[27] porque necesitan otra cosa, y esto es lo que él quiere enseñarles: la capacidad de orientarse certeramente a sí mismos y de orientar a los demás acerca del mejor modo de administrar su casa y de dirigir con éxito, de palabra y de hecho, los asuntos del estado.[28]

Aunque Protágoras no da a la trasmisión de esta capacidad, por oposición a lo que ocurre con las matemáticas, el nombre de una disciplina o de una techné, reconoce ante las preguntas de Sócrates que con ello se erige en maestro del "arte político" y asume la pre­tensión de educar a los hombres para que sean buenos ciudadanos.[29]Sócrates reconoce qne ésta es una alta finalidad, pero muestra sus dudas acerca de la posibilidad de estimular esta virtud por medio de la enseñanza, en apoyo de lo cual aduce diferentes experiencias cono­cidas. En las asambleas del pueblo y en la vida pública en general rige exclusivamente el consejo de los más destacados expertos en ma­terias de arquitectura, de construcción de buques, en todos aquellos 496 asuntos que son objeto de una determinada especialidad o de un arte determinado, y si un profano se atreviese a dar su opinión en estas cuestiones se le obligaría a descender de la tribuna entre risas gene­rales.[30] En cambio, tratándose de materias en que nadie puede dár­selas de experto, porque no constituyen ninguna especialidad, cual­quiera puede levantarse en la asamblea del pueblo, lo mismo el zapatero que el carpintero o el herrero, el mercader o el marino, el rico y el pobre, el noble o el plebeyo, a dar su opinión en voz alta, y nadie le gritará que se retire de la tribuna porque esté hablando de algo que no le ha enseñado ningún maestro, pues estas materias no se consideran evidentemente susceptibles de ser enseñadas.[31] Otro tanto acontece también en la vida privada. Los hombres que más descuellan por sus cualidades espirituales y morales no disponen de medios para trasmitir a otros las cualidades que les distinguen, su areté. Pericles, el padre de los dos jóvenes aquí presentes, les dio una educación excelente en todo aquello para que existen profesores, pero en aquello en que estriba su propia grandeza no los educa él ni los entrega a otro para que los eduque, sino que los deja que "campen por sus respetos", libremente, como si la areté fuese a posarse sobre ellos por sí misma.[32] Es el problema, sobre el que tantas veces insiste Sócrates, de por qué se da con tanta frecuencia el caso de que los hijos de los grandes hombres no salgan a sus padres. Además, en apoyo de esto hay otros ejemplos que brinda la historia familiar de ciertas gentes conocidas en la época, entre los cuales se destacan de un modo es­pecial los que se refieren a los personajes aquí presentes.[33] Todas estas experiencias le sirven a Sócrates de base para establecer su tesis de que la virtud no es susceptible de ser enseñada.[34]

Recoge con ello en forma filosófica una idea fundamental de la aristocracia que Píndaro había representado y que la pedagogía racio­nalista de los sofistas dejaban más bien a un lado en vez de detenerse a refutarla.[35] El optimismo pedagógico de los sofistas no parecía co­nocer límites; [36] su fuerte concepción intelectual de la meta de la educación contribuía a alentar ese optimismo, que parecía además responder a la tendencia general de la época, sobre todo a la evolu­ción de la mayoría de los estados hacia la democracia.[37] Sin embargo, no debe creerse que las antiguas dudas que en la paideia de la nobleza suscitaba la omnipotencia de la educación obedeciesen exclusivamente a prejuicios de cíase. No. Este punto de vista reflejaba muchas ex­periencias dolorosas de aquella clase tan orgullosa de sus virtudes y tradiciones y de la que en otro tiempo había arrancado todo el pen­samiento educativo superior de la nación.[38] El escepticismo de 497 Sócrates ante la educación sofística afecta precisamente al punto en que ésta dejaba en pie, sin resolver, el viejo problema pindárico de la educación del hombre. Sócrates no pone en duda, ciertamente, los éxitos evidentes logrados por los sofistas en el campo de la cultura intelectual,[39] sino la posibilidad de trasmitir a otros por los mismos medios las virtudes propias del ciudadano y del estadista. Por eso la figura adecuada para servir de centro a este diálogo no era la de Hipias de Elis, representante de los estudios matemáticos, o la de Pró-dico de Ceos, interesado en problemas de gramática, sino sólo la de Protágoras, que era el verdadero jefe de la tendencia para la que este problema de la formación ético-política constituía el problema funda­mental y creía poder resolverlo mediante el estudio de la "ciencia social".

Es evidente que Protágoras, al intentar encontrar así un medio moderno de suplir sobre una base racional la antigua y rigurosa edu­cación que se daba a la nobleza, acreditaba un sentido finísimo para percibir las necesidades del presente y el cambio operado en la situa­ción, pero en este punto era precisamente donde mejor se manifestaba la falla de la paideia sofística. Las palabras de Sócrates: "Hasta aho­ra siempre había creído que si los buenos se hacen buenos no es por obra de los cuidados del hombre" traslucen directamente la creencia pindárica de que la areté es un don de los dioses,[40] y esta concepción religiosa aparece mezclada en curiosa aleación con el sobrio realismo que da la experiencia de la esterilidad de tantos esfuerzos humanos bien intencionados.

La objeción de Sócrates tiene un carácter tan de principio que obliga a Protágoras desde el primer momento a desplazar la conver­sación del campo de lo meramente técnico-didáctico a un plano espi­ritual superior. No todos los sofistas habrían sido capaces de seguir a este terreno al crítico de su pedagogía, pero Protágoras era el hom­bre indicado para ello. En las manifestaciones con que contesta de­tenidamente a Sócrates, Platón nos presenta de mano maestra a un adversario nada despreciable. Habría sido un mal representante de la época pedagógica si no hubiese tomado posición ante aquel pro­blema fundamental de toda educación o no hubiese estado en condi­ciones de abogar por ella. La duda que suscitaba la posibilidad de educar al hombre arrancaba de experiencias individuales contra las que no había nada que alegar. Por eso Protágoras desplaza hábil­mente el punto de partida y examina el problema desde el punto de vista de sus nuevos conocimientos sociológicos, intentando probar mediante el análisis de la vida social humana, de sus instituciones y 498 necesidades, que sin tomar como premisa la posibilidad de educar la naturaleza humana todas estas instituciones, que de hecho existían, perderían su sentido y razón de ser. Así considerada, la educación se presenta como un postulado social y político intangible, sobre todo en una democracia moderna, donde tan importantes son el espíritu colectivo del individuo y su participación activa en la vida del estado. Ya al exponer las doctrinas de los sofistas hemos tenido ocasión de examinar estas teorías de Protágoras sobre la fundamentación socio­lógica de la educación.[41] Esta larga exposición de principios le per­mite a Platón hacer brillar al gran sofista —que es al mismo tiempo un maestro de la forma— en todas las modalidades de la retórica. Sócrates se confiesa arrollado y derrotado,[42] pero su aparente asom­bro exento de crítica es más bien la expresión irónica del hecho de que no piensa seguir a Protágoras a este terreno, en el que le se­ría difícil darle alcance. La fuerza de Sócrates no radica en la gra­cia con que cuenta mitos o hace largas disquisiciones doctrinales, sino en la atlética dialéctica de sus preguntas certeras, a las que es ne­cesario contestar. Este arte dialéctico de Sócrates se revela triunfal-falmente en el siguiente intento de atraer al adversario a su propio terreno. De este modo se completa el contraste entre las dos partes empeñadas en el duelo, contraste que no alcanza sólo a la posición de principio que cada una de ellas mantiene en punto a la educación, sino que abarca también una comparación plástica de sus respectivos métodos didácticos.

Sócrates parece sumarse al coro de alabanzas de todos los presentes y sólo pide que se le aclare un punto concreto.[43] En su intervención, Protágoras había expuesto su convicción fundamental acerca de la posibilidad de educar al género humano, entre otras formas, bajo ι del mito de que Zeus confirió a los mortales, además del don prometeico de la civilización técnica con la que amenazaban destruirse los unos a los otros, el don divino del espíritu colectivo y de la virtud política, la justicia, la prudencia, la piedad, etcétera. Este don mante­nía a los estados sobre la tierra; no era sólo una gracia concedida espe­cialmente a ciertos individuos, sino común a todos los seres humanos, y la educación del hombre en la virtud política tenía únicamente la misión de desarrollar en él este don natural y social.[44] La mención de la virtud en general y de las virtudes especiales de la justicia, la prudencia y la piedad, le sirve a Sócrates de asidero para concen­trarse en su problema peculiar: el problema de la esencia de estas distintas virtudes y de su relación con la virtud pura y simple.[45] Y le plantea a Protágoras este problema en la forma siguiente: ¿la virtud es solamente una, y la justicia, la prudencia y la piedad partes de ella, o estas virtudes son simplemente nombres distintos para expresar la 499 misma cosa? [46] De pronto nos encontramos navegando en las aguas conocidas de los primeros diálogos socráticos, del Laques, del Cár-mides y del Eutifrón. Sócrates parece haberse olvidado por completo, en su entusiasmo por este su tema favorito, del punto de partida del diálogo, o sea el problema de la posibilidad o imposibilidad de edu­car al hombre y de iniciarle en la virtud. Creyéndose seguro por el ruidoso y unánime aplauso que acaban de tributarle, Protágoras le si­gue al terreno poco familiar para él de estas sutiles distinciones lógi­cas, cuyo sentido no percibe con claridad por el momento, como tam­poco lo percibirá seguramente el lector.

En cada uno de los diálogos menores Platón había investigado una virtud concreta, haciendo que la disquisición desembocase luego por algún punto en el problema de la "virtud en sí" y de su esencia. El concepto de las distintas "partes" de la virtud aparece asimismo en aquellos diálogos. En el Protágoras, Sócrates comienza también la búsqueda tomando como punto de partida una virtud concreta. Pero aquí el problema de las relaciones entre esta virtud concreta y la "vir­tud en general" no surge en el apogeo al final del diálogo, sino que aparece ya en el primer momento de plantear el problema como el verdadero objetivo de la discusión.[47] Sócrates procura poner esto en claro desde el principio al intentar precisar inmediatamente el con­cepto de "partes" de la virtud, que Protágoras le concede como ex­presión de las relaciones entre la justicia y la "virtud en sí", con esta pregunta, "¿estas distintas virtudes son partes de la virtud, al modo como la boca y la nariz son partes de la faz humana con respecto a ésta, o las partes del oro en relación con él,[48] es decir, partes cuali­tativamente distintas entre sí y con respecto al todo, o partes cuan­titativamente distintas nada más?" Protágoras, abrazando sin duda el punto de vista del common sense, opina lo primero. Contesta en un sentido resueltamente negativo a la pregunta de Sócrates de si cuan­do se posee en realidad la virtud se poseen también todas sus partes, diciendo que eso no es cierto, como lo demuestra el hecho de que haya muchos hombres valientes que no son justos y muchos hombres justos que no son sabios. El problema parece complicarse por el hecho de presentar ahora la sabiduría (σοφία) como una parte más de la virtud, añadiendo, por tanto, a las virtudes morales una virtud o areté intelectual.[49] Desde un punto de vista histórico, es lógico por completo que sea precisamente el sofista quien subraye este aspecto intelectual de la areté. No sospecha que con ello allana de un modo considerable el camino a su adversario, ya que éste concibe la virtud como un saber. No obstante, ya desde ahora entrevemos que a pesar de este aparente punto de contacto de ambos en su alta apreciación 500 del saber, es precisamente aquí, en su enorme discrepancia en cuanto a la concepción de lo que es el saber, donde se revelará el abismo que los separa. Protágoras ignora la tesis de Sócrates de que la virtud es un saber y no se le pasa siquiera por las mientes la idea de que se orienta hacia semejante conclusión. En el curso ulterior del diálogo, Sócrates le oculta cuidadosamente esta su intención final, que nosotros conocemos por los diálogos anteriores. Como el estadista que se pro­pone alcanzar una meta lejana y recata sus móviles e intenciones fi­nales a los ojos de la ignorante multitud al dar los primeros pasos por este camino, vemos aquí cómo aquella pregunta, que versa en torno al todo y a las partes de la virtud, formulada como por un maestro de escuela y que Sócrates coloca en primer plano, parece ser por el momento el fin último de la discusión.

El giro que toma la conversación sobre este tema en el Protágoras se distingue del de los diálogos anteriores en que Sócrates, aquí, no señala la relación entre la parte y el todo a la luz de una virtud con­creta, sino por medio de la comparación completa de todas las vir­tudes entre sí, con lo cual se propone demostrar su unidad.   El hecho de que, al hacer  esto, proceda en ciertos  aspectos  concretos  de un modo más sumario que en los diálogos menores no obedece sólo a la circunstancia de que su propósito de establecer una comparación com­pleta le obliga precisamente a  recorrer un camino más largo y, por tanto, a acortar las etapas, sino al hecho de que una mayor prolijidad le haría incurrir en repeticiones que, por lo  demás, son ya de suyo inevitables.   Se dan por supuestas, evidentemente, las investigaciones sobre las distintas virtudes hechas en diálogos anteriores, aunque el conocimiento de ellas no sea, por otra parte, indispensable para la in­teligencia del problema por parte de Protágoras.[50]   Sócrates divide en varios apartados la cuestión de si poseyendo la virtud no se poseen necesariamente todas sus partes.   En primer lugar investiga si la jus­ticia lleva necesariamente aparejada la piedad, luego examina la rela­ción entre la prudencia y la sabiduría y, por fin, la que existe entre la prudencia y la justicia.[51]   Partiendo de aquellas virtudes entre las que  existe mayor analogía relativa, Sócrates procura arrancar a su interlocutor la concesión de que la justicia y la piedad son en esencia lo mismo o, por lo menos, cosas muy semejantes y afines entre sí, lo que Protágoras reconoce,  aunque de  mala   gana.   Sócrates  pretende aportar la misma prueba con respecto a las otras parejas de virtudes mencionadas, dejando para el final la valentía, por ser de todas las 501 virtudes la que más se diferencia psicológicamente de las demás. Pro­tágoras encuentra todo esto muy extraño, pues él, como lo haría cual­quier otro representante del "sano sentido común", se inclina natural­mente, al comparar entre sí distintas virtudes a las que el lenguaje da diferentes nombres, a hacer hincapié no en lo que haya en ellas de sustancialmente afín, sino en sus diferencias. Constantemente intenta afirmar y hacer que prevalezca este punto de vista.[52] Pero no consi­gue nada de Sócrates. Éste señala continuamente lo análogo, se es­fuerza en poner de relieve el fundamento común de lo aparentemente distinto, y hasta parece que en su celo irresistible por avanzar en su camino, cuya meta es el acoplamiento de las partes dentro del todo, de la variedad a la unidad, no le preocupa gran cosa acusar unos cuantos fallos en sus conclusiones. El carácter "sinóptico" de la dia­léctica socrática, que conocemos ya de los primeros diálogos de Pla­tón,[53] se manifiesta con gran belleza plástica en su dinámica interior en esta revista conjunta que pasa a todas las virtudes concretas. Y los intérpretes modernos, que reprochan a Platón como un defecto el hecho de pasar por alto con demasiada ligereza las diferencias de las cosas comparadas entre sí, sólo demuestran con ello que no han com­prendido el sentido de su método.

La creciente desazón de Protágoras obliga a Platón a interrumpir la conversación aquí, antes de que Sócrates haya alcanzado su meta.[54]La tensión artística del diálogo descansa en gran parte en la conse­cuente tenacidad con que Sócrates mantiene la vista fija en esta meta y se niega a salirse del terreno de la disquisición dialéctica. Sin em­bargo, concede a Protágoras un largo respiro, que éste emplea en desplazar la conversación sobre la virtud y la posibilidad de enseñarla a otro terreno, el de la explicación poética, que es una de las formas esenciales de la paideia sofística.[55] Pero también aquí se encuentra en Sócrates con un maestro. Éste se apodera inmediatamente de la interpretación dada a la famosa poesía de Simónides sobre la verda­dera virtud del hombre, que Protágoras había elegido como ejemplo para ilustrar su arte[56] y, utilizándola para sus fines, mediante una tergiversación hábil de su sentido, muestra con transfigurada seriedad que por este camino se puede demostrar todo lo que se quiera, pues él saca de los versos de Simónides un sentido congruente con su conocida tesis de que ningún hombre practica voluntariamente el 502 mal.[57] Tras este ingenioso episodio, del que Protágoras no sale muy bien parado, Sócrates consigue llevarle con algún esfuerzo a la con­versación inacabada sobre la virtud y sus partes, defendiendo la tesis, muy osada al parecer, de que la valentía y la sabiduría son una y la misma cosa.[58] En vista de que Protágoras se niega a reconocer esto, y de que alega diversas objeciones lógicas y psicológicas contra el modo como Sócrates llega a su conclusión,[59] éste intenta alcanzar su fin por medio de un rodeo. Para ello parte de la distinción exis­tente entre una vida feliz y una vida miserable y define la primera como una vida agradable y placentera y la segunda como una vida llena de disgusto y de dolor.[60] Seguramente que la multitud, dice, aceptará semejante definición, pero no así Protágoras, quien no podrá menos que distinguir entre las sensaciones de placer buenas y las malas.[61] Sócrates examina a continuación su actitud ante la razón y la ciencia.[62] Para Sócrates éstas constituyen "la fuerza suprema del hombre", pero si Protágoras, en el terreno de la ética, no comparte el hedonismo de la multitud, aquél teme que marche en cambio del brazo de ella en su valoración del espíritu, que no reconozca al saber la fuerza necesaria para llevar las riendas y la dirección de la vida, sino que considere más fuertes a los instintos. La cuestión decisiva es ésta: ¿pueden el saber y el conocimiento ayudar al hombre a obrar bien, y puede la conciencia de lo que es bueno abroquelarle contra cualquier influencia que quiera moverle a obrar mal?[63] Protágoras se avergüenza también aquí de profesar el criterio de la multitud, esta vez movido por un cierto orgullo de hombre culto. Y en realidad ¿quién mejor podría suscribir la alta estimación socrática del saber para la vida que el representante del postulado de la formación su­perior del espíritu ? [64]

Ahora, Sócrates se objeta a sí mismo y objeta a Protágoras, des­de el punto de vista de la multitud, que el hombre conoce no pocas 503 veces el bien, pero no lo practica, a pesar de que podría hacerlo. Y cuando se le pregunta por qué obra así, contesta que lo hace arras­trado por el placer o por el dolor.[65] Quien esté convencido de que el conocimiento del bien encierra la fuerza necesaria para realizarse no tiene más remedio que encontrar una explicación a esta experien­cia humana general. Sócrates y Protágoras pueden estar seguros de que la multitud exigirá de ellos que les explique qué es eso que los demás hombres llaman "ser arrastrados por el placer".[66] Protágoras empieza a darse cuenta de que de su asentimiento a la alta estimación socrática del saber como fuerza moral pueden derivarse consecuen­cias no previstas por él. Presiente necesariamente que en el fondo piensa como la "multitud", para la que entre el conocimiento del bien y su realización media un gran trecho. Pero ya no puede retroceder, ya ha asentido a la tesis de Sócrates, y, además, el papel asumido con ello está en completa consonancia con la estimación que tiene de sí mismo como hombre de espíritu que no quiere verse confundido con la masa. Sin embargo, no desea que se siga investigando este pro­blema y, con elegante gesto de su mano, quiere disuadir de ello a su interlocutor: ¿qué nos interesan las opiniones de la masa, que no dice sino lo que en cada momento se le ocurre? [67] Pero Sócrates in­siste en que los campeones del conocimiento y de su valor para la conducta humana están obligados a oponer a la concepción corriente acerca de estas cosas su propia explicación, pues entiende que una posición acertada ante este problema es de una importancia decisiva para determinar la relación existente entre la valentía y las demás partes de la virtud. Protágoras no tiene más remedio que escuchar a Sócrates, dejando que él debata en nombre de ambos, por decirlo así, con la "multitud" y sus opiniones, para lo cual Sócrates defiende al mismo tiempo el punto de vista de la masa y el suyo propio y hace todo el gasto de la conversación, mientras que Protágoras, ya más tranquilo, queda reducido al papel de simple oyente.[68]

Sócrates pone ahora de manifiesto que por "dejarse arrastrar por el placer" la multitud entiende el proceso psíquico de sentirse tentado por la satisfacción de un apetito sensual, aunque lo reconozca como malo. Por ejemplo, opta por procurarse un placer momentáneo en vez de abstenerse de él, a pesar de comprender que más tarde podrá derivarse de ello algún mal. Sócrates interroga a fondo a la multitud para averiguar la razón de por qué en este caso considera que el placer buscado es dañoso en última instancia.[69] Y la obliga a reco­nocer que no sabe dar otra razón sino la de que el placer gozado 504 trae como consecuencia un disgusto mayor.[70]   En otros términos: la meta final  (τέλος)   con respecto a la cual reconoce la multitud dife­rencias valorativas entre unas y otras sensaciones de placer es, a su vez, el placer y sólo éste.[71]   El hecho de que considere siempre bueno lo dulce y malo lo amargo obedece en último término a la razón de que lo dulce produce placer y lo amargo dolor.   De ser esto cierto, el hecho de "dejarse arrastrar por el placer", que la multitud invoca como una razón, no significa sino que  se ha cometido un error  de cálculo, eligiendo el menor placer en vez del mayor,  por la sencilla razón de que era el que estaba más cerca en el momento de optar.[72]Sócrates ilustra plásticamente esto presentando al hombre llamado a decidirse a obrar con una balanza en la mano, en la que pesa uno y otro placer, uno y otro dolor o un placer y un dolor.[73]   Y explica, a su vez, de modo que no admite equívocos, el sentido de esta imagen con otras dos comparaciones del campo de lo cuantitativo.  Si la salud y la  salvación de nuestra  vida dependiesen del hecho de elegir los caminos más largos que fuese posible, todo dependería de descubrir un arte de la medida que nos guardase de ilusiones en cuanto a la verdadera longitud del camino y que eliminase de nuestras decisiones el factor de las apariencias engañosas.   Sin un arte así nuestra opción sería siempre insegura,  vacilante, extraviada  no pocas veces por las simples apariencias y nos veríamos obligados con frecuencia a arre­pentimos de ella.   Pero el arte de la medida eliminaría esta fuente de errores y situaría nuestra vida sobre fundamentos firmes.[74]   En cam­bio, si nuestra salvación dependiese de una opción acertada entre lo recto y lo no  recto en  el sentido aritmético de la palabra, la arit­mética sería el arte sobre el que habría que erigir toda la vida del hombre.[75]  Pero como el fin de la existencia humana, según el criterio de la masa, es conseguir un balance favorable de placer, lo que ha­brá que hacer será eliminar  los errores de perspectiva que en este terreno extravían con tanta frecuencia nuestras decisiones y las em­pujan en una falsa dirección, creando un arte de la medida que nos permita distinguir la apariencia de la verdad.[76]   En otra ocasión, con­tinúa  Sócrates, investigaremos cuál  es este  arte de la medida y en qué consiste su esencia; pero lo que desde ahora podemos asegurar es que son un saber y un conocimiento de los que nos pueden dar la pauta para nuestra conducta, bastando esto para demostrar el punto 505 de vista mantenido por Protágoras y por mí.[77] Nos preguntabas —dice dirigiéndose a la masa— en qué consistía según nuestra opinión el proceso psíquico de lo que tú llamas "dejarse arrastrar por el placer". Si te hubiéramos contestado: en la ignorancia, te habrías reído de nosotros; ahora, sin embargo, queda bien demostrado que es la mayor ignorancia lo que en esencia sirve de base a ese modo de obrar.[78]

Después de dar esta respuesta a la multitud, Sócrates se dirige en su nombre y en el de Protágoras a los sofistas presentes, que se muestran perfectamente convencidos. Sócrates subraya de modo ex­preso su identificación con la tesis de que lo bueno es agradable y que esto es, por tanto, la pauta de la voluntad y la conducta del hombre.[79] El propio Protágoras, alentado por el asenso general, se adhiere también ahora, tácitamente, a la tesis que antes miraba con cierto recelo.[80] Con lo cual todos los criterios pedagógicos que se agrupaban bajo este techo se armonizan unánimemente al fin sobre la idea de los polloi, de la que Sócrates partiera. Sócrates los tiene a todos cogidos en la celada. Al lector atento no se le habrá escapado una circunstancia, y es que Sócrates no ha llegado a suscribir nunca el principio hedonístico: lo único que ha hecho ha sido destacar que éste es el criterio general de la masa y el resultado consecuente de su modo de pensar. Sin embargo, Sócrates deja que esto sirva más bien para caracterizar indirectamente a los sofistas como educadores y, sin detenerse ni un momento más en ello, pasa directamente a explotar en todo su alcance la concesión que en punto a esta con­cepción ha logrado arrancarles. En efecto, si lo agradable es preci­samente, como cree la masa, el criterio de todas las decisiones y de todos los actos humanos, es evidente que nadie elegirá a sabiendas el camino de lo menos bueno, es decir, de lo menos agradable, y que la pretendida debilidad moral de quien "se deja arrastrar por el placer" no es, en realidad, otra cosa que ausencia de saber.[81]Nadie se propone conscientemente como fin lo que considera un mal.[82] Con esto, Sócrates obliga a los sofistas a reconocer su cono­cida paradoja de que nadie "obra mal" voluntariamente,[83] sin que por el momento le interese saber si el giro "obrar mal" tiene en labios de ellos el mismo sentido que en los suyos. . . Partiendo de esta con­cepción es cosa fácil para él resolver el problema todavía no resuelto 506 de las relaciones entre la valentía y el saber, añadiendo con ello el eslabón último que faltaba a su cadena probatoria, aún incompleta, de la unidad de la virtud. Su tesis era la de que la valentía y la sabiduría eran una y la misma cosa. Protágoras había reconocido que todas las demás virtudes se hallaban más o menos íntimamente relacionadas entre sí. Según él, la única excepción era la valentía, y contra ella se estrellaba, al parecer, toda la argumentación de Só­crates,[84] desde el momento en que había hombres que, aun siendo impíos, desenfrenados y espiritualmente incultos en grado extremo, eran, sin embargo, extraordinariamente valientes. Y defendía al va­liente como un hombre que no retrocedía ante los peligros que llenaban a otros de pavor.[85] Pues bien, si definimos el miedo como el presentimiento de un mal,[86] resultará que Protágoras, al concebir la valentía como el hecho de no retroceder ante aquello sobre que recae el temor, cae en contradicción con la tesis que todos acaban de suscribir, según la cual nadie marcha conscientemente hacia lo que considera un mal.[87] Con arreglo a esta tesis, por el contrario, el valiente y el cobarde deberían coincidir plenamente en no marchar por su voluntad hacia algo que desde su punto de vista se debe temer.[88]La diferencia entre ellos reside más bien en lo que temen: el valiente sólo teme a la ignominia; el cobarde, en cambio, teme por ignorancia a la muerte.[89] El sentido profundo del concepto socrático del saber se desprende aquí por último, con una fuerza profética, de la visión de conjunto de lo contradictorio. Es el conocimiento del verdadero valor el que determina irremisiblemente la opción de nuestra volun­tad. Por donde llegamos a la conclusión de que la valentía es esen­cialmente lo mismo que la sabiduría: el conocimiento de lo que en realidad se debe temer y de lo que no se debe temer.[90]

El movimiento dialéctico del pensamiento socrático, que en los diálogos menores de Platón veíamos remontar el vuelo, pero sin que llegase nunca a su meta, alcanza, por fin, el objetivo propuesto, con lo que las palabras con que Sócrates formula en el Protágoras el resultado de su disquisición expresan al mismo tiempo el sentido que orientaba a aquellas otras conversaciones anteriores: "Pido que todo esto no se examine con otro fin que el de investigar qué es la virtud y cuál es su esencia, pues sé que una vez esclarecido esto quedará puesto en claro también, del mejor modo, aquello sobre lo que ambos hemos estado conversando tan largamente, yo sostenien­do que la virtud no puede enseñarse, tú que sí se puede enseñar." [91] Y, en efecto, el problema referente a la esencia de la virtud es la premisa necesaria para poder resolver el que versa sobre la posibilidad o imposibilidad de enseñarla. Pero el resultado a que Sócrates llega es éste: el hecho de que la virtud sea un saber, y de que incluso la 507 valentía entre en esta definición, no es la premisa para el problema de la posibilidad de enseñar la virtud solamente en un sentido lógico formal, sino que parece situar este problema por vez primera en el campo de lo posible, con lo que al final los puntos de vista de ambas partes parecen sufrir una completa inversión: Sócrates, que no con­sideraba la virtud susceptible de ser enseñada, se esfuerza ahora por todos los medios en probar que la virtud es, en todas sus formas, un saber, y Protágoras, que la había considerado materia apta de ense­ñanza, hace, por el contrario, grandes esfuerzos para demostrar que es cualquier cosa menos un saber, con lo cual la posibilidad de ense­ñarla se torna materialmente discutible.[92] El drama termina con el asombro que muestra Sócrates ante este resultado aparentemente con­tradictorio; pero el asombro, en este caso como en todos, es para Platón, evidentemente, la fuente de toda verdadera filosofía[93] y el lector se queda con la certeza de que la tesis socrática que reduce la vir­tud al conocimiento de los verdaderos valores[94] debe constituir la pie­dra angular de toda educación.

Claro está que Platón, en el Protágoras, se mantiene también fiel a su principio socrático de no enseñar nada dogmáticamente, sino interesarnos interiormente en su problema, problema que logra hacer nuestro, consiguiendo que, bajo la dirección de Sócrates, vaya sur­giendo poco a poco el conocimiento en nuestro propio interior. Puede que esta obra concreta nos interese por este problema, pero si, par­tiendo de la etapa vencida al final del Protágoras, nos remontamos a las investigaciones sobre las distintas virtudes que figuran en los anteriores diálogos platónicos, vemos claramente que el filósofo da por supuesto que tiene ante él un lector que sigue sus ideas con la misma tenaz perseverancia con que él mismo va dando vueltas en nuevas y nuevas obras al mismo problema y le arranca aspectos cons­tantemente nuevos. Al final del Protágoras vemos que, a pesar del arte asombroso de Platón para retener y estimular nuestra atención por medio de constantes cambios de escena y de iluminación, el pro­blema tratado sigue siendo el mismo que en otras obras anteriores. Pero al mismo tiempo nos sentimos aliviados por la sensación de que a medida que subimos vamos abarcando más y más con la mirada y con la comprensión, en sus conexiones, el paisaje que divisamos. Mientras que la lectura de los diálogos anteriores de Platón acerca de las distintas virtudes nos hacía al principio más bien vislumbrar que ver con claridad que todos aquellos esfuerzos no eran más que a modo de líneas trazadas directamente hacia un punto, pero con la sensación de que seguíamos moviéndonos en el mismo plano, al 508 terminar la lectura del Protágoras nos sentimos asombrados cuando miramos desde lo alto hacia ellos y vemos que todos aquellos caminos conducen en efecto a la cumbre a que nos hemos remontado, a la conciencia de que todas las virtudes humanas son esencialmente lo mismo y de que esta esencia común reside en el conocimiento de lo que es verdaderamente valioso. Pero todos los esfuerzos anteriores realizados para llegar a este resultado adquieren un sentido y una importancia por el hecho de orientarse, como ahora comprendemos igualmente, hacia el problema de la educación.

En la época de los sofistas la paideia se convierte por vez prime­ra en un problema consciente y se sitúa en el centro del interés general bajo la presión de la vida misma y de la evolución del espíritu, que siempre colaboran. Surge una "cultura superior" y aparece y se des­arrolla, como representante suya, una profesión especial: la de los sofistas, que se asignan como misión el "enseñar la virtud".[95] Pero ahora se pone de manifiesto que, a pesar de todas las meditaciones acerca de los métodos pedagógicos y las formas de enseñanza y a pe­sar de la riqueza vertiginosa de materia didáctica de que dispone esta cultura superior, nadie tiene una idea clara acerca de las premisas de este comienzo. Sócrates no había tenido la pretensión de educar a los hombres como Protágoras, que lo dice de modo expreso, y nuestras fuentes destacan cuidadosamente este rasgo.[96] Pero aunque estemos instintivamente convencidos desde el primer momento, como lo estaban todos sus discípulos, de que Sócrates es el verdadero educador que su época busca, Platón pone de relieve en el Protágoras que su pedagogía no se basa sólo en otros métodos de naturaleza distinta o en el mero poder misterioso de la personalidad, sino fundamentalmente en el hecho de que, al reducir el problema moral a un problema de saber, sienta por vez primera aquella premisa que a la pedagogía sofística le fal­taba. El postulado de la primacía de la formación del espíritu pro­clamado por los sofistas no puede justificarse por el simple hecho de triunfar en la vida. Esta época vacilante en sus fundamentos reclama el conocimiento de una norma suprema que obligue y vincule a todos, por ser expresión de la naturaleza más íntima del hombre, y apoyán­dose en la cual pueda la educación afrontar su tarea suprema: for­mar al hombre para su verdadera areté. A este resultado no pueden conducir los conocimientos y el training de los sofistas, sino solamente aquel saber profundo sobre que versa el problema de Sócrates.

Pero aunque el movimiento dialéctico de los diálogos anteriores sólo se aquiete en el Protágoras, plantea a su vez nuevos problemas a los que no da solución y con cuyo planteamiento señala el camino 509 a otras obras futuras.  Es cierto que Sócrates no considera la virtud sus­ceptible de ser enseñada ni alega la pretensión de educar a los hombres, pero Platón da a entender que detrás de esta actitud irónica sólo se esconde su profunda   conciencia  de  las  verdaderas   dificultades  que encierra semejante misión.  En realidad, Sócrates está mucho más cerca de la solución de este problema que los sofistas.   Sólo necesita, para ello, ahondar en su planteamiento, investigándolo hasta el fin, y esto es lo que Platón pinta como una perspectiva.   Uno de los problemas que necesitan ahora con más apremio discutirse es el de la posibili­dad o imposibilidad de enseñar la virtud, problema que parece haber­se acercado ya a su solución con la prueba socrática de que la virtud no es sino el saber.[97]   Pero surge la necesidad de investigar a fondo la esencia de este concepto socrático del saber, puesto que es evidente que no coincide con lo que los sofistas y la mayoría de los hombres entienden por tal.  Esta investigación se contiene en el Menón y, en par­te, en el Gorgias. Pero hay también otros aspectos en que el Protágoras apunta  reiteradas veces  al futuro desarrollo  de los problemas esbo­zados  en  él.   Nos  referimos  principalmente   a  la  disquisición  sobre el mejor modo de vida (eu)= ch=n), que Sócrates no señala en el Pro­tágoras como un fin en sí, sino simplemente como un medio para ilus­trar la importancia  del saber en cuanto a la  conducta acertada del hombre, partiendo  del supuesto de que sea cierta  la opinión vulgar que considera lo agradable como lo bueno.   Sócrates hace ver a la mul­titud que, dando por supuesta la exactitud de este criterio valorativo, el hombre necesitaría, para elegir con acierto la mayor suma de pla­cer, un arte de la medida que le permitiese distinguir el placer mayor del menor, es decir, que, en tal caso, no podría lograrse sin conoci­miento el tipo de vida mejor.[98]  Con esto, ha logrado probar lo que por el momento  se  proponía, pero cabe preguntarse  si   la  equiparación de lo bueno a lo agradable, que sabe hacer plausible a los sofistas y a tantos modernos investigadores, refleja en realidad el criterio propio de Sócrates.[99]  Ha surgido el problema de la meta (τέλος) y ya no es posible sepultarlo en el olvido.   Sospechamos que  Sócrates, dado el desenfado con que se manifiesta en el Protágoras, se está burlando 510 de todos los sofistas y de nosotros mismos. Y exigimos que, por fin, nos hable seriamente acerca de un problema de tanta seriedad. Esto es lo que hace en el Gorgias, que es, desde todos los puntos de vista, el perfecto hermano gemelo del Protágoras y el complemento indis­pensable del temperamento irónico vertido en éste.




[1] 1  Permítasenos que, por razones de brevedad, conservemos la traducción tra­dicional de las palabras  griegas areté y epistémé por "virtud" y "saber",  res­pectivamente,  aunque  ambas  expresiones  sean igualmente  equívocas,  por tener las  conocidas   acepciones concomitantes  modernas  que  las  palabras  griegas  no tenían.   Quien no tenga la suficiente independencia de juicio para atribuir siem­pre  a  la  palabra "virtud" el sentido griego, después  de todo lo  que  desde el comienzo del primer libro hemos venido exponiendo en el transcurso de nuestro estudio sobre la esencia de la areté de los griegos, y para no dar a la palabra "saber" el sentido que tiene en la actualidad la palabra "ciencia", sino el sig­nificado espiritual de los valores, de lo que los griegos llaman frónesis, no saldrá ganando nada tampoco  porque  se  empleen constantemente los términos griegos en vez de los términos modernos más o menos equivalentes.
[2] 2  La opinión de que partimos, o sea la de que el Protágoras presupone ya los diálogos menores de Platón, habrá de verse confirmada en el transcurso de nues­tra interpretación.  Wilamowitz incluye este diálogo entre las obras más antiguas de Platón y Arnim la considera incluso como la más antigua de todas.   Wila­mowitz  basa  este  criterio en su convencimiento de que  los diálogos socráticos más  antiguos de Platón,  incluyendo  el Protágoras,  no tenían aún un carácter filosófico (Cf. supra, p. 468). arnim, en Platos Jugenddialoge und der Phaidros, pp. 24-35, fundamenta su tesis en la prueba que pretende aportar de que el Laques presupone el Protágoras como anterior a él.  A mi juicio, ambos puntos de vista son igualmente insostenibles.
[3] 3  Prot., 310 As.                   
[4] 4 Prot., 311 A ss.                   
[5] 5 Prot. 312 A.
[6] 6  Estudiar para   formarse en   una   profesión es e)pi\ te/xnh manqa/nein;   los kaloi\ ka)gaqoi/ con Protágoras estudian sólo e)pi\ paidei/a|; (321 B), es decir, para su propia educación.
[7] 7  Cf supra, pp. 414 ss.
[8] 8  Prot., 313 A.   Son auténticamente socráticos los motivos del peligro y del alma, que aparecen en este pasaje.  Cf. también 314 A 1-2, 314 Β 1.
[9] 9 Cf. sobre este aspecto de la nueva cultura ver infra, pp. 493 s.
[10] 10  Prot., 313 A-314 B.
[11] 11  Prot., 313 D-E:  postulado del médico de almas; 313 C 6: el saber como alimento del alma.   El motivo del cuidado médico del alma  (yuxh=j qerapei/a) aparece, sistemáticamente elaborado, en el Gorgias.   Cf. infra, pp. 516 s.
[12] 12  Prot., 313 D 2; 313 D 8; 313 E 3; 314 Β 3.
[13] 13  Prot., 314 C ss.
[14] 14 Prot., 314 E-315 B.
[15] 15 Prot., 315 C.                 
[16] 16 prot. 315 d.                  
[17] 17 Prot., 319 A.
[18] 18 En Prot., 319 A, e)pa/ggelma es la "promesa" que el maestro hace al discípulo de enseñarle una determinada cosa. El verbo es e)pagge/llesqai y también u(pisxnei=sqai (Cf. nota 22), que en este caso significa "hacer saber". En latín, la palabra equivalente a este e)pagge/llesqai, es profiteri, de donde se deriva el término de professor empleado en el Imperio romano para designar al sofista dedicado a la enseñanza.
[19] 19 Prot., 316 D.                   
[20] 20 Prot., 316 D-E.                   
[21] 21 Prot., 316 D.
[22] 22 Prot., 317 Β: o(mologw~ te sofisth\j ei)=nai kai\ kaideu/ein a)vqrw/pouj.   Cf. la palabra o(mologei=n, que aparece también en 317 Β 6 y 317 C 1.
[23] 23 Prot., 317 C-D.    
[24] 24 Prot., 318 A.
[25] 25 Prot, 312 E.        
[26] 26 Prot, 318 C.
[27] 27 Prot, 318 E. Protágoras critica aquí, de pasada, a los sofistas del tipo de Hipias, que se dedican a la enseñanza de las llamadas "artes liberales", lla­mándolos corraptores de la juventud (lwbw=ntai tou\j ne/ouj).
[28] 28 Prot., 318 E, 5-319 A 2.                     
[29] 29 Prot, 319 A.
[30] 30 Prot., 319 B-C.    
[31] 31 Prot., 319 D.
[32] 32 Prot., 319 E.        
[33] 33 Prot., 320 A.
[34] 34 Prot., 320 B.      
[35] 35 Cf. supra, pp. 207 s., 209, 264 ss.
[36] 36 Cf. supra., pp. 280 ss.                 
[37] 37 Cf. supra, p. 285.
[38] 38 Ya en Homero aparece expresada la duda en la omnipotencia de la educa­ción. Cf. supra, p. 42.
[39] 39 En Prot., 319 C 7, Sócrates llama ta\ e)n te/xnh o)/nta al campo de lo ase­quible a la formación intelectual. Cf. también Gorgias, 455 B, Laques, 185 B. La característica de este tipo de saber y de cultura es la existencia de profesores y exámenes. Cf. Gorgias, 313 E ss.
[40] 40 Es la objeción principal que Sócrates alega antes y después del discurso de Protágoras: Prot., 319 B 2 y 328 E.
[41] 41 Cf. supra, pp. 282 ss.                   
[42] 42 Prot., 328 D-E.
[43] 43 Prot., 329 B.         
[44] 44 Prot., 329 C.   Cf. 322 B-323 A.
[45] 45 Cf. supra, pp. 471 ss.
[46] 46 Prot., 329 C 6.
[47] 47 Esto es característico en cuanto a la relación entre el Protágoras y aque­llos diálogos menores. En el Protágoras el autor se remonta de nuevo a ellos y los desarrolla.                       
[48] 48 Prot., 329 D.                       
[49] 49 Prot., 329 E.
[50] 50 Por ejemplo, el apartado siguiente, Prot., 349 D ss., recuerda el Laques y los intentos hechos en él para captar la esencia de la valentía. Si aquí no se repi­ten de un modo pedantesco todos y cada uno de los matices de las distinciones hechas en el Laques, ello no quiere decir que este último diálogo represente una etapa más avanzada de investigación dialéctica y que, por tanto, sea posterior al Protágoras. (En cuanto al pensamiento de arnim, ob. cit., Cf. nota 2 de este capítulo.)
[51] 51 Prot., 330 Cs.; 332 As.;  333 D s.
[52] 52 Prot., 331 Β 8, 322 A 1, 333 E, 350 C-351 B.
[53] 53 Cf. supra, p. 485.
[54] 54 Prot., 335 B-C.
[55] 55 Prot., 338 E. Aquí Protágoras declara que el conocimiento de los poetas (peri\ e)pw~n deino\n ei)=nai) constituye "la parte fundamental de la paideia".
[56] 56 Elige esta poesía porque trata de la esencia de la areté, aunque no aporte nada al problema, planteado por Sócrates, de las "partes" de la areté y de su relación con el todo. Platón enlaza aquí directamente la paideia sofística a aquel aspecto de la antigua poesía que traducía una reflexión consciente sobre la areté y, por tanto, sobre la educación. Para ilustrar esto, Simónides era un autor espe­cialmente indicado.
[57] 57 Prot., 345 E. Sócrates llega a esta interpretación históricamente falsa si­guiendo menos el sentido de las palabras de Simónides que a través de su conse­cuencia lógica. Lo que él busca, incluso en los poetas, es la verdad absoluta, tal como él la ve.
[58] 58 Prot., 349 D ss. Sócrates vese obligado a apelar a la fama de Protágoras como el más grande representante de la paideia para convencerle de que siga tomando parte en la conversación.
[59] 59 Prot., 350 C ss.
[60] 60 Prot., 351 Β ss.
[61] 61 Prot., 351 D.                 
[62] 62 Prot., 352 B.                 
[63] 63 Prot., 352 C 3-7.
[64] 64 Prot., 352 D. Protágoras dice: "Si hay algún hombre en el mundo para quien sería una deshonra (ai)sxro/n) no considerar la sabiduría y el saber como las más poderosas de todas las fuerzas humanas, ese hombre soy yo." Pero se ve claramente que lo que le mueve a asentir a las palabras de Sócrates no es tanto una certeza interior como el miedo a la vergüenza que significaría para él, re­presentante de la paideia, el dudar de la fuerza del saber. Sócrates, que se da cuenta bien de esto, lo utiliza para enredar a su adversario en contradicciones consigo mismo. Cf. el miedo de éste ante el choque de la sociedad (ai)sxro/n) como medio de refutación en Prot., 331 A 9, 333 C; Gorg., 461 Β y, sobre todo, 482 D ss., donde Calicles pone al descubierto este "ardid" de Sócrates.
[65] 65 Prot., 352 D-E.                     
[66] 66 Prot., 353 A.                     
[67] 67 Prot., 353 A.
[68] 68 Está claro por qué Platón hace que Sócrates emplee aquí el ardid de pre­guntar a la "masa" en vez de Protágoras. Así hace que le sea más fácil a Protágoras asentir, pues de otro modo, por miedo al choque de la sociedad, ten­dría, seguramente, reparo en contestar en su propio nombre. Cf. supra, nota 64.
[69] 69 Prot., 353 C ss.
[70] 70 Prot., 353 D-E; 354 B.
[71] 71  Es en este pasaje donde el concepto fundamental del fin  (τέλος)  aparece por vez primera en Platón.  Cf. 354 Β 7, 354 D 2, 354 D 8, así como también el verbo correlativo a)poteleuta~n (ei)j h(dona/jen 354 Β 6 y τελευτάν en 355 A 5. Sinónimo de τέλος: Cf. 355 A 1, "el bien" (a)gaqo/n).   En el Gorgias, 499 E, la misma idea está expresada por "la razón de por qué" (ou)= e(/neka), que equipara al "bien".
[72] 72  Prot., 356 A.
[73] 73  Prot., 356 B.    
[74] 74 Prot., 356 C-E.
[75] 75 Prot., 356 E-357 A.                        
[76] 76 Prot., 357 A-B
[77] 77 Prot., 357 B. El concepto de la medida y del arte de medir (metretiké), que aquí se emplea repetidamente y con gran insistencia (Cf. 356 D 8; 356 E 4; 357 A 1; 357 B 2 y 357 B 4), tiene una importancia fundamental para la con­cepción platónica de la paideia y del saber. Aquí aparece primeramente como simple postulado y además aplicado para determinar el supremo bien, el cual no se concibe, ni mucho menos, en sentido socrático. En obras posteriores de Platón este concepto revelará su verdadera fuerza y su pleno contenido.
[78] 78 Prot., 357 C-D.    
[79] 79 Prot., 358 A.
[80] 80 Quic tacet, consentire videtur.       
[81] 81 Prot., 358 B 6.
[82] 82 Prot., 358 D.              
[83] 83 Cf. supra, p. 501 y nota 57.
[84] 84 Prot., 349 D.
[85] 85 Prot., 349 E.
[86] 86 Prot., 358 D 6.
[87] 87 Prot., 358 E.
[88] 88 Prot., 359 D.
[89] 89 Prot., 360 B-C.
[90] 90 Prot., 360 D 5.
[91] 91 Prot., 360 E 6.
[92] 92 Prot., 361 A., supra, pp. 281  y 497.
[93] 92a Cf.  Teeteto,  155 A.
[94] 93 Prot., 361 Β 2. Cf. 358 C 5, donde la "ignorancia" se define, en sentido socrático, como error con respecto a los verdaderos valores (e)yeu=sqai peri\ tw~n pragma/twn tw~n pollou= a)ci/wn).
[95] 94 Tal es la definición del sofista en Platón; Cf. Prot., 349 A: paideu/sewj kai\ a)reth=j dida/skaloj. Los sofistas se comprometen a educar hombres: paideu/ein a)nqrw/pouj (Apol, 19 E; Prot., 317 B), lo que en Apol., 20 Β se equipara a "poseer conocimientos de la areté humana y política".
[96] 95 Apol., 19 E-20 C.   jenofonte, Mem., I, 2, 2.   Cf. supra, p. 438.
[97] 96  Prot., 361 C.   Hasta qué punto agitó este problema el pensamiento de los contemporáneos de Sócrates nos lo revela no sólo el testimonio de un sofista de la misma  época  como  el  autor  de   las  llamadas  Dialexeis   (Cf.  el  cap.  6   de  esa obra en diels,  Vorsokratiker, t. ii, 5a ed., pp. 405 ss.), sino también, por ejem­plo, una discusión como la prueba de Las suplicantes de Eurípides (v. 911-917), según la cual la virtud de la valentía puede enseñarse exactamente lo mismo que se enseñaba hablar a un niño y a escuchar y decir lo que no sabe.   Eurípides saca de aquí la conclusión de que todo depende de que se emplee la paideia adecuada.
[98] 97  La investigación  a fondo  sobre  qué  clase  de conocimiento  y  de  ciencia (te/xnh kai\ e)pisth/mh) sea este arte de la medida, la reserva Sócrates al final del Protágoras (357 B)  para otra ocasión.
[99] 98  Cf. supra, p. 504.

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