viernes, 22 de diciembre de 2017

Cartledge Paul:Los Espartanos V: Mujeres y religión

Las mujeres son, y siempre han sido, más o menos la mitad de la especie humana, pero, por lo común, en las fuentes y los relatos históricos no han recibido ni mucho menos la mitad de la atención que sus papeles y funciones en la sociedad y la historia realmente merecen y exigen. Una gran excepción a esta regla —siempre hay excepciones— fueron las mujeres de la antigua Esparta, quienes, lejos de estar calladas o silenciadas, tenían mucho que decir: en textos antiguos hay incluso dichos atribuidos a ellas por el nombre. No olvidemos la réplica verdaderamente lacónica al parecer de Gorgo, hija y esposa de reyes espartanos, a la mujer no espartana que, maravillándose del aparente control de las mujeres espartanas sobre sus hombres, le preguntó por qué aquéllas eran las únicas mujeres que dominaban a los hombres: «¡Porque somos las únicas mujeres que parimos [verdaderos] hombres!». Lo que confería a esta réplica, sin duda apócrifa, su carga especial era que incluso los más agudos y sensatos observadores externos del mundo espartano podían creer en serio la verdad literal objetiva del poder, o más bien dominación, de las mujeres en Esparta.
Uno de los más agudos y sensatos de estos observadores fue Aristóteles. Procedía de una familia de élite del norte de Grecia (su padre era médico de la corte del rey Amintas III de Macedonia, padre de Filipo II), pero pasó la mayor parte de su vida adulta en Atenas. Allí fue en su día el alumno estrella en la Academia de Platón, donde llegó a la edad de diecisiete años, en 367, unos veinte después de su fundación; y más adelante fundó su propia escuela de aprendizaje superior, el Liceo, que inauguró a mediados de la década de 330. Él y sus alumnos recopilaron, entre otras cosas, versiones de las leyes y los principales cambios constitucionales de 158 entidades políticas, sobre todo ciudades griegas, entre ellas naturalmente Esparta. Éstas, a su vez, inspiraron la obra más brillante de análisis político que nos ha llegado del mundo antiguo, la Política, o «Asuntos concernientes a la polis», de Aristóteles, que en el segundo libro de esta obra realizó una labor ciertamente demoledora al señalar los principales puntos débiles, tal como él los veía, de la sociedad y del sistema político espartanos.
En cierto modo, esto no era muy dificil de hacer, pues cuando fue escrita la obra, en las décadas de 330 y 320, Esparta hacía tiempo que había dejado de ser una potencia griega importante, si bien continuaba siendo algo así como un icono para aquellos que, por razones políticas o filosóficas, estaban insatisfechos con la organización social o política de sus ciudades y aún esperaban que Esparta procurara alguna alternativa ideal. Mi actual interés en el pasaje pertinente de la Política deriva del hecho de que aquí Aristóteles suscribe explícitamente la idea de que en Esparta las mujeres dominaban a los hombres, y que esta ginecocracia (gobierno de las mujeres) fue, a su juicio, un elemento clave para explicar el fracaso político —y moral— de Esparta. Aquello no podía acabar bien.
La base de la postura de Aristóteles tenía dos partes: una ligada al intelecto, y la otra — casi equivalente— al puro prejuicio. Veamos primero el prejuicio. Aristóteles compartía del todo la idea griega típicamente machista de que las mujeres eran inferiores a los hombres, aunque a esta actitud convencional añadía una buena dosis de «ciencia» aristotélica. Creía poder demostrar científicamente que el cuerpo y la mente («alma», como él la llamaba) de las mujeres eran, de manera categórica, natural, es decir, inalterable, inferiores a los de los hombres. En otras palabras, las mujeres constituían el segundo sexo en el sentido más amplio: físicamente eran hombres deformados, e intelectualmente carecían de capacidad para hacer convincente su razonamiento, si se le podía llamar así. Esta «teoría» era aplicable genéricamente a todas las mujeres, desde luego, no sólo a las mujeres griegas, y a todas en general, no sólo a algunas. En lo que a esto se refiere, Aristóteles fue más allá que su maestro Platón, quien estaba dispuesto a admitir que algunas mujeres, pocas, podían ser los iguales intelectuales, los interlocutores legítimos de los filósofos-gobernantes de élite de su Estado ideal.
Así pues, pese a estos defectos femeninos intrínsecos, ¿cómo fueron capaces las mujeres espartanas de dominar a los hombres, de colocarse en una posición que se lo permitiera? Esto seguramente sería, como Aristóteles más que nadie debería haber captado, una contradicción o, en el mejor de los casos, una paradoja. Sin embargo, estaba convencido de ello, tanto que dedicó mucho tiempo a intentar comprenderlo. Al final se le ocurrió una especie de explicación teórica del modo que sigue. Para Aristóteles, el defecto principal de las mujeres espartanas era el vicio típicamente femenino de la falta de autodisciplina y de dominio de sí mismas. Daba cuentas de ello suponiendo que, mientras que los hombres espartanos habían llegado a ser disciplinados sometiéndose voluntariamente a las férreas leyes de Licurgo y al consiguiente régimen litúrgico, las mujeres se habían negado a someterse y desde entonces nadie había sido capaz de controlarlas, con el resultado de que se deleitaban en toda clase de lujos y excesos, instigadas y secundadas por sus sumisos y dominados esposos. No obstante, esto parece algo difícil de aceptar como explicación histórica adecuada. Pues, de hecho, también las niñas espartanas, aunque no vivían en caserones comunitarios desde los siete años como sus hermanos, sí recibían cierta instrucción educativa pública, con resultados reveladoramente fuera de lo común según los criterios griegos generales de la conducta femenina, como veremos.
Por otro lado, es más fácil ver por qué el estatus y los derechos de las mujeres espartanas indujeron a Aristóteles a imaginar que Esparta era una ginecocracia. Por encima de todo, dos hechos sociolegales —además de su educación formal— las diferenciaba de las mujeres de los otros Estados griegos. En primer lugar, tenían derecho a poseer y administrar bienes, incluyendo tierras, probablemente sin la intervención legal de un tutor varón. En Esparta, las herederas —es decir, hijas sin hermanos legítimos del mismo padre— recibían el nombre de patrouchoi, que significa literalmente «titulares del patrimonio», mientras que en Atenas las llamaban epiklêroi, que significa «en (o sea, que va con) el klêros (adjudicación, lote, porción)». Por tanto, las epiklêroi atenienses servían sólo de vehículo para transmitir la herencia paterna al siguiente heredero y propietario varón, esto es, al hijo varón de más edad, el nieto de su padre, mientras que las patrouchoi espartanas heredaban por derecho propio. En Esparta, estas herederas eran muy preciadas, estaban muy buscadas por hombres espartanos cotizados, pues podían casarse con cualquiera, no sólo con el pariente más cercano por parte de padre.
El segundo punto de diferenciación sociolegal era que las esposas espartanas podían tener relaciones sexuales con un hombre distinto de su esposo sin infringir ninguna ley del adulterio —porque en Esparta, a diferencia del resto de Grecia, por lo visto no existían esas leyes—. De hecho, sus esposos podían «prestarlas» a otro hombre con la finalidad específica de procrear descendencia legítima —para la familia y el linaje de ese otro hombre—. En cuanto a las esposas, en estos casos, se decía que aceptaban de buen grado un acuerdo así, tal como asegura Jenofonte en su ensayo del siglo IV sobre la sociedad espartana y sus costumbres, pues les daba la oportunidad de llevar más de una casa. Esto nos recuerda que todas las esposas espartanas, como sólo las esposas de los hombres ricos de otras partes de Grecia, estaban liberadas de la carga de las tareas domésticas, de las que se ocupaba la mano de obra servil (los ilotas). No tenían que preparar comida ni cocinar, confeccionar ropa o limpiar la casa: esto lo hacían las mujeres ilotas. Seguramente ni siquiera amamantaban a sus propios bebés; en todo caso, las amas de cría espartanas, es de suponer que mujeres ilotas, gozaban de buena fama fuera de Esparta, tanta que Alcibíades de Atenas, por ejemplo, fue criado por una nodriza ilota espartana.
En estas circunstancias, era fácil desvirtuar el hecho de que las mujeres espartanas poseían tierras y otros bienes, así como su aparentemente fácil unión sexual con hombres distintos de sus esposos, y convertirlo en una imagen de depravación inmoral, de un mundo vuelto del revés. «Cuando la mujer domina al hombre...», así empieza el oráculo délfico, en el sentido de cuando todo todo está hecho un lío y no funciona nada. «En Esparta la mujer domina al hombre...», o eso creían muchos hombres no espartanos, entre ellos Aristóteles, quien en el mismo Libro II de la Política escribió que:
 En la época de la dominación [arché] de los espartanos, las mujeres consiguieron muchas cosas.1Lo que parece estar afirmando es que, en cualquier caso, a principios del siglo IV las mujeres espartanas no sólo controlaban a sus hombres dentro de la casa sino que, de algún modo, ejercían también una influencia decisiva en asuntos del Estado. No obstante, el único ejemplo real de intervención femenina en la esfera pública durante el período de su elección parece decimos exactamente lo contrario. Cuando en 370-369 las mujeres espartanas vieron un poderoso ejército invasor liderado por Tebas ocupando realmente territorio espartano y devastando la tierra a la vista de la propia Esparta, por lo visto provocaron más consternación y alboroto que el propio enemigo mediante su reacción alocada y llena de pánico. Otra vez esto parece un puro y desagradable prejuicio masculino, pues se consideraba que, en la guerra, el valor era típicamente masculino como cualidad y virtud. Asimismo, el pánico de las mujeres sería, en todo caso, totalmente comprensible, pues ver la tierra espartana, incluida la que ellas mismas poseían, destruida ante sus propios ojos no era precisamente algo sobre lo que les hubieran instruido en el plan de estudios nacional.
En resumen, lo que Aristóteles y otros no espartanos de mentalidad tradicional temían inconscientemente, y acaso a veces conscientemente, era el poder femenino. Una manifestación de este miedo griego masculino fue la invención de la raza mítica de las amazonas, pero al menos las amazonas tenían la decencia de vivir separadas de los hombres, mientras que las viragos espartanas al parecer ejercían su poder desde dentro de la comunidad. Paralizadas por un miedo así, las fuentes masculinas a menudo tergiversaron los hechos a los que tenían acceso, generalmente sólo de segunda mano en el mejor de los casos, sobre las mujeres espartanas. Nosotros, en cambio, intentaremos restablecer el equilibrio y pintar un cuadro de lo que pudo ser la vida, o mejor un ciclo vital, para la niña y la mujer espartanas corrientes, desde la cuna hasta la sepultura.
 1 Aristóteles, Política, Libro II, p. 1.270.Tanto las leyes como las costumbres sociales espartanas privilegiaban la reproducción, «la producción de niños» (teknopoiia). Aparte del deseo habitual de los individuos espartanos de tener un hijo varón y heredero que diera continuidad a la estirpe familiar, había una abrumadora presión para que el Estado mantuviera la fortaleza de la comunidad de ciudadanos espartanos varones adultos, una comunidad de guerreros tanto para defenderse del enemigo interno, los ilotas, como para atacar a los enemigos exteriores. De ahí que, a otros griegos, diversos rasgos de la sociedad espartana les parecieran realmente extraños, como los castigos públicos, entre ellos la humillación ritual por mujeres en una festividad religiosa, impuesta a hombres adultos por casarse demasiado tarde, y, a la inversa, los beneficios públicos para los padres de tres o más hijos varones, el hecho de que a las mujeres fallecidas en el parto no se les aplicara la prohibición general de que en las lápidas figuraran los nombres de hombres o mujeres, y, como ya hemos visto, la ausencia de leyes contra el adulterio.
De todos modos, aunque el adulterio no estaba castigado o ni siquiera legalmente reconocido, se consideraba que el matrimonio era una condición sine qua non para la legitimidad de la descendencia, siendo aceptable sólo el matrimonio entre dos espartanos. El cortejo se producía al modo griego habitual; es decir, potenciales maridos interesados o sus representantes se dirigían a padres de chicas núbiles. Las herederas a quienes sus padres no habían dejado nada para el matrimonio antes de morir contaban con los reyes para que se ocuparan de sus intereses, señal inequívoca de su enorme importancia social. No obstante, la ceremonia del matrimonio propiamente dicha no era en absoluto normal con arreglo a los criterios griegos habituales.
En primer lugar, comenzaba con una violación —en principio, una violación puramente simbólica y ritualizada, sin duda, aunque el simbolismo en sí mismo era revelador de las posibilidades de la violencia y la violación masculinas—. En un caso famoso, hemos sabido de un futuro rey espartano, Demarato, que ejecutó su violación, por así decirlo, llevándose a una chica ya comprometida con otro hombre, su primo lejano, y futuro sustituto como rey, Leotíquidas . A continuación, después de que la novia hubiera sido aprehendida y de algún modo trasladada a la casa marital del esposo, su sirvienta nupcial la preparaba para recibir al esposo la noche de bodas. La preparación comenzaba con el afeitado de la cabeza de la novia; a partir de entonces, como mujer casada, debería llevarlo siempre muy corto, y acaso también se viera obligada a ponerse velo en público. Llevaba un sencillo vestido recto abrochado con un cinturón, que el esposo desabrocharía antes de desflorarla. Si al casarse, el hombre tenía menos de treinta años, como ocurría normalmente, tenía que seguir viviendo en barracones bajo una estricta disciplina militar y sólo podía visitar a su esposa escabulléndose de noche amparado en la oscuridad. ¡Se decía que un esposo espartano podía engendrar varios hijos antes de ver a su esposa a la luz del día!
En Esparta, el resultado ideal del sexo conyugal era (por utilizar el lenguaje de El padrino, de Mario Puzo) un varón. Este ideal se basaba, en parte, en la tradicional idea patriarcal campesina de la superioridad del hombre y en el deseo del padre de reproducirse tan fielmente como fuera posible, pero también era un tributo al primordial imperativo militar en las peculiares condiciones de la antigua sociedad espartana. En una época posterior, los habitantes de Mani (el diente central meridional del Peloponeso) se referirían a sus hijos como «armas» por la misma razón, de modo que los maniotas varones eran literalmente hijos de un arma. En otras partes de la Grecia antigua, hay motivos para sospechar un índice bastante elevado de infanticidios femeninos, pero no podemos generalizar automáticamente esta hipótesis a Esparta. En todo caso, sabemos que fue criada una niña muy poco agraciada —aunque lo sabemos porque llegó a ser muy hermosa y a la larga fue la madre del rey Demarato—. Por otro lado, no sería de extrañar que sus padres hubieran rogado con fervor a Helena que su hija llegara a ser tan hermosa como ella.
A diferencia de sus hermanos, como hemos señalado, las niñas espartanas no iban a un internado a partir de los siete años. Eran educadas en casa, por sus madres e ilotas domésticas, pero de ningún modo quedaba ahí la cosa. Pues, caso excepcional en Grecia, también pasaban por una especie de programa educativo público, que —como el de los chicos— se centraba mucho en la dimensión física. Corrían, saltaban, lanzaban y luchaban, supuestamente masculina no desnudas y con los chicos, aunque espartana que la realidad. También esto pudo cantaban ser más una fantasía y bailaban, de forma característica y competitiva. Se da fe de competiciones de danza para chicas también en otras partes de Grecia, pero los espartanos dirigían hábilmente el baile de ellas a fines políticos. Por ejemplo, niñas seleccionadas eran enviadas a bailar para Artemisa, en Caria, una ciudad peneca situada en la frontera nordeste de Esparta.
En Esparta, los coros de niñas competidoras condujeron a la invención de un nuevo género de poesía griega, el partheneion o canto de doncella. Su creador fue Alcmán (c. 600 a.C.), poeta de profunda sensibilidad lírica y con un surtido extraordinariamente amplio de referencias geográficas (sus menciones a Lidia indujeron a los mal informados a conjeturar que había nacido en Sardes). El fragmento más largo de partheneion que tenemos de Alcmán fue hallado en Egipto, escrito en papiro. En él, los cantantes compiten cantando las alabanzas a sus dirigentes, Hagesicora (que significa simplemente «jefe del coro»), y Agido (nombre que hace pensar en un miembro femenino de la familia real de los agíadas):
Nuestras galas púrpura no son
 el tesoro que nos defiende,
 ni la pulsera-serpiente enroscada de oro macizo, ni la espléndida cinta lidia que lucen las chicas de grandes ojos oscuros,
 ni el cabello de Nano, no, tampoco Areta, semejante a una ninfa, ni Tylacis, ni Clesitera... No, es Hagesicora,
 ella es el deseo de mi corazón.
 Pues la belleza de los tobillos no está aquí en la danza: ella aguarda junto a Agido, alaba
 nuestro ceremonial.2
Cabe suponer que una canción así se cantaba originariamente en alguna festividad religiosa, en honor de una diosa determinada; aunque la identidad precisa de la diosa en cuestión sigue siendo incierta, probablemente era alguna versión de Artemisa, quizá la variante local denominada Ortia, pues parthenoi eran vírgenes a las puertas del matrimonio, y Artemisa era la diosa que supervisaba la crucial transición desde la juventud y la virginidad hasta el matrimonio y la maternidad. Después del matrimonio, una parthenos se convertía primero en una numphê («novia») y luego en una gunê. Gunê puede traducirse como «esposa», pero, como el francés femme, también significa «mujer»: la cuestión es que se esperaba que todas las chicas espartanas se convirtieran en esposas — y madres—. La condición de esposa y madre era un destino tanto social como anatómico de todas las mujeres griegas —y en ningún sitio se ponía tanto de relieve como en Esparta—. La destinataria divina de la adoración en relación con el embarazo y el nacimiento era Ilitia, estrechamente asociada, tanto en Esparta como en otros lugares, a Artemisa (Ortia).
Así pues, ¿a qué se debe el ciclo educativo público con su énfasis en lo físico? Seguramente había dos razones fundamentales. Una era pragmática y secular: se creía que las madres más aptas eran, bueno, las madres más aptas —en otras palabras, que la salud física conducía directamente a la salud eugenésica—. La otra razón era sociológica y simbólica: las mujeres espartanas no eran consideradas categóricamente inferiores en el sentido que habrían deseado con fervor varones forasteros como Aristóteles. A las niñas se les daban raciones de comida comparables a las de los niños, las adolescentes pasaban por un proceso de educación pública y socialización que les inculcaba los ideales de la sociedad y les hacía comprender que su conducta adulta era absolutamente decisiva, y las mujeres podían heredar, poseer y administrar bienes por derecho propio. Es incluso posible que tuvieran voz y voto en la elección de esposo por parte de su padre o tutor, como sin duda lo tenían en el gobierno de su casa —o sus casas.
En muchas sociedades, las mujeres desempeñan un papel religioso. Las espartanas no eran una excepción, pero, como sociedad, Esparta era, en varios aspectos, una excepción en lo referente a prácticas y actitudes religiosas griegas. Los espartanos tenían fama de ser extraordinariamente piadosos, incluso para los estándares de la Grecia antigua, y se esforzaban mucho por conservarla. Eran lo que nosotros —o hasta un ateniense antiguo— podríamos llamar enormemente supersticiosos. Así, Heródoto nos dice por dos veces que honraban mucho más las cosas de los dioses que las de los hombres: como esto se cumplía en todos los griegos, lo que él quería decir era que los espartanos llevaban su piedad y su devoción religiosa a extremos excepcionales. Lo que le movió a hacer repetidamente esta observación fue el hecho de que los espartanos ni siquiera aparecieron en la batalla de Maratón de 490 porque consideraron que la fase de la luna era poco propicia, y no enviaron una fuerza completa a las Termópilas en 480 al parecer porque estaban celebrando la festividad de la Carneia.
 2 Alcmán, Partheneion, frag. 1. Véase también West, ed., 1993.Una vez más, cuando Jenofonte describía a los espartanos como «artesanos de la guerra», estaba refiriéndose a manifestaciones militares de su fervor religioso, como los sacrificios de animales que realizaban al cruzar un río-frontera o incluso en el campo de batalla, cuando estaba a punto de iniciarse el combate. Los espartanos eran especialmente aficionados a esa clase de adivinación militar. Si los signos de las entrañas de un animal sacrificado no eran «correctos», incluso una acción militar imprescindible se podía retrasar, suspender o evitar del todo. Jenofonte deja constancia del caso de un comandante espartano que recabó los augurios no menos de cuatro veces antes de que salieran los signos «correctos».
Además de su religiosidad o devoción excepcional, el perfil de la observancia religiosa de los espartanos era considerablemente sesgado sobre todo en dos aspectos clave, en comparación con lo que habría sido considerado la práctica habitual en otros lugares. Las mujeres espartanas, como las de otras partes de Grecia, desempeñaban un papel destacado en la religión, o las manifestaciones cuasirreligiosas, privadas y públicas, espartanas. Sin embargo, al parecer en Esparta no había festividades sólo de mujeres ciudadanas, ni siquiera la Tesmoforia, en honor de Deméter, la diosa de la madre tierra que da fertilidad. Aunque Deméter tenía en efecto su propio santuario, un Eleusinion, en territorio espartano, no estaba situado en la misma ciudad de Esparta, ni siquiera en Amiclas, sino a cierta distancia en dirección al sur. La festividad local más parecida a la Tesmoforia quizás era la Titenidia, en la que se celebraba el amamantamiento y la nutrición de los niños, si bien no se trataba de una fiesta restringida a las mujeres espartanas. Una posible explicación de este menor énfasis en el culto a Deméter en Esparta es que la fertilidad de las cosechas y los animales estaba en manos de los ilotas, no de los espartanos. Se podría proponer una solución similar para la segunda anomalía religiosa llamativa, la curiosa falta de importancia del culto dionisíaco en Esparta —un ingrediente básico de expresión religiosa en otras partes de Grecia, tanto para los hombres como para las mujeres—. Una vez más, esta ausencia era probablemente algo relacionado con el hecho de que el fruto de la vid era producido por fuerza de trabajo ilota.
No obstante, como hemos visto, las jóvenes espartanas a las puertas del matrimonio cantaban y bailaban en coros competitivos, y como mujeres casadas adultas interpretaban canciones de desdén en torno a un altar para avergonzar a solteros espartanos reticentes, de tal manera que al final obedecieran las leyes y tomaran esposa. Por lo visto, las mujeres también ocupaban un lugar especialmente importante en la festividad anual de las Jacintias, en honor de Apolo y Jacinto. En su biografía del rey Agesilao II, Jenofonte dice que Agesilao insistió en enviar a sus hijas al festival, que se celebraba en Aniclas, a varios kilómetros al sur de Esparta, en el habitual carruaje público utilizado por las hijas de ciudadanos corrientes con el fin de reducir al mínimo la distancia social entre su familia y el resto de ciudadanos. La importancia de un gesto así en esa importante festividad residía en el mensaje subyacente.
Sin embargo, no era por la devoción por lo que eran más conocidas las mujeres espartanas fuera de su tierra. Aparte de su vergonzosa —o, mejor dicho, desvergonzada— sexualidad, lo que más anonadaba a la gente de fuera era el hecho de que no asumían el papel femenino griego tan habitual de llorar y gemir cuando se producía una muerte en la familia. En 371, en circunstancias que describiremos en otro capítulo, Esparta sufrió por fin una derrota en una batalla campal, una derrota catastrófica, en Leuctra, Beocia. Así informó Jenofonte, que acaso estuvo presente, del modo en que los espartanos que se habían quedado en casa reaccionaron ante la noticia:
Fue el último día de la Gimnopedia cuando llegó a Esparta el mensajero enviado para informar de la catástrofe. En aquel momento, estaba en el teatro el coro de los hombres. Cuando los éforos se enteraron de lo que había pasado, se sintieron profundamente afligidos, como de hecho cabía esperar. Sin embargo, en vez de interrumpir la actuación, dejaron que el coro continuara hasta el final. Cuando dieron los nombres de los muertos a los parientes respectivos, ordenaron a las mujeres que cargaran con su sufrimiento en silencio y reprimieran los gritos y lamentos. Al día siguiente, aquellas mujeres cuyos parientes habían muerto iban y venían con aire alegre y lleno de vida, mientras que a aquellos con parientes aún vivos no se les veía demasiado, y los pocos que andaban por ahí tenían un aspecto triste y abatido.3
En otras palabras, no lloraban ni se quejaban ni se daban golpes de pecho en señal de lamento, no se ponían el hábito de penitencia, y tampoco iniciaban un período de duelo retirándose a los lugares más recónditos de su casa. Al revés. El espectáculo debe continuar. Así es como tenían que comportarse las mujeres espartanas, y como seguramente se habían comportado, sin necesidad de que nadie se lo dijera, durante muchos años, quizás incluso siglos, antes del episodio señalado.
No hace falta extenderse sobre la incoherencia, o contradicción, entre esta imagen de Jenofonte de la conducta de las mujeres espartanas y la imagen negativa de Aristóteles de la no conformidad de aquéllas. Es incluso tentador seguir al novelista Steven Pressfield en su aplicación del criterio jenofóntico a la situación en la época de las Termópilas (480). Pressfield tuvo la idea absolutamente original —y por desgracia sin ninguna base en absoluto— de que una de las principales consideraciones que orientaron la elección del grupo especial de 300 de Leónidas fue el conocido carácter de sus esposas. Los hombres fueron escogidos entre aquellos de cuyas esposas se podía dar por descontado que no sólo pondrían al mal tiempo buena cara al conocer la muerte inevitable del esposo, sino que reirían y cantarían una canción alegre y bailarían.
Terminaremos este capítulo con el paradigmático ejemplo de la madre de un espartano. Entre los denominados apotegmas adscritos a mujeres espartanas, en una recopilación con este título que nos ha llegado en las obras de Plutarco, el primero se atribuye a Argileonis («león-brillante»), madre de Brásidas. En él se hace precisamente la misma observación sobre la obediente sumisión de las mujeres espartanas a las normas de su sociedad, aunque de un modo bastante distinto:
Cuando el hijo de Argileonis, Brásidas, hubo muerto y algunos ciudadanos de Anfípolis acudieron a Esparta a visitarla, le preguntaron si su hijo había muerto con grandeza, como correspondía a un espartano. Cuando lo pusieron por las nubes y le dijeron a ella que era el mejor de todos los espartanos en tales hazañas de valor, ella replicó: «Amigos, es verdad que mi hijo era un hombre bueno y admirable, pero Esparta tiene muchos hombres mejores que él».4
 3 Jenofonte, Hellenica [Historia de Grecia], Libro VI, capítulo 4, sección 16.La fuerza de este supuesto comentario deriva del hecho de que, a diferencia de la abnegada madre, los anfipolitanos adoraron literalmente a Brásidas como su héroefundador tras su muerte, como algo más que un simple hombre mortal.
Por desgracia, no hay suficientes datos para escribir una biografía de Argileonis (a diferencia de Gorgo, véase el capítulo 3, y de Cinisca, véase el capítulo 7), pues aparte de esta anécdota no sabemos nada de ella salvo que estaba casada con un tal Telis. Dado que formaba parte de la delegación espartana oficial enviada a Atenas en 421 que primero llegó a un acuerdo de paz general y luego firmó un tratado por separado con Atenas, Telis pudo muy bien haber sido miembro de la Gerusía y, por tanto, hombre perteneciente a una familia aristocrática distinguida. No obstante, Argileonis, como el rey Agiselao cuando insistía en que sus hijas viajaran a una importante festividad religiosa en el carruaje público regular, tenía interés más bien en restarle valor a cualquier diferencia o distinción especial que sin duda su familia podía exhibir. En consecuencia, Argileonis puede figurar como un símbolo de las mujeres espartanas.
Otros apotegmas desarrollan la antigua imagen de las madres espartanas, atribuyéndoles un lenguaje pintoresco y unos gestos igualmente vistosos. Por tanto, podemos imaginar fácilmente a Argileonis instando a Brásidas, cuando éste partía para Anfípolis en 422, a que regresara de la batalla «con tu escudo, ¡o en él!». O, suponiendo que Brásidas hubiera demostrado per impossibile ser un cobarde y hubiera vuelto a casa vivo pero derrotado, podemos imaginar  preguntando a su hijo de forma pública  a Argileonis señalándose el vientre y y humillante si quería entrar ahí dentro arrastrándose. Las madres espartanas estaban hechas de esta pasta impresionantemente severa.

 4 Plutarco, «Dichos de mujeres espartanas», Argileonis (Moralia, 240c). 6
 La guerra ateniense, 432-404 a.C.

 


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