lunes, 25 de diciembre de 2017

Jenofonte .-La expedición de los diez mil Anábasis Libro cuarto.

LIBRO CUARTO

I

[En los libros precedentes queda referido cuanto aconteció en la marcha inferior del Asia hasta la batalla y después de la batalla en las treguas ajustadas entre el rey y los griegos que acompañaron a Ciro, así como lo sucedido cuando, habiendo violado las treguas el rey y Tisafernes, hicieron guerra a los griegos, persiguiéndolos con el ejército persa. Llegados al sitio en que la profundidad y anchura del río Tigris harían imposible su paso y en que tampoco se podía seguir bordeándolo, pues las montañas de los carducos caían a pico sobre el río, los generales decidieron cruzar las montañas. Sabían por los prisioneros que una vez atravesadas podrían pasar el Tigris en sus fuentes en Armenia, o si lo preferían darle la vuelta. También se decía que las fuentes del Éufrates no estaban lejos del Tigris, como así es. He aquí cómo penetraron en el país de los carducos, de manera que los enemigos no se enterasen y ocuparan de antemano las alturas.]

Hacia la última vela, cuando aún quedaba bastante noche para poder cruzar la llanura sin ser vistos, levantaron el campo a una señal dada y poniéndose en marcha llegaron junto a las montañas al rayar el día. Quirísofo marchaba a la cabeza de la columna con su cuerpo y todas las tropas ligeras, y Jenofonte seguía con los hoplitas de retaguardia sin ningún gimneta, pues no parecía haber peligro de que el enemigo atacase por detrás mientras subían. Quirísofo ganó la cima antes que los enemigos se diesen cuenta y continuó adelante, mientras el resto del ejército le seguía, penetrando en las aldeas situadas en los valles y repliegues de las montañas. Los carducos, al verlos, abandonaron sus habitaciones y huyeron con sus mujeres e hijos a las montañas. Había allí víveres en abundancia y se encontraron en las casas muchos utensilios de bronce. Pero los griegos no se llevaron nada ni persiguieron a los habitantes, con la esperanza de que al ver esto los carducos les dejarían pasar como por tierra amiga, puesto que eran enemigos del rey. En cuanto a los víveres, cogieron todo lo que hallaron; la necesidad les obligaba. A pesar de todo, los carducos no quisieron oírles y no dieron ninguna señal de disposición amistosa. Y cuando ya de noche los últimos griegos bajaron de las cimas a las aldeas (pues era tan estrecho el camino que habían empleado todo el día en subir y bajar la montaña hasta las aldeas) se reunió un grupo de carducos y atacaron a los rezagados, matando a algunos e hiriendo a otros con flechas y piedras, aunque eran en corto número, pues los griegos habían entrado en el país de improviso. De haber sido más, una gran parte de ejército hubiese acaso estado en peligro de ser aniquilada. Así acamparon esa noche en las aldeas. Los carducos encendieron numerosas hogueras y unos y otros se observaban.
Al rayar el día, reunidos los generales y capitanes de los griegos, decidieron no conservar de las acémilas más que las indispensables y que estuviesen en mejor estado, así como poner en libertad a todos los prisioneros hechos últimamente y que iban como esclavos en el ejército. El gran número de prisioneros y acémilas hacía más lenta la marcha, y su vigilancia y cuidado restaban muchos hombres a las fuerzas combatientes; además, era preciso buscar y llevar consigo doble cantidad de víveres para gente tan numerosa. Tomada esta decisión, los heraldos pregonaron que así se hiciera.
Después de almorzar el ejército se puso en marcha. Los generales se colocaron en un paso angosto, y si encontraban que un soldado llevaba algo de lo prohibido en el pregón, se lo quitaban. Todos obedecieron, salvo alguno que otro que consiguió pasar de oculto la bella mujer o el muchacho objeto de sus deseos. Durante todo este día marcharon unas veces combatiendo y otras descansando. Al día siguiente sobrevino una gran tormenta. Pero no por eso se detuvieron, pues estaban escasos de víveres. Quirísofo iba a la cabeza y Jenofonte en la retaguardia. Los enemigos atacaron vigorosamente, y como el camino era estrecho podían acercarse y arrojar flechas y piedras. De suerte que los griegos, obligados a perseguirlos y a retirarse después, marcharon lentamente. Y Jenofonte hubo de enviar a menudo recado que se detuviese la columna cuando los enemigos atacaban vivamente. Quirísofo, al recibir el recado, unas veces se detenía, pero otras, lejos de hacerlo, marchaba con toda rapidez y daba orden de que le siguiesen. Esto parecía denotar que algo ocurría. Pero, como no había tiempo para llegarse y ver cuál era la causa de tal apresuramiento, a los de retaguardia la marcha les parecía más bien una fuga. En esta ocasión murió un valiente soldado, el lacedemonio Cleónimo, herido por una flecha que, traspasando su escudo y su casaca, le penetró en el costado, y también Basias, de Arcadia, con la cabeza atravesada de parte a parte. Cuando llegaron al punto en que debían acampar, Jenofonte marchó inmediatamente como estaba a ver a Quirísofo y le reprochó que no se hubiese detenido, obligándoles a combatir mientras iban huyendo. «Y ya ves —dijo—, han muerto dos buenos soldados, cuyos cadáveres no hemos podido recoger ni enterrar.» Quirísofo le respondió: «Mira esas montañas; como ves, son inaccesibles. No hay más que un camino: ese tan escarpado que desde aquí se divisa. Y en él puedes ver la multitud de hombres que lo han ocupado para cerrarnos la salida. Por esto me apresuraba y por esto no te aguardé; esperaba poder llegar al paso antes de que los enemigos lo ocupasen. Y los guías que tenemos dicen que no hay otro camino.» Jenofonte le dijo: «Pues yo tengo dos prisioneros. Como los enemigos nos iban molestando decidimos tenderles una emboscada, lo que nos permitió al mismo tiempo tomar un poco de descanso. Matamos algunos y deseábamos coger algunos vivos, precisamente con este objeto, para tener guías conocedores del país.».
Inmediatamente trajeron a los dos hombres y poniéndolos aparte el uno del otro les preguntaron si conocían otro camino que no fuese el que se veía. Uno de ellos dijo que no, a pesar de que le hicieron muchas amenazas; y como no dijera nada útil lo degollaron a la vista de su compañero. Entonces dijo éste que el otro se había negado a decir nada porque tenía una hija casada con uno de aquel sitio. Por su parte prometió que guiaría por un camino por donde podrían ir también las acémilas. Le preguntaron también si había en este camino algún sitio difícil, y él dijo que había una altura que era necesario tomar de antemano para poder pasar.
Entonces decidieron convocar a los capitanes, a los peltastas y a parte de los hoplitas para decirles lo que pasaba y preguntarles si alguno de ellos quería mostrarse hombre valiente y ofrecerse a marchar voluntario. Entre los hoplitas se ofrecieron Aristónimo, de Metidrio, y Agasias, de Estinfalia, uno y otro de Arcadia. Frente a éstos se levantó Calímaco, de Parrasia, ofreciéndose a marchar con voluntarios que sacaría de todo el ejército. «Estoy seguro —dijo— de que si yo dirijo la expedición me seguirán muchos de los jóvenes.» En seguida preguntaron si había entre los gimnetas algún taxiarco que quisiera tomar parte en la empresa. Y se presento Aristeas, de Quíos, que en muchas ocasiones semejantes había prestado grandes servicios al ejército.



II

Ya iba caída la tarde cuando los generales les dieron orden de que se pusieran en marcha después de haber comido y les entregaron el guía atado. Convinieron con ellos que si tomaban la altura se mantendrían en ella durante toda la noche y que al amanecer tocarían la trompeta; que entonces bajarían de la altura contra los que ocupaban el camino a la vista y que ellos marcharían a socorrerles con toda la rapidez posible.
Convenido esto, los voluntarios se pusieron en marcha en número de unos dos mil. Caía en aquel momento un fuerte aguacero. Mientras tanto, con las tropas de retaguardia se dirigió Jenofonte hacia el camino visible, a fin de que los enemigos pusieran en este punto toda su atención y no advirtiesen el movimiento de los otros. Llegada la retaguardia al barranco que era preciso pasar para subir la montaña, se pusieron los bárbaros a echar a rodar bloques de piedras de diversos tamaños que al dar contra las rocas saltaban en pedazos como piedras de honda. De suerte que no era posible ni aun acercarse al punto de acceso. Algunos capitanes, como no podían entrar por este sitio, lo intentaban también por otros, y así continuaron hasta que se hizo de noche. Cuando comprendieron que los enemigos no podrían verlos se marcharon a comer, pues aún estaban en ayunas. Durante toda la noche no cesaron los enemigos de echar a rodar grandes piedras, a juzgar por el estruendo que se oía.
Los que iban dando la vuelta con el guía sorprendieron a los centinelas enemigos sentados alrededor del fuego. Dando muerte a unos y ahuyentando a los demás permanecieron en aquella posición creyéndose dueños de la altura. Pero no era así, pues por encima de ellos había una eminencia junto a la cual se encontraba el mismo paso estrecho ocupado por los centinelas. Sin embargo, desde allí se podía llegar adonde estaban los enemigos en el camino a la vista. El resto de la noche lo pasaron en este sitio. Al rayar el día marcharon en orden y en silencio contra los enemigos, y la niebla que había les permitió acercarse sin ser vistos. Cuando llegaron a distinguirse sonó la trompeta, y los griegos, profiriendo sus gritos de guerra, se lanzaron sobre los bárbaros. Éstos no aguardaron el ataque, sino que echaron a correr abandonando el camino. Pocos murieron, pues corrían con gran ligereza. Los que estaban con Quirísofo, al oír la trompeta se lanzaron inmediatamente arriba por el camino a la vista; otros generales avanzaron por senderos escabrosos, según donde los cogió a cada uno, e iban subiendo, sosteniéndose los unos a los otros con las lanzas, como podían. Éstos fueron los primeros que se unieron a los que habían tomado la posición.
Jenofonte, con la mitad de la retaguardia, avanzó por donde habían subido los que iban con el guía pues era camino más cómodo para las caballerías. La otra mitad la colocó detrás de los bagajes. Según iban marchando encontráronse con una colina que dominaba el camino ocupada por los enemigos, a los cuales era preciso aniquilar, so pena de quedar separados de los demás griegos. Los soldados hubieran podido ir por el mismo camino que los otros, pero las acémilas sólo por allí podían pasar. Entonces, exhortándose mutuamente, se arrojaron sobre la colina formados por compañías, pero no rodeándola toda, sino dejando a los enemigos una salida por si querían huir. Mientras iban subiendo como cada cual podía, los bárbaros les arrojaban flechas y piedras, pero al llegar cerca no esperaron el ataque y abandonaron la posición huyendo. Pasaron, pues, los griegos la colina, pero vieron otra también ocupada por el enemigo y decidieron atacarla. Y Jenofonte, temiendo si dejaba sin guarnición la colina ya tomada que la ocupasen de nuevo los bárbaros y atacaran a las acémilas que iban pasando por debajo —pues a causa de la angostura del camino formaban una larga fila—, dejó sobre aquella colina a los capitanes Cefisodoro, de Atenas, hijo de Celisofonte; Anfícrates, de Atenas, hijo de Amfidemo, y Arcágoras, desterrado de Argos, y él mismo marchó con el resto de su tropa contra la segunda colina, que fue tomada de un modo semejante.
Quedaba otra eminencia, más escarpada que las anteriores: la que dominaba el sitio en que la noche anterior los voluntarios habían sorprendido al destacamento enemigo. Pero al acercarse los griegos abandonaron los bárbaros sin resistencia la altura. Esto causó mucho asombro, y se supuso que se habían retirado temiendo que rodeasen los griegos la colina y les pusiesen cerco. Lo cierto es que los carducos, viendo lo que pasaba en la colina, se retiraron todos con el pensamiento de atacar la retaguardia. Y Jenofonte, con los soldados más jóvenes, subió a la altura y dio orden a los demás de que fuesen avanzando lentamente, a fin de que las últimas compañías pudiesen alcanzarles; también les ordenó que se formasen con las armas en tierra cuando siguiendo el camino llegaran a terreno llano.
En esto llegó huyendo Arcágoras, de Argos, y dijo que los enemigos los habían arrojado de la colina, que habían muerto a Cefisodoro y Anfícrates, lo mismo que a cuantos no huyeron saltando desde lo alto de la roca y se incorporaron a la retaguardia. Hecho esto los bárbaros se presentaron en la colina situada frente a la eminencia en que se hallaba Jenofonte. Y éste por medio de un intérprete, les propuso treguas y les pidió los muertos, y ellos prometieron que los darían a condición de que no les quemasen las casas. Jenofonte consintió en ello. Pero, mientras el ejército iba desfilando y estaban en estos tratos, todos los bárbaros de aquellos parajes se concentraron en el mismo punto. Y cuando los griegos principiaron a bajar de la colina para juntarse con los demás en el sitio donde estaban puestas las armas, los bárbaros se lanzaron en gran número y con mucho alboroto. Llegados a la cima de la altura de la cual bajaba Jenofonte, echaron a rodar piedras, rompiéndole la pierna a un griego. Jenofonte se vio abandonado por su escudero; pero un hoplita llamado Euríloco, natural de Lusia, en Arcadia, acudió a él y cubriéndole con su escudo se retiraron ambos, mientras los demás se reunían con las tropas formadas en batalla.
Entonces, reunido todo el ejército griego, se alojaron en numerosas y bellas casas donde abundaban los víveres. También había mucho vino, hasta el punto que lo guardaban en cisternas dadas de cal. Jenofonte y Quirísofo consiguieron, tratando con los bárbaros, que les cediesen los cadáveres a cambio del guía y tributaron en todo lo posible a los muertos los honores debidos a los bravos.
Al día siguiente marcharon sin guía; los enemigos, combatiendo y adelantándose a ocupar los lugares estrechos, les estorbaban el paso. Cuando los detenidos eran los de vanguardia, Jenofonte subía la montaña y ahuyentaba el obstáculo puesto en el camino a los primeros sólo con intentar colocarse encima de los enemigos. Cuando atacaban a la retaguardia, Quirísofo subía y sólo con intentar colocarse encima de los enemigos ahuyentaba a los que cerraban el camino a los de atrás. De esta manera se iban prestando mutuamente socorro y velaban atentamente los unos por los otros.
En algunas ocasiones los bárbaros inquietaban mucho la bajada de las tropas que habían subido: eran tan ágiles que lograban escapar aunque estuviesen muy cerca. Además, no llevaban más que arcos y hondas. Eran excelentes arqueros y tenían unos arcos de casi tres pies. Para disparar tiraban las cuerdas hacia la parte baja del arco apoyando en ellas el pie izquierdo. Las flechas atravesaban escudos y corazas. Los griegos las recogían y las utilizaban como dardos después de haberles puesto correas. Por estos parajes fueron de grandísima utilidad los cretenses: los mandaba Estratocles de Creta.


III

Aquel día se alojaron en las aldeas situadas encima de la llanura regada por el río Centrites, que tiene de ancho unos dos pletros y sirve de límite entre la Armenia y el país de los carducos. Los griegos descansaron allí, viendo con gusto una llanura. Dista el río de las montañas de los carducos como unos seis o siete estadios. Se alojaron en estas aldeas llenos de contento, con abundantes víveres a su disposición y recordando muchos de los trabajos pasados. En efecto, durante los siete días que emplearon en atravesar el país de los carducos no dejaron de combatir un momento y pasaron más penalidades que todas las sufridas con el rey y Tisafernes. Libres, pues, de tales peligros, descansaron contentos.
Al rayar el día vieron al otro lado del río unos jinetes armados como con propósito de impedirles el paso, y más arriba de los caballos, tropa de infantería formada en batalla sobre la ribera escarpada del río como con intención de impedir que pasasen a Armenia. Eran mercenarios armenios, mardonios y caldeos a sueldo de Orontes y de Artucas. Decíase que los caldeos eran libres y bravos. Usaban como armas largos escudos de mimbre y lanzas. Las alturas en que se hallaban colocados distaban del río como unos tres o cuatro pletros y sólo se veía un camino que iba a este punto y parecía hecho por mano de hombre. Los griegos intentaron pasar el río por allí. Pero vieron que el agua les llegaba al cuello y que el fondo era áspero, lleno de grandes piedras resbaladizas. Además no podían conservar las armas en el agua, pues corrían peligro de que los arrastrase el río. Y si llevaban las armas encima de la cabeza se exponían desnudos a las flechas y a los demás proyectiles. En vista de esto se retiraron y acamparon junto al río. Y allí donde habían pasado la noche anterior, sobre las montañas, vieron gran número de carducos reunidos en armas. Esto produjo gran desaliento entre los griegos al considerar las dificultades de pasar el río, los enemigos que se opondrían al paso, y a la espalda los carducos, que no dejarían de atacarles cuando estuviesen pasando.
Durante todo el día y toda la noche los griegos estuvieron muy preocupados. Pero Jenofonte tuvo un sueño: le pareció que tenía trabas en los pies, pero que de repente éstas se rompían por sí mismas y quedaba en libertad de moverse como quería. Al llegar el día fue a ver a Quirísofo, le dijo sus esperanzas de que las cosas marchasen bien y le contó su sueño. Quirísofo se alegró al oírlo, y al rayar apenas la aurora sacrificaron todos los generales reunidos. Las señales fueron propicias desde el primer momento, y terminados los sacrificios los generales dieron al ejército la orden de almorzar.
Y almorzando estaba Jenofonte cuando se le acercaron corriendo dos muchachos: porque de todos era sabido que podían llegar a él aunque estuviese almorzando o comiendo y despertarle caso de estar dormido, si era preciso comunicarle algo relacionado con la guerra. Los muchachos le dijeron que se encontraban recogiendo leña para el fuego cuando vieron en la orilla opuesta, en unas rocas que llegaban hasta el lecho mismo del río, un anciano, una mujer y unas mozas que colocaban sacos con vestidos en una concavidad de la roca. Parecióles también a simple vista que podrían pasar sin peligro por aquel punto, pues el terreno hacía imposible la aproximación de la caballería enemiga. Y despojándose de sus ropas, dijeron, habían entrado en la corriente desnudos como dispuestos a nadar, llevando sólo sendos puñales en la mano. Pero que llegaron a la otra orilla sin haberse mojado sus partes y cogiendo los vestidos se habían vuelto del mismo modo.
Jenofonte se puso inmediatamente a hacer libaciones y ordenó a los muchachos que derramaran vino y rogasen a los dioses que les habían mostrado el sueño y al paso les concediesen un éxito favorable en lo demás. Hechas las libaciones, condujo en seguida a los muchachos a presencia de Quirísofo, al cual le refirieron lo ocurrido. Después de haberles oído, Quirísofo hizo también libaciones. Y en seguida dieron orden a todos de que plegaran los bagajes, y ellos, reuniendo a los generales, deliberaron sobre la mejor manera de pasar venciendo a los enemigos que tenían delante y evitando que les hiciesen daño los que estaban detrás. Decidieron que Quirísofo marchase a la cabeza y pasara el río con la mitad del ejército, mientras Jenofonte permanecía quieto con la otra mitad, y que las acémilas y la multitud pasarían entre los dos cuerpos.
Una vez que todo estuvo bien dispuesto pusiéronse en marcha guiados por los dos muchachos con el río a la izquierda; el camino hasta el vado era como de unos cuatro estadios. Y según marchaban, los escuadrones de caballería enemiga les iban siguiendo por la otra orilla. Llegados al sitio por donde debían pasar, pusieron las armas en tierra y Quirísofo el primero, con la cabeza coronada y despojándose de sus vestidos, cogió las armas, dio orden a los demás de que hiciesen lo mismo y mandó a los capitanes que condujesen de frente sus compañías, unas a su derecha y otras a su izquierda. Al mismo tiempo los adivinos inmolaban víctimas al río, mientras los enemigos lanzaban flechas y piedras que no llegaban. Como las señales de las víctimas resultasen favorables, todos los soldados se pusieron a entonar el peán y a lanzar el grito de guerra y todas las mujeres les acompañaban en sus clamores, pues había muchas cortesanas en el ejército.
Quirísofo entró en el río seguido por sus tropas. Y Jenofonte, con los más ligeros de la retaguardia, volvió corriendo con todas sus fuerzas al paso situado frente a las montañas de Armenia como si se propusiese atravesar el río por este punto y envolver a la caballería contraria. Los enemigos, al ver que el cuerpo de Quirísofo atravesaba la corriente sin dificultad y que los de Jenofonte se volvían atrás corriendo, temerosos de verse envueltos, huyeron con todas sus fuerzas con dirección hacia el camino que salía del río. Pero, llegados a él, tomaron el camino de la montaña. Licio, que mandaba el escuadrón de la caballería, y Esquines, que tenía a sus órdenes los peltastas de Quirísofo, al ver que los enemigos huían velozmente se pusieron a perseguirlos, y los soldados les daban voces que no se quedasen atrás, sino que los siguiesen hasta la montaña. Mientras tanto Quirísofo, después de haber pasado el río, sin cuidarse de perseguir a la caballería, se dirigió sin perder momento contra los enemigos que ocupaban más arriba las orillas escarpadas del río. Y ellos, al ver en fuga a la caballería y que los hoplitas avanzaban contra ellos, abandonaron las alturas que dominaban el río.
Por su parte, Jenofonte, viendo que todo iba bien al otro lado del río, se retiró a toda prisa hacia las tropas que estaban pasando el río, pues ya se veía a los carducos bajando a la llanura para caer sobre los últimos. Quirísofo ocupaba posiciones más arriba. Licio, que con algunos soldados se había puesto en persecución del enemigo, le cogió parte de la impedimenta que había quedado rezagada, entre otras cosas magníficos vestidos y vasos. Aún estaban pasando la impedimenta de los griegos y la multitud que les seguía, cuando Jenofonte hizo dar media vuelta a sus tropas y las formó dando frente a los carducos. Al mismo tiempo dio orden a los capitanes que formasen cada uno su compañía por enomotías, desenvolviendo la enomotía sobre un frente de falange por el lado del escudo, de tal suerte que los capitanes y los enomotarcas estuviesen por el lado de los carducos y la última fila del lado del río.
Los carducos, viendo la retaguardia separada del grueso del ejército y reducida a un corto número, se lanzaron sobre ella a toda prisa, entonando ciertos cantos de guerra. Quirísofo, por su parte, sintiéndose ya en lugar seguro, envió a Jenofonte los peltastas, los honderos y los arqueros con orden de que le obedeciesen en todo. Y Jenofonte, al ver que pasaban el río, les mandó por medio de un mensajero que se quedasen en el borde del río sin pasar y que, cuando los suyos principiasen a pasar, entrasen en el agua a su encuentro como si tuviesen intención de pasar, llevando los dardos cogidos por la correa y las flechas sobre los arcos, pero sin penetrar muy adentro en el río. Al mismo tiempo ordenó a su división que cuando las piedras llegasen a ellos e hiciesen ruido sobre los escudos cargasen sobre los carducos cantando el peán, y que una vez puestos en fuga, al tocar la trompeta la carga desde la orilla del río, diesen media vuelta por el lado de la lanza siguiendo a la última fila, corriesen con todas sus fuerzas y pasasen en el orden que llevaban para no estorbarse los unos a los otros. El mejor soldado sería el que llegase primero a la otra orilla.
Los carducos, viendo que ya quedaban pocos, pues muchos de los que debían formar en la retaguardia la habían abandonado, unos para cuidar de las acémilas, otros de la impedimenta y otros de sus queridas, cargaron con brío lanzando piedras y flechas. Los griegos, cantando el peán, se lanzaron a la carrera contra el enemigo. Pero éste no esperó el choque, pues estaban armados como gente de montaña, de manera propia para atacar corriendo y darse a la fuga, pero no suficiente para resistir. En esto dio la señal el trompeta, y al oírla los enemigos se pusieron a correr con mucha más fuerza, mientras los griegos, volviéndose en dirección contraria, atravesaron el río a toda prisa. Algunos de los enemigos, dándose cuenta de la maniobra, corrieron hacia el río y disparando sus arcos hicieron algunos heridos; pero a la mayoría de ellos se les veía seguir huyendo, aun cuando ya los griegos se encontraban en la otra orilla. Los que habían sido puestos para proteger la retirada, arrastrados por su bravura, avanzaron más de lo necesario y repasaron el río después de dos que marchaban con Jenofonte, no sin tener también algunos heridos.


IV

Cuando hubieron pasado, formándose de nuevo, a eso de mediodía, se pusieron en marcha a través de Armenia, país llano con algunas suaves colinas, y recorrieron no menos de cinco parasangas, pues debido a las guerras con los carducos no se encontraban aldeas en las inmediaciones del río. La aldea a que llegaron era grande; en ella había un palacio para el sátrapa y la mayor parte de las casas tenían torres; los víveres abundaban. Desde allí recorrieron diez parasangas en dos etapas, hasta pasar por encima de las fuentes del río Tigris. Desde allí recorrieron quince parasangas en tres etapas, hasta llegar al río Teléboa, de hermosa vista, pero no muy grande; a su orilla había muchas aldeas. Esta comarca se llamaba Armenia occidental y tenía por gobernador a Tiríbazo, amigo del rey, y que cuando se encontraba presente era el único que ayudaba al monarca a montar a caballo. Este Tiríbazo se acercó al galope, acompañado de algunos jinetes, y por medio de un intérprete dijo que quería hablar con los jefes. Los generales decidieron escucharle, y acercándose hasta donde pudiera oírlos preguntáronle qué quería. Les respondió que deseaba hacer con ellos treguas bajo la condición de que ni él haría daño a los griegos ni éstos quemarían las casas, sino que tomarían sólo los víveres que necesitasen. A los generales les pareció bien y se hicieron las treguas.
Desde allí recorrieron quince parasangas en tres etapas a través de la llanura, y Tiríbazo les seguía con sus fuerzas a una distancia como de diez estadios. Llegaron a unos palacios rodeados de numerosas aldeas muy abundantes en víveres. Estando acampados cayó durante la noche gran cantidad de nieve. Por la mañana decidieron que los diferentes cuerpos con sus generales se alojasen repartidos por las aldeas. No se veía ningún enemigo, y la cantidad de nieve parecía alejar todo riesgo. Encontraron allí toda clase de cosas buenas: reses, trigo, viejos vinos de olor exquisito, uvas pasas y legumbres de todas clases. En esto, algunos de los que se habían apartado del campamento dijeron que habían visto un ejército y que durante la noche se percibían numerosas hogueras. Parecióles, pues, a los generales poco prudente permanecer acantonados en diferentes aldeas y que sería mejor reunir de nuevo el ejército. Reuniéronlo y decidieron acampar al aire libre. Y durante la noche principió a caer nieve en tal cantidad que cubrió las armas y a los hombres acostados; hasta las acémilas se quedaron con la nieve imposibilitadas de moverse. Los soldados sentían pereza para levantarse, pues la nieve si no se fundía les formaba al cubrirles un abrigo templado. Pero cuando Jenofonte tuvo el valor de levantarse a cuerpo[1] y ponerse a cortar leña, en seguida se levantó otro y quitándosela se puso también a cortarla. Después de éste se levantaron otros, encendieron fuego y se frotaron con grasas que encontraban allí en gran abundancia y de las que se sirvieron en lugar de aceite de oliva; manteca de cerdo, y aceite de sésamo, de almendras amargas y de terebinto. También encontraron perfumes sacados de estas mismas materias.
Después se acordó volver a las aldeas y alojarse bajo techado. Los soldados se dirigieron a las casas y a los víveres dando gritos de alegría. Pero los que al abandonar antes las casas las habían quemado, pagaron su falta teniendo que acampar penosamente al aire libre. Desde allí enviaron por la noche a Demócrates, de Temenio, con un destacamento hacia las montañas donde los dispersos decían haber visto las hogueras. Este Demócrates pasaba por haber dado siempre informes exactos, diciendo lo que había y lo que no había. A la vuelta de su exploración dijo que no había visto las hogueras, pero trajo consigo un prisionero, el cual llevaba un arco persa, una aljaba y una sagaris,[2] tal como las que usan las amazonas. Preguntando de qué país era, respondió que persa y que se había alejado del ejército de Tiríbazo en busca de víveres. Le interrogaron acerca del número de aquel ejército y del motivo de haberle reunido. Dijo que Tiríbazo contaba con las tropas propias y con mercenarios cálibes y taocos. Añadió que estaba preparado para atacar a los griegos en el desfiladero de la montaña, para cuyo paso no había más que un camino.
Los generales, al oír esto, decidieron reunir el ejército, y dejando una guardia montada por Soféneto, de Estinfalia, se pusieron en marcha guiados por el prisionero. Cuando hubieron franqueado la cima de la montaña, los peltastas, que habían tomado la delantera, al ver el campamento enemigo se lanzaron sobre él dando gritos, sin aguardar a los hoplitas. Los bárbaros, al oír el ruido, no los esperaron, sino que se pusieron en fuga. Pero a pesar de ello mataron los griegos a varios de los bárbaros y cogieron unos veinte caballos, así como la tienda de Tiríbazo, donde se hallaron unos lechos con pies de plata, vasos para beber y, además, unos hombres que decían ser panaderos y coperos. Los generales de los hoplitas, al saber esto, creyeron prudente volver al campamento a toda prisa, no fuese que los enemigos atacasen a los que habían quedado de guardia. Inmediatamente hicieron sonar la trompeta y volvieron el mismo día al campamento.


V

Al día siguiente se acordó marchar lo más rápidamente posible antes de que volviese a reunirse el ejército enemigo y ocupase los desfiladeros. Después de haber plegado los bagajes marcharon a través de campos cubiertos por una profunda capa de nieve y conducidos por numerosos guías. Aquel mismo día llegaron a la altura donde debía atacarles Tiríbazo y acamparon en ella. Desde allí recorrieron tres parasangas en dos etapas por un país desierto, hasta llegar al río Éufrates, el cual atravesaron mojándose hasta el ombligo. Se decía que las fuentes no estaban lejos. Desde allí recorrieron trece parasangas en tres etapas a través de una llanura cubierta de mucha nieve. Al tercer día la marcha se hizo difícil, pues soplaba de frente un viento norte que lo quemaba todo y helaba a los hombres. Uno de los adivinos indicó que se debía ofrecer una víctima al viento. Así lo hicieron, y a todos pareció manifiesto que cedió la fuerza del vendaval. La nieve tenía una profundidad de seis pies griegos, de suerte que perecieron muchas acémilas y esclavos y hasta unos treinta soldados. Pasaron la noche al calor de ho-gueras, pues había mucha leña en el sitio donde acamparon. Pero los que llegaron los últimos no encontraron ya leña. Los que habían llegado antes y encendido las ho-gueras no dejaban acercarse a los retrasados si éstos no les daban trigo o algún otro comestible. Así es que se cambiaban entre sí las cosas que tenían. Donde ardía el fuego se formaban al fundirse la nieve grandes agujeros que llegaban hasta el suelo, y en ellos podía medirse la profundidad de la nieve.
Desde allí marcharon durante todo el día siguiente a través de la nieve, y muchos de los hombres fueron atacados de bulimia. Jenofonte, que mandaba la retaguardia e iba recogiendo a los que caían, ignoraba qué enfermedad era aquélla. Pero como alguien que la conocía le dijese que indudablemente padecían bulimia y que se pondrían en pie si se les daba algo de comer, se fue por la impedimenta y tomando los comestibles que pudo encontrar los dio a los enfermos o envió a otros que podían correr para que se los diesen. En cuanto tomaban algo se ponían en pie y continuaban andando.
Siguieron la marcha. Quirísofo llegó al anochecer a una aldea y encontró mujeres y muchachas que llevaban agua de una fuente situada delante de las fortificaciones. Ellas les preguntaron quiénes eran. El intérprete les dijo en persa que el rey los había enviado al sátrapa. Y ellas respondieron que éste no se encontraba allí, sino que se hallaba distante a eso de una parasanga. Como ya era tarde, entraron con las aguadoras dentro de las fortificaciones y se presentaron al jefe de la aldea. De esta manera Quirísofo y todos los del ejército que pudieron acamparon allí. En cuanto a los demás soldados, los que no pudieron llegar pasaron la noche sin comer y sin fuego. Algunos de ellos perecieron.
Reunidos algunos enemigos iban siguiendo a los griegos y cogían las acémilas imposibilitadas de marchar, luchando entre sí por ellas. También se quedaban atrás los soldados que habían perdido la vista a causa de la nieve y aquellos a quienes el frío había helado los dedos de los pies. Para preservar los ojos de los efectos de la nieve bastaba con llevar algo negro delante de ellos, y para los pies, moverse, no quedándose nunca quieto, y por la noche descalzarse. A los que se acostaban calzados se les metían en los pies las correas y las sandalias se les quedaban congeladas; pues, como el primer calzado se les había gastado, llevaban otro groseramente hecho con pieles de bueyes recientemente desollados.
Por tales contratiempos quedáronse rezagados algunos soldados. Y viendo un espacio oscuro porque en él faltaba la nieve, pensaron que ésta se había fundido. Y así era, en efecto, a causa de una fuente que brotaba cerca en un valle exhalando vapores. Allí se dirigieron, pues decían que no querían seguir marchando. Al saberlo Jenofonte, que mandaba la retaguardia, les suplicó por todos los medios que no se quedasen atrás, diciéndoles que les seguían muchos enemigos reunidos y, por fin, acabó reprendiéndoles con dureza. Ellos pidieron que les degollaran, pues no podían continuar andando. En vista de esto, pareció que lo mejor sería procurar infundir miedo a los enemigos, a fin de que no atacasen a estos hombres. Ya era de noche y los enemigos avanzaban disputando ruidosamente sobre las cosas que habían cogido. Entonces los soldados de retaguardia, que estaban buenos, se levantaron y corrieron contra los enemigos, mientras los enfermos gritaban con todas sus fuerzas y golpeaban los escudos con sus lanzas. Los enemigos, atemorizados, se dejaron deslizar por la nieve hasta el valle y en adelante no se oyó voz ninguna.
Jenofonte y los suyos se volvieron después de prometer a los enfermos que al día siguiente vendrían algunos en su auxilio, y aún no habían recorrido cuatro estadios cuando se encontraron en el camino a los soldados descansando sobre la nieve, envueltos en sus capas, sin que se hubiese establecido guardia alguna. Les hicieron levantarse. Ellos dijeron que los que iban delante no avanzaban. Y Jenofonte pasó adelante y envió a los más vigorosos peltastas, encargándoles averiguaran cuál era el obstáculo. Ellos vinieron diciendo que todo el ejército estaba parado. En vista de esto, los mismos soldados de Jenofonte acamparon allí sin fuego y sin comer, poniendo centinelas como mejor pudieron. Al amanecer envió sus soldados más jóvenes a los enfermos, encargándoles que los levantasen y les obligasen a marchar.
Mientras tanto Quirísofo enviaba a algunos de los que se encontraban en la aldea para que viesen cómo se encontraban los que iban detrás. Éstos vieron con gusto a los mensajeros y les entregaron a los enfermos para que los llevasen al campamento, y ellos se pusieron en marcha. Antes de recorrer veinte estadios llegaron a la aldea donde acampaba Quirísofo, y, ya reunidos todos, se pensó que no había peligro en que las tropas se alojasen por las aldeas. Quirísofo continuó donde se hallaba; los demás se distribuyeron a la suerte las aldeas que se veían y marcharon a ellas, cada cual con sus respectivas fuerzas. Entonces el capitán Polícrates, de Atenas, pidió permiso para avanzar por su cuenta, y, cogiendo a los soldados más ligeros, echó a correr hacia la aldea que le había tocado a Jenofonte, dentro de la cual sorprendió a todos sus habitantes con el jefe de la aldea y diecisiete potros criados para entregarlos al rey como tributo. También cogieron a la hija del jefe, que hacía nueve días se había casado. Pero su marido, que había salido a cazar liebres, no fue cogido en la aldea.
Las habitaciones estaban bajo tierra; su abertura parecía la boca de un pozo; pero, por debajo, eran anchas. Para la entrada de las bestias tenían rampas excavadas en la tierra, pero los hombres bajaban por medio de escaleras. En estas habitaciones había cabras, ovejas, bueyes y aves con las crías de estos animales, y allí dentro alimentaban con forraje todos los ganados. También guardaban allí trigo, cebada, legumbres y cerveza en grandes jarras: al borde mismo de los labios de éstas sobrenadaban los granos de cebada, y había en ellas cañas sin nudos, unas más pequeñas y otras más grandes. Cuando alguno tenía sed se llevaba una de estas cañas a la boca y sorbía por ella. Esta bebida resultaba muy fuerte si no se mezclaba con agua, y era muy agradable cuando ya se estaba acostumbrado.
Jenofonte invitó a cenar con él al jefe de la aldea y le dijo que se tranquilizase, prometiéndole que no le privarían de sus hijos y que, al marcharse, le dejarían la casa llena de víveres, en compensación de los que hubieran ellos consumido, si prestaba al ejército el servicio de guiarle hasta llegar a otro pueblo. Así lo prometió él y, lleno de buena voluntad hacia los griegos, les mostró dónde había vino enterrado. Así descansaron esa noche todos los soldados en su alojamiento, con todo a su disposición en abundancia, cuidando de tener vigilado al jefe de la aldea y de no perder de vista a sus hijos.
Al día siguiente Jenofonte, tomando consigo al jefe de la aldea, marchó a ver a Quirísofo. Por dondequiera que pasaba cerca de una aldea iba a visitar a los que allí se encontraban, y en todas partes los hallaba llenos de alegría y celebrando grandes comilonas; en ninguna parte les dejaban seguir sin servirles antes de almorzar. Y no había sitio donde no les pusiesen en la misma mesa carne de cordero, de cabrito, de lechón, de ternera y de ave, con panes en abundancia, tanto de trigo como de cebada. Y cuando alguno, por amistad hacia otro, quería beber a su salud, lo llevaba a la jarra y allí tenía que bajar la cabeza y sorber como si fuese un buey. Al jefe de la aldea le invitaron a que tomara lo que quisiera. Él no quiso aceptar nada, pero cuando veía a uno de sus parientes se lo llevaba consigo. Cuando llegaron adonde estaba Quirísofo encontraron también a los griegos de aquella aldea en medio de un banquete y coronados con guirnaldas de heno seco. Les servían muchachos armenios vestidos a la manera de los bárbaros, y a los cuales indicaban por signos, como si fuesen sordos, lo que querían hacer.
Después de saludarse amistosamente, Quirísofo y Jenofonte preguntaron en común al jefe de la aldea, por medio del intérprete que hablaba el persa, qué tierra era aquélla. Él les respondió que Armenia. Le volvieron a preguntar para quién criaba los caballos, y él respondió que eran un tributo destinado al rey. También dijo que la región próxima estaba habitada por los cálibes y les indicó por dónde era el camino. Entonces Jenofonte se marchó con el jefe a casa de su familia y le dio un caballo que había cogido hacía tiempo, encargándole que, después de engordarle, lo sacrificase, pues había oído que aquel caballo estaba consagrado al Sol y temía se muriese; tan quebrantado estaba por la marcha. Para sustituirlo tomó uno de los potros, y a cada uno de los capitanes le dio también uno. Los caballos de aquella tierra eran más pequeños que los de Persia, pero mucho más fogosos. También les enseñó allí el jefe de la aldea a envolver los vasos de los caballos y acémilas en saquitos para conducirlos por la nieve: sin estos requisitos se hundían hasta el vientre.


VI

Al octavo día Jenofonte entregó a Quirísofo al jefe que había de guiarles, dejando en la aldea a todos los de su casa, a excepción de su hijo, que apenas había entrado en la pubertad. Este muchacho se lo dio para que lo guardase a Plístenes, de Anfípolis, a fin de que si el padre los guiaba bien se volviese, llevándoselo consigo. Llevaron a casa del jefe todo lo más que pudieron, y, levantando el campamento, se pusieron en marcha. El camino era a través de la nieve y les guiaba el jefe de la aldea, que iba suelto. Ya en la tercera etapa Quirísofo se encolerizó contra él porque no les llevaba a ninguna aldea. Él dijo que no las había por aquellos parajes, y Quirísofo le golpeó, pero no mandó que lo ataran. Y después de esto, aquella noche se escapó el jefe, dejando abandonado a su hijo. Éste fue el único motivo de disentimiento que durante toda la marcha hubo entre Quirísofo y Jenofonte: el atropello del guía y el descuido después de guardarle. Plístenes se enamoró del muchacho, se lo llevó a su país y encontró en él un servidor de confianza.
Después de esto hicieron siete etapas a razón de cinco parasangas por día, bordeando el río Fasis, que tiene de ancho un pletro. Desde allí recorrieron diez parasangas en dos etapas, y, sobre una altura por donde se pasaba al llano, les salieron al encuentro los cálibes, taocos y pasianos. Quirísofo, al ver a los enemigos sobre la altura suspendió la marcha, a una distancia como de treinta estadios, evitando acercarse al enemigo en orden de marcha, y ordenó a los demás jefes que avanzasen con sus compañías para que el ejército quedase formado en orden de batalla. Cuando ya hubo llegado la retaguardia, reunió a los generales y capitanes y les dijo: «Los enemigos, como veis, ocupan las cimas de la montaña; conviene, pues, deliberar acerca de la manera de combatir en las condiciones más favorables. Mi opinión es que se dé orden a los soldados de almorzar, y, mientras tanto, que examinemos nosotros si es hoy o mañana cuando hemos de pasar la montaña.» «A mí me parece —dijo Cleanor— que, no bien hayamos tomado el almuerzo, debemos armarnos y marchar violentamente contra esos hom-bres. Porque si dejamos pasar el día de hoy, los enemigos que ahora nos están viendo se pondrán mucho más atrevidos, y, como es natural, esta audacia hará que otros se les agreguen.»
Después de esto, dijo Jenofonte: «Yo pienso lo siguiente: si es forzoso combatir, debemos prepararnos de suerte que combatamos con la mayor energía: pero si lo que nos proponemos es pasar la montaña lo más fácilmente posible, me parece es necesario buscar el modo de hacerlo con el menor número de heridos y muertos. La montaña que tenemos a la vista se extiende más de sesenta estadios. Y el único sitio en donde vemos gente que nos vigile es por este camino. Más valdría, pues, que intentáramos ganar algún otro punto de la montaña, ya ocultamente, ya adelantándonos a nuestros enemigos, como podamos, en vez de atacar posiciones tan fuertes y combatir con hombres preparados. Mucho más fácil es subir una pendiente escarpada sin combate que marchar por camino llano mientras los enemigos atacan a derecha e izquierda. Mejor vemos de noche lo que se encuentra ante los pies cuando ningún enemigo nos amenaza, que de día cuando vamos combatiendo, y el camino áspero resulta a quienes lo recorren sin ser hostilizados más cómodo que el llano cuando se marcha bajo una lluvia de proyectiles. No me parece tampoco difícil ocultarse al enemigo, puesto que podemos marchar de noche, de suerte que no nos vean, y podemos, también, apartarnos a tal distancia que no nos descubran. Y creo que si ha-cemos un falso ataque por este lado encontraremos más limpio de enemigos el resto de la montaña, pues permanecerían aquí concentrados. Pero, ¿qué necesito yo ha-blar aquí de engaño? He oído decir, Quirísofo, que vosotros los lacedemonios, todos los que sois de los iguales, os ejercitáis en el hurto desde la infancia, y que entre vosotros no es motivo de vergüenza, sino de honor, el robar todo lo que la ley no prohíbe. Y para que al robar lo hagáis con la mayor rapidez, procurando no ser vistos, está dispuesto entre vosotros sean azotados los que se dejen coger en el robo. Ahora que se presenta una buena ocasión para mostrar estas enseñanzas, procurando que no nos sorprendan mientras tomamos a hurto una parte de la montaña, de suerte que no recibamos golpes.»
«Y yo también —dijo Quirísofo— he oído decir que vosotros los atenienses tenéis mucha habilidad para robar los caudales públicos, a pesar de que el ladrón corre muchísimo peligro, y precisamente los más capaces, si es que vosotros encargáis de vuestro gobierno a los más capaces. Así, pues, también ha llegado para ti el momento de mostrar estas enseñanzas.» «Yo —dijo Jenofonte— estoy dispuesto a ir con la retaguardia a ocupar la montaña en cuanto comamos. Tengo, además, guías. Los gimnetas han cogido en una emboscada algunos de los ladrones que nos seguían. Por ellos he sabido que la montaña no es inaccesible, sino que en ella pastan cabras y vacas, de suerte que una vez dueños nosotros de un punto de la montaña podrán subir las acémilas. Espero, además, que los enemigos abandonarán sus posiciones en cuanto nos vean al mismo nivel sobre las alturas, pues ahora tampoco quieren bajar al llano donde nosotros estamos.» Quirísofo dijo entonces: «¿Y por qué ir tú mismo, dejando la retaguardia? Manda a otro, si es que no hay unos cuantos valientes que se ofrezcan voluntarios.»
En seguida se ofrecieron Aristónimo, de Metidrio, con hoplitas, y Aristeas, de Quíos, y Nicómano, con gimnetas. Se convino en que cuando llegaran a las alturas encendieran muchas hogueras. Convenido esto, comieron, y después de la comida Quirísofo hizo avanzar todo el ejército como unos diez estadios hacia el enemigo para dar la impresión de que pensaban atacar por aquella parte.
Después de cenar, ya de noche, los designados partieron y ocuparon la montaña, mientras los demás descansaban allí mismo. Cuando los enemigos advirtieron que los griegos habían subido a las alturas, permanecieron en vela y tuvieron encendidas numerosas hogueras durante toda la noche. Al rayar el día, Quirísofo, después de ha-cer sacrificios, dirigió a sus tropas por el camino, mientras los que habían ocupado la montaña atacaban por las alturas. De los enemigos, la mayoría permaneció sobre el paso de la montaña y una parte salió al encuentro de los que venían por las alturas. Estos dos destacamentos vinieron a las manos antes de que los cuerpos principales se encontraran, resultando vencedores los griegos, que persiguieron a los bárbaros. En esto, por el llano, los peltastas griegos corrían contra los que estaban formados delante, mientras Quirísofo les seguía a paso ligero con los hoplitas. Los enemigos que se hallaban en el camino, cuando vieron a los suyos en las alturas, echaron a correr. No murieron muchos de ellos, pero se les cogió gran cantidad de escudos de mimbre que los griegos inutilizaron destrozándolos con sus espadas. Cuando subieron a las alturas hicieron sacrificios, y, después de erigir un trofeo, bajaron a la llanura, donde llegaron a unas aldeas llenas de abundantes y buenas provisiones.





VII

Después de esto recorrieron treinta parasangas en cinco etapas, hasta llegar al país de los taocos. Faltaban víveres, pues los taocos habitaban en lugares fortificados a los cuales habían llevado todo lo que tenían. Llegados a un lugar donde no había ni ciudad ni casa, pero en el cual se habían refugiado hombres y mujeres con numerosos ganados, Quirísofo lo atacó inmediatamente. Fatigado el primer cuerpo, le sucedió otro y después otro, pues como la posición estaba circundada por un río no podían rodearla todos a la vez.
Cuando llegó Jenofonte con los peltastas y hoplitas de la retaguardia, le dijo Quirísofo: «Venís muy a tiempo: es preciso que nos apoderemos de esta posición; el ejército no tiene víveres si no la tomamos.» Pusiéronse, pues, a hablar sobre ella, y preguntando Jenofonte cuál era el obstáculo que impedía tomarla, le dijo Quirísofo: «No hay más que una entrada: esta que ves; y en cuanto intente acercarse por ella alguno, echan a rodar piedras desde esa altura que domina, y al que le alcanzan ya ves en qué estado queda.» Y al mismo tiempo señalaba a unos hombres con las piernas y las costillas fracturadas. «Si gastasen todas las piedras —dijo Jenofonte—; ¿qué otro obstáculo podríamos hallar a nuestro paso? Porque no se ve enfrente más que unos pocos hombres, y de éstos sólo dos o tres armados. Como ves, el espacio que debemos atravesar bajo sus piedras apenas es de un pletro y medio, y de esto todo un pletro está cubierto de grandes pinos algo separados. Resguardándose en ellos, poco les importaría a los soldados que les tirasen piedras o se las echasen rodando. Queda, pues, sólo medio pletro que debemos pasar corriendo cuando las piedras cesen de caer.» «Pero es que en cuanto principiemos a acercarnos al bosque lloverán las piedras sobre nosotros.» «Eso es precisamente lo que hace falta —replicó Jenofonte—. Así las gastarán antes. Pero marchemos allí. Si podemos, nos quedará ya poco camino que recorrer, y si queremos, es fácil retirarnos.»
Entonces se adelantaron Quirísofo, Jenofonte y Calímaco, de Parrasia, capitán de los capitanes de la retaguardia, éste era el que guiaba aquel día. Los demás capitanes permanecieron en el terreno seguro. En seguida fueron entrando bajo los árboles unos setenta hombres, no todos juntos, sino uno a uno abrigándose cada cual como podía. Agasias, de Estinfalia; Aristónomo, de Metidrio, también capitanes de la retaguardia, y otros varios permanecían fuera de los árboles, porque sólo una compañía podía estar con seguridad bajo los árboles. Entonces se le ocurrió a Calímaco una estratagema: corría dos o tres pasos delante del árbol bajo el cual se encontraba y en cuanto le arrojaban piedras se retiraba sin dificultad; a cada uno de estos avances los enemigos gastaban más de diez carretadas de piedras. Agasias, al ver lo que hacía Calímaco y que todo el ejército le estaba mirando, temiendo no fuese el primero en asaltar la posición, sin decir nada a Aristónomo, que estaba cerca ni a Euríloco, de Larisa, ambos amigos suyos, ni a ningún otro, avanzó solo, adelantándose a los demás. Calímaco, al verle pasar, le cogió por el borde del escudo. Pero, mientras tanto, se les adelantó corriendo Aristónomo, de Metidrio, y detrás de él Euríloco, de Larisa: todos estos querían mostrar su valor y rivalizaban entre sí. Y en esta contienda tomaron la posición. Apenas entraron no cayó ninguna piedra más. Entonces se vio un espectáculo espantoso. Las mujeres arrojaban a sus hijos por los precipicios y se precipitaban ellas después, y los hombres hacían lo mismo. Allí también el capitán Eneas, de Estinfalia, vio a un bárbaro ricamente vestido que corría como con intención de tirarse y le cogió para evitarlo; pero, arrastrado por el otro, ambos cayeron por las rocas y murieron. Hubo muy pocos prisioneros, pero se cogieron en abundancia vacas, asnos y ganado menor.
Desde allí recorrieron cincuenta parasangas en siete jornadas a través del país de los cálibes. De todos los pueblos que cruzaron eran éstos los más valientes y con ellos vinieron a las manos. Llevaban unos corseletes de lino que les llegaban hasta el bajo vientre. En lugar de franjas les caían cuerdas retorcidas en gran número. También gastaban grebas y cascos, y a la cintura un pequeño sable parecido al que usan los lacedemonios, con el cual degollaban a los que cogían, y, cortándoles la cabeza, se la llevaban consigo. En cuanto llegaban a la vista del enemigo prorrumpían en cantos acompañados de baile. Usaban una lanza de quince pies con una sola punta. Estos cálibes permanecían en sus aldeas y cuando ya habían pasado los griegos les seguían combatiendo. Ha-bitaban en lugares fortificados, a los cuales habían llevado sus víveres, de suerte que los griegos no pudieron tomarles nada, teniendo que mantenerse durante este trayecto de los ganados que habían cogido a los taocos. Después recorrieron veinte parasangas en cuatro etapas a través de una llanura habitada por los esquiternos, hasta llegar a unas aldeas en las cuales permanecieron tres días y se aprovisionaron.
Desde allí recorrieron veinte parasangas en cuatro jornadas y llegaron a una ciudad grande, rica y poblada, que se llamaba Gimniade. El jefe de esta comarca envió a los griegos un guía para que los condujese por el territorio de sus enemigos. Vino, pues, el guía, y les dijo que en cinco días les conduciría a un sitio desde donde verían el mar, y que si no cumplía su promesa podían matarle. Y guiándoles, cuando los entró por la tierra de los enemigos, les invitó a que lo incendiasen y arrasasen todo, señal clara de que éste había sido el motivo de su venida, no la benevolencia hacia los griegos. Al quinto día llegaron a la cima de la montaña llamada Teques. Cuando los primeros alcanzaron la cumbre y vieron el mar prodújose un gran vocerío. Al oírlo Jenofonte y los que iban en la retaguardia creyeron que se habían encontrado con nuevos enemigos, pues les iban siguiendo los de la comarca quemada, y los de la retaguardia habían matado algunos y cogido otros vivos en una emboscada, tomándoles veinte escudos hechos con mimbre y pieles crudas de buey de mucho pelo. Pero como el vocerío se hacía mayor y más cercano y los que se aproximaban corrían ha-cia los voceadores, como el escándalo se hacía más estruendoso a medida que se iba juntando mayor número, parecióle a Jenofonte que debía de tratarse de algo más importante, y, montando a caballo, se adelantó con Licio y la caballería a ver si ocurría algo grave y, en seguida, oyeron que los soldados gritaban: «¡El mar!, ¡el mar!», y que se transmitían el grito de boca en boca. Entonces todos subieron corriendo: retaguardia, acémilas y caballos vivamente. Cuando llegaron todos a la cima se abrazaban con lágrimas los unos a los otros, generales y capitanes. Y en seguida, sin que se sepa de quién partió la orden, los soldados se pusieron a traer piedras y a levantar un gran túmulo, que cubrieron con pieles crudas de buey, con bastones y con los escudos de mimbre que habían cogido, y el guía mismo se puso a destrozar los escudos, exhortando a los griegos a que lo hiciesen ellos también. Después de esto despidieron al guía, dándole entre todos como presente un caballo, una copa de plata, un traje persa y diez daricos. Él les pidió, sobre todo, anillos, y los soldados le dieron muchos. Y después de mostrarles una aldea donde podían acampar y el camino para llegar al país de los macrones, se marchó cuando ya caía la tarde.


VIII

Desde allí recorrieron los griegos diez parasangas en tres etapas, atravesando el país de los macrones. Al tercer día llegaron al río que separa este país del de los esquitenos. Tenían a la derecha un lugar sumamente escarpado y a la izquierda otro río en el cual desembocaba el que servía de límite y por el cual era preciso pasar. Las orillas de este río estaban cubiertas de árboles muy juntos, aunque delgados. Los griegos avanzaron cortando estos árboles, pues querían salir cuanto antes de aquellos parajes. Pero los macrones, armados de escudos de mimbre y lanzas, y cubiertos con túnicas de crin, estaban formados en la otra orilla del río, animándose los unos a los otros y arrojando piedras al río; pero se quedaban cortas y no herían a nadie.
Entonces uno de los peltastas, que, según contaban, había sido esclavo en Atenas, se acercó a Jenofonte y le dijo que conocía la lengua de aquellas gentes. «Me parece —continuó— que ésta es mi tierra y quisiera hablar con ellos si no hay inconveniente.» «Ninguno —res-pondió Jenofonte—; habla y pregúntales primero quiénes son.» Ellos le respondieron que eran macrones. «Pregúntales ahora —dijo Jenofonte—, por qué se presentan en batalla contra nosotros y por qué quieren ser enemigos nuestros.» «Porque vosotros venís sobre nuestra tierra.» Los generales le mandaron decir que no tenían intención de hacerles daño. «Marchamos a Grecia después de ha-ber hecho la guerra al rey y queremos llegar al mar.» Ellos preguntaron si les darían prenda de esto que decían. Los griegos respondieron que estaban dispuestos a darla y a tomarla. Entonces los macrones les dieron a los griegos una lanza bárbara, y los griegos a ellos otra griega. Esto decían que era prenda. Se puso a los dioses por testigos.
En seguida, después de darse esta prenda, los macrones ayudaron a los griegos a cortar los árboles, allanándoles el camino para que pasaran, mezclados con ellos, y les vendieron de todo lo que podían. Al cabo de ocho días llevaron a los griegos hasta los límites de los colcos. Había allí una gran montaña, y sobre ella se encontraban formados los colcos. Al principio los griegos se formaron en falange con intención de dirigirse a la montaña. Pero después pareció conveniente a los generales reunirse y deliberar acerca del modo mejor de conducir el ataque.
Jenofonte dijo que, a su parecer, debía deshacerse la falange y formar las tropas en columnas de compañía. «La falange —dijo— se romperá en seguida, pues la montaña será por unos lados accesible y por otro no. Y, al verla deshecha, los que vayan en ella sentirán desaliento. Además, si vamos formados en un orden profundo, los enemigos rebasarán nuestra línea y nos podrán atacar como quieran con las tropas que les queden libres. Pero si por el contrario, marchamos en pocas líneas de fondo, no sería extraño que se viese cortada la falange bajo la masa de hombres, y la lluvia de proyectiles que caerán sobre nosotros. Si esto ocurriese en alguna parte, la falange se verá comprometida. Me parece pues, que debemos formar las tropas en columnas de compañía, dejando entre ellas el suficiente espacio para que las compañías de los extremos rebasen las alas de los enemigos. De este modo quedaremos fuera de la falange contraria; los más bravos de nosotros avanzarán en primera línea al frente de las columnas y cada capitán conducirá la suya por donde el camino sea más fácil. No será fácil a los enemigos penetrar en los intervalos, teniendo a cada lado una columna, ni tampoco deshacer a la compañía marchando en columna. Si alguna compañía se ve apurada, la más próxima acudirá en su ayuda, y en cuanto alguna consiga llegar a la cumbre ningún enemigo continuará resistiéndose.»
Pareció bien esto y se formaron las compañías en columnas. Jenofonte recorrió el frente de la derecha a la izquierda, y dijo a los soldados: «Compañeros: estas gentes que veis, son el único obstáculo que nos impide estar ya donde deseamos desde hace tiempo. Si pudiéramos debíamos comérnoslos crudos.»
Cuando cada cual se hubo colocado en su sitio y quedaron formados en columnas, las compañías de hoplitas resultaron unas ochenta, de unos cien hombres aproximadamente cada una. Los peltastas y los arqueros fueron divididos en tres cuerpos, colocados uno fuera del ala izquierda, otro fuera del ala derecha y el otro en el centro. Cada uno de ellos constaba de unos seiscientos hombres. En seguida los generales transmitieron la orden de que dirigiesen a los dioses sus oraciones. Así lo hicieron los soldados, y, entonando el peán, se pusieron en marcha. Quirísofo y Jenofonte, con los peltastas a sus órdenes, avanzaban fuera de la falange contraria. Los enemigos, al verlos, se dividieron para correr a su encuentro por uno y otro lado y dejaron un gran vacío en medio de sus tropas. Entonces los peltastas arcadios, mandados por Esquines el arcadiano, creyendo que los bárbaros huían se lanzaron corriendo y dando gritos; ellos fueron los primeros que escalaron la montaña, y les siguieron los hoplitas arcadios mandados por Cleanor, de Orcómeno. Los enemigos, cuando los vieron echarse encima, no los aguardaron, sino que cada uno escapó por su lado.
Los griegos, subida la montaña, acamparon en numerosas aldeas muy bien abastecidas, y nada les llamó la atención sino la gran abundancia de panales que había en aquellos lugares. Pero a todos los soldados que comieron la miel se les trastornó la cabeza y tuvieron vómitos y desarreglos de vientre; ninguno podía tenerse en pie. Los que habían comido sólo un poco parecían borrachos, los que comieron más daban la impresión de locos, y algunos quedaban como muertos. De este modo había muchos por tierra como después de una derrota, y los demás estaban contristados. Pero al día siguiente no murió ninguno y próximamente a la misma hora que la víspera les desapareció el delirio. Al tercero y cuarto día se levantaron como después de haber tomado una medicina.
Desde allí recorrieron siete parasangas en dos etapas y llegaron al mar por Trapezunte, ciudad griega muy poblada, a orillas del Ponto Euxino, colonia de Sinope en el país de los colcos. Permanecieron allí treinta días en las aldeas de los colcos. Desde este punto organizaban expediciones por toda la Cólquide en busca de botín. Además los habitantes de Trapezunte establecieron un mercado en el campamento de los griegos, los recibieron y les dieron como presentes de hospitalidad vacas, harina de cebada y vino. También entablaron negociaciones en nombre de los colcos de los alrededores, que habitaban principalmente en la llanura, y éstos les trajeron vacas en señal de amistad.
Después de esto se prepararon a cumplir los sacrificios que habían prometido. Les vinieron los bueyes suficientes para los sacrificios a Zeus por haberlos salvado, a Heracles por haberlos guiado y a los demás dioses lo que les habían ofrecido. También organizaron un concurso gimnástico en la montaña donde acampaban y eligieron para disponer la carrera y dirigir el concurso al espartano Dracontio, que había huido de su patria siendo muchacho por haber muerto con un puñal a otro de su edad.
Terminados los sacrificios, regalaron las pieles a Dracontio y le dijeron que les llevase al sitio preparado para la carrera. Y él, mostrándoles el sitio donde se encontraban: «Esta colina —dijo— es excelente para correr en todos sentidos.» «Pero —le objetaron—, ¿cómo podrán luchar los atletas en un terreno tan duro y tan cubierto de árboles?» Y él respondió: «Así lo sentirá más el que caiga.» Corrieron el estadio muchachos, la mayor parte de ellos prisioneros, y el dólico[3] cretenses en número de más de sesenta. Otros pretendieron en la lucha, el pugilato y el pancracio. El espectáculo resultó hermoso, pues fueron muchos los que bajaron a las luchas, y como los estaban mirando sus compañeros, sentían viva emulación. También hubo carreras de caballos, los cuales bajaban la colina hasta el mar y después volvían a subir a donde estaba el ara. En su mayoría los caballos, cuando marchaban cuesta abajo, iban como disparados; pero, al remontar la fuerte pendiente, apenas si caminaban al paso. Y los espectadores animaban a los concursantes en medio de risas y de gritos.



[1] Es decir, sin la capa, o imation.
[2] Hacha de armas.
[3] Carrera más larga que el estadio.

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