En
el período inmediatamente posterior a la derrota y la retirada de los persas,
Atenas creó una nueva alianza naval antipersa, lo que denominamos la Liga de
Delos (porque fue en la isla egea sagrada de Delos donde se hicieron los
juramentos y se guardaba el tesoro de la Liga). Como cabía suponer, Esparta no
formaba parte de la misma, en buena medida porque esta condición de miembro
habría supuesto conceder la iniciativa política y el estatus hegemónico a
Atenas, como habían hecho con Esparta sus propios aliados en la Liga del
Peloponeso. La Liga de Delos era una organización totalmente nueva, creada
mediante los nuevos juramentos de alianza y lealtad. Por otro lado, la Liga
Helénica, como la llaman los historiadores modernos, que había nacido en
Corinto en el otoño de 481, no fue desbancada del todo por la aproximadamente,
los espartanos
Liga de Delos. Como veremos, todavía en 464
podían mantener sus relaciones diplomáticas con Atenas en el marco de esta
alianza antipersa anterior.Lo que sí sorprendió un poco más fue que Esparta no
renunciara inmediatamente a su implicación en las hostilidades contra Persia
tras la victoria de los griegos en Mícala, pese a que esto significaba
inevitablemente llevar a cabo operaciones navales muy lejos de casa. En 479,
Leotíquidas había ganado la batalla de Mícala, comandando las fuerzas
conjuntamente con Jantipo, padre de Pericles, pero en 478, mientras encabezaba
una expedición de venganza y represalia contra los otrora «medizantes» tesalios,
por lo visto fue sorprendido con las manos en la masa, por así decirlo, o mejor
dicho con una manga —prenda típicamente persa— llena de plata en su tienda:
debido a la corrupción y al soborno descarados lo llamaron a Esparta y lo
privaron de todo mando futuro. El regente Pausanias, sin embargo, fue enviado a
proseguir la campaña naval de los legitimistas griegos unidos directamente
contra Persia desde una base de Bizancio.
Por
desgracia, su arrogancia, sus supuestas inclinaciones pro persas (aparte de las
rumoreadas negociaciones de matrimonio que involucraban a una mujer persa de
alta alcurnia, al parecer era partidario de llevar vestidos persas...,
anticipándose en un siglo y medio a Alejandro Magno) y una posible
incompetencia en la esfera naval pronto originaron peticiones de los aliados,
sobre todo de las islas grandes del Egeo, en el sentido de que Esparta fuera
sustituida por Atenas en la dirección general. Los espartanos creyeron que
podrían salir del paso retirando simplemente a Pausanias y poniendo en su lugar
a otro comandante espartano, pero la sustitución también fue rechazada, y los
atenienses, bajo la dirección de Arístides, siguieron adelante con la creación
de la Liga de Delos durante el invierno de 478-477. Como la guerra naval era
muchísimo más cara que la terrestre y requería una gran inversión inicial en la
construcción de barcos que se sumaba a los muy elevados costes del
funcionamiento diario, los atenienses exigían a sus aliados que contribuyeran
con un número predeterminado de barcos o, si no, una cantidad predeterminada de
dinero contante. Ésta, tal, como señalaría Tucídides, fue una de las
principales diferencias entre la Liga de Delos y la del Peloponeso, aparte de
que la creciente impopularidad de los tributos fue una cuestión importante en
la política cada vez más imperialista de Atenas durante el resto del siglo V.
No obstante, tal como añadió Tucídides
después, más que asegurar la sumisión de sus aliados mediante la exigencia de
tributos, los espartanos:
Procuraron asegurarse su obediencia
estableciendo entre ellos oligarquías convenientes.1Al margen de lo
que se piense sobre la naturaleza y el funcionamiento de la propia constitución
de Esparta —y algunos, en la antigüedad y en la actualidad, han querido
subrayar mayoría sus rasgos supuestamente abiertos, incluso democráticos—,
ésta, como la
de
potencias imperiales a lo largo de la historia, apoyó sistemáticamente
regímenes no democráticos o antidemocráticos en el extranjero, sin reparo
alguno a la hora de imponerlos sobre mayorías desafectas si éste era el único
modo de garantizar su propia seguridad y de complacer a amigos y partidarios en
el exterior.
No
fue ésta una política carente de riesgos, de ninguna manera y en ningún
momento, sobre todo en las primeras décadas del siglo V, cuando algunos de los
aliados de Esparta bastante próximos estaban mostrando no sólo señales
inoportunas de mentalidad independiente, sino incluso deseos de imitar el
experimento democrático de los atenienses. Por ejemplo, hay pruebas de que, en
la década de 470, tanto la Mantinea arcadia como Elis implantaron cierta forma
democrática de toma de decisiones, y fue durante esta misma década cuando el
gran caudillo guerrero ateniense Temístocles —que ya no tenía interés en hacer
la guerra a Persia, sino sobre todo en debilitar Esparta todo lo posible— se
mostró más activo en agitar la oposición a Esparta desde su base de la
recientemente democrática Argos.
Todo
esto hizo que la posición de Esparta en la alianza de la Liga del Peloponeso
fuera claramente incómoda, lo que sitúa en su verdadera perspectiva el impacto
del importante terremoto de 465 o 464 que afectó de lleno a la propia ciudad de
Esparta y originó una revuelta igualmente importante no sólo de los ilotas
mesenios sino también de dos ciudades periecas mesenias. Un pasaje de Heródoto
de su noveno y último libro ilustra muy bien la naturaleza y el grado de las
dificultades de Esparta en las décadas de 470 y 460. En él se nos cuenta
brevemente las historias opuestas de dos adivinos o videntes (manteis), ambos
originarios de Elis, ciudad clave aliada de Esparta en la Liga del Peloponeso.
Al primero, Hegesístrato, Heródoto lo describe
como:
1 Tucídides, 19.
El miembro más conocido del grupo de
descendencia de los telíadas.2Ser un mantis era sin duda una
cuestión hereditaria, familiar, en Elis como en otras partes. Hegesístrato se
ofreció al enemigo de los legitimistas griegos, Persia, y estuvo al servicio de
Mardonio como adivino principal. Parece que, más que ser partidario de los
persas, era antiespartano por principios, quizá debido a que tenía algo de
demócrata. En cualquier caso, una vez que los espartanos lo capturaron y lo
metieron en el cepo por haber llevado a cabo diversas actividades
antiespartanas, tan resuelto estaba a escapar, sabiendo probablemente que, si
no lo hacía, tenía los días contados (quizá se había enterado del destino del
rey Cleomenes), que llegó a cortarse parte de sus pies para poder sacarlos del
cepo y huir. Heródoto la califica como «la acción más valiente de todas las que
conozco», lo cual es bastante extraño, pues esto permitió a Hegesístrato
colaborar con Mardonio durante las guerras persas; pero después de las guerras,
los espartanos lo atraparon de nuevo, en la isla de Zacinto, frente a la costa
ocidental de Grecia, y esta vez no dejaron nada librado al azar y lo
ejecutaron.
El
otro vidente eleano se llamaba Tisameno, nombre distinguido, real de hecho
(como en el hijo de Orestes). Heródoto se esmera en dar detalles de su
ascendencia aristocrática y en añadir que él y su (no identificado) hermano
fueron los dos únicos no espartanos que llegaron a tener la ciudadanía
espartana. Todas las ciudades griegas clásicas eran muy celosas de su
ciudadanía y no la concedían a la ligera a las personas de fuera, pero los espartanos
eran hipersensibles ante la cuestión. No bastaba con ser espartano de
nacimiento, sino que uno debía alcanzar la ciudadanía espartana gracias a sus
aptitudes personales y luego conservarla, o mejor dicho no perderla por razones
sociales o económicas. A finales de la década de 470, el regente Pausanias fue
acusado de complot por ofrecer la ciudadanía espartana a los ilotas —acusación
que fue suficiente para causar su caída y su muerte—. Los periecos eran, en el
mejor de los casos, ciudadanos lacedemonios de segunda clase, no espartiatas
(lacedemonios de noble linaje), las fuerzas armadas de Tisameno. Con su ayuda
experta, Esparta consiguió cinco victorias cruciales en los quince o veinte
años siguientes.
TISAMENO
La
versión de Heródoto de cómo Tisameno llegó a trabajar para Esparta y a ser
ciudadano espartano incluye una típica historia délfica. Había ido a consultar
al oráculo sobre un asunto totalmente personal y absolutamente normal (cómo
tener hijos), cuando la sacerdotisa, con unas palabras ambiguas, respondió que
estaba destinado «a ganar las cinco contiendas más grandes». Tisameno lo
interpretó en el sentido de que estaba destinado a ganar la prueba del
pentatlón en los principales juegos atléticos, los Olímpicos, ¡y en realidad
por una victoria no realizó esa extraordinaria, proeza! Sin
2 Heródoto, IX, 37.embargo, para lo
que Apolo lo había escogido era para desempeñar el papel de adivino oficial de
cinco victorias militares independientes —pues la palabra griega agônes,
«contiendas», podía referirse tanto a batallas como a competiciones atléticas.
A
continuación tuvo lugar un proceso de negociación casi cómico entre los
espartanos —que seguramente se habían enterado de esta consulta gracias a sus
habituales contactos «por línea directa» con Delfos— y Tisameno. Le ofrecían
unos honorarios, efectivo más gastos por así decirlo, mientras él pedía el
precio —y premio— simbólico de la ciudadanía espartana. Todo esto sucedía antes
de 480, pues sólo la inminente amenaza de la invasión persa, junto a su
profunda veneración por la presciencia y el apoyo de Delfos, convenció
finalmente a los espartanos de que debían conceder a Tisameno lo que éste pedía
para sí —y probablemente también para su hermano.
De
modo que así fue como Tisameno llegó a ser adivino oficial de Esparta, por
delante de cualquier otro experto local, y a asesorar a los reyes (o regentes)
que estaban al mando de los ejércitos pertinentes cada vez que seguían los
auspicios derivados de animales sacrificados. Para los espartanos, esta adivinación
militar formaba parte de la técnica de la guerra al mismo nivel que los más
lógicos preparativos y ejercicios físicos y mentales. Había que averiguar la
voluntad de los dioses antes, incluso inmediatamente antes, de iniciarse la
batalla, y de nuevo mientras se estuviera desarrollando el enfrentamiento. Un
comandante espartano podía interpretar cualquier indicio desfavorable en las
entrañas de la víctima como una señal para no entablar combate con el enemigo o
interrumpirlo — incluso cuando tal acción o inacción pudiera parecer totalmente
desaconsejable por razones puramente profanas, «racionales»—. Por tanto, los
videntes eran personal militar clave y siempre formaban parte de un entorno o
séquito regular del rey al mando. Fue particularmente por su atención a las
sutilezas religiosas del combate por lo que Jenofonte destacó a los espartanos
entre todos los griegos y los llamó «artesanos [expertos profesionales] de la
guerra».
Normalmente,
habría cabido esperar que las propias filas espartanas hubieran generado una
provisión constante de videntes especialistas religiosos. Seguramente, como
sucedía con los sacrificadores y los heraldos, el empleo era hereditario en
ciertos linajes familiares, pero por alguna razón las circunstancias de la
década de 480 convencieron a los espartanos de que dejaran de lado su xenofobia
habitual e infringieran sus normas de ciudadanía, concediéndosela a Tisameno y
su hermano —aunque me parece que el hecho de que fueran aristócratas de Elis,
un aliado clave aunque inestable de la Liga del Peloponeso, pudo tener casi
tanto que ver con ello como su pericia «mántica» heredada.
La
primera de las cinco victorias de Tisameno fue la batalla de Platea en 479, y
la última la de Tanagra en 458 o 457, a cuyas circunstancias volveremos. Estas
dos fueron contra enemigos exteriores de Esparta, los persas y los atenienses,
pero las otras tres son en cierto modo las más interesantes, y significativas,
porque se libraron contra enemigos de Esparta más o menos internos, más en el
caso de los ilotas mesenios y dos ciudades penecas mesenias que se sublevaron
tras el gran terremoto de alrededor de 464, y menos en el caso de, primero, los
tegeos (aliados de la Liga del Peloponeso) y los argivos (enemigos perpetuos),
y segundo, todos los arcadios menos los de Mantinea. Dejemos de momento a un
lado a los ilotas y los periecos, y veamos a continuación las dos batallas que
involucraron a dos conjuntos distintos de aliados arcadios.
Arcadia
era absolutamente clave para el control de Esparta del Peloponeso y, por tanto,
de la Liga. La arcadia Tegea, la polis de cierta importancia más cercana a
Esparta, quizás había sido el primer aliado de lo que a la larga se convertiría
en la Liga del Peloponeso; además, Arcadia controlaba geográficamente el paso
de Esparta desde Laconia y Mesenia al norte del Peloponeso y el centro de
Grecia. Una de las principales estrategias, entre muchas, de divide y vencerás
practicada por Esparta era impedir que ningún aliado de la Liga del Peloponeso
se uniera a Argos. Por tanto, la asociación de Argos y Tegea en la segunda
serie de cinco victorias de Tisameno auguraba un desastre potencial para
Esparta, casi tanto como la unión de Argos y Corinto a finales de la década de
390. Heródoto sólo cuenta que la batalla entre Esparta y los tegeos y los
argivos unidos tuvo lugar en Tegea, alarmantemente cerca de casa. Sería creíble
una fecha alrededor de 470, y algo más que simplemente posible un vínculo
causal con la presencia de Temístocles en Argos.
La
siguiente victoria de Tisameno fue en Dipea, también llamada Dipaieis, tampoco
lejos de Tegea, en la preocupante zona fronteriza meridional de Arcadia. Aquí,
el signo más prometedor para Esparta era que Mantinea, la otra ciudad
importante de Arcadia, había decidido, o bien mantenerse neutral, o bien
combatir en el bando espartano. Esto era especialmente destacado, pues
Mantinea, por haberse convertido recientemente en una democracia (quizá bajo la
influencia de Temístocles) y por estar alejada de Esparta, mucho más cerca de
Argos, era la más susceptible de las dos de haber mantenido hacia Esparta la
hostilidad que podemos deducir del hecho de haber llegado tarde a la batalla de
Platea. Así pues, tal vez tenemos aquí un ejemplo de lucha arcadia interna por
el dominio, entre Tegea y Mantinea, que los espartanos, maestros en la táctica
de divide y vencerás, sabían muy bien cómo explotar. En cualquier caso, la
victoria de los espartanos se había completado sin novedad antes de que
llamaran a Tisameno para su cuarta y, tras la batalla de Platea, más difícil
intervención.
El
terremoto que sufrió la ciudad de Esparta a mediados de la década de 460 habría
dado una cifra elevada en la escala de Richter si los antiguos hubieran tenido
este aparato de medición. Los sismólogos han detectado el impacto devastador en
una amplia zona desde su epicentro. Diodoro de Sicilia, al escribir en el siglo
I a.C. pero citando al historiador general del siglo IV Éforo, dio la enorme y
seguramente inflada cifra de 20.000 víctimas espartanas, jóvenes la mayoría de
ellas (esto, caso de ser cierto, habría tenido un grave efecto demográfico en
la generación siguiente). En todo caso, el desastre no impidió que el rey
Arquídamo, que sustituyó a Leotíquidas en el trono euripóntida a tiempo para
acaudillar a los espartanos en Dipea, reuniera un ejército para frustrar
cualquier ataque ilota sobre Esparta. Sin embargo, ni siquiera él fue capaz de
evitar que los ilotas de Mesenia, una propiedad más peligrosa que sus primos
laconianos, se sublevaran en masse, y además se unieran a ellos dos ciudades
periecas del sudeste de Mesenia: Turia y Etea. Así, en cierto modo esto fue
tanto un levantamiento nacionalista como una revuelta de la clase marginada,
explotada económicamente y en otros aspectos.
Los
ilotas tomaron esto como una oportunidad literalmente caída del cielo para
emprender una revuelta importante y prolongada. La devoción impulsó a los
espartanos a atribuir el terremoto a la ira del «gran agitador de la tierra»,
Poseidón, que era adorado con optimismo bajo el título de «poseedor de la
tierra» en varias partes de Laconia así como en la propia Esparta. ¿Por qué
creían que Poseidón se había enojado tanto con ellos? La opinión que mereció
oficialmente más crédito —y tal vez la que defendió el mismo Tisameno— era que
los espartanos habían maltratado a algunos ilotas que habían buscado
literalmente refugio en un santuario de Poseidón en Ténaro, en el sur profundo
de Laconia, al pie del diente central del Peloponeso. En lugar de respetar el
derecho acordado convencionalmente de los ilotas de asilarse allí (nuestra
palabra asilo procede directamente del término griego que significa libre de
represalias), los espartanos los arrancaron del templo de Poseidón y los
ejecutaron en una acción de flagrante sacrilegio. Si llevaron a cabo un acto tan
arriesgado, seguramente es porque estarían sometidos a una presión y una
tensión anómalas, con lo que quizá deberíamos relacionar el sacrilegio con las
presuntas intrigas del regente Pausanias con los ilotas (véase la biografía en
el capítulo 3, p. 117). En cualquier caso, el terremoto se produjo sin duda en
un momento particularmente malo de las relaciones entre Esparta y los ilotas,
lo que explicaría por qué no fueron sólo los ilotas mesenios sino también los
de Laconia —o al menos un número considerable de ellos— los que se sublevaron.
Ninguna
fuente antigua nos da una descripción adecuada del curso de la revuelta. De
hecho, un notorio punto esencial del texto de Tucídides no deja claro cuánto
duró en total. ¿Podemos de veras creer esos manuscritos que hacen decir a
Tucídides que duró diez años? Una simple modificación paleo-gráfica reduciría
esta cifra a la más verosímil de cuatro, con lo que la revuelta habría acabado
en números redondos alrededor de 460, pero incluso un levantamiento de cuatro
años habría sido nefasto para los espartanos. Por otro lado, un detalle
referido sí suena totalmente cierto, a saber, que terminó con un prolongado
asedio del monte Itome, en la llanura mesenia de Esteniclaro. Se trataba de un
baluarte natural, como la Acrópolis de Atenas, y fue allí donde, según la
tradición, los mesenios habían librado su última batalla mucho antes, durante
la primera revuelta mesenia o la segunda guerra mesenia del siglo VII.
Después
de sofocar la rebelión, parece que los espartanos toleraron o alentaron el
desarrollo de una ciudad perieca en las inmediaciones; la arqueología revela
que habitantes de esa comunidad cercana hicieron ofrendas, a veces con
inscripciones y a veces realmente admirables, a Zeus Itomatas o Zeus de Itome.
En la década de 450 no se sumaron a la revuelta, como sí hicieron las ciudades
periecas de Etea y Turia de más al sur, pero tampoco fueron capaces de impedir
que los ilotas rebeldes se apoderasen del alto de Itome como emplazamiento de
su última resistencia —su Masada, por así decirlo—. De hecho, aunque una de las
funciones de los periecos de Laconia al menos era precisamente actuar como
primera línea de disuasión y, en caso necesario, de defensa contra la agitación
ilota, los asentamientos periecos en Mesenia eran tan escasos, distaban tanto
entre sí y eran tan débiles en términos relativos que los espartanos se vieron
obligados a pedir ayuda a aliados de fuera de su territorio.
Paradójicamente,
esto causaría dificultades y daños incluso más duraderos que el terremoto y la revuelta.
Pues los espartanos no pidieron ayuda sólo a sus aliados de la Liga del
Peloponeso, de acuerdo con la cláusula que comprometía a un aliado a «ayudar a
los espartanos con toda su fuerza y hasta el límite de su capacidad». También
recabaron ayuda de Atenas, al parecer basándose en la alianza de la Liga
Helénica antipersa concertada en 481. Aunque no era miembro de la Liga del
Peloponeso, Atenas tenía una constitución democrática y estaba más preocupada
por Persia y por extender su influencia en el Egeo y el norte de Grecia, y
accedió a enviar ayuda. Y no sólo algo simbólico sino una fuerza considerable
de 4.000 hoplitas. Eso fue gracias a la capacidad persuasiva de Cimón, un
conocido proespartano que había llegado al extremo de llamar Lacedemonio, o Espartano,
a uno de sus hijos.
Como
Temístocles había dejado a un lado el mando en el período subsiguiente a la
expulsión de los invasores persas a fin de concentrarse en fomentar en el
Peloponeso la discordia y la disensión contra Esparta, Cimón fue el principal
timonel del creciente poderío naval de Atenas, y estuvo al mando de las flotas
aliadas de la Liga de Delos, a las que condujo a una serie de victorias, de las
cuales la más destacada y decisiva fue la batalla del río Eurimedonte, en
Panfilia (sur de Asia Menor), en torno a 466. Por tanto, se hallaba en la cima
de su influencia cuando llegó la petición espartana de ayuda contra los ilotas
sublevados; pero la decisión de ayudar a Esparta lo llevaría a la ruina
política.
En
cuanto las tropas hubieron alcanzado Mesenia, las cosas empezaron a ir muy mal.
Aunque una de las razones por las que los espartanos habían querido
expresamente la ayuda de los atenienses era la reputada pericia de éstos en la
organización de asedios, en realidad esta destreza resultaba bastante inútil,
en la práctica, cuando se trataba de librar una batalla campal contra una
fuerza muy atrincherada, como en el caso de los rebeldes mesenios en el monte
Itome. Pero, por lo visto, a los espartanos les preocupaba aún más la actitud
de los soldados atenienses. No eran de ningún modo los más pobres de entre los
pobres ni los más humildes de entre los humildes —menos de la mitad de los
atenienses podían permitirse el equipo completo de hoplita—, de modo que esos
4.000 atenienses se contaban entre los de posición más acomodada. No obstante,
incluso ellos eran ciudadanos de una ciudad que para entonces había vivido bajo
cierta forma de democracia durante casi medio siglo, y seguramente fue grande
la sorpresa y la conmoción que sintieron al descubrir que los «esclavos» ilotas
de los espartanos no eran bárbaros sino compatriotas griegos con espléndidas
tradiciones propias.
En
cualquier caso, los espartanos afirmaban, de manera un tanto exagerada, que la
conducta de los atenienses equivalía a «la revolución», es decir, que llevaban
a cabo una especie de agitación social y política, por lo que los despidieron
—«sólo a ellos de entre los aliados»—, según Tucídides, sin darles ninguna
explicación satisfactoria de esta flagrante violación del protocolo diplomático.
En Atenas, la autoridad de Cimón quedó inmediatamente debilitada, y en el
espacio de dos años él había quedado desacreditado y marchado al exilio. Su
política de cooperación y coliderazgo de Grecia entre Atenas y Esparta estaba
hecha jirones. Para echar sal en las heridas de los espartanos, los atenienses
instalaron a los supervivientes de la insurgencia ilota de Itome en un lugar
nuevo, Naupacto, en la orilla norte del golfo de Corinto. Aunque la revuelta de
los ilotas estaba sofocada ya en 460, Esparta se vio enseguida enredada en la
primera guerra del Peloponeso (c. 460-445), así llamada para distinguirla de
«la» guerra del Peloponeso, o guerra ateniense, de 431-404.
Algunos
de los otros aliados de Esparta —como los mantineos, que también estaban
gobernados democráticamente—pueden asimismo haberse sentido desconcertados por
la arbitraria acción de su jefe contra Atenas, de modo que Esparta necesitaría
poder demostrar que era capaz de imponer su voluntad. Y lo hizo en la única
esfera donde su preeminencia seguía siendo indiscutible, la de la batalla
campal. En 458 o 457, Esparta encabezó un ejército de la Liga del Peloponeso a
través del istmo de Corinto y la Grecia central, hasta Tanagra, en Beocia.
Tucídides nos cuenta de manera seductora que en Atenas había un grupo, con
cuyos integrantes los espartanos estaban en contacto, que esperaba aprovecharse
de la presencia cercana del ejército espartano para dar un golpe de Estado que
sustituiría la democracia por una oligarquía, la clase de régimen que preferían
normalmente los espartanos para entenderse con sus aliados subordinados. No
obstante, aunque los espartanos derrotaron en efecto a los atenienses y sus
aliados en Tanagra, fue una victoria demasiado ajustada para explotarla
políticamente, y ya se dieron por satisfechos con poder regresar a su tierra
del Peloponeso sin que nadie les molestara.
A
mi entender, ése fue el momento en que los espartanos decidieron, sin duda con
bastantes recelos, llevar a cabo un cambio muy importante en su organización
militar. El terremoto había ocasionado la pérdida de Mesenia se habían sumado a
la revuelta muchas vidas. Dos ciudades periecas de ilota. La batalla de Tanagra
había sido
peligrosamente
reñida. Entiendo que estos tres hechos empujaron a los espartanos a adoptar la
medida de incorporar hoplitas periecos a sus regimientos regulares, tanto para
asegurar la lealtad perieca como, más importante aún, para incrementar la
menguante cifra de ciudadanos de Esparta. No era exactamente como incorporar
gurkas nepalíes a un regimiento regular del ejército británico bajo el Raj,
pero sí suponía una ruptura bastante importante con el principio griego de
ejército de milicias ciudadanas. Pues aunque los periecos podían tener el
nombre de «lacedemonios», como los espartanos, no eran ciudadanos en pie de
igualdad con estos últimos, pues no habían pasado por la disciplina
socializadora de la Agoge ni habían sido escogidos para formar parte de una
mesa común. El cambio que conllevaba la incorporación de los hoplitas periecos
tuvo lugar en algún momento posterior a 479 y algo antes de la batalla de
Mantinea (418). Es sólo una conjetura mía que se produjera en la década de 450,
tras la batalla de Tanagra, aunque ésta no me parece que fuera militarmente la
hora de la verdad para los espartanos. También es compatible con el hecho de
que los espartanos no tuvieran una actuación demasiado lucida en la primera
guerra del Peloponeso.
Por
contraste, los atenienses estaban tan animados por su relativamente buen
desempeño en Tanagra que, en el espacio de pocos meses, se habían convertido en
los amos de casi toda Beocia, adquiriendo una especie de imperio terrestre en
miniatura que añadir a su creciente poderío naval en el Egeo. Una desgracia
importante para Esparta fue la pérdida de Egina, una isla estratégicamente
vital en el golfo Sarónico, tan visible desde Atenas que Pericles la llamaba,
de forma memorable, «el orzuelo en el ojo de El Pireo». Egina era un aliado de
la Liga del Peloponeso que ahora los atenienses sitiaban y sometían, castigando
a la población expulsándola y reemplazándola con colonos propios. En estas
circunstancias, lo máximo que podían hacer los espartanos era ofrecer a los
egitanos desplazados un nuevo hogar provisional en su propio territorio, en
Cinuria (también conocida como Tireatis), en la frontera nordeste con la región
de su acérrimo enemigo Argos. En la práctica, provisional iba a significar más
de medio siglo.
La
denominada primera guerra del Peloponeso se alargó durante otra década, hasta
que Atenas observó que se había extralimitado al intentar mantener el control
de su imperio en la Grecia central amén del naval. En 446, Atenas se vio
enfrentada a revueltas simultáneas en ambos flancos, en Megara (antes también
un aliado de Esparta de la Liga del Peloponeso) al oeste, y en la isla de
Eubea. Aquí seguramente tuvo Esparta la oportunidad de hacer una intervención
decisiva, y el rey Pleistoanax, que en Tanagra había llegado a la mayoría de
edad, encabezó efectivamente una fuerza aliada a través del istmo en dirección
al este hasta penetrar en territorio de Atenas; pero cuando se encontraba en
las inmediaciones de Eleusis, tomó la misteriosa decisión de retirarse. Esto
concedió a Atenas un respiro para restablecer el control al menos sobre Eubea
(más importante que Megara desde el punto de vista estratégico). No mucho
después, los dos bandos iniciaron negociaciones que culminaron en la firma de
un tratado conocido como la Paz de los Treinta Años por su duración deseada.
La
esencia del tratado era que cada bando «se quedaba con lo que tenía»: o sea,
los espartanos reconocían de hecho el Imperio ateniense, mientras que los
atenienses, a su vez, «reconocían» la hegemonía de Esparta en la Liga del
Peloponeso. En consecuencia, buena parte de la Grecia continental quedó dividida
en dos grandes bloques entre los cuales se supone que debía imperar una especie
de equilibrio de poder. No obstante, Pleistoanax, pese a haber sido partidario
por principio de esta tesis cimoniana «de hegemonía dual», fue derrocado y
enviado al exilio al ser acusado de lo que para sus enemigos internos era
traición a los supremos intereses de Esparta; y permaneció desterrado en un
santuario religioso de Arcadia durante casi veinte años.
Probablemente
fueron estos mismos enemigos suyos quienes .se habían visto obligados a aceptar
las condiciones de paz de 445, quienes en el espacio de apenas cuatro o cinco
años ya tenían ganas de incumplir el tratado. En 441 llegaron a Esparta algunos
samios siguiendo los pasos de aquellos antepasados suyos que habían convencido
a los espartanos de que enviaran una expedición naval para derrocar al tirano
Polícrates. Los de ahora no eran menos persuasivos —hasta tal punto que cabe
preguntarse si no tenían también algo que ver ciertas conexiones personales
fuertes entre espartanos y samios destacados—. En todo caso, Heródoto dice que
una vez conoció en Esparta a un tal Arquias, cuyo abuelo del mismo nombre había
integrado la fuerza expedicionaria de 525 y en cuyo honor los samios habían
celebrado un funeral de Estado debido a su manifiesta gallardía. El joven
Arquias probablemente fue una voz influyente en el llamamiento a los espartanos
para que ayudaran a esos samios, encabezados por los oligarcas en el poder, que
querían rebelarse contra el Imperio ateniense.
De
todos modos, aunque los espartanos quedaron convencidos, no pasó lo propio con
sus aliados corintios —a diferencia de la situación de 525—, los cuales
consiguieron persuadir a la mayoría de los demás aliados de la Liga del
Peloponeso de que, en este caso concreto, no «siguieran a los espartanos
dondequiera que éstos los condujeran». Sin duda era una decisión prudente. La
alianza espartana distaba mucho de tener la fuerza naval requerida para
enfrentarse y derrotar a los atenienses en el mar, por mucho que el cercano
virrey persa instalado en Sardes estuviera dispuesto a proporcionarles dinero y
quizá material bélico. De todos modos, la revuelta samia sí exigió de Atenas un
largo y costoso bloqueo naval, dirigido por Pericles, y tras ser por fin
sofocada dio pie a medidas extremas de castigo y represalia ejemplares. De
hecho, mirando hacia atrás desde la posición ventajosa de 411 a.C., algunos
samios observaron que la sublevación de 440-439 casi había costado a los
atenienses el control del mar, esto es, el este del Egeo.
Así
es, por supuesto, como lo vio el gran historiador Tucídides en retrospectiva,
aunque seguramente todavía no era mayor de edad cuando tuvo lugar el suceso. En
su narración breve de los hechos producidos entre las guerras persas de 480479
y el comienzo de la guerra ateniense del Peloponeso en 431, decidió finalizar
con la revuelta de Samos. Esto dejó un hueco de unos cuatro años antes de los
disturbios políticos que estallaron en 435 en la isla de Córcira (Corfú), que,
para el historiador, constituían el antecedente más inmediato de la guerra.
Pese a la gravedad de los desórdenes en Córcira, Tucídides creía que el
principal desencadenante de la guerra ateniense del Peloponeso fue el
crecimiento del imperio de Atenas y el miedo que esto provocaba en los
espartanos: que los atenienses los invadieran y a la larga debilitaran o
destruyeran su poder. El aplastamiento de la sublevada Samos en 439 fue una
señal inequívoca y una confirmación del poderío imperial de Atenas.
De
hecho, tan rápido y amenazante creció el Imperio ateniense que, en 432, los
espartanos declararon que la paz de 445 había tocado a su fin, acusando
injustamente a Atenas de haber violado el tratado. En realidad, fueron los
espartanos quienes dieron el paso decisivo hacia la guerra abierta —y lo
hicieron contraviniendo el consejo expreso de su rey de más rango, el hombre
que inevitablemente Arquídamo II.
los conduciría a la batalla:
los conduciría a la batalla:
REY
ARQUÍDAMO II
(reinado c. 469-427)
Arquídamo, el segundo rey de este nombre (que
significaba «dirigente —ogobernante— del pueblo»), pertenecía a la considerada
como subalterna de las dos casas reales espartanas, la de los euripóntidas, y
reinó durante más de dos décadas. Nació aproximadamente en 500, de un padre
llamado Zeuxidamo; el sufijo —damo [damus], que viene de familia, sugiere un
intento deliberado de anunciar sus relaciones con la gente (damos) y de ganarse
el favor de los espartanos corrientes, quizá porque los descendientes de
Euripón eran conscientes de su subalternidad respecto a los agíadas más
selectos. Sin embargo, Zeuxidamo no reinó jamás, por lo que probablemente
falleció antes que su padre, Leotíquidas II (quien murió en torno a 470, aunque
había caído en desgracia y vivido en el exilio durante casi una década).
Arquídamo, en cambio, disfrutó de uno de los reinados más largos corroborados
históricamente, y lo hizo con toda plenitud. Pues, pese a las circunstancias
cada vez más adversas, en general se trató de un reinado de prosperidad.
A
mediados de la década de 460, llama la atención de las fuentes por primera vez
como comandante de las fuerzas espartanas que reprimieron cierta desafección
grave dentro de la Liga del Peloponeso en la batalla de Dipea (o Dipaieis), en
Arcadia. Poco después fue llamado a salvar Esparta del doble golpe de un
importante terremoto y una también importante revuelta ilota, principalmente
mesenia. En lo que concierne a la historia pública de Esparta, desaparece
totalmente hasta 432, cuando la suya es la voz más destacada de la Asamblea
espartana, en la que defiende prudencia ante la propuesta de declarar la guerra
a Atenas. Tucídides lo utiliza un poco como Heródoto había utilizado a un
predecesor euripóntida, Demarato, como consejero sensato, para ilustrar la
verdadera naturaleza de la situación y prefigurar el curso real de los
acontecimientos. Según parece, esta muestra de respeto era bien merecida.
Más
adelante, examinaremos el papel clave que desempeñó Arquídamo al final de su
larga carrera. Primero, volvamos sobre nuestros pasos hasta la década de 470,
cuando se casó con Lampito, hija de Leotíquidas y la segunda esposa de éste, y
por tanto tiastra suya. No es probable que fuera un matrimonio por amor. Sería
más bien un emparejamiento de conveniencia política y, no menos importante,
económica, lo que garantizaba que los bienes paternos heredados se quedaran a
buen recaudo dentro del linaje del padre. Aristófanes escogió «Lampito» como
nombre del contundente personaje espartano de Lisístrata. Quizás había oído
sobre su homónima real algo que justificara su decisión. Con Lampito, Arquídamo
tuvo el hijo varón, Agis, que a su debido tiempo, 427-426, le sucedió en el
trono, pero tras la muerte de Lampito volvió a casarse, con una mujer muy
bajita (o quizás era inusualmente baja para ser una mujer espartana). Con esta
segunda esposa, Eupolia (literalmente «buen potro», referencia a la propiedad
de animales, siempre un símbolo de nivel aristocrático en la antigua Grecia),
tuvo otros dos hijos, Agesilao (más adelante Agesilao II) y una niña, Cinisca
(«cachorro» o «pequeña arpía»).
El
otro aspecto interesante sobre las conexiones personales de Arquídamo era su
condición de xenos de Pericles de Atenas. En este caso, la palabra xenos se
traduce a menudo como «invitado-amigo», pues la relación conllevaba
hospitalidad mutua (como el francés hôte, la misma palabra, venos, servía para
«anfitrión» e «invitado»), pero a esto hay que añadir varias cosas. El
significado básico de xenos era «desconocido», «forastero», «extranjero»; y los
xenoi, en el sentido de «invitados-amigos», eran siempre extranjeros, es decir,
miembros de dos comunidades políticas distintas. Además, la venia era una
institución antigua y aristocrática o, en todo caso, de élite. Por lo general,
ambas personas eran griegas, pero la institución se extendía también a las
comunidades no griegas; por ejemplo, incluso para un ciudadano griego no
perteneciente a la familia real era posible establecer una relación de venia
con el gran rey de Persia (como hizo el espartano Antálcidas con el gran rey
Artajerjes II, a principios del siglo IV). Aquí «amistad» vuelve a ser una
palabra demasiado insulsa para una relación que era moral y espiritualmente tan
vinculante que podía inducir o requerir a uno de los xenoi a preferir su xenos
a su país. (Esto se anticipa a la famosa máxima de E. M. Forster: si se
enfrentaba a dos opciones, traicionar a un amigo o traicionar a su país,
esperaba escoger siempre la segunda.) Tanto el establecimiento como el
mantenimiento de relaciones de venia se expresaban en potentes prácticas
rituales. Así pues, por todas estas razones se debe traducir xenos
aproximadamente como «invitado-amigo ritualizado», por desmañado que suene.
Por
último, la relación no se establecía simplemente entre dos individuos, sino
entre dos familias, pues era hereditaria —aunque uno de los dos partícipes, o
ambos, no conociera la existencia de una venia—. Ésta era la clave de la famosa
historia de la Ilíada que nana el encuentro entre el griego Diomedes (de
Tirins, en el Peloponeso) y Glauco de Licia (situada en la región costera
meridional del oeste de Asia Menor): Diomedes tuvo que recordarle, o más bien
decirle, a Glauco que eran xenoi hereditarios. Como lo eran el rey Arquídamo de
Esparta y Pericles de Atenas. No sabemos cuándo se estableció la relación
hereditaria entre ellos, pero una conjetura creíble es que cuando el abuelo de
Arquídamo, Leotíquidas II, y el padre de Pericles, Jantipo, estaban comandando
conjuntamente la flota unida helénica contra Persia en 479 se dieron y
aceptaron los símbolos de la xenia, con el ritual y la ceremonia pertinentes.
Ésta
no es ni mucho menos la única xenia espartano-ateniense de alto nivel de la que
haya constancia. Un contemporáneo de Arquídamo, Pericleidas, llamó a su hijo
Ateneo («Ateniense»). Fue Pericleidas, en el bando de los espartanos, el máximo
responsable de convencer a éstos de que pidieran a Atenas ayuda contra la
revuelta de los ilotas de la década de 460, mientras que el principal
cooperador del bando ateniense era Cimón, quien en la década de 470 había
puesto a su hijo el nombre de Lacedemonio («Espartano»). Sin duda, Pericleidas
y Cimón creían en la colaboración espartano-ateniense por principio, pero sus
contactos independientes con familias de la otra ciudad reforzarían aún más su
deseo de cooperación más que de confrontación entre los dos Estados.
No
fue exactamente igual entre Arquídamo y Pericles. Es decir, parece que Pericles
decidió, ya desde el principio, que, al margen de relaciones o conexiones
personales, era Esparta y no Persia el principal enemigo potencial de Atenas, e
hizo todo lo que estuvo en su mano por desarrollar el poder ateniense incluso
al precio, a la larga, de una guerra importante con Esparta. Así, uno de los
detalles más intrigantes de los orígenes y el comienzo de la guerra ateniense
del Peloponeso es la relación familiar de estos dos personajes destacados. Ello
da cuentas de, al menos, dos episodios de la furibunda campaña de propaganda
que rodeó al estallido de la guerra.
En
432, las relaciones diplomáticas entre Esparta y Atenas estaban a punto de
romperse, y la mayoría de los ciudadanos espartanos ya habían llegado a la
conclusión de que Atenas estaba equivocada y que para ellos la decisión
correcta era ir a la guerra. La cuestión alcanzó un punto decisivo en una
reunión de la Asamblea espartana, en la que se invitó a hablar a representantes
de Corinto, principal aliado de Esparta, y de Atenas, el bando enemigo. Según
Tucídides, sólo hablaron dos espartanos, ambos figuras señaladas —pero acaso
prefiriera, por razones artísticas, no mencionar a otros oradores menos
influyentes—. Se trataba de Arquídamo y el convincente éforo Estenelaidas.
En
realidad, Arquídamo, tal como lo presenta Tucídides, no se opuso frontalmente a
ir a la guerra, menos aún defendió el proceder de Atenas. Lo que sostenía era que,
antes de entrar en guerra, los espartanos debían reflexionar más y utilizar el
tiempo así ganado para tener contactos diplomáticos. Su discurso fue
equilibrado, moderado y relativamente largo. La réplica de Estenelaidas fue un
clásico de brevedad lacónica y brusquedad carente de arte: los atenienses son
culpables de violar la paz (de 445), vociferó, así que vayamos a la guerra.
Seguramente debido a que el experimentado Arquídamo era el rey reinante de más
rango (su carey Pleistoanax estaba en el exilio, condenado por traición, desde
445) y, por tanto, acaudillaría inevitablemente cualquier fuerza de la Liga del
Peloponeso contra Atenas, sus opiniones imponían respeto, de modo que la
primera votación —a gritos, el habitual método espartano— no fue del todo
decisiva. O eso sostenía Estenelaidas, pues a continuación pidió una votación
individual y, explotando el miedo de los espartanos a parecer poco belicosos,
consiguió una aplastante mayoría a favor de la guerra ahora.
Con
todo, de hecho los espartanos siguieron teniendo contactos diplomáticos con
Atenas después de la votación, e incluso después de garantizar la aprobación de
Apolo de Delfos de su decisión de ir a la guerra. Esto da a entender que
Arquídamo no era ni mucho menos una fuerza en decadencia, algo que parece
confirmarse en uno de los ultimátums que los espartanos enviaron a Atenas. Si
expulsáis, decía, «a los malditos», entonces la guerra no será necesaria. Esta
frase era un mensaje cifrado para la familia ateniense de los alcmeónidas, que
eran víctimas de una maldición heredada de un acto sacrílego cometido dos
siglos antes, a finales del vil, pero el alcmeónida contra quien iba dirigido
realmente este ultimátum era Pericles, cuya madre pertenecía a esa estirpe
paterna. Nadie habrá conocido mejor que Arquídamo las responsabilidades
familiares de Pericles.
A
la inversa, cuando terminó la ofensiva diplomática en uno y otro lado y estaban
a punto de comenzar las hostilidades con una invasión de Ática a cargo de un
ejército de la Liga del Peloponeso Arquídamo lo hiciera con Arquídamo al mando,
Pericles temía tanto que su xenos
para
debilitar su autoridad, de forma deliberada o no, que «nacionalizó» sus
principales tierras, es decir, las convirtió en propiedad pública. Eso por si
Arquídamo ordenaba a sus tropas que las salvaran del saqueo que sufriría la
tierra de otros atenienses. En la práctica, parece que Arquídamo estaba más
interesado en no tener que arrasar absolutamente ninguna tierra ateniense, pues
incluso después de que su ejército se pusiera en camino en 431, aún siguió
enviando a Atenas mensajeros para sondear las posibilidades de paz. Y cuando
por fin llegó a Ática, parece que pasó mucho tiempo sin hacer prácticamente
nada. No se le notaban ganas precisamente de proseguir la guerra.
Sin
embargo, a principios del verano de 430 encabezó de nuevo una fuerza de la Liga
del Peloponeso que se dirigía a Ática, al inicio de la temporada convencional
de campañas de los ejércitos hoplitas. El estallido de la gran plaga (que pudo
ser tifus) en la ciudad de Atenas le obligó a retirarse muy pronto, y en 429
dirigió una fuerza peloponesia que se concentró en sitiar Platea, aliada de
Atenas, y no en devastar Ática ni amenazar Atenas. En 428, regresó a la pauta
de 431 y 430, y 427 vio el fin del asedio a Platea, aunque en 426 la fuerza
invasora peloponesia de Ática tenía al mando al hijo mayor y sucesor de
Arquídamo, Agis II. Para entonces Arquídamo ya estaba muerto.
Como
Arquídamo había pronosticado en 432, y en parte desde luego debido a su propio
comportamiento como jefe de los espartanos, la guerra ateniense del Peloponeso
no estaba resultando pan comido para Esparta, y de hecho, tras su muerte,
empeoró, lo que refutaba totalmente la predicción de los exaltados que se le
oponían diciendo que todo habría acabado en un par de años, tres a lo sumo. Así
pues, es un tanto irónico, cuando menos, que la primera fase de diez años de la
guerra recibiera rutinariamente el nombre de «guerra arquidamiana», por
Arquídamo II. Más aún por el hecho de que murió antes de que hubieran
transcurrido menos de la mitad de esos diez años. En este libro nos referiremos
estricta y descriptivamente, como hizo Tucídides, a la guerra de los Diez Años,
y concederemos a Arquídamo el beneficio de la duda respecto a sus verdaderos
propósitos e intenciones.
Tucídides
optó por redactar un informe completo sobre esta trascendental decisión de los
espartanos. Describe la escena en la que éstos están reunidos en la Asamblea y
escuchan primero las alocuciones de delegados extranjeros y luego las de
oradores espartanos seleccionados, entre ellos Arquídamo. Escribe con sus
propias palabras cuatro discursos cuidadosamente preparados. Primero, un
delegado de Corinto, que representa al aliado más importante de Esparta, pide
la guerra con insistencia basándose en que los atenienses ya han violado el
acuerdo de paz de 445 y que, en todo caso, hay que detenerlos más pronto que
tarde. Después, un delegado ateniense insta al mantenimiento de la todavía
-afirma- existente paz. A continuación, el rey Arquídamo, con todo el peso de
su autoridad heredada y la influencia y el prestigio adquiridos, ruega a los
espartanos precaución ante la eventualidad de una inmediata declaración de
guerra. Por fin, de manera concluyente, uno de los cinco éforos de ese año,
seguramente el de más influencia de los tres, pronuncia un discurso típicamente
lacónico en el sentido de que los aciertos y las equivocaciones del caso están
clarísimos: Atenas está completamente equivocada y además los espartanos tienen
una obligación moral con sus aliados.
En
rigor, el discurso del éforo no fue decisivo. Por lo general, los espartanos
votaban curiosamente gritando —ganaban los que gritaban «sí» o «no» con más
fuerza—. En esta ocasión, el éforo que presidía la Asamblea dijo que no estaba
totalmente seguro de qué gritos, «sí» (guerra) o «no» (paz), habían sido los
más sonoros, así que ordenó que se contaran individualmente los votos de los
ciudadanos. Quizás era sincero al decir que no estaba seguro; quizá la
autoridad de Arquídamo era tal que un número considerable de ciudadanos habían
reprimido sus instintos naturalmente —o más bien culturalmente— belicosos y
votado «no» (paz). Es igual de probable que él quisiera la máxima mayoría
posible, por lo que explotó las ideas espartanas —inducidas culturalmente— de
patriotismo y valor para hacer que se levantaran –literalmente— y fueran
contados. ¿Qué espartano querría parecer, o siquiera correr el riesgo de
parecer, un cobarde, un «miedoso» en el habla oficial?
Como
cabía prever, ahora se vio que la mayoría favorable a la guerra era clara, y en
la primavera siguiente, de 431, Esparta y Atenas y sus aliados respectivos se
embarcaron en lo que resultaría un conflicto —que duró una generación— de una
naturaleza cada vez más desesperada y devastadora. Quizá la causa subyacente
fue realmente el crecimiento del poderío ateniense, pero fueron los espartanos
quienes empezaron la guerra.
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