miércoles, 27 de diciembre de 2017

Donald Kagan.- La guerra del Peloponeso Capítulo 15 La llegada de la paz (422-421)

Con tantos agravios por resolver, ni Atenas ni Esparta deseaban romper la tregua, por lo que ésta sobrepasó su fecha original de expiración, fijada para marzo, y se prolongó hasta bien entrado el verano de 422. No obstante, en el mes de agosto los atenienses acabaron por perder la paciencia. Esparta no sólo se negaba a destituir a Brásidas y a adoptar medidas punitivas, sino que, por el contrario, reforzaba su ejército y enviaba gobernadores para que administraran las ciudades que su general había tomado en un claro incumplimiento de la tregua. Era fácil llegar a la conclusión de que los espartanos habían secundado el armisticio con mala fe, y que simplemente perseguían ganar tiempo para que Brásidas obtuviera más victorias y fomentara las sublevaciones; de esta manera, se harían con el control y aumentarían sus demandas durante la negociación de paz. Así pues, para recuperar Anfípolis y el resto de las ciudades perdidas, los atenienses enviaron treinta naves, mil doscientos hoplitas, trescientos hombres de la caballería y un gran contingente de lemnios e imbrios, excelentes especialistas en armas ligeras.
CLEÓN AL MANDO

Durante la campaña, Cleón, elegido general por un año, asumió el mando con sumo gusto; pero el ejército congregado por él y por sus anónimos compañeros de armas no era lo suficientemente fuerte como para garantizar el éxito. Además de los hombres de guardia de los acuartelamientos de Escione y Torone, Brásidas contaba aproximadamente con el mismo número de efectivos y con la gran ventaja de defender poblaciones amuralladas. Por otra parte, Atenas contaba con los refuerzos de Perdicas y de algunos de sus aliados en Tracia; mientras que Brásidas, en realidad aislado, no podía esperar mucha más ayuda de Esparta. Con un poco de suerte, Cleón podría cosechar otro triunfo importante y restablecer la tranquilidad en el territorio tracio. Esto daría a Atenas un mayor control en las negociaciones o, como de hecho esperaba al menos, animaría a los atenienses a reanudar la ofensiva en el Peloponeso y en la Grecia central camino de la victoria.
Cleón actuó bien al principio. Realizó un amago de atacar Escione, el objetivo evidente, para acabar asaltando Torone, la principal base espartana de la región. Brásidas no estaba allí en esos momentos, y las fuerzas espartanas que quedaban apenas podían competir con las atenienses. Cleón organizó un inusual ataque conjunto por tierra y mar, e hizo retroceder a las tropas defensoras, las cuales tuvieron que defenderse de su asalto a la muralla; mientras tanto, sus barcos se lanzaban al ataque sobre la orilla desprotegida. El comandante espartano Pasitélidas había caído en la trampa. Para cuando se hubo replegado del frente contra Cleón en dirección a Torone, se encontró con que la flota ateniense había tomado la ciudad y él mismo era hecho prisionero. Cleón envió a Atenas como cautivos a los varones adultos de Torone, ya las mujeres y a los niños los vendió como esclavos. Brásidas y sus refuerzos se hallaban a poco más de seis kilómetros de la ciudad cuando ésta capituló finalmente.
Cleón marchó de Torone a Eyón para establecer la base del ataque a Anfípolis. Su asalto a Estagira en Calcídica había fracasado; pero, en cambio, había obtenido Galepso. Las actas del debate sobre el estado del Imperio del 442-441 también muestran la recuperación de muchas otras ciudades de la región, lo que sin duda fue obra de Cleón. En la esfera diplomática, consiguió aliarse con Perdicas y los macedonios, así como con el tracio Poles, rey de los odomantos.
Cleón planeaba esperar en Eyón hasta que la llegada de los nuevos aliados le permitiera bloquear a Brásidas en Anfípolis, y después asaltar la ciudad. Brásidas, sin embargo, se anticipó a esta amenaza. Fue probablemente entonces cuando trasladó al ejército a una colina llamada Cerdilio, situada al sudoeste de la ciudad en el territorio de los argilios, y dejó a Cleáridas al mando de la propia Anfípolis (Véase mapa[32a]). Desde Cerdilio, tenía una buena visión panorámica de todas las posiciones clave, y podía seguir el rastro de cada uno de los movimientos de Cleón.
Cuenta Tucídides que Brásidas tomó este enclave con la esperanza de que Cleón, despreciando el reducido número de soldados del contingente espartano, atacaría con su propio ejército en solitario; pero, en realidad, las tropas de Brásidas estaban muy igualadas a las del enemigo. Cleón debió de haber estado al corriente de este detalle, ya que continuó a la espera de los refuerzos. El general ateniense no tardó en movilizar su formación hacia una colina al nordeste de Anfípolis. Decisión ésta que Tucídides critica por no haberse tomado con un propósito auténticamente militar, sino por haber servido más bien como respuesta a las quejas de la soldadesca ateniense, a los que el historiador caracteriza como molestos por la inactividad y recelosos del liderazgo de su general, cuya incompetencia y cobardía contrastaban con la valentía y experiencia de Brásidas. Sin embargo, ni los peores detractores de Cleón le podían acusar de tales defectos; de hecho, el propio Tucídides lo retrata en otras ocasiones como demasiado optimista y atrevido. Por eso Brásidas esperaba que se mostrase lo bastante imprudente como para atacar a los aliados sin mayor demora. Tampoco es cierto que mereciera la acusación de incompetente: Cleón había cumplido su promesa de tomar Esfacteria en el tiempo prometido, y se había mostrado hábil, astuto y victorioso en Torone. No en vano los hombres que supuestamente dudaban de él en Anfípolis eran los mismos que habían servido bajo su mando cuando cayó sobre Galepso y reclamó las restantes poblaciones de la zona.
Una explicación más convincente de la jugada de Cleón podría encontrarse en su deseo de esperar la llegada de los tracios, rodear la ciudad y tomarla al asalto. Para acometer esta acción necesitaba tener una idea aproximada del tamaño de la población, de su forma, de la altura y solidez de sus murallas, de la disposición de sus guarniciones, el número de habitantes que contenía y de la condición del terreno de sus alrededores. Esto requería una expedición de reconocimiento como la relatada por Tucídides: «Llegó y estableció su ejército sobre una colina pronunciada frente a Anfípolis; después examinó personalmente las zonas pantanosas del río Estrimón y la disposición del emplazamiento respecto a Tracia» (V, 7, 4). Los soldados debían de estar realmente agotados, pero, sin lugar a dudas, la marcha era necesaria y debió de efectuarse a las claras para disuadir de cualquier ataque a los habitantes de la ciudad.
Una vez alcanzado el cerro, Cleón no divisó tropas apostadas en las murallas de Anfípolis ni soldados precipitándose al ataque desde sus puertas. Según Tucídides, el general ateniense cometió el error de no llevar consigo el equipamiento necesario para sitiarla, pues se dio cuenta de que, con los efectivos de los que disponía, podía haberla tomado por la fuerza. Una cuestión que no nos queda del todo clara es cómo llegó a saber Tucídides las intenciones de Cleón, ya que éste murió en el combate y no pudo ser su fuente directa de información. Los soldados atenienses que pudieron servirle de informantes casi dos décadas después, momento en el que escribió su relato, incluso en el caso de haber sido partícipes de los pensamientos íntimos de Cleón probablemente tampoco hubieran sido imparciales. No podemos determinar con exactitud sus razonamientos, pero tampoco hay pruebas de que subestimara las fuerzas peloponésicas, ni de que con su torpeza pusiera en peligro al ejército. De hecho, cuando Brásidas observó que Cleón se desplazaba al norte de Eyón y se reunía en la ciudad con Cleáridas, no se arriesgó a lanzar un ataque porque juzgó que su propio ejército era inferior en calidad, si bien no en número. Cleón tenía, pues, motivos de sobra para concluir que le sería posible efectuar su misión de reconocimiento y volver sin peligro a Eyón.
LA BATALLA DE ANFÍPOLIS

Sin embargo, Brásidas quería entrar en combate tan rápido como fuera posible, porque, sin la ayuda material y financiera de Esparta o de Perdicas, su posición se debilitaba día tras día, mientras que la de Cleón se vería pronto fortalecida con la llegada de las tropas tracias y macedonias. Dejó el ejército en manos de Cleáridas y eligió a ciento cincuenta hombres para que lo acompañasen; con ellos «planeó atacar antes de que los atenienses pudieran huir, con la convicción de que no los volvería a encontrar tan aislados si finalmente llegaban los refuerzos» (V, 8, 4). Como parte de un plan ideado para engañar a Cleón y hacerle caer en la trampa, Brásidas comenzó con gran ceremonia los sacrificios rituales que precedían a las batallas y envió las tropas de Cleáridas hacia la puerta tracia, en el extremo norte de la ciudad (Véase mapa[33a]). La amenaza de un ataque desde esta entrada forzaría a Cleón a desplazarse al sur, hacia Eyón, pasando por la muralla del este. Si dejaban atrás Anfípolis, los atenienses no podrían seguir viendo el movimiento tras sus muros y entonces se creerían a salvo. Sin embargo, Brásidas planeaba atacarles con ayuda de la selecta fuerza de sus tropas de élite, emplazadas en la puerta sur. Los atenienses, sorprendidos, asumirían que todo el ejército les había perseguido desde la puerta norte a la sur, y se centrarían por completo en derrotar a los hombres que tenían ante ellos. Entretanto, Cleáridas podría avanzar con el contingente principal a través de la puerta tracia y sorprender a los atenienses por el flanco.
Por lo visto, Cleón contaba con un pequeño contingente para explorar el área al norte y nordeste de Anfípolis. Cuando supo que el ejército enemigo se estaba agrupando en la puerta tracia mientras los atenienses se encontraban al sur de esta posición, juzgó seguro y prudente ordenar la retirada a Eyón, puesto que jamás había formado parte de sus planes presentar batalla en campo abierto sin refuerzos.
Tucídides relata cómo Cleón estimó que había tiempo de sobra para escapar antes de que tuviera lugar el ataque, y dio orden de batirse en retirada. Para garantizar la integridad de la columna en retroceso, se hacía necesario un complicado movimiento por el flanco izquierdo, pero esta maniobra tardó algún tiempo en ser ejecutada. Cleón quedó apostado en la posición del lado derecho, la más peligrosa, y efectuó un brusco giro hacia la izquierda, que dejó el flanco de su diestra indefenso y desprotegido. Este movimiento, o la propia falta de coordinación con el ala izquierda, alentó la confusión y una ruptura del orden. Brásidas dejó que el lateral izquierdo ateniense avanzase y transformó este tropezón táctico en una ocasión de oro para el ataque. Salió a la carrera por la puerta sur de la muralla y golpeó a los atenienses, totalmente cogidos por sorpresa, en el mismo centro. Éstos, «atónitos ante su osadía y aterrorizados por su propio desorden, dieron media vuelta y emprendieron la huida» (V, 10, 6). En el momento justo, Cleáridas salió por la puerta tracia y los sorprendió por el costado, lo que los sumió en una confusión incluso mayor.
Los atenienses situados en la parte izquierda corrieron hacia Eyón, mientras que los que se hallaban en la derecha, donde Cleón estaba al mando, defendieron su posición con gran coraje. Respecto al propio Cleón, que jamás había tenido intención de quedarse a combatir, relata Tucídides que «huyó de inmediato» y encontró la muerte en la punta de lanza de un peltasta de Mircino. Aunque se le tildó de cobarde, no hay pruebas que sostengan esta acusación. Cleón no huyó con el contingente del flanco izquierdo, sino que permaneció en la retaguardia, la posición más peligrosa para un ejército en desbandada. La causa de su muerte fue una jabalina lanzada a distancia, y no tenemos prueba alguna de que ésta le diera por la espalda. Como ya comentaran los espartanos de sus propios soldados en Esfacteria: «Serían las lanzas valiosísimas si pudieran distinguir a los valientes» (IV, 40, 2). En cualquier caso, entre sus contemporáneos atenienses sí se mantuvo la creencia de que en Anfípolis había combatido con honor. Cleón y los hombres que combatieron con él fueron enterrados en el Cerámico, lugar donde los muertos en batalla recibían sepultura con honores de Estado, y su valor no debería ser puesto en duda, al menos no más que el de sus hombres.
A pesar de su muerte, sus tropas se mantuvieron firmes y combatieron con bravura sin ceder terreno, hasta que los lanzadores de jabalina y la caballería los atacaron. Parece ser que los atenienses no habían sacado su caballería de Eyón, pues no se deseaba o no se esperaba entrar en combate. Cerca de seiscientos de sus soldados perecieron, mientras que los espartanos sólo sufrieron siete bajas; entre ellas, la de Brásidas, al que sacaron del lugar todavía respirando, y que vivió lo suficiente como para tener conocimiento de que había resultado vencedor en la última de sus batallas.
LA MUERTE DE BRÁSIDAS Y CLEÓN

La batalla de Anfípolis se había llevado a los dos líderes descritos por Tucídides como «los dos hombres de cada bando más contrarios a la paz» (V, 16, 1). Los ciudadanos de Anfípolis dieron sepultura a Brásidas dentro de los muros de la ciudad, en un lugar frente al ágora. Erigieron un monumento en su memoria, lo adoptaron como fundador de la ciudad y le rindieron honores de héroe, al que a partir de entonces conmemoraron con competiciones atléticas y sacrificios anuales. Brásidas se había entregado en cuerpo y alma a la destrucción del Imperio ateniense y había defendido la restauración de la supremacía de Esparta dentro del mundo griego. Si hubiera seguido con vida, habría continuado la lucha en el frente del norte. Su desaparición resultaba un severo contratiempo para aquellos que querían combatir hasta la victoria total.
Al igual que Brásidas, Cleón ejercía una política de cariz agresivo, nacida de la sincera convicción de que era la mejor vía posible para su ciudad. Aunque no cabe duda de que su forma de hacer política rebajó el tono del ideal cívico ateniense —muestra de ello es su severidad hacia los aliados rebeldes—, Cleón representaba a un amplio espectro de opinión. Siempre sacaba adelante sus posturas políticas con energía y valor, porque las presentaba de una manera directa y honesta. Adulaba a las masas tanto como Pericles, pero se dirigía a ellas con formas severas, desafiantes y realistas. Puso en peligro su vida por servir en las expediciones que él mismo alentó, hasta encontrar la muerte en la última de ellas.
De hecho, pensaran lo que pensasen los «hombres razonables» de Tucídides, Atenas no quedó en mejor posición tras la desaparición de Cleón. Su visión encontró continuidad en los esfuerzos de otros hombres, aunque carecían de su capacidad y patriotismo, de su honestidad e incluso de su valor. No obstante, Tucídides no se equivoca al aseverar que tanto la muerte de Cleón como la de Brásidas habían hecho que la paz fuera posible. En Atenas, ninguno de los que permanecían al mando tenía la suficiente estatura política como para oponerse con éxito al armisticio defendido por Nicias.
LA LLEGADA DE LA PAZ

La victoria de Anfípolis animó a los espartanos a mandar refuerzos a Tracia; pero cuando se enteraron de la muerte de Brásidas, dieron media vuelta, pues su comandante en jefe, Ramfias, conocía bien el sentir de Esparta: «Regresaron, principalmente, porque desde su partida habían sido conscientes de que los espartanos se inclinaban por la paz» (V, 13, 2). Los recientes acontecimientos del nordeste no llegaron a alterar demasiado la realidad de la guerra. Los espartanos no habían saqueado el Ática desde la captura de sus hombres en Esfacteria por temor a que en Atenas ejecutaran a sus prisioneros. La flota peloponesia ya no existía tras haber fracasado al apoyar los alzamientos de los súbditos de Atenas en cada una de sus intervenciones. La atrevida estrategia de Brásidas necesitaba de un compromiso en número de hombres mayor del que Esparta podía aportar; a su vez, los refuerzos no podían atravesar el territorio mientras Atenas fuera dueña del mar, y Perdicas y sus aliados tesalios continuaran sus hostilidades por tierra.
Esparta también tenía mucho que perder si la contienda continuaba. Los atenienses aún podían atacarles desde Pilos y Litera. Los ilotas desertaban en número creciente y los espartanos tenían miedo de que los atenienses pudieran instigar otra rebelión masiva entre los esclavos. Una nueva amenaza se perfilaba también en el horizonte: la próxima finalización del Tratado de los Treinta Años entre Argos y Esparta. Los argivos insistían en la devolución de Cinuria; una condición considerada como inaceptable para la renovación del Tratado. No obstante, si la guerra continuaba, los espartanos se arriesgarían a la creación de una coalición letal entre Argos y Atenas, la cual podría verse fortalecida por la deserción de algunos aliados espartanos. Esparta, por ejemplo, había mantenido en los últimos tiempos disputas con Élide y Mantinea, democracias que sentían temor de la respuesta espartana y que con toda seguridad se unirían a Argos.
Y lo que es más, muchos de los dirigentes espartanos tenían motivos personales para buscar la paz: algunos miembros de las principales familias de Esparta querían traer de vuelta a sus familiares cautivos en Atenas. Tucídides relata que el rey Plistoanacte «se inclinaba en gran medida por la idea de un tratado» (V, 17, 1 16), lo que podía mejorar sustancialmente su difícil situación: sus enemigos, que no le habían perdonado su fracaso a la hora de invadir y destruir el Ática durante la Primera Guerra del Peloponeso, le acusaban de comprar el oráculo de Delfos para propiciar su vuelta al trono; con la aseveración de que la restauración era ilegal, la consideraron como la raíz de todos los males y derrotas sufridos por los espartanos. Así pues, la firma de un tratado, pensaba Plistoanacte, también reduciría los ataques a su persona.
Visto con objetividad, los atenienses parecían tener menos motivos para negociar la paz. Su territorio no había sufrido saqueos en los últimos tres años, y continuaban manteniendo prisioneros para garantizar su inmunidad. Aunque la reserva del tesoro seguía disminuyendo, en el año 421 los atenienses disponían de recursos suficientes para proseguir la lucha al menos durante tres años; pero muchos de ellos no sentían deseos de hacerlo. Las equivocaciones de Megara y Beocia, sumadas a las rebeliones en Tracia, eran desalentadoras; las pérdidas ocurridas en Delio, espeluznantes; y además, temían que se produjeran más alzamientos en el seno del Imperio. Aunque tales preocupaciones eran más exageradas que legítimas, porque, mientras Atenas controlara los mares, el riesgo de revueltas en el Egeo o en Asia Menor era muy reducido. Ni siquiera parecía muy probable que se propagasen las rebeliones en Calcídica. Sin embargo, estos temores eran reales para los atenienses, y en gran medida les ayudaron a aproximarse a la paz.
En Atenas, la serie de recientes derrotas y la desaparición de las principales voces partidarias de la guerra dejaron a Nicias y a la facción pacifista en una posición de fuerza. De nuevo, Tucídides utiliza los motivos personales de Nicias como motor principal: siendo el general ateniense con más éxito de su tiempo, Nicias quería «legar su nombre a la posteridad como aquel que jamás había actuado en perjuicio del Estado» (V, 16, 1). Precavido por naturaleza, también suscribía la política de Pericles de luchar de forma determinada y restrictiva. Después de que el triunfo de Pilos pareciera hacer posible la paz de Pericles, Nicias intentó convencer sistemáticamente a los atenienses de que adoptaran esa idea porque en verdad creía que era el mejor camino para ellos.
El desánimo provocado por el curso de la guerra, los problemas para su financiación y la eliminación de los líderes de la facción belicista sirven para explicar el acercamiento a la paz en su conjunto; sin embargo, todavía podríamos preguntarnos por qué los atenienses deseaban poner fin a la contienda tras tantos sacrificios, en el mismo momento en que sus perspectivas eran mejores que nunca desde los hechos de Pilos. Todo lo que tenían que hacer era esperar a que Argos incumpliera el tratado con Esparta y se uniera a Atenas en un nuevo intento. Podían dejar que una coalición entre Argos, Mantinea, Elide, y quizás algunas otras, mantuviera ocupados a los espartanos en el Peloponeso, mientras que ellos podrían lanzar ataques simultáneos desde Pilos y Litera y promover la agitación de los ilotas. Estas incursiones mantendrían totalmente ocupados a los peloponesios y dejarían a los atenienses con las manos libres para invadir Megara. En consecuencia, cabía la posibilidad de que la Liga del Peloponeso se viniera abajo, lo que minaría el poder de Esparta y procuraría a Atenas la libertad para comerciar con una Beocia aislada. Con todo ello, Esparta se vería seriamente debilitada y obligada a negociar una paz más favorable para Atenas.
Pero estas estimaciones tan racionales no tenían en cuenta el profundo desgaste que la guerra había causado a su vez entre los atenienses. Habían padecido grandes bajas por la peste y en los campos de batalla; habían gastado unos fondos que les llevó mucho tiempo acumular; habían presenciado la destrucción de sus casas de campo y la tala de sus vides y olivos. Los granjeros y los propietarios integraban los sectores más receptivos al tratado de paz, tal como Aristófanes refleja claramente en una comedia escrita a principios del año 425, Los acarnienses. Dicaepolo, su personaje principal, representa al típico granjero ático que, hacinado contra su voluntad en Atenas, suspira por volver a su granja.
Mientras las conversaciones de paz tenían lugar, aquellos que «anhelaban la antigua vida intacta y segura de los tiempos en que no había guerra» escuchaban con placer los versos de uno de los coros del Erecteo de Eurípides: «Deja, lanza mía, de ser usada para que te cubra con su tela la araña», (y gustosamente) recordaban la sentencia que decía: «En tiempos de paz, a los durmientes no los despierta la corneta, sino el gallo» (Plutarco, Nicias, IX, 5). La paz de Aristófanes, escrita en la primavera de 421, justo antes de aprobarse el Tratado, está repleta de ese mismo deseo, expresado con júbilo esta vez ante la perspectiva del fin de la contienda. Trigeo, el héroe de esta comedia, canta este peán por la paz:
 Pensemos en los mil placeres sumados,
camaradas, que a la Paz debemos,
toda una vida de comodidad y descanso
con la que antaño nos premió;
higos y olivas, el vino y el mirto,
exquisitos frutos guardados y dejados secar,
bancos de olorosas violetas,
los corazones heridos ansían
gozos que por largo tiempo añoraron.
Camaradas, aquí llega de nuevo la Paz,
¡con bailes y cantos dadle la bienvenida!
(571-581)

Nicias era un excelente dirigente de la facción pacifista, su éxito militar y sus demostraciones públicas de piedad lo habían hecho muy popular en Atenas. Su bien conocida defensa de la paz y la bondad característica que había mostrado con sus prisioneros le habían hecho ganar también la confianza de los espartanos; por eso deberían haberlo considerado como el negociador perfecto. Sin embargo, los atenienses continuaban resistiéndose a una paz negociada, quizá porque eran plenamente conscientes de las ventajas que podían aguardarles al final del camino. Así pues, los espartanos se arriesgaron con una acción desesperada para forzar la paz. Hacia el inicio de la primavera, «se intuía por parte de Esparta una agitación preliminar en los preparativos»; como, por ejemplo, la construcción de una fortificación permanente en el Ática, que haría a los ciudadanos de Atenas «más proclives a escuchar» (V, 17, 2). Gracias a una combinación de ira y de miedo, los atenienses también podrían haber respondido al instante con una matanza de prisioneros, lo que habría puesto punto final a cualquier esperanza de paz, pero el ardid espartano funcionó. Los atenienses se avenían por fin a pactar la paz sobre el principio generalizado del statu quo prebélico, con las excepciones necesarias de Tebas, que conservaría Platea, y de Atenas, que mantendría Nisea y los territorios de Solio y Anactorio en el oeste, originariamente corintios.
LA PAZ DE NICIAS

La paz, juramentada para cincuenta años, permitía el libre acceso a los lugares sagrados comunes, establecía la independencia del templo de Apolo en Delfos y promovía la resolución de conflictos por medios no beligerantes. Sus disposiciones territoriales restituían a Atenas la fortaleza fronteriza de Panacto, que había sido obtenida traicionando a los beocios en el año 422. Esparta también hizo promesa de retornar Anfípolis a Atenas, aunque sus ciudadanos y los de otras muchas ciudades serían libres de abandonarlas con todos sus bienes. Los espartanos también se marcharon de Torone, Escione y del resto de poblaciones que habían reconquistado los atenienses o que todavía asediaban. Esta medida significaba para los hombres de Escione una muerte segura, ya que la Asamblea ateniense había decretado de antemano su destino. Las restantes ciudades tracias rebeldes fueron divididas en dos categorías. En la primera, se hallaba Anfípolis y las ciudades que Atenas había recuperado, las cuales quedaron devueltas al control ateniense. Sin embargo, Argilo, Estagira, Acanto, Estolo, Olinto y Espartolo dejaron en evidencia a los espartanos por haber alentado éstos sus rebeliones en nombre de la libertad de Grecia. Para no humillar a Esparta, los atenienses permitieron que estas ciudades se limitaran a pagar el tributo anterior al incremento fiscal del año 425. Deberían permanecer neutrales y no pertenecer a ninguna de las confederaciones, aunque a los atenienses se les permitía utilizar la persuasión pacífica para tratar de ganarlas de nuevo. Tal conjunto de legalismos obtusos no conseguía ocultar la traición de Esparta hacia sus aliados septentrionales.
Los atenienses también hicieron importantes concesiones: otorgaron un grado inusitado de independencia a los calcídicos y se comprometieron a establecer sus bases en los límites del Peloponeso: en Pilos, Citera y Metana. Atenas también consentía en devolver las islas de Atalanta y Ptaleo —posiblemente una población de la costa de Acaya—. La cláusula de intercambio de prisioneros privaba a los atenienses de su principal elemento de disuasión contra Esparta, pero éste era un paso esencial para la paz. La parte final del acuerdo reflejaba sin ambages que Atenas y Esparta habían impuesto la paz a sus aliados: «Si alguna de las dos partes olvida algo, cualquier cosa, ésta debe hacerse, de acuerdo con el juramento de las dos, sólo por medio de la palabra, y así cambiar lo que a ambas partes, ateniense y espartana, les parezca conveniente» (V, 18. 11).
Atenas ratificó el Tratado pocos días después del décimo aniversario de la primera invasión del Ática, posiblemente alrededor del 12 de marzo del año 421. La paz despertó una gran alegría en la mayor parte de los atenienses, espartanos y griegos en su conjunto. En la capital del Ática, «era opinión compartida por muchos que los males habían remitido manifiestamente; Nicias andaba en boca de todos como el hombre que había sido tocado por los dioses. Su piedad había sido la causa de que las divinidades honraran su nombre con las mayores y más bellas bendiciones» (Plutarco, Nicias, IX, 6).
Este acuerdo siempre se ha conocido por el nombre de Paz de Nicias, pues él fue, más que ningún otro, el responsable de haberla llevado a buen puerto. Podría parecer que la Guerra Arquidámica hubiera premiado a Atenas con el tipo de triunfo que Pericles había buscado; no obstante, difícilmente es el caso. El objetivo de Pericles era poner a salvo el orden internacional establecido en el año 445, y convencer a Esparta de la imposibilidad de coaccionar a Atenas, pues sus ciudadanos eran invulnerables y el Imperio, una realidad; cualquier agravio habría de conciliarse por medio de la discusión, la negociación y el arbitraje, es decir, sin amenazas ni por la fuerza.
Sin embargo, la paz no trajo estos cambios, como tampoco fue posible restablecer el statu quo territorial. Anfípolis y Panacto, por ejemplo, quedaban bajo el control de pueblos hostiles a Atenas, que a su vez tampoco estaban supeditados a Esparta, por lo que su eventual devolución a Atenas no podía ser asumida. Platea, compañera de armas de Atenas en Maratón y su fiel aliada desde entonces, quedó abandonada al poder tebano. La pérdida de Anfípolis resultó compensada con la obtención de Nisea; pero, con toda seguridad, a Pericles le habría consternado el acuerdo alcanzado con las ciudades rebeldes de Calcídica. Su condición futura, incluida la cantidad de tributos que pagarían, no la fijarían los atenienses, sino las disposiciones de un Tratado entre las dos potencias. Esto incumplía el ideal por el que Pericles había entrado en guerra: la legitimidad, integridad e independencia del Imperio ateniense.
La manera en la que se había alcanzado la paz aún generaba mayor insatisfacción. No había constancia de que los espartanos hubieran llegado a aceptar la imbatibilidad de Atenas o hubieran dejado de cuestionar la realidad de su Imperio. Los motivos principales que habían obligado a Esparta a buscar la paz eran sus dificultades temporales: el deseo de recuperar a sus prisioneros y la amenaza de una alianza argiva con Atenas. La facción bélica no había sido derrotada ni caído en el descrédito permanente. No se tenía la certeza de que los espartanos, una vez restablecido el orden en el Peloponeso, abandonarían su búsqueda de la supremacía y la venganza. La paz les proporcionaría el tiempo que necesitaban para recuperarse y haría posible el desquite; y, por otra parte, tampoco serviría de ayuda para convencerles de que era imposible que ganaran la guerra. Respecto a los atenienses, en realidad se habían visto obligados a aceptar la paz por temor a una amenaza militar. Así pues, la Guerra de los Diez Años no se tradujo en los resultados deseados por ninguno de los dos bandos: no trajo la destrucción del Imperio ateniense ni la libertad de todos los griegos, como tampoco mitigó el temor de Esparta hacia la potencia ateniense. Para Atenas, la paz ni siquiera ofrecía las garantías de seguridad por las que Pericles se había aventurado a combatir. El gasto de vidas, sufrimiento y dinero había sido finalmente en vano.
La Paz de Nicias, al igual que el Tratado de los Treinta Años, que puso fin a la primera Guerra del Peloponeso, concluía un conflicto que ninguna de las partes había sabido ganar; ahí termina cualquier otra semejanza. Las disposiciones territoriales del año 445 eran realistas; el tratado de 421, no. Se sustentaba en las promesas poco plausibles por parte de Esparta de devolver Anfípolis y Panacto a Atenas, y ni siquiera se mencionaban Nisea, Solio y Anactorio, lo que invariablemente no haría sino molestar a Megara y Corinto, con la consiguiente amenaza para la paz que esto suponía. El pacto anterior había sido acordado por una Atenas firme y sin fisuras bajo el control de Pericles, un líder verdaderamente comprometido con la observancia de la letra y el espíritu del Tratado; por su parte, los espartanos también habían gozado de buenas razones para sentirse satisfechos con sus términos.
Sin embargo, la Atenas del año 421 carecía de un liderazgo estable. Las actuaciones de los últimos años habían alterado a menudo el rumbo de la política, y los enemigos de la paz habían sido superados principalmente por la ausencia de voces influyentes. En Esparta, los más autoritarios desaprobaban la paz. Podían llegar nuevos éforos al poder y oponerse al acuerdo; incluso los que lo habían suscrito no se sentían entusiasmados a la hora de ejecutar cada una de sus disposiciones. En el año 445, los aliados de Esparta habían aceptado la paz sin condiciones; pero en el año 421, Beocia, Corinto, Élide, Megara y los tracios se negaban a cooperar. En el 445, los argivos estaban ligados a Esparta por un tratado; en el 421 no pertenecían a ninguna de las confederaciones, y se aprestaban a recuperar su antigua hegemonía sobre el Peloponeso y a sacar provecho de las divisiones del mundo griego en su propio beneficio. La suma de estos obstáculos ponía en un serio aprieto las perspectivas de paz desde un principio.

Debilitados por la contienda, pocos eran los atenienses que tomaban tales problemas en consideración; corría el año 421 y Atenas reía con la representación de La paz de Aristófanes en el Gran Festival dedicado a Dionisos. Brásidas y Cleón, la maza y el mortero de la guerra, según los caracterizó el comediógrafo ático, habían muerto, mientras el mismísimo dios de la guerra se veía obligado a abandonar la escena. Trigeo y el coro de los granjeros atenienses quedaban en libertad para salvar a Eirene, diosa de la paz, del pozo donde había estado enterrada durante diez largos años.

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