viernes, 22 de diciembre de 2017

Arriano Lucio Flavio Anabasis De Alejandro Magno Libro II

CAPÍTULO I. CAPTURA DE MITILENE — MUERTE DE MEMNÓN

  Poco después de esto, Memnón, a quien el rey Darío había nombrado almirante de la flota y comandante de toda la región costera, con la idea de trasladar la guerra a Macedonia y Grecia, adquirió la posesión de Quíos, que fue rendida a él mediante traición. Desde allí, viajó a Lesbos, y conquistó para la causa persa todas las ciudades de la isla excepto Mitilene, cuyos habitantes no se sometieron a él. Cuando había tomado las restantes ciudades, concentró su atención en Mitilene, y en aislar a la ciudad del resto de la isla mediante la construcción de una empalizada doble desde un lado a otro del mar; y así fácilmente consiguió el dominio terrestre por medio de la construcción de cinco campamentos en puntos estratégicos. Una parte de su flota se encargaba de la vigilancia del puerto, y de interceptar los barcos que pasaran; mientras el resto de la flota guardaba Sigrio, un promontorio de Lesbos que era el mejor lugar de desembarco para los buques mercantes provenientes de Quíos, Geresto y Malea. De esta manera, se privó a Mitilene de toda esperanza de ser socorrida por mar. Sin embargo, en el entretiempo, Memnón enfermó y murió; su muerte a esa altura de la crisis, fue sumamente perjudicial para los intereses del rey persa.
  No obstante, Autofrádates y Farnabazo, hijo de Artabazo, prosiguieron el sitio con renovado brío. A este último, Memnón le había confiado su mando al morir, ya que era hijo de su hermana, hasta que Darío llegara a alguna decisión al respecto. Los defensores de Mitilene, por lo tanto, estaban aislados del interior de la isla, y bloqueados en el mar por muchos barcos fondeados cerca. Enviaron entonces algunos emisarios a Farnabazo, y llegaron al acuerdo siguiente: que las tropas auxiliares que habían venido en su ayuda de parte de Alejandro se fueran, y los ciudadanos demolieran los pilares en los que el tratado con Macedonia estaba inscrito; que se convirtieran en aliados de Darío en los términos de paz acordados con el rey persa en tiempos de la Paz de Antálcidas, y que sus exiliados debían volver del destierro a condición de ser compensados con la mitad de los bienes que poseían cuando fueron expulsados. Aceptados dichos términos, la ciudad de Mitilene selló el pacto con los persas. Pero tan pronto Farnabazo y Autofrádates entraron en la ciudad, establecieron en ella una guarnición con Licomedes el Rodio como su comandante. También posesionaron como tirano de la ciudad a Diógenes, uno de los exiliados; y les sacaron mucho dinero a los pobladores de Mitilene, en parte empleando la violencia contra los ciudadanos ricos, y en parte mediante impuestos a la comunidad.

CAPÍTULO II. LOS PERSAS CAPTURAN TÉNEDOS — SU DERROTA EN EL MAR

  Después de lograr lo que quería, Farnabazo zarpó hacia Licia, llevándose con él a los mercenarios griegos, y Autofrádates se dirigió a las otras islas. Mientras tanto, Darío envió a Timondas, hijo de Mentor, a las provincias marítimas del imperio para hacerse cargo de los auxiliares griegos de Farnabazo, y conducirlos a su nuevo destino; y, aparte, para comunicarle a Farnabazo que iba a mandar sobre todo lo que había gobernado Memnón. Farnabazo le entregó los auxiliares griegos, y luego viajó para unirse a Autofrádates y la flota. Cuando se encontraron, enviaron a Datames, un persa, con diez barcos a las islas llamadas Cícladas, mientras que ellos navegaron con cien barcos a Ténedos. Habiendo fondeado en el puerto de Ténedos, que se llama Bóreo, ambos enviaron un mensaje a los habitantes ordenándoles demoler los pilares sobre los que se había inscrito el tratado con Alejandro y los griegos; y en su lugar refrendar los términos de Darío contenidos en el tratado que había ratificado el rey de Persia cuando se firmó la Paz de Antálcidas. Los ciudadanos preferían seguir en términos amistosos con Alejandro y los griegos, pero en la actual crisis parecía imposible salvarse, excepto rindiéndose a los persas; ya que Hegeloco, que había recibido de Alejandro la comisión de reunir otra fuerza naval, no había traído una flota de las dimensiones adecuadas como para justificar la esperanza de recibir un pronto auxilio. En consecuencia, Farnabazo obligó a Ténedos a aceptar sus demandas más por temor que de buena gana.
  Mientras tanto, Proteo, hijo de Andrónico, había tenido éxito en cumplir la orden de Antípatro de recolectar todos los buques de guerra de Eubea y el Peloponeso; con lo que se podía esperar alguna protección tanto para las islas como para la propia Grecia si los extranjeros la atacasen por mar, como se creía que era su intención. Al enterarse de que Datames tenía a diez de sus barcos amarrados cerca de Sifnos, Proteo zarpó durante la noche desde Calcis en el Euripo con quince embarcaciones; y, acercándose a la isla de Citnos en la madrugada, ocupó el resto del día en hacerse con información fiable acerca de los movimientos de los diez barcos persas, y de paso caer sobre los fenicios por la noche, cuando era más probable causarles terror y daños. Después de comprobar con toda certeza que, en efecto, Datames estaba con sus naves en Sifnos, zarpó hacia allá cuando todavía estaba oscuro; justo antes del alba cayó sobre ellos cuando menos se lo esperaban, capturando ocho de los barcos, con sus tripulantes y todo lo demás. Pero Datames, con las dos trirremes restantes, se escabulló furtivamente al comienzo del ataque de los barcos de Proteo, y llegó sano y salvo a reunirse con el resto de la flota persa.

CAPÍTULO III. ALEJANDRO EN GORDIÓN

  Cuando Alejandro llegó a Gordión, fue presa de un ardiente deseo de subir a la ciudadela donde se ubicaba el palacio de Gordio y su hijo Midas. Tenía ganas de ver el carro de Gordio y el nudo que unía el yugo al carro. Existían gran cantidad de leyendas acerca de este carro entre la población del lugar. Se decía que Gordio había sido un campesino pobre que vivía entre los antiguos frigios, cuyas únicas posesiones eran un pequeño pedazo de tierra para cultivar, y dos yuntas de bueyes; a una la empleaba en el arado y la otra para tirar del carro. En una ocasión, mientras estaba arando su campo, un águila se posó sobre el yugo, y permaneció parada allí hasta que llegó el momento de desuncir a los bueyes. Alarmado por tal vista, Gordio fue a ver a los augures de Telmeso para consultarles el significado del portento, porque la gente de allí son duchos en la interpretación de las manifestaciones divinas, y el don de la adivinación se les ha concedido no sólo a sus ancianos, sino también a sus esposas e hijos de generación en generación. Cuando Gordio conducía su carro por una aldea cerca de Telmeso, encontró a una muchacha que iba a buscar agua del manantial, y a ella le relató cómo el águila se le había aparecido. Ya que ella misma tenía dones proféticos, le dijo que debía volver al mismo lugar y allí ofrecer sacrificios a Zeus. Gordio le pidió que lo acompañara para explicarle la forma correcta de realizar el sacrificio. Así se hizo, siguiendo las instrucciones de la joven, y luego él se casó con ella. Un hijo les nació al poco tiempo, al que llamaron Midas, quien al llegar a la edad de la madurez sería a la vez hermoso y valiente. En aquellos tiempos, los frigios se vieron acosados??por continuos disturbios civiles, y decidieron consultar al oráculo, que les dijo que un carro les traería un rey que pondría fin a sus discordias. Mientras ellos todavía estaban deliberando sobre dicho asunto, Midas llegó con sus padres, y se detuvo cerca de la asamblea con el carro en cuestión. Los ciudadanos, interpretando que la respuesta del oráculo se refería a él, se convencieron de que esta persona era el monarca que vendría en un carro, tal como había sentenciado la divinidad. Por lo tanto, nombraron rey a Midas, y él, tras poner fin a las luchas internas, dedicó en la acrópolis el carro de su padre como ofrenda de agradecimiento a Zeus por enviar al águila. Además de esta historia, en esos tiempos se contaba otra más popular sobre el carro: aquél que pudiera desatar el nudo con que el yugo estaba unido a la carreta, estaba destinado a ser el gobernante de toda Asia.
  La cuerda estaba fabricada con corteza de cornejo, no se podía ver dónde comenzaba ni dónde terminaba. Según relatan algunos, Alejandro no pudo encontrar ninguna manera de aflojar el nudo; sin embargo, como no estaba dispuesto a resignarse a que siguiera sin ser desatado, y para no perturbar a la muchedumbre, golpeó el nudo con su espada y lo cortó en dos, exclamando que él sí había logrado desatarlo. Pero Aristóbulo dice, al contrario, que primero desenganchó la clavija de la lanza — una estaca de madera que la atraviesa de una parte a otra —, y tirando simultáneamente del nudo, pudo separar el yugo de la lanza del carro. No puedo, sin embargo, precisar con seguridad cómo fue en realidad que Alejandro actuó en relación a este carro. En cualquier caso, tanto él como sus tropas salieron de la acrópolis convencidos de que la predicción del oráculo había sido cumplida. Por otra parte, ésa misma noche, hubo truenos y relámpagos que fueron vistos como señales del cielo confirmando que así era; y por esta razón, Alejandro ofreció al otro día sacrificios a los dioses que habían puesto de manifiesto dichas señales, una manera segura de hacerle conocer que el nudo había sido desatado de forma apropiada.

CAPÍTULO IV. LA CONQUISTA DE CAPADOCIA — ALEJANDRO ENFERMA EN TARSO

  Al día siguiente, Alejandro prosiguió hacia Ancira de Galacia, donde acudió a él una embajada de los paflagonios con la oferta de someter a la nación entera a su gobierno y pactar una alianza con él, con la condición de que no invadiera sus tierras. Él aceptó el tratado, respondiéndoles que ahora debían someterse a la autoridad de Calas, el sátrapa de Frigia. En seguida, el rey fue de allí a Capadocia; subyugó aquella parte de la misma que se encuentra de este lado del río Halis, y mucho de lo que está más allá de él, región en la que dejaría a Sabictas como sátrapa. Después avanzó hacia las Puertas de Cilicia, al campamento de Ciro, el mismo que menciona Jenofonte, y enterándose de que las Puertas estaban bien guarnecidas, dejó en el campamento a Parmenión con la infantería pesada; y luego tomó cerca de la primera hora de la vigilia a los hipaspistas, los arqueros y agrianos hacia las Puertas, amparados en la oscuridad, para coger desprevenidos a los centinelas. Su avance no fue tan furtivo como planeaba, pero de todas maneras su audacia le rindió fruto, pues los guardias, al ver acercarse a Alejandro, desertaron de sus puestos, dándose a la fuga. Al amanecer del día siguiente, el rey pudo pasar a través de las Puertas con todo su ejército, descendiendo a Cilicia. Aquí se le dijo que Arsames había desistido de su plan de conservar Tarso para los persas cuando se enteró de que Alejandro ya había pasado a través de las Puertas, y había abandonado la ciudad; los atemorizados habitantes de Tarso temían que saqueara la ciudad y los forzara a evacuarla. Al oír esto, Alejandro llevó a su caballería y lo más ligero de su infantería a Tarso a marchas forzadas; provocando que al saber Arsames de su proximidad, huyera precipitadamente a la corte de Darío, sin tener tiempo de causar destrozos en la ciudad.
  En esos momentos, Alejandro enfermó a causa de las fatigas que había sufrido, tal como cuenta Aristóbulo. Pero otros autores dicen que mientras ardía de fiebre y sudaba en abundancia, salió a nadar en el río Cidno, en cuyas aguas ansiaba bañarse. El río fluye en medio de la ciudad, baja de sus fuentes en el monte Tauro serpenteado a través de una campiña muy limpia, y es de aguas frías y cristalinas. Alejandro sufrió convulsiones después de nadar, acompañadas de fiebre alta y falta crónica de sueño. Ninguno de los médicos pensaba que sobreviviría, excepto Filipo, un médico de Acarnania al servicio del rey, quien confiaba en gran medida en sus conocimientos de medicina, y que también disfrutaba de una excelente reputación entre el ejército por su valor. Este hombre, con el permiso real, decidió administrarle una purga a Alejandro. Cuando Filipo estaba preparando la pócima, una carta le fue entregada al rey de parte de Parmenión, en la que le advertía que tuviera cuidado con Filipo; el general se había enterado de que el médico recibía sobornos de Darío para envenenar a Alejandro mediante las medicinas que usaba. Leída la carta, y aún sosteniendo ésta en la mano, el rey le arrebató la copa que contenía la medicina y se la dio de leer a Filipo. Mientras el médico leía las noticias de Parmenión, Alejandro bebió la poción. Era evidente para el rey que el médico estaba actuando con honor al darle el remedio, porque no estaba alarmado por la carta, y encima exhortó al rey a obedecer todas las demás prescripciones que le diera, con la promesa de salvarle la vida si obedecía sus instrucciones. Alejandro fue purgado a fondo con dichas pociones, y su enfermedad comenzó a evolucionar favorablemente. Con su conducta, le demostró a Filipo que él, Alejandro, era un amigo leal, y al resto que tenía absoluta confianza en sus amigos, al negarse a aceptar cualquier sospecha infundada sobre la fidelidad que le profesaban; al mismo tiempo, demostró que podía enfrentarse a la muerte con intrepidez.
CAPÍTULO V. ALEJANDRO VISITA LA TUMBA DE SARDANÁPALO — OPERACIONES EN CILICIA

  El rey envió a Parmenión a las otras puertas que separan la tierra de los cilicios de la de los asirios, a fin de capturarlas y asegurar el paso antes de que el enemigo se les adelantara. Para la misión le dio la infantería aliada, los mercenarios griegos, los tracios que estaban bajo el mando de Sitalces, y la caballería tesalia. Marchando de Tarso, llegaron a la ciudad de Anquiale en el primer día. De esta ciudad se cuenta que fue fundada por el asirio Sardanápalo, y por la circunferencia y las bases de las murallas era obvio que en el pasado había sido una gran ciudad y había alcanzado altas cuotas de poder. Cerca de las murallas de Anquiale se hallaba el monumento de Sardanápalo, en cuya parte superior se encontraba la estatua de este rey con las manos juntadas como en un aplauso. Una inscripción en caracteres asirios había sido colocada sobre él, escrita en verso según aseguraban los lugareños. El significado de las palabras era el que sigue: "Sardanápalo, hijo de Anacindaraxes, construyó Anquiale y Tarso en un sólo día; pero tú, forastero, come, bebe y juega, pues todas las demás cosas humanas no valen tanto como esto". Lo último hacía referencia, como en un acertijo, al sonido sordo que las manos hacen al aplaudir. También se decía que la palabra traducida como “jugar” tenía una connotación lasciva en el idioma asirio.
  Desde Anquiale, Alejandro fue a Soli, ciudad a la que impuso una guarnición permanente y multó con 200 talentos de plata por inclinarse a favor de los persas. Luego, tomó tres unidades de infantería de Macedonia, todos los arqueros y los agrianos, para ir a combatir contra los cilicios, que tenían las montañas en su poder; en siete días en total hubo expulsado a algunos por la fuerza, y al resto por rendición, y regresó a Soli. Allí comprobó que Ptolomeo y Asandro habían ganado la batalla contra Orontobates, el persa en cuyo poder estaba la ciudadela de Halicarnaso, y también las de Mindos, Cauno, Tera, y Callipolis. Las ciudades de Cos y Triopión también habían sido conquistadas. Ambos le escribieron para informarle que Orontobates había sido derrotado en una gran batalla, en la que perecieron alrededor de 700 de su infantería, 50 de su caballería, y no menos de 1.000 fueron hechos prisioneros. Ante tales noticias, Alejandro ofreció en Soli un sacrificio a Asclepios, encabezó el desfile del ejército completo, ordenó la celebración de una carrera de antorchas, y concursos de gimnasia y música. Les otorgó, además, a las gentes de Soli el privilegio de tener su propia constitución democrática. Luego, los macedonios se marcharon a Tarso; enviando el rey a la caballería de Filotas a marchar a través de la llanura de Alea hacia el río Píramo. Él, por su parte, llegó con la infantería y el escuadrón real de caballería a Magarso, donde ofreció sacrificios a Atenea Megarsis. Desde allí, marcharon todos a Malos; adonde Alejandro ofreció a Anfíloco un sacrificio con todas las honras debidas a un héroe. También puso fin al descontento local arrestando a los agitadores que fomentaban la sedición entre los ciudadanos. Por último, retuvo para su propio tesoro los tributos que pagaba la ciudad al rey Darío, porque Malos era una colonia fundada por los argivos, y él mismo, como descendiente de Heracles, podía remontar sus orígenes a Argos.

CAPÍTULO VI
CON DARÍO

  Alejandro estaba aún en Malos cuando le informaron que Darío había acampado con todas sus fuerzas en Soches, un lugar en Asiria, a dos días de marcha desde las Puertas de Asiria. Reunió a los Compañeros y les contó cuanto sabía acerca de Darío y su ejército; ellos le instaron a ir a por los persas al instante, sin demora. Él les agradeció y disolvió el consejo por ese día, pero al siguiente les mandó aprestarse para marchar contra Darío y los persas. En el segundo día de marcha, pasaron a través de las Puertas y acamparon cerca de la ciudad de Miriandro; donde fueron retenidos en sus tiendas por una violenta tormenta con fuertes vientos y lluvia que cayó durante la noche.
  Darío, por su parte, había pasado mucho tiempo acampando con su ejército en una llanura en territorio de Asiria, la que se extiende totalmente plana en todas direcciones, muy adecuada para el inmenso tamaño de su ejército y conveniente para las maniobras de la caballería. El desertor macedonio Amintas, hijo de Antíoco, le aconsejó que no abandonara esta posición, porque no había otro sitio con espacio suficiente para las enormes fuerzas persas y la gran cantidad de pertrechos que llevaban; Darío le hizo caso. Sin embargo, a medida que la estancia de Alejandro en Tarso se prolongaba a causa de su enfermedad, hacía otra parada no tan breve en Soli para ofrecer el sacrificio y el desfile con su ejército, y, además, se demoraba combatiendo contra los montañeses cilicios; Darío fue inducido a desviarse de su resolución. Era un hombre que acostumbraba tomar aquella decisión que estuviera más ligada a sus propios deseos, y era sensible a los consejos de quienes se los daban con la convicción de que serían agradables a sus oídos, sin tener en cuenta su sensatez — los reyes siempre tendrán algún allegado para darles un mal consejo —; llegó a la conclusión de que Alejandro ya no tenía deseos de adentrarse aún más en el imperio, y que había desistido de provocar el enfrentamiento al enterarse de que Darío en persona venía contra él. Todos sus cortesanos insistían en que debían continuar el avance, sosteniendo que eran tan superiores que sólo la caballería era suficiente para aplastar al ejército de los macedonios. Por el contrario, Amintas aseguraba que, sin lugar a dudas, Alejandro iría a cualquier lugar donde creyera que Darío pudiera estar; y le exhortaba por todos los medios a permanecer donde estaba. Se impuso el consejo menos razonable, más agradable de oír en esos momentos. Y encima de esto, alguna retorcida influencia divina guió a Darío hacia una localidad donde era obvio que la caballería tendría pocas ventajas, si alguna, y tampoco la infantería podría sacar provecho de la superioridad numérica en combatientes, jabalinas y arquería; un lugar donde el monarca persa ni siquiera podría exhibir la magnificencia de su ejército, y le entregaría en bandeja a Alejandro y sus tropas una victoria rápida. El Destino había decretado ya que a los persas les sería arrebatado el dominio de Asia en beneficio de los macedonios, al igual que los medos habían sido vencidos por los persas; y, más atrás en el tiempo, los asirios por los medos.

CAPÍTULO VII. DARÍO EN ISSOS — ARENGA DE ALEJANDRO A SU EJÉRCITO

  Darío cruzó la sierra por lo que se llaman las Puertas Amanicas, y avanzó sin que se le descubriera hacia Issos, a la retaguardia de Alejandro. En Issos, atacó el campamento de los macedonios enfermos y heridos que convalecían allí, asesinándolos y mutilándolos cruelmente. Al día siguiente, procedió hacia el río Pinaro. Al enterarse Alejandro de que Darío andaba por su retaguardia, no le pareció fiable la noticia, por lo que mandó embarcar a algunos de los Compañeros en un navío de treinta remos, y los envió de vuelta a Issos para comprobar si el informe era cierto. Los enviados en el barco descubrieron que los persas acampaban allí con comodidad, porque en esa parte el mar forma una bahía. Por lo tanto, llevaron a Alejandro la noticia de que, en efecto, Darío estaba al alcance de sus tropas.
  Alejandro convocó a sus generales, comandantes de caballería, y oficiales de los aliados griegos, y los exhortó a mostrar el mismo coraje que durante los peligros anteriormente superados; afirmó que la inminente lucha sería entre ellos, que habían salido siempre victoriosos, y un enemigo que ya había sido derrotado. Los dioses estaban actuando como generales en su nombre mejor que el mismo Alejandro, plantándole en la mente a Darío la idea de mover a sus fuerzas fuera de la espaciosa llanura, y llevarlas a encerrarse en un lugar estrecho, donde había espacio suficiente para desplegar la falange con la profundidad justa de adelante para atrás, pero en el que al enemigo su enorme número le resultaría inútil en la batalla. Agregó que sus enemigos no igualaban, ni en fuerza ni en valor, a los macedonios curtidos durante mucho tiempo en conflictos bélicos plagados de peligros; ahora iban al enfrentamiento directo con los persas y los medos, hombres debilitados por una larga inmersión en una existencia llena de lujos, y que, para colmo de males, siendo hombres libres participaban en la batalla hombro a hombro con esclavos. Dijo, además, que los griegos en los dos ejércitos no luchaban por los mismos objetivos, pues aquéllos con Darío desafiaban el peligro a cambio de una paga, que no era cuantiosa; mientras que los que estaban de su lado lo hacían voluntariamente en defensa de los intereses de toda Grecia. Las tropas de aliados tracios, peonios, ilirios y agrianos, los más robustos y belicosos de los guerreros de Europa iban a enfrentarse a las huestes más indolentes y afeminadas de Asia. Para corolario, ellos tenían a un Alejandro al mando de la estrategia contra Darío. Todas estas cosas las recitó como evidencia de la superioridad macedonia, y también enumeró las grandes recompensas que obtendrían, las que estaban a la par del peligro. Les dijo que en la presente ocasión tendrían que vencer no a sólo los sátrapas de Darío, ni la caballería desplegada en el Gránico, ni los 20.000 mercenarios griegos, sino que debían derrotar a la crema de las fuerzas disponibles de los persas y los medos, así como las de todas las demás razas súbditas que habitan en Asia, y al actual Gran Rey en persona. Después de este enfrentamiento, no quedaría para ellos otra que hacer aparte de tomar posesión de toda Asia, y poner fin a sus muchas y heroicas fatigas. Les recordó igualmente los brillantes logros colectivos en días pasados, sin olvidarse de citar por su nombre a quienes se hubiesen destacado de manera individual por llevar a cabo proezas por amor a la gloria, elogiándolos por ellas.
  Luego habló con toda la modestia posible de sus hazañas personales en las diversas batallas libradas. También se dice que aludió a Jenofonte y los diez mil hombres que le acompañaron, añadiendo que no eran de ninguna manera comparables con ellos, ya sea en número o en excelencia. Además, los últimos no habían tenido con ellos a los de Tesalia, Beocia, el Peloponeso, Macedonia, Tracia; o jinetes, ni nada comparable a la caballería del ejército macedonio. No tenían arqueros o siquiera honderos cretenses, excepto uno pocos cretenses y rodios, a quienes entrenó Jenofonte improvisando sobre la marcha. Sin embargo, pese a sus carencias habían sido capaces de derrotar completamente al rey persa y sus fuerzas cerca de Babilonia, y de llegar al mar Euxino venciendo a todos los pueblos en su camino a medida que fueron avanzando hacia su destino. También empleó otros muchos argumentos adecuados para que un gran general los utilice con el fin de alentar a los hombres valientes, en un momento tan crítico como lo es el previo a la batalla. Sus hombres respondieron con vítores, pasando adelante a estrechar la mano derecha del rey, instándole a capitanearlos contra el enemigo sin más demoras, y dándole ánimos con sus palabras.
CAPÍTULO VIII. ORDEN DE BATALLA DE MACEDONIOS Y PERSAS

  Alejandro ordenó a sus soldados que, por el momento, fueran a comer, y en el entretiempo envió a algunos de sus jinetes y arqueros a las Puertas, a explorar la carretera que pasaba por detrás; más tarde, al anochecer, llevó a la totalidad del ejército para ocupar de nuevo el paso. Se apoderó de él cerca de la medianoche, e hizo que el ejército se acomodara para descansar sobre las rocas durante el resto de la noche, apostando centinelas en las cercanías. En la madrugada, descendieron desde el paso al camino, que era estrecho en todas partes, por lo que condujo a su ejército en una columna; pero cuando las montañas se abrieron para dejar paso a una llanura, permitió el despliegue en falange, marchando juntas una línea de infantería pesada tras otra, con la montaña a la derecha y el mar a la izquierda. Hasta ese momento había sido la caballería la que iba detrás de la infantería, pero al llegar a campo abierto, el ejército pasó a formar en orden de batalla. En la primera línea a la derecha, que daba con la montaña, el rey puso a la guardia real y a los hipaspistas bajo el mando de Nicanor, hijo de Parmenión; al lado de ellos a la unidad de Coeno, seguida por la de Pérdicas. Las nombradas tropas llegaban hasta el centro de la infantería pesada, yendo de derecha a izquierda. En la primera línea del ala izquierda se encontraba la unidad de Amintas, la de Ptolomeo a continuación, y cerca de éste la de Meleagro. La infantería de la izquierda había sido puesta bajo el mando de Crátero, y Parmenión tenía el mando del ala entera. Dicho general había recibido la orden de no abandonar su posición paralela al mar, para que los macedonios no se vieran rodeados por el enemigo, ya que era probable que los desbordaran por todas partes debido a su superioridad numérica.
  Al confirmar Darío que Alejandro se acercaba en orden de batalla, mandó a 30.000 de su caballería y con ellos a 20.000 de su infantería ligera a través del río Pinaro, convencido de que sería capaz de movilizar al resto de sus fuerzas con facilidad más adelante. De su infantería pesada, la primera línea la formaban los 30.000 mercenarios griegos para oponerse a la falange macedonia, y a ambos lados estaban colocados 60.000 de los llamados cardaces, que también son infantería pesada. El lugar en el que se encontraban podía contener sólo a esta cantidad en una sola falange. Los persas también desplegaron a 20.000 hombres cerca de la montaña a su izquierda, de cara a la derecha de Alejandro. Algunos soldados persas estaban apostados en la retaguardia del ejército de Alejandro, en la parte donde la montaña posee una hendidura cóncava que forma una especie de bahía como las del mar, y luego surge hacia adelante, de manera que los hombres apostados al pie de ella podían colocarse detrás de la derecha de Alejandro. El resto de la infantería ligera y la infantería pesada de Darío formaban según las naciones, en líneas sucesivas de una profundidad nada práctica, e iban detrás de los mercenarios griegos y el ejército persa dispuestos en falange. El conjunto del ejército de Darío, se dice, sumaban alrededor de 600.000 hombres.

A medida que Alejandro avanzaba, notó que el terreno se hacia un poco más ancho, y en consecuencia llamó a los jinetes, tanto de los Compañeros como de los tesalios y macedonios, y les mandó colocarse a su lado en el ala derecha. A los peloponesios y el resto de las fuerzas aliadas griegas los envió donde Parmenión, a la izquierda. Darío también estaba movilizando a toda su falange; hizo la señal concertada de antemano para llamar a la caballería apostada enfrente del río con el propósito expreso de facilitar la organización de su ejército. La mayor parte de esta caballería se colocó en el ala derecha cerca al mar, frente a Parmenión, porque allí el terreno era más adecuado para maniobrar a caballo. Otra parte de ellos se dirigió a la montaña hacia la izquierda. Pero al darse cuenta de que allí serían inútiles debido a la estrechez del terreno, Darío les ordenó a la mayoría de ellos girar a la derecha y unirse a sus camaradas apostados allí. Darío mismo ocupó una posición en el centro de todo su ejército, como era la costumbre de los reyes de Persia, cuya explicación ha sido registrada por Jenofonte, hijo de Grilo.

CAPÍTULO IX. ALEJANDRO CAMBIA LA DISPOSICIÓN DE SUS FUERZAS

  Alejandro descubrió muy pronto que casi toda la caballería persa había cambiado su posición inicial para ir a su izquierda, al lado el mar, donde solamente las tropas del Peloponeso y el resto de la caballería griega se habían apostado; envió a la caballería tesalia allí a toda velocidad, con orden de no galopar enfrente de la formación, sino proceder con sigilo por la parte posterior de la falange, para que el enemigo no viera la nueva disposición. En frente de la caballería a la derecha, puso a los lanceros al mando de Protomaco, y a los peonios bajo el de Aristón; frente a la infantería, puso a los arqueros bajo la dirección de Antíoco, y a los agrianos bajo la de Atalo. Dispuso a algunos de los jinetes y arqueros??de manera que formasen un ángulo agudo con el centro hacia la montaña que quedaba a sus espaldas, de modo que la derecha de la falange se bifurcaba en dos líneas, una de cara a Darío y el cuerpo principal de los persas más allá del río, y otra frente a los apostados en la montaña a sus espaldas. Pasaron a engrosar el ala izquierda la infantería compuesta por los arqueros de Creta y los tracios bajo el mando de Sitalces, colocándose detrás de la caballería.
  Los mercenarios griegos al principio quedaron atrás como reserva. Sin embargo, Alejandro vio que la derecha de la falange era muy delgada, y parecía muy probable que los persas la flanquearan; movió sin ser vistos desde el centro hacia allí a dos escuadrones de la caballería de los Compañeros, a saber: el de Antemos, cuyo hiparco era Peroedas, hijo de Menesteo, y el de Leuge, bajo el mando de Pantordano, hijo de Cleandro. También trasladó a los arqueros, parte de los agrianos y de los mercenarios griegos a la parte delantera de su ala derecha y así extendió su línea para flanquear el ala persa. Como los que se habían ubicado en las elevaciones no se movían ni descendían, algunos de los agrianos y arqueros cargaron contra ellos por orden de Alejandro, y los expulsaron con facilidad de la ladera de la montaña, haciéndoles huir hacia la cima. Hecho esto, Alejandro comprendió que ya podía hacer uso de las tropas enviadas a mantenerlos a raya, para reforzar las filas de la falange. Trescientos jinetes serían más que suficientes para vigilar a los refugiados en la cumbre.

CAPÍTULO X. BATALLA DE ISSOS

  Terminada la reorganización de sus hombres, Alejandro les permitió descansar un rato antes de volver a movilizarlos hacia adelante, ante el lento avance del enemigo. Ahora Darío ya no enviaba a los persas a hostigar a los macedonios como al principio, sino que los mantenía en la misma posición a la orilla del río; en aquellas laderas tan empinadas por todos lados, había mandado construir una empalizada a lo largo de los lugares por donde era más fácil ascender. Por ello, fue evidente de inmediato para los hombres de Alejandro que Darío se sentía intimidado. Cuando ambos ejércitos quedaban ya muy cerca el uno del otro, Alejandro cabalgó en todas direcciones para exhortar a sus tropas a demostrar su valor; mencionando elogiosamente los nombres, no sólo de sus generales, sino también los de los generales de caballería e infantería, y de los simples mercenarios griegos más distinguidos por rango o por mérito. Desde todos los lados, le respondían con gritos de no demorarse más y atacar al enemigo.
  Al principio, él condujo a la falange en formación compacta y con paso mesurado, aunque tenía a las fuerzas de Darío ante las narices; no fuera a ser que, por una precipitada marcha, cualquier parte de la falange fluctuara fuera de la línea y se separase del resto. Ya al alcance de las jabalinas enemigas, Alejandro fue el primero en lanzarse en dirección al río, y toda el ala derecha le siguió a la carrera; pretendía causar desconcierto entre los persas con la rapidez de su aparición, y por haber llegado antes a la primera línea enemiga, los arqueros contrarios poco daño pudieron infligirle a la vanguardia macedonia. Todo salió tal como Alejandro esperaba, pues tan pronto como la batalla se convirtió en una lucha cuerpo a cuerpo, el ejército persa estacionado en el ala izquierda emprendió la huida, permitiéndoles a Alejandro y sus hombres ganar una brillante victoria en ese sector. Pero los mercenarios griegos que peleaban para Darío, atacaron a los macedonios en el punto donde vieron a su falange toda desordenada. La derecha de la falange macedónica se había roto y desunido, porque Alejandro había cargado con prisas hacia el río, y aunque en el combate mano a mano ya estaba haciendo retroceder a los persas apostados allí, los macedonios en el centro no habían ejecutado su tarea con la misma velocidad. Además, debido a que muchas partes de la orilla eran escarpadas y abruptas, no fueron capaces de conservar el frente de la falange bien alineado. Allí, pues, la lucha era desesperada. El objetivo de los mercenarios griegos de Darío era empujar a los macedonios de nuevo al río, y revertir la victoria, a pesar de que sus propias fuerzas estaban ya en retirada; el objetivo de los macedonios era estar a la altura de la manifiesta buena fortuna de Alejandro, y no manchar la gloriosa reputación de la falange, que hasta ese momento había podido afirmar que era invencible. Aparte, el sentimiento de rivalidad que existía entre las razas griega y macedonia inspiraba a cada bando a dar lo mejor de sí. En esta batalla cayeron Ptolomeo, hijo de Seleúco, no sin antes probar que era un hombre valiente, y alrededor de 120 macedonios distinguidos.

CAPÍTULO XI. DERROTA Y HUIDA DE DARÍO

  Luego de hacer retroceder a los persas, las tropas macedonias del ala derecha giraron para ir a socorrer a sus compañeros del centro, que estaban en apuros a causa de los mercenarios griegos de Darío. Lograron empujar a éstos lejos del río, y extendiendo las líneas de la falange por encima de la ahora hundida izquierda del ejército persa, atacaron a los mercenarios griegos por el flanco, y en un instante comenzaron a demoler implacablemente sus líneas. En el otro extremo, la caballería persa destacada frente a la tesalia no se quedó al otro lado del río durante la lucha, sino que cruzó las aguas para lanzar un vigoroso ataque contra los escuadrones de Tesalia. El combate que se desató entre ambas caballerías fue feroz; los persas no cedieron un palmo hasta que observaron que Darío había huido y los mercenarios griegos habían sido destrozados por la falange macedonia, y separados de la caballería. Entonces, la huida de todo el ejército persa se hizo claramente visible. Demasiado numerosa para moverse a sus anchas por el terreno, la caballería persa sufrió mucho en la retirada debido a que los jinetes iban fuertemente armados y galopaban en desorden por el pánico, apiñados sin ton ni son a lo largo de senderos angostos; muchos fueron derribados y pisoteados por los que venían detrás, causando entre sus propios compatriotas la misma cantidad de bajas que el enemigo. Los tesalios iban en su persecución, cazando a los fugitivos al vuelo, por lo que la infantería persa tuvo tantas pérdidas como la caballería.
  El ala izquierda de Darío también había sido completamente derrotada por Alejandro, y el rey persa, al ver que esta parte de su ejército quedaba ahora separada del resto, no perdió tiempo en huir en su carro, siguiendo la estela de los fugitivos. Su carro era un transporte seguro mientras rodara por suelo llano; pero cuando se topó con barrancos y terreno accidentado, abandonó el carro, despojándose de su escudo y manto de Media. Incluso dejó su arco en el carro, y montando a caballo continuó la huida. La oscuridad de la noche que ya caía, fue lo único que le salvó de ser capturado por Alejandro, pues éste mantuvo la persecución mientras duró la luz del día. Pero cuando empezó a oscurecer y el terreno se hizo menos visible, Alejandro volvió al campamento, llevándose el carro de Darío con el escudo, la capa meda, y el arco dentro. Había llegado tarde para alcanzar a Darío, porque, aunque dio media vuelta después de la primera ruptura de la falange en la formación enemiga, no pudo perseguir al monarca rival hasta que comprobó que los mercenarios griegos y la caballería persa habían sido expulsados del río.
  De los persas de importancia, fueron abatidos Arsames, Reomitres y Atizies, que habían comandado la caballería en el Gránico. Sabaces, sátrapa de Egipto, y Bubaces, de la alta nobleza persa, también cayeron en la lucha con cerca de 100.000 soldados rasos, de los que más de 10.000 eran de caballería. Tan grande fue la masacre que Ptolomeo, hijo de Lago, quien estuvo allí con Alejandro, dice que los hombres que fueron con él persiguiendo a Darío, llenaron un barranco con los cadáveres para poder cruzarlo. El campamento de Darío fue enseguida tomado en el primer asalto; allí se encontraban su madre, su esposa — que también era su hermana —, y su pequeño hijo. También estaban con ellas dos hijas de Darío, y unas cuantas mujeres más, esposas de nobles persas, que servían a las mujeres de la familia real. Otros aristócratas persas habían enviado a sus mujeres junto con el resto de sus equipajes a Damasco, porque Darío había enviado a esa ciudad la mayor parte de su tesoro, y todas las cosas que el Gran Rey tenía por hábito llevar en su séquito para mantener su lujoso modo de vida aún durante una expedición militar. Por ello, en el campamento fueron hallados más de 3.000 talentos, y poco después, el tesoro dejado en Damasco fue capturado por Parmenión, quien fue enviado allí con ese propósito.
  Tal fue el resultado de esta famosa batalla, que se libró en el mes de memacterión, siendo Nicostrato el arconte de Atenas.

CAPÍTULO XII. LA FAMILIA DE DARÍO RECIBE BUEN TRATO DE ALEJANDRO

  Al día siguiente, Alejandro, todavía adolorido por una herida de espada que había recibido en el muslo, visitó a los heridos, y mandó reunir los cadáveres de los caídos para darles un entierro espléndido en presencia de todas sus fuerzas, brillantemente dispuestas como para una batalla. Habló de aquellos a quienes él mismo había visto desempeñando una acción valiente en plena batalla, y también elogió a los soldados cuyas hazañas fueron corroboradas por testigos e incluidas en el informe del día. Igualmente honró a cada uno de ellos con un obsequio en metálico en proporción a sus méritos. Luego, posesionó como sátrapa de Cilicia a Balacro, hijo de Nicanor, uno de los guardaespaldas reales; y para ocupar su lugar entre los guardias de corps eligió a Menes, hijo de Dionisias. En lugar de Ptolomeo, hijo de Seleúco, que había muerto en la batalla, puso a Poliperconte, hijo de Simias, al mando de su batallón. Por último, devolvió a la ciudad de Soli los cincuenta talentos que todavía adeudaba de la multa que se le había impuesto, y también les devolvió sus rehenes.
  No trató Alejandro con negligencia a la madre, esposa e hijos de Darío; pues, como cuentan algunos historiadores, la misma noche en que Alejandro regresó de la persecución, entró en la tienda del rey persa, que había sido escogida para su uso, y oyó el lamento de las mujeres y otros ruidos lastimeros no muy lejos de la tienda. Preguntó quiénes eran aquellas mujeres, y por qué estaban en una tienda tan cerca de la suya. Alguien le contestó de la siguiente manera: "Mi rey, la madre, esposa e hijos de Darío se lamentan por él y lo creen muerto, ya que han sido informadas de que su arco, su manto real y su escudo están ahora en tu poder. "
  Escuchando esto, Alejandro envió a verlas a Leonato, uno de los Compañeros, con mandato de que les dijera: "Darío está todavía vivo. En su huida, dejó sus armas y el manto en el carro, y éstos son los únicos objetos suyos que Alejandro posee. "
  Leonato entró en la tienda y les contó a las mujeres las noticias acerca de Darío, diciéndoles, además, que Alejandro les permitiría conservar su estatus y un séquito acorde con su rango real, así como el título de reinas que ostentaban la esposa y la madre de Darío; porque el rey macedonio no había emprendido la guerra contra Darío por un sentimiento de odio personal, sino que lo había hecho de manera legítima por el dominio de Asia. Tales son los relatos de Ptolomeo y Aristóbulo, pero hay otro que dice que, al día siguiente, Alejandro fue a verlas en la tienda de campaña, acompañado sólo por Hefestión, uno de los Compañeros. La madre de Darío, no sabiendo cuál de ellos era el rey — porque ambos estaban ataviados con ropajes del mismo estilo —, se acercó a Hefestión, porque le apareció el más alto de los dos, y se postró ante él. Pero cuando él se echó hacia atrás, y uno de los asistentes de la reina madre señaló a Alejandro, diciéndole que él era el rey, quedó muy avergonzada de su error y quiso retirarse. El rey de Macedonia le dijo que no había cometido ningún error, porque Hefestión también era un Alejandro.
  Dicho relato lo incluyo sin estar seguro de que sea verdad, pero no lo considero del todo improbable. Si lo que se cuenta realmente ocurrió, no puedo menos que ensalzar a Alejandro por su trato compasivo hacia aquellas mujeres, por la confianza que le tenía a aquel Compañero, y el honor conferido al mismo. Si solamente es algo que los historiadores creen probable que Alejandro hubiera hecho y dicho en tal situación, incluso por esta razón creo que es digno de elogio.

CAPÍTULO XIII. HUIDA A EGIPTO DE LOS DESERTORES MACEDONIOS — REBELIÓN DEL REY AGIS DE ESPARTA — ALEJANDRO INVADE FENICIA

  Darío huyó durante toda de la noche acompañado de unos pocos sirvientes, pero durante el día siguiente fue recogiendo a su paso a los persas y los mercenarios griegos que habían escapado de la batalla, un total de 4.000 hombres. Se dirigió con ellos a marchas forzadas hacia la ciudad de Tapsaco y el río Éufrates a fin de poner lo más rápido posible ésa caudalosa franja de agua entre él y Alejandro. Por su lado, los desertores como Amintas, hijo de Antíoco, Timondas, hijo de Mentor, Aristomedes de Feres, y Bianor de Acarnania, huyeron del campo de batalla con los 8.000 soldados bajo su mando; y, pasando por las montañas, llegaron a Trípoli en Fenicia. Allí se apoderaron de los barcos atracados a lo largo de la costa, los que previamente habían sido transportados desde Lesbos; embarcaron en los buques a cuantos traían consigo, y quemaron los sobrantes, incluyendo los muelles, con el fin de no dejar al alcance del enemigo los medios para perseguirlos. Huyeron primero a Chipre; luego a Egipto, donde poco después Amintas, por entremeterse en las disputas políticas internas, fue asesinado por los nativos.
  Mientras tanto, Farnabazo y Autofrádates, que se alojaban cerca de Quíos, después de haber establecido una guarnición en la isla, enviaron algunos de sus barcos a Cos y Halicarnaso; luego, fueron ellos mismos con cien de sus buques de vela a ocupar la isla de Sifnos. Al lugar llegó en una trirreme Agis, rey de los lacedemonios, a pedirles fondos para llevar a cabo la guerra contra Macedonia, y también para instarlos a enviar con él una fuerza considerable al Peloponeso, tanto naval como terrestre. Al mismo tiempo, llegaron noticias de la batalla que se había librado en Issos, alarmando a los comandantes persas. Un atónito Farnabazo zarpó a Quíos con doce trirremes y 1.500 mercenarios griegos, por temor a que la población intentara llevar a cabo una rebelión cuando recibiera la noticia de la derrota persa. Agis, después de recibir treinta talentos de plata y diez trirremes de Autofrádates, despachó a Hipias para llevar los buques a su hermano Agesilao en Ténaro; le ordenó también que pidiera a Agesilao pagarles el sueldo completo a los marineros, y que luego fuera lo más rápido posible a Creta a fin de poner las cosas en orden allí. Durante un tiempo, Agis se quedó en las islas, y más tarde se unió a Autofrádates en Halicarnaso.
  Alejandro designó como sátrapa de Celesiria a Menón, hijo de Cerdimnas, dándole la caballería de los aliados griegos para proteger el país. A continuación, fue en persona a Fenicia. Sobre la marcha se encontró con Estratón, hijo de Gerostrato, rey de Arados y de los pueblos de los alrededores. Su padre Gerostrato servía en la flota de Autofrádates, así como otros reyes de los fenicios y los chipriotas. Cuando Estratón estuvo en presencia de Alejandro, le colocó una diadema de oro sobre la cabeza, y le hizo la promesa de entregarle tanto la isla de Arados como la próspera ciudad de Maratos, situada en la parte continental, frente a Arados; también las ciudades de Sigon, Mariamne, y todos los otros lugares que estaban bajo su dominio y el de su padre.


CAPÍTULO XIV. RESPUESTA DE ALEJANDRO A LA CARTA DE DARÍO

  Mientras Alejandro se encontraba todavía en Maratos, llegaron ante él unos embajadores con una carta de Darío, y le suplicaron que devolviera a la madre, esposa e hijos del rey persa, como se les había ordenado hacer para reforzar la petición por escrito. La carta le recordaba al monarca macedonio la amistad y la alianza que había existido entre Filipo y Artajerjes; y que cuando Arses, hijo de Artajerjes, ascendió al trono, Filipo fue el primero en tomar medidas hostiles contra los persas, aunque no hubo provocación por parte de los segundos. De la misma manera, Alejandro, desde el momento en que Darío comenzó su reinado en Persia, no había enviado ninguna embajada a él para reafirmar la amistad y la alianza que durante tanto tiempo habían existido entre ambos pueblos, sino que había cruzado a Asia con su ejército y había perjudicado en gran medida los intereses persas. Por esta razón, él había venido en persona a defender su tierra y preservar el imperio de sus ancestros. En cuanto a la batalla pasada, Darío aceptaba que se había decidido de acuerdo con la voluntad de los dioses. Y ahora, le pedía de vuelta a su reina capturada, su madre y sus hijos, porque deseaba formalizar un pacto de amistad con Alejandro, y convertirse en su aliado. Para ello, le rogaba que enviara sus propios embajadores con Menisco y Arsimas, los mensajeros persas, para que recibieran sus promesas de fidelidad en nombre de Alejandro.
  Alejandro envió su respuesta con Tersipo, quien partió con los hombres que habían venido de parte de Darío, con instrucciones de entregar la carta a Darío en persona, pero sin abrir negociaciones de ningún tipo con él. La carta de Alejandro decía así: "Tus antepasados??invadieron Macedonia y el resto de Grecia, y nos sometieron a todos a malos tratos, sin ningún tipo de ofensa de nuestra parte. Fui nombrado comandante en jefe de los griegos, que desean vengarse de los persas por los mencionados motivos, y crucé a Asia para cumplir con su mandato; pero las hostilidades las iniciaste tú. Tú, Gran Rey, enviaste ayuda a Perinto cuando se rebeló injustamente contra mi padre; y antes de ti, Ocos había enviado tropas a Tracia, que estaba bajo nuestro dominio. A mi padre le asesinaron conspiradores instigados desde tu trono, como te has jactado en tus cartas; y también eres responsable del asesinato de tu predecesor Arses, así como del de Bagoas, aprovechándote de métodos inicuos y contrarios a las leyes de Persia para hacerte con el trono. Has sido un gobernante injusto para tus súbditos.”
  “Has enviado cartas a los griegos hostiles a mí, instándolos a hacerme la guerra. También has enviado dinero a los lacedemonios, y a algunos otros griegos; pero ninguno de los estados lo ha aceptado, salvo los lacedemonios. Tus agentes fueron los causantes de la destrucción de los que eran mis amigos, y han tratando de disolver la liga que yo había formado con los griegos, y es por ello que he salido al campo de batalla en contra tuya, pues eres quien comenzó el conflicto. Desde que he vencido a tus generales y sátrapas en las recientes batallas, y ahora que te he vencido a ti y tus fuerzas de la misma manera, yo soy, con el favor de los dioses, el que domina tus territorios. Tengo conmigo a muchos de los hombres que lucharon en tu ejército que no murieron en la batalla, y han venido a mí en busca de refugio; los protejo, y me siguen, no en contra de su propia voluntad, sino que están sirviendo en mi ejército como voluntarios.”
  “Ven, pues, a mí, ya que soy ahora señor de toda Asia. Pero si tienes miedo de sufrir un trato cruel de mi parte en caso de que lo hagas, envía antes a algunos de tus leales cortesanos para recibir mi palabra de que se te tratará como yo aseguro. Ven a mí entonces, y pídeme tú mismo a tu madre, esposa e hijos, y todo lo que desees y pidas lo recibirás; nada te será negado. Pero, en el futuro, cada vez que envíes mensajeros a mí, tus peticiones las debes dirigir como al soberano de Asia, y no como a un igual. Ahora, cada vez que tengas necesidad de algo, me hablarás como al hombre que es señor de todas tus posesiones; si actúas de otro modo, te consideraré un malhechor. Y si disputas mi derecho al reino, ponte de pie y libra otra batalla por él; pero no salgas corriendo otra vez, porque tengo la intención de marchar a enfrentarte dondequiera que vayas. "
  Tal fue la carta que envió el rey Alejandro a Darío.

CAPÍTULO XV. TRATO A LOS EMBAJADORES GRIEGOS CAPTURADOS — RENDICIÓN DE BIBLOS Y SIDÓN

  Cuando Alejandro comprobó que todo el tesoro de Darío guardado en Damasco con Cofen, hijo de Artabazo, había sido capturado por sus hombres, y que también tenían como prisioneros a los persas que se habían quedado a cargo de los cofres, así como el resto de la propiedad real; le ordenó a Parmenión tomar el tesoro de vuelta a Damasco, y resguardarlo allí. Mandó asimismo que le enviaran a los embajadores griegos que habían llegado para hacer tratos con Darío antes de la batalla, y que habían sido capturados. Se trataba de Euticles, un espartano, Tesalisco, hijo de Ismenio, Dionisodoro, vencedor en los Juegos Olímpicos tebanos, e Ifícrates, hijo del famoso general del mismo nombre, un ateniense. Cuando dichos hombres llegaron a la presencia de Alejandro, él puso inmediatamente en libertad a Tesalisco y Dionisodoro, a pesar de ser tebanos; en parte por compasión hacia la destruida Tebas, y en parte porque aparentemente habían demostrado que su comportamiento era perdonable. Su ciudad natal había sido reducida a cenizas por los macedonios, y por ello estaban tratando de obtener de Darío y los persas cualquier cosa que pudiera socorrerles a ellos mismos, y tal vez también a su ciudad natal. Así lo creía Alejandro, que tuvo compasión de los dos y los liberó; aclarándole a Tesalisco que lo hacía por respeto a su linaje, por pertenecer a las filas de los hombres ilustres de Tebas. A Dionisodoro le explicó que, en su caso, lo hacía por ser un vencedor de los Juegos Olímpicos; y en cuanto a Ifícrates, lo mantuvo a su servicio por el resto de su vida, tratándolo con todos los honores especiales debidos tanto a la amistad con la ciudad de Atenas, como al recuerdo de la gloria de su padre. Cuando el ateniense falleció de enfermedad poco después, el rey macedonio envió sus huesos a sus parientes en Atenas. A Euticles lo puso al principio bajo custodia, aunque sin trabas a sus movimientos, porque era un lacedemonio; un hombre prominente de una ciudad que, en ese momento, era hostil a Macedonia de manera abierta, y porque no veía en aquel individuo nada que justificara otorgarle el perdón. Después, cuando Alejandro acumuló éxitos todavía mayores, le devolvió su libertad.
  Alejandro salió de Maratos para tomar posesión de Biblos, y luego de Sidón en términos de la capitulación ofrecida por un enviado de la última ciudad, que detestaba a los persas. De allí, siguió hasta Tiro, cuya embajada le salió al encuentro y se reunió con él sobre la marcha, anunciándole que los tirios habían decidido obedecer todo lo que el macedonio dispusiera. Alejandro elogió a la ciudad y a sus embajadores, y les ordenó regresar y decirles a los tirios que deseaba entrar en la ciudad para ofrendar un sacrificio a Heracles. El hijo del rey de los tirios era uno de los embajadores, y los otros hombres de la comitiva eran todos ciudadanos notables; sin embargo, el rey Azemilco se hallaba con la flota de Autofrádates.

CAPÍTULO XVI. EL CULTO DE HERACLES EN TIRO — NEGATIVA DE LOS TIRIOS A RECIBIR A ALEJANDRO

  La razón de la petición fue que en Tiro existía un templo de Heracles, el más antiguo de todos los que se conocen. No estaba dedicado al Heracles argivo, el hijo de Alcmena, sino a otro Heracles que era honrado en Tiro muchas generaciones antes de que Cadmo partiera de Fenicia y se instalara en Tebas; antes de que naciera Sémele, la hija de Cadmo, de la que nació Dioniso, hijo de Zeus. Tal Dioniso sería, por tanto, de la tercera generación de los descendientes de Cadmo, pues era contemporáneo de Lábdaco, hijo de Polidoro, el hijo de Cadmo; mientras que el Heracles argivo vivió en la época de Edipo, hijo de Layo. Los egipcios también adoraban a otro Heracles, distinto del tirio y del griego. Heródoto dice, sin embargo, que los egipcios consideraban a Heracles uno de los doce dioses principales, así como los atenienses adoraban a un Dioniso diferente, el hijo de Zeus y Core, y que el canto místico llamado Yaco se cantaba para este Dioniso, no para el de Tebas. Por mi parte, yo estoy convencido de que el Heracles adorado por los iberos de Tartessos, donde están los pilares que se llaman de Heracles, es el mismo Heracles tirio, pues Tartessos fue una colonia fenicia, y el templo de Heracles se construyó con un estilo arquitectónico fenicio y los sacrificios eran allí ofrecidos al uso de los fenicios. El historiador Hecateo dice que Gerión, contra quien el Heracles argivo fue enviado por Euristeo para arrebatarle sus bueyes y llevarlos a Micenas, no tenía nada que ver con la tierra de los íberos; ni fue Heracles enviado a ninguna isla llamada Erytia más allá del Gran Mar, pues Gerión gobernaba como rey en una parte del continente — Epiro — alrededor de Ambracia y Anfíloco, y allí fue donde Heracles llevó a los bueyes, tarea nada fácil. Yo sé que en la actualidad ésa parte del continente es rica en tierras de pastoreo y cría una muy fina raza de bueyes, y no considero fuera de toda probabilidad que la fama de los bueyes de Epiro, y el nombre del rey Gerión de Epiro, hubieran llegado a oídos de Euristeo. Pero no creo que Euristeo conociera siquiera el nombre del rey de los iberos, que fueron la más remota de las naciones de Europa; o que supiera que una excelente raza de bueyes pastaban en sus tierras. A menos que alguien, mediante la introducción de Hera en el cuento, hiciera que ella diera tales órdenes a Heracles por intermedio de Euristeo, para disfrazar por medio de semejante fábula lo increíble de la historia.
  Pues bien, era al Heracles tirio a quien Alejandro dijo que quería ofrecer sacrificios. Sin embargo, cuando su mensaje llegó a Tiro por boca de los embajadores, el pueblo aprobó un decreto que obligaba a conceder cualquier petición de Alejandro, pero sin admitir en la ciudad a ningún persa o macedonio, con el argumento de que bajo las actuales circunstancias ésa era la respuesta más diplomática, y la política a seguir en cuanto a la guerra, cuyo derrotero aún no estaba claro. Al escuchar la respuesta de Tiro, Alejandro despidió a los embajadores tirios hecho una furia. Luego, convocó a un consejo a los Compañeros y los generales de su ejército, junto con los oficiales de infantería y caballería, y les habló sobre lo ocurrido.

CAPÍTULO XVII. DISCURSO DE ALEJANDRO ANTE SUS OFICIALES

  Alejandro habló a sus hombres de la siguiente manera: “Amigos y aliados, veo que una expedición a Egipto no será segura para nosotros mientras los persas mantengan su superioridad en el mar, y tampoco está exenta de amenazas la ruta por tierra; entre otros motivos, por el estado de las cosas en Grecia, y porque tenemos que perseguir a Darío dejando en la retaguardia a la ciudad de Tiro, cuya lealtad es dudosa, y Egipto y Chipre están ocupados por los persas. Estoy preocupado porque, al tiempo que avanzamos con nuestras fuerzas hasta Babilonia en búsqueda de Darío, los persas podrían reconquistar las provincias marítimas. Aparte, podrían trasladar la guerra a Grecia con un ejército más grande, teniendo en cuenta que los lacedemonios están ahora librando sin disimulo una guerra contra nosotros; y la ciudad de Atenas está pacificada solamente por el momento, más por temor que por buena voluntad hacia nosotros.”
  “Pero si capturamos Tiro, el conjunto de Fenicia caerá en nuestro poder, y la flota de los fenicios, que es la más numerosa y diestra de la marina persa, con toda probabilidad también será nuestra. Los navegantes fenicios no podrán hacerse a la mar en nombre de terceros, cuando vean que sus propias ciudades están siendo ocupadas por nosotros. Después de esto, Chipre o se rendirá a nosotros sin demora, o será capturado con facilidad con el simple desembarco de una fuerza naval; y luego la isla pasará a alinear sus barcos con los de Macedonia, como harán los fenicios. De esta manera, adquiriremos el dominio absoluto del mar, y la expedición a Egipto se convertirá en un asunto fácil para nosotros. Después de haber logrado el sometimiento completo de Egipto, y libres ya de cualquier preocupación por Grecia y nuestra propia tierra, seremos capaces de emprender la expedición a Babilonia con la tranquilidad de saber resueltos los asuntos de casa; al mismo tiempo, nuestra reputación será aún mayor por haber arrebatado al resto del imperio persa todas las provincias marítimas, y todas las tierras de este lado del Éufrates.”


CAPÍTULO XVIII. COMIENZA EL SITIO DE TIRO — CONSTRUCCI Ó N DE UN MUELLE DESDE EL CONTINENTE HASTA LA ISLA

  Con el mencionado discurso, al rey le resultó fácil persuadir a sus oficiales para emprender un ataque contra Tiro. Por otra parte, se sentía alentado por una admonición divina: la misma noche tuvo un sueño en el que se veía a sí mismo acercándose a los muros de Tiro, y Heracles se le aparecía de pronto, le tomaba de la mano derecha y le llevaba dentro de la ciudad. Esto fue interpretado por Aristandro en el sentido de que Tiro sería capturada con muchísimo esfuerzo, tal como las hazañas de Heracles fueron muy laboriosas. Sin duda, el sitio de Tiro era el mayor desafío que enfrentaban los macedonios hasta ese día, ya que la ciudad era una isla fortificada y con altos muros por todos lados, que llegaban hasta el mar. Encima de esto, cualquier operación naval en ese momento se saldaría a favor de los tirios, porque los persas aún poseían la supremacía en el mar, y los mismos tirios tenían a muchos de sus barcos en la isla.
  Sin embargo, los argumentos de Alejandro prevalecieron; se decidió que se iba a construir un muelle que fuera de la parte continental a la ciudad amurallada. El lugar elegido era un angosto estrecho, de aguas poco profundas y fangosas cerca de la parte continental; y en la parte cerca de la ciudad, la más profunda del canal, el mar tenía tres brazas de profundidad. Había en el lugar un suministro abundante de piedras y bastante madera, que los ingenieros de Alejandro emplearon para convertir en estacas colocadas encima de las piedras. Las estacas se fijaron con facilidad en el fango, que a su vez servía como una especie de cemento para mantener firmes las piedras. El celo de los macedonios en la construcción del muelle era grande, y se incrementó por la presencia del mismo Alejandro, quien tomaba la iniciativa en todo; iba por ahí ya animando con palabras o premios a sus hombres para esforzarse todavía más, ya aligerando la carga de aquellos que estaban trabajando más que sus compañeros por el deseo de ganar elogios a sus esfuerzos de parte de su rey.
  La parte del muelle que se construía cerca de la parte continental progresó fácil y rápidamente, ya que sólo había que verter el material en una pequeña porción de aguas poco profundas, y no había nadie que se lo impidiera. Pero a medida que se internaban en aguas más profundas, en dirección a la ciudad de Tiro propiamente dicha, la labor de los ingenieros se vio seriamente afectada al ser atacados con proyectiles lanzados desde las muy altas murallas; no podían defenderse, ya que habían sido expresamente preparados para un determinado trabajo en lugar de para la lucha. Como los de Tiro conservaban el dominio naval, arremetían con sus trirremes contra varias partes del muelle, haciendo imposible que los macedonios pudieran continuar vertiendo el material en el estrecho. Como reacción, estos últimos construyeron dos torres en el muelle, que ya ocupaba una larga franja de mar, y en estas torres colocaron las catapultas y balistas. Cubiertas de pieles sin curtir se colocaron delante de ellas para evitar que fueran alcanzadas por proyectiles incendiarios lanzados desde las murallas tirias, y al mismo tiempo, para servir de pantalla protectora contra las flechas para los que trabajaban en el dique. Se pretendía, además, impedir que los barcos tirios siguieran haciendo incursiones cerca de los hombres comprometidos en la construcción del muelle, causarles daño y retirarse sin estorbos, pues ahora se respondería a sus ataques desde las torres.

CAPÍTULO XIX. EL SITIO DE TIRO

  Para contrarrestar esto, los tirios adoptaron una nueva estratagema. Llenaron una nave, que había sido utilizada para el transporte de caballos, con ramas secas y madera de combustión rápida; colocaron otros dos mástiles en la proa, y fabricaron vallas a lo largo de toda la circunferencia del barco, lo suficientemente altas para que el buque pudiera contener tanta paja y antorchas como fuera posible. En este barco cargaron grandes cantidades de alquitrán, azufre, y todo lo que se calculó necesario para crear un incendio enorme. También extendieron una doble verga en cada mástil, de las que colgaban calderos en que se habían vertido o fundido materiales para avivar las llamas, y que se extendieran a una gran distancia. A continuación, lastraron la popa, a fin de elevar la proa en el aire. Favorecidas por el viento que soplaba en dirección al muelle, dos trirremes sujetaron a la embarcación por ambos lados y la remolcaron hacia él. Tan pronto como se acercaron al muelle y las torres, dispararon flechas encendidas contra la leña al mismo tiempo que la embarcación encallaba violentamente contra un extremo del muelle. Los hombres en el barco escaparon fácilmente nadando tan pronto como se le prendió fuego. Una gran llama pronto envolvió a las torres, atizada por el contenido de los calderos que se habían preparado para encenderla. La tripulación de las trirremes permaneció cerca del muelle, disparando flechas contra las torres, por lo que era peligroso para los macedonios acercarse a apagar el fuego. Tras esto, cuando las torres ya estaban siendo devoradas por las llamas, una partida de tirios se apresuró a salir de la ciudad en botes ligeros, y atacaron las partes intactas del muelle; destruyeron la empalizada que había sido colocada a ambos lados para su protección, y quemaron todas las máquinas de guerra a las que el fuego no había tocado.
  No obstante, Alejandro persistió. Ordenó enseguida construir otro muelle más ancho desde la parte continental, capaz de contener más torres, y a sus ingenieros les dijo que volvieran a fabricar nuevas piezas de artillería. Mientras sus hombres se apresuraban a cumplir estas órdenes, Alejandro tomó a los hipaspistas y agrianos para ir a Sidón, a reunir allí todos los trirremes que pudiera hallar. Se había dado cuenta de que el éxito del sitio sería mucho más difícil de alcanzar si los tirios conservaban su superioridad en el mar.

En esos días, Gerostrato, el rey de Arados, y Enilo, el rey de Biblos, tras cerciorarse de que sus ciudades habían caído en manos de Alejandro, decidieron abandonar a Autofrádates y la flota bajo su mando para unirse al rey de Macedonia con sus dos fuerzas navales combinadas, acompañadas por trirremes sidonias, de modo que contabilizaban un total de ochenta naves fenicias. Casi al mismo tiempo, llegaron nueve trirremes de Rodas, incluyendo la nave capitana Peripolos, guardiana de la isla. De Soli y Malos también vinieron tres barcos, y de Licia diez. De Macedonia llegó una nave de cincuenta remos, en la que venía Proteo, hijo de Andrónico. Poco después, también los reyes de Chipre mandaron a Sidón cerca de 120 barcos cuando se enteraron de la derrota de Darío en Issos; muy temerosos de lo que pudiera pasarle a su isla, porque el conjunto de Fenicia ya estaba en poder de Alejandro. Para todos éstos, Alejandro proclamó el perdón por su conducta anterior, ya que parecía que se habían unido a la flota persa por necesidad, no por elección propia. Una vez se hubo asegurado de que nuevas piezas de artillería se estaban construyendo para él, y los barcos se iban equipando para un ataque naval contra la ciudad de Tiro; Alejandro tomó algunos escuadrones de caballería, arqueros y a los agrianos para una expedición a la cadena de montañas llamada Antilíbano. Después de haber sometido algunas tribus montañesas por la fuerza o por rendición voluntaria, regresó a Sidón al cabo de diez días. Aquí encontró a Cleandro, hijo de Polemócrates, recién llegado del Peloponeso con 4.000 mercenarios griegos.
  Cuando la flota se hubo organizado como era debido, se embarcaron en ella solamente la cantidad de hipaspistas que a Alejandro le pareció suficiente para la acción que llevarían a cabo; en caso de que, por supuesto, el enfrentamiento naval resultara ser más una cuestión de romper la línea enemiga y cargar a través de ella, que de luchar cuerpo a cuerpo. La flota macedonia levó anclas en Sidón y navegó hacia Tiro con sus barcos dispuestos en el orden correcto, con su rey situado en el ala derecha, acompañado de los reyes de los chipriotas y los fenicios; excepto Pnitágoras, que estaba al mando del ala izquierda con Crátero. Los tirios, hasta entonces tan resueltos a librar una batalla naval si Alejandro intentaba asaltar su ciudad por vía marítima, vieron con sorpresa aparecer la multitudinaria flota enemiga; no se habían enterado todavía de que Alejandro tenía todas las naves de los chipriotas y fenicios. No menos les sorprendió ver que él en persona se hallaba a bordo de uno de los barcos. La flota de Alejandro se detuvo en mar abierto un poco antes de llegar a la ciudad, con el fin de provocar a los navíos tirios a salir para empezar una batalla; pero después, como el enemigo no se hizo a la mar aunque estaban dispuestos en posición de combate, avanzaron al ataque con toda la velocidad que permitían sus remos. Al ver que los contrarios se les venían encima, los tirios decidieron no entrar en combate en el mar, sino que se dedicaron a bloquear el paso de los buques enemigos posicionando sus trirremes en las bocas de sus puertos, de manera que la flota contraria no podría encontrar anclaje en ninguno de ellos.
  Viendo que los de Tiro no se atrevían a enfrentarle en el mar, Alejandro mandó a la flota navegar hasta quedar muy cerca de la ciudad, pero sin tratar de forzar la entrada en el puerto en dirección a Sidón, debido a la estrechez de su boca, y porque vio que la entrada había sido bloqueada con muchas trirremes con sus proas vueltas hacia él. Sin embargo, los fenicios cayeron sobre las tres trirremes amarradas un poco más lejos en la boca del puerto; y embistiéndolas por la proa, lograron hundirlas. Los tripulantes pudieron ponerse a salvo nadando hasta territorio amigo. Entonces, Alejandro mandó que sus barcos fueran amarrados a lo largo de la costa, no lejos del muelle ya reconstruido, donde no parecía haber refugio de los vientos; y, al día siguiente, ordenó a los chipriotas ir con sus barcos y Andrómaco como almirante a anclar cerca de la ciudad, frente al puerto que está orientado hacia Sidón, y a los fenicios a hacer lo mismo frente al puerto que mira hacia Egipto, situado al otro lado del muelle, donde quedaba la tienda de campaña de Alejandro.

CAPÍTULO XXI. CONTINUACIÓN DEL SITIO DE TIRO

  Alejandro había conseguido traer muchos ingenieros de Chipre y de toda Fenicia, por lo que toda la maquinaria de asalto necesaria fue prontamente fabricada; algunas piezas se colocaron sobre el muelle, otras en buques de los que son utilizados para el transporte de caballos, venidos desde Sidón, y también algunas en las trirremes, que no eran barcos rápidos. Concluidos todos los preparativos, el rey mandó subir la artillería al muelle reconstruido; desde allí los macedonios comenzaron a disparar a las murallas tirias, en sincronía con la artillería de los barcos anclados en distintas partes cerca de las murallas, para así demostrar su fuerza. Los tirios erigieron torres de madera en sus almenas frente al muelle, desde las que entorpecían el trabajo del enemigo; y cuando las máquinas de la artillería enemiga fueron llevadas a otra parte fuera del rango de tiro, se defendieron lanzando proyectiles y flechas incendiarias contra las naves, con lo que disuadieron a los macedonios de acercarse mucho a los muros.
  Las murallas de Tiro en la parte que quedaba frente al muelle tenían unos ciento cincuenta pies de altura, con una anchura en proporción, y estaban construidas con grandes piedras unidas con argamasa. No fue fácil para los caballos, los transportes y los trirremes macedonios ir transfiriendo una a una las piezas de la artillería hasta la muralla, lo más cerca posible de la ciudad, ya que una gran cantidad de piedras lanzadas por las catapultas tirias cayeron al mar, impidiéndoles acercarse para comenzar el asalto. Alejandro estaba decidido a retirar las piedras, lo que se llevó a cabo con los buques y no desde tierra firme; pero se trataba de un trabajo muy difícil, sobre todo porque los tirios colocaron un ingenio metálico en la proa de las naves, las dirigieron junto a los anclajes de las trirremes macedonias, y cortaron los cables de las anclas por debajo, de manera que les resultara imposible permanecer amarradas. Alejandro hizo cubrir los flancos de sus embarcaciones de treinta remos con protecciones, de la misma manera que los tirios, y las colocó transversalmente en la parte delantera de los barcos anclados, con lo que el asalto fue repelido. A pesar de esto, los buzos de Tiro nadaron en secreto para colocarse debajo de los navíos macedonios, y cortaron sus cables. Los macedonios pasaron a utilizar cadenas como anclas en lugar de cables, para que los buzos no pudieran causar más perjuicios. Entonces, pudieron dedicarse a atar las piedras con nudos corredizos y arrastrarlas desde el muelle, y catapultarlas a aguas profundas, donde ya no harían daño al ser arrojadas contra los macedonios.
  Los barcos ahora se acercaban sin estorbos a la parte de las murallas donde se habían arrojado las piedras, ya totalmente despejada. Los tirios se vieron presionados desde todas partes, y decidieron realizar un ataque de distracción contra los barcos de Chipre fondeados frente al puerto orientado hacia Sidón. Durante mucho tiempo, mantuvieron extendidas las velas de sus barcos a lo largo de la boca del puerto, a fin de que no fuera perceptible desde el otro bando que embarcaban soldados en sus trirremes. Alrededor de mediodía, cuando los marineros solían dispersarse en busca de los pertrechos necesarios, y Alejandro por lo general dejaba la flota para descansar en su tienda en el otro lado de la ciudad, los tirios embarcaron en tres quinquerremes, un número igual de cuatrirremes y siete trirremes con los más expertos de los remeros, y con los mejores soldados acostumbrados a luchar en las cubiertas de los barcos, así como con los hombres más osados en cuanto a maniobras navales. En un primer momento, remaron lentamente y en silencio en una sola fila, moviendo los remos sin ningún tipo de señal de los capataces que marcan el tiempo a los remeros. Cuando ya estaban todas las proas viradas de cara a los chipriotas, y suficientemente cerca para ser vistos por ellos, los tirios lanzaron fuertes gritos de guerra y aliento para sus colegas, e iniciaron la embestida remando a todo pulmón.

CAPÍTULO XXII. ASEDIO DE TIRO — DERROTA NAVAL DE LOS TIRIOS

  Sucedió ese día que Alejandro se retiró a su tienda, pero después de un corto período de tiempo regresó a su barco; no era su costumbre tomar descansos prolongados. Los de Tiro cayeron de improviso sobre los barcos anclados, encontrando algunos completamente vacíos, y otros atendidos solamente por una fracción de la tripulación que se encontraba presente en el momento del ataque. En la primera ofensiva, los tirios hundieron la quinquerreme del rey Pnitágoras, el barco de Androcles de Amatos y el de Pasicrates de Curión; y destrozaron las otras naves empujándolas hacia tierra firme.
  Viendo lo que hacían las trirremes de Tiro, Alejandro gritó órdenes a sus hombres de embarcarse deprisa en tantos de los barcos bajo su mando que estuvieran a mano, e ir a tomar posición en la boca del puerto, de modo que la salida quedaba obstruida para los tirios. Luego, él en persona se puso al mando de las quinquerremes y cinco trirremes antes de que los demás estuvieran listos, y dio la vuelta a la ciudad para enfrentar a los tirios, que habían zarpado desde ese puerto. Los hombres que observaban desde las murallas, al ver que el mismo Alejandro lideraba el contraataque de su flota, comenzaron a llamar a voces a sus propios buques, exhortándoles a que regresaran; pero sus gritos no eran audibles a causa del estrépito provocado por los barcos involucrados en la ofensiva, y debieron ordenarles retirarse por medio de señales. La flota tiria tardó bastante tiempo en darse cuenta del inminente ataque de la flota de Alejandro, y viró para huir hacia el puerto; algunos de sus barcos lograron escapar, pero la mayoría fueron embestidos por los barcos de Alejandro, quedando varios de ellos no aptos para volver a navegar, y una quinquerreme y una cuatrirreme fueron capturadas en la misma boca del puerto. La cantidad de bajas entre los marineros tirios no fue tan grande, porque se tiraron al mar tan pronto sus naves fueron abordadas por el enemigo, y se pusieron a salvo sin dificultad nadando hasta el puerto.
  Ahora que los tirios ya no podían obtener ninguna ayuda de sus barcos, los macedonios pudieron arrimar sus artefactos de guerra a las murallas de la ciudad. La artillería que fue apostada por el muelle enfrente de la ciudad, no pudo causar un daño que valiera la pena debido a lo resistentes que eran las murallas en ese sector. Otros de los griegos acercaron algunos de los barcos transportando la artillería a las murallas de la parte de la ciudad orientada hacia Sidón. Sin embargo, tampoco allí tuvieron éxito. Alejandro les mandó pasar a la parte proyectada hacia el viento del sur y hacia Egipto, y probar la fuerza de la artillería bombardeando la muralla desde todas partes. Aquí, una porción de la muralla que estaba siendo fuertemente sacudida por las descargas de la artillería, tembló y cayó hecha pedazos. Alejandro trató de llevar a cabo una tentativa de asalto a la muralla, lanzando un puente sobre la parte donde se abrió la brecha. Pero de nuevo los tirios rechazaron sin mucha dificultad a los macedonios.
CAPÍTULO XXIII. ASALTO A LAS MURALLAS DE TIRO

  Tres días más tarde, después de haber esperado por un mar en calma, y habiendo pronunciado un discurso de aliento ante los oficiales de cada unidad que iba a participar en la maniobra, Alejandro ordenó a los barcos cargados con la artillería acercarse de nuevo a la ciudad. Éstos machacaron la muralla por donde habían logrado derribar un tramo grande, y cuando la brecha parecía ser lo suficientemente amplia, Alejandro ordenó retirarse a los barcos con la artillería, y mandó acercarse a otros dos que llevaban pasarelas de madera, las que tenía la intención de lanzar sobre la brecha en el muro. Los hipaspistas bajo el mando de Admeto estaban en uno de estos barcos, listos para el transbordo hasta la muralla; en el otro iban los del batallón de Coeno, llamados los Compañeros de a pie. Alejandro, por su parte, se hallaba al frente de los guardias reales, atento a la primera oportunidad para escalar la pared por donde fuera posible.
  Alejandro ordenó a algunas de las trirremes dirigirse hacia ambos puertos, para ver si podían forzar la entrada por cualquier medio mientras los tirios estuvieran entretenidos en combatirle a él. También ordenó a las trirremes que contenían la artillería o llevaban a los arqueros en cubierta, a dar la vuelta a los muros y descargar una cortina de proyectiles allí donde consideraran necesario; debían mantenerse dentro del rango de tiro de la artillería cuanto fuera posible, para distraer a los tirios mediante una granizada de proyectiles desde todas partes, y que no supieran adónde acudir primero para repeler los ataques simultáneos. Cuando los buques de Alejandro finalmente lograron asentar sus puentes sobre el muro, los hipaspistas subieron valientemente a ellos y corrieron hacia la brecha detrás de su comandante Admeto, quien demostró una impresionante valentía en aquella ocasión. Alejandro les siguió pisándoles los talones, como un corajudo participante en la acción misma, y??como testigo de brillantes proezas y peligrosas demostraciones de valor realizadas por sus hombres. De hecho, la sección de la muralla que fue la primera en ser capturada fue ésa donde Alejandro se había situado; allí los tirios fueron fácilmente derrotados tan pronto los macedonios pudieron hacerse con una sección donde plantarse firmemente, y que no fuera abrupta por todas partes. Admeto fue el primero en llegar arriba, pero mientras gesticulaba desde allí para animar a sus hombres a escalar la muralla, fue atravesado por una lanza y murió en el acto.
  Alejandro y los Compañeros subieron detrás de él; se apoderaron de toda la muralla, y capturaron algunas de las torres y las partes de los muros que iban de una torre a otra; luego avanzaron a través de las almenas hasta el palacio real, lado por cual el descenso a la ciudad parecía menos complicado.
CAPÍTULO XXIV. CAPTURA DE TIRO

  Volviendo al relato de qué hacia la flota, los fenicios situados enfrente del puerto orientado hacia Egipto, donde se habían mantenido anclados, de pronto irrumpieron por la fuerza en la boca del puerto rompiendo las barreras en pedazos, y destrozaron los barcos enemigos en el puerto; embistieron a algunos de ellos en aguas profundas, y empujaron al resto hacia tierra firme. Los chipriotas también hicieron su entrada en el puerto orientado hacia Sidón, que no tenía ninguna cadena atravesada en la boca, y lograron una rápida captura de esta sección de la ciudad. El cuerpo principal del ejército tirio huyó de las murallas cuando cayeron en posesión del enemigo, y fueron a reunirse frente a lo que se llamaba el templo de Agenor, donde se parapetaron para resistir a los macedonios. A éstos fue a enfrentar Alejandro, seguido por los guardias reales; derrotó a los hombres que allí lucharon, y persiguió a los que lograron huir.
  Espantosa fue la masacre que siguió, llevada a cabo por los soldados que irrumpieron en la ciudad desde ambos puertos, y por el batallón de Coeno, que también acababa de entrar. Los macedonios avanzaban implacables y caían llenos de rabia sobre los tirios; enfurecidos en parte por la larga duración del asedio y en parte porque los tirios, habiendo capturado a algunos de sus enviados de Sidón, los habían subido a las murallas, donde eran visibles desde el campamento macedonio, y allí los degollaron. Después de matarlos, habían arrojado los cuerpos al mar. Unos 8.000 de los tirios fueron asesinados; y de los macedonios, además de Admeto, que había demostrado ser un hombre valeroso al ser el primero en escalar el muro, veinte de los guardias reales murieron en el asalto a las murallas. En todo el sitio, alrededor de 400 macedonios cayeron en combate.
  Alejandro proclamó la amnistía para todos los refugiados en el templo de Heracles, entre los que se hallaban la mayoría de los magistrados de Tiro, incluidos el rey Azemilco y los enviados cartagineses, que habían venido a la madre patria para asistir al sacrificio en honor de Heracles, según una antigua costumbre. El resto de los prisioneros fueron reducidos a la esclavitud; todos los tirios y las tropas mercenarias capturadas, alrededor de 30.000 en total, fueron vendidos. Terminada la lucha, Alejandro por fin pudo ofrecer un sacrificio a Heracles, y llevó a cabo un desfile en honor de la deidad con todos sus soldados armados hasta los dientes. Los barcos también participaron en la procesión religiosa en honor de Heracles; además, se realizó un certamen de gimnasia en el templo del héroe, y se celebró una carrera de antorchas. La maquinaria de asalto con la que el muro había sido echado abajo fue llevada al templo y dedicada como ofrenda de agradecimiento; el barco sagrado de Tiro dedicado a Heracles, que había sido capturado en el ataque naval, fue también entregado como ofrenda al dios. Encima llevaba una inscripción, de la que se desconoce si fue compuesta por el mismo Alejandro o por algún otro, pero que no es digna de ser recordada, por lo que no he considerado que valga la pena describirla.
  Así, pues, fue capturada la ciudad de Tiro en el mes de hecatombeón, cuando Aniceto era arconte de Atenas.

CAPÍTULO XXV. ALEJANDRO RECHAZA UNA OFERTA DE DARÍO — NEGATIVA A RENDIRSE DE BASIS, GOBERNADOR DE GAZA

  Mientras Alejandro todavía se ocupaba de Tiro, llegaron los embajadores de Darío, anunciando que el rey persa daría diez mil talentos a cambio de liberar a su madre, esposa e hijos, y que todos los territorios al oeste del río Éufrates hasta el mar griego, serían para Alejandro; aparte, le presentaron la propuesta de casarse con la hija de Darío, y convertirse así en su amigo y aliado. Cuando tales propuestas fueron anunciadas durante un consejo con los Compañeros, se cuenta que Parmenión dijo que si él fuera Alejandro estaría encantado de poner fin a la campaña en esos términos, y no seguir en la incertidumbre acerca del éxito de la misma. Alejandro, se dice, le respondió que él también lo haría si fuera Parmenión, pero como era Alejandro iba a contestarle a Darío de manera diferente. No tenía necesidad alguna del dinero de Darío, ni quería recibir un pedazo de su imperio en lugar de todo, porque todo su tesoro e imperio eran ya suyos; además, si tuviera ganas de casarse con la hija de Darío, se casaría con ella aunque Darío se opusiera. Por tanto, les dijo a los embajadores que Darío debía venir a presentarse ante él si quería recibir un trato generoso de su parte. Una vez Darío oyó esta respuesta, desistió de seguir buscando un acuerdo con Alejandro, y comenzó a preparar un nuevo ejército para continuar la guerra.
  Alejandro estaba ahora decidido a comenzar la expedición a Egipto. Todos los territorios de la región llamada Siria Palestina ya se le habían rendido; pero cierto eunuco de nombre Batis, que gobernaba la ciudad de Gaza, hizo caso omiso de su petición de entregársela, y en cambio contrató los servicios de mercenarios árabes, y almacenó durante días alimentos suficientes para un largo asedio. Hecho esto, resolvió no admitir a Alejandro dentro de la ciudad, convencido de que el lugar era inexpugnable.


CAPÍTULO XXVI. EL SITIO DE GAZA

  Gaza está ubicada a unos veinte estadios del mar; el camino que lleva desde allí hasta la ciudad es densamente arenoso, y las aguas del mar en sus cercanías son poco profundas. La ciudad de Gaza era grande, y había sido construida sobre un montículo elevado, alrededor del cual un fuerte muro se había construido. Es la última ciudad con que se encuentra el viajero que va de Fenicia a Egipto, porque está situada en el borde del desierto. Cuando el ejército de Alejandro llegó cerca de la ciudad, acamparon desde el primer día en el lugar donde la muralla parecía más fácil de asaltar, y allí elevaron sus torres de asedio por órdenes del rey. Sin embargo, los ingenieros manifestaron que no era posible tomar la muralla por la fuerza por la altura del montículo. Para Alejandro, no obstante, mientras menos factible parecía ser la empresa, más firmemente decidido a realizarla se hallaba. Decía que, de infligir al enemigo una derrota contraria a sus expectativas, ello atemorizaría al resto de sus opositores; mientras que un fracaso en la toma del lugar redundaría en desgracia para él mismo si llegaba a oídos de los extranjeros o de Darío. Por lo tanto, resolvió construir un terraplén alrededor de la ciudad, para utilizarlo como rampa para subir sus máquinas de asedio a la colina hasta ponerlas al nivel de las murallas de la ciudad. El terraplén fue construido en la cara sur de la ciudad, donde era más fácil llevar a cabo la ofensiva. Una vez la altura del terraplén alcanzó el nivel adecuado, los macedonios colocaron su artillería sobre él, y la arrimaron a las murallas de Gaza. En el momento en que esto sucedía, Alejandro estaba ofreciendo un sacrificio, y, coronado con una guirnalda, se hallaba a punto de comenzar el rito sagrado en primer lugar, según era la costumbre; cuando una cierta ave carnívora sobrevoló el altar, y soltó una piedra que tenía en sus garras, la cual cayó sobre la cabeza del monarca. Alejandro solicitó al adivino Aristandro que interpretara el significado del presagio. Éste le respondió: "¡Oh, rey! Tú realmente lograrás capturar la ciudad, pero debes cuidar de tu persona en este día."

CAPÍTULO XXVII. CAPTURA DE GAZA

  Alejandro escuchó el consejo, y se mantuvo durante un tiempo cerca de las torres de asedio, fuera del alcance de los proyectiles enemigos. De pronto, desde la ciudad salió una atrevida partida de árabes que llevaban antorchas para prender fuego a las torres de la artillería; y otros desde su posición dominante en las murallas empezaron a lanzar flechas y piedras contra los macedonios, que se defendían en terreno más bajo, y estaban a punto de ser echados del montículo artificial que habían construido. Al ver esto, Alejandro o desobedeció a sabiendas al augur, o se olvidó de la profecía debido a la emoción y el fragor de la pelea. Tomando a los hipaspistas reales, se apresuró en ir al rescate de los macedonios que estaban siendo acribillados con más saña, y les impidió darse a una vergonzosa fuga colina abajo. Él mismo fue herido por una piedra catapultada desde las murallas, que le golpeó en el hombro atravesando su escudo y coraza. Con esto, recordó lo que Aristandro había profetizado acerca de una posible herida; se alegró, pues, porque ello quería decir que la interpretación del adivino era certera y ahora sólo faltaba capturar la ciudad. Ciertamente, la herida que recibió no se la curaron con facilidad.
  Mientras se recuperaba, llegaron por vía marítima los pertrechos y la artillería con que había capturado Tiro, y pudo entonces ordenar que el terraplén fuera ampliado para abarcar todo el perímetro de la ciudad; debía medir dos estadios de ancho, y 250 pies de altura. Toda la maquinaria fue preparada y luego llevada a situarse a lo largo de la colina, y enseguida comenzó el bombardeo de las murallas; se excavaron túneles en varios lugares por debajo de éstas, y se escondía la tierra que se extraía para que no fueran descubiertos. Pronto las murallas se derrumbaron en muchas partes, cediendo por su propio peso bajo los espacios huecos dejados por las excavaciones. Los macedonios se adueñaron de una gran extensión de terreno, protegidos gracias a la descarga constante de proyectiles contra la ciudad, haciendo retroceder a los hombres que defendían las murallas desde las torres. Sin embargo, los defensores de Gaza pudieron resistir tres asaltos consecutivos, aunque muchos de ellos fueron muertos o heridos. En el cuarto asalto, Alejandro mandó a la falange concentrarse desde todos lados en este sector; acabaron de echar abajo la parte semiderruida de la muralla, y derrumbaron otra porción considerable de la misma empleando los arietes, de manera que a través de las brechas era posible pasar empleando escaleras para sortear los destrozos que obstaculizaban el paso. Todos sus hombres arrimaron sus escaleras a los escombros del muro, y se desató una reñida competición entre los macedonios con alguna pretensión de valentía para ver quién sería el primero en escalar la muralla. Quien consiguió este honor fue Neoptólemo, uno de los Compañeros, del linaje de los Eácidas; y detrás de él subieron sus oficiales, alineados por rango.
  Una vez que algunos de los macedonios estuvieron dentro, se dispersaron en todas direcciones hacia las puertas que cada unidad tenía más a mano, y las abrieron para dejar pasar al resto del ejército en la ciudad. Aunque su ciudad estaba ahora en manos del enemigo, la población de Gaza se resistió y luchó; todos los varones cayeron en sus puestos de combate. Alejandro vendió a sus esposas e hijos como esclavos; después trajo a los colonos vecinos para poblar la ciudad de nuevo, e hizo de ella un puesto fortificado capaz de resistir otra guerra.






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