Actualmente,
en la universidad hay más gente que nunca estudiando lenguas Clásicas o cursos
de Estudios Clásicos o Civilización Clásica más o menos no lingüísticos. Más
gente que nunca parece que quiere estudiar las lenguas antiguas. Sin embargo,
Clásicas no está incluida por derecho propio en el currículo nacional mínimo
prescrito por el gobierno británico para todas las escuelas estatales,
públicas; como consecuencia directa de ello, cada vez menos personas estudian
alguna de esas lenguas antiguas en la escuela antes de ir a la universidad. Por
tanto, hay una necesidad constante de profesores universitarios como yo mismo
para hacer proselitismo sobre el tema, para realizar una especie de labor
diplomática, proporcionando vínculos entre universidades y escuelas, y entre
universidades y el público en un sentido más general. Es lo que los franceses,
de una manera bastante elegante y etimológica, denominan haute vulgarisation
[«alta vulgarización»], y los más prosaicos británicos, «popularización». A mi
juicio, ello no equivale a disminuir el nivel intelectual, rotundamente no,
sino más bien a ponerse al tanto: hacer que las raíces —o una de las raíces
principales— de nuestra civilización occidental sean más accesibles, más
fáciles de utilizar, recordándole a la gente, en la actual cultura del período
de atención de tres minutos, lo importante que es saber de dónde venimos, en
última instancia, en un sentido cultural.
Dicho
de otro modo, es un ejemplo de lo que el gran experto alemán de la época
clásica Wilamowitz denominaba «dar sangre a los fantasmas» de la antigüedad. No
obstante, para seguir con el juego de palabras, el que quiero examinar aquí es
un tipo muy específico de sangría. A mi entender hay, a grandes rasgos, dos
razones fundamentales para querer seguir estudiando hoy a los antiguos griegos.
Primero, se parecen mucho a nosotros —genuinamente ancestrales en muchos
aspectos culturales esenciales—. Segundo —la razón exactamente contraria—,
difieren mucho de nosotros, también en aspectos básicos. Por ejemplo, su
democracia participativa directa no era nuestra democracia representativa
relativamente incruenta; su teatro y sus deportes se inventaron y se siguieron
practicando en subrayar las diferencias entre historiográficas. Y lo hago en un
contexto religioso ellos y nosotros por especial cuando los crucial. Razones griegos
Normalmente prefiero críticas, académicas e son invocados como «antepasados»
nuestros para legitimar o dar un lustre favorable a prácticas o pasatiempos
actuales polémicos. Aquí es donde aparece la cuestión políticamente
controvertida de la caza. De algún modo, la analogía de Wilamowitz parece
particularmente adecuada a un estudio de la caza de los griegos y los
espartanos antiguos.
En
el divertido libro Bobos en el paraíso: ni hippies, ni yuppies: un retrato de
la nueva clase triunfadora (2000), David Brooks, el autor, hace los siguientes
comentarios sobre la década de 1950: «Fue la última gran época de juergas
socialmente aceptables. Era todavía una época en que la caza del zorro y el polo
no parecían antigüedades». Por desgracia, a mi entender, en mi país esto no
parece ser lo bastante anticuado. Aunque en Escocia está prohibida, la caza del
zorro con sabuesos goza de buena salud en bastantes condados ingleses, si bien
también ahí está bajo una amenaza legal, de restricción estricta o de
prohibición total, sobre todo por motivos éticos. Si Siegfried Sassoon, ex
alumno de mi College de Cambridge, Clare, hubiera vívido otros treinta años,
seguramente se habría mostrado complacido al ver las ventas de la última
reedición de su ligeramente novelada Memoirs of a Fox-Hunting Man [Memorias de
un cazador de zorros], publicada por primera vez en 1928. Por otro lado,
también estoy seguro de que una notable evocación reciente de la mítica Cacería
del jabalí de Calidonia, En figura de jabalí (2000), del novelista de formación
clásica Lawrence Norfolk, tuvo en cuenta el relieve político actual de la más
refinada forma moderna de caza rememorada en las Memoirs de Sassoon.
Fue
en este ambiente de enfervorizado debate político público donde apareció, en
1998, On Hunting [Sobre la caza], de Roger Scruton, un pequeño libro de 161
páginas. El eco de los tratados existentes de Jenofonte (siglo IV a.C.) y
Arriano (siglo II d.C.) con este título, publicados recientemente en un
práctico volumen por el erudito Malcolm Willcock, es deliberado. El prefacio de
Scruton empieza así:
Cazar
con perros es un arte que requiere tanto resistencia como destreza. Ya estaba
muy arraigado en la antigüedad, y el tratado de Jenofonte sobre el tema pone de
manifiesto lo mucho que se parecen las técnicas utilizadas por los cazadores en
la antigua Grecia y las de la actualidad. También se parecían las actitudes
—hacia los perros, hacia los seguidores de la partida y hacia el campo—. Sin embargo,
la presa era diferente...
Podemos
ver por qué Scruton quiere volver a los griegos, invocar su autoridad cultural
en una época en que su pasatiempo y deporte preferido está amenazado legalmente
por el gobierno. En cierto modo yo comparto su nostalgia del mundo de la Grecia
antigua. Uno de mis pasajes preferidos de toda la literatura griega aparece en
el Libro 17 de la Odisea, donde Ulises, con su andrajosa vestimenta, regresa a
Ítaca tras una ausencia de veinte años para encontrar al viejo perro Argos
tendido en el suelo, sarnoso, lleno de garrapatas, abandonado entre un montón
de desperdicios. El amo y el perro se reconocen uno a otro pese a su cambiado
aspecto, pero ese esfuerzo de reconocimiento resulta excesivo para el viejo can
y, en las acertadas palabras de la traducción en prosa de Walter Shewring, «el
destino de la muerte sombría cayó de repente sobre él cuando en ese vigésimo
año había alcanzado a ver de nuevo a Ulises». ¡Qué diferente había sido la
situación de Argos (en más de un sentido) veinte años antes! Toda vez que
entonces, tal como lo expresó el esclavo porquero Eumeo, «en ningún rincón del
espeso bosque había bestia alguna capaz de escapar de él cuando la perseguía.
¡Qué seguro estaba cuando seguía la pista a las presas!» —que podían ser cabras
salvajes, ciervos o liebres.
De
todos modos, ¿es de veras sólo la presa, tal como dice Scruton, lo que
distingue la caza británica moderna de la caza griega antigua? Y aunque al
menos algunas de las técnicas utilizadas sean similares, ¿es verdad que las
actitudes griegas antiguas y las británicas modernas ante la caza son
«parecidas»? ¿Es realmente posible, o útil, hablar de una manera tan general y
anodina sobre las actitudes «de los antiguos griegos» ante la caza? En el resto
de este apéndice analizaré estos tres aspectos por orden: presa, actitudes e
identidad del grupo cazador, con especial referencia a las costumbres de los
antiguos espartanos.
No
hace falta una gran imaginación para captar las enormes diferencias entre el
tipo de caza llevada a cabo en nuestra época con armas de fuego —ciervos en
Norteamérica (como en la película El cazador), pequeñas aves migratorias en los
países mediterráneos— y la única caza de la que habla Scruton, la de zorros con
perros y a caballo. Asimismo, pese a la afirmación de Scruton sobre una técnica
semejante, de hecho la caza del zorro a caballo es también muy distinta de
todas las formas de caza en la Grecia antigua, que se ejecutaba a pie en el
momento de contacto con la presa. Pues, aunque los cazadores griegos cabalgaran
inicialmente hasta el lugar, para abatir a la presa desmontaban.
En
realidad, el paralelismo más directo, tanto respecto a la técnica como a la
presa, entre la caza antigua y la moderna se observa entre la antigua caza de
liebres y lo que los cazadores modernos denominan beagling (por el nombre del
perro beagle utilizado). Pero el beagling no es un deporte, o pasatiempo,
contemporáneo sofisticado, y cuesta imaginar que Scruton se deshiciera en
elogios hablando del mismo como hace al defender, o mejor recomendar
decididamente, la caza del zorro. Además, al menos uno de los objetivos de la
caza de la liebre en la mayor parte de la Grecia antigua no es precisamente
congruente con nuestras concepciones y nuestra práctica moderna, aunque era fundamental
para los patrones griegos de pensamiento y conducta. Pues las liebres eran una
forma característica de regalo de amante, más concretamente uno de los sellos
distintivos de la relación pederasta de homoerotismo que la mayoría de los
sistemas legales actuales prohíben por razones morales al considerarlo abuso
infantil. Volveremos sobre la dimensión erótica de la caza en la antigua Grecia
cuando examinemos las actitudes con mayor detalle. Pero, para acabar nuestro
comentario sobre la presa, veamos otras dos diferencias realmente enormes entre
las costumbres cazadoras de los griegos antiguos y de los británicos y
norteamericanos actuales: la caza del jabalí y la caza del hombre.
El
propio Scruton menciona la caza del jabalí salvaje, a la que Jenofonte dedica
un capítulo en su tratado. Lo que no menciona, pese a sus aproximaciones de
aficionado a la sociología y la antropología social de la caza moderna, es que
la caza del jabalí en la antigua Grecia —a diferencia de la moderna británica
del zorro— era una prueba de hombría en el sentido más literal, un test muy
adecuado como el de la andreia (hombría, virilidad) que se le exigiría
paradigmáticamente a un hoplita griego en el campo de batalla. En un sentido
simbólico, la caza del jabalí también era tanto un rito de paso, dicho en
términos técnicos, como —en todas las ciudades menos en Esparta— una señal de
distinción de la élite social. Scruton tiene interés —demasiado— en subrayar lo
que considera calidad popular, interclasista, de su caza del zorro. Pero pocos
griegos tenían caballos y el material necesario, y los que sí los tenían
utilizaban esclavos —otro hecho que Scruton oculta de forma inocente o
hipócrita— que estaban encargados de hacer batidas, tender redes o almohazar
los caballos, entre otras tareas indispensables del personal de apoyo. Sólo en
Esparta, con sus abundantes recursos de ilotas y su insistencia en el valor de
la caza como forma de adiestramiento militar para todos, tomaban parte también
los ciudadanos corrientes en este peligrosísimo «pasatiempo». Pero es dudoso
que Scruton deseara destacar Esparta como sociedad ancestral cazadora modélica.
La
mención de los esclavos plantea la cuestión de la caza del hombre. En una
sociedad esclavista como la Atenas clásica, una forma característica de
resistencia a la esclavización era la huida. El caso individual más llamativo
del que tenemos constancia tuvo lugar al final de la guerra ateniense, cuando,
si creemos a Tucídides, «más de dos veces 10.000 esclavos» escaparon al amparo
de la ocupación de parte del territorio de Atenas por Esparta. Por lo común,
los esclavos podían huir de uno en uno o de dos en dos, poquito a poco. Pero
esta huida de esclavos fue tan regular y persistente que originó el fenómeno
del perseguidor profesional de esclavos (drapetagôgos). Éste —y sus perros— se
dedicaban a lo que sin duda era una actividad muy lucrativa. En la antigua
Grecia, Esparta era un tipo muy distinto de sociedad esclavista; más adelante
volveremos sobre esta diferencia entre Esparta y Atenas. De momento, lo que
destacamos es que la caza del hombre era una parte sistemática de las
relaciones cotidianas entre los espartanos y la clase inferior servil de los
ilotas (griegos). En otras palabras, en Esparta la caza —selectiva— de ilotas
no era ningún signo de disfunción sistémica, como las huidas en Atenas. Más
bien era un hecho «normal», un elemento clave de la serie de técnicas
represivas utilizadas por los espartanos contra los ilotas bajo el barniz legal
de su declaración anual de guerra contra ellos. Así pues, en Esparta la caza y
la guerra eran en realidad actividades solidarias, con un toque típicamente
espartano.
Desde
las diferencias en cuanto a la presa, con sus repercusiones ciertamente
perturbadoras para las diferencias en la estructura social, tanto entre las
sociedades antiguas y modernas como dentro de la propia Grecia antigua, pasaré
ahora a ocuparme de diferencias esenciales en los aspectos metafóricos de la
caza. Es un tópico que la terminología de la caza está incorporada a nuestro
vocabulario cotidiano de una manera rutinaria, no amenazadora. Nosotros los
académicos, por ejemplo, vamos en busca, «a la caza», de una referencia en la
biblioteca de forma natural. Esto es, la caza se ha infiltrado en nuestro
vocabulario en diversos niveles sociales y registros semánticos. También en la
Grecia antigua. En la excelente monografía de Alain Schnapp sobre textos e
imágenes de la caza en la antigua Grecia, el tercer capítulo —el primero
importante— lleva por título precisamente La métaphore du chasseur.
No
obstante, aquí termina cualquier semejanza o analogía útil o utilizable entre
metáforas de caza antiguas y modernas. El conjunto de la obra de Schnapp se
titula Le chasseur et la cité, lo que indica que, en la Grecia antigua, la caza
no existía como fenómeno estrictamente social o económico, sino que tenía su
sitio dentro y sólo dentro del ámbito omnímodo de la polis. Era política en un
sentido en que no puede serlo la caza moderna. Por otra parte, el subtítulo del
libro es Chasse et érotique dans la Grèce ancienne. Sin duda, la erótica y el
erotismo han tenido y tendrán su lugar en los escenarios de caza modernos,
aunque Adrian Phillips, en sus comentarios sobre Jenofonte, observa de modo
enigmático que «para algunos [la caza] incluso desterrará "pensamientos de
amor"». Pero la cuestión es que la erótica y el erotismo no se consideran
de manera clara y directa el objetivo, ni siquiera uno de los principales
objetivos, del fenómeno de la caza moderna en su conjunto.
Este
diferencial clave nos sitúa, a mi juicio, en la pista interpretativa correcta,
la pista donde se recalca la diferencia entre ellos y nosotros, entre lo
antiguo y lo moderno. En otras palabras, actualmente la caza del zorro no es ni
mucho menos tan «natural» o elemental como Scruton quiere hacernos creer; está
lejos de ser un acto reflejo, automático, por decirlo así. Podría decirse que
esto estaba más cerca de la realidad en la antigüedad griega —cuando, conviene
recordar, no se había desarrollado ni siquiera el concepto de derechos humanos (no
digamos ya de los animales).
Esto
me lleva al siguiente y último punto: ¿quiénes eran realmente los griegos de
los que Scruton da a entender que eran pertinentemente ancestrales y
fidedignos? Los griegos de la antigüedad eran muy conscientes de que ni mucho
menos eran todos culturalmente idénticos, si bien casi todos admitían que eran
más las cosas que tenían en común que las que los diferenciaban —con una
excepción: los espartanos—. Según la tradición antigua, promovida por los
propios espartanos y fomentada en especial por los atenienses, Esparta era
«ajena», críticamente distinta, de todas las demás ciudades y sociedades
griegas en cuestiones esenciales. Tras tener conocimiento de la dimensión
propagandística de este «mito» o «espejismo» espartano, algunos expertos
modernos han afirmado que en realidad Esparta no era tan diferente. Siento no
estar de acuerdo por toda clase de razones, políticas, sociales, económicas,
religiosas, etcétera, pero cuando menos por una que tiene que ver directamente
con el tema que nos ocupa. A mi entender, la caza espartana difería toto caelo
de la caza tal como se practicaba en cualquier otra ciudad griega de la época.
Esto no es en absoluto un punto de vista novedoso, pero me parece que vale la
pena exponer brevemente los rudimentos del caso, aunque sólo sea para poner de
manifiesto lo problemática que es de hecho cualquier apelación a la autoridad
de los griegos antiguos.
En
el núcleo del sistema político general espartano (politeia) estaba la costumbre
de pertenecer a las mesas comunes, de cuya ininterrumpida participación en las
mismas dependía el ejercicio de la «ciudadanía» espartana plena (politeia en
otro sentido). Sólo había dos excusas legítimas para no asistir a la comida
vespertina obligatoria: una, la ejecución de un sacrificio necesario; otra, la
caza. La caza espartana tenía como objetivo las mismas presas que la de otros
griegos como los atenienses —ciervos, jabalíes, liebres, etcétera—. Pero, a
diferencia de Atenas, en Esparta la caza no se concebía como una actividad de
tiempo libre, no digamos ya un deporte. Y por lo que sabemos, los frutos de la
caza no se incluían en el repertorio de las insinuaciones amorosas de un amante
espartano a su joven amado. La caza espartana de animales era un asunto muy
serio, y los productos de la misma eran aportados como rutina a las mesas
comunes.
En
todo caso, muchísimo más distinto aún de ciertas clases de caza ateniense era
el hecho de que la comunidad espartana alentaba oficialmente a todos los
hombres, al margen de su nivel económico, político o social, a participar con
regularidad en la caza, al parecer por razones de preparación militar. Así
pues, era obligatorio que los caballos y los perros de caza —que eran de
propiedad privada— y los ilotas —que no eran de propiedad privada pero desde
luego estaban ligados a la fuerza al servicio de amos y amas individuales—
estuvieran a disposición de cualquier espartano que quisiera cazar. De hecho,
los espartanos corrientes más pobres procuraban sacar provecho de este
requisito, en parte por motivos militares, pero también porque esto les
permitía contribuir con manjares adicionales a sus mesas y, de este modo, no
ser menos que los más ricos que aportaban productos de sus grandes fincas.
Además,
los espartanos, por ser tales, se mostraban muy orgullosos de la cría de
caballos, perros y —presumiblemente—ilotas de la máxima calidad para la caza, y
prestaban a la misma una gran atención. Una extensión de tierra en las
estribaciones del monte Taigeto, no lejos de Esparta, recibía el prosaico
nombre de Terai, «terreno de caza». Algunas de las imágenes más memorables
entre las figuras negras de las vasijas laconianas del siglo VI son las
atribuidas al Pintor de Caza.2 La figura 9, por ejemplo, vasija
típica de dicho Pintor, muestra una representación característica «ojo de buey»
de una escena de caza: se hace hincapié en la necesidad de la cooperación
estrecha, casi instintiva, entre los cazadores, uno de los cuales parece un
adulto ya formado, con barba y cabellera, mientras que el otro lleva el pelo
largo pero es imberbe, seguramente aprendiz aún del oficio de su mentor. En la
figura 10, vemos una característica figura hoplítica representada junto con su
Argos, por así decirlo, su fiel perro de caza. En la figura 11, aparece un
ánfora de terracota de una época temprana, con decoración en relieve, que
servía como señalizador de tumbas. En un lado de la vasija hay una escena de
caza fructífera, justo el tipo de imagen que un buen espartano querría llevarse
consigo al otro mundo. Por último, la caza simulada fue desde luego incorporada
como elemento central a la resucitada Agoge, el sistema educativo integral de
los espartanos de las épocas helenística y romana. Pero seguramente ya estaba
incluida en la Agoge del período clásico, pues se escenificaron manifestaciones
rituales clave de ese ciclo en el santuario de Artemisa Ortia, diosa de la
fertilidad, el crecimiento y las tierras salvajes, estrechamente vinculada a la
caza de fieras.
No
obstante, esta dedicación política oficial a la caza de animales no es de
ninguna manera el rasgo más destacado de la caza espartana, que era,
naturalmente, la caza de ilotas, tanto individual como colectiva, que ya he
mencionado. Esta costumbre tolerada ofrcialmente servía para vigilar a los
ilotas mediante una suerte de terrorismo de Estado y a la vez como prueba de
hombría para los individuos espartanos preadultos seleccionados honoríficamente
para prestar sus servicios en la Cripteia. Es en el contexto de la caza de
ilotas auspiciada por el Estado donde la dura crítica que hace Aristóteles del
sistema educativo estatal único de los espartanos es, a mi juicio, más
elocuente. La educación espartana, señalaba, era sistemáticamente defectuosa
por el hecho de que pretendía inculcar sólo una clase de virtud, el coraje
marcial, y por tanto tendía a formar espartanos «como bestias», más
específicamente «como lobos».
Los
lobos tenían fama de ser cazadores y asesinos consumados. El «lobuno» Apolo
(Apolo Liceo), cuyo nombre acaso recuerde al del supuesto fundador de ese sistema
educativo espartano, Licurgo («lobo-trabajador»), era por tanto el patrón
divino de una práctica que probablemente ni siquiera Roger Scruton desearía
invocar como legitimación ancestral de su propio pasatiempo de elección.
Notas*
Notas*
Estas notas sólo hacen referencia a las
fuentes antiguas traducidas en el texto.
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