Esparta
comenzó la década de 480 bajo la coyuntura poco clara de una muerte real, por
suicidio o quizás asesinato, manchada asimismo por más de una insinuación de
sacrilegio. Si era culpable de la muerte de su hermanastro mayor, por más que
fuera indirectamente, Leónidas sería consciente de la necesidad de borrar la
mancha. Desde luego, su co-rey Leotíquidas debía su posición en el trono
euripóntida a cierta argucia sacrílega, de modo que también tenía mucho que
demostrar. Este capítulo se centrará en los importantes y planificados combates
de las guerras persas, en las Termópilas y Artemisio (480), en Platea y Mícala
(479). Se subrayará que, pese a la opinión de Heródoto favorable a Atenas,
fueron realmente los espartanos quienes, de entre todos los legitimistas
griegos, merecían la parte del león en el mérito de la victoria final, y fueron
también ellos quienes sacrificaron tantos guerreros extraordinarios en las
excepcionales circunstancias de las Termópilas. Y fueron su inquebrantable
disciplina y su férrea resolución las claves de la victoria decisiva en el
campo de batalla de Platea.
Leotíquidas
y el sucesor de Leónidas, el regente Pausanias, desempeñaron funciones de mando
vitales en las victorias de Mícala y Platea, respectivamente. No obstante, de todos
los enfrentamientos en lo que para los griegos son «los hechos medos» y para
nosotros «las guerras persas» debe ocupar un lugar de honor la heroica, aunque
en última instancia fallida, defensa del paso de las Termópilas encabezada por
Leónidas. Este episodio, más que ningún otro, ha dado forma definitiva y
permanente al mito o leyenda espartano (véanse, además, la segunda parte y el
capítulo 10); pero antes de que se permita a Esparta salir de las sombras hemos
de ocuparnos de su papel notoriamente poco heroico, o mejor su no papel, en
Maratón en 490.
Como
vimos en el capítulo anterior, en 500, los espartanos, a través de Cleomenes,
rechazaron las tentativas de acercamiento de Aristágoras de Mileto. Atenas, sin
embargo, respondió a ellas de forma positiva, en parte por la razón sentimental
de su linaje jónico común, pero sobre todo porque a Atenas le venía bien esta
oportunidad para demostrar que ya no estaba gobernada por ningún tirano pro
persa y era una democracia libre. Heródoto comentaba que, al liberarse del yugo
del tirano, Atenas se convertía por primera vez en una fuerza militar
importante, pero una cosa era derrotar en 506 a sus vecinos griegos de Beocia y
Eubea en tierra, y otra muy distinta aspirar a algo más que a chamuscar la
rizada barba del gran rey persa enviando, en 499, una flota más bien pequeña de
veinte barcos a Asia Menor para ayudar a la revuelta jónica.
La
revuelta duró seis temporadas de campañas, pero la aportación de Atenas fue
relativamente escasa limitándose a atacar y quemar —al principio— parte de
Sardes, donde el virrey persa de Lidia tenía su capital. Atenas no participó en
la derrota final de los jonios en 494 en Lade, frente a Mileto, que fue seguida
por la destrucción total del mismo Mileto. Pese a todo, Atenas, Eretria y Eubea
fueron señaladas como objetivos para una eventual venganza una vez que fue
aplastada la revuelta. Toda vez que era una entidad enorme, muy extendida y
heterogénea, el Imperio persa siempre tardaba varios años en organizar una
campaña más allá de sus fronteras, por lo que no fue hasta finales de la década
de 490 cuando el gran rey Darío mandó a las principales ciudades de la Grecia
continental el mensaje perentorio de que le ofrecieran las tradicionales
muestras de sumisión, tierra y agua, si no querían sufrir una guerra de
represalia y venganza. Es bien conocido que Atenas y Esparta se negaron, y
agravaron su rechazo al matar a los heraldos de Darío, una grave violación de
las normas religiosas así como del protocolo diplomático. Por su parte, Egina accedió,
y de ahí la extrema irritación de Cleomenes y la prepotente intervención. Argos
se mantuvo mansamente neutral.
Cuando
por fin se inició la expedición persa en 490, bajo el mando conjunto de un
miembro de la familia real persa, Artafrenes, y un medo, Datis, sus principales
objetivos eran primero Eretria y luego Atenas. Eretria fue una presa fácil. El
ejército invasor incendió la ciudad, destruyó sus santuarios y se llevó a todos
sus habitantes como esclavos. Más adelante, en un gesto típico de potencia
imperial, Darío hizo que muchos eretrios languidecieran como prisioneros y
rehenes lejos de su tierra natal, en el sur profundo de Persia, donde la
primera mención del petróleo en los documentos históricos supuso una pequeña
compensación del alejamiento cultural. Esto dejó solos a los atenienses —y a
todos los griegos que quisieran ayudarles— frente al inminente ataque persa.
Los
espartanos dijeron que ayudarían, pero por desgracia la fuerza de 2.000 que
enviaron (quizás una cuarta parte de su asamblea de ciudadanos) llegó después
de que hubiera tenido lugar la batalla decisiva. La razón, o excusa, esgrimida
por los espartanos por no haber llegado a tiempo fue que, por razones
religiosas, se habían visto obligados a aguardar a que hubiera luna llena antes
de partir. Tal como dice Heródoto en otra parte, en dos ocasiones, para los
espartanos las órdenes de los dioses eran más importantes que las de los
simples hombres, pero lógicamente nos asalta la sospecha de que a veces a los
espartanos las órdenes divinas les llegaban en momentos curiosamente oportunos.
En todo caso, tuvieron interés en ver el campo de batalla y fueron generosos en
sus felicitaciones a los vencedores griegos, principalmente los atenienses, y
sus aliados de Platea (que estaban allí gracias en parte a la diplomacia de
Cleomenes).
La
batalla de Maratón —la que los espartanos consiguieron perderse— es una de las
más famosas de la antigua Grecia, y de hecho no sólo de la antigua Grecia sino
de la historia. Fue un triunfo de David frente a Goliath, debido sobre todo al
genio estratégico de uno de los generales de Atenas, Miltiades, pero también al
coraje de hombres que estaban combatiendo en su patio trasero no sólo por su
patria sino también por un ideal, por algo más que conservar simplemente el
statu quo. Al parecer, en el bando persa hubo unas 6.400 bajas —éstos eran los
cadáveres que los espartanos tenían interés en inspeccionar—frente a 192
(exactamente) muertos atenienses y un número incierto de plateos. Los plateos
fueron enterrados en un túmulo honorífico, en la llanura de Maratón; se hizo
otro tanto con los atenienses, sólo que su túmulo era a todas luces el más
grande e imponente.
Los
hoplitas atenienses que habían vencido recibieron como título honorífico un
nuevo nombre compuesto, «los luchadores de Maratón», y todavía a finales del
siglo V, y aún más allá, su coraje y su valor seguían siendo loados en las
ceremonias oficiales atenienses que se celebraban en los entierros de los
muertos de guerra. A los 192 que murieron se les rindieron los honores
religiosos correspondientes a los héroes, y, según una opinión moderna, son
conmemorados como tales visualmente en el enorme friso de mármol que adornaba
originariamente el Partenón (construido en la Acrópolis de Atenas entre 447 y
432). Otro monumento público ateniense que posiblemente está también dedicado a
la batalla de Maratón es el denominado Tesoro de los atenienses, levantado
junto a la Vía Sagrada, en el recinto de Apolo en Delfos.
Es
fácil de imaginar la contrariedad y los celos de los espartanos, o al menos de
los espartanos que compartían las opiniones de Cleomenes sobre Persia. A la
inversa, el ex rey Demarato se hallaba al mismo tiempo en un cómodo hueco en el
Imperio persa y de hecho en el círculo más íntimo de la corte persa, donde
podía actuar como consejero excepcionalmente bien informado y de confianza del
propio rey. Darío, su primer benefactor, murió en 486, y su hijo Jerjes le
sucedió en el trono, al parecer con el apoyo explícito de Demarato a su causa.
No obstante, si Jerjes ya estaba deseando completar el asunto griego inacabado
que su padre le dejó al morir, tenía otras cuestiones imperiales más
importantes e inmediatas que atender en Egipto y Babilonia. Éstas le ocuparon
más o menos los dos primeros años de su reinado, y no fue hasta 484 cuando se
pusieron en marcha resueltamente los preparativos para el gran proyecto del
joven emperador: la conquista de la Grecia continental y su incorporación al
Imperio persa.
A
Heródoto le gustaba imaginar que Jerjes estaba indeciso sobre la conveniencia
de la campaña griega en general, pero esto muy bien puede ser porque cuadraba
con los fines artísticos del historiador. Ojalá ahorrado, y habría ahorrado al
Jerjes
hubiera decidido no emprenderla..., se habría imperio, la amargura de la
derrota. Ojalá hubiera escuchado los sensatos consejos de su tío Artábano.
Ojalá. De hecho, no es probable que dudara durante mucho tiempo. Grecia debía
de parecer pan comido. Al fin y al cabo, los griegos tenían fama de volubles y
políticamente estaban divididos entre ellos. El respaldo de los isleños y los
continentales a la revuelta de los jonios había sido, en el mejor de los casos,
irregular, y Demarato no era el único griego destacado que prefería evitar a
Persia a ver su patria derrotada. La principal modalidad guerrera de los
griegos en tierra, el combate hoplítico, no les serviría de mucho frente a las
vastas hordas persas. Si Jerjes hubiera estado atento, quizás habría tenido más
en cuenta el importante desarrollo militar griego de la década de 480, la
creación en Atenas, bajo el inspirado liderazgo de Temístocles, de una flota de
trirremes de primer orden, pronto de talla mundial. También habría podido
advertir que Esparta, tal vez precisamente a causa de la deserción de Demarato,
estaba más resuelta que nunca a resistir..., después de algunos titubeos
típicamente religiosos.
Al
enterarse de la expedición planeada, los espartanos consultaron como de
costumbre al Oráculo de Apolo en Delfos, sólo para oír que debían, en efecto,
darse por vencidos y ceder. Pues, según el oráculo, o bien Esparta perdería un
rey en la batalla, o bien los persas invadirían Laconia. Sumamente preocupados,
los espartanos tomaron la inusual medida de celebrar reuniones frecuentes de su
Asamblea, que de lo contrario se convocaba sólo una vez al mes, más o menos
cuando había luna llena. En estas reuniones extraordinarias sólo había un
punto, aparentemente religioso, en el orden del día: ¿qué espartanos estarían
dispuestos a reparar con su vida la muerte del mensajero de Darío, al que
habían matado en 491, en el período previo a la campaña de Maratón? Al final,
dos espartanos nobles — en más de un sentido— se ofrecieron como voluntarios,
de modo que este excepcional acto de sacrificio por el bien de Esparta fue una
fascinante anticipación en miniatura del mucho mayor y más elevado sacrificio
que harían colectivamente los espartanos en las Termópilas en 480. Pero Jerjes
no tenía interés alguno en matar a esos dos espartanos, ni siquiera en negociar
con ellos. Así pues, en otoño de 481, las relativamente pocas ciudades griegas
que podían ponerse de acuerdo en presentar algún tipo de resistencia común se
reunieron para planificar la respuesta conjunta ante la eventual ofensiva
militar persa.
Los
delegados se reunían, simbólicamente, en el istmo de Corinto, cerca de un
santuario de Poseidón que cada dos años albergaba una de las cuatro
festividades religiosas panhelénicas más importantes, los Juegos Ístmicos. Por
entonces, el istmo era también probablemente el límite de la visión y la
ambición de la mayoría de los espartanos. Incluso después de que quedara
inequívocamente claro que las fuerzas espartanas deberían comprometerse en el
centro y el norte de Grecia, lejos de casa, aún había indicios de un anhelo por
no ir más allá, literalmente, del istmo, para fortificar esa lengua de tierra
de seis kilómetros y convertir el Peloponeso en una especie de fortaleza. Vana
esperanza, tal como percibió y declaró con acierto Heródoto. Pues la fuerza
invasora dirigida por el gran rey Jerjes sería —algo decisivo— de carácter
anfibio. Es decir, la conquista de Grecia dependería forzosamente de la
cooperación entre el ejército de tierra y las fuerzas navales. La estrategia de
defensa del istmo tendría una mínima posibilidad de éxito sólo si la flota de
Jerjes era derrotada. Ahí estaba, por supuesto, el talón de Aquiles de los
espartanos. No tenían flota propiamente dicha, y si hubieran podido formar una,
habría tenido que ser tripulada por ilotas, que acaso no fueran leales del
todo.
Sin
embargo, las pocas ciudades griegas que hicieron un juramento religioso en el
istmo de Corinto en el otoño de 481 para resistir juntas contra los persas se
sometieron unánimemente al liderazgo general espartano. Tal era la prepotencia
de Esparta como cabeza de una alianza que suponía el grueso de la resistencia
legitimista griega, que incluso las flotas de los griegos unidos eran
comandadas oficialmente por espartanos, hombres con poca o ninguna experiencia
militar en el elemento imprevisible del mar.
En
480, por fin las hordas persas por tierra y la armada por mar pusieron rumbo al
oeste. Se intentó facilitar el paso de las inmensas fuerzas al exterior del
imperio, con éxito desigual. Según Heródoto, ríos enteros quedaron secos en
route y, algo más verosímil, un gran número de barcos y hombres se perdieron en
las tormentas. La preinvasión inmediata del ejército persa tuvo lugar por
tierra en Drabesco, Tracia. Heródoto informa de un total de 1.700.000 soldados
apoyados por más de 1.000 barcos. Estimaciones modernas más sensatas de los
mejores historiadores militares recortan las fuerzas terrestres persas a cifras
que van desde 80.000 a un cuarto de millón, y a unos 600 barcos en lo referente
a la armada.
El
avance hacia el oeste y el sur desde Drabesco no acarreaba problemas —hasta el
paso de las Termópilas—. Para empezar, los griegos continentales estaban muy
divididos, tradicional y sistemáticamente, y también sobre el asunto específico
de cómo oponer resistencia a Jerjes, incluso sobre si hacerlo o no. Cuando en
un momento culminante de su narración Heródoto invoca una definición de «lo
griego», la lista de factores unificadores que cita no incluye obviamente la
cooperación política, no digamos ya la unión. No fue nada sorprendente que
entre los aliados juramentados que se habían reunido en el istmo no se contaran
los griegos de Tesalia, en cuyo territorio estaba la primera posible línea de
defensa, el valle del Tempe, entre el monte Osa y el monte Olimpo. Así, en
primavera o verano de 480 los legitimistas griegos enviaron una fuerza para
defender la línea del Tempe, bajo el mando del espartano Eueneto («el bien
elogiado») y el ateniense Temístocles («famoso por su observancia del Bien»),
en un intento de asegurar la lealtad de los tesalios a la causa griega.
Por
desgracia, pronto se descubrió que la línea del Tempe podía ser superada
fácilmente, por lo que Eueneto y Temístocles no tuvieron otra opción que
retirarse al sur. La consecuencia política inmediata fue que los tesalios,
según la nueva jerga, «medizaron», es decir, tomaron partido por el bando del
invasor bárbaro, aunque no forzosamente siempre de manera activa y de buen
grado. Para los legitimistas griegos, la segunda —o más bien la primera— línea
potencialmente defendible era, en la práctica, el paso de las Termópilas. Aquí
se produjo el primer encontronazo serio y frontal entre los persas invasores y
los griegos resistentes.
Las
«Puertas Calientes» —Termópilas en griego antiguo— son un paso estrecho en la
Grecia continental central. Constituía la ruta natural de un ejército invasor
que llegara por tierra desde el norte y que tuviera como principal objetivo
destruir los ejércitos de Atenas y Esparta y sus aliados del sur. Ahí, en pleno
verano, más o menos en agosto de 480, una pequeña fuerza que representaba a una
titubeante agrupación de ciudades griegas legitimistas, encabezadas por Esparta
y Atenas, opuso una resistencia heroica al poderío de una inmensa fuerza
invasora persa. En 1940 se estableció acertadamente una analogía entre los
pocos griegos de 480 a.C. durante las guerras persas y «los Pocos» que
opusieron resistencia a la Alemania nazi en la Segunda Guerra Mundial.
Desde
la antigüedad, la topografía de la región de las Termópilas se ha visto
alterada por fuerzas naturales hasta quedar casi irreconocible, de modo que el
mar ahora está a varios kilómetros del lugar donde se produjo el combate. Hemos
de imaginar que, en 480, era un paso angosto, apenas lo bastante ancho para que
se cruzaran cómodamente dos cuadrigas o carros, entre la montaña y el mar,
salpicado por una serie de «puertas». Fue en la denominada puerta intermedia
donde tomó posiciones la fuerza defensiva de los griegos legitimistas; es aquí
donde se ha levantado el monumento moderno, a la derecha de la autopista
nacional si uno conduce hacia el norte. En el otro lado de la autopista se
puede visitar lo que ha sido designado, seguramente con acierto, como el
montículo donde los griegos resistieron hasta el final.
Pero
no nos adelantemos. Pese a la gravedad de la crisis, Esparta no consiguió
enviar una asamblea completa de sus aproximadamente 8.000 guerreros ciudadanos
adultos, sino sólo unos simbólicos 300 comandados por uno de sus dos reyes,
Leónidas. También los otros griegos aliados se abstuvieron de enviar sus
efectivos completos para defender el paso, así que de una fuerza de tal vez
20.000 o 25.000 legitimistas peloponesios, había presentes sólo unos 4.000.
¿Por qué? Las razones que dieron todos en su momento eran religiosas: los
espartanos alegaban su absoluta y primordial obligación de celebrar su
festividad nacional anual más importante, la Carneia, en honor de Apolo, y los
otros peloponesios hacían asimismo hincapié en su férreo compromiso de celebrar
los Juegos Olímpicos en honor de Zeus. Sin duda, en la antigua Grecia la
religión fue siempre un factor histórico realmente poderoso, pero también
podemos razonablemente sospechar que aquí había en juego otro motivo, más
prosaico y menos encomiable, aunque totalmente comprensible, a saber, el miedo
cerval: el miedo a que los persas fueran demasiados para oponerles resistencia,
en las Termópilas o en cualquier otro sitio. Al fin y al cabo, la inmensa
mayoría de los varios centenares de ciudades griegas continentales ya habían
decidido desentenderse y unirse de cualquier manera a los persas, o al menos no
oponerse a ellos, en vez de intentar hacerlos retroceder.
Los
griegos legitimistas del norte del Peloponeso estuvieron también presentes en
las Termópilas, pero en escaso número, pues se entendía que esta fuerza de
defensa era como una avanzadilla. Así pues, no había atenienses ni megarenses
y, lo que es más polémico, sólo unos cuantos beocios, entre ellos unos meros
400 de la principal ciudad de Beocia, Tebas. Más adelante, después de la
batalla, todos los beocios a excepción de los de Tespia (enemiga de Tebas) y
Platea (aliada de Atenas) «medizaron», de modo que la reputación de los tebanos
en especial quedó manchada cuando finalmente, en 479, se hizo retroceder a los
persas. En consecuencia, se afirmó que, en 480, los 400 tebanos de las
Termópilas habían estado allí presentes sólo porque Leónidas les obligó a ello,
como rehenes para garantizar en cierto modo la conducta leal de sus
compatriotas en Tebas. Aparte de éstos, hubo acaso mil soldados de cada uno de
los dos pueblos griegos más afectados directamente, los focenses y los locros
opuntios. En total quizás unos 7.000.
En
todo caso, Esparta sí envió a Leónidas y 300 paladines escogidos (de los cuales
a última hora uno no pudo combatir debido a una grave afección ocular, aunque
se redimió un tanto a sí mismo en un heroico suicidio en Platea al año
siguiente; otro, ausente por estar realizando una misión oficial en el momento
crítico, se ahorcó avergonzado a su regreso a Esparta). Nuestra principal
fuente narrativa, Heródoto, nos revela que los 300 habían sido seleccionados,
en parte, porque todos tenían hijos varones vivos, de modo que su linaje
familiar no se extinguiría cuando ellos fueran, inevitablemente, masacrados. No
obstante, cabe preguntarse qué pensarían las esposas de estos hombres. Tenemos
información específica de la conducta sólo de una esposa, en forma de una
anécdota muy posterior conservada por Plutarco en su antología de «Dichos
[apophthegmata, apotegmas] de mujeres espartanas». Mientras Gorgo daba ánimos a
su esposo Leónidas estando éste a punto de partir para las Termópilas, a
demostrar que era digno de Esparta, le preguntó qué debía hacer. El contestó:
Cásate con un buen hombre y ten hijos buenos.1
De hecho, Gorgo ya había tenido el hijo y
heredero de Leónidas, Plistarco, y, por lo que sabemos, a la muerte de su
esposo no volvió a casarse.
1 Plutarco, «Dichos de mujeres
espartanas».
GORGO
El
nombre de Gorgo no es lo menos extraordinario sobre ella. ¿Qué estaba pensando
su padre, Cleomenes I, cuando la llamó así? ¿Qué petrificaría a todo aquel que
la mirase a los ojos? Seguramente no. Sin embargo, «Gorgo» significa «gorgona»,
como en el mito de la gorgona llamada Medusa, cuya cabeza tuvo que cortar
Perseo para salvar a Andrómeda del monstruo marino. Un nombre realmente aterrador,
aunque quizás en Esparta no sonaba tan extraño. Un varón de más edad
contemporáneo suyo se llamaba Gorgos, y era un espartano de alto rango que fue
proxenos, o representante diplomático oficial de la ciudad de Elis, en Esparta,
una especie de cónsul honorario. Para honrar a su proxenos, los elianos
construyeron para él un magnífico asiento de mármol en Olimpia, donde
controlaba la celebración de los Juegos Olímpicos, y grabaron su nombre en el
mismo. La fecha de los caracteres ronda el 525 a.C.
Gorgo
nació unos quince años más tarde, pues tenía ocho o nueve cuando hace la
primera de las dos apariciones en las Historias de Heródoto. El hecho de que
una mujer griega con un nombre concreto aparezca siquiera en una historia de
Grecia sorprendería al brillante sucesor de Heródoto, Tucídides, pues éste casi
nunca hace referencia a mujeres, sea individual o colectivamente, y desde luego
nunca presentaría a una mujer que hubiera tenido un impacto decisivo en el
curso de la guerra del Peloponeso. Por su parte, Heródoto tiene montones de
referencias a mujeres, tanto colectivas como individuales, y de hecho establece
relaciones entre hombres y mujeres, sobre todo sexuales, una de las claves de
referencia de la parte etnográfica de su obra. Estas referencias conciernen a
mujeres no griegas, pues el principal propósito de la etnografía de Heródoto
era ilustrar lo muchas y variadas que son las costumbres sexuales y sociales
humanas, y lo distintas —no necesariamente peores— que pueden ser las
costumbres de otros pueblos de las normas griegas.
Sin
embargo, Esparta era una importante excepción a la regla de que las ciudades
griegas tenían prácticamente las mismas costumbres en relación con la posición
y la conducta de sus mujeres. Heródoto deja perfectamente claro por diversos
medios que las mujeres de Esparta eran diferentes, incluso «ajenas». Por
ejemplo, nos han llegado sus versiones de las historias sobre la concepción y
el nacimiento cuasimilagrosos del rey Demarato, y de la bigamia supuestamente
«nada espartana» del rey Anaxándridas, pero una ilustración incluso más
reveladora que éstas es el papel desempeñado por Gorgo en Heródoto, o acaso
deberíamos decir los papeles que el segundo atribuyó a la primera.
En
500, con ocho o nueve años, Gorgo estaba en casa cuando su padre regresó de
algunos asuntos públicos seguido por un peticionario extranjero, Aristágoras de
Mileto. Éste había llegado a Esparta con motivo de una cuestión de máxima
urgencia diplomática: intentar convencer a Cleomenes para que apoyara una
revuelta planeada de los jonios y otros griegos contra Darío I, gran rey de
Persia. Pero Cleomenes se había negado a comprometer fuerzas terrestres en una
campaña contra el Imperio persa para la que precisarían hasta tres meses de
marcha desde el familiar. Mediterráneo, y ordenó al milesio que abandonara
Esparta antes de la puesta del sol. Tras fracasar con las palabras,
Aristágoras, conociendo seguramente la fama de corruptos que tenían los
espartanos, le ofreció a modo de soborno una enorme suma de diez talentos (varias
fortunas individuales) cuando aconsejó la pequeña Gorgo: «Papá, más vale que te
vayas o el extranjero te corromperá».
Desde
luego, ni Heródoto ni sus informantes tenían ni idea de lo que había dicho
exactamente Gorgo, aunque su presunto uso de la palabra «extranjero» (xeinos)
para aludir a Aristágoras capta muy bien la xenofobia característica de los
espartanos (miedo a los xeinoi). La cuestión interesante desde el punto de
vista histórico es que Gorgo podía ser representada convincentemente como un poder
detrás del trono, prudente y sensata pese a su corta edad. Unos quince años
después, cuando Cleomenes murió en circunstancias turbulentas y poco claras, y
Gorgo estaba casada con el hermanastro joven y sucesor de su padre y era ya
madre del futuro rey Plistarco, ella hace su segunda intervención decisiva en
la historia espartana y griega. Llega a Esparta un mensajero que lleva una
tablilla de cera aparentemente en blanco (dos hojas de madera cubiertas de cera
y dobladas). «Nadie —relata Heródoto— fue capaz de adivinar el secreto»; o sea,
nadie excepto Gorgo, que con calma explicó a las autoridades que si rascaban en
la cera, encontrarían un mensaje escrito con tinta en la madera de debajo; y se
comprobó que en efecto así era. No se trataba de un mensaje corriente: lo
enviaba el exiliado ex rey Demarato, que avisaba a los espartanos de la
decisión de Jerjes de hacer la guerra a Grecia.
En
esta historia no se dice si Gorgo era instruida, aunque hay pruebas fiables de
que las mujeres espartanas sabían al menos leer, y quizá también escribir, con
la implicación, en nuestro caso, de que escribir no era algo ajeno a la
experiencia de Gorgo. De todos modos, la cuestión más importante es que Gorgo
era más aguda y más lista que los demás espartanos, sobre todo los hombres con
autoridad, y que era capaz de intervenir en la esfera pública, una esfera que
en otras partes de Grecia estaba reservada exclusivamente a los hombres. Se
transmite el mismo mensaje en los seis apotegmas, o dichos memorables,
atribuidos a ella en la antología plutarquiana de «Dichos de mujeres
espartanas».
Dos de éstos son variaciones sobre la historia
de Aristágoras referida antes, uno de los cuales «mejora» en las palabras que
Heródoto pone en su boca:
Papá, el miserable extranjero te corromperá si
no lo echas pronto de la casa.2El tercero hace alusión a los
supuestos problemas de su padre con la bebida y avisa a éste de que, cuanto más
vino bebe la gente, más desaforada y depravada se vuelve. Aquí parece funcionar
la mirada retrospectiva. Hemos citado el cuarto, el diálogo de Gorgo con su
esposo Leónidas cuando él está a punto de partir para las Termópilas y morir.
Los dos restantes son, en ciertos aspectos, los más interesantes de todos, pues
se ocupan de la política de género, así que los cito completos:
Cuando un extranjero que lucía una túnica
delicadamente tejida le hizo insinuaciones, ella se lo quitó de encima
diciendo: «Lárgate..., no sabes siquiera 2 Plutarco, «Dichos de
mujeres espartanas», Gorgo n.° 1 (Moralia, 240d) desempeñar un papel de mujer».3Tras
ser interrogada por una mujer ateniense: «¿Cómo es que las espartanas sois las
únicas mujeres que domináis a los hombres?», ella replicó: «Porque somos las
únicas mujeres que parimos (verdaderos) hombres».4
El
primero es una alusión tanto al supuesto desdén de los espartanos hacia el
teatro y la comedia como su bastamente masculina opinión de que un hombre con
un vestido lujoso era afeminado. Según Tucídides, fueron los hombres ricos de
Esparta los primeros griegos en abandonar las vestimentas lujosas y en adoptar
ropas tan simples y sencillas como las que podía permitirse la gente pobre
corriente.
El
segundo, no obstante, es más revelador. Se repite, con palabras algo distintas,
en uno de los apotegmas atribuidos a Licurgo, en una antología de expresiones
espartanas también recopiladas supuestamente por Plutarco. Esto indica a todas
luces su gran importancia en la organización social de la Esparta
«licurguiana». Pues, según las construcciones griegas normativas del género y
los roles de género, era una parte esencial de la naturaleza de la mujer que
ésta fuera inferior, mental o físicamente, al hombre, por lo que era preciso
que, en la práctica, todas las mujeres estuvieran subordinadas a todos los
hombres en privado y, a fortiori, en público.
En
su primer libro de la Política y en otras partes, Aristóteles explica con
detalle qué, a su entender, origina la natural y tan inalterable inferioridad
de las mujeres. Por tanto, su sobresalto y horror en el segundo libro de la
Política son palpables cuando dice que los hombres de Esparta son
gunaikokratoumenoi, «dominados por sus mujeres». En el apotegma en cuestión,
Gorgo no niega que éste sea en efecto el caso, pero, con mucho tacto, desvía la
atención del papel de las mujeres espartanas como esposas a su papel de madres:
sólo las mujeres espartanas, dice, a diferencia de las patéticas atenienses y
otras mujeres, ¡parimos hombres verdaderos! De este modo, Gorgo es identificada
doblemente con la identidad de género y la —presunta— estructura de poder
dominada por las mujeres en el Estado espartano. Como veremos en un próximo
capítulo, hace falta modificar un poco al menos la última opinión.
Antes
de dejar a Gorgo, volvamos a su situación familiar y sobre todo matrimonial,
concentrándonos esta vez en la importancia de la herencia de la riqueza y la
propiedad. Lo fundamental de Gorgo, aparte de haber nacido hija de un rey
reinante, es que era hija única, una heredera, lo que los espartanos
denominaban técnicamente patrouchos, literalmente «titular del patrimonio o de
la herencia paterna». Su padre Cleomenes era uno de los cuatro hijos de
Anaxándridas, de modo que a la muerte de éste, si sus cuatro hijos hubieran
estado vivos, sus bienes se habrían tenido que dividir al menos en cuatro
partes (más si hubiera habido hijas, pues en Esparta ellas también heredaban
por derecho propio, aunque probablemente una parte más pequeña que los
hermanos). Los otros tres hijos, nacidos de la primera esposa de Anaxándridas,
eran, por orden de nacimiento, Dorieo, Leónidas y Cleómbroto, pero Dorieo murió
relativamente joven, con lo que Leónidas quedó como hermano mayor de Cleomenes.
3 Plutarco, «Dichos de mujeres
espartanas», Gorgo n.° 4 (Moralia, 240e). 4 Plutarco, «Dichos de
mujeres espartanas», Gorgo n.° 5 (Moralia, 240e).Leónidas debió de llegar a la
edad de casarse (en Esparta, para los hombres, era en torno a los veinticinco
años) hacia 510, pero, o bien no se casó entonces, o bien su hipotética esposa
había muerto cuando se casó con la hija heredera de Cleomenes, Gorgo, a finales
de la década de 490, cuando ella había llegado a la edad pertinente, que para
las mujeres espartanas se situaba al final de la adolescencia. Las razones por
las que Leónidas habría querido casarse con Gorgo son patentes: ella era el único
descendiente de Cleomenes, por lo que heredaría toda su riqueza, y él era el
siguiente en la línea de sucesión al trono agíada, pues en ausencia de un hijo
varón, la sucesión real en Esparta pasaba al pariente más cercano del rey
fallecido, y Leónidas era el hermanastro mayor que le quedaba a Cleomenes.
Éste, al dar su bendición al matrimonio, estaba siguiendo la costumbre real
espartana, pues los matrimonios entre parientes cercanos, sobre todo entre tío
y sobrina, no eran ni mucho menos insólitos —de hecho, las bodas entre tíos y
sobrinas también eran bastante comunes en Grecia—, y por la misma razón:
básicamente tenían la finalidad de mantener los bienes intactos dentro del
linaje familiar masculino.
En
otras palabras, Gorgo estaba interpretando la habitual función asignada a las
mujeres de élite en el mundo griego antiguo de ser el vehículo conyugal para la
transferencia de bienes, y con ella el poder sobre los mismos, entre los
varones de las clases selectas. Sería un error, no obstante, considerarla un
simple instrumento pasivo en estas transacciones. Por todo lo que sabemos de
ella, Gorgo tenía opinión y voz propias.
De
hecho, los espartanos opinaban que la defensa de las Termópilas era una misión
suicida, una especie de acción kamikaze acometida con un estado de ánimo
totalmente racional. Esto lo corrobora la historia del explorador de Jerjes,
quien informa de que los espartanos se han estado dando aceite como si se
prepararan para una competición atlética y peinando sus —excepcionalmente—
largos cabellos. Tal como se lo interpretó Demarato a Jerjes, esta conducta
simbolizaba la resolución de los espartanos de luchar hasta la muerte si hacía
falta —como sabían que pasaría—. Los otros griegos enfocaban la operación de
las Termópilas sin duda de manera muy distinta. Para los supervivientes, una
valiente resistencia sería seguida por una honrosa retirada a fin de combatir o
morir otro día. De ahí la normalísima reacción de pánico entre la mayoría de
ellos, tal como lo cuenta Heródoto, cuando las hordas persas se acercaban ya al
paso de las Termópilas. Otro factor que causaba alarma era que, como sabían los
habitantes de la zona, el paso podía ser superado por un simple camino llamado
Anopea, atravesando las montañas en dirección al sur. Lógicamente, Leónidas
intentó sellar este hueco potencial con una fuerza de 1.000 focios, hombres
familiarizados con el terreno y que de entrada eran los que más tenían que
perder.
Después
de que llegaran las fuerzas persas, pasaron tres o cuatro días antes de que
comenzara el ataque verdadero. Esto quizá tenía la finalidad de meter presión
psicológica a los griegos hasta que ésta se volviera insoportable, o de modo
más prosaico, permitir a Jerjes establecer enlace con su flota, zarandeada por
las tormentas, que por fin había logrado atracar sin novedad en el cercano cabo
Sepias. Finalmente se lanzó el ataque el Día Uno de lo que se recordó como un
enfrentamiento épico de tres días. Los griegos habían reconstruido un viejo
muro en la puerta intermedia, tras el cual resistieron luchando por relevos.
Sus lanzas eran más largas que las del enemigo, que además era incapaz de hacer
valer su superioridad en el limitado
espacio disponible. Los espartanos agravaron el desconcierto de las fuerzas
persas con el despliegue de tácticas que sólo la fuerza más disciplinada y
mejor preparada habría sido capaz de considerar: una serie de fingidas
retiradas seguidas de una repentina media vuelta y una arremetida mortífera
contra los confiados perseguidores.
El
Día Dos fue prácticamente como el Uno, aunque podemos imaginar fácilmente la
frustración y la irritación crecientes de Jerjes, quien sin embargo de pronto
tuvo un golpe de suerte. Un traidor griego, un Judas de la región que conocía
muy bien el sendero de montaña de Anopea, se presentó oportunamente ante el rey
persa. Su nombre pertenece a la historia de la infamia, en su momento un
caldero de condena ardiente motivada en parte por un deseo de ocultar el hecho
de que tantas ciudades y gentes de Grecia ya hubieran «medizado», o pronto lo harían.
Gracias a él, durante la noche del Día Dos y las primeras horas de la mañana
del Día Tres los persas flanquearon a los defensores de las Termópilas y,
cayendo sobre ellos desde delante y desde detrás, los envolvieron formando una
pinza irrompible. Jerjes no corrió riesgos. Confió la misión nocturna especial
a miembros de su fuerza de élite, su guardia personal de 10.000 inmortales
(como los llamaban los griegos: les gustaba imaginar, de forma equivocada, que
recibían este nombre por el hecho de que inmediatamente después de que uno caía
en la batalla era sustituido por un reservista, con lo que en todo momento eran
10.000 los efectivos máximos)
Quizá
se podría culpar a Leónidas por no haber reforzado el paso de Anopea con una
fuerza defensiva mayor o más resuelta. Tal vez, tras valorar debidamente la
desesperada situación de cerco, podía haber impuesto su autoridad de forma más
inequívoca (se decía que dio permiso de retirada a la mayor parte de las tropas
restantes, pero una opinión más escéptica sostiene que esto fue sólo una
maniobra para encubrir el hecho de que casi todos habían desaparecido sin más).
Lo
que nadie duda en absoluto es de la resolución y la valentía extraordinarias
con que el Día Tres lucharon él, los espartanos y los escasos miles de griegos
que optaron por permanecer a su lado hasta el final.
Una
ocurrencia realmente lacónica simboliza la naturaleza de la resistencia final
de los espartanos. Cuando se le dijo que en el bando persa había tantos
arqueros que sus flechas podían tapar el sol, el espartano Diéneces, uno de los
300, replicó al punto:
Tanto mejor... ¡Combatiremos contra ellos a la
sombras!5Como los espartanos consideraban que las flechas eran las
armas de los débiles y afeminados, en comparación con la lanza y la espada del hoplita
que luchaba cara a cara y cuerpo a cuerpo, éste era un modo ingenioso de eludir
la cuestión —tanto literal como metafórica— de la enorme y mortífera cantidad
de flechas que en breve caerían sobre ellos.
5 Heródoto, VII, 226.
DIÉNECES
Diéneces
aparece sólo una vez en el relato que hace Heródoto de las Termópilas, hacia el
final, pero es una aparición elocuente, pues en compañía de los más valientes
fue capaz de dar «la prueba más rotunda de valor». Los griegos tenían una
palabra especial para la excelencia que se exhibía de forma manifiesta en el
campo de batalla, aristeia, que se aplicaba a las mil maravillas a las proezas
de los héroes griegos de la Ilíada, de Homero — de ahí la aristeia de Diomedes,
de Patroclo y, por encima de todos, de Aquiles—. En este sentido, aristeia era
un nombre singular femenino, pero los griegos también utilizaban las mismas
letras para una palabra neutra plural que significaba no el valor en sí mismo,
sino los premios al valor que se concedían tras batallas como la de las
Termópilas o Platea. Cuando Heródoto nos dice que Diéneces fue declarado «el
mejor» de los espartanos que combatieron y murieron en las Termópilas, está
diciendo que es el hombre escogido por los griegos supervivientes para que se
le conceda la aristeia.
Los
griegos estaban muy imbuidos de espíritu competitivo; su palabra para
competitividad, agônia, nos ha dejado la palabra «agonía», que dice mucho sobre
la naturaleza de la competición griega. Por tanto, ser declarado «el mejor»
estaba cargado de significado. Ojalá hubiéramos recibido más información sobre
cómo Diéneces había llegado a la posición de ganar este premio máximo. En
Puertas de fuego, el novelista americano Steven Pressfield realiza un buen
trabajo de reconstrucción imaginativa de la trayectoria vital de Diéneces,
atribuyéndole, por ejemplo, la implantación de una forma nueva y especialmente
rigurosa de preparación de los guerreros espartanos. Pero esto es pura
especulación. Lo único que podemos deducir con certeza es que pasó por la Agoge
con gran éxito, fue elegido para una mesa común y luego demostró tener tal
calibre marcial, aparte de ser padre de al menos un hijo varón, que fue
escogido para la élite de 300 que acompañaron a Leónidas en las Termópilas.
Heródoto
nos informa de modo específico de un aspecto concreto de las aptitudes
intrínsecamente espartanas de Diéneces: su habilidad en la forma típicamente
lacónica de la conversación apotegmática. De ahí la expresión tan lacónica
recién citada sobre luchar a la sombra. Esto permitiría indirectamente a los
espartanos combatir con más ferocidad y eficacia, incluso más rato, de lo que
habría cabido esperar.
Heródoto
añade que, por lo visto, Diéneces había dejado constancia de otros dichos igual
de memorables —¡ojalá hubiera decidido citarlos también?—. Leónidas también
demostró ser un verdadero espartano con las palabras con que supuestamente
ordenó a sus hombres que tomaran aquella comida de primera hora de la mañana
antes del enfrentamiento final: «Esta noche cenaremos en el Hades». Probablemente
era también consciente del Oráculo de Delfos que, por lo visto, se había hecho
público por entonces en el sentido de que sólo la muerte de un rey espartano
garantizaría una victoria final griega contra los persas. En cualquier caso,
combatió y murió como un hombre poseído por la conciencia de que estaba
luchando por algo más importante que el simple mantenimiento del statu quo.
Este factor moral del comportamiento de los espartanos en las Termópilas, ya
presente entre los atenienses en Maratón, es un aspecto fundamental de la
explicación del triunfo final de los griegos.
Según
Heródoto, las pérdidas persas al principio del Día Tres eran incluso mayores
que las sufridas en los dos días anteriores. Quizá debido a que los griegos
lucharon casi con desenfreno temerario. La propia muerte de Leónidas sólo
incrementó la intensidad del esfuerzo griego, pues ahora estaban peleando,
homéricamente, para impedir que los bárbaros enemigos se apropiaran del cadáver
del rey y sin duda lo vejaran. La escena final se produjo en el montículo bajo
ya mencionado. Con sus armas rotas o desaparecidas, los griegos combatieron
literalmente con uñas y dientes, usando las manos desnudas y la boca. No
obstante, incluso al final el arma persa de elección era la flecha, lanzada sin
problemas a distancia. La venganza bestial al parecer descargada contra el
cadáver de Leónidas, incluida la decapitación, seguramente testimoniaría el
hecho de que los persas de Jerjes habían sido puestos a prueba casi hasta el
límite.
Oficialmente,
desde luego, la batalla de las Termópilas supuso la primera, atroz, derrota de
los griegos en batalla campal contra las hordas orientales invasoras, un signo
que poco invitaba a pensar que al final vencerían. Sin embargo, los epitafios
que más adelante señalizaron el lugar, entre ellos uno de los más famosos de
toda la historia, indican claramente que los espartanos al menos tenían algo
más que pena en el recuerdo.
Caminante, ve a Esparta y di a los espartanos
que aquí yacemos por obedecer sus leyes.6El mismo mensaje de orgullo
y rebeldía era transmitido por el león de piedra levantado más adelante en el
sitio, pues el rey de las bestias simbolizaba el valor marcial; por la misma
razón, los griegos derrotados erigieron un monumento en forma de león de
piedra, que en la actualidad todavía se conserva más o menos, en Queronea,
Beocia, en 338. De todos modos, el monumento de las Termópilas fue también un
bonito eco del nombre de Leónidas, que significa «descendiente de León», pues
leôn era la palabra griega correspondiente a «león» (véase el capítulo 10).
El
ejemplo de estos hombres, que lucharon gloriosamente como patriotas hasta la
muerte por la causa de una Grecia libre, proporcionó precisamente el refuerzo
moral que necesitaban en ese momento los desesperados legitimistas griegos.
Esta famosa y heroica derrota en las Termópilas era, partiendo de esta óptica,
una especie de victoria. Se ha dicho que el gran rey Jerjes, presente en la
batalla, quedó estupefacto ante el comportamiento de los espartanos a lo largo
de la misma. Se debatía entre diversos malentendidos culturales. Hubo que
explicarle que los espartanos se comportaban así porque luchaban por un ideal
más preciado que la propia vida: el ideal de la libertad. La libertad —la
libertad para desarrollar su excepcional civilización— es, de hecho, lo que los
espartanos y y excepcionalmente influyente
los otros griegos legitimistas consiguieron a
la larga al rechazar a los persas al año siguiente (479).Éste fue el año de las
dos batallas victoriosas y decisivas, para los griegos, de Platea por tierra y
Mícala por mar. No obstante, Jerjes las experimentó sólo de segunda mano y por
informes, pues tras la gran victoria naval de los griegos en Salamina, planeada
y organizada por Temístocles y ganada básicamente por la flota ateniense, había
regresado corriendo a Susa —al escenario vuelto a imaginar espectacularmente
ocho años después en la encantadora tragedia de Esquilo Los persas, de 472
(cuyo texto se ha conservado)—. Jerjes dejó en Grecia como comandante absoluto
a Mardonio, hijo de Gobrias, uno de los siete nobles persas que había
restaurado la monarquía aqueménida, tras un período de usurpación a finales de
la década de 520, y colocado en el trono al padre de Jerjes, Darío L En otras
palabras, Mardonio era la crème de la crème, no un mero complemento o un
6 Simónides, epigrama, citado en
Heródoto, VII, 228.
la altura del comandante general recurso
provisional; pero ni siquiera él estuvo a espartano de los griegos en 479, el
regente Pausanias.Pausanias estaba en ese puesto de mando porque, como primer
primo, era el pariente varón más cercano, por parte de padre, de Plistarco,
hijo heredero menor de edad de Leónidas, por lo que fue nombrado tutor personal
del chico y regente agíada de Esparta. Aprovechó la oportunidad plenamente
asumiendo el principal mando terrestre por delante del rey Leotíquidas, que por
su parte se convirtió en el primer y prácticamente último rey espartano en
estar al mando de una flota.
REGENTE PAUSANIASEn 479, Pausanias salta de
pronto a la escena central de la política griega e internacional. Tiene una
presencia generalmente atractiva en las páginas de Heródoto, quien estaba
incluso dispuesto a poner en entredicho la acusación de «medizismo» contra él
que surgió mucho después de que los persas hubieran sido por fin derrotados.
Sin embargo, otras fuentes, sobre todo Tucídides y, paradójicamente, Simónides,
el cantor de loas, cuentan una historia distinta, de acaso comprensible pero
igualmente inexcusable arrogancia, incluso orgullo desmedido, y traición.
Pausanias
nació tal vez en torno a 510, hijo de Cleómbroto, el hermano más pequeño de
Dorieo y Leónidas.
En ausencia —seguida de la muerte— de Dorieo, Leónidas había sucedido a su hermanastro Cleomenes, pero había muerto en las Termópilas dejando un hijo menor de edad, Plistarco. Fue por ello por lo que Pausanias ofició de regente en el trono agíada durante unos diez años antes de caer también él, como Dorieo, en desgracia. Mientras Dorieo moría en el extranjero, Pausanias obedecía el requerimiento de los éforos de regresar a casa desde Bizancio aproximadamente en 470. Acusado de traición, buscó refugio en la acrópolis espartana, donde, tras ser tapiado en el templo de Atenea de la Casa de Latón, murió de inanición.
En ausencia —seguida de la muerte— de Dorieo, Leónidas había sucedido a su hermanastro Cleomenes, pero había muerto en las Termópilas dejando un hijo menor de edad, Plistarco. Fue por ello por lo que Pausanias ofició de regente en el trono agíada durante unos diez años antes de caer también él, como Dorieo, en desgracia. Mientras Dorieo moría en el extranjero, Pausanias obedecía el requerimiento de los éforos de regresar a casa desde Bizancio aproximadamente en 470. Acusado de traición, buscó refugio en la acrópolis espartana, donde, tras ser tapiado en el templo de Atenea de la Casa de Latón, murió de inanición.
PLISTARCO
Este
espeluznante final encajaba perfectamente con el estilo del resto de su vida
documentada. Tras llevar a la victoria, en Platea, al mayor ejército griego
jamás reunido, se permitió diversos gestos teatrales y grandilocuentes estando
aún en el campo de batalla. Dando muestras de integridad, rechazó la invitación
de un griego aliado para mutilar el cadáver de Mardonio como habían hecho
supuestamente los persas con el de Leónidas en las Termópilas. En vez de ello,
para reforzar el contraste entre el estilo griego (y más especialmente el
espartano) y el persa de hacer las cosas, ordenó a sus ilotas que preparasen
una comida espartana sencilla y corriente, para que sus soldados vieran la gran
diferencia respecto a la envanecida magnificencia del banquete preparado en la tienda
capturada de Mardonio. Asimismo, en parte porque no era costumbre espartana
ofrecer en sus santuarios el botín de enemigos derrotados, ordenó a los ilotas
recoger las pertenencias persas en el campo de batalla, incluido mucho oro y
plata, y que dispusieran de ellas como gustasen. Heródoto cuenta la maliciosa
así como falsa historia de que los «medizantes» eginetanos compraron el botín a
los ilotas a precio de ganga porque los poco mundanos ilotas no tenían ni idea
de su verdadero valor, y así los primeros se hicieron ricos. Maliciosa porque
presenta a los eginetanos como mercenarios y embusteros amén de traidores, pero
el gesto espléndido de abnegación de Pausanias suena verdadero.
Tras
la derrota de la invasión persa, los aliados griegos originales, agrandados por
la incorporación de antiguos súbditos griegos de Persia de las islas y el
continente asiático, decidieron proseguir la guerra; era lógico que Pausanias
siguiera desempeñando el mando absoluto, con su cuartel general en Bizancio,
pero su arrogancia pronto le hizo perder el apoyo de los aliados. Lo mandaron
llamar a Esparta, pero al año siguiente regresó a Bizancio, al parecer sin
autorización oficial. La clase de arrogancia que explica que lo llamaran queda
perfectamente expresada en una inscripción que él hizo añadir a un gran cuenco
de bronce instalado en la entrada del mar Negro:
Este
monumento a su valor dedicó Pausanias a Poseidón, comandante de Grecia de la
danza espaciosa,
en el mar Negro, espartano de nacimiento, hijo de Cleómbroto, del antiguo linaje de Heracles.7
en el mar Negro, espartano de nacimiento, hijo de Cleómbroto, del antiguo linaje de Heracles.7
Los
dos dísticos elegíacos fueron atribuidos a Simónides, lo que resulta verosímil,
pues Pausanias seguramente fue el que más hilos movió para que se le hiciera a
Simónides el encargo de escribir un encomio épico para conmemorar las acciones
de valor de los espartanos, aunque sobre todo las suyas personales, en Platea.
Recientemente se han publicado extensas partes de este notable texto, escrito
en papiro y conservado en las secas arenas del alto Egipto. He aquí un breve
extracto (con restauraciones sugeridas entre corchetes):
[Desdê
el Eu] rotas y desde la ciudad [de Esparta] ellos [marcharon], acompañados por
los hijos caballerizos de Zeus,
por los héroes [tindáricos], y por la fuerza de Menelao, [los aguêrridos] capitanes del pueblo de [sus pa] dres,
acaudillados por el [hijo] más noble [del gran Clê] ómbroto, …Pausanias.8
por los héroes [tindáricos], y por la fuerza de Menelao, [los aguêrridos] capitanes del pueblo de [sus pa] dres,
acaudillados por el [hijo] más noble [del gran Clê] ómbroto, …Pausanias.8
El
poema aclara el tipo de conmemoración heroica y personalizada de las hazañas
que Pausanias considera apropiada. Por lo visto, incluso su poeta pagado Simónides
le avisó de que recordara que no era más que un mortal, no un dios, ni siquiera
un héroe.
Los
dípticos del mar Negro empañaron la reputación de Pausanias, pero aún fue peor
su comportamiento vulgar en Delfos. Las treinta y una ciudades griegas legitimistas
unidas encargaron como monumento a la victoria lo que se conoce, para abreviar,
como Columna Serpiente. Ésta consistía en una base de piedra que sostiene una
columna de bronce con forma de tres serpientes entrelazadas, encima de las
cuales —apoyado en las cabezas— había un caldero de bronce que recordaba a los
calderos entregados como premio en los Juegos Funerarios de Patroclo descritos
en la Ilíada y otras contiendas heroicas. Los nombres de las ciudades
victoriosas, empezando por las lacedemonias (espartanas), se grababan en el
cuerpo de las serpientes. Aún es posible distinguir, con cierta dificultad, el
lugar donde residen ahora los restos más bien lamentables del monumento, en el
centro del antiguo Hipódromo de Constantinopla (al principio Bizancio, ahora la
moderna Estambul). No obstante, Pausanias también quería su parte personal de
la acción conmemorativa, por lo que hizo añadir a la base una nueva inscripción
propia, otro díptico elegíaco del siempre fecundo Simónides:
Como jefe de los griegos, cuando hubo
destruido el ejército de los medos,
7 Simónides, citado en Ateneo, XII,
536ab. Véase Campbell, ed., 1991.
8 Simónides, fragmento elegíaco 11. Véase también West, ed., 1993; Boedeker & Sider, eds., 2001.
8 Simónides, fragmento elegíaco 11. Véase también West, ed., 1993; Boedeker & Sider, eds., 2001.
Pausanias levantó este monumento a Febo
[Apolo].9Como si Pausanias hubiera derrotado al ejército persa en
Platea él solo... No es de extrañar que, como señala Tucídides, los espartanos
borraran la inscripción enseguida.
Por tanto, Pausanias fue privado del mando general de las fuerzas griegas, y poco después los espartanos se retiraron del todo de la campaña militar activa antipersa, liderada ahora por Atenas y su nueva alianza naval de la Liga de Delos. Pausanias se encontró a gusto en Bizancio y se quedó allí casi una década, durante la cual al parecer — ésta era la historia aceptada por Tucídides pero cuestionada por Heródoto— buscó y recibió la promesa de matrimonio de una hija de Jerjes con la idea de llegar a ser gran sátrapa de toda Grecia en beneficio de Persia.
Sea cual fuere la verdad de ello, alrededor de 469 lo mandaron llamar de nuevo a Esparta, acusado esta vez no de «medizismo» sino de lo que, para los espartanos, era en cierto modo un delito mucho más horrible: intrigar con los ilotas. El informante no era precisamente una fuente muy fiable en general, pues era el novio de Pausanias, un esclavo griego de Argilo. (Ha sido transformado imaginativamente en un sirio helenizado en la novela de Valerio Massimo Manfredi Tatos de Esparta, traducida en inglés como Spartan.) De todos modos, su testimonio fue suficientemente bueno para las autoridades, dispuestas a creer que había ofrecido a los ilotas no sólo la libertad sino también la ciudadanía espartana.
Esta presunta oferta es susceptible de una interpretación muy diferente, y mucho menos siniestra, si lo que Pausanias estaba de hecho haciendo era anticiparse a la práctica oficial espartana, que se hizo habitual en la guerra ateniense, de ofrecer a los ilotas una forma condicional de libertad a cambio de sus servicios militares. Estos ilotas liberados recibieron el nombre de neodamodeis, que significa algo así como «nuevas personas del tipo ciudadano», si bien en la práctica no disfrutaban de nada parecido a los privilegios de los ciudadanos espartanos de pleno derecho por nacimiento y educación. Sea como fuere, las acusaciones eran lo bastante graves para que Pausanias se asustara y buscara refugio en un espacio religioso de la acrópolis espartana. A punto de morir de inanición, fue sacado de allí justo a tiempo de evitar que contaminara el lugar sagrado si moría en él.
Más adelante, tras un recurso al Oráculo de Delfos, Pausanias fue rehabilitado póstumamente y recibió una distinción sin precedentes en forma de dos estatuas de bronce conmemorativas. Y aún mucho más adelante, su nombre se unió al de Leónidas como destinatario de los juegos anuales celebrados conjuntamente en honor de ambos.
Por tanto, Pausanias fue privado del mando general de las fuerzas griegas, y poco después los espartanos se retiraron del todo de la campaña militar activa antipersa, liderada ahora por Atenas y su nueva alianza naval de la Liga de Delos. Pausanias se encontró a gusto en Bizancio y se quedó allí casi una década, durante la cual al parecer — ésta era la historia aceptada por Tucídides pero cuestionada por Heródoto— buscó y recibió la promesa de matrimonio de una hija de Jerjes con la idea de llegar a ser gran sátrapa de toda Grecia en beneficio de Persia.
Sea cual fuere la verdad de ello, alrededor de 469 lo mandaron llamar de nuevo a Esparta, acusado esta vez no de «medizismo» sino de lo que, para los espartanos, era en cierto modo un delito mucho más horrible: intrigar con los ilotas. El informante no era precisamente una fuente muy fiable en general, pues era el novio de Pausanias, un esclavo griego de Argilo. (Ha sido transformado imaginativamente en un sirio helenizado en la novela de Valerio Massimo Manfredi Tatos de Esparta, traducida en inglés como Spartan.) De todos modos, su testimonio fue suficientemente bueno para las autoridades, dispuestas a creer que había ofrecido a los ilotas no sólo la libertad sino también la ciudadanía espartana.
Esta presunta oferta es susceptible de una interpretación muy diferente, y mucho menos siniestra, si lo que Pausanias estaba de hecho haciendo era anticiparse a la práctica oficial espartana, que se hizo habitual en la guerra ateniense, de ofrecer a los ilotas una forma condicional de libertad a cambio de sus servicios militares. Estos ilotas liberados recibieron el nombre de neodamodeis, que significa algo así como «nuevas personas del tipo ciudadano», si bien en la práctica no disfrutaban de nada parecido a los privilegios de los ciudadanos espartanos de pleno derecho por nacimiento y educación. Sea como fuere, las acusaciones eran lo bastante graves para que Pausanias se asustara y buscara refugio en un espacio religioso de la acrópolis espartana. A punto de morir de inanición, fue sacado de allí justo a tiempo de evitar que contaminara el lugar sagrado si moría en él.
Más adelante, tras un recurso al Oráculo de Delfos, Pausanias fue rehabilitado póstumamente y recibió una distinción sin precedentes en forma de dos estatuas de bronce conmemorativas. Y aún mucho más adelante, su nombre se unió al de Leónidas como destinatario de los juegos anuales celebrados conjuntamente en honor de ambos.
Mardonio,
jefe de las fuerzas terrestres tras el regreso de Jerjes a Asia, pasó el
invierno de 480-479 en Tesalia. En verano de 479, se trasladó al sur para
volver a ocupar y destruir la ciudad de Atenas, como ya había hecho en 480. Los
atenienses, realmente sin ciudad, hicieron llamamientos desesperados a los
espartanos para que salieran del Peloponeso a través del istmo y les prestaran
ayuda donde hacía falta, en la Grecia central. Al final, los espartanos
respondieron, pero cuando les pareció bien y a su ritmo, y juntaron fuerzas con
los atenienses y otros legitimistas en Beocia, adonde se había retirado
Mardonio. Ahora Beocia también era un aliado-súbdito de Persia, salvo Platea,
la siempre fiel aliada de Atenas, siendo en territorio de Platea donde por fin
se llevó a cabo la difícil prueba.
9 Simónides, epigrama, citado en
Tucídides, I, 132.Pausanias estaría al mando de unos 40.000 soldados hoplitas
aliados, de entre los cuales sus propios espartanos ascendían a 5.000, lo que
probablemente equivalía a dos tercios de su leva potencial completa. Iban
acompañados del mismo número de hoplitas periecos y, al menos según las cifras
de Heródoto, no menos de 35.000 ilotas, quienes no sólo realizaban labores de
ordenanza y personal auxiliar, sino que también combatían como tropa ligera.
Aparte de los espartanos, el otro contingente hoplita clave del bando de
Pausanias lo formaban tegeos de Arcadia. Los persas, que seguramente aún eran
muchos más pese a las hinchadas fuerzas griegas, tomaron posiciones a lo largo
del río Asopo, al principio en la orilla sur. Mardonio comenzó la batalla con
una carga de caballería provista de todos los efectivos. Los griegos
respondieron con arqueros, uno de los cuales acertó a dar en el caballo del
jefe persa, con lo que los enemigos fueron rechazados. Primer tanto para los
griegos.
No
obstante, la clave de la batalla no estaría en los arqueros ni en la
caballería, sino en la infantería griega, con los espartanos colocados en el
honorífico flanco derecho, los atenienses y tegeos en el izquierdo, y los
megarenses, corintios y otros en medio. Pero fue sólo tras una desmesurada
demora de ocho días cuando por fin se inició la batalla decisiva. Una
explicación moderna del retraso es que en realidad Mardonio no deseaba la
batalla campal de siempre, sino que esperaba lograr una victoria psicológica
obligando al ejército griego legitimista a huir en desbandada. Sin duda, la demora
creó a Pausanias problemas difíciles y delicados para mantener el control y la
moral, y quizás incluso le llevó a pensar seriamente en el intercambio de
posiciones de sus espartanos y los atenienses.
En
cualquier caso decidió retirarse durante la noche. Podía haber hecho retroceder
sólo la parte central y no la fuerza entera, pero de algún modo corrió el rumor
de que se había ordenado una retirada a Platea, y a ello siguieron el caos y la
confusión. Por la mañana, al enterarse de al menos una parte de la verdadera
situación, Mardonio envió a su caballería a atacar a los espartanos, periecos y
tegeos, que ahora se veían acorralados y sometidos a una lluvia de flechas. De
un modo u otro Pausanias encontró tiempo para determinar la voluntad de los
dioses mediante la adivinación sacrificial antes de ordenar a sus hoplitas que
cargaran contra la mucho peor equipada infantería persa.
Esta
fue la hora más gloriosa de Pausanias; minutos, en todo caso. Los griegos,
sobre todo los espartanos, conservaron las filas y la cohesión intactas, con lo
que la caballería persa se vio impotente para atacarlos. Tras derribar la
empalizada de los persas al norte del Asopo, los griegos llevaron a cabo una
masacre. Platea, aunque por poco acaba en sonoro fracaso, fue al final una victoria
total y decisiva de los legitimistas griegos. Persia no volvería a invadir la
Grecia continental —en tiempos de Alejandro Magno, un siglo y medio después,
sería más bien un ejército macedonio y griego el que invadiría Asia—. No es que
el Imperio persa dejara ni por un momento de ser un elemento importantísimo de
la política y la diplomacia griegas, pero el resultado de Platea confirmó los
veredictos de Maratón y Salamina.
En
retrospectiva, se puede considerar que las batallas de 480 y 479, sobre todo la
de las Termópilas, han sido un hito no sólo en la historia de la Grecia clásica
sino de la historia entera, tanto de Oriente como de Occidente. La historia
contrafactual o alternativa basada en el «¿y si...?» puede, naturalmente, ser a
veces sólo una distracción agradable para los historiadores, pero también puede
ser un método muy útil para explorar las causas y los efectos. ¿Y si, por
ejemplo, la resistencia de las Termópilas no se hubiera producido o hubiera
sido mucho menos resuelta y efectiva —bajo la dirección de Leónidas y sus
espartanos— de lo que fue en realidad? ¿Y si los legitimistas griegos hubieran
sido derrotados en 480-479 y los persas hubieran absorbido a los griegos
continentales amén de las islas y la costa litoral asiática occidental en su
extenso imperio?
Tal
como estaban las cosas, gracias a la transformación eficacísima de la sociedad
espartana en una máquina militar bien engrasada, y al desarrollo diplomático de
una alianza griega rudimentaria multiestatal mucho antes de que llegaran los
persas a Grecia, había un liderazgo en torno al cual podía unirse la
resistencia griega. La resistencia de los espartanos, heroica y condenada al
fracaso por suicida, demostró en las Termópilas que al menos era posible
presentar batalla a los persas, lo que dio a la fuerza pequeña, vacilante y
poco cohesionada de los legitimistas griegos el coraje para imaginar que un día
podrían realmente vencer. Con caudillos espartanos carismáticos del carácter y
calibre del rey Leónidas y el regente Pausanias para encabezar la unidad, las
fuerzas terrestres griegas fueron capaces no sólo de resistir sino de derrotar
a su enemigo, que era varias veces más numeroso, pero constituía una fuerza
heterogénea y fácil de desmoralizar.
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