lunes, 25 de diciembre de 2017

Werner Jaeger Paideia : Los ideales de la cultura griega Libro primero: VIII Solón : Principio de la formación política de Atenas.

la última voz que se dejó sentir en el concierto espiritual de los linajes helénicos fue, en el año 600, Ática. Al principio pareció aceptar o modificar dócilmente los temas de los demás y. ante todo, los de la estirpe afín de los jonios. Pero pronto los entretejió con independencia en una más alta unidad y dominó su propia melodía con creciente claridad y plenitud. El poderío ático sólo alcanzó su culminación un siglo más tarde, con la tragedia de Esquilo. Y poco hubiera faltado para que fuera lo primero que conociéramos de ella. Del siglo VI no tenemos más que los fragmentos, no insignificantes, de la poesía de Solón. Pero su conservación no es evidentemente una pura casualidad. Mientras subsistió un estado ático y su vida espiri­tual independiente, fue Solón una columna fundamental del edificio de su cultura y de su educación. Sus versos se imprimieron en el alma de la juventud y eran evocados por los oradores ante los tribunales de justicia y en las asambleas públicas, como expresión clásica del espí­ritu de la ciudadanía ática.[1] Su influjo vivo persistió hasta el tiempo en que, con la decadencia del poder y del esplendor del imperio ático, despertó la añoranza de la grandeza del pasado y los gramáticos y los historiadores de una nueva edad se consagraron a la conservación de sus restos. Aun entonces, se conservaron los testimonios poéticos de Solón como documentos históricos del más alto valor. No hace mu­cho tiempo que aún los considerábamos predominantemente desde este punto de vista.
Pensemos por un momento que se hubiera perdido todo vestigio de los poemas de Solón. Sin ellos, no nos hallaríamos en condicio­nes de comprender lo que hay de más grandioso y memorable en la poesía ática de la época de la tragedia ni aun en la vida espiritual entera de Atenas: la perfecta compenetración de la producción griega con la idea del estado. En esta conciencia viva de la dependencia y la vinculación a la comunidad de toda creación espiritual del indivi­duo, se muestra el dominio del estado en la vida de sus ciudadanos hasta un punto que sólo tiene su parangón en Esparta. Pero el ethos del estado espartano, con toda la grandiosidad y perfección de su es­tilo de vida, impide la promoción de todo movimiento espiritual y se muestra cada día más incapaz de adoptar una nueva estructura inter­na. Así cae gradualmente en el anquilosamiento. Por otra parte, la polis jónica, con su idea del derecho, trajo el principio organizador de una nueva estructura social y creó, al mismo tiempo, mediante la (138) destrucción de los derechos de clase, la libertad ciudadana que con­firió al individuo el ámbito necesario para su pleno desarrollo perso­nal. Pero la amplitud que otorgó a la expresión de lo humano —de­masiado humano— le impidió desarrollar las fuerzas capaces de unir las actividades nacientes de la individualidad en un designio más alto para la estructuración de la comunidad. Faltaba un lazo de unión entre la fuerza educadora que llevaba implícito el nuevo orden legal que regía la vida política y la libertad sin freno, de pensamiento y de palabra de los poetas jónicos. Por primera vez, la cultura ática equilibra ambas fuerzas: el impulso creador de la individualidad y la energía unificadora de la comunidad estatal. A pesar del íntimo parentesco con los jonios, a los cuales tanto debe Ática desde el punto de vista espiritual y desde el punto de vista político, resulta claramente comprensible esta diferencia fundamental entre el movimiento centrífugo de libertad de los jonios y la fuerza centrípeta y constructiva de los áticos. Así se explica que las estructuras decisivas de lo griego, en el reino de la educación y de la cultura, se hayan desarrollado en tierra ática. Los monumentos clásicos de la cultura política griega, desde Solón hasta Platón, Tucídides y Demóstenes, son, en su totali­dad, creación de la estirpe ática. Sólo era posible que surgieran donde un poderoso sentido de las exigencias de la vida de la comunidad subordinaba a ellas cualesquiera otras formas de la vida espiritual y pudiera, sin embargo, vincularlas a la propia intimidad.
Solón es el primer representante del auténtico espíritu ático y al mismo tiempo su creador más eminente. Pues, aunque el pueblo en­tero estuviera predestinado, por la armonía de su constitución espiri­tual, a la realización de algo extraordinario, fue decisiva para el des­arrollo posterior la aparición, en sus comienzos, de una personalidad capaz de dar forma a aquella constitución. Los historiadores políti­cos, que acostumbraban juzgar a los personajes históricos por sus obras palpables, estiman principalmente a Solón por el aspecto de su obra que mira a la realidad política, es decir, la creación de la seisachteia. Lo que importa, ante todo, para la historia de la educa­ción griega, es que Solón, como maestro político de su pueblo, sobrepasa enormemente la esfera de su influencia temporal e histórica y esto es lo que le otorga una importancia perenne para la posteridad. Solón se nos manifiesta, en primer término, como poeta. Su poesía nos revela los motivos de sus hechos políticos que, por la elevación de su conciencia ética, se levanta muy por encima del nivel de los partidos políticos. Hablamos antes de la importancia de la legisla­ción para la formación del nuevo hombre político. La poesía de Solón constituye la explicación más palpable de esta verdad. Tiene para nosotros el valor excepcional de mostrarnos, tras la universalidad im­personal de la ley, la figura espiritual del legislador, en el cual se encarna de un modo visible la fuerza educadora de la ley, tan viva­mente sentida por los griegos.
(139) La antigua sociedad ática, en la cual nación Solón, se hallaba to­davía gobernada por una nobleza de terratenientes cuyo dominio en otros sitios había sido ya en parte destruido o había tocado a su fin. El primer paso para la codificación del derecho de sangre, las pro­verbiales "leyes draconianas", significaron más bien una consolida­ción de las relaciones recibidas que un rompimiento con la tradición. Tampoco las leyes de Solón quisieron suprimir el dominio de los nobles como tal. Sólo la reforma de Clístenes. tras la caída de la ti­ranía de los Pisistrátidas, acabó violentamente con él. Cuando pensa­mos en la Atenas posterior y en su insaciable afán de novedades, parece un milagro que las olas de la tormenta social y política, que inundaron el mundo de aquellos tiempos, se hayan quebrado en las abiertas costas de Ática. Pero sus moradores no eran entonces los na­vegantes de los siglos posteriores, accesibles a todos los influjos, tal como Platón los pinta. Ática es todavía un país puramente agrario. El pueblo, vinculado a la tierra, nada fácil en sus movimientos, se hallaba arraigado en la moralidad y la religión tradicionales. No por ello es preciso pensar que las capas inferiores de la sociedad perma­necían ajenas a las nuevas ideas sociales. Piénsese en el ejemplo de los beocios que ya un siglo antes de Solón tuvieron su Hesíodo y, a pesar de todo, su sistema feudal permaneció intacto hasta los tiempos del florecimiento de la democracia griega. Las reclamaciones y exi­gencias formuladas por la sorda masa no se transformaban tan fácil­mente en una acción política orientada por un claro designio. Esto ocurría sólo cuando las nuevas ideas fructificaban en el suelo propi­cio de las clases superiores formadas en una educación más alta, y un noble, por ambición o por una comprensión más profunda de las cosas, se ponía al servicio de la masa y tomaba su dirección. Los propietarios prominentes, amantes de los caballos, que vemos pinta­dos en los vasos arcaicos conduciendo sus ligeros cochecillos con motivo de una fiesta o, sobre todo, para acudir a los funerales de alguno de sus camaradas, dominaban a los siervos que trabajaban el campo, como una masa compacta. El espíritu de casta más egoísta y la separación altanera de los superiores y terratenientes frente a las clases inferiores oponía un dique inquebrantable a las exigencias de la población oprimida, cuya desesperada situación pinta conmovido Solón en su gran yambo.
La cultura de la nobleza ática era totalmente jónica. Lo mismo en el arte que en la poesía dominaba el gusto y el estilo superior de aquellos pueblos. Es natural que este influjo se extendiera también a las maneras y a los ideales de la vida. El hecho de que las leyes de Solón prohibieran el fausto asiático y las lamentaciones de las mu­jeres que eran hasta entonces usuales en las ceremonias funerarias de los señores prominentes, era una concesión al sentimiento popular. Sólo la sangrienta crisis de la guerra con los persas rompió definiti­vamente cien años más tarde el predominio del modelo jónico — la (140) a)rxai/a xlidh/ — en los vestidos, los peinados y los usos sociales. Las esculturas arcaicas, que han sobrevivido a la destrucción de la Acró­polis por los persas, nos dan una viva representación de la riqueza y la afectación de las modas asiáticas. Por lo que se refiere al tiempo de Solón, la diosa sentada del museo de Berlín es la perfecta repre­sentación de la altanería femenina en esta antigua aristocracia ática. La penetración de la cultura jonia en la metrópoli debió de intro­ducir muchas novedades que fueron consideradas como perjudiciales. Pero ello no nos debe impedir ver que la fecundación de la existencia ática por el espíritu jónico debió de despertar en el Ática arcaica el impulso que la llevó a la estructuración de su propia forma espi­ritual. Especialmente el movimiento político que surgió de la masa económicamente débil, con la figura de su caudillo prominente, Solón, en la cual lo ático y lo jónico se compenetran de un modo insepara­ble, sería inconcebible sin el estímulo del Oriente jónico. Solón junto con unos pocos recuerdos históricos que la posteridad ha conservado y los restos del arte ático contemporáneo, es el testimonio clásico de aquel fenómeno de la historia de la cultura, tan rico en consecuencias. Sus formas poéticas, elegía y yambo, son de origen jónico. Sus estre­chas relaciones con la poesía jónica contemporánea se hallan expre­samente acreditadas por el poema dirigido a Mimnermo de Colofón. Su lenguaje poético es el jónico mezclado con formas áticas, pues el ático no era en aquel tiempo apto para ser empleado en la alta poesía. Las ideas expresadas en sus poemas son también, en parte, jónicas. Pero aquí confluye lo propio y lo ajeno y se reúnen, mediante el lenguaje, en una nueva creación grandiosa. La forma jónica tradi­cional le confiere la íntima libertad y un dominio de la expresión no exento de alguna dificultad.
En los poemas políticos[2] —que se extienden a lo largo de medio siglo, es decir, desde antes de su legislación hasta la tiranía de Pisístrato y la conquista de la isla de Salamina— la poesía de Solón ad­quiere de nuevo la grandeza educadora que tuvo ya en Hesíodo y en Tirteo. Las exhortaciones a sus conciudadanos, que constituyen su forma constante, brotan de un grave y apasionado sentido de respon­sabilidad en relación con la comunidad. En momento alguno adquirió este tono la poesía de los jonios, desde Arquíloco hasta Mimnermo. con excepción de un poema de Calinos en el que se hace apelación al amor patrio y al sentimiento del honor de sus conciudadanos efesios. en un momento de grave peligro militar. La poesía política de Solón no nace de este espíritu de heroísmo homérico. Aparece en ella un pathos completamente nuevo. Toda edad auténticamente nueva ofrece al poeta nuevas riquezas insospechadas en el alma humana.
Hemos visto cómo en aquellos tiempos de cambios violentos en el (141) orden social y en el orden económico, para llegar a la mayor parti­cipación posible en los bienes del mundo, la idea del derecho ofreció al pensamiento anhelante del hombre un punto de apoyo firme. He­síodo fue el primero en apelar a la divina protección de Diké en su lucha contra la codicia de su hermano. La ensalza como protectora de la comunidad contra la maldición de la hybris y le asigna un lu­gar al lado del trono del altísimo Zeus. Con todo, el crudo realismo de su piadosa fantasía pinta los efectos de la maldición de la injus­ticia proyectada por la culpa de un individuo sobre la comunidad entera: malas cosechas, hambre, pestilencia, abortos, guerras y muerte. Por el contrario, la imagen del estado justo brilla con los claros y brillantes colores de la bendición divina: los campos producen grano, las mujeres paren hijos, que son imágenes de sus padres, los navios acarrean seguras ganancias, la paz y la riqueza dominan en la ciudad entera.
También Solón funda su fe política en la fuerza de Diké, y la imagen que traza de ella conserva visiblemente los colores de Hesíodo. Es de creer que la fe inquebrantable de Hesíodo en el ideal del derecho haya jugado ya un papel en la lucha de clases de las ciuda­des jónicas y haya sido para la clase en lucha por sus derechos una fuente de íntima resistencia. Solón no descubrió de nuevo las ideas de Hesíodo. No necesitaba hacerlo. No hizo más que desarrollarlas. Se halla también convencido de que el derecho tiene un lugar inelu­dible en el orden divino del mundo. No se cansa de proclamar que es imposible pasar por encima del derecho porque, en definitiva, éste sale siempre triunfante. Pronto o tarde viene el castigo y sobreviene la necesaria compensación, cuando la hybris humana ha traspasado los límites.
Esta convicción obliga a Solón a intervenir con sus advertencias en las ciegas luchas de intereses en que se consumen sus conciudada­nos. Ve a la ciudad caminar con pasos precipitados hacia el abismo y trata de detener la ruina que la amenaza.[3] Movidos por la avaricia, los caudillos del pueblo se enriquecen injustamente; no ahorran los bienes del estado ni los del templo ni guardan los venerables funda­mentos de Diké que contempla silenciosa el pasado y el presente todo y acaba infaliblemente por castigar. Pero si consideramos la idea que se forma Solón del castigo, veremos hasta qué punto se separa del realismo religioso en que se funda la fe de Hesíodo en la justicia. El castigo divino no consiste ya, como en Hesíodo, en las malas cose­chas o la peste, sino que se realiza de un modo inmanente por el desorden en el organismo social que origina toda violación de la justicia.[4] En semejante estado, surgen disensiones de partido y guerras civiles, los hombres se reúnen en pandillas que sólo conocen la violencia y la injusticia, grandes bandadas de indigentes se ven obligados a abandonar su patria y a peregrinar en servidumbre. Y (142) aun si alguien quiere escapar a esta desventura y encerrarse en el más íntimo rincón de su casa, la desventura general "salta sus altos muros" y se abre paso en ella.
Jamás se ha pintado de un modo tan preciso y tan vigoroso la íntima interdependencia del individuo y su destino en relación con la vida del todo, como en estas palabras del gran poema, escrito evidentemente antes del tiempo en que Solón fue proclamado "paci­ficador". El mal social es como una enfermedad contagiosa que se extiende a la ciudad entera. Y sobreviene indefectiblemente a toda ciudad, dice Solón, en la cual surgen disensiones entre los ciudadanos. No se trata de una visión profética, sino de un conocimiento político. Por primera vez es enunciada, de un modo objetivo, la dependencia causal entre la violación del derecho y la perturbación de la vida social. Tal es el descubrimiento que proclama Solón. "Esto me or­dena mi espíritu enseñar a los atenienses." Así concluye la descrip­ción de la injusticia y de sus consecuencias para el estado. Y con inspiración religiosa y en recuerdo de la contraposición de Hesíodo. entre la ciudad justa y la ciudad injusta, acaba su mensaje lleno de promesas, con una luminosa descripción de la eunomía. La Eunomía, como Diké, es también una divinidad —la Teogonía de Hesíodo las denomina hermanas—[5] y su acción es también inmanente. No se ma­nifiesta mediante dones y bendiciones exteriores del cielo, en la fer­tilidad de los campos y en la abundancia material, como en Hesíodo, sino en la paz y la armonía del cosmos social.
Aquí y en otros lugares concibe Solón con perfecta claridad la idea de una íntima legalidad de la vida social. Es preciso recordar que al mismo tiempo en Jonia los filósofos naturales milesios, Tales y Anaximandro, dieron el primer paso en el osado camino del co­nocimiento de una ley permanente en el devenir eterno de la natura­leza. Aquí como allí, se trata del mismo impulso hacia una concepción intuitiva de un orden inmanente en el curso de la naturaleza y de la vida humana y, por tanto, de un sentido y una norma íntima de la rea­lidad. Solón presupone evidentemente una conexión legal de causa a efecto entre los fenómenos de la naturaleza y establece, de un modo expreso, una legalidad paralela en los acontecimientos sociales, cuando dice en otro lugar:[6] "De las nubes provienen la lluvia y el granizo, del relámpago se sigue necesariamente el trueno y la ciudad sucumbe ante los hombres poderosos y la democracia cae en las manos de un autócrata." La tiranía, es decir, el dominio de una estirpe noble y de su jefe, apoyada en la masa del pueblo sobre el resto de la aristo­cracia, era el peligro más temible que podía pintar Solón ante la sociedad ática de los eupátridas, puesto que en aquel momento aca­baba su secular dominio del estado. Altamente significativo es que no hable del peligro de la democracia. Por la falta de madurez de las masas este peligro se hallaba todavía lejano. Los tiranos, mediante (143) el derrumbamiento de la aristocracia, le abrieron por primera vez el camino.
El conocimiento de una legalidad determinada de la vida política era fácil para un ateniense con auxilio del pensamiento jónico. Poseía la experiencia del desarrollo político de más de cien años de múlti­ples ciudades de la metrópoli y de las colonias, en las cuales se había realizado el mismo proceso con notable regularidad. Atenas entró pos­teriormente en este desarrollo. De ahí que fuera la creadora de un conocimiento político previsor. Su enseñanza es el honor perenne de Solón. Pero es característico de la naturaleza humana que, a pesar de esta temprana previsión, también Atenas se viera obligada a pa­sar por el dominio de los tiranos.
Todavía hoy podemos perseguir en los poemas conservados de Solón el desarrollo de este conocimiento desde sus primeras adver­tencias hasta el momento en que los acaecimientos políticos confir­maron sus claras previsiones y se realizó, con Pisístrato, la tiranía de uno solo y su familia.[7] "Si por vuestra debilidad habéis sufrido el mal no echéis el peso de la culpa a los dioses. Vosotros mismos habéis permitido a esta gente llegar a ser grande cuando le habéis dado la fuerza cayendo en vergonzosa servidumbre." Estas palabras se enlazan evidentemente con el comienzo de la elegía admonitoria de que hemos hablado antes. También allí dice: "Nuestra ciudad no su­cumbirá a los decretos de Zeus y el consejo de los dioses bienaventu­rados, pues Palas Atenea, su alta protectora, ha extendido sobre ella sus manos. Los ciudadanos mismos quieren arruinarla por su codicia y su estupidez." [8] La amenaza aquí predicha se halla cumplida en el poema posterior. Solón se descarga ante sus ciudadanos al referir a su temprana previsión su juicio posterior y plantea el problema de la responsabilidad. Al hacerlo en ambos lugares con las mismas pala­bras, demuestra que en ambos se trata de la misma idea fundamental de su política. En lenguaje moderno, es el problema de la responsa­bilidad. Desde el punto de vista griego, el de la participación del hombre en su propio destino.
Este problema se halla por primera vez planteado en la epopeya homérica, al comienzo de la Odisea. El soberano Zeus, en la asam­blea de los dioses, rechaza las injustificadas quejas de los mortales que atribuyen todas las desdichas de la vida humana a la culpa de los dioses. Casi con las mismas palabras que Solón, afirma que no los dioses, sino los hombres mismos, aumentan sus males por su propia imprudencia.[9] Solón se halla conscientemente vinculado a esta teodi­cea homérica. La religión más antigua de los griegos ve en todas las desdichas humanas, lo mismo si proceden del exterior que si tienen su raíz en la propia voluntad y en los impulsos del hombre, un desig­nio inflexible de las altas fuerzas de Até. Por el contrario, la reflexión (144) filosófica que pone el poeta de la Odisea en boca de Zeus, el más alto sostén del gobierno del mundo, representa ya un grado ulterior en el desarrollo ético. En ella se distingue claramente entre una Até en el sentido de una distinción divina, imprevisible, poderosa e inevi­table, que interviene en el destino del hombre, y una culpabilidad de la acción humana que aumenta su desdicha en una medida superior a lo previsto por el destino. Es esencial para la segunda, la previsión, la acción injusta con voluntad consciente. En este punto confluye el pensamiento propio de Solón, sobre la significación del derecho para una sana vida de la sociedad humana, con la teodicea homérica, y le confiere un contenido nuevo.
El conocimiento universal de una legalidad política entre los hom­bres lleva consigo un deber para la acción. El mundo en que vive Solón no deja ya al arbitrio de los dioses la misma amplitud que las creencias de la Ilíada. En este mundo domina un estricto orden ju­rídico. Así, una buena parte del destino que el hombre homérico recibía pasivamente de las manos de los dioses, debe ser atribuido por Solón a las culpas de los hombres. De este modo los dioses son meros ejecutores del orden moral que, a su vez, es considerado como idéntico a la voluntad de los dioses. Así como los líricos jónicos de su tiempo, que sintieron con no menos profundidad el problema de los sufrimientos de la vida en el mundo, se limitaron a formular resig­nados lamentos sobre el destino del hombre y su carácter inexorable, apela Solón a los hombres para que adquieran conciencia de la res­ponsabilidad en la acción, y ofrece en su conducta política y moral un modelo de este tipo de acción, vigoroso testimonio de la inagotable fuerza vital, así como de la seriedad ética del carácter ático.
No falta tampoco en Solón el elemento contemplativo. Precisa­mente en la gran elegía que se conserva completa, la plegaria a las musas plantea de nuevo el problema de la culpa personal y confirma su importancia para el pensamiento de Solón en su totalidad.[10] Apa­rece aquí en conexión con una consideración general relativa a la aspiración y al destino humanos, en la cual se revela, todavía de un modo más claro que en los poemas políticos, hasta qué punto este hombre de estado fundaba su acción en una convicción de carácter religioso. La poesía se halla inspirada en la antigua ética aristocrá­tica, conocida especialmente a través de Teognis y Píndaro, así como de la Odisea, con su alta estimación tradicional por los bienes materiales y el prestigio social, pero se halla profundamente penetrada por la concepción jurídica y la teodicea de Solón. En la primera parte de la elegía limita Solón el deseo natural de la riqueza mediante la exigencia de que debe ser adquirida de un modo justo. Sólo los bie­nes que otorgan los dioses son permanentes; los obtenidos por la injusticia y la violencia no hacen otra cosa que alimentar a Até, cuya presencia no se hace esperar.
(145) Aquí, como en general en Solón, aparece la idea de que la injus­ticia sólo puede ser mantenida por breve tiempo. Pronto o tarde viene la diké. La concepción social inmanente del "castigo de los dioses", que hallamos en los poemas políticos, se halla reemplazada por la imagen religiosa de la "retribución de Zeus" que irrumpe súbitamente, como la tempestad de verano. De pronto se extienden las nubes, se agitan las profundidades del mar, se precipita sobre los campos y devasta la laboriosa obra de los afanes humanos; se eleva entonces de nuevo al cielo, los rayos del sol lucen de nuevo sobre la rica tierra y no es posible ya ver nube alguna en torno. Así también la retribu­ción de Zeus, de la cual nadie escapa. Unos expían pronto, otros más tarde, y, si el culpable escapa a la pena, la pagan en su lugar sus ino­centes hijos y los hijos de sus hijos. Estamos ya en la esfera del pensa­miento religioso de la cual surgió cien años más tarde la tragedia ática. Ahora el poeta dirige sus consideraciones a la otra Até, a aquella que no pueden evitar el pensamiento ni el esfuerzo humanos. Resulta claro que, a pesar del proceso de racionalización y moralización en la esfera de la acción y el destino humanos en tiempo de Solón, queda un residuo que no se compadece con este intento de considerar los casos individuales como un ejemplo del orden divino del mundo. "Nosotros, mortales, buenos y malos, pensamos que alcanzamos lo que esperamos; pero viene la desdicha y nos lamentamos.[11] El enfermo espera llegar a sano, el pobre a rico. Cada cual se esfuerza en al­canzar dinero y bienes, cada cual a su manera: el comerciante y el marino, el campesino, el artesano, el cantante o el vidente. Por mu­chas que sean sus previsiones, no puede éste apartar la desventura." Aparece aquí claro, a través de la simplicidad arcaica del poema, el punto de vista de su segunda parte: Moira hace fundamentalmente inseguros todos los esfuerzos humanos, por muy serios y consecuentes que parezcan ser, y ésta Moira no puede ser evitada mediante la previsión, como lo era la desventura ocasionada por la culpa perso­nal, en la primera parte del poema. Alcanza a los buenos y a los malos sin distinción. La relación entre nuestro éxito y nuestro esfuer­zo es enteramente irracional. El que mejor se esfuerza en hacer bien cosecha a menudo descalabros, y la divinidad permite al que empieza mal escapar a las consecuencias de su necedad. Toda acción humana va acompañada de riesgo.
El reconocimiento de esta irracionalidad del éxito en las cosas hu­manas no anula la responsabilidad del agente en relación con las consecuencias de sus malas acciones. Así, en el pensamiento de So­lón la segunda parte de la elegía no contradice a la primera. La inseguridad en el éxito de los mejores esfuerzos no lleva consigo la resignación y la renuncia al propio esfuerzo. Ésta era la conclu­sión a que llegaba el poeta jónico Semónides de Amorgos, que se (146) lamenta de que los mortales derrochen tantos esfuerzos inútiles por alcanzar fines ilusorios y permanezcan en el dolor y la inquietud en lugar de resignarse y abandonar, en sus ciegas esperanzas, la perse­cución de su propia desdicha.[12] Contra ello se vuelve claramente Solón en la conclusión de su elegía. En lugar de considerar el curso del mundo desde el punto de vista sentimental y humano, se coloca objetivamente en el punto de vista de la divinidad y se pregunta a sí mismo y pregunta a sus oyentes si lo que no tiene razón alguna para el pensamiento humano no puede aparecer inteligible y justifi­cado desde aquel elevado punto de vista. La esencia de la riqueza, que constituye el objeto de todas las aspiraciones humanas, es que no tiene medida ni fin. Precisamente los más ricos entre nosotros de­muestran esta afirmación, exclama Solón, puesto que aspiran cons­tantemente a doblar sus riquezas. ¿Quién podría satisfacer los deseos de todos? Sólo hay una solución y ésta se halla más allá de nuestro alcance. Cuando el demonio de la ceguera nos invade, crea, al mismo tiempo, un nuevo equilibrio y nuestros bienes pasan a otras manos.
Era necesario analizar en detalle este poema, puesto que contiene la concepción social y ética de Solón. Los poemas en los cuales jus­tifica retrospectivamente su obra de legislador, muestran con claridad la íntima conexión de su voluntad política y práctica con su pensa­miento religioso. La interpretación de la divina Moira como fuerza de equilibrio necesario entre las diferencias económicas inevitables entre los hombres, prescribe una línea de conducta a su acción polí­tica. Todas sus manifestaciones y todos sus actos revelan un esfuerzo para llegar a un justo equilibrio entre la abundancia y la deficiencia, el exceso y la falta de poder, la preeminencia y la servidumbre. Tales son los motivos dominantes de sus reformas. A ninguno de los par­tidos da plena razón. Ambos le deben, empero, ricos y pobres, cuanto poseen y cuanto mantienen. En esta difícil posición entre ambos partidos halla siempre las fórmulas adecuadas. Es plenamente consciente de que su fuerza reside únicamente en la impalpable au­toridad moral de su desinteresada y recta personalidad. Al compa­rar la ambición egoísta de los caudillos políticos con el espumar de la nata de la leche o el cobrar de las redes henchidas[13] —imágenes de poderosa fuerza intuitiva para los campesinos y los pescadores áticos—, toma para su propia actitud la más alta estilización homé­rica, lo cual demuestra claramente hasta qué punto sintió su misión heroica de campeón. Tan pronto mantiene firme su escudo frente a ambos partidos e impide que ninguno de ellos salga triunfante, como avanza sin miedo, entre ambos frentes, en mitad del campo, donde vuelan las flechas, o muerde como un lobo, acosado por la agitada y furiosa jauría.[14] El efecto más profundo se logra en los poemas en (147) que habla en nombre propio, pues su yo irradia constantemente la fuerza triunfal de la personalidad y, todavía de un modo más bri­llante, en el gran yambo[15] en que rinde cuentas ante el tribunal del tiempo. La abundante fluencia de las imágenes que cruzan ante nues­tros ojos, el bello arranque de su sensibilidad fraternal para todas las criaturas humanas, la fuerza de su piedad, hacen de este poema el documento más personal entre todos los fragmentos políticos que se conservan.
Jamás hombre alguno de estado se ha elevado tan por encima del puro afán de poder como Solón. Una vez terminada su obra legis­lativa abandonó el país y salió para un largo viaje. No se cansa de acentuar que no ha aprovechado su situación para enriquecerse o convertirse en un tirano, como lo hubiera hecho la mayoría en su lugar y gusta de ser tachado de necedad por no haber aprovechado la ocasión. En la historia novelesca de Solón y Creso ha trazado Herodóto la figura de este hombre independiente. Aparece Solón, el sabio, entre la opulencia impresionante del déspota asiático, sin que ni por un solo momento vacile su convicción de que el más simple de los campesinos áticos, en su casa de campo, ganando con el sudor de su frente el pan de cada día para sí y para sus hijos y que tras una larga vida consagrada al cumplimiento de sus deberes de padre y de ciudadano, en el umbral de la vejez, sabe morir dignamente en la defensa de la patria, es más feliz que todos los reyes de la tierra. La historia se halla impregnada de una mezcla peculiarísima del espíritu libre y aventurero de los jónicos que dan la vuelta al mundo sólo "por el afán de ver" y del apego a la tierra del hombre ático. Es del mayor encanto perseguir esta mezcla, producto de la interacción de la naturaleza ática con la cultura jónica, a través de los fragmentos conservados de los poemas no políticos. Son la expresión de una ma­durez de espíritu, que impresionó de tal modo a los contemporáneos que contaron a Solón entre los siete sabios.
Son de recordar los famosos versos en los cuales contesta a las lamentaciones del poeta jónico Mimnermo sobre las calamidades de la vejez y a su deseo vehemente de morir a los sesenta, sin haber conocido la enfermedad ni el dolor. "Si quieres seguir mi consejo, borra esto y no te enojes conmigo si he hallado algo mejor; rehaz tu poema, jónico ruiseñor, y canta así: quiera la Moira de la muerte alcanzarme octogenario." [16] La reflexión de Mimnermo era una ex­pansión de aquella libre actitud del espíritu jónico que se cierne so­bre la vida y es capaz de estimarla de acuerdo con determinado sentimiento subjetivo y de desear su destrucción desde el momento en que ha perdido su valor. Solón no se halla de acuerdo con la estimación de la vida de los jónicos. Su sana energía ática y su inquebrantable (148) alegría de vivir, le defienden contra el refinado cansancio melancólico que desea poner el límite de la vida en los sesenta años, para librarse de los dolores y las molestias de una existencia humana desamparada. Para Solón no es la vejez una muerte gradual y penosa. Su fuerza juvenil inextinguible permite al árbol perenne­mente verde de su vida feliz y gozosa echar todos los años nuevas flores. No quiere saber de una muerte no llorada. Desea, por el con­trario, que a su muerte los suyos le ofrezcan quejas, dolores y lamen­taciones. También aquí se opone a un famoso poeta jónico: Semónides de Amorgos. Semónides enseñó que la vida es tan breve y tan rica en fatigas y dolores que no debemos apresurarnos más allá de un día por la muerte.[17] Solón no piensa que sea más favorable el balance de placeres en la vida humana. En un fragmento dice: "Ningún hombre es dichoso. Todos los mortales sobre los cuales luce el sol, se hallan abrumados de fatigas." [18] Como Arquíloco y todos los poetas jónicos lamenta la inseguridad de la vida humana. "El sentido de los dioses inmortales se halla oculto para los hombres." [19] Pero, frente a todo esto, se halla el júbilo de los dones de la exis­tencia, el crecimiento de los niños, los vigorosos placeres del deporte, la equitación y la caza, las delicias del vino y del canto, la amistad con los hombres y la felicidad sensual del amor.[20] La íntima capa­cidad de goce es para Solón una riqueza no inferior al oro y la plata, las propiedades y los caballos. Cuando un hombre desciende al Hades no importa cuánto ha poseído, sino los bienes que le ha otorgado la vida. El poema de los hebdómadas, que se ha conservado entero, divide la vida humana entera en diez periodos de siete años.[21] Cada edad le confiere un lugar específico dentro del todo. En él se mani­fiesta el sentido auténticamente griego del ritmo de la vida. No es posible trocar un estadio por otro puesto que cada cual lleva implícito su propio sentido y se halla de acuerdo con el sentido de cada uno de los demás. La totalidad crece, culmina y decae de acuerdo con el movimiento general de la naturaleza.
El mismo nuevo sentido de la última legalidad de las cosas deter­mina la actitud de Solón en los problemas de la vida puramente hu­mana y en los de la vida política. Cuanto dice tiene la simplicidad de la sabiduría griega. Todo lo natural es simple, una vez conocido. "Pero lo más difícil es llegar a la percepción inteligente de la invisible medida, al hecho de que todas las cosas llevan consigo límites." Tam­bién éstas son palabras de Solón. Parecen sernos dadas para alcan­zar la justa medida de su propia grandeza.[22] El concepto de medida y de límite, que alcanzará una importancia tan fundamental para la ética griega, revela claramente el problema que se halla en el cen­tro del pensamiento de Solón y de su tiempo: la adquisición de una nueva norma de vida mediante la fuerza del conocimiento íntimo.
(149) Sólo puede ser comprendida en su esencia mediante la penetración en la totalidad de las manifestaciones de su personalidad y de su vida. No se presta a la definición. Para la masa es suficiente someterse a las leyes que le son prescritas. Pero aquel que las prescribe necesita poseer una alta medida, que no se halla escrita en parte alguna. La rara cualidad esencial que se halla en esta medida es denominada por Solón gnomosyne, puesto que se inspira constantemente en la gnomé y comprende a la vez la justa intelección y la firme voluntad de lle­varla a la plena validez.
Éste es el punto desde el cual podemos llegar a la clara intelec­ción del mundo íntimo de Solón. Esta unidad no le fue dada. Vimos que en Jonia prevalecían ya en la vida pública las ideas relativas al derecho y a la ley que dominan el pensamiento religioso y político de Solón. Pero, como vimos también, no parecen haber hallado su formulación en ninguno de los poetas. El otro aspecto de la vida es­piritual jónica, expresado con el mayor vigor por la poesía jónica, es el goce individual y la sabiduría personal de la vida. Solón se halla también profundamente compenetrado con él. Lo nuevo en sus poe­mas es la íntima alianza de ambos hemisferios. Se compenetran en la imagen de una vida humana integral, de rara perfección y armonía, que halla su encarnación más perfecta en la personalidad de su pro­pio creador. El individualismo es superado, pero se reconocen los derechos de la individualidad. Es más, estos derechos hallan, por primera vez, fundamento ético. Por su unión del estado y el espíritu, la comunidad y el individuo, es Solón el primer ateniense. Mediante ello acuñó el tipo perenne del hombre ático que prevaleció en la tota­lidad de su desarrollo ulterior.



[1] 1 Cf. mi tratado Solons Eunomie, Sitz. Berl. Akad., 1926, pp. 67-71. en el cual trato de fundamentar las ideas expuestas en este capítulo.
[2] 2 Para la relación con Homero, Hesíodo y la tragedia, así como para la inter­pretación de la poesía política de Solón, cf. Solons Eunomie, Sitz. Berl. Akad., pp. 71 ss.
[3] 3 Frag. 3.
[4] 4 Cf. Solons Eunomie, ob. cit., p. 79.
[5] 5 hesíodo, Teog., 902.
[6] 6 Frag. 10.
[7] 7 Frag. 8.                                                                                     
[8] 8 Frag. 3
[9] 9 α 32 ss.   Para lo que sigue véanse mis desarrollos en Solons Eunomie, p. 73.
[10] 10 Frag. 1.
[11] 11 Frag. 1, 34.  Aunque el texto en este lugar se halla deteriorado, he tratado de completar su sentido de manera aproximada.
[12] 12 Cf. supra, p. 130.                                                            
[13] 13 Frags. 23 y 25.
[14] 14 Frags. 5;  24, 27 y 25, 8.   Para el  establecimiento del  texto, cf. mi trabajo Hermes 64  (1929), pp. 30 ss.
[15] 15 Frag. 24.                   
[16] 16 La ingeniosa expresión liguasta/dh es intraducibie. La sustitución que he intentado es, naturalmente, un juego. Cf. mimnermo, frag. 6.
[17] 17 semónides, frag. 2.
[18] 18 Frag. 15.
[19] 19 Frag. 17
[20] 20 Frags.   12-14.
[21] 21 Frag. 19.
[22] 22 Frag. 16

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