viernes, 22 de diciembre de 2017

Cartledge Paul: Los Espartanos :Renacimiento y reinvención, 331 a.C.-14 d.C.

En 331, Esparta estaba mal, pero no acabada del todo. Alejandro murió en Babilonia en 323 antes de poder regresar a Grecia y resolver el problema espartano para siempre, si es que realmente tuvo alguna intención de volver o de alterar la no-solución hábilmente artificiosa de su padre a la situación espartana. En las guerras de los sucesores de Alejandro, como acabaron conociéndose, que trastornaron el mundo griego egeo durante más de veinte años (la batalla de Ipsos, en 301, supuso una cierta conclusión), Esparta fue prácticamente un actor secundario y casi siempre se quedó al margen, lejos de la escena principal. Cabe destacar que Esparta no tomó parte en la revuelta liderada por Atenas contra Macedonia en 323-322, la denominada guerra lamiana; y en 315, cuando Casandro de Macedonia intervino en el Peloponeso, los espartanos se apoderaron de Mesenia.
Por su parte, Esparta entró en el juego de los mercenarios. La ciudad aportó los suyos propios y creó en Ténaro, al sur de Mani, uno de los mayores centros de reclutamiento de los cada vez más omnipresentes mercenarios con los que los sucesores libraban sus interminables guerras. De hecho, en 315, otro rey espartano, el agíada Acrotato (hijo del rey Cleomenes II, la prodigiosa nulidad que «reinó» desde 370 a 309), siguió los pasos de los euripóntidas Agesilao II y su hijo Arquídamo III al decidir emprender en persona una actividad mercenaria en el extranjero. Sin embargo, consiguió poco en Sicilia y, tras regresar a Esparta, falleció antes que su padre. Por su conducta prepotente demostró ser un espartano de la vieja escuela. No obstante, su hijo Areo, que sucedería a su abuelo como rey agíada, siguió el modelo contrario al tradicional.
Hacia 300, Arquídamo IV sucedió a su padre Eudamidas I como rey euripóntida. Fue bajo su mandato cuando Esparta se vio arrastrada por primera vez a las guerras de los sucesores, unos años después del principal reparto del botín que siguió a la batalla de Ipsos. En 294, Demetrio Poliorcetes, hijo de Casandro, invadió el Peloponeso, considerándolo una baza en la partida que estaba jugando por alcanzar el trono de Macedonia, que la derrota en Ipsos le había robado. En Mantinea le hizo frente Arquídamo IV, que enseguida perdió no sólo la batalla sino la propia vida y las de quizá 700 más, entre ellos compañeros espartanos. Demetrio presionó a Esparta en el sur, y sin duda la habría tomado y habría actuado contra ella con violencia si no hubieran distraído su atención asuntos más apremiantes en el norte de Grecia. Desde 370 Laconia ya había sido invadida cuatro veces, pero aun así Esparta seguía sin ser tomada por un conquistador extranjero. Una década después, en 281, Areo hizo su debut en la escena internacional; por fin un rey que gobernaba de verdad. Puede decirse que con él Esparta entró de lleno en el período helenístico de la historia griega. Fue una época no tanto de fusión cultural entre las costumbres y tradiciones griegas y orientales como de aproximación y alineamiento, pues los griegos y los orientales se mezclaron entre sí y se influyeron mutuamente, pero sin que uno borrara ni transformara totalmente la cultura del otro.



  AREO I
Areo I, hijo del difunto Acrotato, sucedió a su longevo abuelo Cleomenes II en el trono agíada en 309, aunque cabe decir que, como era menor de edad, el control fue responsabilidad nominal de su tío, el regente Cleónimo. No obstante, Cleónimo pronto decidió seguir el mismo camino mercenario al sur de Italia que su hermano, igualmente con escaso éxito. De todos modos, Areo pertenecía a un mundo de ideas distinto del de sus antepasados más inmediatos. Era partidario de una monarquía helenística de nuevo estilo.
En 307, los principales rivales por la herencia de Alejandro se declararon reyes en sus territorios respectivos. Areo los tomó como modelos y, un tiempo después de haber llegado a la mayoría de edad y haber asumido su papel de rey agíada, acuñó las primeras monedas espartanas de plata utilizando caracteres de Alejandro Magno con su propia imagen y una inscripción grabada con trazo vigoroso. No obstante, llamarse a sí mismo único «rey de los espartanos», como si ya no existiera la dinastía euripóntida, suponía una grave ruptura con la tradición litúrgica. Pero no estaba solo en este proceso de ruptura. En algún momento de la década de 270, su tío y antiguo regente Cleónimo se casó con una heredera euripóntida, cruzando linajes dinásticos. De todos modos, Areo estuvo a la altura de las circunstancias, y la peligrosa relación que se estableció entre su hijo (y futuro rey agíada) Acrotato y la euripóntida esposa de Cleónimo seguramente debió mucho a su astuta diplomacia.
Esta habilidad diplomática se puso aún más de manifiesto a gran escala en las disputas helenísticas interdinásticas. A principios del siglo III, fue el supuesto destinatario (deletreado como «Areio») de una carta del sumo sacerdote de Jerusalén, en la que éste apelaba a la ascendencia común de espartanos y judíos con vistas a conseguir ayuda espartana contra el rey seléucida Antíoco. En 280 Areo invadió Etolia tras organizar una coalición peloponesia contra el protector macedonio de los griegos. A finales de la década de 270, después de cambiar de bando, recibió una oportuna inyección de apoyo mercenario del rey de Macedonia Antígono II Gónatas, quien le ayudó con éxito a rechazar un ataque sobre Esparta de Pirro, rey de Epiro. Poco después firmó una alianza con Ptolomeo II Filadelfo de Egipto, que le permitió considerar la posibilidad de intervenir al otro lado del istmo de Corinto en la denominada guerra cremonidea de 267-262, formando parte de un eje espartano-ateniense-ptolemaico. Pero también fue durante su reinado cuando empezó a desintegrarse seriamente el famoso régimen «litúrgico», y en 265 no logró romper el bloqueo impuesto por la guarnición macedonia que ocupaba Acrocorinto y cayó muerto cerca de allí.
La misión inicial de Areo era liberar Delfos del control de la Liga Etolia. Este objetivo sin duda obedecía tanto al deseo de Areo de poder y prestigio personales como a la devoción, aunque la tradicional consideración de Esparta hacia Delfos seguramente era auténtica. En cualquier caso, aunque a Aseo el fracaso le salió caro en términos militares, no fue algo ni mucho menos deshonroso, cuando menos porque había conseguido convencer a Megara, Beocia y algunas ciudades argólicas y cuatro ciudades de Aquea del norte del Peloponeso (que constituirían el núcleo de la Liga Aquea, fundada en 280) de que apoyaran su causa. Tras ser rechazado aquí, más adelante, en la década de 270, Areo recurrió a una estratagema regia espartana ya conocida, el reclutamiento de mercenarios de Creta. Pero en 272 lo mandaron llamar a toda prisa a Creta para enfrentarse a otra invasión de Laconia y a una agresión contra Esparta, esta vez a cargo del rey Pirro de Epiro. Con sus 2.000 mercenarios, reforzados por otros enviados en su ayuda desde Corinto por Antígono II Gónatas de Macedonia, Areo fue capaz de levantar el asedio. Al parecer, también hubo una importante contribución de algunas mujeres espartanas aristocráticas extraordinariamente valientes, entre ellas la viuda de Eudamidas L Esto prefiguraba el papel indudablemente central que ciertas mujeres espartanas desempeñaron en la historia de Esparta durante el tercer cuarto del siglo III.
El intento de Areo de tener un lugar en la primera división del mundo helenístico se vino abajo durante lo que se conoce como guerra cremonidea —así llamada en honor de uno de los principales protagonistas atenienses—, a principios de la década de 260. Pese a alcanzar cierto grado de conexión con uno de los personajes helenísticos realmente importantes, Ptolomeo II de Egipto, Areo fue muerto cerca de Corinto. Ahora los espartanos estaban de capa caída, en un punto incluso más bajo que el de la década de 360, inmediatamente posterior a Leuctra. Pues no sólo el deseado alcance territorial de Esparta en el extranjero era considerablemente inferior al real, sino que en el propio territorio las costumbres «licúrgicas» consagradas por la tradición estaban zozobrando en los arrecifes de una flagrante y creciente desigualdad social entre los espartiatas supuestamente «iguales», de los cuales ahora quedaban sólo unos 700. Entonces hicieron su entrada dos reyes reformistas, uno de cada casa real, cuya fama se debe entre otras cosas al hecho de que fueron seleccionados para su tratamiento biográfico completo por el biógrafo más destacado del mundo antiguo, Plutarco de Queronea, Beocia, que prosperó en las décadas anteriores y posteriores a 100 d.C.
Cuando Plutarco se puso a escribir sus Vidas Paralelas de grandes griegos y romanos, difícilmente podía pasar por alto la fama de los hermanos Graco —Tiberio y Cayo—, que ocuparon el cargo de tribuno de la plebe (en 133, y 123 y 122, respectivamente) y fueron asesinados en medio de una enconada contienda civil, castigados por introducir reformas necesarias en un sistema de gobierno republicano romano que aún seguía dominado por un senado muy conservador y unido. ¿Con qué griegos podía Plutarco comparar las agitadas vidas, y las muertes aún más agitadas, de los Graco? Lo mejor era que fueran un par de hermanos, pero si esto no podía ser, en todo caso una pareja con algún sentido. Su respuesta, un tanto extraña, fue los reyes espartanos Agis IV y Cleomenes III. Esta decisión explica por qué en este libro no aparecen biografías separadas de estos dos reyes singulares. Las historias de sus vidas son al mismo tiempo la historia de Esparta durante el tercer cuarto del siglo III a.C.
Cualquier paralelismo entre Agis y Cleomenes y los hermanos Graco era, en el mejor de los casos, inexacto y distaba de ser total. Para empezar, Agis y Cleomenes no eran hermanos, aunque al menos estuvieron emparentados póstumamente: Cleomenes se casó con la viuda Agiatis de Agis. Agis y Cleomenes tampoco eran representantes oficiales del pueblo de Esparta en el sentido en que Tiberio y Cayo Graco habían sido elegidos tribunos de la plebe romana como candidatos en una lista reformista. Eran reyes hereditarios, que subieron a los tronos de las casas reales euripóntida y agíada y gobernaron durante c. c. 241 y 235-222, respectivamente. Sin embargo, como vio Plutarco seguramente después de otros, había en efecto no poco en común entre los dos reyes espartanos y los dos tribunos republicanos encarnizado romanos. Los espartanos también cayeron muertos en el curso de un enfrentamiento civil y ambos habían propugnado explícitamente un
 programa social radical, si no revolucionario, que habían intentado poner en práctica valiéndose de las atribuciones de su cargo.Así pues, ¿por qué Agis IV y Cleomenes III vivieron y murieron así? Para hallar posibles respuestas a esta compleja pregunta no basta, por supuesto, con basarse sólo en la Vida conjunta de Plutarco. Primero hemos de investigar la naturaleza y en especial la fiabilidad de las fuentes que Plutarco decidió utilizar. La preferida fue sobre todo un escritor, el historiador contemporáneo del siglo III Filarco de Atenas. Pero ¿cuán fiable era el relato de Filarco? Si hemos de creer a su crítico más furibundo, Polibio, el gran historiador arcadio del ascenso de Roma, deberíamos contestar que... nada en absoluto. De hecho, Polibio señalaba por el nombre a Filarco como paradigma de cómo no se escribía buena historia. Lo que por lo visto fastidiaba a Polibio más que nada era el estilo de Filarco, pues a su juicio éste cometía el error categórico de confundir la historiografía pragmática con el género literario, ficticio y emotivo, de la tragedia.
Sin embargo, había entre ellos también una cuestión ideológica seria, y no podemos eximir a Polibio de la acusación de parcialidad. Había nacido en Megalópolis hacia 200, en la élite aristocrática que dominaba la Liga Aquea a finales del siglo ni y principios del II (véase p. 232). En lo que respecta a la escritura de la historia, Polibio mantenía la idea de que el patriotismo justificaba la tendenciosidad a favor del país o la ciudad de uno. Ahora bien, Cleomenes III de Esparta fue un resuelto, y durante bastante tiempo muy afortunado, enemigo de la Liga Aquea, y de hecho había saqueado y tratado muy despiadadamente a la propia ciudad de Polibio, Megalópolis, sólo una generación antes del nacimiento del historiador. Por tanto, Polibio no podía aceptar la imagen en general muy favorable de Cleomenes en la obra de Plutarco y de hecho sentía que debía demolerla.
¿Dónde reside la verdad? Por desgracia, la decisión de Plutarco de seguir a Filarco tanto para la interpretación como para los hechos no resuelve el problema, toda vez que se trataba de un biógrafo moralizador y no el típico historiador. Por tanto, lo máximo que podemos decir de nuestro propio relato es que no se contradirá con los hechos que Filarco, Polibio y Plutarco mantienen relativamente sin adornos, y que nuestra interpretación de dichos hechos al menos concuerda con uno de los episodios más intrigantes y a la vez más importantes de la historia espartana.
Una explicación de que este episodio sea tan fascinante es que se trata de una de esas raras ocasiones de toda la historia antigua griega (o romana) en que podemos decir con seguridad que el papel de las mujeres no fue sólo extraordinariamente destacado sino realmente decisivo. Un siglo antes, en la Política, Aristóteles había escrito:
 En la época de la dominación (archê) de los espartanos, las mujeres consiguieron muchas cosas.1Esto se refería probablemente al período comprendido especialmente entre 404 y 371. No obstante, fue entre los años 244 y 221 cuando esta controvertida afirmación adquirió fundamento real y resultó confirmada. Ya he mencionado que Cleomenes III se casó con la viuda de Agis IV, Agiatis. Plutarco nos cuenta además que fue Agiatis, deseando ardientemente vengarse del asesinato de su esposo y no menos interesada que él en llevar a cabo el programa de reformas por el que en principio lo habían matado, quien convirtió a la causa reformista a su segundo esposo Cleomenes. Después estaban la madre y la abuela de Agis, Agesístrata y Arquidamia, a las que Plutarco califica, convencido, como «las más ricas de todos los espartanos» (incluyendo hombres y mujeres), y que asimismo prestaban a Agis su apoyo inequívoco; y por último, aunque no por ello menos importante, estaba la temible madre de Cleomenes, Cratesicleia, que marchó al exilio antes que su hijo, fue rehén en la corte de Ptolomeo III y también perdió la vida en un sangriento enfrentamiento entre facciones.
La palabra griega para luchas intestinas, enfrentamiento faccioso o guerra civil era stasis (que ahora es el término moderno griego que significa «parada de autobús»). Como la stasis a veces podía amenazar la propia existencia de una polis griega, Aristóteles había convertido su prevención y evitación en el tema principal del Libro V de su Política. Pero por lo visto con pocos o nulos resultados: en cualquier caso, la stasis seguía sacudiendo el mundo griego en el siglo III como había hecho en el V y el IV. No obstante, una aparente novedad era que ahora también Esparta —la ciudad famosa en la era precedente por su eunomia (gobierno bueno y ordenado) y su estabilidad social— se veía tan trastornada por la stasis como cualquier otra ciudad griega. La raíz de la situación, aquí y en otras partes, era la extrema y creciente desigualdad en la distribución y posesión de bienes raíces.
En otro tiempo, Esparta se había enorgullecido precisamente de lo contrario. Se suponía que su alardeada igualdad política entre los homoioi o «semejantes» estaba basada en una igualdad económica de partida entre los ciudadanos que se remontaba a la legislación de Licurgo, la cual incluía una distribución supuestamente equitativa de tierra en Laconia y Mesenia. En realidad, la tierra espartana no estaba en absoluto distribuida de forma igualitaria ni lo había estado nunca. Siempre había habido espartanos ricos y espartanos pobres, como en las demás ciudades griegas. La marcada y cada vez más sensible diferencia entre Esparta y algunas ciudades era ésta: si un espartano se había empobrecido demasiado para poder contribuir con un mínimo legalmente establecido de productos naturales a su mesa común (suskanion, syssition), perdía su estatus de homoios y pasaba a ser miembro de la clase de subciudadanos de los hupomeiones («inferiores»). A su vez, esta degradación automática debilitaba cada vez más la fuerza militar efectiva de Esparta, que había garantizado su estatus de gran potencia dentro y fuera de Grecia hasta la batalla de Leuctra en 371.
Por preciso que fuera el mecanismo de concentración de tierras en Esparta (sobre este asunto, los expertos modernos están tan divididos como lo estaban los antiguos), este factor era probablemente la razón principal de la creciente escasez de soldados espartiatas (oliganthrópia), debido al cual entre 400 y 250 el número de ciudadanos bajó de unos 3.000 a sólo 700, de los cuales sólo 100 tenían una participación sustancial en el conjunto de los bienes raíces. Fue esta grave situación la que Agis IV se propuso remediar, y lo hizo proclamando las tradicionales consignas de un campesinado oprimido: cancelación de la deuda y redistribución de la tierra. Paradójicamente, esto era en sí mismo una señal de la creciente «normalización» de Esparta: en términos sociales y económicos era cada vez menos un caso especial, aunque desde el punto de vista político siguiera siendo realmente muy extraña para los patrones griegos en general.
 1 Aristóteles, Política, Libro II, p. 1.270.Aparte de un puñado de individuos ricos que eran parientes de Agis o, si no, estaban ligados a él, como cabía esperar los espartanos ricos como grupo se unieron para oponerse a esas medidas reformistas, y siguiendo el método espartano habitual recurrieron al compañero-rey de Agis, el agíada Leónidas II (que reinó c. 254-235) , para que abogara por su causa. Al principio, Agis pudo con ellos. Leónidas estaba exiliado, se cancelaron efectivamente las deudas, y las escrituras hipotecarias (conocidas como klaria, de klaros, que significa terreno o parcela) fueron simbólica y públicamente quemadas. Pero hasta ahí llegó el éxito de Agis. Antes de poder abordar en serio la planeada redistribución de la tierra, sufrió un humillante revés en el extranjero, en el istmo de Corinto, y a su regreso a Esparta sus enemigos lo asesinaron junto a sus parientes más cercanos.
La causa de la reforma, necesaria aunque estaba pragmática e igualmente justificada por razones éticas, tuvo que quedarse en suspenso durante casi quince años. Fue retomada, un tanto sorprendentemente, por el hijo de Leónidas, Cleomenes, que en 235 sucedió a su padre en el trono agíada. A diferencia de Agis, Cleomenes reparó en que la política exterior era tan importante como la doméstica, y preparó el terreno para la reforma interna mediante una serie de notables éxitos militares, en especial el logrado contra Arato de Sición y la Liga Aquea que dominaba. El saqueo de Megalópolis (en 223), ya mencionado, fue la culminación de su venturosa empresa, con lo cual durante un tiempo dio la sensación de que Cleomenes quizá devolvería a Esparta algo parecido a la posición de dominio internacional que el Estado había ejercido hasta 371.
No obstante, Cleomenes no era sólo un jefe militar competente, sino también un reformador interno muy eficiente, quizás hasta un revolucionario social. Agis, por lo que sabemos, sólo había propuesto una redistribución radical de la tierra. Como objetivos fundamentales suyos se mencionan cifras de 4.500 parcelas de tierra para espartanos y 15.000 para periecos, pero hizo pocos progresos, si acaso alguno, para alcanzarlos. Cleomenes, sin embargo, desde 227 llevó realmente a cabo una redistribución de tierra en Laconia a una escala parecida. Además, en su plan no se incluían sólo los espartanos pobres sino también los periecos pobres. Además, liberó a unos 6.000 de los ilotas laconianos que quedaban a cambio de una suma de manumisión pagadera en efectivo. El hecho de que tuvieran el dinero para pagar la citada suma es interesante en sí mismo como otra señal de la naturaleza cambiante de la economía de Esparta. Así pues, estos ex ilotas probablemente llegaron a ser los propietarios de la tierra que antes habían trabajado a la fuerza. También se convirtieron en ciudadanos de pleno derecho, no sólo en neodamodeis como los ilotas liberados por los espartanos con fines militares entre las décadas de 420 y 370. En el paquete de medidas de Cleomenes estaban asimismo incluidos numerosos mercenarios suyos. Éstos supusieron un elemento clave de las reformas militares de Cleomenes, en virtud de las cuales intentó llevar el decadente y anticuado ejército espartano hasta los máximos niveles establecidos por la Macedonia antigónida o el Egipto ptolemaico.
Para asegurarse del todo de que sus enemigos políticos no impedirían ni anularían sus reformas, primero los mandó matar y luego tomó el decisivo control personal de las estructuras e instituciones políticas que podían haber sido utilizadas para desbaratar sus planes. Los éforos fueron asesinados, la monarquía dual fue abolida de hecho cuando colocó a su hermano Euclidas en el trono euripóntida, y la creación del cargo de los «patronomos» dejó a un lado la vetusta y anticuada Gerusía (mencionada en la Gran Retra), que veía así menguada su importancia. Las reformas de Cleomenes no se limitaron a las esferas económica y política. También emprendió una importante reforma social cuya finalidad era reinstaurar la Agoge, el régimen supuestamente «litúrgico» de educación pública uniforme e integral para todos los eventuales ciudadanos varones, amén de restablecer la vida comunitaria de las mesas y la preparación continua para los guerrerosciudadanos adultos. Con respecto a esto, sobre todo, debemos formular la pregunta de si Cleomenes no era tan sólo un reformista sino también un revolucionario social, puede que con motivaciones ideológicas o incluso filosóficas.
Se dice que Esfero, de Borístenes, en el mar Negro, visitó Esparta cuando Cleomenes ocupaba el poder y estaba llevando a cabo sus reformas; y Esfero era un renombrado filósofo estoico con una preocupación inusitadamente realista por cambiar el mundo y por ver las ideas estoicas puestas en práctica. Andrew Erskine es el exponente reciente más convencido de que tras el paquete de reformas sociales prácticas de Cleomenes estaban las ideas y la inspiración del estoico Esfero.2 Quizá. Si Cleomenes hubiera tenido realmente una motivación y una inspiración tan filosóficas, ello desde luego sería otra señal clara del enorme cambio cultural que había experimentado Esparta desde el apogeo, por ejemplo, del rey Agesilao II (c. 445-360). Pero, por desgracia, no es posible demostrar esta conexión. En todo caso, las reformas caducaron muy pronto. En 222, Cleomenes fue derrotado contundentemente en Selasia, justo al norte de Esparta, por Antígono III de Macedonia. Sus reformas fueron anuladas y revocadas. Tres años después, el propio Cleomenes tuvo una muerte algo menos que honrosa en el exilio, en la ptolemaica capital de Alejandría. Esto puso punto final a un experimento político y social extraordinario y posiblemente irrepetible.
 Durante el período siguiente, Esparta volvió a estar de capa caída. Un par deindividuos, primero Licurgo ( ¡nombre significativo!) y luego Macanidas, se elevaron por encima de la multitud y destacaron brevemente en papeles militares y políticos que les valieron el calificativo de «tiranos» por parte de fuentes hostiles. Pero fue sólo tras el desastre de Macanidas y la costosa derrota (al parecer murieron 4.000 espartanos) en la batalla de Mantinea en 207, doce años después de la muerte de Cleomenes, cuando Esparta volvió a experimentar un importante renacimiento, aunque bajo otro «tirano». Durante los siguientes quince años, el destino de Esparta estaría vinculado al nombre de Nabis, hijo de Demarato.



 2 Erskine, 1990. 
 NABIS
Se ha pensado que el nombre de Nabis era semítico y no griego (indoeuropeo) y, pese a su reclamación, basada en el nombre de su padre, de descendencia directa del depuesto rey euripóntida Demarato, exiliado hacia 490, seguramente era un simple usurpador advenedizo. Nació en el período comprendido entre 250 y 245. En 207 se hizo con la corona —no una corona única— a la quizá sospechosamente oportuna muerte de su pupilo real, cuyo evocador nombre era Pelops. Al modo de los tiranos griegos de antaño, creó una guardia personal de mercenarios y pidió ayuda también a algunos piratas cretenses. Una vez en el poder, no hizo nada para evitar las asociaciones con la realeza. Más bien al contrario, pues vivía en un palacio, la primera vez que en el sur de Grecia se veía un edificio así desde la Edad Tardía del Bronce micénica, tenía un establo de caballos de desfile, y por supuesto había hecho poner «rey» en monedas, sellos oficiales de ladrillo y otros documentos con inscripciones.
Se dice que Nabis torturó y mandó al exilio a sus adversarios espartanos y obligó a sus esposas a casarse con ex ilotas a los que había liberado y convertido en ciudadanos espartanos. Su propia esposa era extranjera, una griega de Argos llamada Apia; estos matrimonios dinásticos menudeaban entre los gobernantes helenísticos. Sin embargo, era la primera vez que un soberano espartano se salía con la suya y se casaba así fuera de Esparta. Un predecesor suyo, Leónidas II, fue destituido temporalmente en 244 precisamente por haberse casado con una mujer no espartana.
Nabis se las arregló para permanecer durante quince años al mando, pero en 192 fue asesinado en un golpe de Estado llevado a cabo por la Liga Etolia, el principal rival griego de la Liga Aquea. Las fuentes que tenemos le son uniformemente hostiles, de modo que cuesta aquilatar la afirmación de que pretendía revolucionar el Estado en su propio beneficio dictatorial restableciendo una versión de las reformas drásticas de Cleomenes III, que habían sido anuladas tras su derrocamiento en 222. Quizá sería mejor decir que puso en marcha la modernización necesaria de Esparta que por fin la sacaría de su particularista y provinciana sombra licúrgica y la llevaría a la claridad del más cosmopolita mundo griego helenístico tardío.
Mientras que Cleomenes III había liberado a 6.000 ilotas sólo como maniobra militar desesperada, probablemente sin intenciones a largo plazo para acabar con la esclavitud en general, la liberación de ilotas debida a Nabis era un objetivo político, parte de un paquete de medidas económicas de modernización. Nabis fomentó una perspectiva más flexible, orientada al mercado, lo que supuso un incentivo para las actividades artesanales y comerciales, de tal modo que hacia finales de su reinado podía decirse por primera vez, de forma convincente, que Esparta era económicamente dependiente del mundo exterior. En los asuntos internacionales, sin embargo, su suerte fue diversa, y al final Roma, mediante Tito Quinto Flaminio, acabó con cualquier pretensión de independencia en 195, cuando Nabis se vio obligado a renunciar al control no sólo de Argos sino también de los puertos laconianos de los periecos. Un intento de recuperar estos últimos en 193 fue reprimido por Flaminio en colaboración con Filopeme, general de la Liga Aquea, y al año siguiente el propio Nabis fue asesinado.
Donde fue más perceptible el legado de Nabis fue en la muralla que Esparta por fin terminó no más tarde de 188, aunque seguramente había sido concebida, o al menos decididamente patrocinada, bajo el régimen de Nabis. En los viejos tiempos de la época clásica, la mera idea de levantar un cinturón defensivo alrededor de Esparta habría sido desdeñada por afeminada —aunque también había razones prácticas sólidas para no hacerlo, tanto positivas (Esparta ya tenía defensas suficientes, ambientales y humanas) como negativas (la separación física del quinto pueblo constituyente de Esparta, Amiclas)—. Ahora, en el paso del siglo un al u, Esparta necesitaba con urgencia la protección que pudiera ofrecer una muralla, y además un gobernante como Nabis sacaría provecho político de la construcción de un recinto excepcionalmente grande y poderoso. Llegado el momento, la nueva muralla de la ciudad de Esparta medía unos 48 estadios (aproximadamente 9.500 metros) de circunferencia; había sido construida con ladrillos de barro cocido rematados con losas sobre una base de piedra y tenía torres de vigilancia repartidas a intervalos regulares. Al mismo tiempo que se iba levantando la muralla, en c. 200, uno de los principales pueblos de Esparta, Cinosura («cola de perro»), dio públicamente las gracias a su comisionado oficial del agua, otro signo tanto de la urbanización de Esparta como de su mayor preocupación por la seguridad urbana.
La decisiva intervención de Roma, con independencia de sus motivos precisos, redundaron sobre todo en beneficio inmediato de la Liga Aquea, que desde su creación en 280 había llegado a ser una de las dos agrupaciones de ciudades griegas más fuertes, siendo la otra la Liga Etolia. Esparta y Aquea habían sido enemigas desde la época de Cleomenes III, y Esparta y Etolia habían sido aliadas con arreglo al conocido principio de que el enemigo de mi enemigo es mi amigo. Sin embargo, fue irónicamente un golpe de Estado auspiciado por los etolios lo que acabó con Nabis, pues Etolia lo consideraba poco fiable. Pero esto también le hizo el juego a Aquea, que a través de Filopeme incorporó a Esparta por la fuerza a la Liga Aquea en 192. Para Esparta, esto supuso una humillación y un impacto sin precedentes. En otro tiempo —y no hacía tanto— todavía una fuerza a la que tener en cuenta, al menos en la política peloponesia, Esparta estaba ahora en pie de igualdad con el miembro más humilde de la Liga Aquea. Su autonomía, preciado componente del altísimo valor que los griegos daban a la libertad, tocaba a su fin. Cuatro años después, en 188, Filopeme completó la humillación mediante una profunda reforma interna —en el sentido exactamente opuesto al de las reformas llevadas a cabo por Agis, Cleomenes y, hasta cierto punto, Nabis—. Abolió las leyes de «Licurgo», al margen de lo que ahora significaran exactamente, y —de manera coherente según se mire— destruyó la nueva muralla no licúrgica de Esparta.
En cierto modo, ahora Esparta tenía dos amos, Aquea y Roma. En los siguientes casi diez años se produjeron una serie de idas y venidas entre el sur de Grecia y la ciudad de Roma, pues diversos grupos de exiliados espartanos intentaban convencer al senado romano, contra la furibunda oposición aquea, de que les devolviera el poder y restableciera cierta apariencia de Esparta «licúrgica» (aunque incluyendo la muralla). A la larga, hacia 180-179 se resolvió el problema de los exiliados y se reconstruyó la muralla de la ciudad, pero cualquier otra clase de restablecimiento de una Esparta supuestamente licúrgica tuvo que esperar mucho más, al menos hasta después de la colonización general del sur de Grecia por Roma en 146. Entretanto, en el invierno de 168-167 tuvo lugar un acontecimiento de lo más significativo. En el verano de 168, el destacado general romano Lucio Emilio Paulo había derrotado al rey Filipo V de Macedonia en la batalla de Pidna. En el invierno siguiente, emprendió un avance a gran escala por Grecia, en parte para realizar lo que podríamos llamar turismo cultural. Yen su itinerario hizo una parada clave en Esparta, pues deseaba, como se dijo en su momento, presentar sus respetos al modo ancestral de vida de los espartanos. En realidad, de éste no quedaba mucho más allá de un estilo propio de vestimenta y la cabellera de los hombres. Pero muy bien pudo ser la visita de Paulo la que diera un ímpetu decisivo a los posteriores esfuerzos resueltos de los espartanos por convertir su ciudad en una especie de parque temático, un museo de su antaño glorioso pasado, precisamente como forma de atraer a turistas culturales como Paulo y de reivindicar un lugar en el sol helenístico, por razones culturales más que militares o políticas.
Como se ha visto, el sometimiento a Aquea hacía sufrir a Esparta. Por su parte, Aquea sufría con el castigo de Roma por haberse puesto de parte de Filipo de Macedonia en la guerra contra los romanos. Esto supuso el traslado forzoso a Roma e Italia de 1.000 aqueos destacados, entre ellos Polibio, como rehenes. Fue la intención de Esparta de independizarse de Aquea lo que llevó a ésta a enfrentarse nuevamente con aquélla y, por tanto, también a enfrentarse y caer derrotada ante Roma durante el período comprendido entre 152 y 146, que Polibio (repatriado por fin en 150 y para entonces partidario de Roma) calificaba despectivamente como «de confusión y disturbios». En 148, Esparta, ahora bajo el sólido liderazgo de Menalcidas (un nombre apropiado, derivado de combinar las palabras griegas correspondientes a «poder» y «fuerza»), se separó finalmente de la Liga Aquea quedándose al margen mientras los aqueos, a su vez, se rebelaban contra Roma en lo que, desde el punto de vista romano, fue la guerra aquea.

La victoria y las feroces represalias de L. Mumio contra los rebeldes pusieron fin drásticamente a esta guerra en 146. Por contraste, Esparta salió de la misma bastante bien parada. Desde luego, la independencia respecto a la ahora ya fenecida Liga Aquea se trocó por la subordinación al Estado protector global de Grecia, Roma, si bien la ciudad conservó intacta su reconstruida muralla, y probablemente fue entonces cuando se produjo una reinstauración parcial de las instituciones «licúrgicas». Esto afectó sobre todo a la Agoge, y es con esta Agoge posterior a 146 con la que están relacionadas la mayoría de las pruebas arqueológicas existentes, en especial las inscripciones del santuario de Ortia, junto al Eurotas. No obstante, ahora. Esparta era sólo una ciudad-estado como cualquier otra, limitada más o menos a su entorno inmediato en la llanura espartana, pues sin duda había sido privada del último de sus periecos, con la posible excepción de los de la región de Belminatis, en la entrada del valle del Eurotas, e incluso en la llanura espartana pronto serían desprovistos también de los ilotas que pudieran quedar. Podemos decir con razón que Esparta comenzó aquí su andadura, y también que era una Esparta totalmente diferente en comparación con la de sus antepasados helenísticos, clásicos y arcaicos.
Las antigüedades eran la tónica de la nueva Esparta, y de manera más que apropiada, la ciudad, nunca antes famosa como centro de cultura escrita, al fin produjo sus propios anticuarios locales para registrar los procesos de fosilización. Se intensificó el contacto entre Esparta y Roma, hasta el punto de que la primera construyó un albergue para funcionarios romanos de visita. Entre 146 y 88 no aparece nada destacable en la historia espartana registrada salvo el comienzo de la primera guerra de Roma contra el rey póntico Mitrídates, en la que los espartanos se vieron involucrados a regañadientes. Al parecer esto supuso una incursión naval en Esparta a través del valle del Eurotas y dio lugar a algunas reparaciones en la muralla de la ciudad. No obstante, a principios de la década de 70 la paz estaba lo bastante restablecida para que el joven Cicerón emulara a Emilio Paulo e hiciera una visita turística a Esparta, ya no como conquistador sino como estudiante.
En 49 estalló en el Imperio romano la guerra civil al máximo nivel entre las fuerzas rivales de Pompeyo y Julio César. El conjunto de los griegos se encontraban en la esfera de Pompeyo, y los espartanos, igual que los otros, no tuvieron más remedio que satisfacer la petición de tropas cuando Grecia se convirtió brevemente en el principal escenario de la guerra. Las monedas espartanas del período confirman que había desaparecido cualquier clase de realeza; la interesante aunque imperfecta comparación que hizo Polibio de la constitución espartana y de la constitución republicana romana, que suponía equiparar la monarquía dual espartana con el consulado dual romano, no se sostenía en absoluto. Sin embargo, como veremos, en Esparta la monarquía de ningún modo había quedado relegada al olvido.
Pompeyo cayó muerto en Egipto en 48, y César asumió en exclusiva el gobierno del mundo romano con el título de «dictador». Aunque fue asesinado en 44, Roma tendía inexorablemente al establecimiento de una forma de monarquía, lo cual logró a la larga, de manera eficaz y duradera, el hijo adoptado y heredero de Julio César, Octavio, más conocido en la historia por su nombre ficticio de Augusto. En 42, cuando Octavio sólo tenía diecinueve años y Grecia se hallaba bajo la autoridad del republicano conservador Marco Bruto, los espartanos, audaces si no imprudentes, declararon su apoyo a Octavio y a su entonces socio político, Marco Antonio. Esta decisión, junto con el refugio que procuraron en 40 a la futura esposa de Octavio, Livia, resultaría enormemente providente y providencial, pues Augusto primero derrotó a Antonio en Actium en 31 y luego se instaló como primer emperador romano (a todos los efectos) en 27. Como única ciudad de la Grecia continental que respaldó a Octavio en Actium, Esparta «fue durante un tiempo el centro de atracción de la recién creada (en 27 a.C.) provincia de Acaia».3 En 21, Augusto llegó al extremo de dignificar la ciudad con su presencia y a cenar con funcionarios locales.
El último héroe espartano (si éste es el término correcto) con que adornamos nuestra historia es Cayo Julio Euricles, cuyo nombre ya nos revela que hemos entrado en un mundo nuevo dominado por Roma. Debía su nomen (nombre familiar) Julio al hecho de haber recibido la ciudadanía romana del Julio más famoso de su tiempo, Cayo Julio Octaviano César Augusto, que por lo demás nosotros conocemos como Octavio o Augusto, pero para sus contemporáneos normalmente era sólo César. Augusto efectuó la mencionada visita a Esparta en parte para hacer honor a Euricles, quien se encontraba en la cumbre del euergetismo, la generosidad pública de inspiración política, de la cual dependía ahora Esparta, como otras ciudades griegas, para cubrir sus gastos ordinarios y extraordinarios. Por tanto, era interés tanto de Augusto como de Euricles que éste contara con los medios necesarios para sus donaciones. Y sin duda contó con ellos.
 3 A. Spawforth, en Cartledge & Spawforth, 2001, 99.Estrabón, el geógrafo griego contemporáneo de Asia Menor, calificaba la posición de Euricles como de «presidencia» (epistasia) de los espartanos y se refería a él como su «jefe» o «comandante» (hégemôn). Así, de nuevo los espartanos tenían un monarca de facto, como si Esparta, al igual que Egipto según Heródoto, en realidad no pudiera prescindir de los reyes. Augusto, que también era un monarca de facto de todo el mundo romano, lo habría entendido y se habría mostrado favorable. Lógicamente, Euricles, como Areo, emitió monedas con el mensaje «(acuñado) bajo Euricles». Y con la inmensa fortuna que poseía, que —gracias probablemente a la intervención de Livia— incluía la isla costera de Citera, realizó desembolsos generosísimos en consumo y ceremonial. Entre los edificios que financió destacaban el teatro reconstruido, el segundo más grande del Peloponeso, que naturalmente se usaba no para representar obras trágicas y cómicas de estilo ateniense sino más bien para organizar actos políticos; un gimnasio; y un acueducto. Entre otros ámbitos de interés cabía distinguir la religión oficial; de hecho, podría decirse que Euricles fue responsable de una especie de renacer religioso, lo que incluía la realización de sacrificios —en nombre de Esparta— a Helena y los Dióscuros (Cástor y Pólux, hermanos de Helena, como vimos al principio del libro) en Esparta, y a Poseidón (antes Pohoidan, en el dialecto local) en Ténaro, al sur de Mani.
Estas antigüedades religiosas tenían que atraer a Augusto, como seguramente estaba previsto. Pero otras acciones de Euricles no. Quizás a éste se le fue la mano al reafirmar el control de Esparta sobre las liberadas y antes penecas ciudades costeras de Laconia. Quizá se mostró demasiado cordial con el hijo de Livia e hijastro de Augusto, Tiberio, cuando éste perdió públicamente el favor de su padrastro en 6 a.C. Fuera cual fuese la causa, Euricles fue juzgado dos veces ante Augusto, privado de su «presidencia» y mandado al exilio. Desterrado caído en desgracia, murió antes de 2 a.C., el año en que Augusto completó su ascenso al poder autocrático recibiendo del senado el título de «padre de la patria» (Pater Patriae): en otras palabras, fundador de una dinastía hereditaria.
No obstante, cuando quince años después Augusto terminó su larga vida (y su reinado), en 14 d.C., los sucesores de Euricles estaban bien situados para ganarse el favor imperial del nuevo emperador, Tiberio, y volver a ser favoritos de la Roma imperial y recuperar el gobierno de Esparta. Un hijo de Euricles se llamó «Laco» («espartano») y un hijo de éste «Spartiaticus» (forma latina del griego «espartiata»). Así pues, seguía reinventándose la tradición, con arreglo a un estilo completamente espartano.
 

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