lunes, 18 de diciembre de 2017

Cartledge Paul:Los Espartanos: III Las guerras persas 490-479 A.C

Esparta comenzó la década de 480 bajo la coyuntura poco clara de una muerte real, por suicidio o quizás asesinato, manchada asimismo por más de una insinuación de sacrilegio. Si era culpable de la muerte de su hermanastro mayor, por más que fuera indirectamente, Leónidas sería consciente de la necesidad de borrar la mancha. Desde luego, su co-rey Leotíquidas debía su posición en el trono euripóntida a cierta argucia sacrílega, de modo que también tenía mucho que demostrar. Este capítulo se centrará en los importantes y planificados combates de las guerras persas, en las Termópilas y Artemisio (480), en Platea y Mícala (479). Se subrayará que, pese a la opinión de Heródoto favorable a Atenas, fueron realmente los espartanos quienes, de entre todos los legitimistas griegos, merecían la parte del león en el mérito de la victoria final, y fueron también ellos quienes sacrificaron tantos guerreros extraordinarios en las excepcionales circunstancias de las Termópilas. Y fueron su inquebrantable disciplina y su férrea resolución las claves de la victoria decisiva en el campo de batalla de Platea.
Leotíquidas y el sucesor de Leónidas, el regente Pausanias, desempeñaron funciones de mando vitales en las victorias de Mícala y Platea, respectivamente. No obstante, de todos los enfrentamientos en lo que para los griegos son «los hechos medos» y para nosotros «las guerras persas» debe ocupar un lugar de honor la heroica, aunque en última instancia fallida, defensa del paso de las Termópilas encabezada por Leónidas. Este episodio, más que ningún otro, ha dado forma definitiva y permanente al mito o leyenda espartano (véanse, además, la segunda parte y el capítulo 10); pero antes de que se permita a Esparta salir de las sombras hemos de ocuparnos de su papel notoriamente poco heroico, o mejor su no papel, en Maratón en 490.
Como vimos en el capítulo anterior, en 500, los espartanos, a través de Cleomenes, rechazaron las tentativas de acercamiento de Aristágoras de Mileto. Atenas, sin embargo, respondió a ellas de forma positiva, en parte por la razón sentimental de su linaje jónico común, pero sobre todo porque a Atenas le venía bien esta oportunidad para demostrar que ya no estaba gobernada por ningún tirano pro persa y era una democracia libre. Heródoto comentaba que, al liberarse del yugo del tirano, Atenas se convertía por primera vez en una fuerza militar importante, pero una cosa era derrotar en 506 a sus vecinos griegos de Beocia y Eubea en tierra, y otra muy distinta aspirar a algo más que a chamuscar la rizada barba del gran rey persa enviando, en 499, una flota más bien pequeña de veinte barcos a Asia Menor para ayudar a la revuelta jónica.
La revuelta duró seis temporadas de campañas, pero la aportación de Atenas fue relativamente escasa limitándose a atacar y quemar —al principio— parte de Sardes, donde el virrey persa de Lidia tenía su capital. Atenas no participó en la derrota final de los jonios en 494 en Lade, frente a Mileto, que fue seguida por la destrucción total del mismo Mileto. Pese a todo, Atenas, Eretria y Eubea fueron señaladas como objetivos para una eventual venganza una vez que fue aplastada la revuelta. Toda vez que era una entidad enorme, muy extendida y heterogénea, el Imperio persa siempre tardaba varios años en organizar una campaña más allá de sus fronteras, por lo que no fue hasta finales de la década de 490 cuando el gran rey Darío mandó a las principales ciudades de la Grecia continental el mensaje perentorio de que le ofrecieran las tradicionales muestras de sumisión, tierra y agua, si no querían sufrir una guerra de represalia y venganza. Es bien conocido que Atenas y Esparta se negaron, y agravaron su rechazo al matar a los heraldos de Darío, una grave violación de las normas religiosas así como del protocolo diplomático. Por su parte, Egina accedió, y de ahí la extrema irritación de Cleomenes y la prepotente intervención. Argos se mantuvo mansamente neutral.
Cuando por fin se inició la expedición persa en 490, bajo el mando conjunto de un miembro de la familia real persa, Artafrenes, y un medo, Datis, sus principales objetivos eran primero Eretria y luego Atenas. Eretria fue una presa fácil. El ejército invasor incendió la ciudad, destruyó sus santuarios y se llevó a todos sus habitantes como esclavos. Más adelante, en un gesto típico de potencia imperial, Darío hizo que muchos eretrios languidecieran como prisioneros y rehenes lejos de su tierra natal, en el sur profundo de Persia, donde la primera mención del petróleo en los documentos históricos supuso una pequeña compensación del alejamiento cultural. Esto dejó solos a los atenienses —y a todos los griegos que quisieran ayudarles— frente al inminente ataque persa.
Los espartanos dijeron que ayudarían, pero por desgracia la fuerza de 2.000 que enviaron (quizás una cuarta parte de su asamblea de ciudadanos) llegó después de que hubiera tenido lugar la batalla decisiva. La razón, o excusa, esgrimida por los espartanos por no haber llegado a tiempo fue que, por razones religiosas, se habían visto obligados a aguardar a que hubiera luna llena antes de partir. Tal como dice Heródoto en otra parte, en dos ocasiones, para los espartanos las órdenes de los dioses eran más importantes que las de los simples hombres, pero lógicamente nos asalta la sospecha de que a veces a los espartanos las órdenes divinas les llegaban en momentos curiosamente oportunos. En todo caso, tuvieron interés en ver el campo de batalla y fueron generosos en sus felicitaciones a los vencedores griegos, principalmente los atenienses, y sus aliados de Platea (que estaban allí gracias en parte a la diplomacia de Cleomenes).
La batalla de Maratón —la que los espartanos consiguieron perderse— es una de las más famosas de la antigua Grecia, y de hecho no sólo de la antigua Grecia sino de la historia. Fue un triunfo de David frente a Goliath, debido sobre todo al genio estratégico de uno de los generales de Atenas, Miltiades, pero también al coraje de hombres que estaban combatiendo en su patio trasero no sólo por su patria sino también por un ideal, por algo más que conservar simplemente el statu quo. Al parecer, en el bando persa hubo unas 6.400 bajas —éstos eran los cadáveres que los espartanos tenían interés en inspeccionar—frente a 192 (exactamente) muertos atenienses y un número incierto de plateos. Los plateos fueron enterrados en un túmulo honorífico, en la llanura de Maratón; se hizo otro tanto con los atenienses, sólo que su túmulo era a todas luces el más grande e imponente.
Los hoplitas atenienses que habían vencido recibieron como título honorífico un nuevo nombre compuesto, «los luchadores de Maratón», y todavía a finales del siglo V, y aún más allá, su coraje y su valor seguían siendo loados en las ceremonias oficiales atenienses que se celebraban en los entierros de los muertos de guerra. A los 192 que murieron se les rindieron los honores religiosos correspondientes a los héroes, y, según una opinión moderna, son conmemorados como tales visualmente en el enorme friso de mármol que adornaba originariamente el Partenón (construido en la Acrópolis de Atenas entre 447 y 432). Otro monumento público ateniense que posiblemente está también dedicado a la batalla de Maratón es el denominado Tesoro de los atenienses, levantado junto a la Vía Sagrada, en el recinto de Apolo en Delfos.
Es fácil de imaginar la contrariedad y los celos de los espartanos, o al menos de los espartanos que compartían las opiniones de Cleomenes sobre Persia. A la inversa, el ex rey Demarato se hallaba al mismo tiempo en un cómodo hueco en el Imperio persa y de hecho en el círculo más íntimo de la corte persa, donde podía actuar como consejero excepcionalmente bien informado y de confianza del propio rey. Darío, su primer benefactor, murió en 486, y su hijo Jerjes le sucedió en el trono, al parecer con el apoyo explícito de Demarato a su causa. No obstante, si Jerjes ya estaba deseando completar el asunto griego inacabado que su padre le dejó al morir, tenía otras cuestiones imperiales más importantes e inmediatas que atender en Egipto y Babilonia. Éstas le ocuparon más o menos los dos primeros años de su reinado, y no fue hasta 484 cuando se pusieron en marcha resueltamente los preparativos para el gran proyecto del joven emperador: la conquista de la Grecia continental y su incorporación al Imperio persa.
A Heródoto le gustaba imaginar que Jerjes estaba indeciso sobre la conveniencia de la campaña griega en general, pero esto muy bien puede ser porque cuadraba con los fines artísticos del historiador. Ojalá ahorrado, y habría ahorrado al
Jerjes hubiera decidido no emprenderla..., se habría imperio, la amargura de la derrota. Ojalá hubiera escuchado los sensatos consejos de su tío Artábano. Ojalá. De hecho, no es probable que dudara durante mucho tiempo. Grecia debía de parecer pan comido. Al fin y al cabo, los griegos tenían fama de volubles y políticamente estaban divididos entre ellos. El respaldo de los isleños y los continentales a la revuelta de los jonios había sido, en el mejor de los casos, irregular, y Demarato no era el único griego destacado que prefería evitar a Persia a ver su patria derrotada. La principal modalidad guerrera de los griegos en tierra, el combate hoplítico, no les serviría de mucho frente a las vastas hordas persas. Si Jerjes hubiera estado atento, quizás habría tenido más en cuenta el importante desarrollo militar griego de la década de 480, la creación en Atenas, bajo el inspirado liderazgo de Temístocles, de una flota de trirremes de primer orden, pronto de talla mundial. También habría podido advertir que Esparta, tal vez precisamente a causa de la deserción de Demarato, estaba más resuelta que nunca a resistir..., después de algunos titubeos típicamente religiosos.
Al enterarse de la expedición planeada, los espartanos consultaron como de costumbre al Oráculo de Apolo en Delfos, sólo para oír que debían, en efecto, darse por vencidos y ceder. Pues, según el oráculo, o bien Esparta perdería un rey en la batalla, o bien los persas invadirían Laconia. Sumamente preocupados, los espartanos tomaron la inusual medida de celebrar reuniones frecuentes de su Asamblea, que de lo contrario se convocaba sólo una vez al mes, más o menos cuando había luna llena. En estas reuniones extraordinarias sólo había un punto, aparentemente religioso, en el orden del día: ¿qué espartanos estarían dispuestos a reparar con su vida la muerte del mensajero de Darío, al que habían matado en 491, en el período previo a la campaña de Maratón? Al final, dos espartanos nobles — en más de un sentido— se ofrecieron como voluntarios, de modo que este excepcional acto de sacrificio por el bien de Esparta fue una fascinante anticipación en miniatura del mucho mayor y más elevado sacrificio que harían colectivamente los espartanos en las Termópilas en 480. Pero Jerjes no tenía interés alguno en matar a esos dos espartanos, ni siquiera en negociar con ellos. Así pues, en otoño de 481, las relativamente pocas ciudades griegas que podían ponerse de acuerdo en presentar algún tipo de resistencia común se reunieron para planificar la respuesta conjunta ante la eventual ofensiva militar persa.
Los delegados se reunían, simbólicamente, en el istmo de Corinto, cerca de un santuario de Poseidón que cada dos años albergaba una de las cuatro festividades religiosas panhelénicas más importantes, los Juegos Ístmicos. Por entonces, el istmo era también probablemente el límite de la visión y la ambición de la mayoría de los espartanos. Incluso después de que quedara inequívocamente claro que las fuerzas espartanas deberían comprometerse en el centro y el norte de Grecia, lejos de casa, aún había indicios de un anhelo por no ir más allá, literalmente, del istmo, para fortificar esa lengua de tierra de seis kilómetros y convertir el Peloponeso en una especie de fortaleza. Vana esperanza, tal como percibió y declaró con acierto Heródoto. Pues la fuerza invasora dirigida por el gran rey Jerjes sería —algo decisivo— de carácter anfibio. Es decir, la conquista de Grecia dependería forzosamente de la cooperación entre el ejército de tierra y las fuerzas navales. La estrategia de defensa del istmo tendría una mínima posibilidad de éxito sólo si la flota de Jerjes era derrotada. Ahí estaba, por supuesto, el talón de Aquiles de los espartanos. No tenían flota propiamente dicha, y si hubieran podido formar una, habría tenido que ser tripulada por ilotas, que acaso no fueran leales del todo.
Sin embargo, las pocas ciudades griegas que hicieron un juramento religioso en el istmo de Corinto en el otoño de 481 para resistir juntas contra los persas se sometieron unánimemente al liderazgo general espartano. Tal era la prepotencia de Esparta como cabeza de una alianza que suponía el grueso de la resistencia legitimista griega, que incluso las flotas de los griegos unidos eran comandadas oficialmente por espartanos, hombres con poca o ninguna experiencia militar en el elemento imprevisible del mar.
En 480, por fin las hordas persas por tierra y la armada por mar pusieron rumbo al oeste. Se intentó facilitar el paso de las inmensas fuerzas al exterior del imperio, con éxito desigual. Según Heródoto, ríos enteros quedaron secos en route y, algo más verosímil, un gran número de barcos y hombres se perdieron en las tormentas. La preinvasión inmediata del ejército persa tuvo lugar por tierra en Drabesco, Tracia. Heródoto informa de un total de 1.700.000 soldados apoyados por más de 1.000 barcos. Estimaciones modernas más sensatas de los mejores historiadores militares recortan las fuerzas terrestres persas a cifras que van desde 80.000 a un cuarto de millón, y a unos 600 barcos en lo referente a la armada.
El avance hacia el oeste y el sur desde Drabesco no acarreaba problemas —hasta el paso de las Termópilas—. Para empezar, los griegos continentales estaban muy divididos, tradicional y sistemáticamente, y también sobre el asunto específico de cómo oponer resistencia a Jerjes, incluso sobre si hacerlo o no. Cuando en un momento culminante de su narración Heródoto invoca una definición de «lo griego», la lista de factores unificadores que cita no incluye obviamente la cooperación política, no digamos ya la unión. No fue nada sorprendente que entre los aliados juramentados que se habían reunido en el istmo no se contaran los griegos de Tesalia, en cuyo territorio estaba la primera posible línea de defensa, el valle del Tempe, entre el monte Osa y el monte Olimpo. Así, en primavera o verano de 480 los legitimistas griegos enviaron una fuerza para defender la línea del Tempe, bajo el mando del espartano Eueneto («el bien elogiado») y el ateniense Temístocles («famoso por su observancia del Bien»), en un intento de asegurar la lealtad de los tesalios a la causa griega.
Por desgracia, pronto se descubrió que la línea del Tempe podía ser superada fácilmente, por lo que Eueneto y Temístocles no tuvieron otra opción que retirarse al sur. La consecuencia política inmediata fue que los tesalios, según la nueva jerga, «medizaron», es decir, tomaron partido por el bando del invasor bárbaro, aunque no forzosamente siempre de manera activa y de buen grado. Para los legitimistas griegos, la segunda —o más bien la primera— línea potencialmente defendible era, en la práctica, el paso de las Termópilas. Aquí se produjo el primer encontronazo serio y frontal entre los persas invasores y los griegos resistentes.
Las «Puertas Calientes» —Termópilas en griego antiguo— son un paso estrecho en la Grecia continental central. Constituía la ruta natural de un ejército invasor que llegara por tierra desde el norte y que tuviera como principal objetivo destruir los ejércitos de Atenas y Esparta y sus aliados del sur. Ahí, en pleno verano, más o menos en agosto de 480, una pequeña fuerza que representaba a una titubeante agrupación de ciudades griegas legitimistas, encabezadas por Esparta y Atenas, opuso una resistencia heroica al poderío de una inmensa fuerza invasora persa. En 1940 se estableció acertadamente una analogía entre los pocos griegos de 480 a.C. durante las guerras persas y «los Pocos» que opusieron resistencia a la Alemania nazi en la Segunda Guerra Mundial.
Desde la antigüedad, la topografía de la región de las Termópilas se ha visto alterada por fuerzas naturales hasta quedar casi irreconocible, de modo que el mar ahora está a varios kilómetros del lugar donde se produjo el combate. Hemos de imaginar que, en 480, era un paso angosto, apenas lo bastante ancho para que se cruzaran cómodamente dos cuadrigas o carros, entre la montaña y el mar, salpicado por una serie de «puertas». Fue en la denominada puerta intermedia donde tomó posiciones la fuerza defensiva de los griegos legitimistas; es aquí donde se ha levantado el monumento moderno, a la derecha de la autopista nacional si uno conduce hacia el norte. En el otro lado de la autopista se puede visitar lo que ha sido designado, seguramente con acierto, como el montículo donde los griegos resistieron hasta el final.
Pero no nos adelantemos. Pese a la gravedad de la crisis, Esparta no consiguió enviar una asamblea completa de sus aproximadamente 8.000 guerreros ciudadanos adultos, sino sólo unos simbólicos 300 comandados por uno de sus dos reyes, Leónidas. También los otros griegos aliados se abstuvieron de enviar sus efectivos completos para defender el paso, así que de una fuerza de tal vez 20.000 o 25.000 legitimistas peloponesios, había presentes sólo unos 4.000. ¿Por qué? Las razones que dieron todos en su momento eran religiosas: los espartanos alegaban su absoluta y primordial obligación de celebrar su festividad nacional anual más importante, la Carneia, en honor de Apolo, y los otros peloponesios hacían asimismo hincapié en su férreo compromiso de celebrar los Juegos Olímpicos en honor de Zeus. Sin duda, en la antigua Grecia la religión fue siempre un factor histórico realmente poderoso, pero también podemos razonablemente sospechar que aquí había en juego otro motivo, más prosaico y menos encomiable, aunque totalmente comprensible, a saber, el miedo cerval: el miedo a que los persas fueran demasiados para oponerles resistencia, en las Termópilas o en cualquier otro sitio. Al fin y al cabo, la inmensa mayoría de los varios centenares de ciudades griegas continentales ya habían decidido desentenderse y unirse de cualquier manera a los persas, o al menos no oponerse a ellos, en vez de intentar hacerlos retroceder.
Los griegos legitimistas del norte del Peloponeso estuvieron también presentes en las Termópilas, pero en escaso número, pues se entendía que esta fuerza de defensa era como una avanzadilla. Así pues, no había atenienses ni megarenses y, lo que es más polémico, sólo unos cuantos beocios, entre ellos unos meros 400 de la principal ciudad de Beocia, Tebas. Más adelante, después de la batalla, todos los beocios a excepción de los de Tespia (enemiga de Tebas) y Platea (aliada de Atenas) «medizaron», de modo que la reputación de los tebanos en especial quedó manchada cuando finalmente, en 479, se hizo retroceder a los persas. En consecuencia, se afirmó que, en 480, los 400 tebanos de las Termópilas habían estado allí presentes sólo porque Leónidas les obligó a ello, como rehenes para garantizar en cierto modo la conducta leal de sus compatriotas en Tebas. Aparte de éstos, hubo acaso mil soldados de cada uno de los dos pueblos griegos más afectados directamente, los focenses y los locros opuntios. En total quizás unos 7.000.
En todo caso, Esparta sí envió a Leónidas y 300 paladines escogidos (de los cuales a última hora uno no pudo combatir debido a una grave afección ocular, aunque se redimió un tanto a sí mismo en un heroico suicidio en Platea al año siguiente; otro, ausente por estar realizando una misión oficial en el momento crítico, se ahorcó avergonzado a su regreso a Esparta). Nuestra principal fuente narrativa, Heródoto, nos revela que los 300 habían sido seleccionados, en parte, porque todos tenían hijos varones vivos, de modo que su linaje familiar no se extinguiría cuando ellos fueran, inevitablemente, masacrados. No obstante, cabe preguntarse qué pensarían las esposas de estos hombres. Tenemos información específica de la conducta sólo de una esposa, en forma de una anécdota muy posterior conservada por Plutarco en su antología de «Dichos [apophthegmata, apotegmas] de mujeres espartanas». Mientras Gorgo daba ánimos a su esposo Leónidas estando éste a punto de partir para las Termópilas, a demostrar que era digno de Esparta, le preguntó qué debía hacer. El contestó:
 Cásate con un buen hombre y ten hijos buenos.1          
 De hecho, Gorgo ya había tenido el hijo y heredero de Leónidas, Plistarco, y, por lo que sabemos, a la muerte de su esposo no volvió a casarse.   
 1 Plutarco, «Dichos de mujeres espartanas».


GORGO
El nombre de Gorgo no es lo menos extraordinario sobre ella. ¿Qué estaba pensando su padre, Cleomenes I, cuando la llamó así? ¿Qué petrificaría a todo aquel que la mirase a los ojos? Seguramente no. Sin embargo, «Gorgo» significa «gorgona», como en el mito de la gorgona llamada Medusa, cuya cabeza tuvo que cortar Perseo para salvar a Andrómeda del monstruo marino. Un nombre realmente aterrador, aunque quizás en Esparta no sonaba tan extraño. Un varón de más edad contemporáneo suyo se llamaba Gorgos, y era un espartano de alto rango que fue proxenos, o representante diplomático oficial de la ciudad de Elis, en Esparta, una especie de cónsul honorario. Para honrar a su proxenos, los elianos construyeron para él un magnífico asiento de mármol en Olimpia, donde controlaba la celebración de los Juegos Olímpicos, y grabaron su nombre en el mismo. La fecha de los caracteres ronda el 525 a.C.
Gorgo nació unos quince años más tarde, pues tenía ocho o nueve cuando hace la primera de las dos apariciones en las Historias de Heródoto. El hecho de que una mujer griega con un nombre concreto aparezca siquiera en una historia de Grecia sorprendería al brillante sucesor de Heródoto, Tucídides, pues éste casi nunca hace referencia a mujeres, sea individual o colectivamente, y desde luego nunca presentaría a una mujer que hubiera tenido un impacto decisivo en el curso de la guerra del Peloponeso. Por su parte, Heródoto tiene montones de referencias a mujeres, tanto colectivas como individuales, y de hecho establece relaciones entre hombres y mujeres, sobre todo sexuales, una de las claves de referencia de la parte etnográfica de su obra. Estas referencias conciernen a mujeres no griegas, pues el principal propósito de la etnografía de Heródoto era ilustrar lo muchas y variadas que son las costumbres sexuales y sociales humanas, y lo distintas —no necesariamente peores— que pueden ser las costumbres de otros pueblos de las normas griegas.
Sin embargo, Esparta era una importante excepción a la regla de que las ciudades griegas tenían prácticamente las mismas costumbres en relación con la posición y la conducta de sus mujeres. Heródoto deja perfectamente claro por diversos medios que las mujeres de Esparta eran diferentes, incluso «ajenas». Por ejemplo, nos han llegado sus versiones de las historias sobre la concepción y el nacimiento cuasimilagrosos del rey Demarato, y de la bigamia supuestamente «nada espartana» del rey Anaxándridas, pero una ilustración incluso más reveladora que éstas es el papel desempeñado por Gorgo en Heródoto, o acaso deberíamos decir los papeles que el segundo atribuyó a la primera.
En 500, con ocho o nueve años, Gorgo estaba en casa cuando su padre regresó de algunos asuntos públicos seguido por un peticionario extranjero, Aristágoras de Mileto. Éste había llegado a Esparta con motivo de una cuestión de máxima urgencia diplomática: intentar convencer a Cleomenes para que apoyara una revuelta planeada de los jonios y otros griegos contra Darío I, gran rey de Persia. Pero Cleomenes se había negado a comprometer fuerzas terrestres en una campaña contra el Imperio persa para la que precisarían hasta tres meses de marcha desde el familiar. Mediterráneo, y ordenó al milesio que abandonara Esparta antes de la puesta del sol. Tras fracasar con las palabras, Aristágoras, conociendo seguramente la fama de corruptos que tenían los espartanos, le ofreció a modo de soborno una enorme suma de diez talentos (varias fortunas individuales) cuando aconsejó la pequeña Gorgo: «Papá, más vale que te vayas o el extranjero te corromperá».
Desde luego, ni Heródoto ni sus informantes tenían ni idea de lo que había dicho exactamente Gorgo, aunque su presunto uso de la palabra «extranjero» (xeinos) para aludir a Aristágoras capta muy bien la xenofobia característica de los espartanos (miedo a los xeinoi). La cuestión interesante desde el punto de vista histórico es que Gorgo podía ser representada convincentemente como un poder detrás del trono, prudente y sensata pese a su corta edad. Unos quince años después, cuando Cleomenes murió en circunstancias turbulentas y poco claras, y Gorgo estaba casada con el hermanastro joven y sucesor de su padre y era ya madre del futuro rey Plistarco, ella hace su segunda intervención decisiva en la historia espartana y griega. Llega a Esparta un mensajero que lleva una tablilla de cera aparentemente en blanco (dos hojas de madera cubiertas de cera y dobladas). «Nadie —relata Heródoto— fue capaz de adivinar el secreto»; o sea, nadie excepto Gorgo, que con calma explicó a las autoridades que si rascaban en la cera, encontrarían un mensaje escrito con tinta en la madera de debajo; y se comprobó que en efecto así era. No se trataba de un mensaje corriente: lo enviaba el exiliado ex rey Demarato, que avisaba a los espartanos de la decisión de Jerjes de hacer la guerra a Grecia.
En esta historia no se dice si Gorgo era instruida, aunque hay pruebas fiables de que las mujeres espartanas sabían al menos leer, y quizá también escribir, con la implicación, en nuestro caso, de que escribir no era algo ajeno a la experiencia de Gorgo. De todos modos, la cuestión más importante es que Gorgo era más aguda y más lista que los demás espartanos, sobre todo los hombres con autoridad, y que era capaz de intervenir en la esfera pública, una esfera que en otras partes de Grecia estaba reservada exclusivamente a los hombres. Se transmite el mismo mensaje en los seis apotegmas, o dichos memorables, atribuidos a ella en la antología plutarquiana de «Dichos de mujeres espartanas».
 Dos de éstos son variaciones sobre la historia de Aristágoras referida antes, uno de los cuales «mejora» en las palabras que Heródoto pone en su boca:      
 Papá, el miserable extranjero te corromperá si no lo echas pronto de la casa.2El tercero hace alusión a los supuestos problemas de su padre con la bebida y avisa a éste de que, cuanto más vino bebe la gente, más desaforada y depravada se vuelve. Aquí parece funcionar la mirada retrospectiva. Hemos citado el cuarto, el diálogo de Gorgo con su esposo Leónidas cuando él está a punto de partir para las Termópilas y morir. Los dos restantes son, en ciertos aspectos, los más interesantes de todos, pues se ocupan de la política de género, así que los cito completos:
 Cuando un extranjero que lucía una túnica delicadamente tejida le hizo insinuaciones, ella se lo quitó de encima diciendo: «Lárgate..., no sabes siquiera 2 Plutarco, «Dichos de mujeres espartanas», Gorgo n.° 1 (Moralia, 240d)  desempeñar un papel de mujer».3Tras ser interrogada por una mujer ateniense: «¿Cómo es que las espartanas sois las únicas mujeres que domináis a los hombres?», ella replicó: «Porque somos las únicas mujeres que parimos (verdaderos) hombres».4
El primero es una alusión tanto al supuesto desdén de los espartanos hacia el teatro y la comedia como su bastamente masculina opinión de que un hombre con un vestido lujoso era afeminado. Según Tucídides, fueron los hombres ricos de Esparta los primeros griegos en abandonar las vestimentas lujosas y en adoptar ropas tan simples y sencillas como las que podía permitirse la gente pobre corriente.
El segundo, no obstante, es más revelador. Se repite, con palabras algo distintas, en uno de los apotegmas atribuidos a Licurgo, en una antología de expresiones espartanas también recopiladas supuestamente por Plutarco. Esto indica a todas luces su gran importancia en la organización social de la Esparta «licurguiana». Pues, según las construcciones griegas normativas del género y los roles de género, era una parte esencial de la naturaleza de la mujer que ésta fuera inferior, mental o físicamente, al hombre, por lo que era preciso que, en la práctica, todas las mujeres estuvieran subordinadas a todos los hombres en privado y, a fortiori, en público.
En su primer libro de la Política y en otras partes, Aristóteles explica con detalle qué, a su entender, origina la natural y tan inalterable inferioridad de las mujeres. Por tanto, su sobresalto y horror en el segundo libro de la Política son palpables cuando dice que los hombres de Esparta son gunaikokratoumenoi, «dominados por sus mujeres». En el apotegma en cuestión, Gorgo no niega que éste sea en efecto el caso, pero, con mucho tacto, desvía la atención del papel de las mujeres espartanas como esposas a su papel de madres: sólo las mujeres espartanas, dice, a diferencia de las patéticas atenienses y otras mujeres, ¡parimos hombres verdaderos! De este modo, Gorgo es identificada doblemente con la identidad de género y la —presunta— estructura de poder dominada por las mujeres en el Estado espartano. Como veremos en un próximo capítulo, hace falta modificar un poco al menos la última opinión.
Antes de dejar a Gorgo, volvamos a su situación familiar y sobre todo matrimonial, concentrándonos esta vez en la importancia de la herencia de la riqueza y la propiedad. Lo fundamental de Gorgo, aparte de haber nacido hija de un rey reinante, es que era hija única, una heredera, lo que los espartanos denominaban técnicamente patrouchos, literalmente «titular del patrimonio o de la herencia paterna». Su padre Cleomenes era uno de los cuatro hijos de Anaxándridas, de modo que a la muerte de éste, si sus cuatro hijos hubieran estado vivos, sus bienes se habrían tenido que dividir al menos en cuatro partes (más si hubiera habido hijas, pues en Esparta ellas también heredaban por derecho propio, aunque probablemente una parte más pequeña que los hermanos). Los otros tres hijos, nacidos de la primera esposa de Anaxándridas, eran, por orden de nacimiento, Dorieo, Leónidas y Cleómbroto, pero Dorieo murió relativamente joven, con lo que Leónidas quedó como hermano mayor de Cleomenes.
 3 Plutarco, «Dichos de mujeres espartanas», Gorgo n.° 4 (Moralia, 240e). 4 Plutarco, «Dichos de mujeres espartanas», Gorgo n.° 5 (Moralia, 240e).Leónidas debió de llegar a la edad de casarse (en Esparta, para los hombres, era en torno a los veinticinco años) hacia 510, pero, o bien no se casó entonces, o bien su hipotética esposa había muerto cuando se casó con la hija heredera de Cleomenes, Gorgo, a finales de la década de 490, cuando ella había llegado a la edad pertinente, que para las mujeres espartanas se situaba al final de la adolescencia. Las razones por las que Leónidas habría querido casarse con Gorgo son patentes: ella era el único descendiente de Cleomenes, por lo que heredaría toda su riqueza, y él era el siguiente en la línea de sucesión al trono agíada, pues en ausencia de un hijo varón, la sucesión real en Esparta pasaba al pariente más cercano del rey fallecido, y Leónidas era el hermanastro mayor que le quedaba a Cleomenes. Éste, al dar su bendición al matrimonio, estaba siguiendo la costumbre real espartana, pues los matrimonios entre parientes cercanos, sobre todo entre tío y sobrina, no eran ni mucho menos insólitos —de hecho, las bodas entre tíos y sobrinas también eran bastante comunes en Grecia—, y por la misma razón: básicamente tenían la finalidad de mantener los bienes intactos dentro del linaje familiar masculino.
En otras palabras, Gorgo estaba interpretando la habitual función asignada a las mujeres de élite en el mundo griego antiguo de ser el vehículo conyugal para la transferencia de bienes, y con ella el poder sobre los mismos, entre los varones de las clases selectas. Sería un error, no obstante, considerarla un simple instrumento pasivo en estas transacciones. Por todo lo que sabemos de ella, Gorgo tenía opinión y voz propias.
De hecho, los espartanos opinaban que la defensa de las Termópilas era una misión suicida, una especie de acción kamikaze acometida con un estado de ánimo totalmente racional. Esto lo corrobora la historia del explorador de Jerjes, quien informa de que los espartanos se han estado dando aceite como si se prepararan para una competición atlética y peinando sus —excepcionalmente— largos cabellos. Tal como se lo interpretó Demarato a Jerjes, esta conducta simbolizaba la resolución de los espartanos de luchar hasta la muerte si hacía falta —como sabían que pasaría—. Los otros griegos enfocaban la operación de las Termópilas sin duda de manera muy distinta. Para los supervivientes, una valiente resistencia sería seguida por una honrosa retirada a fin de combatir o morir otro día. De ahí la normalísima reacción de pánico entre la mayoría de ellos, tal como lo cuenta Heródoto, cuando las hordas persas se acercaban ya al paso de las Termópilas. Otro factor que causaba alarma era que, como sabían los habitantes de la zona, el paso podía ser superado por un simple camino llamado Anopea, atravesando las montañas en dirección al sur. Lógicamente, Leónidas intentó sellar este hueco potencial con una fuerza de 1.000 focios, hombres familiarizados con el terreno y que de entrada eran los que más tenían que perder.
Después de que llegaran las fuerzas persas, pasaron tres o cuatro días antes de que comenzara el ataque verdadero. Esto quizá tenía la finalidad de meter presión psicológica a los griegos hasta que ésta se volviera insoportable, o de modo más prosaico, permitir a Jerjes establecer enlace con su flota, zarandeada por las tormentas, que por fin había logrado atracar sin novedad en el cercano cabo Sepias. Finalmente se lanzó el ataque el Día Uno de lo que se recordó como un enfrentamiento épico de tres días. Los griegos habían reconstruido un viejo muro en la puerta intermedia, tras el cual resistieron luchando por relevos. Sus lanzas eran más largas que las del enemigo, que además era incapaz de hacer  valer su superioridad en el limitado espacio disponible. Los espartanos agravaron el desconcierto de las fuerzas persas con el despliegue de tácticas que sólo la fuerza más disciplinada y mejor preparada habría sido capaz de considerar: una serie de fingidas retiradas seguidas de una repentina media vuelta y una arremetida mortífera contra los confiados perseguidores.
El Día Dos fue prácticamente como el Uno, aunque podemos imaginar fácilmente la frustración y la irritación crecientes de Jerjes, quien sin embargo de pronto tuvo un golpe de suerte. Un traidor griego, un Judas de la región que conocía muy bien el sendero de montaña de Anopea, se presentó oportunamente ante el rey persa. Su nombre pertenece a la historia de la infamia, en su momento un caldero de condena ardiente motivada en parte por un deseo de ocultar el hecho de que tantas ciudades y gentes de Grecia ya hubieran «medizado», o pronto lo harían. Gracias a él, durante la noche del Día Dos y las primeras horas de la mañana del Día Tres los persas flanquearon a los defensores de las Termópilas y, cayendo sobre ellos desde delante y desde detrás, los envolvieron formando una pinza irrompible. Jerjes no corrió riesgos. Confió la misión nocturna especial a miembros de su fuerza de élite, su guardia personal de 10.000 inmortales (como los llamaban los griegos: les gustaba imaginar, de forma equivocada, que recibían este nombre por el hecho de que inmediatamente después de que uno caía en la batalla era sustituido por un reservista, con lo que en todo momento eran 10.000 los efectivos máximos)
Quizá se podría culpar a Leónidas por no haber reforzado el paso de Anopea con una fuerza defensiva mayor o más resuelta. Tal vez, tras valorar debidamente la desesperada situación de cerco, podía haber impuesto su autoridad de forma más inequívoca (se decía que dio permiso de retirada a la mayor parte de las tropas restantes, pero una opinión más escéptica sostiene que esto fue sólo una maniobra para encubrir el hecho de que casi todos habían desaparecido sin más).
Lo que nadie duda en absoluto es de la resolución y la valentía extraordinarias con que el Día Tres lucharon él, los espartanos y los escasos miles de griegos que optaron por permanecer a su lado hasta el final.
Una ocurrencia realmente lacónica simboliza la naturaleza de la resistencia final de los espartanos. Cuando se le dijo que en el bando persa había tantos arqueros que sus flechas podían tapar el sol, el espartano Diéneces, uno de los 300, replicó al punto:
 Tanto mejor... ¡Combatiremos contra ellos a la sombras!5Como los espartanos consideraban que las flechas eran las armas de los débiles y afeminados, en comparación con la lanza y la espada del hoplita que luchaba cara a cara y cuerpo a cuerpo, éste era un modo ingenioso de eludir la cuestión —tanto literal como metafórica— de la enorme y mortífera cantidad de flechas que en breve caerían sobre ellos.
 5 Heródoto, VII, 226.


DIÉNECES
Diéneces aparece sólo una vez en el relato que hace Heródoto de las Termópilas, hacia el final, pero es una aparición elocuente, pues en compañía de los más valientes fue capaz de dar «la prueba más rotunda de valor». Los griegos tenían una palabra especial para la excelencia que se exhibía de forma manifiesta en el campo de batalla, aristeia, que se aplicaba a las mil maravillas a las proezas de los héroes griegos de la Ilíada, de Homero — de ahí la aristeia de Diomedes, de Patroclo y, por encima de todos, de Aquiles—. En este sentido, aristeia era un nombre singular femenino, pero los griegos también utilizaban las mismas letras para una palabra neutra plural que significaba no el valor en sí mismo, sino los premios al valor que se concedían tras batallas como la de las Termópilas o Platea. Cuando Heródoto nos dice que Diéneces fue declarado «el mejor» de los espartanos que combatieron y murieron en las Termópilas, está diciendo que es el hombre escogido por los griegos supervivientes para que se le conceda la aristeia.
Los griegos estaban muy imbuidos de espíritu competitivo; su palabra para competitividad, agônia, nos ha dejado la palabra «agonía», que dice mucho sobre la naturaleza de la competición griega. Por tanto, ser declarado «el mejor» estaba cargado de significado. Ojalá hubiéramos recibido más información sobre cómo Diéneces había llegado a la posición de ganar este premio máximo. En Puertas de fuego, el novelista americano Steven Pressfield realiza un buen trabajo de reconstrucción imaginativa de la trayectoria vital de Diéneces, atribuyéndole, por ejemplo, la implantación de una forma nueva y especialmente rigurosa de preparación de los guerreros espartanos. Pero esto es pura especulación. Lo único que podemos deducir con certeza es que pasó por la Agoge con gran éxito, fue elegido para una mesa común y luego demostró tener tal calibre marcial, aparte de ser padre de al menos un hijo varón, que fue escogido para la élite de 300 que acompañaron a Leónidas en las Termópilas.
Heródoto nos informa de modo específico de un aspecto concreto de las aptitudes intrínsecamente espartanas de Diéneces: su habilidad en la forma típicamente lacónica de la conversación apotegmática. De ahí la expresión tan lacónica recién citada sobre luchar a la sombra. Esto permitiría indirectamente a los espartanos combatir con más ferocidad y eficacia, incluso más rato, de lo que habría cabido esperar.
Heródoto añade que, por lo visto, Diéneces había dejado constancia de otros dichos igual de memorables —¡ojalá hubiera decidido citarlos también?—. Leónidas también demostró ser un verdadero espartano con las palabras con que supuestamente ordenó a sus hombres que tomaran aquella comida de primera hora de la mañana antes del enfrentamiento final: «Esta noche cenaremos en el Hades». Probablemente era también consciente del Oráculo de Delfos que, por lo visto, se había hecho público por entonces en el sentido de que sólo la muerte de un rey espartano garantizaría una victoria final griega contra los persas. En cualquier caso, combatió y murió como un hombre poseído por la conciencia de que estaba luchando por algo más importante que el simple mantenimiento del statu quo. Este factor moral del comportamiento de los espartanos en las Termópilas, ya presente entre los atenienses en Maratón, es un aspecto fundamental de la explicación del triunfo final de los griegos.
Según Heródoto, las pérdidas persas al principio del Día Tres eran incluso mayores que las sufridas en los dos días anteriores. Quizá debido a que los griegos lucharon casi con desenfreno temerario. La propia muerte de Leónidas sólo incrementó la intensidad del esfuerzo griego, pues ahora estaban peleando, homéricamente, para impedir que los bárbaros enemigos se apropiaran del cadáver del rey y sin duda lo vejaran. La escena final se produjo en el montículo bajo ya mencionado. Con sus armas rotas o desaparecidas, los griegos combatieron literalmente con uñas y dientes, usando las manos desnudas y la boca. No obstante, incluso al final el arma persa de elección era la flecha, lanzada sin problemas a distancia. La venganza bestial al parecer descargada contra el cadáver de Leónidas, incluida la decapitación, seguramente testimoniaría el hecho de que los persas de Jerjes habían sido puestos a prueba casi hasta el límite.
Oficialmente, desde luego, la batalla de las Termópilas supuso la primera, atroz, derrota de los griegos en batalla campal contra las hordas orientales invasoras, un signo que poco invitaba a pensar que al final vencerían. Sin embargo, los epitafios que más adelante señalizaron el lugar, entre ellos uno de los más famosos de toda la historia, indican claramente que los espartanos al menos tenían algo más que pena en el recuerdo.
 Caminante, ve a Esparta y di a los espartanos que aquí yacemos por obedecer sus leyes.6El mismo mensaje de orgullo y rebeldía era transmitido por el león de piedra levantado más adelante en el sitio, pues el rey de las bestias simbolizaba el valor marcial; por la misma razón, los griegos derrotados erigieron un monumento en forma de león de piedra, que en la actualidad todavía se conserva más o menos, en Queronea, Beocia, en 338. De todos modos, el monumento de las Termópilas fue también un bonito eco del nombre de Leónidas, que significa «descendiente de León», pues leôn era la palabra griega correspondiente a «león» (véase el capítulo 10).
El ejemplo de estos hombres, que lucharon gloriosamente como patriotas hasta la muerte por la causa de una Grecia libre, proporcionó precisamente el refuerzo moral que necesitaban en ese momento los desesperados legitimistas griegos. Esta famosa y heroica derrota en las Termópilas era, partiendo de esta óptica, una especie de victoria. Se ha dicho que el gran rey Jerjes, presente en la batalla, quedó estupefacto ante el comportamiento de los espartanos a lo largo de la misma. Se debatía entre diversos malentendidos culturales. Hubo que explicarle que los espartanos se comportaban así porque luchaban por un ideal más preciado que la propia vida: el ideal de la libertad. La libertad —la libertad para desarrollar su excepcional civilización— es, de hecho, lo que los espartanos y y excepcionalmente influyente
 los otros griegos legitimistas consiguieron a la larga al rechazar a los persas al año siguiente (479).Éste fue el año de las dos batallas victoriosas y decisivas, para los griegos, de Platea por tierra y Mícala por mar. No obstante, Jerjes las experimentó sólo de segunda mano y por informes, pues tras la gran victoria naval de los griegos en Salamina, planeada y organizada por Temístocles y ganada básicamente por la flota ateniense, había regresado corriendo a Susa —al escenario vuelto a imaginar espectacularmente ocho años después en la encantadora tragedia de Esquilo Los persas, de 472 (cuyo texto se ha conservado)—. Jerjes dejó en Grecia como comandante absoluto a Mardonio, hijo de Gobrias, uno de los siete nobles persas que había restaurado la monarquía aqueménida, tras un período de usurpación a finales de la década de 520, y colocado en el trono al padre de Jerjes, Darío L En otras palabras, Mardonio era la crème de la crème, no un mero complemento o un
 6 Simónides, epigrama, citado en Heródoto, VII, 228.  
 la altura del comandante general recurso provisional; pero ni siquiera él estuvo a espartano de los griegos en 479, el regente Pausanias.Pausanias estaba en ese puesto de mando porque, como primer primo, era el pariente varón más cercano, por parte de padre, de Plistarco, hijo heredero menor de edad de Leónidas, por lo que fue nombrado tutor personal del chico y regente agíada de Esparta. Aprovechó la oportunidad plenamente asumiendo el principal mando terrestre por delante del rey Leotíquidas, que por su parte se convirtió en el primer y prácticamente último rey espartano en estar al mando de una flota.
 REGENTE PAUSANIASEn 479, Pausanias salta de pronto a la escena central de la política griega e internacional. Tiene una presencia generalmente atractiva en las páginas de Heródoto, quien estaba incluso dispuesto a poner en entredicho la acusación de «medizismo» contra él que surgió mucho después de que los persas hubieran sido por fin derrotados. Sin embargo, otras fuentes, sobre todo Tucídides y, paradójicamente, Simónides, el cantor de loas, cuentan una historia distinta, de acaso comprensible pero igualmente inexcusable arrogancia, incluso orgullo desmedido, y traición.

Pausanias nació tal vez en torno a 510, hijo de Cleómbroto, el hermano más pequeño de Dorieo y Leónidas.
 En ausencia —seguida de la muerte— de Dorieo, Leónidas había sucedido a su hermanastro Cleomenes, pero había muerto en las Termópilas dejando un hijo menor de edad, Plistarco. Fue por ello por lo que Pausanias ofició de regente en el trono agíada durante unos diez años antes de caer también él, como Dorieo, en desgracia. Mientras Dorieo moría en el extranjero, Pausanias obedecía el requerimiento de los éforos de regresar a casa desde Bizancio aproximadamente en 470. Acusado de traición, buscó refugio en la acrópolis espartana, donde, tras ser tapiado en el templo de Atenea de la Casa de Latón, murió de inanición.

PLISTARCO
Este espeluznante final encajaba perfectamente con el estilo del resto de su vida documentada. Tras llevar a la victoria, en Platea, al mayor ejército griego jamás reunido, se permitió diversos gestos teatrales y grandilocuentes estando aún en el campo de batalla. Dando muestras de integridad, rechazó la invitación de un griego aliado para mutilar el cadáver de Mardonio como habían hecho supuestamente los persas con el de Leónidas en las Termópilas. En vez de ello, para reforzar el contraste entre el estilo griego (y más especialmente el espartano) y el persa de hacer las cosas, ordenó a sus ilotas que preparasen una comida espartana sencilla y corriente, para que sus soldados vieran la gran diferencia respecto a la envanecida magnificencia del banquete preparado en la tienda capturada de Mardonio. Asimismo, en parte porque no era costumbre espartana ofrecer en sus santuarios el botín de enemigos derrotados, ordenó a los ilotas recoger las pertenencias persas en el campo de batalla, incluido mucho oro y plata, y que dispusieran de ellas como gustasen. Heródoto cuenta la maliciosa así como falsa historia de que los «medizantes» eginetanos compraron el botín a los ilotas a precio de ganga porque los poco mundanos ilotas no tenían ni idea de su verdadero valor, y así los primeros se hicieron ricos. Maliciosa porque presenta a los eginetanos como mercenarios y embusteros amén de traidores, pero el gesto espléndido de abnegación de Pausanias suena verdadero.
Tras la derrota de la invasión persa, los aliados griegos originales, agrandados por la incorporación de antiguos súbditos griegos de Persia de las islas y el continente asiático, decidieron proseguir la guerra; era lógico que Pausanias siguiera desempeñando el mando absoluto, con su cuartel general en Bizancio, pero su arrogancia pronto le hizo perder el apoyo de los aliados. Lo mandaron llamar a Esparta, pero al año siguiente regresó a Bizancio, al parecer sin autorización oficial. La clase de arrogancia que explica que lo llamaran queda perfectamente expresada en una inscripción que él hizo añadir a un gran cuenco de bronce instalado en la entrada del mar Negro:
Este monumento a su valor dedicó Pausanias a Poseidón, comandante de Grecia de la danza espaciosa,
 en el mar Negro, espartano de nacimiento, hijo de Cleómbroto, del antiguo linaje de Heracles.7
Los dos dísticos elegíacos fueron atribuidos a Simónides, lo que resulta verosímil, pues Pausanias seguramente fue el que más hilos movió para que se le hiciera a Simónides el encargo de escribir un encomio épico para conmemorar las acciones de valor de los espartanos, aunque sobre todo las suyas personales, en Platea. Recientemente se han publicado extensas partes de este notable texto, escrito en papiro y conservado en las secas arenas del alto Egipto. He aquí un breve extracto (con restauraciones sugeridas entre corchetes):
[Desdê el Eu] rotas y desde la ciudad [de Esparta] ellos [marcharon], acompañados por los hijos caballerizos de Zeus,
 por los héroes [tindáricos], y por la fuerza de Menelao, [los aguêrridos] capitanes del pueblo de [sus pa] dres,
 acaudillados por el [hijo] más noble [del gran Clê] ómbroto, …Pausanias.8
El poema aclara el tipo de conmemoración heroica y personalizada de las hazañas que Pausanias considera apropiada. Por lo visto, incluso su poeta pagado Simónides le avisó de que recordara que no era más que un mortal, no un dios, ni siquiera un héroe.
Los dípticos del mar Negro empañaron la reputación de Pausanias, pero aún fue peor su comportamiento vulgar en Delfos. Las treinta y una ciudades griegas legitimistas unidas encargaron como monumento a la victoria lo que se conoce, para abreviar, como Columna Serpiente. Ésta consistía en una base de piedra que sostiene una columna de bronce con forma de tres serpientes entrelazadas, encima de las cuales —apoyado en las cabezas— había un caldero de bronce que recordaba a los calderos entregados como premio en los Juegos Funerarios de Patroclo descritos en la Ilíada y otras contiendas heroicas. Los nombres de las ciudades victoriosas, empezando por las lacedemonias (espartanas), se grababan en el cuerpo de las serpientes. Aún es posible distinguir, con cierta dificultad, el lugar donde residen ahora los restos más bien lamentables del monumento, en el centro del antiguo Hipódromo de Constantinopla (al principio Bizancio, ahora la moderna Estambul). No obstante, Pausanias también quería su parte personal de la acción conmemorativa, por lo que hizo añadir a la base una nueva inscripción propia, otro díptico elegíaco del siempre fecundo Simónides:
 Como jefe de los griegos, cuando hubo destruido el ejército de los medos,          
 7 Simónides, citado en Ateneo, XII, 536ab. Véase Campbell, ed., 1991.
 8 Simónides, fragmento elegíaco 11. Véase también West, ed., 1993; Boedeker & Sider, eds., 2001.     
 Pausanias levantó este monumento a Febo [Apolo].9Como si Pausanias hubiera derrotado al ejército persa en Platea él solo... No es de extrañar que, como señala Tucídides, los espartanos borraran la inscripción enseguida.
 Por tanto, Pausanias fue privado del mando general de las fuerzas griegas, y poco después los espartanos se retiraron del todo de la campaña militar activa antipersa, liderada ahora por Atenas y su nueva alianza naval de la Liga de Delos. Pausanias se encontró a gusto en Bizancio y se quedó allí casi una década, durante la cual al parecer — ésta era la historia aceptada por Tucídides pero cuestionada por Heródoto— buscó y recibió la promesa de matrimonio de una hija de Jerjes con la idea de llegar a ser gran sátrapa de toda Grecia en beneficio de Persia.
 Sea cual fuere la verdad de ello, alrededor de 469 lo mandaron llamar de nuevo a Esparta, acusado esta vez no de «medizismo» sino de lo que, para los espartanos, era en cierto modo un delito mucho más horrible: intrigar con los ilotas. El informante no era precisamente una fuente muy fiable en general, pues era el novio de Pausanias, un esclavo griego de Argilo. (Ha sido transformado imaginativamente en un sirio helenizado en la novela de Valerio Massimo Manfredi Tatos de Esparta, traducida en inglés como Spartan.) De todos modos, su testimonio fue suficientemente bueno para las autoridades, dispuestas a creer que había ofrecido a los ilotas no sólo la libertad sino también la ciudadanía espartana.
 Esta presunta oferta es susceptible de una interpretación muy diferente, y mucho menos siniestra, si lo que Pausanias estaba de hecho haciendo era anticiparse a la práctica oficial espartana, que se hizo habitual en la guerra ateniense, de ofrecer a los ilotas una forma condicional de libertad a cambio de sus servicios militares. Estos ilotas liberados recibieron el nombre de neodamodeis, que significa algo así como «nuevas personas del tipo ciudadano», si bien en la práctica no disfrutaban de nada parecido a los privilegios de los ciudadanos espartanos de pleno derecho por nacimiento y educación. Sea como fuere, las acusaciones eran lo bastante graves para que Pausanias se asustara y buscara refugio en un espacio religioso de la acrópolis espartana. A punto de morir de inanición, fue sacado de allí justo a tiempo de evitar que contaminara el lugar sagrado si moría en él.
 Más adelante, tras un recurso al Oráculo de Delfos, Pausanias fue rehabilitado póstumamente y recibió una distinción sin precedentes en forma de dos estatuas de bronce conmemorativas. Y aún mucho más adelante, su nombre se unió al de Leónidas como destinatario de los juegos anuales celebrados conjuntamente en honor de ambos.
Mardonio, jefe de las fuerzas terrestres tras el regreso de Jerjes a Asia, pasó el invierno de 480-479 en Tesalia. En verano de 479, se trasladó al sur para volver a ocupar y destruir la ciudad de Atenas, como ya había hecho en 480. Los atenienses, realmente sin ciudad, hicieron llamamientos desesperados a los espartanos para que salieran del Peloponeso a través del istmo y les prestaran ayuda donde hacía falta, en la Grecia central. Al final, los espartanos respondieron, pero cuando les pareció bien y a su ritmo, y juntaron fuerzas con los atenienses y otros legitimistas en Beocia, adonde se había retirado Mardonio. Ahora Beocia también era un aliado-súbdito de Persia, salvo Platea, la siempre fiel aliada de Atenas, siendo en territorio de Platea donde por fin se llevó a cabo la difícil prueba.
 9 Simónides, epigrama, citado en Tucídides, I, 132.Pausanias estaría al mando de unos 40.000 soldados hoplitas aliados, de entre los cuales sus propios espartanos ascendían a 5.000, lo que probablemente equivalía a dos tercios de su leva potencial completa. Iban acompañados del mismo número de hoplitas periecos y, al menos según las cifras de Heródoto, no menos de 35.000 ilotas, quienes no sólo realizaban labores de ordenanza y personal auxiliar, sino que también combatían como tropa ligera. Aparte de los espartanos, el otro contingente hoplita clave del bando de Pausanias lo formaban tegeos de Arcadia. Los persas, que seguramente aún eran muchos más pese a las hinchadas fuerzas griegas, tomaron posiciones a lo largo del río Asopo, al principio en la orilla sur. Mardonio comenzó la batalla con una carga de caballería provista de todos los efectivos. Los griegos respondieron con arqueros, uno de los cuales acertó a dar en el caballo del jefe persa, con lo que los enemigos fueron rechazados. Primer tanto para los griegos.
No obstante, la clave de la batalla no estaría en los arqueros ni en la caballería, sino en la infantería griega, con los espartanos colocados en el honorífico flanco derecho, los atenienses y tegeos en el izquierdo, y los megarenses, corintios y otros en medio. Pero fue sólo tras una desmesurada demora de ocho días cuando por fin se inició la batalla decisiva. Una explicación moderna del retraso es que en realidad Mardonio no deseaba la batalla campal de siempre, sino que esperaba lograr una victoria psicológica obligando al ejército griego legitimista a huir en desbandada. Sin duda, la demora creó a Pausanias problemas difíciles y delicados para mantener el control y la moral, y quizás incluso le llevó a pensar seriamente en el intercambio de posiciones de sus espartanos y los atenienses.
En cualquier caso decidió retirarse durante la noche. Podía haber hecho retroceder sólo la parte central y no la fuerza entera, pero de algún modo corrió el rumor de que se había ordenado una retirada a Platea, y a ello siguieron el caos y la confusión. Por la mañana, al enterarse de al menos una parte de la verdadera situación, Mardonio envió a su caballería a atacar a los espartanos, periecos y tegeos, que ahora se veían acorralados y sometidos a una lluvia de flechas. De un modo u otro Pausanias encontró tiempo para determinar la voluntad de los dioses mediante la adivinación sacrificial antes de ordenar a sus hoplitas que cargaran contra la mucho peor equipada infantería persa.
Esta fue la hora más gloriosa de Pausanias; minutos, en todo caso. Los griegos, sobre todo los espartanos, conservaron las filas y la cohesión intactas, con lo que la caballería persa se vio impotente para atacarlos. Tras derribar la empalizada de los persas al norte del Asopo, los griegos llevaron a cabo una masacre. Platea, aunque por poco acaba en sonoro fracaso, fue al final una victoria total y decisiva de los legitimistas griegos. Persia no volvería a invadir la Grecia continental —en tiempos de Alejandro Magno, un siglo y medio después, sería más bien un ejército macedonio y griego el que invadiría Asia—. No es que el Imperio persa dejara ni por un momento de ser un elemento importantísimo de la política y la diplomacia griegas, pero el resultado de Platea confirmó los veredictos de Maratón y Salamina.
En retrospectiva, se puede considerar que las batallas de 480 y 479, sobre todo la de las Termópilas, han sido un hito no sólo en la historia de la Grecia clásica sino de la historia entera, tanto de Oriente como de Occidente. La historia contrafactual o alternativa basada en el «¿y si...?» puede, naturalmente, ser a veces sólo una distracción agradable para los historiadores, pero también puede ser un método muy útil para explorar las causas y los efectos. ¿Y si, por ejemplo, la resistencia de las Termópilas no se hubiera producido o hubiera sido mucho menos resuelta y efectiva —bajo la dirección de Leónidas y sus espartanos— de lo que fue en realidad? ¿Y si los legitimistas griegos hubieran sido derrotados en 480-479 y los persas hubieran absorbido a los griegos continentales amén de las islas y la costa litoral asiática occidental en su extenso imperio?
Tal como estaban las cosas, gracias a la transformación eficacísima de la sociedad espartana en una máquina militar bien engrasada, y al desarrollo diplomático de una alianza griega rudimentaria multiestatal mucho antes de que llegaran los persas a Grecia, había un liderazgo en torno al cual podía unirse la resistencia griega. La resistencia de los espartanos, heroica y condenada al fracaso por suicida, demostró en las Termópilas que al menos era posible presentar batalla a los persas, lo que dio a la fuerza pequeña, vacilante y poco cohesionada de los legitimistas griegos el coraje para imaginar que un día podrían realmente vencer. Con caudillos espartanos carismáticos del carácter y calibre del rey Leónidas y el regente Pausanias para encabezar la unidad, las fuerzas terrestres griegas fueron capaces no sólo de resistir sino de derrotar a su enemigo, que era varias veces más numeroso, pero constituía una fuerza heterogénea y fácil de desmoralizar.

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