miércoles, 27 de diciembre de 2017

Donald Kagan.- La guerra del Peloponeso Capítulo 29 El golpe definitivo (411)

LA MISIÓN DE PISANDRO EN ATENAS

A finales de diciembre del 412 en Samos, los hombres que estaban planeando socavar la democracia ateniense enviaron a Pisandro a Atenas como jefe de una embajada. Los emisarios no sabían todavía nada de los complots que desacreditarían a Alcibíades, por lo que iban a continuar con su plan original de hablar de él y de sus promesas. Debido a que hombres moderados como Trasibulo todavía apoyaban los cambios propuestos y tenían un importante papel en el intento de cambio político que se estaba llevando a cabo, los verdaderos oligarcas incluidos en la conspiración necesitaban moderar su discurso para convencerlos.
El mensaje que los embajadores presentaron ante la Asamblea ateniense era el de que la supervivencia del Estado y su victoria dependían de la ayuda persa, que sólo Alcibíades podría obtener, por lo que debía ser rehabilitado; además, para que Persia diera su apoyo a la ciudad, la democracia debía ser restringida. Aseguraron a los atenienses que podían hacer lo que era necesario tan sólo «adoptando una forma diferente de gobierno democrático» (VIII, 53, 1). Su diplomático lenguaje, sin embargo, no podía prever la fuerte resistencia que encontrarían a las dos partes de la propuesta. Muchos protestaron contra cualquier cambio en la democracia, y el conjunto de los enemigos de Alcibíades se opuso a que se permitiera su regreso. La escena fue tumultuosa y alborotada, con gritos y silbidos interrumpiendo a los que hablaban. Ante esta multitud feroz y hostil, Pisandro reaccionó con una notable habilidad. Contaba con la ventaja de ser mirado como «un hombre del pueblo» debido a su historial anterior como político democrático radical, y, como tal, era más convincente que un político más conservador; una ventaja que explotó con una audaz estratagema retórica. Preguntó a los que le interrumpían si tenían alguna esperanza en la salvación de la ciudad mientras Esparta tuviera tantos barcos como Atenas, más aliados y dinero de Persia. Preguntó igualmente si ellos tenían cualquier otra perspectiva que no fuera la del regreso de Alcibíades, que traería la ayuda persa con él. Nadie respondió, y la ruidosa multitud guardó silencio. Pisandro, entonces, lanzó la inevitable conclusión para la cauta democracia ateniense: ellos debían cambiar la Constitución para traer de vuelta a Alcibíades y, con él, el apoyo persa.
Ambas demandas eran fraudulentas. Como ya hemos visto, Alcibíades no podía ya hacer efectiva la ayuda persa para Atenas, y no hay evidencia de que a los persas les preocupara qué tipo de Constitución estaba vigente en Atenas. Los oligarcas involucrados en la conspiración querían el cambio constitucional para su propio beneficio, y estaban deseosos de aceptar a Alcibíades como parte del trato. Algunos moderados querían poner límites específicos a la democracia, y otros hubieran preferido preservarla tal como estaba; todos ellos, sin embargo, creían que Alcibíades era la clave para obtener el apoyo persa, y debido a que su regreso requería un cambio en la Constitución, estaban dispuestos a pagar ese precio.
Pisandro eligió sus palabras cuidadosamente para que fueran bien recibidas no sólo por sus colegas moderados, sino por la numerosa audiencia democrática ante la que habló. Los atenienses no podrían conseguir sus objetivos, advirtió, «a menos que seamos gobernados más prudentemente y coloquemos los cargos, en gran parte, en las manos de unos pocos» (VIII, 53, 3). Este argumento implicaba que la democracia permanecería como estaba, excepto por una reducción de los que podían acceder a los cargos públicos. Muchos podían aceptar esto como una concesión, pragmática y moderada, a la realidad; con su tesoro vacío, Atenas no podía permitirse pagar el mantenimiento de esos cargos públicos, así que ¿por qué no limitar esos cargos a aquellos que no necesitaban recibir una remuneración? Un período de crisis, argumentaba, no era tiempo para debates sobre formas constitucionales. En cualquier caso, les tranquilizó, si a ellos no les agradaba la nueva Constitución, siempre podrían volver a la anterior.
Aunque a la Asamblea no le agradó lo que había dicho Pisandro «sobre la oligarquía» (VIII, 54, 1), logró convencer a la mayoría de que no encontrarían la seguridad de ninguna otra forma, por lo que, sin miedo y en la creencia de que su acción sería fácilmente reversible, aceptaron sus argumentos. La Asamblea envió a Pisandro junto con otro diez emisarios a negociar con Alcibíades y Tisafernes «en la forma en que les pareciera mejor» (VIII, 54, 2).
Para facilitar las cosas, Pisandro eliminó el obstáculo potencial de Frínico, acusándole de traición por entregar Yaso y a Amorges. Técnicamente, la acusación era falsa, pero quedaba sobreentendido que venía a significar que Frínico había sido el responsable de eludir una batalla naval en Mileto, un hecho que ahora era considerado como un error de catastróficas proporciones. De esta acusación era ciertamente culpable, y los atenienses votaron destituirlo, tanto a él como a uno de sus colegas, Escirónides, del rango de general, y reemplazarlos por Diomedonte y León. De esa manera, Pisandro fue capaz de aprovecharse del resentimiento público para conseguir sus objetivos.
Antes de dejar Atenas, se presentó ante las hetairíai, la mayoría de las cuales eran oligárquicas, para «planear juntos el derribo de la democracia» (VIII, 54, 4). Ante tal audiencia, fue capaz de hablar franca y honestamente, urgiendo al establecimiento de una oligarquía sin tener que esconder sus palabras para acomodarse a las opiniones de sus socios moderados.
LA RUPTURA DE LOS OLIGARCAS CON ALCIBÍADES

Pisandro y los otros emisarios navegaron entonces a la corte de Tisafernes, donde encontraron a Alcibíades, sentado junto al sátrapa y hablando por él. Pero esta aparente posición de gran influencia era engañosa, ya que por entonces «la posición de Alcibíades en relación a Tisafernes no era muy firme» (VIII, 56, 2). Hasta este punto de su narración, Tucídides había retratado a Alcibíades como alguien verdaderamente respetado por el sátrapa y con gran influencia sobre él, por lo que cuando envió noticias a sus amigos de Samos de que podía procurar la ayuda persa, debió de haber creído que verdaderamente podía hacerlo así. Pero ahora, según nos dice Tucídides, Tisafernes había reanudado su proyecto de desgastar ambos bandos, y, como consecuencia, la relación de Alcibíades con él se había convertido en algo poco sólido.
La correspondencia entre Frínico y Astíoco había revelado que Alcibíades estaba trabajando a espaldas del sátrapa en su propio interés, y que estaba planeando en secreto su regreso a Atenas sin contemplar los intereses de Tisafernes. Esta revelación sin duda debilitó la confianza del sátrapa en su traicionero asesor, y también pudo haberle disuadido de prestar apoyo a Atenas, si es que realmente tuvo alguna vez la intención de hacerlo. Por el momento, regresaría a su política de neutralidad, una decisión que debió comunicar a Alcibíades antes de su entrevista con Pisandro y sus colegas, ya que el exiliado ateniense actuaba como su portavoz.
Por consiguiente, en la reunión, Alcibíades era plenamente consciente de que no podía cumplir su promesa y de que las demandas de Tisafernes serían consideradas inaceptables. Todo lo que podía hacer, por consiguiente, era mantener la apariencia de una continuada relación de privilegio con el sátrapa y presentar el inevitable fracaso de las negociaciones con los persas como fruto de la irracionalidad ateniense, más que de su propia incapacidad. Las discusiones se desarrollaron a lo largo de tres sesiones, con Tisafernes pidiendo la entrega de todas las ciudades de la costa oeste de Asia Menor, «las islas adyacentes y otros territorios» (VIII, 56, 4). Estos territorios habrían incluido lugares tan ricos e importantes como Rodas, Samos, Quíos y Lesbos, que los emisarios aceptaron entregar. Sin embargo, al final de la sesión, Alcibíades introdujo la demanda del sátrapa acerca de que los atenienses debían permitir «que el Rey construyera barcos y los hiciera navegar a lo largo de sus propias costas por las rutas que deseara y en el número que considerara oportuno» (VIII, 56, 4).
En la práctica, los persas habían evitado enviar barcos de guerra al Egeo o al Helesponto desde que los griegos les hubieran derrotado en el año 479, ya que la seguridad de Atenas y de su Imperio dependían en gran medida del mantenimiento de las flotas persas fuera de estas aguas. En este momento, sin embargo, el sátrapa del Gran Rey insistía en la necesidad de volver al statu quo que existía antes de las Guerras Médicas. Ninguna Asamblea ateniense libre aceptaría jamás semejantes condiciones, y como era de prever Pisandro y sus colegas las rechazaron. Los airados emisarios atenienses creyeron que Alcibíades les había engañado, tomando partido por los objetivos de Tisafernes. Sin embargo, el renegado tuvo éxito en un aspecto: los atenienses no sospecharon que era incapaz de cumplir lo que había prometido, sino que pensaban más bien que, por razones particulares, había decidido no hacerlo. En consecuencia, el mito acerca del poder y la influencia de Alcibíades podía continuar floreciendo.
La conspiración para alterar la Constitución democrática de Atenas había llegado ahora a un momento crítico. La falta de voluntad o la incapacidad de Alcibíades de traer la ayuda persa a Atenas puso fin a cualquier atractivo que su plan tuviera originalmente para hombres moderados como Trasibulo. El siguiente contacto de éste con la conspiración fue en calidad de principal enemigo de la misma, aunque debió de llevarse a algunos miembros del grupo con él. A aquellos que permanecieron en el complot, nunca les había agradado Alcibíades, por lo que decidieron, a partir de entonces, «abandonarlo a su suerte, ya que él había rehusado unirse a ellos, además de que no era un hombre adecuado para participar en una oligarquía» (VIII, 63, 4). Con esta decisión, renunciaron a su esperanza de conseguir el apoyo persa, aunque estaban más decididos que nunca a destruir la democracia, ya que se sentían amenazados a causa de los pasos que ya habían dado en la consecución de sus objetivos.
DIVISIÓN ENTRE LOS CONSPIRADORES

Hasta ese momento, los miembros de la conspiración habían anunciado públicamente su intención de cambiar la Constitución. Hubiera sido más seguro renunciar al plan, amparándose en que Alcibíades había abierto falsas expectativas, o que se mostraba incapaz de cumplir sus promesas. Eso es precisamente lo que el trierarca Trasibulo y otros moderados hicieron cuando las negociaciones con Alcibíades y Tisafernes fracasaron.
De todos los que permanecían todavía comprometidos en la conspiración, algunos eran verdaderos oligarcas que deseaban una revolución en el gobierno para su propio beneficio. Otros, sin embargo, no eran tan radicales en sus opiniones, aunque podían estar defraudados por los errores cometidos por la democracia radical, y temer las equivocaciones que todavía podía llegar a cometer. Probablemente, también eran conscientes de la necesidad que el Estado tenía de economizar, lo cual era incompatible con un pago continuado por servicios y cargos públicos.
Ambos grupos, sin embargo, se encontraban en una situación un tanto precaria. No podían por más tiempo reivindicar lo que pretendían, debido al giro de la alianza persa. La defección de Trasibulo garantizaba que sus enemigos conocerían sus identidades, al tiempo que él les serviría como un líder informado e inteligente. Aquellos que mantuvieron su posición después de que la posibilidad de la ayuda persa se hubiera desvanecido, serían vistos como enemigos de la democracia y tiranos en potencia. Sin embargo, éstos decidieron mantener la conspiración en activo, sufragando los gastos con sus propios recursos monetarios o con cualquier cosa que fuera necesaria, y estaban dispuestos a no ceder ante Esparta.
La coalición contra la democracia ateniense debía ocultarse ahora y convertirse en conspiración secreta, al tiempo que definía tres objetivos como prioritarios para conseguir un éxito completo: hacerse con el control de la base naval de Samos; promover la revolución oligárquica a lo largo del Imperio e implantar la oligarquía en Atenas. Por consiguiente, se pusieron a trabajar para ganar el apoyo de los hoplitas y agricultores menos ligados a la democracia radical que los hombres que remaban en los barcos, al tiempo que se comprometían con «los hombres importantes» de Samos para establecer allí una oligarquía.
Mientras tanto, Pisandro, con la mitad de la embajada que había negociado con Tisafernes, navegaba hacia Atenas, estableciendo oligarquías en el Imperio a medida que avanzaba. Los otros cinco enviados se dispersaron en el Egeo con el mismo objetivo, aunque se encontraron con algunos problemas en el proceso. El general Diítrefes, uno de los conspiradores, consiguió inicialmente derrocar la democracia e instituir un gobierno oligárquico en Tasos. Sin embargo, muy pronto, a pesar de la inminente instauración de una oligarquía en Atenas, los oligarcas tasios, reunidos con otros oligarcas en el exilio, fortificaron su isla contra un posible ataque ateniense, y pidieron ayuda a una flota liderada por el general corintio Timolao. Los oligarcas de Tasos no necesitaban por más tiempo una «aristocracia» impuesta, cuando podían tener «libertad» buscando la alianza con los espartanos.
Los acontecimientos que tenían lugar en Tasos corroboraban los argumentos de Frínico de que reemplazar democracias por oligarquías no reconciliaría necesariamente a Atenas con los Estados sometidos a su control. Tucídides nos hace ver que: «Cuando las ciudades dispusieron de un gobierno moderado y libertad para actuar como ellas quisieran, intentaron conseguir su absoluta libertad, sin cuidarse para nada de la engañosa eunomía de los atenienses» (VIII, 64, 5).
LA DEMOCRACIA DERRIBADA

A pesar de esta decepción, la misión de Pisandro parecía todavía prometedora. En Atenas, los jóvenes aristócratas extremistas, que él había reclutado, ya habían pasado a la acción y asesinado a un cierto número de destacados demócratas, entre ellos Androcles, el principal líder popular del momento, que fue eliminado no sólo porque era un demagogo, sino también para agradar a Alcibíades. Evidentemente, ellos no sabían nada de los cambios que se habían producido en la situación, o de los objetivos revisados de los líderes de la conspiración, ya que todavía estaban impulsando el programa defendido por los moderados, proponiendo públicamente el fin de la paga por servicio militar, así como la limitación de la ciudadanía activa a un número no superior a cinco mil, reservando la participación sólo para aquellos que pertenecieran a la clase hoplítica o a una superior.
Al mismo tiempo, estos jóvenes aristócratas estaban asesinando a otros destacados enemigos políticos, no siendo esta una trayectoria que favorecieran los moderados. Además de a Androcles, ellos «mataron a algunos otros que eran incómodos, del mismo modo, secretamente» (VIII, 65, 2). Estos asesinatos formaban parte de una política de terror para debilitar a la oposición y facilitar la destrucción de la democracia. La Asamblea popular y el Consejo todavía se reunían, pero los miembros de la conspiración controlaban ahora el orden del día y eran los únicos en hablar, ya que sus oponentes estaban aterrorizados y en silencio: «Si alguien hablaba en contra, era inmediatamente asesinado de forma conveniente» (VIII, 66, 2). Los responsables de esas acciones eran tolerados públicamente, sin quedar sujetos a investigación alguna, ni a arresto, cargos o juicios. Miembros de la facción democrática temían hablar francamente unos con otros, sin confiar en nadie, porque, incluso demagogos bien conocidos como Pisandro y Frínico se habían convertido en líderes oligárquicos.
Los conspiradores crearon así un clima de miedo gracias al cual podían ganar el control del Estado sin tener que recurrir a un descarado uso de la fuerza, protegidos por esa forma de legalidad, procedimiento adecuado y consentimiento. En una reunión de la Asamblea, propusieron el nombramiento de una comisión de treinta redactores (syngrapheis), incluyendo los diez probuloi, con plenos poderes, «para un día fijado», con el objeto de redactar propuestas «para el mejor gobierno del Estado» (VIII, 67, 1). Esto fue poco menos que una licencia para proponer una nueva Constitución, y la intimidada Asamblea la aprobó sin atreverse a Votar en contra.
Los comisionados hicieron su informe en el día señalado, no como era habitual en la colina de la Pnix en Atenas, sino a casi dos kilómetros fuera de la ciudad sobre una colina llamada Colono Híppico. Quizá se llevó a cabo así para incrementar los temores de las clases bajas; mientras la presencia de una guardia armada de hoplitas podía parecer apropiada para proteger una reunión que tenía lugar fuera de las murallas de la ciudad, el mero acto de trasladarse a un lugar de reunión poco familiar habría sido un factor desconcertante para ellos. Los syngrapheis no ofrecieron propuestas para la seguridad o mejor gobierno del Estado, sino que presentaron una sola moción: «Permitir que cualquier ateniense presentara cualquier propuesta que deseara sin responsabilidad legal» (VIII, 67, 2). Esto significaba que la prohibición constitucional contra la presentación de propuestas ilegales, la graphé paránomo, quedaba suspendida.
En este contexto de intimidación y control de la reunión, una medida como ésa no tenía por objetivo el establecimiento de un permiso para garantizar la libertad de expresión, sino que suponía una protección legal para aquellos que planeaban la revolución. Bajo estas circunstancias, Pisandro habló solo, exponiendo el programa de los conspiradores. No iba a haber más pagos por servicios públicos o relativos a la guerra, con la excepción de los nueve arcontes y los prítanes, cada uno de los cuales recibiría medio dracma por día. Pero el elemento principal de su discurso fue el establecimiento de un Consejo de los Cuatrocientos, «para gobernar de la forma que estimaran más oportuna, con plenos poderes» (VIII, 67, 3). Este cuerpo político sería elegido de una forma complicada e indirecta. En una atmósfera tan amenazadora, había pocas dudas de que los candidatos de los conspiradores serían elegidos. Una lista de los Cinco Mil, integrada por hombres del censo de los hoplitas o de una condición superior, también iba a ser redactada, mientras los Cuatrocientos fueron dotados con poderes que les capacitaban para convocarlos siempre que lo estimaran oportuno.
La Asamblea aprobó estas medidas sin disentir en nada y procedió a disolverse; el golpe había triunfado. La democracia que había reinado durante casi un siglo sería reemplazada por un régimen que excluía de la vida política a las clases bajas, y colocaba la dirección de los asuntos públicos en manos de una reducida oligarquía.
Aunque la provisión hecha para los Cinco Mil era un fraude, para los atenienses del año 411 las propuestas hechas en conjunto eran, aparentemente, consecuentes con el programa de los moderados. Los pagos debían ser recortados con el objeto de ahorrar dinero para los gastos de la guerra; la democracia radical debía apartarse mientras durase de la guerra y ceder el paso a un régimen más restringido, pero moderado. El Consejo de los Cuatrocientos podía ser considerado, por consiguiente, como un gobierno temporal, en el poder sólo hasta que los Cinco Mil pudieran hacerse cargo de la situación.
Lo que todavía permanecía sin resolver era el asunto de Alcibíades y su promesa de traer la ayuda de Tisafernes y Persia. Aunque Pisandro sabía que ese proyecto ya no era factible, no está claro si los moderados que participaban en la conspiración conocían las fracasadas conversaciones con Tisafernes. Los moderados en Atenas continuaban apoyando el golpe, quizá porque no sabían nada de la nueva situación de Alcibíades, aunque incluso si hubieran llegado a conocerla, todavía podían tener motivos para continuar con el proyecto. Como los moderados de Samos, que habían permanecido ligados al plan incluso después de saber que el asunto de Alcibíades y Persia había fracasado, los moderados de Atenas podían haber persistido «porque ellos estaban ya en peligro» y, por lo tanto, era más seguro seguir hacia delante. Quizá, también, esperaban ahorrar dinero público para los gastos de la guerra, creyendo además que limitar el número de ciudadanos activos a las clases propietarias era el mejor camino para ayudar a Atenas a sobrevivir y ganar la guerra.
LOS LÍDERES OLIGÁRQUICOS

Los líderes del movimiento para derrocar la democracia eran Pisandro, Frínico, Antifonte y Terámenes. Los dos primeros, como la mayoría de los Cuatrocientos, eran meramente oportunistas que buscaban su propio beneficio, guiados por la ambición personal. Antifonte, sin embargo, era diferente. Si Frínico y Pisandro eran activos y muy destacados políticos, Antifonte trabajaba en la sombra. Parece haber sido el primer escritor de discursos profesional en Atenas, un personaje que ganó la admiración de Tucídides como «el hombre más capaz de ayudar a cualquiera que contendiera en los tribunales y en la Asamblea». No era amigo de la democracia, sin embargo, y llegó a convertirse en «objeto de sospecha para las masas debido a su reputación de ser peligrosamente inteligente». Él fue quien «había concebido todo el asunto y había establecido la estrategia por la que se había llegado hasta este punto» (VIII, 68, 1). Existen motivos para creer que Antifonte sinceramente creía que lo mejor para Atenas era el derrocamiento de la democracia en favor de una verdadera y reducida oligarquía, y trabajó duramente para prepararla y hacer lo que fuera necesario para conseguir ese objetivo. Tucídides lo describe como un hombre «no inferior a nadie de su época en areté [excelencia], y el más diestro tanto en concebir como en expresar una idea en un discurso» (VIII, 68, 1).
Sin embargo, fue Terámenes quien tuvo el papel más significativo en el año 411. Era también el más controvertido de los cuatro, acusado por algunos de ser un enemigo oligárquico de la democracia, y llamado por sus adversarios «coturno», por el calzado de las tragedias que se ajustaba indistintamente a ambos pies, aunque toda su carrera nos lo presenta como un patriota y un verdadero moderado, sinceramente comprometido con una Constitución que garantizaba el poder a la clase hoplítica, bien bajo la forma de una democracia limitada, o bien como una oligarquía ampliamente apoyada.
Por razones particulares y originadas por diferentes filosofías y objetivos, estos cuatro hombres se propusieron «privar de su libertad a un pueblo que no sólo no había estado sometido a nadie, sino que durante la mitad de su tiempo como pueblo libre se había acostumbrado a gobernar sobre otros» (VIII, 68, 4).
Pisandro no fijó una fecha para que el nuevo régimen tomara el control de la situación, por lo que muchos atenienses esperaban que su advenimiento sería retrasado hasta que el año conciliar acabara, aproximadamente en el plazo de un mes. Pero los conspiradores se movieron rápidamente, y así el 9 de junio del año 411, sólo unos pocos días después de la reunión en Colono, tomaron oficialmente el poder. Cuando los atenienses se dispersaron en sus puestos militares en los muros y en los campos de entrenamiento, los conspiradores entraron en acción, asistidos por cuatrocientos o quinientos hombres armados de Tenos, Andros, Caristo y Egina, que habían sido expresamente reclutados para el golpe.

Los Cuatrocientos, llevando dagas bajo sus mantos y apoyados por los ciento veinte jóvenes aristócratas que habían aterrorizado Atenas, irrumpieron en la sede del Consejo. Pagaron a los miembros del Consejo democrático por el tiempo que les quedaba del ejercicio de su cargo, para a continuación ordenarles que salieran. Los consejeros tomaron su dinero y partieron sin protestar, y nadie más interfirió. Los Cuatrocientos eligieron por sorteo a los prítanes y a los magistrados que debían presidir las reuniones, así se había constituido el anterior Consejo, y llevaron a cabo las oraciones y sacrificios rituales propios de la toma de posesión del cargo. Hicieron todo lo posible por preservar un sentido de continuidad, normalidad y legalidad, pero pocos pudieron ser engañados. Por primera vez desde la expulsión de los tiranos pisistrátidas en el año 510, el Estado había sido sometido por medio de las amenazas y la fuerza.

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