lunes, 25 de diciembre de 2017

Werner Jaeger Paideia : Los ideales de la cultura griega Libro tercero: En busca del centro divino: I El siglo IV.

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la caída de Atenas (404 a. c.) al cabo de una guerra sostenida durante cerca de treinta años por los estados griegos, cerró el siglo de mayor florecimiento con aquel desenlace tan trágico que la histo­ria conoce. La fundación del imperio de Pericles fue la creación más grandiosa de estado erigida sobre el suelo helénico. Durante algún tiempo pareció que iba a estar destinado a ser la morada terrenal permanente de la cultura griega. El juicio que Tucídides emite sobre Atenas en su oración fúnebre de Pericles, escrita a raíz de terminar la guerra, parece transfigurada todavía por el recuerdo que aún pal­pita en ella del sueño fugaz, pero digno del genio ático, de llegar a mantener en perfecto equilibrio el espíritu y el poder en el edificio armonioso de este estado. Cuando el historiador escribió estas pági­nas había llegado ya a la conciencia histórica paradójica a que estaba destinada su generación: a la conciencia de que toda armazón de poder terrenal, por sólida que sea, es siempre precaria, y de que sólo las flores frágiles del espíritu son perdurables e imperecederas. De pronto, pareció como si el progreso hubiese dado un salto atrás de un siglo hasta la época de los estados-ciudades aislados de la antigua Gre­cia antes de la victoria sobre los persas, que otorgara a Atenas, a la par que su papel histórico de campeón, la expectativa de la hegemonía futura sobre Grecia. Al llegar aquí, ya a un paso de la meta, daba un traspié y caía por tierra.

La brusca caída de Atenas desde su altura conmovió al mundo helénico porque dejaba en el ámbito del estado griego un vacío im­posible de llenar. Sin embargo, la suerte política de Atenas fue objeto de disquisiciones espirituales mientras el estado tuvo para los griegos alguna existencia real. La cultura griega había sido desde el primer momento inseparable de la vida de la polis. Y este entronque no ha­bía sido nunca tan estrecho como en Atenas. Por eso las consecuen­cias de aquella catástrofe no podían ser meramente políticas. Tenían que repercutir necesariamente sobre el nervio moral y religioso de la existencia humana. De este nervio, y sólo de él, era de donde tenía que partir la convalecencia, suponiendo que tal fuese posible. Esta conciencia se abrió paso tanto en la filosofía como en la vida prác­tica y cotidiana. De este modo, el siglo IV se convirtió en periodo de reconstrucción interior y exterior. Es cierto que el mal calaba tan hondo que, vista la cosa desde lejos, parecía dudoso desde el primer momento que aquella innata confianza universal de los griegos que esperaba realizar siempre aquí y hoy "el mejor de los estados", "la mejor de las vidas", pudiese llegar a reponerse nunca de aquel golpe y recobrar su primitiva y natural espontaneidad. El viraje hacia el 382 interior que el espíritu griego da en los siglos siguientes arranca de estos tiempos dolorosos. Para la conciencia de las gentes de la época, incluso para un Platón, la misión planteada sigue siendo absolutamen­te real, y ésta es sobre todo, aunque en otro sentido, la concepción de los estadistas prácticos.

Es asombrosa la rapidez con que el estado ateniense se repuso de su derrota y supo encontrar nuevas fuentes de energía material y espiritual. En ninguna otra época se vio tan claro como en aquella gran catástrofe que la verdadera fuerza de Atenas, incluyendo la del estado, residía en su cultura espiritual. Fue ésta la que le alumbró el camino en su nuevo ascenso, la que en el periodo de mayor des­amparo le reconquistó con su encanto las almas de los hombres que se habían apartado de ella y la que legitimó su derecho reconocido a subsistir, en un momento en que carecía aún del poder necesario para imponerse por su cuenta. De este modo, el proceso espiritual que se desarrolla en la Atenas de los primeros decenios del nuevo siglo ocupa el primer plano del interés, incluso desde el punto de vista político. Cuando Tucídides, al contemplar retrospectivamente la época de apogeo del poder de Atenas bajo Pericles, veía en el espíritu la verdadera fuerza cardinal de aquel estado, no se equivo­caba. También ahora seguía siendo Atenas —mejor dicho, fue ahora precisamente cuando empezó a serlo de verdad— la paideusis de la Hélade. Todos los esfuerzos se concentraron en la misión que a la nue­va generación le planteaba la historia: reconstruir el estado y la vida toda sobre sólidos cimientos.

Esta orientación consciente de todas las fuerzas espirituales supe­riores hacia el estado se había abierto paso ya bajo las nuevas con­diciones de vida creadas por la guerra y poco antes de que estallase ésta. No eran sólo las nuevas teorías y los nuevos intentos pedagó­gicos de los sofistas los que impulsaban las cosas en esta dirección. Esta corriente general arrastraba también cada vez con más fuerza a los poetas, a los oradores y los historiadores. El desenlace de esta gran pugna se encontró con una juventud templada ya por las es­pantosas pruebas del último decenio de la guerra y dispuesta a po­nerse con todas sus fuerzas al servicio de la penuria de los tiempos presentes. El hecho de que el estado real no les brindase cometidos que mereciesen la pena de afrontarse hacía que sus esfuerzos se sin­tiesen necesariamente espoleados por el deseo de encontrar una salida espiritual. Ya hemos visto la tendencia pedagógica que, en progre­sión constante, penetra todo el desarrollo artístico y espiritual de Gre­cia en el siglo ν hasta llegar a la obra de Tucídides, en la que se sacan las enseñanzas del proceso político de todo el siglo anterior. Pues bien, este torrente se trasvasa ahora a la época de la reconstruc­ción. El problema del presente hace que el impulso pedagógico se fortalezca en enormes proporciones, se haga apremiante y adquiera, por los sufrimientos generales de los hombres, una profundidad 383 insospechada. La idea de la paideia no tarda en convertirse en expre­sión auténtica de los afanes espirituales de la siguiente generación. El siglo IV es la era clásica en la historia de la paideia, entendiendo por ésta el despertar a un ideal consciente de educación y de cultura. Con razón coincide con un siglo tan problemático. Este alertamiento es precisamente lo que más distingue al espíritu griego del de otros pueblos, y la conciencia plenamente despierta con que los griegos viven la bancarrota general, espiritual y moral, del brillante siglo ν es la que les permite captar la esencia de su educación y de su cul­tura con esa claridad interior que llevará siempre a la posteridad a sentirse, en esto, como un discípulo suyo.

Pero aunque en este plano, y desde el punto de vista espiritual, el siglo IV deba considerarse como la consumación del proceso que había comenzado ya a desarrollarse en el siglo ν, ο con anterioridad, en otros aspectos representa un viraje extraordinario. El siglo ante­rior había discurrido bajo el signo de la realización plena de la democracia. Cualesquiera que sean las objeciones alegadas en con­tra de la viabilidad política de este ideal, jamás realizado, de una autonomía hecha extensiva a todos los ciudadanos libres, es induda­ble que el mundo le debe la creación de la personalidad humana res­ponsable ante sí misma. La Atenas renovada del siglo IV no podía levantarse tampoco sobre ningún otro fundamento más que el de la ya clásica isonomía, aunque no tuviese ya aquella distinción interior de la época de Esquilo, para la que no eran demasiado audaces estas pretensiones de nobleza de la colectividad. El estado ateniense no parece reconocer el hecho de que su ideal, pese a su gran superio­ridad material, había sucumbido en la lucha. La verdadera huella de la victoria espartana no debe buscarse en el terreno constitucional, sino en la órbita de la filosofía y de la paideia. El forcejeo espiri­tual con Esparta llena todo el siglo IV y llega hasta fines del estado-ciudad soberano y democrático. El problema no estriba precisamente en saber si se debería capitular ante el hecho de la victoria espartana y reformar exteriormente las instituciones libres del estado ateniense. Indudablemente ésta fue la primera reacción ante la derrota, pero no tardó en ser contrarrestada, un año después de terminada la gue­rra, por el fracaso del golpe de estado de los "Treinta". Sin em­bargo, el problema como tal no se solucionó ni se olvidó con la llamada restauración de la constitución democrática y la amnistía ge­neral que la siguió. Lo que se hizo fue desplazarlo a otro campo. Se desplazó de la órbita de la actuación política práctica a la de la pugna espiritual por la regeneración interior. Se abría paso la con­vicción de que Esparta no era tanto una determinada constitución como un sistema educativo aplicado hasta sus últimas consecuencias. Su rigurosa disciplina era lo que le daba su fuerza. También la de­mocracia, con su apreciación optimista de la capacidad del hombre para gobernarse a sí mismo, presuponía un alto nivel de cultura. Esto
384 sugería la idea de hacer de la educación el punto de Arquímedes en que era necesario apoyarse para mover el mundo político. Aunque ésta no era receta útil para la gran masa del pueblo, la idea ahondaba con tanta mayor razón en la fantasía de las individualidades dirigen­tes en el campo del espíritu. En la literatura del siglo IV encontramos todos los matices de la realización de esta idea, desde la actitud de admiración simplista y superficial del principio espartano de la edu­cación colectiva hasta su repulsa absoluta y su sustitución por un nuevo y más alto ideal de formación humana y de conexión entre el individuo y la colectividad. Otros, en cambio, no buscan el modelo de la propia conducta ni en las ideas políticas exóticas del adversario vencedor ni en un ideal filosófico de propia construcción. Lo que hacen es volver la vista al pasado de su propio estado, es decir, de Atenas, y empiezan a pensar y aspirar retrospectivamente, de tal modo que no pocas veces su voluntad política actual reviste la forma de su antecedente histórico. Una gran parte de estas ideas restauradoras tiene carácter romántico, pero no puede negarse que con este roman­ticismo se mezcla una nota realista, que da la crítica, generalmente muy certera, del presente y de sus perspectivas, crítica que sirve de punto de partida, a todos estos sueños. Éstos se visten siempre con el ropaje de una tendencia educativa, con el ropaje de la paideia. Sin embargo, si las relaciones entre el estado y el individuo se enfocan en este siglo de un modo tan consciente, no es sólo porque se pretenda fundamentar de nuevo el estado partiendo del individuo moral. Impera también, con no menor claridad, la conciencia de que la existencia humana individual se halla condicionada asimismo por lo social y lo político, idea ésta muy natural en un pueblo que tenía el pasado de Grecia. La educación por medio de la cual se preten­día mejorar y fortalecer el estado constituía un problema más ade­cuado que ningún otro para llevar a la conciencia la condicionalidad mutua entre el individuo y la comunidad. Desde este punto de vista, el carácter privado de toda la educación anterior de Atenas aparecía como un sistema fundamentalmente falso e ineficaz, que debía dejar paso al ideal de la educación pública, aunque el propio estado no supiese hacer el menor uso de esta idea. Pero la misma idea se abrió paso plenamente a través de la filosofía, que se la asimiló, y el hun­dimiento de la independencia política del estado-ciudad griego vino a iluminar con mayor fuerza todavía la importancia de aquella idea. Ocurrió como ocurre con tanta frecuencia en la historia: la conciencia salvadora llegó tarde. Sólo después de la hecatombe de Queronea observamos cómo va abriéndose paso la convicción de que el estado ateniense tendrá que salir adelante merced a la idea de una paideia consecuente con su espíritu. El orador y legislador Licurgo, cuyo Discurso contra Leócrates, único que de él se ha conservado, es un monumento de esta forma interior, quiso desplazar con ella la actua­ción educativa pública de Demóstenes del campo de la mera 385 improvisación al campo de la legislación. Pero esto no modifica sustancialmente el hecho de que los grandes sistemas de la paideia creados en el siglo IV surgieran al amparo de la libertad de pensamiento, aunque no brotaran del terreno espiritual de la democracia ateniense de su época. La dura prueba de una guerra perdida y la problemática in­terior de la democracia fueron, indudablemente, las que espolearon el pensamiento, pero una vez puesto en marcha, éste no se dejó en­cuadrar dentro de las formas tradicionales ni se limitó a justificar su existencia. Marchó por sus caminos propios y se volcó libremente sobre sus postulados ideales. En sus proyecciones políticas y peda­gógicas, lo mismo que en el terreno religioso y ético, el espíritu de los griegos, al desarrollarse libremente, se emancipó de lo existente y de sus trabas y se creó su propio mundo interior e independiente. Su ruta hacia una nueva paideia arrancó de su convencimiento de que era necesario un ideal nuevo y más alto de estado y de sociedad, y terminó en la búsqueda de un nuevo Dios. El humanismo del siglo IV, después de ver cómo caía por los suelos el reino de la tierra, estable­ció su morada en el reino de los cielos.

La misma imagen exterior de la literatura revela ya, claramente visible, el fin. Aunque las grandes formas de la poesía, la tragedia y la comedia, que habían impreso su sello al siglo v, siguen culti­vándose con arreglo a la tradición y encuentran sus representantes en un número asombroso de poetas estimables, el aliento poderoso de la tragedia se apaga. La poesía pierde su poder de dirección de la vida espiritual. El público reclama en proporción cada vez mayor, y la ley acaba ordenándola, la representación regular de las obras procedentes de los viejos maestros del siglo anterior. Estas obras se convierten ahora, en parte, en patrimonio cultural clásico, pues los muchachos las aprenden en la escuela como a Homero y los poetas antiguos, y los oradores y los filósofos las citan en sus discursos y en sus ensayos, y en parte el arte dramático moderno, que tiende cada vez más a dominar con carácter exclusivo la escena, las utiliza para sus experimentos, en los que lo que interesa no es ya su forma ni su contenido. La comedia languidece y la política no ocupa ya el centro de ella. Tendemos con demasiada facilidad a olvidar que la producción poética de esta época, sobre todo en materia de comedias, fue todavía enormemente grande, pues la tradición enterró todos es­tos miles de obras. Sólo se han conservado las de los prosistas Pla­tón, Jenofonte, Isócrates, Demóstenes y Aristóteles, aparte de las de no pocos autores secundarios. En conjunto, puede decirse, sin em­bargo, que esta selección es bastante justa, ya que la actividad real­mente creadora del nuevo siglo se manifiesta principalmente en la prosa. La supremacía espiritual de ésta sobre la poesía es tan arrolladora, que acaba extinguiendo totalmente su recuerdo a través de los siglos. Entre los contemporáneos y en la posteridad sólo adquie­ren gran relieve la figura de Menandro y la influencia del nuevo tipo 386 de comedia de este autor y de sus colegas de la segunda mitad del siglo IV. Era la última manifestación de la poesía griega dirigida realmente al gran público: no ciertamente a la polis, como su predecesora, la antigua comedia y la tragedia de los grandes tiempos, sino a la sociedad culta, cuya vida e ideas refleja. Sin embargo, la ver­dadera lucha de la época no se desarrolla en los discursos y en las charlas humanas de este arte docente, sino en los diálogos de la nueva prosa poemática filosófica, que giran en torno a la lucha por la ver­dad y en los que Platón y sus camaradas inician al mundo en el íntimo sentido de las investigaciones socráticas sobre el fin de la vida. Los discursos de Isócrates y Demóstenes nos permiten asistir a la historia de los sufrimientos y a la problemática del estado griego, en ésta su fase final de vida. Con los escritos docentes de Aristóteles la ciencia y la filosofía griegas abren por vez primera ante la pos­teridad el interior del taller en que laboran sus investigaciones.

Estas nuevas formas de la literatura en prosa no acusan solamente la personalidad de sus autores. Son la expresión de grandes e influ­yentes escuelas de filosofía y de ciencia o de retórica, o de fuertes movimientos políticos y éticos en los que se concentran las aspiracio­nes de la minoría consciente. Incluso bajo esta forma de organiza­ción, las características de la vida intelectual del siglo IV se distinguen de las de la época anterior. Es una vida intelectual que se desarrolla con arreglo a un programa y persiguiendo una meta. La literatura de esta época encarna los antagonismos existentes entre todas las es­cuelas y tendencias. Todas ellas se hallan aún en la fase de su primera vitalidad pasional y encierran para la colectividad un interés tanto mayor cuanto que sus problemas brotan directamente de la vida de su tiempo. El tema común de esta gran pugna es la paideia. En él encuentran su unidad superior las múltiples manifestaciones del es­píritu de esta época, la filosofía, la retórica y la ciencia. Pero a esta lucha se suman también, contribuyendo con su parte al problema que a todos preocupa, los representantes de las actividades prácticas tales como la economía, la guerra, la caza, las ciencias especiales, por ejemplo, la matemática y la medicina y, finalmente, las artes. Todas ellas aparecen como potencias que aspiran a formar y cultivar al hom­bre, razonando esta pretensión sobre el plano de los principios. Una historia de la literatura que arrancase de la simple forma del eidos estilístico, no podría captar esta unidad vital interior de la época. Esta lucha por la verdadera paideia, librada con una furia tan grande y con tan gran entusiasmo, es precisamente lo que da su fisonomía ca­racterística al proceso real de vida de esta época, y la literatura coetá­nea participa de la realidad viva en la medida en que toma parte en esta lucha. El triunfo de la prosa sobre la poesía se logró gracias a la alianza entre las vigorosas fuerzas pedagógicas, que ya en la poesía griega actuaban en un grado cada vez mayor, y el pensamiento ra­cional de la época, que ahora penetraba cada vez más profundamente 387 en los verdaderos problemas vitales del hombre. Por último, el con­tenido filosófico, imperativo de la poesía, se despoja de su forma poética y se crea en el discurso libre una nueva forma que responde más de lleno a sus necesidades, o llega incluso a ver en ella un tipo nuevo y más alto de poesía.

La concentración cada vez mayor de la vida espiritual en escuelas cerradas o en determinados círculos sociales representa para éstos un incremento de fuerza modeladora y de intensidad de vida. Pero si comparamos esto con la situación anterior, en que la tal cultura corría aún a cargo de capas enteras de la sociedad, como la nobleza, o se difundía con carácter general entre el pueblo bajo la forma de la gran poesía o a través de la música, la danza y la mímica, vemos que la nueva orientación encierra un aislamiento peligroso del espíritu y un fatal menoscabo de su función de cultura colectiva. Éste se pro­duce allí donde la poesía deja de ser la verdadera forma de creación espiritual y de expresión pública decisiva de la vida, para dejar paso a formas más racionales. Pero si es fácil comprobar esto a posteriori, trátase al parecer de una evolución sujeta a leyes fijas y que no es posible revocar voluntariamente, una vez realizada.

De aquí se deduce que la fuerza de modelar al pueblo en conjunto, fuerza inherente en el más alto grado a la cultura poética anterior, no aumentaba necesariamente, ni mucho menos, al aumentar la con­ciencia del problema educativo ni los esfuerzos pedagógicos. Por el contrario, tenemos la impresión de que conforme iban cediendo en fuerza las potencias que primeramente imperaban sobre la vida, tales como la religión, los usos sociales y la "música", de que en Grecia formó siempre parte la poesía, la gran masa iba hurtándose cada vez más a la acción modeladora del espíritu, y en vez de beber en las fuentes más puras buscaba su expansión con sustitutivos de baja calidad. Es cierto que siguen proclamándose, e incluso con un alarde retórico mayor, los mismos ideales que antes arrastraban a todas las capas sociales del pueblo, pero ahora estos ideales tienden cada vez más a flotar sobre las cabezas sin penetrar en ellas. Se les presta oídos de buena gana y la gente se deja incluso entusiasmar momen­táneamente por ellos. Pero son pocos los que los llevan en la masa de la sangre; y fallan al llegar al momento decisivo. Es fácil decir que las gentes cultas habrían podido salvar por sí mismas este abis­mo. La figura más importante de la época, que vio más claro que ninguna otra el problema de la estructura de la comunidad y del es­tado en conjunto, Platón, tomó la palabra sobre este tema en su vejez y explicó por qué no había podido traer un mensaje para todos. Entre él y su gran adversario, Isócrates, no media en este respecto diferencia alguna, a pesar de todos los antagonismos existentes entre la formación filosófica representada por el primero y la idea de edu­cación política preconizada por el segundo. Y, sin embargo, jamás fue tan seria y tan consciente como entonces la voluntad de poner la 388 mayor energía espiritual en la construcción de una nueva colectivi­dad. Lo que ocurre es que los esfuerzos se encaminaban en primer término al problema de cómo podían formarse los gobernantes y guías del pueblo, y sólo en segundo lugar a los medios con ayuda de los cuales estos hombres dirigentes podían formar al pueblo en su conjunto.

Este desplazamiento del punto de enfoque, que en el fondo arran­ca ya de los sofistas, distingue al nuevo siglo del anterior. Y señala también el comienzo de una época histórica. De este nuevo objetivo surgen precisamente las academias y las escuelas superiores. Su rela­tivo aislamiento sólo puede comprenderse partiendo de aquí y, así enfocado el problema, parece casi inevitable. Es difícil, naturalmen­te, decir qué influencia habrían podido ejercer en este sentido las escuelas superiores del siglo IV, si la historia les hubiese concedido un plazo mayor para su experimento. Su verdadera acción llegó a ser, sin duda, muy distinta de las que ellas originariamente se habían propuesto, pues acabaron siendo las creadoras de la ciencia y la filo­sofía occidentales y las adelantadas de la religión universal del cris­tianismo. Tal es la verdadera significación del siglo IV para el mundo. La filosofía, la ciencia y, en lucha constante con ellas, el poder for­mal de la retórica, son los vehículos a través de los cuales llega la herencia espiritual de los griegos a los demás pueblos del mundo en aquella época y en la posteridad, y a los que debemos primordial-mente la conservación de aquel patrimonio de cultura. Gracias a ellos esta herencia se trasmitió bajo la forma y sobre los fundamentos que le había dado la lucha en torno a la paideia en el siglo IV, es ir, como la suma y compendio de la cultura griega, y ésta fue la divisa bajo la que Grecia conquistó espiritualmente el mundo. Y si desde el punto de vista nacional helénico puede parecer que el pre­cio abonado por conferir al pueblo griego este título de gloria ante la historia universal fue demasiado caro, debemos recordar que no fue precisamente la cultura la que determinó la muerte del estado helénico, sino que la filosofía, la ciencia y la retórica eran, por el contrario, las formas en que podía perdurar lo que había de verda­deramente inmortal en la creación de los griegos. Por donde llega­mos a la conclusión de que el desarrollo del siglo IV aparece envuelto en las sombras profundamente trágicas de un proceso de disolución y al mismo tiempo iluminado por el resplandor de una sabiduría pro­videncial, a la luz del cual tampoco el destino terrenal de aquel pueblo procer representa más que un día dentro de la gran obra de conjunto de su creación histórica.




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