CAPÍTULO I. MUERTE DE FILIPO II Y ASCENSO DE ALEJANDRO MAGNO — SU CAMPAÑA EN TRACIA
Según se dice, Filipo II murió cuando Pitodelo era arconte de Atenas, y su hijo Alejandro, por entonces de alrededor de veinte años de edad, habiendo asegurado su posición como nuevo rey, marchó hacia el Peloponeso, donde exigió a todos los griegos de allí el mando supremo de la expedición contra Persia, como ya le había sido otorgado a su padre. De esta manera, le fueron conferidos los mismos honores que a Filipo, con el beneplácito de todos los griegos, menos de los lacedemonios, quienes respondieron que no era costumbre suya seguir a otros, sino ser ellos los líderes de otros.
También Atenas intentó cambiar la situación política mediante la rebelión, pero cuando Alejandro se aproximaba a la ciudad, tan grande fue la alarma de los atenienses, que se apresuraron a concederle honores públicos mayores incluso que aquéllos de Filipo. Luego de esto, retornó a Macedonia para preparar la expedición a Asia.
Sin embargo, a principios de la primavera del año 335, tuvo que marchar con el ejército hacia Tracia, a las tierras de los tribalios y los ilirios, convencido de que éstos tramaban una rebelión, además de que pensaba que sería muy arriesgado iniciar una campaña tan lejos de su propio reino dejando a sus espaldas a pueblos sin subyugar cerca de sus fronteras. Partiendo desde Anfípolis, invadió el territorio de los tracios independientes, teniendo a la ciudad de Filipópolis y el monte Orbelo ubicados al costado izquierdo del trayecto. Tras cruzar el río Neso, llegó al monte Hemo el décimo día de marcha, y allí al pie del desfiladero en las estribaciones de la montaña, se encontró con que mercaderes armados y tracios independientes se habían preparado para impedir su avance, tomando posiciones en la cima del Hemo, en espera de que llegara su ejército. Habían colocado sus carros delante, para utilizarlos como una barricada desde la cual defenderse en caso de ser rechazados, así como para echarlos a rodar cuesta abajo desde la parte más abrupta contra la falange macedonia si estos pretendieran ascender, con la idea de que, mientras más densa fuera la formación de la falange, con mayor facilidad podrían dispersarla al chocar violentamente contra ella.
Pero Alejandro era alguien dispuesto a correr riesgos e ideó un plan que le permitiera atravesar la montaña con el menor peligro posible para sus hombres. Puesto que no existía otro camino alternativo, ordenó a la bien armada infantería abrir sus filas tanto como el espacio lo permitiera tan pronto los carros comenzaran a moverse por el declive, formando un pasillo para que éstos pasaran; y quienes se vieran rodeados por todos lados deberían o hincarse de rodillas todos juntos, o tirarse al suelo, con los escudos unidos de forma compacta, de tal manera que los carros que bajaban la cuesta por su mismo impulso saltaran por encima de ellos, sin causarles daño. Todo ocurrió tal como Alejandro había previsto y ordenado; algunos de los hombres formaron pasillos en las filas de la falange, y otros unieron sus escudos, mientras los carros les pasaban por encima sin causar mucho perjuicio, y sin que muriera un sólo hombre bajo las ruedas. A continuación, los macedonios recuperaron el ánimo al ver que los temidos carros no les habían infligido daño alguno, y cargaron contra los tracios dando fuertes alaridos. Alejandro ordenó a los arqueros del ala derecha ponerse delante del resto de la falange, la posición más conveniente para disparar contra los tracios cada vez que éstos avanzaban. Tomando a su guardia personal, los hipaspistas y agrianos, él mismo los dirigió hacia la izquierda. Entonces, los arqueros empezaron a disparar flechas contra los tracios que surgían hacia adelante, logrando repelerlos, y la falange entró en combate cuerpo a cuerpo, echando de sus posiciones a esos montañeses ligeramente armados y mal equipados, quienes no esperaron a recibir la carga de Alejandro desde la izquierda, y tirando sus armas se dieron a la fuga montaña abajo. Cerca de 1.500 de ellos perecieron, sólo unos pocos fueron hechos prisioneros debido a la velocidad de su huida y su conocimiento del terreno. No obstante, todas las mujeres y niños que les seguían fueron capturados, junto con todo el botín.
CAPÍTULO II. BATALLA CONTRA LOS TRIBALIOS
Alejandro envió el botín a hacia el sur, a las ciudades costeras, confiando en Lisanias y Filotas para encargarse de ponerlo a la venta. Luego, se dispuso a cruzar a través de la cumbre hacia el territorio de los tribalios, llegando al río Ligino, que dista del Danubio tres días de marcha en dirección al monte Hemo. Habiendo tenido noticias de la expedición de Alejandro con tiempo, el rey Sirmo de los tribalios, mandó que las mujeres y los niños de su pueblo se dirigieran al Danubio, y se internaran en Peuce, una de las islas en medio del río. Hacia allí llegaron también a refugiarse los tracios, por cuyas tierras colindantes con las de los tribalios avanzaba el macedonio. El rey Sirmo, acompañado de su comitiva, halló refugio en el mismo lugar, pero la mayoría de sus tribalios huyó hacia el río, de donde Alejandro se había marchado un día antes.
Enterado Alejandro de ello, dio media vuelta de nuevo y, tras una rápida marcha, los sorprendió en plena acampada. Quienes se vieron así sorprendidos formaron de prisa en orden de batalla en una cañada boscosa a lo largo de la orilla del río. Alejandro dispuso a la falange en una columna muy profunda, poniéndose él mismo en primera línea; también ordenó a los arqueros y honderos que se adelantaran y descargaran una lluvia de flechas y piedras contra los bárbaros, esperando provocarlos a salir de la cañada boscosa hacia el descampado sin árboles. Éstos así lo hicieron cuando los tuvieron al alcance, provocando que los tribalios se lanzaran a una escaramuza cuerpo a cuerpo contra los arqueros desprovistos de escudos para protegerse; pero se encontraron con que Alejandro, cumplido su propósito de sacarlos fuera de su terreno, ordenaba a Filotas que cargara con la caballería venida del norte de Macedonia contra el ala derecha de los tribalios, lado por el que se habían adentrado más en su salida. Ordenó a Heráclides y Sopolis que dirigieran la caballería de Botiea y Anfípolis contra el ala izquierda, al tiempo que desplegó la falange con el resto de la caballería por delante y arremetió contra el centro del enemigo. Mientras sólo hubo escaramuzas en ambos lados, los tribalios no se llevaron la peor parte y resistieron; pero tan pronto como la falange en formación compacta atacó con vigor, y la caballería cayó sobre ellos desde diversos sectores, ensartándoles con sus armas y empujando hacia atrás con sus mismos caballos, entonces al fin se dieron la vuelta y huyeron a través de la cañada hacia el río. Tres mil de ellos perecieron en el combate, y unos pocos fueron tomados prisioneros, en ambos casos porque el denso bosque en las lindes del río y la cercanía de la noche impidieron a los macedonios proseguir la persecución. Según Ptolomeo, las pérdidas de los macedonios fueron once jinetes y cuarenta infantes muertos.
CAPÍTULO III. ALEJANDRO EN EL DANUBIO Y EL TERRITORIO DE LOS GETAS
Tres días después de la batalla, Alejandro llegó al río Danubio, el mayor de todos los ríos de Europa, que atraviesa un extenso territorio y separa a varios pueblos belicosos, la mayor parte de los cuales pertenecen a la raza celta, en cuyas tierras están las fuentes del río. Los más remotos de estos pueblos son los cuados y los marcómanos, seguidos de los iaziges, una rama de los sármatas, y los getas, quienes creen en la inmortalidad; luego viene la rama principal de los sármatas, y finalmente los escitas, cuyas tierras se extienden hasta tan lejos como la desembocadura del río, allá donde por medio de cinco bocas vierte sus aguas en el mar Euxino.
Allí, Alejandro se reunió con algunos barcos de su flota procedentes de Bizancio, que habían venido por el Euxino y luego subido río arriba. Embarcó en ellos a su arquería y las tropas de infantería pesada, y puso proa hacia la isla donde los tribalios y tracios habían escapado. Al querer desembarcar, los bárbaros descendían a la orilla del río para atacarlos cada vez que los barcos, pocos en número y con escasa tropa, lo intentaban. Aparte, las costas de la isla eran casi en todas partes muy empinadas y escarpadas para el desembarco, y la corriente del río, como es natural en los estrechos entre una orilla y otra, era rápida y difícil de navegar.
Por ello, Alejandro retiró a sus barcos, decidido a cruzar el río e ir a por los getas, que vivían en la otra orilla. Había observado que gran número de ellos — 4.000 de caballería y 10.000 de infantería — se habían reunido en la playa con el propósito de impedirle el paso en caso de que intentara cruzar el río; además, le había entrado el deseo de ir más allá del Danubio. Subió, entonces, a bordo, pero antes, hizo que sus hombres rellenaran con paja las pieles que les servían para armar sus tiendas, y mandó recolectar de los alrededores todos los botes que se hallaran. Éstos estaban hechos de un único tronco, y los había en abundancia, pues las gentes que vivían cerca del Danubio los usaban para la pesca, a veces también para viajes de comercio entre ambas orillas a lo largo del cauce, y para la piratería. Una vez conseguida la mayor cantidad que se pudo, embarcó en ellos tantos de sus soldados como fue posible; de esta manera, cruzaron el río con Alejandro unos 1.500 jinetes y 4.000 soldados de a pie.
CAPÍTULO IV. DESTRUCCIÓN DE LA CIUDAD DE LOS GETAS — LA EMBAJADA DE LOS CELTAS
Cruzaron durante la noche, desembarcando en un sitio cubierto por trigales crecidos, permitiendo así que el cruce fuera más secreto. Al despuntar el alba, Alejandro llevó a sus hombres a través del sembradío, caminando inclinados y agarrando las lanzas de manera transversal, rastrillando el trigal al avanzar hacia el terreno sin cultivar. Mientras la falange avanzaba así por de los sembradíos, la caballería la seguía. Cuando emergieron de los cultivos, Alejandro giró su montura hacia la derecha, y mandó a Nicanor que formara la falange en cuadro compacto. Los getas no pudieron siquiera resistir el primer embiste de la caballería, pareciéndoles increíble la audacia de Alejandro al cruzar en una sola noche el Danubio, el más caudaloso de los ríos, sin necesidad de construir un puente. Terrorífica para ellos fue también la solidez de la falange, y la violenta carga de la caballería. En un primer momento, huyeron para refugiarse en su ciudad, que estaba a una parasanga del Danubio; pero cuando vieron que Alejandro hacia marchar a su falange con muchas precauciones a lo largo de la orilla del río, para evitar que su infantería pudiera verse rodeada por los getas en una emboscada, y que enviaba a su caballería directamente contra su ciudad, la abandonaron por estar mal fortificada. Se llevaron a tantos de sus mujeres y niños como sus caballos podían soportar, y escaparon a las estepas desérticas, en la dirección que llevaba lo más lejos posible del río. Alejandro tomó la ciudad y todo el botín que los getas habían dejado atrás, nombrando a Meleagro y Filipo como encargados de él. Después de arrasar la ciudad, ofreció un sacrificio a orillas del río a Zeus Protector, a Heracles, y al mismo Danubio, por permitirle el cruce, y mientras todavía era día, lideró a todos sus hombres sanos y salvos de vuelta al campamento.
Allí acudieron embajadores de Sirmo, rey de los tribalios, y de las demás naciones autónomas de las cercanías del Danubio. Algunos de ellos venían de parte de los celtas que moraban cerca del golfo de Jonia, gentes de gran estatura y maneras arrogantes. Todos ellos anunciaron que venían para obtener la amistad de Alejandro. A todos ellos les hizo promesas de amistad, y recibió las promesas de ellos a su vez. Luego, preguntó a los celtas qué asunto era causa de especial pánico en su mundo, esperando que su gran fama hubiera llegado a los celtas y hubiera penetrado aún más allá, y lo que dirían sería que le temían a él por encima de todo. Pero la respuesta que le dieron los celtas fue contraria a sus expectativas; pues ellos, que vivían en un territorio de difícil acceso, y conocedores de que su rumbo sería en otra dirección, le contestaron que lo que más temían era que en algún momento el cielo cayera sobre sus cabezas. A estos hombres Alejandro los despidió llamándoles amigos suyos, y dándoles el rango de aliados, añadiendo además el comentario de que los celtas eran unos fanfarrones.
CAPÍTULO V. REBELIÓN DE CLITO Y GLAUCIAS
Cuando Alejandro se adentró en la patria de los agrianos y peonios, llegaron mensajeros a informarle que Clito, hijo de Bardilis, se había rebelado, y que el rey Glaucias de los taulantios se le había unido. Otros más llegaron para advertirle que los autariatos planeaban caer sobre él en plena marcha. Como consecuencia, decidió acelerar la marcha sin más demoras; pero entonces el rey Langaro de los agrianos, quien ya en vida de Filipo había sido abiertamente un amigo y aliado de Alejandro, y que en ese tiempo había acudido personalmente como embajador ante él, en esta ocasión acudió también acompañado de su guardia personal, integrada por los mejor provistos y más eficientes de sus hombres. Al oír que Alejandro inquiría acerca de qué tipo de gentes eran y cuántos hombres tenían los autariatos, le aseguró que no debía preocuparse, ya que éstos eran los menos belicosos de las tribus de aquellos lugares, y que él, Langaro, podía hacer una incursión en su territorio para mantenerlos demasiado ocupados para poder atacar a los macedonios. Con la aprobación de Alejandro, realizó el ataque tal como había propuesto, y arrasó sus tierras, obteniendo muchos cautivos y grande botín. En recompensa, Langaro recibió los más altos honores y regalos muy valiosos de parte de Alejandro, incluyendo la promesa de darle a su hermana Cinane en matrimonio cuando visitara Pella. Pero, en el camino de retorno a su hogar, Langaro enfermó y murió.
Después de este suceso, Alejandro marchó por las riberas del río Erigon hacia la ciudad de Pelión, enterado de que Clito se había apoderado de ella. Acampando en el río Eordaico, resolvió atacar las murallas al día siguiente, pero Clito se había hecho fuerte en las montañas que la rodeaban, y dominaba la ciudad desde las alturas cubiertas por densos matorrales. Sus intenciones eran caer sobre los macedonios desde todas direcciones; sin embargo, aún no llegaban las tropas del rey Glaucias de los taulantios cuando las fuerzas de Alejandro ya estaban cerca de la ciudad. Tras sacrificar tres niños, igual número de niñas y carneros negros, salieron a entablar combate cuerpo a cuerpo con los macedonios que se aproximaban. Tan pronto como los macedonios respondieron al ataque, éstos abandonaron sus posiciones ventajosas para refugiarse en la ciudad, con tanta prisa que incluso sus víctimas sacrificiales fueron posteriormente halladas todavía yaciendo en el suelo.
Alejandro los obligó a encerrarse en ella, colocando su campamento alrededor de las murallas; sin embargo, cuando al día siguiente llegó el rey Glaucias de los taulantios con una fuerza numerosa, abandonó la idea de capturar la ciudad, dándose cuenta de que, si asaltaba las murallas, las tropas con las que disponía no podrían lidiar al mismo tiempo con las muy belicosas tribus refugiadas allí y con el ejército de Glaucias, mayor que el suyo, que le acosaría tan pronto intentara el asalto. Envió, pues, a Filotas en busca de forraje con todas las bestias de carga del campamento, bajo la protección de una unidad de caballería. Al oír de esta expedición, Glaucias le salió al encuentro, tomando posición en las montañas que rodeaban la planicie donde Filotas tenía intención de conseguir el forraje necesario. Tan pronto Alejandro supo que sus animales y sus jinetes estarían en grave peligro si la noche los sorprendía donde estaban, tomó a los hipaspistas, los arqueros, los agrianos, y cerca de 400 jinetes consigo para ir a su auxilio a toda velocidad. Dejó al resto del ejército atrás, en las afueras de la ciudad, para impedir que los cercados se apresuraran a salir para reunirse con Glaucias, como habrían hecho si todo el ejército macedonio se hubiera retirado. Cuando Glaucias percibió que Alejandro se estaba acercando, evacuó las posiciones en las montañas, permitiendo que Filotas y sus fuerzas retornaran a salvo al campamento. No obstante esto, Clito y Glaucias creían todavía que habían cogido a Alejandro en una posición muy desventajosa en comparación a la suya, en posesión de las montañas en cuyas alturas podían colocarse una numerosa cantidad de jinetes, lanzadores de jabalina, honderos y una considerable fuerza de infantería pesada. Por otra parte, se esperaba que los sitiados en la ciudad salieran a atacar y perseguir muy de cerca a los macedonios si se retiraban. También el terreno a través del cual Alejandro debía moverse era demasiado estrecho y boscoso, limitado por el río por un lado, y por el otro lado por una montaña muy alta y escarpada, por lo que no habría espacio para que su ejército pasara, aunque los hipaspistas formaran en una columna de sólo cuatro en fondo.
CAPÍTULO VI. DERROTA DE CLITO Y GLAUCIAS
Ante tal circunstancia, Alejandro formó a su ejército de tal manera que la profundidad de la falange era de 120 hombres, estacionando 200 de caballería en cada ala, con orden de mantener silencio y acatar rápidamente lo que les indicara. A los soldados de a pie, les instruyó llevar las lanzas en vertical y luego, a una señal suya, las inclinaran en ristre primero a la derecha, luego hacia la izquierda, siempre manteniéndose muy juntos. Luego, puso en movimiento a la falange, haciéndola girar ya a la derecha, ya a la izquierda, de este modo organizando y reorganizando sus líneas varias veces y muy rápidamente; por fin, formó su falange en una especie de cuña, y la condujo hacia la izquierda contra el enemigo, que había estado durante todo este tiempo contemplando estupefacto tanto el orden como la rapidez de sus evoluciones. En consecuencia, no pudieron sostener el embate de Alejandro, abandonaron las primeras estribaciones de la montaña. Ante esto, Alejandro ordenó a los macedonios elevar el grito de batalla y hacer ruido golpeando sus armas contra sus escudos, y el ejército de los taulantios, aún más alarmado por el ruido, volvió a la ciudad a toda velocidad.
Alejandro vio cómo sólo unos pocos de los enemigos seguían ocupando una cresta, cerca del pasadizo por el que debían transitar. Ordenó a sus guardaespaldas y Compañeros tomar sus escudos, montar en sus caballos e ir hacia la colina, y cuando llegaran, si los que ocupaban la posición les esperaban, la mitad de ellos saltaran de sus caballos para luchar como soldados de a pie, mezclándose con la caballería. Pero, tan pronto el enemigo vio aproximarse a Alejandro, renunciaron a sus posiciones en la colina y se retiraron a las montañas en ambas direcciones, permitiendo que Alejandro y sus Compañeros la ocuparan. Mandó luego llamar a los agrianos y arqueros, cuya fuerza era de 2.000; y ordenó a los hipaspistas que cruzaran el río, seguidos de inmediato por la infantería macedonia, con la instrucción de formar ordenadamente en el lado izquierdo tan pronto llegaran a la otra orilla, para que los sucesivos cuadros de la falange que cruzaban el río pudieran formarse compactamente enseguida. Él, ubicado en la vanguardia, observaba todo el tiempo desde la colina el avance del enemigo, quienes al ver aquellas tropas cruzando el río, bajaron desde las montañas para enfrentarlas, y atacar a Alejandro por la espalda mientras se retiraba. Pero, cuando empezaban a acercarse a él, Alejandro les salió al encuentro con sus hombres, y la falange, dando alaridos, se dispuso a avanzar por el río. Viendo el enemigo que todos los macedonios se les venían encima, cedieron y se dieron a la fuga. Entonces, Alejandro comandó a los agrianos y arqueros a cruzar a toda prisa el río, siendo él mismo el primero en cruzarlo. Cuando vio que el enemigo presionaba a su retaguardia, hizo colocar su artillería en la ribera, y ordenó a sus ingenieros que dispararan toda suerte de proyectiles tan lejos y con tanto ímpetu como se pudiera, y también indicó a los arqueros que se internaran en las aguas y, desde la mitad del río, descargaran sus flechas contra los atacantes. Dado que Glaucias no se atrevió a avanzar tanto como para colocarse dentro del rango de tiro de los proyectiles, los macedonios pudieron terminar de cruzar sin perder un hombre.
Tres días después, Alejandro descubrió que Clito y Glaucias habían montado su campamento de manera tan negligente, que ni sus centinelas se hallaban en sus puestos, ni había una empalizada o una zanja que los protegiera, pues pensaban que había huido por miedo, y que habían dispuesto sus líneas tan extensamente que era una desventaja. Decidió entonces, cruzar el río en secreto durante la noche, llevándose con él a los hipaspistas, los agrianos, arqueros y las unidades de Pérdicas y Coeno, dejando órdenes de que el resto del ejército los siguiera luego. Tan pronto vio una oportunidad favorable para atacarlos, sin esperar a que todas sus tropas llegaran, despachó a los arqueros y los agrianos contra el enemigo. Éstos, formados en falange, cayeron de improviso en furiosa arremetida sobre el flanco más débil, y mataron a algunos de ellos todavía en sus camas, capturando fácilmente al resto en su huida. Muchos fueron los muertos y capturados en la retirada desordenada y aterrorizada que siguió a continuación, dejando pocos sobrevivientes para ser hechos prisioneros. Alejandro prosiguió la persecución hasta las montañas taulantias, y los que sobrevivieron tuvieron que escapar dejando tiradas sus armas por el camino. Clito huyó primero a refugiarse en la ciudad, a la que prendió fuego, y luego partió a buscar cobijo donde Glaucias, en las tierras de los taulantios.
CAPÍTULO VII. LA REBELIÓN DE TEBAS
Mientras esto ocurría, algunos de los que habían sido exiliados de Tebas, retornaron de noche y entraron en ella con la ayuda de algunos ciudadanos que tenían el afán de fomentar un levantamiento contra los gobernantes; aprehendieron y ejecutaron fuera de la fortaleza Cadmia a los dos hombres que estaban al mando, Amintas y Timoleo, quienes no sospechaban de tales planes hostiles. Luego, se dirigieron a la asamblea pública e incitaron a los tebanos a rebelarse contra Alejandro, esgrimiendo como pretextos palabras venerables y gloriosas como libertad y libre expresión, e instándoles a liberarse por fin del pesado yugo macedonio. En base a sostener con firmeza que Alejandro había muerto en Iliria, pudieron llegar a persuadir a la multitud, y lo que es más, este rumor era frecuente; por muchas razones había ganado credibilidad, entre ellas porque había estado ausente mucho tiempo, y porque ninguna noticia se tenía de él. Como es habitual en tales casos, por desconocerse los hechos, cada uno especulaba por su lado y creía lo que más le placiera.
Cuando lo que estaba sucediendo en Tebas llegó a oídos de Alejandro, éste consideró que no era un movimiento que se debía menospreciar en absoluto; ya desde hace mucho tiempo desconfiaba de la ciudad de Atenas, por lo que no le parecía que la acción audaz de Tebas fuera trivial, pues también los lacedemonios, que habían estado durante mucho tiempo descontentos con su reinado, más los etolios y algunos otros estados en el Peloponeso, que no eran firmes en su lealtad a él, podrían participar en el esfuerzo rebelde de los tebanos. Por ello, llevando a su ejército a través de Eordea y Elimiotis, pasando por las montañas de Estimfea y Paravea, llegó en siete días a Pelina de Tesalia. Partiendo de allí, llegó a Beocia el sexto día de marcha, de forma que los tebanos no se enteraron de que había pasado por el sur de las Termópilas, hasta que arribó a Onquesto con sus tropas completas. Aún entonces, los cabecillas de la revuelta afirmaban con vehemencia que era Antípatro, que había salido de Macedonia con su ejército, y no Alejandro, pues estaba muerto, chocando furiosamente con quienes anunciaban que era Alejandro en persona quien avanzaba contra ellos. Decían que debía tratarse del otro Alejandro, el hijo de Eropo, quien venía. Al día siguiente, Alejandro había salido de Onquesto, y, acercándose a la ciudad, instaló su campamento en el terreno consagrado a Iolao, con la intención de darles a los tebanos más tiempo para arrepentirse de su deshonrosa resolución, y enviarle una embajada. Pero, parecían estar muy lejos de querer llegar a un acuerdo, pues su caballería y una numerosa fuerza de infantería ligera salieron de la ciudad e iniciaron una escaramuza con los macedonios en los bordes del campamento, matando a algunos de ellos. Ante ello, Alejandro envió una partida de infantería ligera y arqueros para repeler la partida, que ya se acercaba mucho al campamento, y éstos pudieron repelerlos con facilidad. Al otro día, marchó con el ejército entero hacia el otro extremo, donde estaba la puerta que llevaba a Eleutera y Ática; no obstante, ni aún entonces asaltó la muralla, sino que acampó no muy lejos de Cadmia, para poder auxiliar con prontitud a los macedonios que ocupaban la ciudadela. Los tebanos habían bloqueado Cadmia con una barrera doble, con guardias a cargo, para que ninguno de afuera pudiera prestar ayuda a los sitiados, y para que a la guarnición no le fuera posible hacer una incursión mientras ellos atacaban al enemigo fuera de las murallas. Mas Alejandro se mantuvo en el campamento cerca de Cadmia, porque tenía todavía el deseo de llegar a un arreglo amistoso con los tebanos antes de tener que combatirlos. Entonces, cuando aquéllos de entre los tebanos que conocían bien lo que era mejor para los intereses de todos, mostraron su disposición de salir al encuentro de Alejandro y obtener el perdón para la ciudadanía de Tebas por su rebelión, los exiliados y quienes los habían llamado de regreso a la ciudad, continuaron incitando por todos los medios al populacho a tomar las armas; ya que no tenían esperanza alguna de obtener para sí mismos ningún tipo de indulgencia de parte de Alejandro, especialmente los que de entre ellos eran beotarcas.
Pese a todo, Alejandro seguía sin atacar la ciudad.
CAPÍTULO VIII. LA CAÍDA DE TEBAS
Ptolomeo, hijo de Lago, nos cuenta que Pérdicas, quien estaba situado con su propio destacamento en la guardia del campamento, no muy lejos de la empalizada enemiga, no esperó a una señal de Alejandro para comenzar la batalla, y fue el primero en asaltarla por su cuenta; y, habiendo abierto una brecha en el medio, cayó sobre las fuerzas de la vanguardia tebana. Le siguió Amintas, hijo de Andrómenes, que estaba a su lado, también por su propia cuenta, al ver que Pérdicas había penetrado en la barrera. Cuando Alejandro los vio, mandó al resto del ejército tras ellos, temiendo que sin apoyo fueran interceptados y aniquilados por los tebanos. Dio instrucciones a los arqueros y agrianos de lanzarse contra la empalizada, sin involucrar por el momento a los de su guardia y los hipaspistas. Luego, Pérdicas, abriéndose paso a la fuerza a través de la segunda empalizada, fue allí abatido por una flecha, y tuvo que ser retirado muy malherido al campamento, donde con dificultades pudo curársele la herida.
Sin embargo, los hombres de Pérdicas, en compañía de los arqueros enviados por Alejandro, continuaron atacando a los tebanos y los arrinconaron en la hondonada que llevaba al templo de Heracles, siguiéndolos hasta el templo mismo. Los tebanos, dando media vuelta, una vez más avanzaron desde esa posición dando gritos, y pusieron en fuga a los macedonios. Euribotas el Cretense, capitán de los arqueros, cayó con cerca de setenta de sus hombres, pero el resto huyó en dirección a la guardia real de Macedonia y las tropas de hipaspistas. Viendo Alejandro que ahora eran los suyos quienes se daban a la fuga, y que los tebanos habían roto su formación para perseguirles, los atacó con su propia falange en perfecta formación de batalla, haciéndoles retroceder hasta las puertas de la ciudad. Los tebanos escaparon en tal estado de pánico que, al ser empujados hacia las puertas, no tuvieron tiempo de cerrarlas; todos los macedonios que les pisaban los talones a los fugitivos entraron tras ellos dentro de las murallas, las que estaban sin centinelas por la cantidad de tropas acampadas enfrente de ellas. Cuando los macedonios entraron en Cadmia, algunos se adentraron en ella y salieron en compañía de los ocupantes de la fortaleza, yendo luego por el templo de Anfión hacia el otro extremo de la ciudad; pero otros que traspasaron las murallas, ahora en poder de las tropas que se habían lanzado hacia ellas detrás de los fugitivos, corrieron hacia la plaza del mercado. Los tebanos que se habían hecho fuertes en sus puestos frente al templo de Anfión, permanecieron allí por un corto tiempo; cuando los macedonios los presionaron desde todas las direcciones, azuzados por Alejandro, que iba de un lugar a otro, su caballería escapó atravesando la ciudad y salió al campo, y entre la infantería fue el sálvese quien pueda. Ahora, ya sin poder defenderse, los tebanos fueron masacrados, no tanto por los macedonios como por los focios, plateos y otros beocios, que ventilaron antiguos rencores contra ellos mediante la matanza indiscriminada. Algunos ciudadanos fueron incluso muertos en sus propias casas, unos pocos de ellos tratando de defenderse, y otros que se hallaban en los templos implorando la protección de los dioses; ni las mujeres y los niños fueron respetados.
CAPÍTULO IX. LA DESTRUCCIÓN DE TEBAS
Lo sucedido fue considerado una enorme calamidad por el resto de los griegos, a los que la conmoción golpeó en grado no menor que a quienes habían tomado parte en la lucha, tanto por la importancia de la ciudad capturada, como por la celeridad del suceso, ya que este resultado era el contrario a las expectativas de las víctimas y de los perpetradores. Los desastres que sufrieron los atenienses en Sicilia, por el número de aquellos que perecieron, no trajeron menos desdicha a la ciudad. Sin embargo, debido a que su ejército fue destruido lejos de su tierra, estaba compuesto en su mayoría por tropas auxiliares que por atenienses nativos, y porque su propia ciudad quedó intacta, por lo que después lograron proseguir aquélla guerra durante mucho tiempo, a pesar de la lucha contra los lacedemonios y sus aliados, así como contra el Gran Rey de Persia; éstos desastres, digo yo, no produjeron en los involucrados en esta calamidad una igual sensación de gran desgracia, ni causó entre los demás griegos similar consternación por la catástrofe. De igual forma, la derrota sufrida por los atenienses en Egospótamos fue sólo naval, y la ciudad no recibió otra humillación que el derribo de los Muros Largos, la rendición de la mayor parte de sus naves, y la pérdida de la supremacía. Pero conservó su forma acostumbrada de gobierno, y no mucho después, recuperaba su antiguo poder al punto de ser capaz de reconstruir aquellos muros, volver a tener el dominio del mar, y a su vez protegerse del peligro extremo que significaban los formidables lacedemonios, que habían llegado a casi borrar su ciudad del mapa. Por otra parte, las derrotas de los lacedemonios en Leuctra y Mantinea los dejaron atónitos más bien por lo inesperado de todo ello, que por la cantidad de las bajas. Y el ataque conjunto de beocios y arcadios bajo Epaminondas contra Esparta, causó espanto entre los mismísimos lacedemonios y sus aliados en la causa más por la novedad del hecho, que por el peligro en sí. La captura de Platea no fue un desastre de proporciones, por razón del pequeño número de ciudadanos que fueron hechos prisioneros, ya que la mayoría había escapado a Atenas. Finalmente, lo de Milo y Esciona simplemente se trató de la captura de dos ciudadelas insulares, y provocó más vergüenza a los captores que sorpresa a la comunidad griega en su conjunto.
En cuanto a Tebas, su rebelión tan súbita y sin muchas consideraciones previas, la toma de la ciudad en un tiempo tan corto y sin dificultad alguna para los captores, la gran matanza realizada por hombres pertenecientes a la misma raza, en venganza por viejas afrentas, esclavizar a la población entera de una ciudad reputada entre las primeras de Grecia por su poderío y su prestigio militar; todo esto fue atribuido con toda probabilidad a la ira vengativa de los dioses. Parecía ser que a los tebanos al fin les había tocado sufrir el castigo por traicionar la causa griega durante las Guerras Médicas, por atacar la ciudad de Platea durante la tregua y por esclavizar a toda su población, así como por el comportamiento tan anti-heleno demostrado por éstos al instigar a los lacedemonios a ejecutar a los plateos que se habían rendido a ellos; y por devastar la campiña donde los griegos se habían desplegado hombro con hombro en formación de batalla para enfrentar a los persas y librar a Grecia del enemigo común. Por último, porque con su voto a favor habían tratado de destruir Atenas cuando los aliados de los lacedemonios presentaron una moción para vender a los atenienses como cautivos. Además, se reportaron varias señales de los dioses antes del desastre, portentos que fueron ignorados en su momento, pero que más adelante, cuando los hombres los recordaron, no tuvieron menos que decir que los eventos que siguieron habían sido ya pronosticados con bastante anticipación.
El destino de Tebas fue puesto por Alejandro en manos de los aliados que habían tomado parte en la batalla. Éstos resolvieron ocupar la ciudadela de Cadmia con una guarnición fija, arrasar la ciudad hasta sus cimientos, distribuirse su territorio entre ellos, menos los consagrados a los dioses; y vender como esclavos a las mujeres y niños, más los pocos hombres que hubieran sobrevivido, excepto los que eran sacerdotes y sacerdotisas, y aquellos unidos por lazos de amistad a Filipo o Alejandro, o que eran clientes de los macedonios. Se afirma que Alejandro protegió la casa y a los descendientes del poeta Píndaro, por respeto a su memoria. Aparte de las decisiones anteriores, los aliados decretaron que Orcómeno y Platea debían ser reconstruidas y fortificadas.
CAPÍTULO X. TRATOS DE ALEJANDRO CON ATENAS
Tan pronto como las noticias de la suerte de Tebas alcanzaron a los demás griegos, los arcadios, que iban de camino con ayuda para los tebanos, sentenciaron a muerte a los que les habían persuadido de hacerlo. Lo eleos también decidieron traer de vuelta a sus exiliados, porque éstos eran partidarios de Alejandro; y los etolios enviaron embajadas, una de parte de cada tribu, a suplicar el perdón por intentar rebelarse alentados por los rumores diseminados por los tebanos. Los atenienses se hallaban celebrando los Grandes Misterios, cuando comenzaron a llegar unos cuantos tebanos escapados de la batalla; tuvieron que suspender los ritos sagrados debido a la conmoción, y se apresuraron a meter todas sus posesiones de los alrededores dentro de la ciudad. Toda la población se reunió en asamblea pública, y, a sugerencia de Demades, eligieron a diez ciudadanos conocidos como simpatizantes de Alejandro para ir como embajadores ante él, y expresarle, aunque de manera inoportuna, el regocijo de Atenas por su regreso a salvo del país de los ilirios y los tribalios, y por el castigo que les había infligido a los tebanos por su rebelión. Alejandro dio a la embajada una contestación mayormente amistosa, pero escribió una carta a los ciudadanos exigiendo la entrega de Demóstenes y Licurgo, además de la de Hipérides, Polieucto, Cares, Caridemo, Efialtes, Diotimo y Merocles, argumentando que dichos hombres eran los responsables de lo ocurrido a las fuerzas de la ciudad en Queronea, y los autores de las maquinaciones subsiguientes, desde la muerte de Filipo, en contra de él y de su padre. Declaró también, que eran en igual medida culpables de incitar a los tebanos a rebelarse como aquellos de entre los mismos tebanos que estaban a favor de la rebelión. No obstante, los atenienses no los entregaron, sino que enviaron otra embajada a Alejandro, rogándole que mitigara su ira contra los hombres cuya entrega exigía. El rey lo hizo, tal vez por respeto a la ciudad de Atenas, o quizás por deseo de emprender de una vez la expedición a Asia, sin dejar detrás ningún motivo para que los griegos desconfiaran de él. Sin embargo, ordenó que uno de los hombres que había pedido que le entregaran como prisioneros, Caridemo, fuera enviado al exilio. Por lo tanto, fue Caridemo como exiliado a Asia, a la corte del rey Darío.
CAPÍTULO XI. ALEJANDRO CRUZA EL HELESPONTO Y VISITA TROYA
Una vez hubo resuelto la situación, Alejandro regresó a Macedonia. A continuación, ofreció a Zeus Olímpico el sacrificio de costumbre que había sido instituido por Arquelao, y celebró las competiciones de los Juegos Olímpicos en Egas, además de, según se dice, una competición pública en honor a las Musas. En esos días, se comentaba que la estatua de Orfeo, hijo de Eagro el Tracio, que se encontraba en Pieris, exudaba sin cesar un líquido. Varias fueron las explicaciones a este prodigio que dieron los adivinos, pero Aristandro, un adivino natural de Telmeso en Licia, pidió a Alejandro recuperar el buen ánimo, pues dijo que esto era evidencia de que habría mucho trabajo para poetas épicos y líricos, y compositores de odas, ya que habrían de escribir y cantar acerca de las hazañas de Alejandro.
A comienzos de la primavera del año 334, éste marchó hacia el Helesponto, confiando en Antípatro para regentar Macedonia y Grecia. Con él iban algo más de 30.000 infantes, tropas ligeras y arqueros, junto con más de 5.000 jinetes. Partió siguiendo la ruta por el lago Cercinitis hacia Anfípolis, y el delta del río Estrimón. Habiéndolo cruzado, atravesó el monte Pangeo, y siguió el camino que llevaba a las ciudades griegas de Abdera y Maronea, en la costa. De allí, se dirigió al río Hebro, cruzándolo sin problemas, y después continuó por Paetica hasta el río Negro, llegando tras veinte días de marcha desde casa a Sestos. Cuando entró en Eleo, hizo ofrendas sobre la tumba del héroe Protesilao; entre otras razones, porque aquél había sido el primero de los griegos que iban con Agamenón en su expedición contra Troya en desembarcar en Asia. La intención de este sacrificio era que su propio desembarco en Asia fuera más venturoso que el de Protesilao.
Luego, le dio a Parmenión la misión de transportar la caballería y la mayor parte de la infantería desde Sestos a Abidos, lo que hizo empleando 160 trirremes, aparte de numerosas embarcaciones comerciales. La versión que prevalece afirma que Alejandro partió de Eleo rumbo al Puerto de los Aqueos, dirigió con sus propias manos el barco del almirante de la flota; y que, en medio del estrecho del Helesponto, sacrificó un buey e hizo libaciones con una copa de oro a Poseidón y las Nereidas. Se dice también que fue el primer hombre en pisar suelo asiático, saltando del barco con la armadura completa puesta; y que erigió, allí y en el punto de partida, altares al Zeus protector de los desembarcos, a Atenea y a Heracles. Otro relato dice que fue a Troya, donde ofreció sacrificios a la Atenea troyana, depositó como ofrenda votiva su propia panoplia en el templo, tomando a cambio algunas de las armas que allí se conservaban desde los tiempos de la guerra de Troya, las que sus portadores de escudo llevarían en el futuro delante de él cada vez que entrara en combate. Un relato más afirma que ofreció un sacrificio a Príamo sobre el altar del Zeus protector de los lugares amurallados, implorando a Príamo no proseguir su inquina contra la progenie de Neoptólemo, de quien Alejandro descendía.
CAPÍTULO XII. ALEJANDRO VISITA LA TUMBA DE AQUILES — EL ALTO MANDO PERSA RECHAZA EL CONSEJO DE MEMNÓN.
Cuando Alejandro entró en Troya, Menecio el Marino le obsequió una corona de oro, y después de él, otros más siguieron su ejemplo, tanto griegos como nativos del lugar, entre ellos Cares de Atenas, quien vino a verle desde Sigeo. Alejandro, por su parte, fue a colocar una guirnalda en la tumba de Aquiles, mientras Hefestión hacía lo mismo ante la tumba de Patroclo, según se dice. La tradición dice que Alejandro declaró que Aquiles era muy afortunado por haber tenido a Homero como heraldo de su fama de cara a la posteridad. En verdad, acertó al considerar a Aquiles especialmente afortunado por esta razón, porque, pese a que a Alejandro mismo la fortuna le acompañó en todo lo demás, en este campo no la tuvo. Sus hazañas nunca han sido legadas a la humanidad de una manera que hiciera justicia al héroe. Ni en prosa ni en verso ha sido alguien capaz de homenajearle adecuadamente; tampoco sobre él se han cantado poemas épicos al estilo de aquéllos en que se ha ensalzado a hombres como Hierón, Gelón, Tero, y muchos otros de méritos no comparables a los de Alejandro. Como consecuencia, los de Alejandro son menos conocidos que otros hechos menores de la antigüedad. Por ejemplo, la marcha de los diez mil de Ciro hasta Persia contra el rey Artajerjes, el trágico destino de Clearco de Esparta y los que fueron capturados con él, y la marcha de esos mismos hombres hasta llegar al mar, liderados por Jenofonte; son mucho más conocidos para los hombres, gracias a la narrativa de Jenofonte, que las proezas de Alejandro. Todo ello pese a que Alejandro no fue uno que solamente acompañó la expedición de otro, ni alguien que, escapando del Gran Rey, venciera solamente a aquéllos que obstaculizaran su camino hacia el mar. Por supuesto, tampoco hay otro individuo entre los griegos y los bárbaros, que haya realizado gestas tan grandes e importantes en cantidad y magnitud como las logradas por él. Tal es el motivo que me indujo a emprender la tarea de escribir esta historia, no considerándome a mí mismo inepto para conseguir que los hechos de Alejandro sean reconocidos por los hombres. Porque — quienquiera que penséis que soy — tengo esto a mi favor: Que no hay necesidad de parte mía de hacer valer mi nombre, pues no es desconocido para los hombres, ni es necesario para mí decir cuáles son mi tierra natal y mi familia, o si he tenido un cargo público en mi propio país. Lo que si hago valer, es que ésta obra histórica es y ha sido desde mi juventud, mi tierra natal, mi familia, y mis magistraturas; y por esta razón no me considero a mí mismo indigno de figurar entre los principales autores en lengua griega, si Alejandro de hecho es el primero entre los guerreros.
De Troya, Alejandro fue a Arisbe, donde sus huestes completas habían armado su campamento tras pasar el Helesponto; y, de allí, a Percote al día siguiente. Después, dejando Lámpsaco, acampó a orillas del río Praccio, que fluye desde el Monte Ida hasta desembocar en la porción de mar entre el Helesponto y el Euxino. Pasó por Colonae, y finalmente llegó a Hermotos. Desde allí, envió como avanzada una partida del escuadrón de Compañeros al mando de Amintas, hijo de Arrabeo, con la caballería procedente de Apolonia, cuyo comandante era Sócrates, hijo de Sathon, y cuatro escuadrones de exploradores de avanzada, o prodomoi, como se les llamaba. En plena marcha, mandó también a Panegoro, hijo de Licágoras, de los Compañeros, a tomar posesión de la ciudad de Príapo, cuyos ciudadanos la rindieron de inmediato.
Los generales de Persia habían acampado cerca de la ciudad de Zelea, junto con la caballería persa y los mercenarios griegos. Sus nombres eran Arsames, Reomitres, Petines, Nifates, Espitridates, sátrapa de Lidia y Jonia, y Arsites, gobernador de la Frigia Helespóntica. Mientras se hallaban discutiendo en consejo de guerra, se les informó que Alejandro había cruzado ya el Helesponto. Memnón el Rodio, les aconsejó que no debían arriesgarse a una batalla campal contra los macedonios, porque éstos los superaban en infantería, además de que Alejandro se hallaba al mando de sus hombres; lo que no se podía decir de Darío. En vez de ello, debían inutilizar el forraje pisoteándolo a conciencia bajo los cascos de la caballería, quemar los cultivos, y no escatimar las ciudades. "De esta forma," aseguraba él, "Alejandro no podrá sobrevivir mucho tiempo por falta de provisiones.” Pero, según se dice, Arsites le rebatió diciendo que no permitiría que fuera quemada ni una sola posesión perteneciente a la gente que estaba bajo su gobierno, y los demás persas estuvieron de acuerdo con él. Tenían la sospecha de que Memnón estaba ideando una forma de prolongar la guerra, con el propósito de obtener para sí honores de parte del rey.
CAPÍTULO XIII. BATALLA DEL GRÁNICO.
Mientras tanto, Alejandro se estaba aproximando al río Gránico, con su ejército desplegado en formación de batalla, dispuesta la infantería pesada en doble falange, la caballería situada en ambas alas, y la caravana de aprovisionamiento siguiéndolos en la retaguardia. Hegeloco fue enviado a realizar un reconocimiento de las actividades del enemigo, con la caballería provista de sarissas, y 500 de las tropas ligeras. Estando ya muy próximo al Gránico, algunos de sus exploradores llegaron a todo galope a informar a Alejandro de que los persas estaban apostados en la orilla de enfrente, listos para el combate. Ordenó al suyo que hiciera lo mismo. Parmenión, sin embargo, se acercó a él y le habló, diciendo: “En mi opinión, mi rey, lo aconsejable es que acampemos en esta orilla donde nos hallamos. El enemigo, con menos infantería que nosotros, no se atreverá a acampar toda la noche tan cerca de nosotros, y entonces cruzaremos el río al alba, antes de que ellos puedan siquiera formar para la batalla; pues no considero que en estos momentos podamos intentar la operación sin riesgos, ya que no es posible llevar el ejército a través del río sin extender demasiado las líneas. Porque está claro que en muchas partes el lecho del río es profundo, sus riberas son muy elevadas y en algunos lugares abruptas. Por lo tanto, la caballería del enemigo, formando en cuadro compacto, nos va a atacar a medida que emergemos del agua en filas desordenadas, y atacará nuestra columna ahí donde somos más débiles. En la actual coyuntura, un primer fracaso sería difícil de remontar, así como peligroso para el resultado de la guerra."
A esto, Alejandro respondió: "Reconozco la fuerza de los argumentos que has dado, Parmenión, pero me avergonzaría si, después de cruzar el Helesponto con tanta facilidad, un riachuelo insignificante — con esta despectiva denominación se refería al Gránico — nos fuera a dificultar el paso. No creo que actuáramos conforme con el prestigio de los macedonios, ni con mi propia forma de reaccionar eficazmente ante los peligros. Por otra parte, creo que los persas volverán a armarse de valor, mientras crean que en la guerra están a la par de los macedonios, ya que hasta ahora no han sufrido ninguna derrota ante nosotros que justifique el miedo que nos tienen."
CAPÍTULO XIV. ORDEN DE BATALLA DE LOS EJÉRCITOS ENFRENTADOS
Habiéndose expresado de ésa manera, envió a Parmenión a colocarse al mando de toda el ala izquierda, y él en persona se puso al frente del ala derecha. En dicha ala formaban Filotas, hijo de Parmenión, mandando la caballería de los Compañeros, arqueros y los lanzadores de jabalina agrianos; Amintas, hijo de Arrabeo, con la caballería armada de picas largas, los peonios, y Sócrates con su escuadrón, cerca de Filotas. Pegados a ellos estaban apostados los hipaspistas de los Compañeros, comandados por Nicanor, hijo de Parmenión. A continuación, la unidad de Pérdicas, hijo de Orontes, luego la de Coeno, hijo de Polemócrates, la de Crátero, hijo de Alejandro; seguidamente la de Amintas, hijo de Andrómenes, y finalmente los hombres que mandaba Filipo, hijo de Amintas. A la izquierda, primero estaba la caballería tesalia, bajo el mando de Calas, hijo de Harpalo; a su lado, la caballería de los aliados griegos liderada por Filipo, hijo de Menelao, y después Agatón con los tracios. A la derecha de éstos se hallaba la infantería, las unidades de Crátero, Meleagro, y Filipo, llegando hasta el centro de toda la formación.
La caballería persa contaba con alrededor de 20.000 jinetes, y su infantería, formada por mercenarios griegos, era ligeramente menor en número. Habían apostado la caballería en una extensa línea paralela al río, y a la infantería a sus espaldas, en las elevaciones del terreno accidentado de la orilla que les correspondía. Desde la colina, pudieron observar cómo Alejandro, reconocible por el brillo de su armadura y la deferencia de sus acompañantes hacia él, avanzaba en dirección al ala izquierda persa, y se apresuraron a concentrar sus escuadrones de caballería en ese lado. Ambos ejércitos se detuvieron un buen tiempo en los márgenes, en silencio, sin atreverse a precipitarse hacia el contrario. Los persas aguardaban a que los macedonios se adentraran en la corriente del río, para poder atacarlos mientras emergían. Entonces, Alejandro espoleó su montura, gritó palabras de ánimo a sus hombres para que le siguieran. Mandó a Amintas, hijo de Arrabeo, con la caballería ligera, los peonios y una unidad de infantería, a provocar una escaramuza; y antes de ellos a Ptolomeo, hijo de Filipo, con el escuadrón de Sócrates, quienes aquél día habrían de liderar la vanguardia de la caballería. Luego, se colocó en el ala derecha, ordenó tocar las trompetas, elevar el grito de guerra invocando a Eníalo, dios de la guerra, y entrar en el río manteniendo la formación oblicua, en la dirección que fluían las aguas, para evitar que los persas cayeran sobre un flanco cuando emergieran en la orilla opuesta, y poder enfrentarlos con la falange tan bien ordenada como fuera practicable.
CAPÍTULO XV. DESCRIPCIÓN DE LA BATALLA DEL GRÁNICO
Los persas dieron comienzo al combate lanzando jabalinas contra las tropas de Amintas y Sócrates, las primeras en llegar a la otra orilla, unos desde sus posiciones en las elevaciones, y otros descendiendo a la playa hasta casi tocar el agua. A esto siguió un violento choque entre la caballería macedonia que surgía del río y la caballería persa que intentaba impedirles el paso. De parte de los persas, volaba una fuerte descarga de proyectiles, pero los macedonios contraatacaban con sus picas. Estos últimos, muy inferiores en número, sufrieron severamente al principio de la arremetida, porque se vieron forzados a defenderse en el lecho del río, donde los cascos de sus caballos resbalaban, y, además, se hallaban por debajo del nivel de los persas, ubicados en una posición alta muy ventajosa, sobre todo para su caballería. En lo más reñido de la lucha estaban Memnón y sus hijos, que se habían atrevido a correr el riesgo de descender a la playa. Los macedonios de la primera línea, aunque demostraron su valentía, fueron derribados, menos aquellos que se retiraron en dirección a Alejandro, que ya estaba acercándose con las tropas del ala derecha. El rey macedonio atacó a los persas allí donde se hallaban el grueso de su caballería y sus comandantes, desatando una lucha desesperada a su alrededor, que permitió que una oleada tras otra de fuerzas macedonias cruzaran el río en el entretiempo. Parecía un combate de infantería, pese a que se luchaba a caballo, porque cada bando se esforzaba por hacerse con la victoria, apretujados jinetes contra jinetes, soldados de a pie contra soldados de a pie; los macedonios pugnando por echar a los persas de la orilla y llevarlos a la llanura, los persas pugnando por obstruir el cruce de los primeros y empujarlos de vuelta al río. Al final, los soldados de Alejandro empezaron a llevar la delantera, por su contundencia y superior disciplina, y porque peleaban con picas hechas de sólida madera de cornejo, mientras que los persas empleaban jabalinas cortas.
En el combate, Alejandro rompió en pedazos su propia lanza, y debió llamar a Aretes, uno de la guardia real que se ocupaba de ayudar al rey con su montura, para que le pasara otra; pero él mismo había quebrado en dos la suya durante lo más enconado de la lucha, y seguía combatiendo con la mitad que le quedaba. Le mostró a su rey la lanza rota, rogándole que mandara a otro por una nueva. Demarato de Corinto, otro de los ayudas de campo, le dio la suya; tan pronto Alejandro la hubo cogido, vio aparecer por las cercanías a un yerno de Darío, Mitrídates. Tomando un escuadrón de caballería formado en cuña, Alejandro arremetió contra el persa, golpeándole en el rostro y derribándolo del caballo. Un momento después, Resaces cabalgó hacia Alejandro y le golpeó en la cabeza con su espada, rompiendo un trozo de su yelmo. El yelmo mitigó la fuerza del golpe. A éste también Alejandro lo derribó, perforándole el pecho a través de la coraza con otra lanza. Ahora, se le acercó Espitridates desde atrás, ya había levantado en alto la espada e iba a descargarla contra el rey, cuando Clito, hijo de Dropidas, anticipó el golpe, y alcanzándole en el hombro, le arrancó el brazo de un tajo, con espada y todo. Mientras tanto, tantos de los jinetes como habían cruzado subían por la ribera a lo largo del río, y se unían a las tropas de Alejandro.
CAPÍTULO XVI. DERROTA DE LOS PERSAS — BAJAS EN AMBOS BANDOS
Ahora los persas estaban siendo atacados desde todos lados, recibiendo ellos y sus monturas lanzazos en la cabeza, siendo empujados por la caballería y sufriendo muchas bajas ante la infantería ligera entremezclada con los jinetes. Ya habían empezado a ceder cuando Alejandro mismo pasó al ataque, despreciando el peligro. Cuando su centro hubo cedido, la caballería en ambas alas fue también rebasada, debiendo huir de prisa. De éstos, solamente cayeron unos 1.000, pues Alejandro no los persiguió hasta lejos, si no que se dio vuelta para encargarse de los mercenarios griegos, el grueso de los cuales seguía inmóvil allí donde los habían apostado al principio, más debido a la confusión resultante del devenir de la batalla que de una férrea resolución. Lanzando la falange contra ellos, y mandando a la caballería atacar su línea central desde todos los flancos, los fue diezmando hasta que ninguno de ellos llegó a escapar con vida, a menos que se camuflara entre los cadáveres de los caídos. Alrededor de 2.000 mercenarios fueron hechos prisioneros. También cayeron en acción los siguientes mandos persas: Nifates, Petines, Espitridates, sátrapa de Lidia, Mitrobuzanes, gobernador de Capadocia, Mitrídates, yerno de Darío, Arbupales, hijo del Darío que era hijo de Artajerjes, Farnaces, hermano de de la reina de Darío, y Omares, comandante de las huestes auxiliares. Arsites abandonó el campo de batalla para huir a Frigia, donde se dice que se suicidó tras ser señalado por los persas como el responsable de la derrota.
De los macedonios, perecieron unos 25 Compañeros al inicio del conflicto, y a ellos se les erigieron estatuas de bronce hechas por Lísipo en Díon, por orden de Alejandro. El mismo escultor era quien esculpía las estatuas de Alejandro, pues era el preferido para esa labor por encima de otros. Del resto de la caballería, murieron más de 60, y de la infantería unos 30. Todos ellos recibieron honras fúnebres al día siguiente, se les enterró con todas sus armas y condecoraciones. A sus padres e hijos, Alejandro les concedió la exención de impuestos a los productos agrícolas, además de eximirlos de cualquier otra obligación personal e impuestos sobre la propiedad. Demostró, asimismo, su preocupación por los heridos, visitando a cada uno de ellos, interesándose por sus heridas y por saber en qué circunstancias las habían recibido, permitiéndoles vanagloriarse de ellas y de sus hazañas. Después, dio sepultura a aquellos comandantes persas caídos, y los mercenarios griegos muertos luchando en el bando enemigo. Y a los que había hecho prisioneros, los envió encadenados a Macedonia para trabajar como esclavos en los campos, porque siendo griegos habían peleado contra Grecia a favor de enemigos orientales, violando los decretos que los helenos habían aprobado en asamblea. A los atenienses, les mandó 300 armaduras persas completas para ser depositadas en la Acrópolis, con esta inscripción sobre ellas: “Alejandro, hijo de Filipo, y todos los griegos, menos los lacedemonios, presentan esta ofrenda tomada de los persas que ocupan Asia.”
CAPÍTULO XVII. ALEJANDRO EN SARDES Y ÉFESO
Después de la victoria, nombró a Calas sátrapa del territorio que había sido de Arsites, pidió a los habitantes pagarle a él el mismo tributo que solían pagar a Darío, y exhortó a los muchos nativos que descendieron de las montañas a rendirse ante él a regresar a sus moradas. También absolvió a la gente de Zelea de toda culpa, porque sabía que habían sido obligados a colaborar con los persas en la guerra. A continuación, envió a Parmenión a ocupar Dascilio, lo que éste cumplió con facilidad porque la guarnición la evacuó deprisa. Alejandro se dirigió hacia Sardes, y cuando estaba como a 70 estadios de esa ciudad, se encontró con Mitrines, el comandante de la guarnición de la Acrópolis, acompañado de los más influyentes de los ciudadanos de Sardes. Los últimos entregaron la ciudad en sus manos, y Mitrines la fortaleza y el dinero depositado en ella. Acamparon cerca del río Hermo, que está a unos veinte estadios de Sardes; pero envió a Amintas, hijo de Andrómenes, para ocupar la ciudadela de Sardes. Tomó a Mitrines como huésped, tratándole con honor, y concedió a los habitantes de Sardes y a los lidios el privilegio de seguir gobernándose por las antiguas leyes de Lidia, permitiéndoles ser libres. Luego, subió contra la ciudadela, que estaba guarnecida por los persas. La posición le parecía ventajosa, porque era muy alta, escarpada por los cuatro costados, y cercada por un triple muro. Por lo tanto, resolvió construir un templo dedicado a Zeus Olímpico en la colina, y erigir un altar en el mismo, pero mientras se hallaba pensando en qué parte de la colina era el lugar más adecuado, de repente se levantó una tormenta, a pesar de ser verano, con fuertes truenos, y una densa lluvia que cayó en el lugar donde antes se ubicaba el palacio de los reyes de Lidia. Con ello, Alejandro quedó convencido de que la deidad le había revelado dónde debía construir el templo de Zeus, y dio órdenes consecuentes. Partió dejando a Pausanias, uno de los Compañeros, como comandante de la ciudadela de Sardes, a Nicias para supervisar la recolección de los tributos e impuestos, y a Asandro, hijo de Filotas, como gobernador de Lidia y el resto de los dominios de Espitridates, dándole el mayor número de caballería e infantería ligera como fueran suficientes para casos de emergencia. También envió a Calas y Alejandro, hijo de Eropo, al territorio de Memnón, al mando de las tropas del Peloponeso y la mayor parte de los aliados griegos, excepto los argivos, que habían sido dejados atrás para proteger la ciudadela de Sardes.
Mientras tanto, cuando la noticia del combate de caballería se esparció por todos los rincones, los mercenarios griegos que formaban la guarnición de Éfeso se apoderaron de dos trirremes efesias, y huyeron en ellas. Con ellos fue Amintas, hijo de Antíoco, que había huido de Macedonia a causa de Alejandro, no porque hubiera recibido algún daño de parte del rey, si no porque creía que debido a la mala voluntad que le tenía, no era improbable que fuera a sufrir alguna clase de castigo por su deslealtad. En el cuarto día, Alejandro llegó a Éfeso, llamó de regreso del exilio a todos los hombres que habían sido desterrados de la ciudad a causa de su adhesión a él, y después de haber desbaratado la oligarquía local, estableció allí una forma de gobierno democrático. También ordenó a los efesios contribuir al templo de Artemis todos los tributos que tenían la costumbre de pagar a los persas. Cuando el pueblo de Éfeso se vio aliviado de su temor a los oligarcas que los gobernaban, se precipitaron a matar a los hombres que había traído Memnón a la ciudad, así como a los que habían saqueado el templo de Artemisa, a los que habían derribado la estatua de Filipo que estaba en el templo, y a los que habían desenterrado y llevado de la tumba al mercado los huesos de Hieropythes, el libertador de su ciudad. También llevaron fuera del templo a Sirfax, su hijo Pelagón, y los hijos de los hermanos de Sirfax, para apedrearlos hasta la muerte. Sin embargo, Alejandro les impidió ir en búsqueda de los oligarcas restantes con el propósito de saciar su venganza en ellos, porque sabía que si la gente no se moderaba, iban a matar a los inocentes junto con los culpables; algunos por puro odio, y otros con el fin de apoderarse de sus bienes. Así, Alejandro ganó gran popularidad, por su línea de conducta en general y en especial por sus acciones en Éfeso.
CAPÍTULO XVIII. MARCHA DE ALEJANDRO HACIA MILETO Y CAPTURA DE LA ISLA DE LADE
Vinieron a él embajadores de Magnesia y Trales, ofreciendo entregarle ambas ciudades, y en respuesta les envió a Parmenión con 2.500 de la infantería auxiliar griega, un número igual de los macedonios, y unos 200 de los Compañeros de caballería. También envió a Lisímaco, hijo de Agatocles, con una fuerza similar a las ciudades eólicas, y a todas las ciudades jónicas que se hallaran todavía en poder de los persas. Se les ordenó a los dos que disolvieran las oligarquías en todas partes, para establecer la forma democrática de gobierno, restaurar sus propias leyes en cada una de las ciudades, y remitir al rey el tributo que estaban acostumbrados a pagar a los extranjeros persas. Alejandro mismo se quedó en Éfeso, donde ofreció un sacrificio a Artemisa y llevó a cabo una procesión en su honor con la totalidad de su ejército con todas sus armas y formado para la batalla.
Al día siguiente, tomó al resto de su infantería, arqueros, agrianos, la caballería tracia, el escuadrón real de los Compañeros, y otros tres escuadrones más, y se dirigió a Mileto. En su primer asalto se apoderó de lo que se llamaba la ciudad exterior, que la guarnición había evacuado. Allí acamparon, bloqueando la ciudad interior, y Hegesístrato, a quien el rey Darío había confiado el mando de la guarnición en Mileto, siguió enviando cartas a Alejandro, ofreciendo rendir Mileto. Sin embargo, recuperando su valor ante la nueva de que la flota persa no estaba lejos, tomó la decisión de preservar la ciudad para Darío. Pero Nicanor, el almirante de la flota griega, se anticipó a los persas en llegar al puerto de Mileto tres días antes de que éstos se acercaran, con 160 barcos que anclaron en la cercana isla de Lade. Las naves persas llegaron demasiado tarde, y al descubrir que Nicanor había ya ocupado el fondeadero en Lade, los almirantes persas echaron amarras cerca del monte Micala. Alejandro se les había anticipado en apoderarse de la isla, no sólo al meter sus barcos cerca de ella, sino también al transportar hacia ella a sus tropas de tracios y cerca de 4.000 de los auxiliares. Las embarcaciones de los persas eran como 400 en número.
A pesar de la superioridad de la flota persa, Parmenión aconsejó a Alejandro librar una batalla naval, con la esperanza de que la flota de los griegos saliera victoriosa, entre otras razones porque un presagio de los dioses le hizo confiar en obtener tal resultado: un águila se había posado en la orilla, junto a las popas de los navíos de Alejandro. También le instó con que, en caso de ganar la batalla, darían un gran salto hacia su objetivo principal en la guerra, y si fueran vencidos, la derrota no sería de gran consideración en esos momentos en que los persas eran los soberanos del mar. Agregó que estaba dispuesto a subir a bordo, y correr el riesgo con la flota. Alejandro respondió que Parmenión estaba errado en su juicio, y no había interpretado el signo a la luz de las probabilidades. Sería imprudente que él, con unos pocos barcos, entrara en batalla contra una flota mucho más numerosa que la suya propia, y con una fuerza naval inexperta que enfrentar a la muy disciplinada de los chipriotas y fenicios. Además, no quería entregar en bandeja a los persas en tan inestable elemento una ventaja que los macedonios, pese a su habilidad y coraje, no tenían; y si fueran destrozados en la batalla naval, su derrota no sería un mero obstáculo de poca monta para el éxito final en la guerra, ya que con una noticia así, los griegos se armarían de valor e intentarían llevar a cabo un alzamiento. Tomando todo esto en cuenta, declaró que no creía que era el momento ideal para un combate marítimo, y por su parte, interpretó el presagio divino de una manera diferente. El águila, dijo, era una señal a su favor, pero como se había posado en la playa, parecía más bien un signo de que debía obtener el dominio sobre la flota persa derrotando a su ejército en tierra.
CAPÍTULO XIX. ASEDIO Y CAPTURA DE MILETO
En ese tiempo, Glaucipo, uno de los hombres más notables de Mileto, fue enviado ante Alejandro por el pueblo y los mercenarios griegos, a quienes la ciudad había sido confiada, para decirle que los milesios estaban dispuestos a abrir las puertas de sus murallas y el puerto para él y los persas por igual, a cambio de acceder a levantar el sitio en dichos términos. Alejandro contestó a Glaucipo que volviera sin demora a la ciudad, y urgiera a los ciudadanos a prepararse para la batalla que se daría al amanecer. A continuación, él en persona supervisó el montaje de las máquinas de asedio ante la muralla, que en poco tiempo derribarían mediante el bombardeo desde catapultas, o abrirían con arietes una brecha de tamaño suficiente para que a través de ella pudiera conducir dentro a su ejército, preparado a corta distancia detrás para poder entrar enseguida por cualquier lugar por donde el muro cayera. Los persas de Micala los seguían de cerca con atención, casi podían ver a sus amigos y aliados siendo sitiados. En el ínterin, Nicanor, observando desde Lade el comienzo del ataque de Alejandro, navegó para adentrarse en el puerto de Mileto, remando a lo largo de la costa, y amarrando sus trirremes lo más cerca posible unas de otras, con sus proas hacia el enemigo, enfrente de la parte más estrecha de la boca del puerto, de forma que taponaba la entrada al puerto, y hacía imposible que los persas dieran socorro a los milesios. Acto seguido, los macedonios arremetieron desde todas partes contra los milesios y mercenarios griegos, que se dieron a la fuga, algunos de ellos lanzándose al mar, y flotando en paralelo a la costa sobre sus escudos volcados hacia arriba para ir a un islote sin nombre que se encuentra cerca de la ciudad; mientras que otros subieron a sus pinazas y se apresuraron a remar para colocarse de cara a las trirremes de Macedonia, y fueron capturados en la boca del puerto. La mayoría de ellos perecieron dentro de la ciudad.
Cuando Alejandro se hubo apoderado de la ciudad, navegó en persecución de los que habían huido para refugiarse en la isla, mandando que sus hombres llevaran escaleras en las proas de las trirremes, con la intención de efectuar un desembarco a lo largo de los acantilados de la isla, tal como se escalaba una muralla. Pero, al ver que los hombres de la isla estaban decididos a correr todos los riesgos, se compadeció de ellos; le parecían valientes y leales, por lo que les ofreció una tregua con la condición de que sirvieran como soldados suyos. Estos mercenarios griegos eran alrededor de 300. De igual forma, perdonó a los habitantes de Mileto que habían sobrevivido a la toma de la ciudad, y les devolvió su libertad.
Los persas solían salir de Micala todos los días y navegar hasta la flota griega, con la esperanza de inducirla a aceptar el reto y librar combate; pero durante la noche regresaban a amarrar sus barcos cerca de Micala, un gran inconveniente, porque se veían en la necesidad de ir a traer agua de la desembocadura del río Meandro, a bastante distancia. Alejandro puso a sus navíos a vigilar el puerto de Mileto, con el fin de evitar que los persas forzaran la entrada, y, al mismo tiempo envió a Filotas a Micala al mando de la caballería y tres regimientos de infantería, con instrucciones de impedir que los tripulantes desembarcaran. Como consecuencia de la escasez de agua potable y demás cosas necesarias para la sobrevivencia, los persas se hallaron sitiados en sus barcos; zarparon entonces hacia Samos, donde se aprovisionaron de alimentos, y embarcaron de regreso a Mileto. Esta vez, anclaron la mayor parte de sus barcos en alta mar no muy lejos del fondeadero, con la esperanza de inducir de una u otra manera a los macedonios para dirigirse a mar abierto. Cinco de sus barcos entraron furtivamente en la rada que se extendía entre la isla de Lade y el campamento, esperando sorprender a los barcos de Alejandro vacíos de tripulación; porque habían comprobado que los marineros en su mayor parte estaban dispersos fuera de ellos, unos reuniendo combustible, otros recolectando víveres, y otros que se organizaban para ir a conseguir forraje. Y, en efecto, sucedió que cuando se acercaron, varios de los marineros estaban ausentes, pero en cuanto Alejandro observó a cinco naves persas navegando hacia él, embarcó en diez naves a los marineros que se encontraban a mano, y los envió a toda velocidad contra ellos con órdenes de atacar de proa a proa. Tan pronto como los marinos de los cinco barcos persas vieron a los macedonios acercándose para enfrentarlos, en contra de sus expectativas, de inmediato dieron un giro, y escaparon en dirección al resto de su flota. El barco tripulado por gente de Yasos, al no ser una embarcación rápida, fue capturado en plena huida con todos sus hombres a bordo, pero los otros cuatro lograron abordar sus trirremes. Después de esto, los persas abandonaron Mileto sin haber logrado nada.
CAPÍTULO XX. SITIO DE HALICARNASO — ATAQUE ABORTADO CONTRA MINDOS
Alejandro resolvió que debía disolver la flota, en parte por no tener suficiente dinero en esos momentos, y en parte porque vio que su propia flota no era rival para la persa. No estaba dispuesto a correr el riesgo de perder ni una pequeña fracción de su armamento. Además, consideraba que ahora que ocupaba Asia con sus fuerzas terrestres, ya no había necesidad de flota alguna; y que él sería capaz de acabar con la flota de los persas si se apoderaba de las ciudades costeras, ya que así no habría ningún puerto en el cual pudieran reclutar a su tripulación, ni ningún puerto de Asia al que llevar sus barcos. Así, explicó el presagio del águila como significando que debía obtener el dominio sobre los barcos enemigos mediante sus tropas en tierra firme. Después, emprendió el camino a Caria, informado de que una fuerza considerable de persas y auxiliares griegos había recalado en Halicarnaso. Habiendo tomado todas las ciudades entre Mileto y Halicarnaso con pocas dificultades, acampó ante esta última ciudad, a una distancia de unos cinco estadios, como si esperase que éste fuera un largo asedio. Porque la posición natural del lugar la hacía un bastión fuerte, no parecía haber ninguna deficiencia en materia de seguridad, y había sido bien provista de suministros mucho tiempo antes por Memnón, que estaba allí en persona, después de haber sido proclamado por Darío como gobernador de Asia Menor y comandante de la flota. Muchos soldados mercenarios griegos se habían quedado en la ciudad, así como muchas tropas persas; las trirremes también estaban amarradas en el puerto, por lo que los marineros podían ser una valiosa ayuda en las operaciones. En el primer día del asedio, mientras Alejandro estaba dirigiendo a sus hombres hasta la muralla en la dirección de la puerta que conduce hacia Milasa, los hombres de la ciudad hicieron una salida, y una escaramuza tuvo lugar; los hombres de Alejandro pudieron rechazarlos con facilidad, y encerrarlos en la ciudad.
Pocos días después, el rey tomó a los hipaspistas, los Compañeros de caballería, las tropas de infantería de Amintas, Pérdicas y Meleagro, y también a los arqueros y agrianos, y dio la vuelta a la parte de la ciudad que está orientada hacia Mindos, para inspeccionar la muralla, a ver si por allí sería más fácil de asaltar que por otras partes, y al mismo tiempo, para ver si podía hacerse con Mindos mediante un ataque repentino y secreto. Pues pensaba que si Mindos fuera suya, sería de mucha ayuda en el sitio de Halicarnaso; aparte, los ciudadanos de Mindos le habían ofrecido entregársela si se acercaba a la ciudad en secreto, bajo el amparo de la noche. Cerca de la medianoche, por lo tanto, se acercó a los muros de acuerdo con el plan acordado, pero como ninguna señal de rendición fue hecha por los hombres en el interior, y aunque no traía consigo sus máquinas de guerra o sus escaleras, en la medida en que no se había propuesto sitiar la ciudad, sino recibir su rendición; llevó a la falange macedonia cerca de la muralla y les ordenó que la perforaran. Utilizaron una de las torres, que, sin embargo, no logró abrir una brecha en el muro. Los hombres en la ciudad se defendieron con denuedo, y al mismo tiempo, las tropas de Halicarnaso ya venían en su ayuda por mar, lo que hizo imposible que Alejandro pudiera capturar Mindos por sorpresa. Por lo cual regresó sin cumplir ninguno de los planes que se había propuesto, y se dedicó una vez más al cerco de Halicarnaso.
En primer lugar, se llenó de tierra la zanja que el enemigo había cavado delante de la ciudad, de unos treinta codos de ancho y quince de profundidad, para que fuera fácil de llevar adelante las torres, con las que tenía la intención de descargar sus proyectiles contra los defensores de la muralla; y para traer a primera línea las demás máquinas de asedio con los que echar abajo el muro. Se rellenó la zanja fácilmente, y las torres pudieron ser llevadas hacia adelante. Pero los hombres de Halicarnaso hicieron una salida por la noche para prender fuego a las torres y la maquinaria arrimada a las murallas, o casi. Fueron fácilmente repelidos y empujados otra vez dentro por los macedonios que custodiaban el material, y por otros que fueron despertados por el ruido de la lucha y que corrieron en ayuda de los primeros. Neoptólemo, el hermano de Arrabeo, hijo de Amintas, uno de los que habían desertado al bando de Darío, fue abatido junto con alrededor de 170 enemigos. De los hombres de Alejandro, dieciséis soldados fueron muertos y 300 heridos, porque como la salida se realizó en la noche, fueron menos capaces de protegerse para no recibir heridas.
CAPÍTULO XXI. SITIO DE HALICARNASO
Unos días más tarde, dos hoplitas macedonios del batallón de Pérdicas, que compartían la misma tienda, se hallaban comiendo juntos; y ocurrió en el curso de la conversación que cada uno se ensalzaba a sí mismo y sus propias hazañas. De ahí surgió una disputa acerca de cuál de ellos era el más valiente, e inflamados ambos por el vino, estuvieron de acuerdo en ir a por sus armas y asaltar por su propia iniciativa la parte de la muralla frente a la ciudadela orientada hacia Milasa. Así lo hicieron, más para dar una muestra de su propio valor que por iniciar un peligroso choque con el enemigo. Algunos de los hombres en la ciudad, sin embargo, al ver que sólo eran dos los asaltantes, y que se estaban acercando imprudentemente a la muralla, se precipitaron sobre ellos, mataron a ambos, y lanzaron jabalinas contra los que estaban a poca distancia. Al final, los últimos fueron superados tanto por el número de sus agresores y la desventaja de su posición, ya que el enemigo realizaba el ataque desde un nivel superior. Mientras tanto, otros hombres de la unidad de Pérdicas, y otros de Halicarnaso se pusieron a luchar cuerpo a cuerpo cerca del muro. Los que habían salido de la ciudad fueron obligados a retroceder, y de nuevo encerrados en ella por los macedonios. La ciudad escapó por poco de ser capturada, porque en ese momento las murallas no estaban bajo vigilancia estricta, y dos de las torres con todo el espacio intermedio entre ambas habían ya caído, y le ofrecían al ejército un fácil acceso al interior, si hubieran coordinado la tarea entre todos. La tercera torre, que había sido fuertemente sacudida, también habría sido fácilmente derribada si hubiera seguido bajo ataque, pero el enemigo tuvo éxito en la construcción de una pared de ladrillo en forma de medialuna para tomar el lugar de la que había caído. Esto lo pudieron hacer rápidamente por la multitud de manos a su disposición.
Al día siguiente, Alejandro llevó sus máquinas hasta esta pared, y los hombres de la ciudad hicieron otra salida para prenderles fuego. Una parte de las vallas de mimbre cerca de la pared y una de las torres de madera fueron quemadas, el resto estaba protegido por Filotas y Helánico, a quienes había sido confiada la responsabilidad de la tarea. Pero muy pronto los que habían hecho la incursión vieron a Alejandro; los que habían venido a prestar ayuda trayendo más antorchas las tiraron, y los demás arrojaron sus armas y huyeron todos dentro de las murallas de la ciudad. Al menos, desde allí tenían la ventaja de su posición geográfica, ya que debido a su altura dominaba el panorama, y podían lanzar proyectiles en contra de los hombres que custodiaban las máquinas; también desde las torres que seguían de pie en cada extremo de la muralla derribada, eran capaces de contraatacar desde ambos lados y casi desde atrás, a los que embestían contra la pared que acababa de ser construida en el lugar de la que había quedado en ruinas.
CAPÍTULO XXII. CONTINÚA EL SITIO DE HALICARNASO
Unos días después, cuando Alejandro acercó de nuevo su maquinaria a la pared interior de ladrillo, y él mismo se encargaba de vigilar el trabajo. Los de Halicarnaso hicieron una salida en masa, algunos avanzando por la brecha en la muralla, donde Alejandro estaba parado, otros por la puerta triple, donde los macedonios no los esperaban. El primer grupo lanzó antorchas y otros materiales inflamables sobre las máquinas de asedio, con el fin de prenderles fuego y entretener a los ingenieros. Pero cuando los hombres apostados alrededor de Alejandro contraatacaron con vigor, lanzando grandes piedras y proyectiles con las catapultas desde las torres, se dieron a la fuga hacia la ciudad. Como habían salido un gran número de ellos y exhibido una excesiva audacia en la lucha, la masacre resultante no fue nada desdeñable. Algunos de ellos fueron abatidos luchando mano a mano con los macedonios, los demás fueron muertos cerca de las ruinas de la muralla, porque la brecha en ella era demasiado estrecha para que una multitud pasara a través, y los fragmentos esparcidos de la pared hacían difícil la escalada.
La segunda partida, que salió por la puerta triple, fue recibida por Ptolomeo, uno de los guardias de corps reales, que tenía con él a las unidades de Adeo, y Timandro con algunos soldados de la infantería ligera. Estos soldados por sí solos pudieron derrotar a la partida de la ciudad; los de la ciudad, en su retirada corrían por un estrecho puente colocado por sobre el foso, y tuvieron la mala suerte de que se viniera abajo por el peso de la multitud. Muchos fueron los que cayeron en la zanja, algunos de los cuales fueron pisoteados hasta la muerte por sus propios compañeros, y otros fueron alcanzados por los proyectiles que los de Macedonia les lanzaban desde arriba. Una masacre muy grande tuvo lugar a las puertas de la ciudad, pues fueron cerradas antes de tiempo ante las tropas que huían en estado de pánico. El enemigo, temiendo que los macedonios estuvieran pisándoles los talones a los fugitivos y entraran a la carrera tras ellos, las cerró dejando a muchos compatriotas fuera, los que fueron asesinados por los macedonios cerca de los muros. Otra vez la ciudad escapó de la captura por los pelos, y, de hecho, habría sido tomada si Alejandro no hubiera llamado de vuelta a su ejército, para ver si los de Halicarnaso darían alguna señal de rendición, porque aún estaba deseoso de salvar su ciudad. De los contrarios, cayeron alrededor de mil, y de los hombres de Alejandro unos cuarenta, entre los que se contaban Ptolomeo, uno de los guardias del rey, Clearco, un oficial de los arqueros, Adeo, quien tenía el mando de una quiliarquía de la infantería, y otros macedonios de renombre.
CAPÍTULO XXIII. DESTRUCCIÓN DE HALICARNASO — LA REINA ADA DE CARIA
Orontobates y Mepinon, los comandantes de los persas, se reunieron y decidieron que, dado el estado de cosas, no podrían resistir el cerco por mucho tiempo. Parte de la muralla había caído y otra parte había sido muy debilitada; además, muchos de sus soldados habían perecido en las incursiones fuera de los muros, o estaban heridos y mutilados. Teniendo en cuenta estas pérdidas, cerca de la segunda vigilia de la noche, incendiaron la torre de madera que habían construido para resistir las máquinas de asedio del enemigo, y las recámaras donde tenían almacenadas las armas. También prendieron fuego a las casas cerca de la muralla; pero otras casas se quemaron al ser alcanzadas por las llamas de los almacenes de armamento y la torre, esparcidas por el viento. Unos pocos enemigos se retiraron a la fortaleza de la isla — llamada Arconeso —, y otros a otra fortaleza llamada Salmacis. Todo ello le fue reportado a Alejandro por algunos desertores de los incendiarios, y él mismo podía confirmarlo al ver el furioso incendio, muy visible pese a ser cerca de la medianoche; lideró entonces a los macedonios contra los que estaban todavía atizando el incendio de la ciudad, y los mató. Pero dio órdenes de dejar con vida a los civiles de Halicarnaso que se encontraran dentro de sus casas. Tan pronto como la luz del día permitía discernir entre la humareda las fortalezas que los persas y los mercenarios griegos ocupaban respectivamente, decidió no asediarlas, teniendo en cuenta que significarían un considerable retraso si lo hacía, dada la ubicación, y, además, pensaba que tenían poca importancia para él ahora que por fin había tomado la ciudad.
Por tanto, luego de enterrar a los muertos durante la noche, ordenó a los hombres a cargo de su maquinaria de asalto transportarlas a Trales. Él se marchó a Frigia, después de arrasar la ciudad hasta los cimientos, y dejando atrás a 3.000 de la infantería griega y 200 de la caballería bajo el mando de Ptolomeo, como guarnición del lugar y del resto de Caria. Designó también a Ada como sátrapa de toda la Caria. Aquella reina era hija de Hecatomno y esposa de Hidrieo, quien, pese a ser su hermano, vivía con ella en matrimonio, según era costumbre entre los carios. Cuando Hidrieo se estaba muriendo, le había confiado la administración a ella, ya que había sido una costumbre en Asia desde los tiempos de Semiramis que a las mujeres se les permitiera gobernar igual que a los hombres. Pero Pixodaro la expulsó del trono, y??se apoderó él mismo del gobierno local. A la muerte de Pixodaro, su yerno Orontobates fue enviado por el rey de los persas para gobernar a los carios. Ada mantuvo solamente la ciudad de Alinda, la plaza más fuerte de Caria. Cuando Alejandro invadió su patria, fue a reunirse con él, ofreciendo entregarle Alinda, y adoptarlo como su hijo. Alejandro confió Alinda en sus manos, y no consideró que el título de hijo suyo fuera indigno de ser aceptado; y, además, una vez hubo capturado Halicarnaso y se hubo convertido en el amo del resto de Caria, le concedió el privilegio de ser la gobernante de todo este territorio.
CAPÍTULO XXIV. ALEJANDRO EN LICIA Y PANFILIA
Algunos de los macedonios que servían en el ejército de Alejandro se habían casado apenas un poco antes de emprender la expedición. Pensando que no debía tratar a estos hombres sin consideraciones, los envió desde Caria a pasar el invierno en Macedonia con sus esposas. Al mando estarían Ptolomeo, hijo de Seleúco, uno de los guardaespaldas reales, y los generales Coeno, hijo de Polemócrates, y Meleagro, hijo de Neoptólemo, porque también eran recién casados. Les dio instrucciones a los oficiales de llevar a cabo levas y a su regreso trajeran del país tantos jinetes y soldados de a pie como pudieran; sin olvidar tampoco de traer de vuelta a todos los hombres que estaban siendo enviados a casa con ellos. Por éste acto, Alejandro se granjeó una popularidad todavía mayor entre los macedonios combatientes y civiles. También envió a Cleandro, hijo de Polemócrates, para reclutar soldados en el Peloponeso, y a Parmenión a Sardes, dándole el mando de una unidad de caballería de los Compañeros, la caballería de Tesalia, y el resto de los aliados griegos. Sus órdenes eran tomar los pertrechos necesarios de Sardes, y avanzar desde allí hacia Frigia.
Él, por su parte, se dirigió hacia Licia y Panfilia, para obtener el dominio de toda la línea costera, y por este medio hacer que la flota de sus enemigos les resultara poco útil en la guerra. La primera ciudad en su ruta fue Hiparna, amurallada y con una guarnición de mercenarios griegos, la que él tomó en el primer asalto; otorgando luego a los griegos una tregua para que abandonaran la ciudadela. Luego, al invadir Licia, obtuvo la ciudad de Telmeso por la capitulación sin lucha de sus ciudadanos, y cuando hubo cruzado el río Janto, las ciudades de Pinara, Janto, Patara, y una treintena de ciudades más pequeñas también se rindieron a él. Habiendo logrado todo esto, y a pesar de que ahora estaba muy avanzado el invierno, los macedonios invadieron el territorio conocido como Milia, que es una parte de la Gran Frigia, pero que en esos días rendía cuentas ante Licia, de acuerdo con una reorganización territorial hecha por el Gran Rey de Persia. Aquí llegó una embajada de Faselis en procura de un tratado de amistad, y para coronarlo con una diadema de oro; la mayoría de los licios de la costa también enviaron embajadores para tratar el mismo asunto. Alejandro ordenó a los de Faselis y a los licios que entregaran sus ciudades a los que fueran enviados por él para recibirlas, y así lo hicieron todos. Poco después, llegó en persona a Faselis, y ayudó a los hombres de esa ciudad a capturar una fortaleza que había sido construida por los pisidios para intimidarlos, y desde la que aquellos bárbaros salían periódicamente para infligir mucho daño a los habitantes de Faselis cuando estaban ocupándose de la labranza de sus campos.
CAPÍTULO XXV. TRAICIÓN DE ALEJANDRO, HIJO DE EROPO
Mientras el rey estaba aún cerca de Faselis, recibió información de que Alejandro, hijo de Eropo, que no sólo era uno de los Compañeros, sino también general de la caballería de Tesalia en esos días, estaba conspirando contra él. Éste era hermano de Heromenes y Arrabeo, que estaban involucrados en el asesinato de Filipo. En aquél tiempo, el rey Alejandro le había perdonado a pesar de que fue acusado de complicidad, porque inmediatamente después de la muerte de Filipo había sido uno de sus primeros amigos en acudir a él, y ayudándole a ponerse el peto, lo acompañó hasta el palacio. El rey le honró luego ante la corte, le envió como general a Tracia, y cuando el entonces comandante de la caballería de Tesalia, Calas, fue enviado a ocupar una satrapía, fue designado para sucederle. Los detalles de la conspiración se relatan como sigue: Cuando Amintas desertó a la corte de Darío, le entregó algunos mensajes y una carta al tal Alejandro. Luego, Darío había enviado a Sisines, uno de sus leales cortesanos persas, hasta la costa asiática con el pretexto de encontrarse con Atizies, sátrapa de Frigia, pero en realidad para comunicarse con el susodicho Alejandro, y trasmitirle la promesa de que, si asesinaba al rey Alejandro, Darío le nombraría rey de Macedonia, y le daría 1.000 talentos de oro además del reino. Pero Sisines, al ser capturado por Parmenión, le confesó a éste el verdadero objetivo de su misión. Parmenión le envió inmediatamente bajo custodia al rey, quien obtuvo la misma confesión de él. El rey, tras reunir a sus amigos, les propuso como tema de deliberación qué hacer con respecto a este Alejandro. Los Compañeros opinaron que no se había actuado con sabiduría al confiar la mayor parte de la caballería a un hombre carente de lealtad, y que ahora era conveniente encargarse de él de la manera más rápida posible, antes de que se hiciera aún más popular entre los tesalios e intentara socavar la autoridad del rey mediante un motín. Por otra parte, estaban espantados por una señal divina que acababa de ser avistada. Mientras Alejandro, el rey, todavía estaba sitiando Halicarnaso, se dice que cuando hacia una pausa a mediodía para descansar, una golondrina voló por encima de su cabeza gorjeando sonoramente, se posó a un lado de su lecho y cantó más fuerte que de costumbre. A causa de su fatiga, el rey no pudo ser despertado de su sueño, pero para que no fuera molestado por el ruido, al ave se le apartó de allí con suavidad. Sin embargo, estaba lejos de querer escapar volando, se posó en la cabeza misma del rey, y no desistió hasta que estuvo completamente despierto. Seguro de que el asunto de la golondrina no era nada trivial, lo comunicó a su adivino, Aristandro de Telmeso, quien le dijo que significaba que uno de sus amigos iría a traicionarle. Según él, también significaba que la trama se descubriría, porque la golondrina era un ave aficionada a la compañía del hombre y bien dispuesta hacia él, así como más ruidosa que cualquier otro pájaro.
Por lo tanto, y luego de comparar lo sucedido con las declaraciones del persa, el rey decidió enviar a Anfótero, hijo de Alejandro y hermano de Crátero, donde Parmenión, y con él a algunos guías de Perga. Anfótero se vistió con el traje nativo para no ser reconocido en el trayecto, y así llegó con sigilo donde estaba Parmenión. No llevaba una carta de Alejandro, porque no le parecía prudente al rey escribir abiertamente sobre un asunto como ése; era mejor repetir el mensaje verbalmente. Como resultado, al mencionado Alejandro se le arrestó y puso bajo custodia.
CAPÍTULO XXVI. ALEJANDRO EN PANFILIA — CAPTURA DE ASPENDO Y SIDE
Saliendo de Faselis, Alejandro envió parte de su ejército a Perga a través de las montañas, por las que los tracios habían despejado para él un camino, una ruta por lo demás difícil y de largo aliento. Pero él mismo llevó a la otra parte de sus fuerzas por una playa junto al mar, allí donde no hay sendero alguno salvo cuando sopla el viento del norte. Si el viento del sur sopla, es imposible viajar a lo largo de la orilla. En ese momento, después de un fuerte viento del sur, soplaron los vientos del norte, posibilitando su paso fácil y rápidamente, no sin la intervención divina, según él y sus hombres lo interpretaron. Cuando estaba avanzando desde Perga, se encontró en el camino con los enviados plenipotenciarios de Aspendo, que le ofrecieron rendir su ciudad, no sin antes rogarle que no condujera a una guarnición hacia ella. Después de haber obtenido su solicitud en lo que respecta a la guarnición, acordaron también pagarle cincuenta talentos para su ejército, así como los caballos que criaban como parte del tributo que debían a Darío. Después de haber acordado con él pagar todo ello, y también haberse comprometido a entregar los caballos, se volvieron a su ciudad.
Alejandro se marchó a Side, cuyos habitantes eran originarios de Cime de Eolia. Estas gentes tienen una leyenda acerca de sus orígenes que afirma que sus antepasados??procedían de Cime, y llegaron a ese país para fundar una colonia. Habían olvidado de inmediato el idioma heleno, y comenzado a hablar uno extranjero; no era, de hecho, el de sus vecinos bárbaros, sino un lenguaje propio de ellos, que nunca antes había existido. A partir de ese momento, el idioma que la gente de Side utilizaba para comunicarse, era considerado un idioma foráneo muy diferente del empleado por las naciones vecinas. Después de haber dejado una guarnición en Side, Alejandro avanzó a Silio, lugar bien fortificado que albergaba a una guarnición de mercenarios griegos y nativos. Sin embargo, fue incapaz de tomar Silio con un ataque sorpresa, porque se le informó sobre la marcha que los de Aspendo se negaban ahora a cumplir cualquiera de los dos acuerdos logrados, y no entregarían los caballos a los que fueron enviados a recogerlos, ni pagarían la cantidad acordada; habían metido sus bienes de los campos circundantes a la ciudad, cerraron sus puertas a los macedonios, y emprendieron la reparación de sus muros allí donde se hallaban en ruinas. Al oír esto, Alejandro viró de regreso a Aspendo.
CAPÍTULO XXVII. ALEJANDRO EN FRIGIA Y PISIDIA
Gran parte de Aspendo había sido construida sobre un precipicio de roca sólida, al pie mismo del cual fluye el río Burimedon, pero era en la llanura alrededor de la roca donde estaban construidas muchas de las casas de los ciudadanos, rodeadas por un pequeño muro. Tan pronto como se comprobó que Alejandro se acercaba, los habitantes abandonaron la muralla y las casas situadas en la parte llana, conscientes de la imposibilidad de defenderlas, y corrieron como un solo hombre a refugiarse en la roca. Cuando llegó el macedonio con sus fuerzas, halló todo desierto en la parte llana, y tomó las casas abandonadas como cuartel general. Cuando los lugareños vieron que Alejandro había llegado, al contrario de lo que esperaban, y que su campamento les rodeaba por todas partes, enviaron emisarios rogándole revalidar el acuerdo en los términos anteriores. Alejandro, teniendo en cuenta la posición estratégica del lugar, y su propia falta de preparación para emprender un largo asedio, accedió a un acuerdo, aunque no con las mismas condiciones que antes. Exigió que le dieran a sus hombres más influyentes en calidad de rehenes, entregaran los caballos como habían acordado antes, pagaran cien talentos en lugar de cincuenta, obedecieran al sátrapa nombrado por él, y a dieran un tributo anual a los macedonios. Además, debía llevarse a cabo una investigación sobre la acusación de que retenían por la fuerza tierras que pertenecían por derecho a sus vecinos.
Cuando todas estas concesiones se hubieron cumplido, los macedonios se marcharon a Perga, y de allí partieron para Frigia, por la ruta que conduce más allá de la ciudad de Telmeso. Los moradores de ésta ciudad son bárbaros, de la raza de los pisidios, y habitan en un lugar muy elevado y escarpado por los cuatro costados, de modo que el camino a la ciudad es difícil. Una montaña se extiende desde la ciudad hasta la carretera, donde termina abruptamente, y un poco más allá de ella se levanta otra montaña, no menos llena de precipicios. Estas montañas forman las puertas, por decirlo así, en medio el camino, y es posible para los que ocupen estas elevaciones, incluso con una pequeña guarnición, hacer impracticable el paso. En esta ocasión, los de Telmeso habían salido en gran número a ocupar ambos lados de la montaña; viéndolos allí apostados, Alejandro ordenó a los macedonios que acamparan allí, armados como estaban, imaginando que los telmesios no se mantendrían en sus puestos cuando los vieran vivaqueando enfrente suyo, y correrían a encerrarse en su ciudad, que estaba cerca, dejando en los montes sólo los hombres suficientes para formar una guardia. Y resultó así como él había conjeturado, porque la mayoría de ellos se retiraron, y sólo quedaba una guardia. El rey tomó inmediatamente a los arqueros, lanzadores de jabalina, y los hoplitas ligeros, y los dirigió contra los que custodiaban el paso. Cuando éstos empezaron a recibir la descarga de jabalinas, no pudieron mantener su posición, y abandonaron el paso. Alejandro pasó entonces a través del desfiladero, y acampó cerca de la ciudad.
CAPÍTULO XXVIII. OPERACIONES EN PISIDIA
Mientras estaba allí, vinieron unos embajadores de los selgianos, que también son bárbaros de Pisidia, habitantes de una gran ciudad, y muy belicosos. Ya que eran enemigos inveterados de los telmesios, habían enviado a esta embajada ante Alejandro para conseguir su amistad. Él los complació, y desde ese momento los tuvo como fieles aliados en todos sus emprendimientos. Cayendo en la cuenta de que no podría capturar Telmeso sin gran pérdida de tiempo, se dirigió en vez a Sagalaso, otra gran ciudad; habitada también por pisidios, y aunque todos los pisidios son guerreros, los hombres de ésta se consideraban los más belicosos de todos. En esta ocasión, habían ocupado la colina enfrente de la ciudad, ya que no era menos idónea que los muros para atacar al enemigo, y allí le esperaban. Por su lado, Alejandro desplegó la falange macedonia de la siguiente manera: En el ala derecha, donde era habitual que se apostara él mismo, colocó a la guardia real, y al lado de éstos a los hipaspistas de los Compañeros, extendidos hasta la izquierda, en el orden de precedencia que cada uno de los oficiales tenían ese día. En el ala izquierda situó como comandante a Amintas, hijo de Arrabeo. Al frente del ala derecha se ubicaron los arqueros y agrianos; y al frente del ala izquierda, los lanzadores de jabalina tracios bajo el mando de Sitalces. La caballería no formó, pues no iba a servirle de nada en un lugar tan abrupto y desfavorable como ése. Los telmesios también habían acudido en ayuda de los pisidios, y estaban mezclados entre sus filas. La avanzada de Alejandro ya había atacado las posiciones de los pisidios en la colina, avanzando hasta la parte más abrupta en su ascenso, cuando los bárbaros que los esperaban emboscados se lanzaron contra las dos alas macedonias, abriendo el combate en un lugar donde era muy fácil para ellos avanzar, pero muy difícil para el enemigo.
Los arqueros, que fueron los primeros en llegar, fueron puestos en fuga, ya que estaban insuficientemente armados para responder, pero los agrianos permanecieron firmes en su terreno, mientras la falange macedónica se iba acercando, con Alejandro a la cabeza. Se desató la pelea cuerpo a cuerpo; a pesar de que los bárbaros no llevaban armadura protectora, se lanzaban contra los hoplitas de Macedonia, y caían heridos o muertos en todas partes. En efecto, cedieron después de que cerca de 500 de ellos habían sido abatidos. Como eran ágiles y perfectos conocedores de la localidad, realizaron una retirada sin dificultad, mientras que los macedonios, a causa de la pesadez de sus armas y su ignorancia del terreno, no se atrevieron a perseguirlos. Alejandro, por lo tanto, se abstuvo de ir tras los fugitivos, y tomó la ciudad por asalto, perdiendo a Cleandro, el comandante de los arqueros, y cerca de otros veinte hombres. Luego de esto, Alejandro marchó contra el resto de poblaciones de Pisidia, y tomó algunas de sus fortalezas por las armas, mientras que a otras las obtuvo mediante la capitulación.
CAPÍTULO XXIX. ALEJANDRO EN FRIGIA
Desde allí, Alejandro fue a Frigia, pasando por el lago llamado Ascania, en cuyas riberas se forman sedimentos de sal de manera natural. Los nativos usan esta sal, ya que no es de calidad inferior a la del mar, la cual ya no necesitan teniendo la primera. En el quinto día de su marcha, el rey llegó a Celenas, ciudad en la que había un bastión construido en una roca escarpada por donde se mirara. Esta ciudadela había sido dotada por el sátrapa persa de Frigia de una guarnición de 1.000 carios y cien mercenarios griegos. Estos hombres enviaron embajadores a Alejandro, con la promesa de entregarle el lugar si ningún socorro les llegaba hasta un día pactado de antemano. Tal arreglo era a los ojos de Alejandro más sensato que sitiar la roca fortificada, la cual era inatacable por todos lados. En Celenas permaneció diez días, durante los cuales formó una guarnición de 1.500 soldados, nombró sátrapa de Frigia a Antígono, hijo de Filipo, y en su lugar nombró a Balacro, hijo de Amintas, como general de las tropas de aliados griegos; y luego prosiguió hacia Gordión. Envió una orden para que allí se reuniera Parmenión con él llevando las fuerzas bajo su mando, orden que el general obedeció. También los hombres recién casados??que habían sido enviados a Macedonia ahora debían ir a Gordión, y con ellos el ejército que había sido formado con las levas de Grecia, ahora bajo el mando de Ptolomeo, hijo de Seleúco, Coeno, hijo de Polemócrates, y Meleagro, hijo de Neoptólemo. Este ejército se componía de 3.000 soldados macedonios de infantería y 300 soldados a caballo igualmente macedonios, 200 de caballería de Tesalia, y 150 eleos comandados por Alcias de Elea.
Gordión se encuentra en la Frigia Helespóntica, y está situado cerca del río Sangario, que tiene su origen en Frigia, fluye por la tierra de los tracios de Bitinia, y cae en el mar Euxino. Aquí una embajada llegó a Alejandro de parte de la ciudad de Atenas, para exhortarle a liberar a los atenienses que habían sido capturados combatiendo para el bando persa en el río Gránico, y que luego fueron llevados a Macedonia para que sirvieran como esclavos, junto con los otros dos mil capturados en esa batalla. Los enviados debieron partir sin haber obtenido su solicitud a favor de los detenidos. Es que Alejandro creía que sería riesgoso, mientras la guerra contra los persas todavía estuviera en marcha, aliviar en lo más mínimo el terror que inspiraba a los griegos que no consideraban indigno combatir como mercenarios en nombre de los extranjeros y en contra de Grecia. Sin embargo, respondió que una vez su presente empresa hubiera finalizado, entonces podrían volverle a mandar embajadores para interceder por sus conciudadanos.
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