Este capítulo se ocupará de lo que, desde el punto de vista ateniense, se denomina convencionalmente la guerra del Peloponeso, aunque aquí la examinaremos y describiremos desde el bando espartano. De ahí el poco corriente título de «guerra ateniense», que es el antiguo modo griego de decir «la guerra contra los atenienses». El conflicto fue iniciado por Esparta con grandes aunque injustificadas esperanzas, y terminó finalmente, veintisiete años después, sólo cuando los espartanos llegaron a un acuerdo, por razones económicas, con el viejo enemigo de los griegos, Persia. No obstante, estos últimos tenían sus propios motivos para querer destruir el poder de Atenas, para lo que utilizaron a los espartanos simplemente como instrumento. Esta cínica estratagema, de la que todas las partes implicadas eran igualmente culpables, iba a emponzoñar las relaciones interestatales griegas desde entonces hasta la conquista de Grecia por la Macedonia de Filipo II y su hijo Alejandro Magno, quien a continuación emprendió la extraordinaria campaña que le permitió conquistar también el Imperio persa.
La estrategia de los espartanos para ganar la guerra ateniense era, en cierto sentido, nula y vacía desde el comienzo. Encerrados en su mentalidad hoplítica, que al fin y al cabo les había ido excepcionalmente bien durante más de dos siglos, creían que aplicar simplemente más de lo mismo ya serviría. Pensaban que simplemente invadiendo el territorio ateniense de Ática por tierra a principios del verano, poco antes de la cosecha de cereal, o bien obligarían a los atenienses a dejar atrás las murallas de la ciudad y combatir por su tierra cultivada —y a ser inevitablemente derrotados en una batalla campal hoplítica—, o bien destruirían la cosecha, con lo que les amenazarían con la muerte por inanición, lo cual les forzaría a la larga a pedir la paz en condiciones humillantes. O al menos, para ser más exactos, eso creía la inmensa mayoría de los espartanos. El rey Arquídamo, que intentó disuadirles de una inmediata declaración de guerra en 432, casi seguro que no. Cuánta razón tenía.
Pues, como Pericles —siguiendo el ejemplo de su mentor Temístocles— había previsto hacía tiempo, una estrategia espartana tal no sería decisiva por sí misma porque, de hecho, Atenas era una especie de isla, y la supervivencia de su población no dependía del cereal de su territorio. Estaba aislada y protegida gracias a los denominados Muros Largos que conectaban la ciudad de Atenas con su puerto —prácticamente una segunda ciudad— de El Pireo y con Falerón; y no dependía del todo del cereal de cosecha propia porque Ática podía alimentar, como mucho, sólo a unas 75.000 personas (sobre todo con cebada, menos deseable y nutritiva que el trigo), y su población oscilaba entonces entre 250.000 y 300.000 habitantes, con lo que los 200.000 restantes eran alimentados con cereal importado directamente tanto de la isla de Lemnos del norte del Egeo controlada por Atenas, como, sobre todo, a través del comercio de grano con lo que es actualmente Ucrania y Crimea, todo ello complementado con suministros procedentes de Chipre y el norte de África cuando hacía falta y el precio era asequible. En otras palabras, mientras Atenas, mediante su enorme poderío marítimo, controlara los vitales cuellos de botella del Bósforo y el Helesponto (Dardanelos), su principal provisión de trigo desde la costa norte del mar Negro estaba garantizada y la ciudad no corría peligro inminente de inanición, aunque los espartanos lograsen destruir todas las cosechas de cereal de Ática en una temporada de campañas.
En realidad, destruir las cosechas de cereal no era en absoluto una tarea fácil. El grano tenía que estar lo bastante seco para ser combustible, y las tropas invasoras peloponesias debían, por un lado, ir provistas de suficiente leña y yesca y, por otro, protegerse de los contraataques de los atenienses. También debían ser capaces de alimentarse de la tierra mientras estuvieran destruyendo y saqueando, de estirar y hacer durar las relativamente escasas provisiones de comida traídas de casa. Esta tremenda combinación de obstáculos técnicos significaba que la estancia más larga de cualquier expedición del Peloponeso a Ática durante la guerra ateniense fue de apenas cuarenta días. Esto no bastaba para saquear de manera significativa, no digamos ya destruir totalmente, nada parecido a todas las cosechas de cereal de Ática, por no hablar de las viñas y los olivares (en todo caso, los olivos son prácticamente indestructibles). Para los espartanos habría sido una estategia más fructífera ocupar una posición permanente en territorio ateniense, guarnecerla y desde la misma llevar a cabo incursiones en el territorio circundante e incluso impedir a los campesinos atenienses labrar la tierra. Con el tiempo, los espartanos adoptaron efectivamente esta estrategia, pero no fue hasta 413, y sólo tras consultar a un renegado ateniense (Alcibíades). Como veremos, esta estrategia tuvo un efecto devastador adicional en la economía de los atenienses, aunque por sí misma no supuso la victoria de Esparta en la guerra.
Así pues, dado que la única estrategia inicial de los espartanos resultaba bastante ineficaz, los atenienses eran libres de responder de forma ofensiva y contundente por otras vías, tanto por mar como por tierra. Tucídides, como quería subrayar la previsión y la sabiduría de Pericles, así como exonerar a los atenienses de toda culpa por el inicio de ese desastroso conflicto internacional, representó su contraestrategia como abrumadoramente defensiva. Como buen historiador que era, Tucídides mencionó también el hecho de que dos veces en cada temporada de campañas los atenienses llevaron a cabo incursiones terrestres hoplíticas en el territorio de la vecina Megara, un importante miembro de la Liga del Peloponeso de Esparta, y describió las grandes expediciones navales que organizaron los atenienses contra el este del Peloponeso en los primeros años de la contienda. Hacia 428, por tanto, cuando los espartanos intentaban conducir a sus aliados a territorio ateniense por segunda vez en la misma temporada, entre los peloponesios había empezado a cundir el cansancio de la guerra. Los espartanos no deberían haber necesitado que los mitileneos (que buscaban ayuda espartana para su proyectada revuelta contra Atenas) les dijeran —durante los Juegos Olímpicos de 428— que la guerra no se ganaría en Ática, sino en las tierras (Ucrania, Crimea...) desde las cuales Ática recibía suministros de trigo extranjero, etcétera. Sin embargo, al parecer sí necesitaban que se lo dijeran, pues desde luego no actuaron con arreglo al consejo.
En vez de ello, los espartanos observaron que se había vuelto alarmantemente la tortilla. Habían iniciado la guerra en 431, tras confirmar previamente con Apolo en Delfos que llevarían razón si lo hacían, y que por tanto ganarían la guerra y derrotarían a los atenienses de manera convincente. Después de seis años de conflicto esto distaba tanto de ser el caso que, en el verano de 425, los atenienses, bajo la dirección de Demóstenes, establecieron un campamento base dentro del territorio espartano de Mesenia, en Pilos, en la costa occidental (cerca de lo que más adelante recibía el nombre de Navarino, lugar de la gran batalla naval de 1827). Demóstenes había traído astutamente mesenios consigo, mejor dicho, soldados de ascendencia mesenia, de la ciudad de Naupacto, que los atenienses habían ayudado a fundar como refugio de ex ilotas liberados durante la gran sublevación posterior al terremoto de la década de 460. Estos mesenios naupactianos, junto con los nuevos ilotas mesenios fugitivos atraídos a la base ateniense de Pilos, consiguieron causar estragos y destrucción en las granjas mesenias de los espartanos, entre otras razones porque hablaban la lengua -es decir, podían pasar por ilotas leales y así mataban a cualquier ilota que prefiriese permanecer sinceramente espartanos y dañaban sus cosechas y otras posesiones.
Naturalmente, los espartanos reaccionaron en el actoRetiraron el ejército invasor de Ática y mandaron de ante esta inmediato leal a sus amos tremenda noticia. un destacamento itinerante de soldados de élite a la región de Pilos. Tras cierta demora, también mandaron una flota, en la que se incluía una trirreme de guerra comandada por Brásidas, quien, según Tucídides, era el combatiente que «más se distinguió» en un infructuoso ataque naval contra la empalizada de los atenienses. Durante los tres años siguientes, hasta su muerte en 422, Brásidas fue la principal fuente de dificultades de Atenas tanto en el Peloponeso como mucho más al norte, en Anfípolis (Calcis). Había llegado a ser tan influyente que hizo falta que muriera en combate antes de que los espartanos estuvieran dispuestos o fueran capaces de tomar decididamente el camino de la paz.
BRÁSIDAS
Brásidas es, gracias al gran interés que Tucídides mostró por él, uno de los poquísimos espartanos no pertenecientes a familias reales al que podemos dar un verdadero tratamiento biográfico. Su nombre acaso derive en última instancia del de la ciudad de Prasia, en la costa nordeste de Laconia, que antes de ser una ciudad peneca fue integrante de una anfictionía, o liga religiosa, con base en la isla de Calauria (la actual Poros). Esto habría sucedido en el siglo VII a.C. Curiosamente, se conocían los nombres de los padres de Brásidas. Su padre, Telis, fue uno de los espartanos distinguidos que fue escogido para negociar las condiciones de paz y la alianza con Atenas en 421 y poner fin a la guerra ateniense. Ya hemos hablado de su madre, Argileonis, pues se le atribuye excepcionalmente un apotegma de la antología de Plutarco.
Sus palabras, tal como las hemos citado aquí (véase el capítulo 5), con independencia de su autenticidad literal, pretendían hacer hincapié en dos aspectos: que incluso un ciudadano tan distinguido como su hijo Brásidas no era ni mucho menos una rareza en Esparta, y que las madres espartanas ejemplares como Argileonis estaban más interesadas en el bien común de Esparta que en ensalzar a sus familiares más cercanos. No obstante, en realidad hubo pocos espartanos, si acaso alguno, más capaces y efectivos, o más respetados fuera de Esparta, que Brásidas, tanto en vida como después de su muerte. Si hubiera vivido más tiempo, quizás habría tenido derecho a una biografía de Plutarco, como le pasó al único espartano no perteneciente a familia real que llegó al nivel exigido, Lisandro.
Brásidas fue miembro del consejo de cinco éforos en 431, cuando estalló la guerra ateniense. Cuesta creer que esto fuera accidental o fortuito. Se supone que los aspirantes a éforo no hacían campaña para conseguir el cargo, pero habría sido raro que los hombres elegidos para —o a los que se permitía— presentar su candidatura en aquellos momentos cruciales no hubieran sido conocidos por ser «halcones», esto es, adversarios a toda prueba de los atenienses y defensores de las hostilidades inmediatas contra ellos. Todo lo que se sabe de la posterior carrera de Brásidas confirma este perfil. En 430 aparece en Metone, en la costa occidental de siguiente, 429, parece Mesenia, donde dirigió una fuerza que fue ascendido, pues lo vemos defensiva móvil. Al año prestando servicio como
comisionado de flota en Cilene, noroeste del Peloponeso, donde aún seguía en 427. Desde luego, los espartanos consideraban una prioridad proteger el «paso del noroeste», es decir, impedir que los atenienses navegaran rodeando el Peloponeso para establecer contacto con los mesenios naupactianos y otros aliados reales o potenciales de las islas jónicas, u oponer resistencia en caso necesario. Así pues, Brásidas se encontró ayudando al almirante espartano de la flota en enfrentamientos especialmente encarnizados, entre ellos la guerra civil, memorablemente descrita y analizada por Tucídides, en Corcyra (Corfú) ese verano.
De todos modos, esta acción preventiva no evitó la iniciativa ateniense de Demóstenes de tomar y guarnecer Pilos, Mesenia, en 425. Como era de esperar, Brásidas fue enviado a ese escenario crítico, ahora como comandante de una trirreme. Se dijo que su comportamiento fue el más distinguido de todos, pero para los espartanos Pilos fue un completo desastre, por lo que había una necesidad desesperada de medidas de distracción que levantaran la moral de los espartanos en casa y restablecieran su reputación en el extranjero. El problema de Megara, donde había una fuerte tendencia proateniense y posiblemente democrática, era un caso adecuado para Brásidas, que en 424 impidió realmente que la ciudad se pasara al bando ateniense; pero en el norte lo esperaban empresas más importantes.
En 426, los espartanos habían creado una nueva colonia militar en la Grecia central: Heraclea, en Traquinia. El principal objetivo militar y estratégico de este nuevo asentamiento estuvo claro desde el principio. Desde ahí los espartanos podían presionar sobre Eubea, controlada por Atenas. A través de la colonia se llegaba al norte, desde la aliada Beocia hasta Tesalia, Macedonia y la Calcis tracia. A Brásidas se le permitió reclutar un ejército de composición característicamente nueva, lo que revela su peculiar genio y desmiente la afirmación de que todos los espartanos eran, por definición y habituación social, de pensamiento inamoviblemente conservador. Para reforzar a los hoplitas aliados de la Liga del Peloponeso, recibió dinero para reclutar mercenarios; éstos habían estado presentes en las guerras griegas desde los primeros tiempos, pero sólo durante la guerra ateniense y sobre todo inmediatamente después de la misma pasaron a primer plano. Después, además de los peloponesios y los mercenarios, se le proporcionó una fuerza de 700 ilotas, armados como hoplitas por los espartanos. A la larga, los que sobrevivieron fueron manumitidos a su regreso a Esparta, aunque su estatus distinto queda expresado en su etiqueta colectiva de «los brasideos» u «hombres de Brásidas». Esto también parece ser indicio de un vínculo especial entre los hombres y el comandante, y fue como «brasideos» como lucharon más adelante esos hombres en las filas del ejército regular espartano en la batalla de Mantinea, en 418, cuatro años después de la muerte de Brásidas.
Curiosamente, se dice que Brásidas tenía amigos especiales entre las ciudades y comunidades de Tesalia. Estos contactos le permitieron disponer de un paso seguro por Tesalia hacia Macedonia y Calcis. La segunda era su verdadero objetivo, pues era aquí donde ya en 437 Atenas había fundado una colonia totalmente nueva llamada Anfípolis. Ésta custodiaba por un lado rutas terrestres clave por el norte del litoral egeo, y por otro daba a Atenas acceso a madera y metales que eran esenciales para sus planes bélicos navales. Imaginemos, por tanto, la consternación en Atenas cuando Brásidas consiguió el apoyo primero del rey Pérdicas de Macedonia y luego de una serie de ciudades griegas situadas a lo largo de la costa septentrional del Egeo. Lo logró en parte mediante la amenaza del uso de la fuerza pero también, algo sorprendente en un espartano, por su elocuencia oratoria. Tucídides rinde homenaje a esta cualidad no sólo refiriéndose de manera expresa a su destreza, sino ¡apropiadamente lacónicos!) discursos también escribiendo para él dos breves (cuidadosamente preparados. No obstante, el historiador tenía un motivo embarazosamente personal para no querer rebajar demasiado la imagen de Brásidas: en 424, Tucídides era uno de los diez generales atenienses elegidos, y tenía instrucciones de impedir que Brásidas se apoderase de Anfípolis. En esto, ay, fracasó rotundamente.
Los anfipolitanos «liberados» respetaban tanto a Brásidas que cuando éste cayó muerto en combate en 422 lo convirtieron en su nuevo oecista, o héroe-fundador, y le rindieron los debidos honores religiosos que su nueva condición en la muerte merecía. En otras palabras, desheredaron a su verdadero oecista, Hagnón de Atenas, en un gesto que ilustra a la perfección la solidaridad completa entre religión y política en la antigua Grecia. Pero los anfipolitanos no eran los únicos griegos de la región en tener sentimientos tan fuertes hacia Brásidas. Los hombres de Scion (en palabras de Tucídides):
Recibieron a Brásidas con todos los honores posibles. Le ciñeron públicamente una corona de oro como liberador de toda Grecia, y ciudadanos particulares se apiñaron a su alrededor y lo engalanaron con guirnaldas como si hubiera sido un atleta victorioso.1
Sólo Potidea, que los atenienses habían conseguido evitar que se separase tras un largo y duro asedio desde 432 a 429, permaneció impermeable a los halagos a Brásidas, aunque esto bastó para detener el avance victorioso de Brásidas en la región, contratiempo que, unido a la envidia de ciertos rivales, originó un cambio en la política espartana, de la agresividad a la conciliación.
Sin embargo, Brásidas no quería saber nada del armisticio firmado en 423, lo mismo que Cleón de Atenas, el político que más había contribuido y más había explotado la humillación de Esparta en 425. Así pues, en 422, los dos se enfrentaron en combate frente a las murallas de Anfípolis como campeones homéricos. No se mataron en la pelea, pero ambos murieron en el conflicto, lo que reabrió la vía a los esfuerzos de paz. No obstante, Anfípolis no volvió al redil ateniense, lo que acaso fuera el monumento más perdurable de Brásidas.
1 Tucídides, IV, 121.Lo que veía Brásidas era que los espartanos necesitaban abrir un segundo frente, en el norte, para desestabilizar la alianza de Atenas desde dentro. Ya en 426 los espartanos habían fundado la nueva colonia de Heraclea, en Traquinia, que se hallaba en mute de importantes aliados de la región de Tracia, siendo Anfípolis el principal. Tras el episodio de Pilos de 425, con la ciudad aún firmemente en manos atenienses, era mucho mayor la necesidad de un segundo frente. Es una señal de la desesperación de Esparta el hecho de que se permitiera a Brásidas reclutar una fuerza mixta de hoplitas aliados, mercenarios e ilotas.
Es importante subrayar aquí que estos ilotas fueron reclutados y lucharon en calidad de ilotas, como habían hecho predecesores suyos, como los que combatieron en Platea en 479. No obstante, fue tal el efecto de la crisis de Pilos que, desde 424 en adelante, los espartanos recurrieron por primera vez a una política deliberada de ofrecer manumisión como incentivo para un servicio militar leal. Por tanto, los ilotas de Brásidas que sobrevivieron y regresaron a Esparta fueron liberados y se unieron a otros ex ilotas a los que se había concedido el nuevo estatus de neodamodeis, o «nuevos hombres-damos», que aparecen en las fuentes entre 424 y 370. Sin duda, pertenecían principal si no totalmente al grupo de ilotas laconianos en contraposición a los ilotas mesenios, de acuerdo con la tradicional política espartana de divide y vencerás, si bien este reclutamiento supuso un nuevo y significativo giro en las relaciones entre ilotas y espartanos, a la vez que procuraba a los segundos una tropa completamente nueva para el servicio en el extranjero, ya fuera luchando en combate o en tareas de guarnición. De hecho, para los espartanos era mucho más fácil entenderse con los neodamodeis en el extranjero que en el propio territorio, donde constituían un bocado indigesto, pues ya no eran ilotas carentes de libertad, pero tampoco estaban integrados como ciudadanos libres en los niveles sociales de sus iguales.2
Al principio, Brásidas prosperó en el norte, donde cabe destacar que arrebató Anfípolis a Atenas y la guarneció en beneficio de los espartanos, si bien su éxito también estimuló tanto la envidia de rivales en el seno de preocupación respecto a que su iniciativa la élite espartana como una verdadera pudiera inaugurar un nuevo estilo de imperialismo en el extranjero, para el que Esparta no estaba preparada. Además, había un imperialismo en el extranjero, para el que Esparta no estaba preparada. Además, había un 426 tras un exilio de dieciocho años en Arcadia) cuyos integrantes eran conciliadores por principios. O bien creían en la tesis de la «hegemonía dual» de las relaciones AtenasEsparta propugnada por Cimón una generación antes, o bien eran no intervencionistas —o al menos más laissez faire— en su actitud hacia los aliados de la Liga del Peloponeso. Fue una combinación de estas fuerzas lo que dio pie a la firma del armisticio en 423.
Se trataba de un armisticio que Brásidas y su belicoso homólogo en Atenas, Cleón, hicieron todo lo posible por socavar, y con cierto éxito, hasta el punto de que ambos hombres cayeron muertos en la reanudación de los combates alrededor de Anfípolis en 422. Entonces se allanó el camino para la firma de lo que convencionalmente se conoce como Paz de Nicias por su principal artífice ateniense, pero que podría llamarse con igual precisión Paz de Pleistoanax. Por supuesto, la paz afectó a todos los aliados de cada bando, pero fue firmada fundamentalmente por los dos principales sin prestar mucha atención a las necesidades y los deseos de los aliados individuales. Esto empujó a algunos de los aliados más importantes de Esparta, Corinto y Elis entre ellos, no sólo a negarse a ratificar la paz sino también a tomar parte en una entente antiespartana cuyo propósito era obligar a los espartanos a tener en cuenta también sus intereses. Entre bastidores, como de costumbre, los argivos aguardaban a ver cómo esta desafección se convertía en algo que conviniese a su deseo eterno de ser la potencia número uno del Peloponeso.
La respuesta de los espartanos fue firmar por separado un pacto de cincuenta años de no agresión con los atenienses, al margen de los aliados de cada bando. La principal finalidad de este nuevo tratado era asegurar dos de los objetivos inmediatos más apremiantes del acuerdo de paz: la devolución de Pilos y de unos 300 rehenes espartanos y periecos retenidos por Atenas, y la devolución de Anfípolis a los atenienses. Este pacto, no obstante, sólo aumentó los recelos de los corintios y los eleanos, aunque los gobiernos de las ciudades beocias lideradas por Tebas se negaron a incorporarse a la entente al considerar que tenían más posibilidades de permanecer en el poder bajo la tutela de la tradicionalmente pro oligárquica Esparta. Por otro lado, siguieron oponiéndose con firmeza a la Paz de Nicias, y recibieron un respaldo bastante sorprendente de dos de los éforos del nuevo consejo para 420, que pertenecían a la tendencia belicosa representada por el difunto Brásidas.
Los atenienses sí devolvieron los rehenes, pero no recibieron Anfípolis a cambio; de modo que Esparta no recuperó Pilos. Los halcones de la guerra espartanos dominaban, instigados y secundados por el nuevo valor del bloque ateniense, Alcibíades, quien exhibía sus vínculos con Esparta en el propio nombre, pues éste era originariamente un nombre espartano que había sido introducido en su línea paterna aristocrática a través de una relación de xenia interestatal. Alcibíades nació aproximadamente en 450, pero su padre había muerto cuando él era muy joven y fue criado en la casa del amigo de su padre Pericles y su nueva compañera Aspasia. En un entorno familiar tan politizado, las ambiciones públicas de Alcibíades se despertarían muy pronto, y a finales de la veintena, la edad más temprana considerada adecuada en Atenas, efectuó su primer y fallido intento de desempeñar un papel en la escena pública. Esto suponía que debía reasumir la proxenia, o representación pública, de Esparta que había ostentado su abuelo, pero los espartanos discriminadores por motivos de edad lo rechazaron, y en una respuesta airada Alcibíades defendió provisionalmente una enérgica postura antiespartana, convenciendo a los atenienses de que hicieran todo lo que pudieran contra Esparta excepto romper abiertamente la paz, y la alianza, de 421 e iniciar un enfrentamiento real.
En 418, sin embargo, la conclusión lógica de esta actividad antiespartana se alcanzó en la batalla de Mantinea, donde Atenas y sus aliados democráticos de Argos y la ciudad rebelde peloponesa de Mantinea se enfrentaron al poder de Esparta y sus hoplitas de la Liga del Peloponeso. Tucídides, el historiador de la guerra ateniense, dedicó debidamente una gran parte de su obra a este enfrentamiento, al que añadió un cierto número de elocuentes detalles explicativos para su público o sus lectores no espartanos. Por ejemplo, según Tucídides, cuando estaba a punto de iniciarse la batalla, el bando ateniense comenzó a desplazarse a la derecha —algo característico de todos los ejércitos hoplíticos:
Porque a causa del miedo, cada hombre hace todo lo posible para proteger su lado derecho desarmado con el escudo del hombre que está a su lado, pensando que cuanto más cerca estén los escudos, mejor protegido estará él.
Después, cuando los dos bandos avanzaron para iniciar el combate, mientras los argivos y sus aliados lo hicieron de forma precipitada e impetuosa llenos de sonido y furia, los espartanos lo hicieron despacio al ritmo de muchos autos. Esto, agrega Tucídides, era:
Una institución clásica en su ejército, que no tiene nada que ver con la religión. Más bien se pretende que los haga avanzar de forma acompasada, sin romper el orden, como los ejércitos grandes hacen habitualmente en el momento de entablar combate.3
Como hemos visto en un relato de Heródoto, el comportamiento de los espartanos en Maratón y más adelante en las guerras persas revela que eran profundamente devotos. El autos, instrumento de lengüeta parecido quizás a nuestro oboe, era utilizado por los griegos en la ejecución de rituales y ceremonias religiosas, por ejemplo para acompañar representaciones de dramas trágicos en Atenas. Por tanto, para los observadores de la escena de Mantinea, en 418, habría sido fácil sumar dos y dos para que dieran... cinco, al suponer que los espartanos utilizaban acompañamiento de autos por motivos religiosos. Pues no es así, replica Tucídides: su uso era estrictamente funcional —igual de funcional, podría haber añadido, y adoptado precisamente por la misma razón, que la música que tocaba en una trirreme ateniense el trieraulês, el miembro de la tripulación auxiliar que tocaba el autos para ayudar a los remeros a sincronizar las paladas.
Lo que Tucídides no añade, porque en el contexto no le hacía falta, era que esos aulêtai espartanos eran miembros de un respetado gremio hereditario, «los hijos de padres que siguieron la misma profesión», tal como lo expresó Heródoto. Y como tales estaban en pie de igualdad con los ciudadanos espartanos que eran heraldos y sacrificadores rituales hereditarios. De hecho, en general la música ocupaba un lugar privilegiado en la cultura y la sociedad espartanas. En su ensayo Sobre la música, Plutarco, entre los primeros compositores y poetas que han alcanzado fama fuera de su localidad, cita a un tal Xenodamo, de la Citera perieca. Entre los hallazgos en el santuario de Artemisa Ortia se incluyen fragmentos de auloi hechos de huesos de animales, algunos con inscripciones, y humildes estatuillas de plomo que representaban instrumentistas tanto de autos como de la kithara, una forma de lira. Cabe suponer que los conservadores espartanos eran muy estrictos con la kithara en el sentido de que debía tocarse con el número canónico de cuerdas. Además de tocar instrumentos, los espartanos eran particularmente aficionados al canto coral; Pratinas de Elis comparaba divertido a cada espartano con una cigarra, siempre en busca de un coro. También, como hemos visto, Alcmán de Esparta inventó una forma especial de canto coral griego, el partheneion, o canto de doncella.
En griego, la palabra choros significaba originariamente «danza», de modo que encontramos a menudo a los espartanos literalmente cantando y bailando. De hecho, se les atribuían numerosas danzas locales características, entre ellas algunas francamente obscenas. Cuando, alrededor de 575 a.C., un aristócrata ateniense se emocionó demasiado durante una competición por conseguir la mano de la hija de un tirano peloponesio, al parecer se puso a bailar algunas danzas espartanas sobre una mesa, convirtiéndose quizás en el primero que ejecutó esa modalidad. Se consideraba que esta clase de actuaciones pertenecían al ámbito de las musas divinas, lo que contradice formalmente la vieja imagen mítica de Esparta, según la cual los prácticos espartanos no tenían nada que ver con las artes superiores. Sin embargo, es justo concluir esta digresión mencionando la bella estatuilla de un trompetista, dedicada a la patrona del Estado, la diosa Atenea, en la acrópolis espartana aproximadamente en 500 a.C. Sin duda se quería que representara una figura que, en la situación real de la guerra hoplítica, después de que los intérpretes de autos hubieran acompañado a los hombres a la batalla, desempeñaba un papel vital en la indicación de los deseos del comandante espartano.
La batalla de Mantinea fue muy reñida, «la batalla más grande que librarían los griegos en mucho tiempo», en palabras de Tucídides. Al final fue una victoria decisiva para los espartanos:
Las calumnias lanzadas entonces sobre ellos por los griegos, fueran de cobardía a raíz del desastre de Pilos, o de incompetencia y lentitud en general, quedaron todas borradas por esta sola acción. Se creía que la fortuna quizá les había dado una lección de humildad, pero los hombres eran los mismos de siempre.4
Esto no era del todo exacto. Primero, los ciudadanos espartanos, los hombres de las mesas comunes, habían sido puestos a prueba por primera vez en una batalla campal importante luchando en regimientos mixtos integrados por hoplitas periecos. Segundo, aparte de los regimientos mixtos espartano-periecos, los espartanos se habían apoyado en una fuerza especial de periecos procedente de la región de la frontera septentrional de Laconia denominada Esciritis. Quizá los habían reclutado y desplegado antes, pero ésta es la primera mención en la literatura, y este reclutamiento seguramente pone de manifiesto una recién surgida preocupación por la seguridad fronteriza. El tercer aspecto, y de ningún modo el menos importante, es que por primera vez los espartanos utilizaron en formación regular de combate a hoplitas ex ilotas, los brasideos y los neodamodeis. De modo que el que ganó la batalla de Mantinea era realmente un nuevo modelo de ejército espartano, por mucho que los espartanos quisieran que el mundo exterior pensara otra cosa.
La derrota bastó para obligar a los atenienses a un replanteamiento estratégico. Una vez más dirigida por el disidente Alcibíades, o bajo su hechizo, en 415 la Asamblea quedó convencida de que debía abrir un frente totalmente nuevo, o emprender una guerra aparte de la ateniense, aunque las dos opciones iban a cruzarse a su debido tiempo, fatalmente para Atenas. En 415, ésta mandó una armada a conquistar tanta porción de la isla de Sicilia como pudiera, considerando la ciudad de Siracusa como su principal objetivo y enemigo. Siracusa había sido fundada en el tercer cuarto del siglo VIII por colonos del Corinto dorio. Había pasado por un período de tiranías y después, desde la década de 460, se había vuelto democrática. Uno de los temas destacados de la memorable descripción de Tucídides de la campaña siciliana de 415 a 413 es la semejanza entre los dos principales antagonistas, Siracusa y Atenas.
Una vez más, como la batalla de Mantinea, la contienda en Sicilia fue desesperadamente reñida, y el resultado, contrario a los intereses de Atenas. Un protagonista destacado de la catástrofe de Atenas fue Alcibíades, primero como defensor primordial de la expedición y luego, una vez que los atenienses estuvieron convencidos de que debían mandarlo llamar para que afrontara una acusación de sacrilegio, como traidor a su ciudad, pues Alcibíades escapó del barco que debía llevarlo a Atenas para ser juzgado y se dirigió nada menos que a Esparta. Se propagaron pintorescas anécdotas del proceso que lo convirtió en autóctono y más espartano que los espartanos, hasta el punto, según se dice, de seducir a la esposa del rey Agis II en su ausencia y tener un hijo con ella, pero la pura verdad ya era lo bastante singular para el gusto de los atenienses. Alcibíades, en la mejor posición para aconsejar a los espartanos sobre cómo y dónde explotar los puntos débiles de Atenas, había saltado a la yugular. Al parecer, fue por consejo suyo por lo que los espartanos primero mandaron a un decidido comandante espartano, Gilipo, a reforzar la resistencia de los siracusanos —a la larga, exitosa—ante el asedio ateniense, y luego, en 413, ocuparon de forma permanente y dotaron de guarnición a una posición en Decelea, claramente dentro del territorio de Atenas.
El epiteichismos (fortificación hostil) en Decelea en 413 bajo el rey Agis supuso el inicio de la fase final de la guerra ateniense por tierra. No obstante, algo paradójico para los espartanos —verdaderos marineros de agua dulce—, sería en el mar donde se decidiría la guerra, y gracias a fondos decisivos aportados por el viejo enemigo de Atenas, Persia, a través de dos sátrapas occidentales del gran rey Darío II, Farnabazo en el norte y Tisafernes en el sur. Con el oro persa, los espartanos construyeron una flota que al principio igualó y después incluso superó a las hasta la fecha invencibles armadas atenienses.
Alcibíades, cansado de Esparta (o quizás acosado por amigos de un cornudo rey Agis), apareció en el escenario oriental, perjudicando al principio una vez más la causa de su ciudad natal, aunque hacia 411 parece que prefirió volver a ser un profeta con honor en su tierra. Ese año, Atenas padeció una revolución interna, de la democracia a la oligarquía extrema, planeada y organizada por un intelectual llamado Antífono, por quien Tucídides mostraba un respeto fuera de lo común. Al principio, los hoplitas de Atenas estaban a favor de esta contrarrevolución oligárquica, pero la flota, tripulada por los atenienses más pobres y de mentalidad más democrática, se mantuvo resueltamente en contra. La base más importante de la flota en el Egeo era la isla de Samos, lugar donde los representantes del nuevo régimen oligarca de Atenas acudieron a intentar convencer a la flota de que regresara a El Pireo. Alcibíades, que casualmente se encontraba en Samos, reparó en que esta partida le costaría a Atenas el control del mar, por lo que exhortó a los comandantes a que se quedaran en su base de Samos. Éste, como observa Tucídides con mordacidad, era el primer servicio verdadero que prestaba Alcibíades a su ciudad.
Aun así, pese a diversos éxitos que permitieron a Atenas conservar el control del importantísimo estrecho del Helesponto, la flota ateniense fue incapaz de impedir varias rebeliones y deserciones en el seno de la alianza naval ateniense. Entre éstas destacaron las revueltas en las ciudades-isla de Eubea, Quíos y Tasos en 411, y aunque los atenienses recuperaron Eubea de momento para la alianza, no pudieron hacer lo propio con Quíos y Tasas. A la larga, entre sus principales aliados sólo permaneció leal Samos, en manos de una democracia furiosamente pro ateniense. De todos modos, esto no bastó para contrarrestar la crucial asociación forjada en 407 entre el príncipe persa Ciro, hijo menor de Darío II (que reinó desde 425 a 404), y el excepcional espartano Lisandro.
LISANDRO
Lisandro —Lusandros en griego— es el primero, y casi el último, de los espartanos seleccionados en este libro para un tratamiento biográfico que ya fue objeto de una biografía en la antigüedad. Sin embargo, no se trataba de una biografía contemporánea ni mucho menos: Plutarco escribió su Vida de Lisandro unos cinco siglos después de su muerte, en las condiciones casi inimaginablemente distintas de los primeros tiempos del Imperio romano. El proyecto biográfico general de Plutarco era hacer comprensible el nuevo mundo romano a sus ahora humildes o más bien humillados compatriotas griegos, escribiendo una serie de vidas paralelas de romanos y griegos ilustres. Los griegos elegidos eran todos más o menos «antiguos» para el público y los lectores inmediatos de Plutarco, mientras que algunos de los protagonistas romanos eran mucho más contemporáneos. Julio César, por ejemplo, había sido asesinado en 44 a.C., menos de un siglo antes del nacimiento de Plutarco (46 d.C.).
Plutarco hizo a Lisandro un espléndido cumplido no sólo al escogerle como sujeto biográfico adecuadamente grande y ejemplar, sino también al compararlo con Sulla, el dictador romano de finales de la década de 80 y principios de la de 70 a.C. Sulla era un personaje desmedido que había cambiado el mapa del Imperio romano y la forma de la constitución republicana romana, principalmente para que se amoldaran a sus deseos y a la imagen de sí mismo. Adquirió el apodo de «Afortunado» y de algún modo se las ingenió para morir de muerte natural tras abandonar voluntariamente su dictadura y retirarse a pasar más tiempo con su familia. Lisandro, en cambio, nunca llegó a ser dictador de ningún imperio y murió más bien de manera deshonrosa en la campaña de Beocia (precisamente la tierra natal de Plutarco).
Plutarco tenía sus razones para escribir su Vida, estableciendo un paralelismo con la de Sulla, pero éstas no anticipan nuestra comprensión de la carrera de Lisandro. Aparte de Plutarco, nuestra otra principal fuente sobre Lisandro es el historiador contemporáneo Jenofonte de Atenas, que lo conoció personalmente, pero Jenofonte era partidario del rey Agesilao, quien, como veremos, al final se enemistó furibundamente con Lisandro, de modo que debemos leer su relato —que Plutarco desde luego también utilizó— con mucha precaución.
Según la tradición, Lisandro era un mothax, o sea, por lo visto era ciudadano espartano de adopción, criado en la familia de un espartano distinto de su padre y mandado a la Agoge con el hijo o los hijos de aquél. Si la tradición es correcta, Lisandro, en vez de ser hijo de la esposa espartana de su padre pudo haber tenido una madre ilota, o bien su padre quizás era demasiado pobre para criarlo aun siendo hijo legítimo. La segunda posibilidad me parece más probable, pues al parecer Aristocrito, padre de Lisandro, era pobre, pese a ser miembro de la aristocracia heráclida y su otro hijo se llamaba Libis, «Libio», en homenaje a su prestigiosa relación de xenia con un príncipe libio. Por otra parte, en las sociedades aristocráticas y esclavistas, los nacimientos «en el lado equivocado de la manta» son algo habitual, por lo que la madre de Lisandro pudo muy bien haber sido una mujer ilota perteneciente a la casa de su padre.
Aparte de su supuesto estatus de mothax, desconocemos totalmente los detalles de la infancia y la adolescencia de Lisandro. Sin embargo, cuando aparece no sólo para hacer bulto como ciudadano espartano de pleno derecho es en un contexto típicamente espartano de erótica y pedagogía. Hacia 430 a.C., cuando tendría unos veinticinco años, Lisandro llegó a ser amante de uno de los adolescentes espartanos más cotizados que estaban en la Agoge, nada menos que Agesilao, el hijo más joven del rey reinante Arquídamo III. No se esperaba que Agesilao, como hijo del segundo matrimonio de Arquídamo, subiera al trono euripóntida, por lo que no quedó eximido de la Agoge, como sí ocurrió en el caso del príncipe coronado Agis (el futuro Agis II). De hecho, era una especie de sorpresa, en dos sentidos, que Agesilao fuera capaz siquiera de pasar por la Agoge: había nacido cojo, lo cual podía haberlo condenado a ser abandonado como bebé y por tanto a una muerte temprana; no obstante, pese a su cojera llevó a cabo todas las exigentes tareas físicas establecidas por la Agoge con un éxito clamoroso.
Por tanto, Lisandro, que seguramente había tenido que ganarse y conservar los favores de Agesilao en feroz competición con otros pretendientes posiblemente más distinguidos, al lograr su objetivo aumentó considerablemente tanto su prestigio inmediato como su futura influencia política.
Cabe presumir que Lisandro tuvo una «buena» guerra ateniense. No sabemos absolutamente nada de lo que hizo en ella hasta 407, cuando ya se acercaría a los cincuenta años. Según los estrictos criterios espartanos era una edad excesiva para tener derecho al mando supremo en el mar, puesto abierto a todos y que se consideraba equiparable al generalato terrestre, al que sólo podían acceder los reyes. En 407, Lisandro fue designado nauarchos, o almirante de la flota, que entonces distaba mucho de ser tan sólo la habitual flotilla raquítica que Esparta podía llegar a formar por sí sola. La seguridad de Lisandro en sí mismo, su perspicacia política y su condición general de imprescindible en el mando naval eran tales que, aunque la ley lo prohibía, en 405 fue nuevamente enviado al teatro de operaciones del Egeo como almirante de facto de la flota. En calidad de tal, y gracias a una ayuda económica crucial de su amigo personal el príncipe persa Ciro, Lisandro llevó a un final definitivo la guerra ateniense, que ya duraba veintisiete años.
No obstante, según las reglas tradicionales del juego político espartano, eran los reyes, no un comandante como Lisandro, por poderoso que fuera, los que tenían las cartas clave. Así pues, aunque al principio Lisandro se salió con la suya en el acuerdo de posguerra con Atenas, asegurándose de que una junta oligárquica pro espartana respaldada por una guarnición espartana la tendría bien amarrada, mientras otros antiguos aliados y súbditos de Atenas eran colocados bajo el control de regímenes muy intolerantes de partidarios suyos, al cabo de dos años de la derrota de Atenas, el nuevo Imperio espartano ya no era gobernado exactamente según sus condiciones. Esto fue gracias sobre todo a la oposición del rey agíada Pausanias, hijo del conciliador Pleistoanax, y a pesar del hipotético apoyo que Lisandro pudiera recibir del hostil co-rey Agis II, rival de Pausanias. En 403, Pausanias fue juzgado en Esparta, acusado de traición sin duda por Agis, pero fue absuelto, en buena medida porque los cinco éforos respaldaban su política relativamente más liberal de mínima intromisión en los asuntos internos de los antiguos Estados miembros del Imperio ateniense, la propia Atenas por encima de todo.
La incapacidad de Lisandro de dominar las deliberaciones en casa sería aún más irritante si la comparásemos con el tremendo éxito personal y la idolatría de que disfrutaba en el extranjero, sobre todo en la isla de Samos, donde sus partidarios tomaron una decisión sin precedentes en la historia griega: le rendían honores divinos, adoraban a un hombre mortal vivo como si fuera un dios inmortal; y cambiaron el nombre de Herea, su principal festividad religiosa (dedicada a su diosa patrona Hera), por el de Lisandrea. En Delfos, auténtico epicentro de la religión griega, Lisandro se atrevió a tener ese estatus cuasi inmortal consagrado permanentemente en un monumento público. Encargó un grupo escultórico —pagado con sus grandes botines de la guerra naval— que estaría situado de forma visible cerca de la entrada de la Vía Sagrada de Delfos y constaría de una profusión de estatuas de bronce, humanas y divinas. Estarían ahí representados los doce dioses y diosas del Olimpo, y en el centro Poseidón, dios del mar, en el acto de conceder a Lisandro una corona de vencedor.
Lisandro habría hecho bien en recordar el sabio consejo que Simónides, el cantor de loas, dio a otro vencedor espartano panhelénico, el regente Pausanias: no olvides nunca que eres un hombre mortal. Desde esa altura, sólo podía tomar un camino, hacia abajo, aunque de ningún modo había entrado ya en decadencia. Hacia 400 se le presentó una nueva oportunidad para volver a ponerse al frente de los asuntos espartanos. Para entonces, su amigo persa Ciro ya no estaba —había muerto en un intento de arrebatar el trono persa a su hermano mayor Artajerjes II—, y Esparta se hallaba nuevamente en guerra con Persia, esta vez como heredera del imperio de Atenas y de la posición de paladín imperial del helenismo contra los bárbaros orientales. Había, por tanto, enormes posibilidades de sacar pecho en la escena internacional, y la muerte de Agis dio a Lisandro la idea de que podía recuperar el poder, indirectamente, abogando por la reivindicación del trono euripóntida para su antiguo amado Agesilao, y de hecho gobernar Esparta a través de él.
Su respaldo a Agesilao resultó ser efectivamente decisivo en la impropia lucha por el trono. Lisandro fue capaz de convencer a los espartanos relevantes de que las nefastas consecuencias de una realeza lisiada profetizadas por cierto oráculo no vendrían de la designación del físicamente cojo Agesilao como rey, sino de la de su rival Leotíquidas, presunto hijo de Agis, cuya legitimidad estaba seriamente en entredicho (corría el rumor de que en realidad era hijo de Alcibíades —seguramente la fecha de su nacimiento encajaba con esa hipótesis—). Como la pureza y la autenticidad de los reyes eran cruciales para la eficacia percibida del cargo, fue una estratagema de veras efectiva por parte del astuto Lisandro, y Agesilao subió al trono como estaba previsto..., y gobernó durante unos cuarenta años.
No obstante, si Lisandro pensaba que Agesilao sería fácilmente manipulable, pronto se sintió cruelmente desengañado. Agesilao había pasado por la Agoge, sabía cómo pensaban los espartanos corrientes, y demostró ser un maestro en alcanzar influencia política entre la élite. De hecho, Agesilao se había designado jefe de la expedición antipersa de 396, y en cuanto hubo asumido el mando de Asia, Lisandro pronto se encontró a sí mismo relegado a un papel meramente ceremonial y regresó a Esparta con el rabo entre las piernas. Una vez más, sin embargo, pese a este revés, no estaba ni mucho menos acabado, y en 395, cuando Esparta se hallaba guerreando en dos frentes —contra el Imperio persa en Asia y contra una poderosa coalición de ciudades griegas entre las que se contaban Atenas y Tebas en la Grecia central—, Lisandro fue enviado al frente beocio como uno de los dos comandantes principales. El otro era el rey Pausanias.
Sin duda, en parte por las puras dificultades de los medios antiguos de la comunicación militar, pero también por su ardiente deseo de gloria personal y su rivalidad con Pausanias, Lisandro no llegó a acoplar sus fuerzas con las del rey tal como estaba planeado, en vez de lo cual arremetió contra la ciudad beocia de Haliarto. Allí perdió la vida, en un final más bien insulso para una carrera extraordinaria, si bien, aun muerto, siguió siendo una leyenda potente, pues tenía numerosos seguidores personales, no sólo en el extranjero sino también en la propia Esparta. Era a esto último a lo que Agesilao pensó que debía enfrentarse a su regreso de Asia en 394, y lo hizo de un modo ciertamente interesante.
Aseguró que, en la casa de Lisandro —tras su muerte—, se había encontrado un papiro que contenía un discurso no pronunciado escrito para él por un intelectual no espartano. El tema del discurso era la realeza espartana, y la propuesta que al parecer habría hecho Lisandro era que la monarquía debía dejar de ser hereditaria y no debía estar restringida a las casas de los agíadas y los euripóntidas, sino que tenía que abrirse más a la gente —al menos a todos «los descendientes de Heracles» (uno de los cuales era Lisandro) y posiblemente a todos los espartanos—. De forma reveladora, la acusación de Agesilao fue creída y resultó eficaz para debilitar la influencia de los amigos y partidarios de Lisandro en Esparta. A mi entender, es difícil aceptar todos los detalles de la historia, pero la idea de que Lisandro considerara la posibilidad de ser rey de Esparta no es en sí misma nada inverosímil. Al fin y al cabo, fueron dos los reyes —primero Pausanias y después Agesilao— que le habían impedido alcanzar la cima de sus desmesuradas ambiciones.
Terminamos nuestra breve vida de Lisandro con una anécdota: en el momento de su muerte tenía hijas casaderas (por lo que quizá se casó a los cuarenta y tantos), con muchos pretendientes, pues se daba por supuesto que Lisandro era muy rico. En realidad, resulta que murió pobre, que no había estado interesado en convertir su poder y su prestigio en riqueza personal, sino sólo en el poder y el prestigio por sí mismos. Con lo cual los pretendientes se esfumaron milagrosamente -y tuvieron que afrontar acusaciones de «mal» matrimonio, es decir, de querer casarse por razones estrictamente pecuniarias-. El austero Lisandro seguramente habría aprobado este rigor auténticamente espartano.
Lisandro enfocó su designación como nauarchos de un modo original, pues consideraba su cargo no simplemente naval sino también político en líneas generales. Aristóteles, en su Política, escrita casi un siglo después, iba a comparar la «nauarquía» con la realeza espartana, lo cual, en términos militares, capta bien el gran poder que un nauarchos espartano era capaz de ejercer en campaña, incluido el de la vida y la muerte. Lo que Aristóteles no indica de forma adecuada es que, como los dos reyes, un nauarchos capaz y ambicioso como Lisandro podía ejercer también una influencia inmensa. Éste, amén de dirigir con rigor los asuntos navales, procuró congraciarse con pequeños grupos de seguidores fanáticamente leales en cada una de las principales ciudades egeas orientales. Éstos formarían el núcleo de las decarquías o juntas militares de sólo diez hombres por medio de las cuales él planeaba gobernar, en nombre de Esparta, lo que antaño había sido el Imperio ateniense.
Todo fue según lo planeado gracias en especial a la singular relación personal que fue capaz de establecer con Ciro. Éste quizás estaba pensando más a largo plazo, cuando como, a posteriori, sabemos que pasó- recurrió a Esparta para que le ayudara a derrocar a su hermano mayor y ocupar en su lugar el trono persa. De todos modos, a corto plazo los fondos que puso a disposición de Lisandro permitieron a éste construir una flota que no sólo era tan grande como la ateniense sino igual de capaz desde el punto de vista técnico, y que de hecho se componía de barcos superiores. Tras su primer período al mando en 407, Lisandro fue obligado a dejar el cargo, pues las normas espartanas prohibían ostentar una nauarquía más de un año, o en todo caso más de una temporada de campañas. Sin embargo, en 405, tras el mediocre éxito memorablemente que no rendiría pleitesía en 406 de Calicrátidas, quien declaró
a ningún bárbaro como Ciro de Persia, Lisandro fue enviado de nuevo al escenario del Egeo bajo la ficción legal de haber sido designado vicealmirante.
En última instancia, tal como habían pronosticado los mitileneos ya en 428, el problema de la guerra ateniense dependía del conflicto naval alrededor y de hecho dentro del Helesponto. Lisandro, quizá ya por costumbre, triunfó, y ganó la guerra, valiéndose de un ardid. Sorprendió a la flota ateniense no exactamente durmiendo pero sí desprevenida en un puerto militar llamado Egospótamos, o «el río de la cabra». Muchos atenienses fueron masacrados, y a muchos otros capturados Lisandro no les dio el trato concedido convencionalmente por los griegos a los prisioneros de guerra griegos, sino que les mandó cortar la mano derecha a modo de castigo y aviso atroz. Lisandro condujo a los supervivientes de vuelta a Atenas, donde sufrieron todas las penalidades a que los atenienses habían sometido Siracusa una década antes. Durante el invierno de 405-404, muchos atenienses murieron de hambre en las calles. Por tanto, en la primavera de 404, los atenienses estaban listos, aunque en modo alguno totalmente preparados, para rendirse a los espartanos aceptando sus condiciones —es decir, las de Lisandro.
Evidentemente, primero los atenienses perdieron lo poco que quedaba de su otrora formidable imperio. Después también se vieron privados de la base militar de ese imperio, la flota —sólo se les permitió conservar una miserable flotilla de apenas una docena de embarcaciones—. En otras partes de lo que había sido su imperio, Lisandro se encargó de instalar decarquías, regímenes de diez oligarcas partidarios y extremistas. Atenas era demasiado grande para ser gobernada por un grupo tan pequeño: en vez de ello, el proespartano Critias (seguidor de Sócrates y pariente de Platón) encabezó una junta de treinta que tomó el control conjuntamente con una decarquía complementaria para atender la ciudad portuaria de El Pireo. A fin de asegurar la estabilidad del dominio de «los treinta», Lisandro hizo que los espartanos mandaran una guarnición de neodamodeis ex ilotas para aportar el poder efectivo necesario. No obstante, eran tales la moral y el espíritu democrático de la mayoría de los atenienses, y tal la brutalidad de «los treinta» — hasta el punto que éstos adquirieron con todo merecimiento el sobrenombre de los Treinta Tiranos—, que en poco más de un año se había reinstaurado un gobierno democrático en Atenas —bajo la estricta supervisión de los espartanos, cierto, pero también con su consentimiento.
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