viernes, 22 de diciembre de 2017

Cartledge Paul: Los Espartanos VII :El Imperio espartano, 404-371 a.C.

Gracias a los fondos persas y a los propios errores estratégicos y tácticos de los atenienses, los espartanos salieron vencedores en la guerra ateniense. Entonces las deliberaciones estaban dominadas por Lisandro, quien difundía una línea maximalista, fuertemente imperialista. Lo que a veces recibe el nombre de «segundo» imperio espartano, para distinguirlo del poder imperial que Esparta ejerció en el Peloponeso y la Grecia continental, era el viejo Imperio ateniense, pero en una versión imperialista más extrema. Los espartanos también recaudaban tributos y mantenían una armada, pero mientras que el ateniense había sido concebido y en gran medida preservado como antipersa, la versión lisandreana del Imperio espartano era sobre todo antidemocrática y proautocrática. Sin embargo, Lisandro pronto suscitó el antagonismo de los miembros más conservadores de la jerarquía espartana, incluyendo aquellos que, como el rey Pausanias, creían en una política de hegemonía dual, o coexistencia pacífica, entre Esparta y Atenas. Lisandro enseguida se sintió rechazado, pero intentó recuperarse apoyando las impugnadas pretensiones al trono de su antiguo amado Agesilao, que sucedió a su hermanastro Agis hacia 400.
Los treinta años siguientes de historia espartana —y en realidad, hasta cierto punto, de toda Grecia— son los años de Agesilao. El curso de su vida está tan inseparablemente unido al destino de Esparta en su conjunto, más aún incluso que el de Cleomenes I, que no le dedicaré una biografía aparte, como sí hicieron Jenofonte y Plutarco. Como no esperaba llegar a ser rey, pasó por todas las pruebas de madurez de una educación espartana corriente y, pese a su cojera congénita, las superó con la mención summa cum laude. Por tanto, encarnaba las virtudes espartanas características..., y los vicios. Intransigente con las alternativas a la oligarquía dominada por los espartanos, en 371 acabó teniendo que aguantar el desmoronamiento del poder espartano en la batalla de Leuctra y sus consecuencias. Sin embargo, quién podía tener la seguridad de que eso es lo que pasaría desde la perspectiva ventajosa de aproximadamente 400 a.C., momento en que subió al trono euripóntida.
De todos modos, la sucesión propiamente dicha no fue un asunto sencillo. En circunstancias normales, Leotíquidas, hijo de Agis II y hermanastro mayor de Agesilao, habría esperado suceder a su padre, pero en 400 muy pocas cosas eran normales en Esparta. Sobre Leotíquidas pendía una sospecha de ilegitimidad, agravada por el rumor de que su verdadero padre era Alcibíades de Atenas. Además, Leotíquidas era apenas un adolescente a la muerte de Agis, y carecía de un pariente masculino que asumiera el poder como regente hasta que él alcanzara la mayoría de edad. Mejor dicho, el hombre que podía haber actuado así, Agesilao, se postuló a sí mismo como rival para el trono, quizás empujado y sin duda respaldado por su antiguo amante, Lisandro, y al final ganó la disputa por la sucesión.
Agesilao tenía mucho a su favor: había pasado por la Agoge con éxito, era un ciudadano de probada valentía espartana y se mostraba totalmente fiel a los valores licúrgicos. Sin embargo, había nacido cojo y había tenido que lidiar con un oráculo que profetizaba fatalidad para Esparta si la realeza «estaba lisiada». Lisandro se las había arreglado para desactivar el oráculo, calificándolo de alegoría, pero la interpretación literal iba a volver para perseguir a Agesilao y a Esparta. De ahí el título de esta tercera y última parte.
No mucho después de subir Agesilao al trono euripóntida para gobernar conjuntamente con el agíada Pausanias, un vidente público anunció el peor de los malos augurios tras consultar las entrañas de un animal sacrificado. Era como si, decía, Esparta estuviera rodeada de enemigos. En cierto modo, esto no era ni más ni menos que la verdad pura y simple: cada año, la junta entrante de éforos declaraba la guerra a los ilotas y, de ese modo, los convertía a todos en enemigos públicos. No obstante, pronto se puso de manifiesto que el anuncio del vidente tenía una aplicación más amplia y amenazante, pues los enemigos involucrados iban desde el nivel inferior hasta casi el nivel superior de las clases sociales en que estaban divididos los habitantes del Estado espartano. Al parecer, lo que se descubrió fue una conspiración encabezada por un tal Cinadón, que era, o bien un espartiata degradado por razones económicas, o bien un espartano de nacimiento mixto. El antiguo compañero de Cinamón, que lo delató a los éforos y declaró como testigo de la acusación, afirmó, con tono desmesurado, que entre sus seguidores se contaban todos los periecos, neodamodeis, ilotas y un grupo impreciso al que se refería como «inferiores» (hupomeiones); y dijo que todos odiaban a los ciudadanos espartanos de pleno derecho hasta el punto de que se morían de ganas de comérselos, incluso crudos.
Hay una buena dosis de pura especulación, indirectas y exageraciones en este informe, que fue repetido de manera fiel aunque no desinteresada por Jenofonte, partidario y cliente personal de Agesilao. De todos modos, revela gráficamente lo extraña que era la sociedad espartana, pues en ninguna otra ciudad griega podía haber la más vaga posibilidad de una conspiración de esclavos, ex ciudadanos o ciudadanos sin plenos derechos. Llegado el momento, de la conspiración no resultó nada, más allá de que Cinamón recibió un castigo público ejemplar y típicamente cruel: fue arrastrado por la calles de Esparta con un ronzal hasta que probablemente su cuerpo quedó hecho pedazos. Más adelante, Aristóteles comprendió la importancia de este potencial desafío al orden establecido, y en defensa de Agesilao probablemente sería justo decir que su conservadurismo extremo, y a la larga contraproducente, fue, en parte, una reacción a esa grave provocación interna.
Durante la década de 390, Esparta alcanzó su grado máximo de expansión. Llevó a cabo campañas no sólo en el extranjero sino también en ultramar, en el continente asiático y en la Grecia peninsular. Al principio, parecía al menos que Esparta estaba luchando por una causa justa: la libertad de Grecia. De hecho, la propaganda de liberación utilizada contra Persia fue un eco, bien que apenas perceptible, de la utilizada por los atenienses para desarrollar y mantener su imperio —el que los espartanos acababan de destruir en la guerra ateniense—. Sin embargo, no tuvo el mismo efecto favorable en la capacidad de lucha de Esparta que el que tuvo en la de Atenas, sin duda porque fue percibido como hipócrita desde el principio.
Una serie de comandantes espartanos forcejearon para avanzar contra el astuto sátrapa Tisafernes, instalado en Sardes, y su colega más honrado, Farnabazo, que vivía en Dascilio, en el norte, cerca del Helesponto. Finalmente, en 396, Agesilao convenció a las autoridades del momento de que le concedieran el mando supremo en Asia. De este modo, llegó a ser el segundo rey espartano, tras Leotíquidas II, en aventurarse tan lejos por el este como comandante, y en 395 se convirtió en el primer rey en tener a su cargo simultáneamente el ejército de tierra y la flota. El año 396 fue también memorable para Agesilao en otro aspecto, pues fue testigo de la victoria olímpica sin precedentes de su hermana Cinisca.1
 CINISCA
 1 La biografía de Cinisca que sigue es una versión modificada del capítulo pertinente en Cartledge, 2000.         
Cinisca suena a apodo de infancia, pues significa «cachorro» (femenino); un antepasado suyo había recibido el sobrenombre equivalente masculino, Cinisco. Quizá quería ser un homenaje a la especie concreta de sabueso criado en Esparta, cuya hembra era famosa como olfateadora en la caza del temible jabalí. Si, como es probable, Cinisca era la hermana carnal de Agesilao, e hija de Arquídamo II y Eupolia, seguramente nació hacia 440 a.C. Tendría, pues, cuarenta y tantos cuando fue la primera mujer en lograr una victoria en los Juegos Olímpicos, proeza que repitió en los juegos subsiguientes de 392.
De modo que Cinisca no era una muchacha espartana corriente sino una princesa de una familia real. En circunstancias normales, las relaciones matrimoniales espartanas podían ser bastante complejas, como hemos visto; las bodas reales siempre se arreglaban, pues en esos regímenes dinásticos había implicadas consideraciones económicas y sobre todo políticas. Según una posible historia apócrifa contada por Teofrasto, pupilo de Aristóteles, y citada más adelante por Plutarco, los éforos querían sancionar a Arquídamo por haberse casado con una mujer demasiado bajita. Por lo visto, las mujeres espartanas eran inusualmente altas si nos atenemos al patrón griego, quizá porque estaban relativamente bien alimentadas. Cabe presumir, por tanto, que Eupolia, su segunda esposa, atrajo a Arquídamo por algo más que por la estatura.
La relativa igualdad entre sexos de que disfrutaban los espartanos adultos se vio reforzada al recibir las chicas algo equivalente a la parte física de la educación estatal de los chicos.
Tenemos incluso pruebas de que había un homólogo femenino del sistema de relaciones masculinas de emparejamientos pederastas, que era un componente obligatorio del plan de estudios una vez que el chico llegaba a la adolescencia. Probablemente Cinisca tomó parte en este currículo femenino, igual que su hermano Agesilao pasó por la Agoge de los chicos. Algunas excelentes estatuillas de bronce hechas en Esparta en que se aprecian chicas adolescentes o mujeres jóvenes en posturas atléticas son una convincente ilustración de este fenómeno social, único en Grecia. No obstante, esto era un motivo de conmoción más que de admiración para casi todos los demás griegos, que insultaban a las chicas espartanas llamándolas «exhibidoras de muslos» por sus atrevidas minitúnicas, y consideraban a todas las chicas y mujeres espartanas poco menos que prostitutas.
El objetivo de la Agoge masculina era formar a los jóvenes para ser ciudadanos guerreros, prepararlos para luchar no sólo contra enemigos exteriores sino también contra los ilotas, el enemigo interno. De todos modos, la vida de un ciudadano espartano no consistía sólo en combatir en serio o de forma figurada. La religión era de primordial importancia, y el baile en hilera una manera eficaz tanto de honrar a los dioses como de potenciar la cohesión y el ritmo comunitarios necesarios para el combate hoplítico en formación de falange. En cuanto a las chicas, bailaban no sólo en Esparta sino en otras ciudades cercanas. A la festividad de las Jacintias, por ejemplo, celebrada en honor de Apolo en Amiclas, a escasos kilómetros al sur de Esparta, las chicas iban en carruaje público, y un pasaje de la biografía de Agesilao escrita por Jenofonte nos revela cómo las hijas del rey viajaban en plano de igualdad con las demás. Seguramente Cinisca tampoco recibió ningún tratamiento especial de su padre Arquídamo.
Otra forma de celebración religiosa que apelaba especialmente al espíritu competitivo y marcial de los espartanos eran las pruebas atléticas. Según la tradición, el primer festival atlético panhelénico (típicamente griego y sólo griego) eran los Juegos Olímpicos, creados —con arreglo a la cronología popular— en lo que consideramos 776 a.C. Quizá podríamos acercar esta fecha un poco; en todo caso, «juegos» es un término demasiado grandioso para lo que durante largo tiempo fue una simple carrera, equivalente a la actual de los 200 metros. No obstante, con el paso de los años se añadieron otras modalidades, tanto atléticas como ecuestres, y los participantes se dividían según la edad en las categorías de Hombres y Muchachos. Así, cuando en 472 la organización de los juegos pasó a ser supervisada por el Estado de Elis, el acontecimiento había crecido y ya duraba cinco días.
La competencia por conseguir un premio olímpico era feroz, pero el propio premio era siempre una corona de olivo puramente simbólica. Se consideraba que una victoria olímpica era ya suficiente recompensa en sí misma, pues se pagaba en la moneda más valiosa: fama eterna. Jamás se olvidó la dimensión religiosa original de los juegos. El acto central era un desfile comunitario y un sacrificio al dios patrón Zeus del monte Olimpo. Por otro lado, la competencia por los premios no siempre se producía en función de lo que consideraríamos un espíritu particularmente religioso. De hecho, el ambiente competitivo se parecía más al de un ejercicio paramilitar. Una explicación de esto era que las pruebas atléticas, como tantos otros aspectos fundamentales de la cultura griega, estaban marcadas radicalmente por el género. Los Juegos Olímpicos eran tan exclusivamente masculinos que a las mujeres (a excepción, quizá, de alguna sacerdotisa oficial) ni siquiera se les permitía ver a los hombres competir.
De todos modos, además de las carreras y los combates, que tenían lugar en el estadio principal de Olimpia o alrededor del mismo, había también pruebas ecuestres que se celebraban en un hipódromo (literalmente, una pista para caballos) aparte. Sólo en estos eventos podían competir las mujeres, aunque sólo por poderes: no como jinetes o aurigas (que siempre eran hombres o muchachos), sino como propietarias de las cuadrigas y los equipos. En 396, Cinisca hizo participar a su equipo de cuadrigas y ganó. En 392, compitió y volvió a ganar.
Resulta que estamos bastante bien informados de estas dos victorias sucesivas suyas, pues llamaron la atención y despertaron la imaginación de un viajero muy posterior, Pausanias, un griego de Asia Menor que visitó Olimpia aproximadamente a mediados del siglo II d.C. Entonces era —y en la actualidad aún lo es— legible la inscripción en la base del monumento conmemorativo que Cinisca había erigido:
Mis padres y mis hermanos eran reyes espartanos, gané con un equipo de caballos veloces,
 y levanté este monumento: soy Cinisca:
 y digo que yo soy la única mujer de toda Grecia que ha ganado esta corona.2
Este firme y enérgico «yo» podría en sí mismo dar a entender que nuestra Cinisca no era humilde a la hora de presentarse. No obstante, da la casualidad de que también poseemos la biografía del hermano, escrita por Jenofonte y sin duda con pleno conocimiento y aprobación de Agesilao como obra de propaganda para ser publicada inmediatamente después de su muerte (alrededor de 359). Según esta obra, no fue idea de Cinisca criar caballos de carreras para cuadrigas y competir con ellos en Olimpia, sino de Agesilao. Por otra parte, la finalidad de éste era demostrar que las victorias así conseguidas dependían sólo de la riqueza, a diferencia de las logradas en otros ámbitos y esferas (sobre todo en el campo de batalla), donde el factor decisivo era sobre todo la efectividad. ¿Qué hombre, daba a entender, querría ganar un premio que también podía ganar una mujer?
 Naturalmente, es imaginable que Agesilao y su publicista estuvieran intentandodisimular el hecho de que Cinisca había seguido su camino sin aprobación oficial, aunque en todo caso nos vemos obligados a preguntar por qué Agesilao tenía que rebajar así el pionero logro y la gloria notoriamente panhelénica de su hermana. Probablemente están en juego varios motivos y factores. En un aspecto, Agesilao estaba buscando mantener la posiblemente menguante devoción de su sociedad al éxito guerrero mediante el esfuerzo comunitario frente a la cada vez más seductora gloria individual que podía adquirirse gracias a una victoria en las pruebas olímpicas. De hecho, los éxitos de los espartanos en los juegos y otras carreras de cuadrigas durante el siglo V son sin duda muy evidentes; por otro lado, Jenofonte informa de que Agesilao hizo especial hincapié en el hecho de que, mientras que Cinisca criaba simplemente caballos de carreras, él criaba caballos de guerra. En otro aspecto, quizás intentaba restarle importancia a Cinisca como mujer, en un período de la historia espartana en que, como explicó más adelante Aristóteles, «las mujeres consiguieron muchas cosas». En tal caso, se trataba de una peligrosa arma de doble filo, y acaso no sea una simple coincidencia que, en una etapa posterior de su reinado, al parecer Agesilao considerara necesario ejecutar a dos mujeres espartanas de alto rango, la madre y la tía de un oficial al mando caído en desgracia.
 2 Antología palatina, XIII, 16.En cualquier caso, al final Cinisca rió la última. Tras su muerte, para complementar su monumento en vida en Olimpia, se le concedió un santuario de heroína en Esparta y la veneración religiosa que ello conllevaba. Es verdad que todos los reyes espartanos eran reverenciados así póstumamente, pero Cinisca es la única mujer espartana de la que tenemos constancia que alcanzó este estatus tan deseable.
El comando conjunto sin precedentes de Agesilao por tierra y por mar de 395-394 fue en vano. Pese a algunos éxitos, bastante exagerados en la Historia de Jenofonte, Agesilao nunca hizo progresos decisivos sin una serie efectiva de asedios ni tampoco estuvo dispuesto ni fue capaz de aventurarse lejos de la costa del Egeo para hacer incursiones serias en el interior del Imperio persa, donde los Diez Mil mercenarios ya habían dejado su huella hacía una docena de años. En 394, una importante derrota naval, infligida por una flota persa bajo el mando de un almirante ateniense, hizo que lo mandaran llamar a Esparta para enfrentarse a una amenazante coalición de enemigos griegos financiada por Persia, una alianza en la que se incluían Atenas, Beocia, Corinto y Argos. A la alianza le fue bien durante 395, cuando a sus éxitos se añadió la muerte de Lisandro y el consiguiente exilio (por segunda y última vez) del rey Pausanias. Tuvo peor suerte en 394, cuando Esparta ganó dos importantes batallas terrestres, la primera en el río Nemea, cerca de Corinto, y la segunda en Coronea, Beocia.
En Coronea estaba al mando Agesilao, respaldado entre otros por Jenofonte y lo que quedaba de los Diez Mil mercenarios incorporados al ejército espartano para luchar contra Persia unos años antes. Por su papel en la victoria de Esparta contra su propia ciudad de Atenas, Jenofonte sufrió exilio por traición, pero Agesilao se encargó de que fuera adecuadamente recompensado por su lealtad con un agradable retiro en el campo cerca de Olimpia. Aquí blanqueó su botín asiático construyendo un templo a Artemisa, patrona de la caza, su actividad preferida. Agesilao también tenía botín, que en su caso consagró a Apolo de Delfos. Si el diezmo que dedicó significa literalmente la décima parte, quiere decir que trajo a Esparta desde Asia un botín valorado en casi 1.000 talentos (cuando tres talentos habrían bastado para que un hombre fuera el equivalente de un millonario actual). Esta entrada de riqueza acuñada y no acuñada, como la anterior debida a la victoria de Lisandro sobre Atenas y su imperio en 404, provocó una grave desestabilización de los valores morales de Esparta.
Fuentes posteriores citaron un oportuno oráculo especificando que «el amor al dinero, y nada más, destruirá Esparta». Ese amor quizá no era algo tan nuevo hacia 400, pero su expresión práctica sin duda sí lo era, y las consecuencias no favorecieron el mantenimiento del rígido código licúrgico. El propio Lisandro, como Agesilao, era al parecer impermeable al atractivo de las riquezas, pero por desgracia a la mayoría de los espartanos no les pasaba lo mismo. Tanto Platón como Aristóteles hicieron comentarios negativos sobre la propensión al lujo de las mujeres espartanas, así como la inclinación de sus compañeros a consentir los caprichos de aquéllas. Quizás esto es parte de lo que Aristóteles quería decir al afirmar que «en la época de la dominación de los espartanos, las mujeres consiguieron muchas cosas».
Por el momento, sin embargo, el imperio de los espartanos, al menos en la Grecia continental, era bastante sólido, como subrayan las victorias del río Nemea y en Coronea de 394. De todos modos, sus enemigos seguían persistiendo en oponer resistencia, logrando éxitos ocasionales como la destrucción de un regimiento espartano cerca de Corinto en 390, contando todavía con el apoyo del dinero persa —hasta que a principios de la década de 380 se observó un viraje importante en la política exterior espartana—. No queda claro exactamente qué papel desempeñó en este cambio Agesilao o su mucho más joven y generalmente sumiso co-rey Agesípolis (hijo del exiliado Pausanias). En cualquier caso, el espartano que lo encabezó fue Antálcidas. Como en el caso de Lisandro, fue gracias a ocupar el cargo de nauarchos, y desempeñarlo de facto durante más de un año, como Antálcidas logró la hazaña de hacer que Esparta pasara de ser el principal enemigo griego de Persia a ser su mejor amigo. También como Lisandro, Antálcidas tenía considerables destrezas diplomáticas amén de las militares. Con el dinero persa fluyendo hacia él y la flota reforzada desde 388, primero arrebató el control del Helesponto a Atenas, lo que volvía a amenazar a ésta de muerte por inanición, y después preparó el terreno para un acuerdo de paz negociada en el que Esparta, con el apoyo persa, desmembraría toda la Grecia egea, tanto la continental como las islas, dejando el control de «Asia» al gran rey Artajerjes II.



  
ANTÁLCIDAS
En el mundo moderno, a los tratados de paz les ponemos el nombre de los lugares donde se han negociado y firmado: Utrecht, Versalles, etcétera. Los griegos antiguos lo hacían de otra manera. No firmaban tratados, sino que los juraban en nombre de los dioses, que actuarían como sus garantes. En la antigua Grecia, incumplir un tratado de paz o un tratado de alianza era un sacrilegio que era castigado por el dios o los dioses invocados o. en su nombre. Por lo general, ponían a los tratados el nombre de su principal negociador, o de uno de los principales. En el siglo V a.C., los hombres cuyos nombres marcaron un hito diplomático fueron Calias, aristócrata ateniense que al parecer se fue desplazando a la izquierda a lo largo de su vida, y Nicias, otro político ateniense del que, sin embargo, no se podría decir ni remotamente que era de izquierdas.
La Paz de Calias de principios de la década de 440, entre Atenas y el gran rey de Persia, simboliza el ascenso de Atenas hasta convertirse en la potencia suprema del Mediterráneo oriental. Con independencia de si el gran rey hacía o no los juramentos, el efecto de la paz de facto era poner fin a las hostilidades entre los griegos y los persas durante más de una generación. La Paz de Nicias de 421 entre Atenas y Esparta y sus respectivos aliados (o la mayoría de ellos) simplemente interrumpió la guerra ateniense, no la concluyó, pero quedó como el instrumento diplomático más destacado de regulación de las relaciones entre griegos hasta la Paz de Antálcidas.
Esta última paz tenía un nombre alternativo, la Paz del Rey, pues al gran rey de Persia le gustaba imaginar que él había impuesto sus condiciones al introducir las cláusulas para que los griegos la ratificaran. De hecho, la paz era mucho más que eso; era también la primera de lo que vino en llamarse Paces Comunes, porque se aplicaban a todos los griegos hubieran estado o no directamente implicados en los juramentos. Por este importante acontecimiento diplomático, una contribución potencial significativa a la causa de la paz en un mundo cargado de guerras, Antálcidas se lleva casi todo el mérito. Ojalá supiéramos de él más de lo que sabemos...
Su mismo nombre ha sido transmitido bajo formas alternativas —tanto Antálcidas como Antiálcidas, aunque el primero es sin duda el correcto—. Significa «el homólogo (o sustituto) de Alcidas», y casualmente un predecesor suyo en el cargo de nauarchos, o almirante de la flota, se llamaba Alcidas y prestó sus servicios, de forma un tanto deshonrosa, durante la primera fase de la guerra ateniense. Exactamente cuarenta años después, en 388, Antálcidas fue designado nauarchos con una misión doble: primero, cortar de raíz el control de la región del Helesponto que Atenas, por medio de Trasíbulo, empezaba a ejercer de nuevo, y segundo, valerse del control de Esparta sobre el Helesponto para doblegar otra vez a Atenas, como había hecho Lisandro en 405-404.
Cumplió ambos objetivos con aplomo, entre otras cosas porque, como Lisandro, tuvo la capacidad de establecer una relación de xenia con un persa de alto rango —en su caso con Ariobarzanes, que había sucedido a Farnabazo como sátrapa de la Frigia helespontina—. De hecho, Jenofonte dice que era un «viejo», es decir, de hacía mucho tiempo, xenos de Ariobarzanes, lo cual sugiere tentadoramente que, o bien Antálcidas había heredado su relación de xenia, o bien había estado activo en la esfera oriental ya en la fase final de la guerra ateniense. Así las cosas, aparece por primera vez en la historia en 393-392, cuando es enviado como embajador espartano oficial a la corte del sátrapa persa Tiribazo, en Sardes. Por consiguiente, nuestro desconocimiento de los primeros pasos de Antálcidas antes de 393 es aún más frustrante. En cualquier caso, podríamos suponer que pertenecía a la élite espartana, pero hay también suficientes indicios para pensar que su padre León era el León que se casó con Teleutia (nombre que recuerda a Teleutias, hermanastro de Agesilao) y que con ella tuvo a Pedarito, que murió desempeñando el alto mando en 411, al igual que Antálcidas, quien por tanto seguramente era el hijo más joven, nacido quizás hacia 435.
Su misión ante Tiribazo en 393 terminó al final en fracaso, aunque Antálcidas sí recibió una sustancial ayuda económica persa. Cinco años después, como hemos visto, su actividad naval contaba un éxito tras otro, pero su mayor logro fue diplomático y de hecho derivó de una audiencia con el propio gran rey Artajerjes II en Susa. De ahí la Paz «de Antálcidas». Las condiciones de la paz coincidieron del todo con los deseos y los objetivos políticos del rey Agesilao, pero la fuente utilizada por Plutarco creía que los dos hombres estaban en desacuerdo al respecto. No obstante, probablemente esto pueda explicarse como una inferencia anacrónica de la mejor documentada y más verosímil afirmación de que, en años posteriores, los dos hombres efectivamente se pelearon acerca de la política exterior no con respecto a Persia, sino a Tebas.
Eso es al menos lo que parece indicar una anécdota también conservada por Plutarco. Se repite en la antología plutarquiana «Dichos de los espartanos», en una versión más corta y otra más larga. La larga dice así:
[Agesilao] estaba guerreando constantemente contra los tebanos, y cuando recibió una herida en combate luchando contra ellos, se dice que Antálcidas le comentó: «Vaya pago más espléndido estás recibiendo de los tebanos a cambio de haberles instruido, pues les has enseñado a combatir cuando no tenían ni el deseo ni la capacidad para hacerlo». De hecho, se dice que, en ese período, los tebanos se lucían en la batalla debido a que los espartanos habían emprendido muchas campañas contra ellos. Es por eso por lo que antiguamente, Licurgo, en [uno de] los denominados rhêtrai [dictámenes, leyes], prohibió las campañas frecuentes contra la misma gente para evitar que aprendiera a luchar.3
Esta anécdota parece dar a entender una diferencia de actitud hacia los tebanos durante su ascenso al poder en la década de 370. Sin embargo, no es la única en la que Antálcidas aparece representado como paladín de los buenos tiempos y del viejo estilo, lo que es un tanto irónico, pues a Agesilao le gustaba representarse a sí mismo precisamente así. Agesilao, el azote de los tebanos, no se conformaba con nada menos que con un ataque general y la victoria total. Al parecer, Antálcidas era partidario de un planteamiento menos rotundo y más sutil, como correspondía a un diplomático consumado. Es cuando menos interesante que, justo cuando Agesilao estaba llegando al paroxismo de la agresividad que culminó en 371 en la catastrófica derrota de Esparta frente a Tebas en Leuctra, Antálcidas se encontraba de nuevo en Susa negociando un nuevo respaldo diplomático y económico de Persia.
El año posterior a Leuctra, Antálcidas fue elegido para el cargo de éforo. Esto tiene un interés doble. A menos que la norma general de un solo período de mandato no se aplicara en estas circunstancias excepcionales en beneficio de un estadista de edad avanzada, significa que Antálcidas no se había presentado antes como candidato al puesto, o al menos que antes no había sido elegido. En segundo lugar, sugiere que, en ese momento de crisis profunda, incluso Agesilao tuvo que tolerar a un crítico, y posiblemente enemigo, en un alto cargo. Sería el último hurra de Antálcidas. Tres años después, en 367, hizo el largo camino al este, en dirección a Susa, por tercera y última vez, en esta ocasión para competir con los tebanos acaudillados por Pelópidas por el favor del gran rey. Él, y Esparta, perdieron la contienda, sin paliativos.
Este extraordinario cambio de postura de Esparta significó, por lo que se refería a los griegos de Asia, abandonar la propaganda de liberación de 431, 404 y años posteriores, y retroceder a 481, cuando el Imperio persa se había extendido en el oeste hasta la costa del Egeo. A cambio de servir a estos griegos a Persia en bandeja, los espartanos —y esto significa sobre todo Agesilao— tenían las manos libres para «establecerse» en la Grecia continental como les apeteciera. La palabra de moda del nuevo orden espartano era «autonomía» en el sentido de que, en lo sucesivo, cada ciudad griega, grande o pequeña, sería autónoma con respecto a las demás —salvo, naturalmente, las ciudades periecas de Laconia y Mesenia sobre las que Esparta deseaba mantener un control directo—. En otras palabras, los espartanos impusieron autonomía como y donde les convenía. Así pues, para acabar con el detestado régimen democrático, Atenas fue separada a la fuerza de las ciudades del este del Mediterráneo y de la región del Helesponto sobre las que había comenzado a reafirmar algo parecido a un protoimperio; Argos quedó escindida de Corinto y su interesante experimento de colaboración tocó a su fin; el Estado federal de Beocia quedó reducido a sus elementos atomizados en perjuicio del control global de Tebas; e incluso la ciudad unificada de Mantinea se descompuso en sus pueblos constituyentes.
 3 Plutarco, «Dichos de los espartanos», Agesilao, n.° 71 (Moralia, 213f); también Moralia, 189f, Licurgo, n.° 5; 227c, Licurgo, n.° 11; Vida de Licurgo, cap. 13.La oposición a la democracia fue en efecto la característica principal de la política y el comportamiento de Agesilao durante la media docena de años siguientes. Quizás el caso más llamativo y brutal fue el trato de Esparta a Flío, aliado suyo en la Liga del Peloponeso. En 381, Agesilao empezó a sitiar la ciudad debido a que ésta había sido desleal durante la guerra corintia. Para Agesilao, una consideración al menos tan importante era restituir en el poder a algunos exiliados oligarcas relacionados personalmente con él y con Esparta. Este favoritismo de rango y esta violación de la autonomía según cualquier definición normal originó disconformidad y críticas incluso entre los propios espartanos. Jenofonte, normalmente un afectuoso amigo tanto de Esparta como de Agesilao, no se resistió a incluir la mención de estas críticas a Agesilao en su hagiografía póstuma del rey, pero sólo en su Historia de Grecia explicó con detalle de qué trataba la cuestión:
 Había muchos espartanos que se quejaban de que por culpa de unos cuantos hombres [los exiliados oligarcas] estaban incurriendo en el odio de una ciudad de más de 5.000 hombres.4Jenofonte no puede declarar que Flío era entonces una ciudad democrática, pero aquí y en otras partes de su relato la deducción es inevitable. Tras casi dos años, en 379, el asedio de Flío se saldó finalmente con éxito. No obstante, este éxito pareció nimio al lado de la triunfante intervención de los espartanos en Beocia en 382, cuando una fuerza se apoderó de la acrópolis de Tebas y, como en Atenas en 404, después impuso una intolerante oligarquía pro espartana respaldada por una guarnición bajo el mando de un oficial político-militar denominado harmost. De hecho, el sistema de harmost se extendía por la totalidad de lo que hasta 386 había sido el Estado federal beocio independiente, y efectivamente los espartanos lo utilizaron siempre que pudieron en toda la Grecia continental, en las islas y en el litoral asiático desde el final de la guerra ateniense. El mismo año en que los espartanos sometieron a Flío, 379, alcanzaron los límites factibles de sus ambiciones territoriales en la Grecia peninsular poniendo bajo su control a Olinto, en Calcis, y disolviendo la federación calcídica que Olinto había dominado. Así, pudiera parecer que, en el verano de 379, Esparta tenía un imperio exactamente tan impresionante y poderoso como el que habían tenido los atenienses en el siglo V. No obstante, en el invierno de 379-378 todo esto empezó a cambiar.
 4 Jenofonte, Hellenica, V, 3, 16.Los dioses primero vuelven locos a aquellos a quienes quieren destruir —eso decía un personaje de una obra de Eurípides—. El comportamiento de Esfodrías, harmost espartano de la Tespias beocia, a principios de 378, hemos de calificarlo nada menos que de locura. Quizá porque buscaba alcanzar cierto renombre personal excepcional, acaso porque había sido sobornado por los tebanos, o tal vez porque había actuado conforme a lo que entendía que eran las órdenes o los deseos de Cleómbroto, co-rey de Agesilao, Esfodrías intentó tomar el puerto de Atenas, El Pireo. Fue un fracaso. Si los atenienses necesitaban algún acicate que les convenciera de que debían ayudar activa y enérgicamente a Tebas a liberarse del control espartano, ahí lo tenían. Una noche, con una mezcla adecuadamente dramática de comedia y farsa, Pelópidas y un puñado de exiliados tebanos consiguieron entrar a hurtadillas en Tebas y capturar, matar o expulsar a la guarnición espartana y derrocar a la junta favorable a Esparta.
De regreso en Esparta, Esfodrías fue juzgado por alta traición, pero el juicio debió celebrarse sin su presencia. Tan convencido estaba de que lo declararían culpable y lo ejecutarían, que de hecho se condenó a muerte a sí mismo por anticipado al negarse a volver y afrontar las consecuencias. Sin embargo, lo consideraron no culpable, en lo que Jenofonte describe como uno de los errores judiciales más notorios de toda la historia griega. Su absolución se debió a Agesilao, que controlaba la mayoría de los votos del tribunal supremo espartano (compuesto por la Gerusía, probablemente junto a los éforos del momento). Un factor que pudo haber influido en la postura de Agesilao era que su hijo y heredero Arquídamo era el amante del hijo de Esfodrías. Jenofonte cuenta una bonita historia en la que Arquídamo intenta interceder por su amado padre, pero Agesilao no iba a cambiar de opinión por meras consideraciones sentimentales. Lo que al parecer le dijo a su hijo fue que, aunque Esfodrías era sin duda culpable, votaría su absolución por la pragmática razón de que Esparta necesitaba soldados como Esfodrías. Había una grave carencia de guerreros, por supuesto; pero para ser más claro y sincero Agesilao debería haber dicho que necesitaba espartanos punteros que, como Esfodrías después de la absolución, fueran servidores inquebrantable e incondicionalmente obedientes y leales a la voluntad del rey. Siete años después, Esfodrías moriría en combate en Leuctra —un melancólico testigo de la funesta influencia de Agesilao en las deliberaciones espartanas.
En 378, la recién liberada Tebas primero se reconstituyó políticamente como una democracia —moderada— y luego reconstituyó el Estado federal beocio, ahora por primera vez como sistema democrático. El retornado exiliado Pelópidas puso en marcha una reforma militar dinámica conjuntamente con el aún más brillante general y filósofo Epaminondas. Entre las innovaciones que impulsó estaba la creación de una fuerza hoplítica de élite de 300 miembros, consistente en 150 parejas homosexuales, conocida como la Banda Sagrada. El número era el mismo que el de la guardia real del ejército espartano y que el de la fuerza especialmente escogida para las Termópilas, así que probablemente era un eco deliberado de una idea espartana, si bien en el ejército espartano los miembros de las parejas homosexuales no se colocaban juntos en la falange. La Banda Sagrada sería la principal fuerza de ataque durante la década siguiente, en la cual Beocia, por un lado, creó una formidable alianza militar terrestre en la Grecia central y, por otro, prestó su apoyo al establecimiento y desarrollo de una alianza esencialmente naval encabezada por Atenas, la Segunda Liga Ateniense. El objetivo de ambas alianzas era Esparta, que, como afirmaban con razón, no sólo se había aprovechado de las condiciones de la Paz de Antálcidas, sino que las había violado de manera flagrante en la búsqueda de sus propios fines egoístas y reaccionarios.
La cooperación militar activa entre Tebas y Atenas fue muy limitada. Los acontecimientos ponían de manifiesto que, en lo concerniente a la derrota de Esparta, no tenía por qué serlo más. La primera señal de que Esparta ya no era la fuerza que había sido se manifestó en 375, en la batalla de Tegira, Beocia. Lo que Pelópidas y la Banda Sagrada derrotaron no fue una leva espartana o peloponesia completa, sino sólo un destacamento, pero la victoria estaba cargada de significado por el hecho de que era la primera derrota espartana en combate hoplítico regular desde el excepcional desastre de Lequeo en 390, durante la guerra corintia. De todos modos, Esparta se negó a renunciar a su derecho en la Grecia central, y en 371 Cleómbroto fue finalmente enviado en ayuda de sus aliados de la Fócida al frente de una leva regular peloponesia contra la alianza completa liderada por Tebas, contra la cual Agesilao y Cleómbroto no habían logrado efectuar incursiones significativas en 376 y 375.
La batalla subsiguiente, la de Leuctra, fue la decisiva de la primera mitad del siglo IV. Jenofonte intentó restar importancia a la responsabilidad esencial de Agesilao en la calamitosa derrota de Esparta, diciendo que Cleómbroto y el alto mando habían entrado en combate algo más que achispados. Lo que realmente acabó con los espartanos fue la disciplina y las innovaciones tácticas de Epaminondas y Pelópidas. Con independencia de si los espartanos, como al parecer afirmaba Antálcidas, habían sido los profesores de los tebanos, éstos eran ahora mucho más competentes que los primeros sobre el terreno — algo tan extraordinario como el hecho de que, en las últimas fases de la guerra ateniense, la flota de Esparta era superior a la de Atenas—. En ciertos sitios, Epaminondas concentraba sus hoplitas tebanos de cincuenta en fondo —en comparación con el habitual fondo de ocho hileras utilizado en las batallas hoplíticas—. Colocaba sus tropas de primera, la Banda Sagrada bajo el mando de Pelópidas, a la izquierda, mientras que tradicionalmente, en la batalla hoplítica, el ala superior estaba a la derecha. Hacía avanzar las tropas de forma oblicua, no de frente como habría sido normal. Además, tenía enfrente sólo un ejército espartano desmoralizado y menos fuerte de lo previsto.
Hacia 371 no había en total más de 1.000 espartanos varones adultos. Diversas causas — sobre todo el terremoto de c. 464, bajas en combates y el régimen espartano de herencia y propiedad— habían contribuido a ocasionar esta oliganthrópia, esta escasez de soldados, que Aristóteles consideró con razón el factor determinante del fracaso final de Esparta como gran potencia. Una proporción considerable de estos ciudadanos que quedaban luchó, y perdió, en Leuctra; de 700 murieron unos 400, entre ellos el rey Cleómbroto y, como hemos señalado antes, Esfodrías. Ni siquiera Jenofonte pudo resistirse a señalar que a algunos de los aliados de Esparta de la Liga del Peloponeso no les desagradó este resultado. El efecto en la moral espartana fue tal que el rey superviviente, Agesilao, no tuvo más remedio que decretar que no se aplicaran los castigos habituales a los espartanos considerados culpables de escurrir el bulto o de actuar con cobardía en Leuctra. Era un reconocimiento tácito de que el régimen litúrgico había fracasado de forma contundente.



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