En
el capítulo anterior hemos intentado situar el escenario y el contexto en los
cuales se desarrollarán los episodios y procesos cruciales del período 480-360
a.C. El escenario y el contexto pueden resumirse como la «Esparta litúrgica»,
la Esparta supuestamente creada ex nihilo por la hechicería legislativa de un
tal Licurgo algún tiempo antes del siglo VI. De hecho, cualquier Licurgo real
habría estado implicado en la conservación o la reforma de tradiciones, así
como en la innovación desde cero: éste será el principal mensaje de este
capítulo. Aquí ampliaremos nuestros horizontes desde el sur del Peloponeso
hasta el conjunto del universo griego. Analizaremos las relaciones entre los
mundos de Esparta y la Hélade en general, y especialmente en relación con la
diplomacia y la expansión militar espartana. En torno a 500, Esparta creó una
alianza militar multiestatal que conocemos como Liga del Peloponeso; esto fue
propiciado en parte por sus, a la sazón, hostiles relaciones con Atenas, que
había escapado de las mandíbulas ciertamente benignas de una tiranía o
dictadura patriarcal para inventar, en 508—507, el primer sistema democrático
de autogobierno del mundo. En relación con ambos hechos, tuvieron lugar los
contactos iniciales con el Imperio persa, que había sido fundado por Ciro el
Grande a mediados del siglo VI y que a principios del v amenazaba con tragarse
el mundo griego egeo.
De
hecho, Heródoto comienza la parte narrativa de sus Historias con la indagación
del fabulosamente rico rey Creso de Lidia sobre cuál era el Estado más poderoso
de la Grecia continental. Creso sabía mucho sobre los griegos, pues algunos de
ellos, en la costa de Asia Menor, eran súbditos suyos, y él no era ni mucho menos
hostil a la cultura griega, sino que más bien temía el ascenso del poderoso
Imperio persa bajo el rey Ciro II el Grande, que había empezado su andadura
aproximadamente en 560 y a principios de la década de 540 estaba amenazando la
independencia del propio reino de Creso. Tras llegar a la conclusión de que
Esparta y Atenas eran entonces los dos Estados griegos más fuertes, y de que
Delfos era el oráculo más importante del mundo griego, actuó con arreglo al
supuesto consejo de Delfos: si cruzaba el Halis, destruiría un gran imperio.
Por desgracia, el reino que destruyó al cruzar el río fue el suyo; de modo que,
tras ocupar Lidia, Ciro envió a su general medo Harpago a someter o absorber
pacíficamente en su imperio a los griegos de Asia.
Por
lo común, los griegos confundían a los persas con sus parientes lejanos los
medos. Por ejemplo, el epitafio del dramaturgo trágico Esquilo, al referirse a
sus hazañas en la batalla de Maratón en 490, habla del «medo de pelo largo»
como alguien consciente de esas asombrosas proezas. En realidad, los medos y
los persas eran pueblos bastante distintos, con costumbres muy diferentes, y el
Imperio persa aqueménida de Ciro basa su origen en que cambió radicalmente las
relaciones políticas tradicionales entre ambos. A partir de entonces, los
persas del sur de Irán tendrían una función dirigente y los medos del norte de
Irán desempeñarían un papel secundario. En otro tiempo, tras su victoria sobre
los babilonios en Nínive en 612, los medos habían sido una potencia imperial.
Uno de los legados del sistema imperial de Ciro fue la palabra que los griegos
transcribían como «sátrapa», que significaba virrey o gobernador imperial. Una
de las veinte o más satrapías del Imperio persa se formó a partir de lo que
había sido el reino de Creso en Lidia, siendo Sardes su capital. Otra se creó
en la región griega de Jonia, más al oeste, que incluía ciudades importantes
como Éfeso o Mileto. Pero no es que los persas se aprovecharan de los medos.
Como hemos visto, el comandante máximo de una misión podía ser un medo como
Harpago, a quien durante la campaña de Maratón de 490 sucedería el medo Datis,
nombrado por el yerno de Ciro, el rey Darío I.
Hecateo,
el inmediato predecesor intelectual de Heródoto, era de la jónica Mileto.
Heródoto era originario de la ciudad dórica de Halicarnaso, más al sur. Hecateo
estaba en contacto con las últimas tendencias de pensamiento «científico»
puestas en marcha por Tales, también de Mileto, en los primeros años del siglo
VI. Tales quizá se refirió a sus estudios sobre la naturaleza del cosmos como
historia con el significado de «investigación»; casi seguro que Hecateo utilizó
esta palabra con respecto a sus propias investigaciones, pero lo que él
estudiaba no era el cosmos no humano sino el mundo del hombre. Tuvo sus frustraciones.
«Los relatos que cuentan los griegos —despotricaba— son muchos [es decir,
contradictorios] y ridículos.» Heródoto, que inevitablemente siguió los pasos
de Hecateo en cierta medida, a veces literalmente y a menudo sin una mención
directa, habría estado de acuerdo, pero adoptó una actitud aparentemente más
liberal:
Mi tarea consiste en narrar las historias que
se cuentan; no tengo por qué creerlas forzosamente.1Los relatos que
le interesaban más, y probablemente también a quienes le leían y escuchaban en
el siglo V, tenían que ver con los orígenes del gran conflicto entre Occidente
y Oriente, entre los griegos y los bárbaros, o lo que nosotros denominamos las
guerras greco—persas de principios del siglo V. Así es como describe su
autoproclamada tarea en el prefacio de sus Historias:
Ésta
es la exposición de la investigación [historiê] de Heródoto de Halicarnaso,
llevada a cabo para que los logros humanos no se olviden con el tiempo, y para
que las grandes y maravillosas hazañas tanto de los griegos como de los
bárbaros no griegos tengan su merecida gloria; y, sobre todo, para explicar la
causa por la que acabaron combatiendo entre sí.2
Para
explicar «por qué los griegos y los bárbaros no griegos... acabaron combatiendo
entre sí», empezó su historia, como hemos visto, alrededor de 550 a.C.,
aproximadamente setenta años antes de su nacimiento. Seguramente pudo hablar
con pocas personas, si acaso alguna, que hubieran experimentado realmente y
pudieran recordar sucesos tan antiguos, pero los hijos y sobre todo los nietos
de esos hombres sí habrían podido contarle historias —todas, por supuesto, a su
manera y con su propio enfoque—. Es tal el estado de nuestras pruebas en
general y la calidad de las Historias de Heródoto en particular, que hemos de
utilizar —y podemos hacerlo con cierta seguridad—a Heródoto como guía de los
principales acontecimientos cronológicos, geográficos y políticos en el este
del Mediterráneo y en Oriente Próximo y Oriente Medio entre 550 y 479
aproximadamente. Todo lo posterior a 479 él lo llamaba «después de las guerras
medas», es decir, después de las guerras persas, y ésta no era su especialidad.
Dejó que otros, entre ellos su gran sucesor Tucídides, retomaran el hilo en
478.
1 Heródoto, VII, 152. 2
Heródoto, I, prefacio.Heródoto hace constar que los espartanos mostraron muy
pronto interés en el avance de Ciro hacia la costa egea. Al parecer, mandaron
una embajada a Ciro para comunicarle de manera pomposa que dejara en paz a sus
hermanos griegos orientales. La presunta respuesta de Ciro fue un desaire
escalofriante: «¿Quiénes son estos espartanos?». Durante dos generaciones, sus
sucesores tendrían sobradas razones para saber quiénes eran de primera mano,
sobre todo en los campos de batalla de las Termópilas y Platea. No menos interesante
que la evidente ignorancia de Ciro es el aparente conocimiento e interés de los
espartanos en el ascenso de Persia. Ésta no es —todavía— la postura
aislacionista, de avestruz, de Esparta que aparece muy a menudo en las páginas
de Heródoto y ha llegado a ser una parte esencial del mito, la leyenda o el
espejismo espartano: la Esparta que llegó al extremo de llevar a cabo
expulsiones rituales de extranjeros, griegos y no griegos, y de rechazar, a
diferencia de otros griegos, la distinción verbal entre «bárbaros» no griegos y
«forasteros» griegos (xenoi). Por suerte, la arqueología confirma este
aperturismo de Esparta en la segunda mitad del siglo VI. Fue la época en que,
por ejemplo, como vimos en el capítulo anterior, Baticles de Magnesia, en el
Meandro de Asia Menor, recibió el encargo de construir un «trono» para Apolo en
Amiclas.
En
500 a.C., la Hélade, como llegó a conocerse el área de asentamientos griegos,
se extendía desde el estrecho de Gibraltar en el oeste hasta la parte más
oriental del mar Negro. Esto fue producto de lo que los historiadores modernos
denominan, para abreviar, el movimiento de colonización, o período de
colonización, aunque es importante recordar que Siracusa, por ejemplo, fundada
por Corinto en 733, o Taras (Tarento), fundada por Esparta más o menos en 706,
no eran colonias en el sentido actual de la palabra, sino poblaciones
totalmente nuevas e independientes desde el inicio. Una explicación de que
Taras fuera la única colonia espartana era que Esparta podía resolver el problema
del ansia de tierra que había detrás de buena parte del movimiento de
colonización en su conjunto expandiéndose hacia Laconia y Mesenia. En cierto
modo, de hecho, el Estado espartano de Lacedemonia no era sólo un Estado
conquistador sino más exactamente un Estado colonial. No obstante,
aproximadamente un siglo y medio después de la fundación de Taras, se apoderó
de los espartanos una avidez de tierra, o acaso deberíamos decir más bien una
renovada ambición imperial.
Tras
expandirse primero hacia el sur y el oeste, en torno al segundo cuarto del
siglo VI los espartanos decidieron extender su territorio hacia el norte, lo
que significaba la región interior de la Arcadia, en el Peloponeso central. En
la actualidad, la imagen de Arcadia ha llegado a ser la de un paisaje bucólico,
idílico, de aspecto seductor y delicado, pero la verdadera Arcadia antigua era
una zona montañosa dura y agreste. Estaba lo bastante alejada para que
sobreviviera un dialecto que es el descendiente histórico más directo del
dialecto predominante en las tablillas en Lineal B de la micénica Edad Tardía
del Bronce, y era lo bastante pobre para ser una fuente regular de ávidos
arcadios en busca de trabajo como mercenarios en el extranjero desde, al menos,
principios del siglo V. Naturalmente, los espartanos fueron perfectamente
capaces de fabricar una autorización divina para su incursión en Arcadia, en
forma de oráculo délfico ideado para adelantarse a la acusación de que se
trataba de una simple y pura agresión. No obstante, el respaldo de Apolo tardó
un tiempo considerable en convertirse en un éxito, y al final los espartanos
tuvieron que conformarse con bastante menos que una repetición de su conquista
de Mesenia.
En
una ocasión bien conocida, gracias a Heródoto nos enteramos de que los
espartanos marchaban llevando varas de medir para dividir la tierra que
pensaban adquirir pronto, así como cadenas para encadenar a sus nuevos ilotas
arcadios que trabajarían la tierra para ellos, pero fueron derrotados y
acabaron como prisioneros de guerra cargados con sus propias cadenas. La
batalla acabó siendo conocida como la batalla de los Grilletes, y un siglo
después, en el templo de Atenea Alea, en Tegea, a Heródoto le enseñaron lo que,
según se afirmaba, eran las cadenas verdaderas. Transcurridos 600 años, era tal
la fuerza de la tradición que al viajero griego de inspiración religiosa
Pausanias por lo visto le mostraron las mismas cadenas. Si a los espartanos no
les había servido la fuerza, había que utilizar en su lugar la propaganda y la
diplomacia engañosas.
Para
empezar, los espartanos descubrieron y recuperaron en Tegea los huesos de
«Orestes». Orestes era espartano por parte de madre, hijo de Agamenón y de
Clitemnestra, y sobrino del espartano rey Menelao. La clave de la afirmación de
que esos huesos eran suyos estaba en demostrar la reivindicación «hereditaria»
de Esparta sobre Tegea. (En cuanto al hecho científico tal cual, los
prodigiosamente grandes huesos descubiertos probablemente eran los de un
dinosaurio prehistórico.) Fueron «devueltos» con toda solemnidad a Esparta para
ser enterrados de nuevo, y allí fueron objeto de otro culto heroico. Al mismo
tiempo, seguramente los supuestos huesos de Tisameno, hijo de Orestes, fueron
también «devueltos» a Esparta desde la región de Aquea, en el extremo norte del
Peloponeso. El sentido de este gesto era poner de relieve la legitimidad de los
espartanos para gobernar todo el Peloponeso por derecho hereditario. En otras
palabras, la recuperación y el nuevo entierro de los huesos de Orestes y Tisameno,
traídos desde Tegea y Aquea, respectivamente, eran el rostro mítico,
propagandístico, de la campaña diplomática realista y prosaicamente pragmática
que los espartanos estaban haciendo simultáneamente, y que estaba concebida
para poner todo el Peloponeso bajo su dominio diplomático-político-militar.
De
hecho, este objetivo prácticamente se alcanzó mediante la creación de lo que
los eruditos modernos denominan la Liga del Peloponeso. En realidad, como el
Sacro Imperio Romano de Voltaire (ni sagrado, ni romano, ni imperio), la Liga
del Peloponeso no era totalmente peloponesia ni lo que hoy entendemos por una
liga. Nunca abarcó a todos los Estados de la península, siendo Argos la
ausencia más notoria. Asimismo, desde el principio incluyó Estados que no se encontraban
geográficamente dentro del Peloponeso, como Megara, Egina y a la larga los
beocios encabezados por Tebas. No era una liga en el sentido moderno, pues los
aliados no estaban aliados todos entre sí (aunque sí algunos), sino que más
bien todos estaban aliados individualmente con Esparta. Además, no se trataba
de una alianza entre iguales. En sus juramentos, juraban en nombre del dios
pertinente (por ejemplo, Zeus olímpico) tener los mismos amigos y enemigos que
los espartanos. Juraban —algunos, en todo caso— acudir en ayuda de los
espartanos en el caso de una revuelta ilota. Juraban seguir a los espartanos
dondequiera que éstos los condujeran, pero los espartanos no quedaban obligados
por ningún compromiso recíproco.
Las
razones de ello son obvias en los dos últimos casos, pero no fue inmediatamente
obvio que los espartanos no debían jurar tener los mismos amigos y enemigos que
sus diversos aliados o por qué. La explicación, de hecho, era un desequilibrio
de poder. Los espartanos no estaban en condiciones de comprometerse —contra su
voluntad— a adoptar una política que, a su entender, favorecería
diferencialmente a un aliado más que a ellos mismos. A la larga, en
circunstancias sobre las que volveremos, los aliados sí adquirieron el derecho
colectivo a ser consultados antes de comprometerse con una política o una
acción deseada por los espartanos. También había una cláusula resolutoria,
apropiadamente religiosa, que les permitía alegar un compromiso religioso
anterior para quedar exentos de una acción o política aprobada por la alianza
en su conjunto. El equilibrio de poder entre Esparta, por un lado, y los
aliados, por otro, era manifiestamente claro. Desde un punto de vista técnico,
por tanto, la Liga del Peloponeso —en habla antigua, «los espartanos y sus
aliados» o «los peloponesios»— era una simaquia hegemónica de carácter
desigual. Esparta era el hêgemôn o líder, y los aliados eran summachoi, es
decir, estaban comprometidos tanto a atacar como a defender en nombre y a
instancias del hêgemôn.
Puede
que la alianza pactada entre Esparta y Tegea, cuando el episodio de los
«huesos», fuera la primera de una serie que condujo a la cristalización final
de la Liga. Pero también puede que fuera la pactada entre Esparta y Elis, pues
Elis controlaba Olimpia, y la relación de Esparta con Olimpia era muy estrecha,
sólo superada por la que tenía con Delfos, el otro gran santuario panhelénico,
griego por antonomasia. El carácter griego, como veremos especialmente en
relación con los sucesos de 480-479, nunca fue un factor muy fuerte, no digamos
ya decisivo, en las relaciones interestatales. Muy a menudo, las ciudades
griegas solían luchar unas contra otras más que en el mismo bando, pero los
grandes santuarios panhelénicos sí ofrecían un importante
componente
de la unidad principalmente cultural que proporciona una noción de «lo griego»,
y al menos durante los Juegos Olímpicos que se celebraban cada cuatro años se
producía una tregua concebida para expresar o imponer la amistad panhelénica y
no la enemistad. Los funcionarios aportados por Elis para supervisar la
organización de los Juegos recibían el revelador nombre de hellanodikai, algo
así como «jueces de los griegos», y todas las ciudades griegas tenían interés
en llevarse bien con ellos, pues si un ciudadano, pongamos, de Esparta lograba
una victoria en los Juegos, ésta podía ser utilizada por la ciudad de Esparta
para conseguir influencia y prestigio político en otros ámbitos. En otras
palabras, la influencia en Olimpia era una útil mercancía diplomática, y los
espartanos, que siempre procuraban explotar la devoción con fines políticos
allá donde fuera factible, seguramente tomaron todas las medidas necesarias
para establecer lazos diplomáticos permanentes y vinculantes con Elis desde el
principio.
Por
tanto, la alianza de la Liga del Peloponeso quizá comenzó a tomar forma hacia
mediados del siglo VI, pero haría falta otro medio siglo para que adquiriese
solidez institucional. Alrededor de 525 se puso en marcha un experimento
interesante, que posteriormente Esparta ignoró por completo. Por primera y
única vez antes de 480, los espartanos estarían luchando en una expedición
naval en el extremo oriental, más alejado, del mar Egeo, casi en la masa
continental de la propia Asia. Fue con ocasión de una expedición conjunta con
los corintios para derrocar a Polícrates, tirano de Samos, y permitir el
regreso de algunos exiliados samios. Como haría falta bastante persuasión para
convencer a los marineros de agua dulce espartanos de que se aventuraran tan
lejos de casa en un elemento desconocido, seguramente hubo algo en la causa o
en los corintios, o en la combinación de ambas cosas, que explicaría la
decisión en este caso excepcional.
En
primer lugar, la causa. En los últimos tiempos, los espartanos se harían
famosos por derrocar regímenes tiránicos de todas clases, es decir, sistemas
ilegítimos, extra o inconstitucionales controlados generalmente por un
autócrata. En realidad, su historial no es tan coherente ni tan de principios
como la reputación parece indicar, de modo que buscaremos razones específicas,
ad hoc o ad hominem, para cada caso individual. En el caso de Polícrates de
Samos, hubo factores de diverso cariz. Por el motivo que sea, espartanos
individuales ya habían establecido vínculos estrechos de amistad con samios
individuales, lazos que renovaban o restauraban mediante visitas mutuas. Por
ejemplo, aproximadamente en 550, un ciudadano espartano de pleno derecho —por
lo demás desconocido— llamado Eumnasto dedicó a la Hera samia una vasija de
bronce adornada con un león bastante logrado (en el que había inscrito su
nombre). Sin duda, algunos de los exiliados expulsados por Polícrates eran a su
vez espartanófilos. Heródoto hace constar, con cierto sentido del humor, que a
los espartanos no les convencía la retórica —lo contrario de lo «lacónico»— de
los exiliados, pero sí en cambio su causa, aunque por desgracia no deja claro
exactamente por qué.
Con
toda seguridad, un factor que influyó en su decisión fue la insistente petición
de los corintios. Pues, aunque Heródoto no lo explica con detalle, seguro que
los corintios ya eran aliados de Esparta en 525, de hecho probablemente en
fecha tan temprana como Tegea y Elis. Ello se debía a convincentes razones
geopolíticas más que sentimentales, aunque ambas ciudades eran dóricas (a
diferencia de Tegea o Elis). Los corintios controlaban el paso terrestre para
entrar y salir del Peloponeso a través del istmo de Corinto, y tenían puertos a
uno y otro lado del mismo, lo que significaba que podían mandar flotas tanto
hacia el este, al golfo Sarónico, como al oeste, al golfo de Corinto. Dada la
gran hostilidad de Argos —justo al sudeste de Corinto— hacia Esparta, era
imperioso que Esparta y Corinto se mantuvieran en todo caso «en el mismo
bando», como aliados y amigos. Desde luego; la relación funcionaba en ambos
sentidos: los corintios necesitaban a Esparta como contrapeso de Argos o como
respaldo a sus propios objetivos políticos fuera y dentro del Peloponeso. No
obstante, la posición de Corinto era tal que por sí solo podía permitirse —y lo
hizo más de una vez— oponerse abiertamente y sin ningún reparo a la voluntad de
Esparta respecto incluso a las cuestiones más importantes, como la declaración
de guerra contra un tercero o la dirección de una guerra ya acordada. Así pues,
si en 525 los corintios instaban a una guerra contra Polícrates, eso era en sí
mismo un convincente argumento a considerar por los espartanos.
¿Y
qué hay del propio Polícrates? No era el primero que ejercía un poder exclusivo
y tiránico en la isla de Samos, pero era con mucho la persona más eficiente e
importante para ello; y Heródoto, que conocía bien Sanos de primera mano, se
extiende perceptiblemente en el reinado de Polícrates debido a las tres grandes
«maravillas» que se construyeron bajo su mandato: un túnel de un kilómetro a
través de una montaña para procurar a la ciudad de Samos un suministro de agua
seguro y defendible; un gran dique, o malecón, para proteger el puerto; y un
magnífico templo dedicado a Hera, la diosa patrona de la ciudad. Polícrates también
fue, tal como explica Heródoto de forma amena, el primer gobernante «de la
denominada generación de hombres mortales» que ejerció una talasocracia, o
dominio sobre los mares. Es decir, mientras el rey Minos de Creta también tenía
fama de haber sido un talasócrata, mucho antes que Polícrates, su talasocracia
pertenecía al pasado remoto del mito y la leyenda, no al tiempo
verificable—mente auténtico de la historia humana. Las ambiciones navales de
Polícrates lo llevaron a intervenir, por un lado en el oeste, en las Cícladas,
donde colocó a Ligdamis como tirano títere, y por otro en el este, donde se
encontró con la nueva gran potencia oriental, el Imperio persa, personificada
en el sátrapa local de Lidia instalado en Sardes. Es la aparente disposición de
Polícrates a aliarse con los persas lo que ha empujado a algunos expertos
modernos a sugerir que tras la decisión de Esparta de derrocarlo había una
estrategia antipersa.
Si
esta sugerencia es acertada, no habría sido realmente la primera señal de las
ganas de los espartanos de enfrentarse a Persia, aunque sí habría sido la
primera prueba de su disposición a entablar un combate físico y casi directo
contra los persas en o cerca de su propio terreno. Por desgracia, no es posible
demostrar nada, por lo que hemos de dejarlo en el aire de momento y volver a
los sucesos acaecidos más cerca de casa, concretamente a las relaciones entre
Esparta y Argos. Estos dos Estados habían iniciado un rumbo de colisión quizá
ya en la segunda mitad del siglo VIII. En todo caso, hay ciertos indicios de
confrontaciones directas entre ellos en la poesía de Tirteo, que data de
alrededor de 670. Si la fecha tradicional de la batalla de Hysias es correcta,
entonces los dos Estados libraron una batalla campal en 669, que Argos —quizá (porque
iba) dirigido por su dinámico rey Feidón— ganó de forma convincente.
La
ubicación de Hysias, en la zona fronteriza de Tireatis, al noreste del
territorio de Esparta, habla por sí misma de que Esparta había sido el agresor.
Tanto más motivo, por consiguiente, para que la derrota dejara una herida
profunda y duradera, una cuenta pendiente de resolver. Así, en cuanto los
espartanos se sintieron capaces —es decir, tras el necesario acuerdo con Tegea,
que estaba cerca de cualquier ruta obvia para cualquier ejército espartano que
marchara al noreste del Peloponeso—, se propusieron encontrar una solución de
una vez por todas. Esto fue más o menos en 545, pues Heródoto sincroniza el
episodio con la derrota de Creso a manos de los persas y la caída de Sardes,
pero la forma en que se gestionó el conflicto fue, cuando menos al principio,
llamativamente extraña.
En
vez de comprometer a todas sus asambleas de hoplitas, los espartanos y los
argivos acordaron librar una batalla de 300 paladines de cada bando, una especie
de prueba épica de fuerza. Esto se tradujo en un resultado igualmente
llamativo. Tras uno o varios enfrentamientos especialmente violentos, en el
campo de batalla sólo quedaron tres combatientes vivos: dos argivos y un
espartano. Los argivos, que eran por así decirlo instintivamente democráticos e
igualitarios, consideraron que su mera superioridad numérica equivalía a la
victoria —y regresaron a Argos a informar de ello y celebrarlo—. Sin embargo,
el espartano superviviente, que desde luego no era democrático ni igualitario,
se negó a admitir la derrota; todo lo contrario, reclamó la victoria para
Esparta alegando que sólo él había permanecido «en su puesto» en el campo de
batalla, como era propio de un verdadero hoplita, y en consecuencia levantó un trofeo
de victoria en nombre de Esparta. Naturalmente, los argivos no iban a tolerar
esto, así que enviaron su fuerza completa de hoplitas a enfrentarse a la leva
espartana completa, y entonces los espartanos consiguieron una victoria de
veras contundente. Como consecuencia directa de la misma, pasaron a controlar
Tireatis, que incorporaron efectivamente a su territorio estatal de
Lacedemonia.
Como
espartanos que eran, siguiendo la costumbre celebraron la victoria y la nueva
posesión de una manera simbólica, religiosa: en el lugar de la batalla se
instituyó una festividad anual conocida como Parparonia, durante la cual los
celebrantes llevaban coronas «tireáticas» y estatuillas de bronce, de las que
se conservan buenos ejemplos, que se dedicaban a los dioses para ilustrar y
reforzar el significado del acto. Heródoto añade que fue después de esta
victoria cuando los espartanos adoptaron la práctica cultural característica en
virtud de la cual sus guerreros se dejaban crecer el pelo orgullosa y
aterradora—mente largo, aunque en realidad es improbable que esto estuviera
ligado a un episodio concreto por trascendental que hubiera sido. A la inversa,
la herida que esta derrota supuso para los argivos fue al menos tan profunda
como la que ellos habían causado a los espartanos en 669 en Hysias. En 420,
durante un respiro en la guerra ateniense, pidieron a los espartanos una
revancha, o mejor dicho una repetición, de la batalla de los 300 Paladines...
Aunque parezca mentira, los espartanos rechazaron la idea.
Así
pues, en 525, seguramente Esparta tenía colocadas en su sitio la mayoría de las
piezas del rompecabezas que a la larga formarían la Liga del Peloponeso
propiamente dicha. Fueron las relaciones con Atenas las que proporcionarían el
contexto de ese nacimiento definitivo de la organización. Repasemos brevemente
la historia de Atenas hasta esta fecha. Como muchas ciudades griegas, en su
época temprana Atenas había estado bajo el control de una aristocracia, cuyos
miembros se llamaban a sí mismos eupátridas («hijos del bien, es decir, nobles,
padres»). Su monopolio del poder político y religioso había sido modificado a
principios del siglo VI por las reformas de Solón, otro (como el espartano
Chilón) de los Siete Sabios de la antigua Grecia. No obstante, esas reformas no
bastaron para evitar la tiranía, que con el tiempo llegó a Atenas, un siglo
después de que hubiera surgido en Corinto y Sición. Tras dos éxitos previos
parciales, el noble Pisístrato finalmente instauró una autocracia estable
alrededor de 545, que fue capaz, a su muerte en 528-527, de legar a su hijo
Hipias. De ahí que, en 525, cuando Esparta y Corinto estaban intentando acabar
con la tiranía de Polícrates de Samos, Atenas aún siguiera bajo el firme
control autocrático de Hipias. De hecho, éste había podido engatusar o
coaccionar a otros miembros de la nobleza ateniense para que ocuparan cargos de
responsabilidad — hombres como Clístenes, de la familia de los alcmeónidas, que
en 525-524 ejerció de arconte epónimo.
No
obstante, hacia 514, a algunos nobles se les estaba acabando la paciencia, y
hubo una tentativa de asesinar a Hipias. Salió mal, y el que resultó asesinado
fue su hermano Hiparco, después de lo cual Hipias se volvió bastante menos
afable y su forma de gobernar más parecida a lo que entendemos por tiránica.
Clístenes, perdida la esperanza de la revolución interna, marchó al exilio con
unos cuantos seguidores suyos y en 513 intentó una incursión y un golpe de
Estado desde el exterior, pero sin éxito. Por tanto, dirigió su atención a
Delfos, ombligo de la tierra, y suavizó la actitud de Apolo ante su causa
pagando una restauración carísima de su principal templo en el santuario. Como
consecuencia de ello, cada vez que los espartanos efectuaban una de sus
tradicionales consultas al oráculo, la respuesta que obtenían siempre, con
independencia de cuál fuera la pregunta, era: «Id y liberad Atenas de la
tiranía de Hipias». Estas respuestas les provocaban no poco desconcierto, pues
ellos —o al menos los dirigentes de Esparta, cuyas opiniones eran las que
realmente importaban— hasta la fecha habían mantenido relaciones buenas, se
diría que cordiales, con Hipias y su familia. Por ejemplo, en 519 habían
aconsejado a la pequeña ciudad beocia de Platea que se aliara con la Atenas de
Hipias y no con la Liga Pambeocia dominada por Tebas. Esto sembró entre Tebas y
Atenas una enemistad que duró muchos años.
Al
final, en 512 o 511, la devoción y un hábil cálculo de la utilidad convencieron
a los espartanos de que debían mandar una expedición para derrocar a Hipias.
Curiosamente, no la enviaron por tierra sino por mar, y no bajo el mando de uno
de los dos reyes (Cleomenes 1 y Demarato) sino bajo el de un tal Anquimdio, que
sin duda era distinguido y pertenecía a una familia destacada, aunque aparte de
eso no sabemos nada de él. Quizá no sea del todo sorprendente que esa primera
expedición fuera un completo fracaso; hizo falta una apropiada invasión
terrestre bajo el mando del rey Cleomenes en 510. Ésta sí se saldó con un éxito
total. Hipias y sus hijos fueron hechos prisioneros y obligados a marchar al
exilio, y Clístenes y sus compañeros exiliados pudieron regresar y reanudar la
actividad política normal. Sin embargo, lo que se había considerado política
normal antes de la tiranía de Pisístrato ya no funcionó nunca más;
concretamente, no satisfacía a los ciudadanos atenienses de nivel medio, que se
consideraban con derecho a una mayor cuota de poder, ni a los ciudadanos
pobres, que se creían con derecho al menos a tener voz y voto. El sagaz
Clístenes empezó a buscar el apoyo de esta —hasta la fecha—mayoría silenciosa
de ciudadanos, y en 508-507 dio su nombre a un conjunto de reformas que, en
retrospectiva, podemos entender que fueron el preludio de una especie de
democracia primitiva, la de Grecia, y efectivamente el primer ejemplo de «poder
popular» del mundo.
CLEOMENES
(reinado c. 520-490)
(reinado c. 520-490)
En
la Política (escrita en las décadas de 330 y 320), Aristóteles rechazaba a los
espartanos calificándolos de meros generales hereditarios y nada más, pues en
su territorio tenían tan poca autoridad que fueron condenados de forma
humillante a adular a los éforos de la época. Cleomenes I, junto con Agesilao
II (que reinó c. 400-360), es uno de los dos reyes espartanos que más
activamente pusieron en entredicho esa afirmación desdeñosa. De hecho, en una
sociedad militar agresiva y próspera como la espartana, acceder al alto mando
militar por derecho de nacimiento no era una prerrogativa menor.
A
mi juicio, deberíamos seguir el ejemplo de Heródoto sobre la importancia de la
monarquía espartana. El historiador dedica un apéndice entero a sus
prerrogativas dentro del territorio y en el extranjero, como parte de un pasaje
cuyo efecto (e intención, seguramente) es poner de manifiesto lo extraña y
diferente, lo «ajena», que era Esparta en comparación con el común de ciudades
griegas. Es también en esta narración donde se desvela cuánto poder podía
ejercer en la práctica un rey espartano hábil y astuto.
De
todos modos, esto es algo paradójico en el caso de Cleomenes I, pues Heródoto
parece decidido a bajarle los humos desde el principio. Reinó «durante no mucho
tiempo», fue juzgado por los éforos, tuvo que recurrir al soborno y la
corrupción de Delfos para conseguir el destronamiento de un «co-rey», no logró
que Esparta actuara de la manera contundente que él quería contra Persia, y por
último se volvió loco de atar y terminó mal —merecidamente, pues Heródoto
consideró esto como un castigo divino por su sacrilegio délfico—. Por fortuna,
sin embargo, la explicación de esta tendencia patente —una combinación de la
propia religiosidad de Heródoto y su exposición al cuidadosamente artificioso
descrédito póstumo al que se vio sometido Cleomenes por sus enemigos— es muy
evidente, y el propio Heródoto suministra buena parte de las pruebas en
contrario que necesitamos para escribir un escenario alternativo.
La
pintoresca carrera de Cleomenes empezó antes incluso de nacer, por así decirlo.
Fue el primer hijo varón de Anaxándridas II, pero no de la primera esposa de
éste —de hecho, la única en aquel momento—. La primera esposa no lograba
concebir, y como es lógico fue ella y no Anaxándridas quien, gracias a los
conocimientos de anatomía de los antiguos griegos y a su sexismo patriarcal,
fue culpada de este fracaso. No obstante, Anaxándridas la amaba, o en todo caso
no quería perderla, y sólo cuando los éforos le ordenaron formalmente que lo
hiciera accedió por fin a tomar otra esposa. Curiosamente, esta segunda esposa
procedía de la familia del sabio Chilón y fue la madre del futuro Cleomenes. I,
que nació algo después de 560 a.C. De todos modos, Anaxándridas no abandonó del
todo a su primera esposa; de hecho, se negó a divorciarse de ella y por tanto
cometió bigamia al casarse con la madre de Cleomenes, «actuando de una manera
nada espartana», según Heródoto. En realidad, tan lejos estaba de abandonar a
su primera mujer que tuvo tres hijos varones con ella, lo que fue la causa de
la primera disputa documentada por la sucesión al trono espartano —aunque
seguramente no la primera real.
Cuando
murió Anaxándridas, en torno a 520, Cleomenes y su hermanastro más joven Dorieo
pugnaron por la sucesión al trono agíada. Heródoto, influido acaso por sus
fuentes, dice que la reivindicación de Dorieo se basaba en su andragathiê, su
coraje varonil, y entiendo que esto es una referencia a las cualidades que
había exhibido durante la Agoge y también como guerrero adulto joven, tal vez
en la campaña de 525 contra, entre otros, Polícrates de Samos. Los príncipes
espartanos coronados de cada casa real estaban, de forma excepcional, exentos
de la obligación —por lo demás, universal— de todos los espartanos de pasar por
la Agoge como condición para alcanzar la ciudadanía. Esta exención era
concedida quizás en parte por razones pragmáticas, en el caso de que un
príncipe coronado demostrara no estar a la altura de las exigencias físicas y
psicológicas de la Agoge, pero seguramente era por razones sobre todo
simbólicas, para subrayar lo extraordinarios que eran los reyes espartanos,
como «semilla que realmente eran del semidiós hijo de Zeus», Heracles. Como no
era heredero forzoso, Dorieo seguramente no estuvo exento de la Agoge y al
parecer aprovechó su oportunidad para destacar.
Esto
no es ni mucho menos lo único interesante sobre el joven Dorieo. También está
su nombre, que significa «dorio» y da prestigio. Naturalmente, todos los
espartanos eran dorios, entonces ¿por qué llamar así a uno de ellos? La
explicación quizá sea que la acción de poner nombre era programática. En
términos míticos, las familias reales dirigentes y otros aristócratas
espartanos afirmaban ser descendientes de los «aqueos» de Homero, y
concretamente los miembros de la familia real reivindicaban su pertenencia al
linaje de Menelao. Alrededor de 550, como hemos visto, hubo cierto alboroto
cuando se recuperaron en Tegea los supuestos huesos del «aqueo» Orestes, y de
forma simultánea los de su hijo Tisameno en la región del Peloponeso conocida
como Aquea. Esto puede muy bien ser considerado una política «aquea»,
pudiéndose entender como una réplica a la misma el hecho de poner el nombre de
Dorieo, decisión debida quizás a la familia de su madre, con la que se
pretendía recalcar que Dorieo pertenecería más al pueblo que a una élite
aristocrática exclusiva y altanera.
En
cualquier caso, ésta parece haber sido la línea adoptada por Dorieo cuando
reclamó el trono a la muerte de su padre Anaxándridas. Reclamación a la que
Cleomenes respondió diciendo que él era el primogénito del rey muerto y además
nació después de que Anaxándridas hubiera llegado a ser rey, como si gracias a
esto su nacimiento fuera más real y legitimador. No sorprende que los
espartanos optaran por su costumbre tradicional e instalaran a Cleomenes en el
trono, aunque no podían sospechar exactamente dónde se estaban metiendo.
Dorieo, considerando que Esparta no era lo bastante grande para él y Cleomenes,
aprovechó la primera oportunidad para irse de casa y buscar gloria y fama en el
extranjero, intentando sin éxito fundar una colonia en el norte de África o en
Sicilia —que habría sido sólo la segunda de Esparta, detrás de Taras.
Cleomenes
vuelve a aparecer en 519, si nos fiamos de la interpretación de los numerales
en un pasaje de Tucídides referente al arbitraje de aquél en una disputa entre
Atenas y Tebas. La disputa tenía que ver con el estatus de Platea, que era
beocia por geografía e identidad étnica y cuya lealtad, por tanto, era
reclamada por Tebas, la potencia beocia más importante de esa época y las
posteriores. Sin embargo, a Cleomenes le preocupaba el poder de Tebas, y
Esparta tenía entonces buenas relaciones con Atenas, que estaba gobernada por
el tirano Hipias, hijo del fundador de la tiranía, Pisístrato. Así que mató dos
pájaros de un tiro al aconsejar a Platea que se aliara con Atenas y
permaneciera fuera del redil político beocio, con lo que se granjeó las
simpatías de Atenas y aisló a Tebas durante bastante tiempo.
Más
o menos un par de años después, volvió a entrar en la agenda espartana la
cuestión samia, pues el dirigente samio Meandrio acudió a Esparta a solicitar
en persona ayuda para echar al tirano títere pro persa. No obstante, ni
siquiera los sobornos pudieron convencer a Cleomenes, que ordenó a Meandrio que
abandonara no sólo Esparta sino «el Peloponeso», una referencia clara a la
reivindicada hegemonía de Esparta como cabeza de una liga protopeloponesia.
Cleomenes demostraba ser el gran hombre de la política panhelénica, pero los
problemas los tenía más cerca de casa, y fueron éstos los que al final lo
destronaron y quizá lo desquiciaron.
Heródoto,
que en su apéndice sobre el reinado espartano del Libro VI realiza una notable
digresión sobre lo característico de las leyes y costumbres espartanas de un
modo más general, señaló que la enemistad entre los dos reyes de dos casas
reales diferentes formaba parte de la estructura tradicional de la vida
espartana. Esto quizás era verdad hasta cierto punto, aunque cabría citar la
relación entre Agesilao II y Agesípolis como ejemplo de lo contrario. De todos
modos, no hay duda de que la enemistad entre Cleomenes y su euripóntida co-rey
Demarato (que reinó c. 515-491) era profundamente personal amén de
institucional. Se llegó a un punto decisivo en torno a 506, como parte de los
esfuerzos de Cleomenes por controlar Atenas instalando un régimen títere y
librándose de la naciente democracia ateniense de una vez por todas. A partir
de entonces, ambos hombres buscaron motivos para remover la hostilidad mutua.
El
propio y prematuro nacimiento de Demarato no estuvo ni mucho menos libre de
controversia, y acaso se encontró con una resistencia a su sucesión, alrededor
de 515, similar a la afrontada antes por Cleomenes. No está claro hasta qué
punto se opuso a Cleomenes por razones de principios y políticas, o hasta qué
punto fue por enemistad personal y familiar. En todo caso, en primer lugar su
oposición fue muy efectiva. No sólo la expedición de Cleomenes contra Atenas de
c. 506 se saldó con un fracaso, gracias principalmente a Demarato, sino que los
posteriores esfuerzos de aquél por alcanzar sus objetivos por medios
diplomáticos también resultaron fallidos. Fue por su capacidad de resistencia y
su flexibilidad por lo que recuperó la posición de autoridad suprema en 499,
cuando otro dirigente griego oriental, Aristágoras de Mileto, llamó a su puerta
en busca de ayuda y socorro contra Persia. No obstante, nuevamente Cleomenes
decidió rechazar a su pretendiente, aunque esta vez al parecer se valió del
agudo ingenio de su hija Gorgo, de ocho o nueve años, para averiguar los puntos
débiles del caso de Aristágoras.
En
494, en Sepea (la Argólida), Cleomenes llevó a cabo un golpe de gracia contra
Argos en el que mató al menos a 6.000 ciudadanos guerreros argivos. Como Argos
iba a adoptar una actitud, o postura, de neutralidad hacia Persia en el
inminente conflicto, es tentador deducir que el trato de Cleomenes a Argos pudiera
estar relacionado de algún modo con la política hacia Persia, pero el primer
indicio seguro de que se había producido un cambio radical en su actitud no fue
evidente hasta 491-490. Para entonces Cleomenes, actuando en nombre de lo que
Heródoto, con indulgencia por una vez, denomina «el bien de toda Grecia», había
llegado a ser firme y resueltamente antipersa. De hecho, en el objetivo de
promover su política contra los persas no se puso ningún límite.
Según
se dice, sobornó a Delfos; amenazó a Esparta con una guerra procedente de
Arcadia; tomó rehenes de Egina, aliada de Esparta, que había dado a Persia las
pruebas de sumisión que ésta le había exigido; y derrocó a Demarato cuando éste
mostró signos de apoyar a Egina contra él, y lo sustituyó por un pariente
lejano y enemigo personal del que sabía que sería un seguidor suyo subalterno
incondicional. Al parecer, también se volvió loco. Empezó a golpear a sus
colaboradores delante de los transeúntes. Se convirtió en un estorbo tal que lo
metieron en el cepo bajo la vigilancia de un ilota aparentemente de fiar. Pero
Cleomenes no había perdido su capacidad de persuasión, y convenció al ilota de
que le diera su cuchillo, con el que se quitó la vida cortándose en pedazos
desde los pies a la cabeza, o al menos así se lo contaron a Heródoto sus
informantes.
«Mira
el final» —es decir, no juzgues nunca el éxito de la vida de un hombre hasta
que veas cómo muere— era un dicho griego adoptado con entusiasmo por Heródoto.
El final de Cleomenes fue realmente truculento, y Heródoto conocía no menos de
cuatro explicaciones del mismo. Su preferida era la más habitual en el conjunto
de Grecia, a saber, que Apolo lo castigó así por haber corrompido a su
sacerdotisa oracular de Delfos. No obstante, los atenienses y los argivos
tenían su propia versión predilecta de la hipótesis del castigo divino:
invocaban un sacrilegio cometido específicamente contra ellos y en su
territorio. De todos modos, la más interesante de las cuatro es, con mucho, la
explicación dada supuestamente por los propios espartanos.
Según
esta versión local, Cleomenes murió del modo que murió porque se había
convertido en un alcohólico enloquecido tras haber aprendido, de algunos
enviados escitas, a beber el vino puro. ¿Pero hasta qué punto es creíble este
escenario? La aciaga fecha del encuentro en cuestión sería en torno a 512, dado
que se precisan casi veinte años para que el demonio de la bebida tenga sus
funestos efectos. Si es auténtico, éste habría sido el único encuentro conocido
de Cleomenes con algún bárbaro, y los escitas, que venían de las costas
septentrionales del mar Negro, se contaban entre los más primitivos y brutales
al decir de un viajero tan avezado como Heródoto. Por tanto, hay un cierto
misterio en el modo en que los escitas consiguieron llegar a Esparta, pero
quizá vale la pena comentar que un siglo después hubo un espartano llamado
«Escitio», lo que seguramente da a entender contactos personales en algún
momento entre ambos pueblos.
Para
los griegos, el vino era una sustancia profundamente simbólica y de gran carga
cultural, y casi nunca se tomaba puro. La palabra moderna para vino, krasi,
deriva del griego antiguo krasis, que significa mezcla, pues en la época
antigua el vino se tomaba normalmente con agua, a veces en la proporción de hasta
veinte partes de agua por una de vino, y se servía del cuenco grande donde se
hacía la mezcla (kratêr) . En otros lugares de Grecia, en las fiestas formales
en que se bebía, denominadas symposia, se escogía a uno de los invitados para
que fuera el «rey» de la noche, uno de cuyos principales cometidos era decidir
sobre la fuerza de la mezcla y el número de kratêres que se servirían a los
presentes. Cuantos más kratêres y cuanta menos agua, más animada la fiesta.
No
obstante, los espartanos tenían fama de abstemios y bebedores mesurados. No
celebraban symposia privados como los demás griegos, pero incorporaron la
ingesta de vino, con estricta moderación, en sus obligatorias comidas nocturnas
comunitarias. Es de destacar que, en Esparta, el dios griego del vino,
Dionisos, no era el destinatario de ningún culto ni festividad importante,
quizá porque las uvas que servían para fabricar su jugo divino no eran producto
del trabajo libre sino del trabajo de ilotas. De hecho, en Esparta los ilotas
eran las únicas personas a las que se permitía —mejor dicho, se obligaba— a
emborracharse hasta alcanzar un estado vergonzoso y repugnante, que los
espartanos adultos utilizaban como demostración deliberada a los más jóvenes de
cómo no debía comportarse un espartano.
Así,
al tomar Cleomenes regularmente vino puro, si así lo hizo, desde luego habría
estado actuando de un modo inaceptablemente antinómico —no mejor que un ilota o
que la mayoría de los bárbaros o individuos incivilizados—. Esto por sí solo,
¿habría bastado para explicar su suicidio, o la forma en que se produjo? Lo
dudo. De ahí extraemos una de las razones de por qué vale la pena al menos
considerar una quinta explicación posible, más siniestra incluso, de su muerte:
que Cleomenes fue asesinado por orden del hombre que le sucedió en el trono
agíada, Leónidas, su joven hermanastro. La historia sobre su costumbre de beber
vino puro pudo ser simple propaganda, una cortina de humo para ocultar el
asesinato de un rey, cuya persona era sacrosanta, y la complicidad de otro rey
en dicha muerte. La verdad es que esto parece material para una novela
policíaca, pero yo no sería el primero en verme tentado a emplear este género
literario al meditar sobre la historia de Esparta, tan salpicada de sangre.
El
llamamiento de Clístenes al pueblo de Atenas fue algo que indudablemente los
espartanos no recibieron de buen grado y no iban a tolerar. En parte para
respaldar a un destacado político proespartano llamado Iságoras, Cleomenes
volvió a intervenir militarmente, tal vez con la idea de instalarlo en el poder
como tirano títere. Al mismo tiempo, volvió a mandar al exilio a Clístenes
junto con miembros de unas 700 familias atenienses, pero esto resultó ser una
intervención que fue demasiado lejos. Los atenienses medianamente ricos y los
pobres se unieron para expulsar a Iságoras e insistieron en conservar la
democracia por la que habían votado. Cleomenes se vio forzado a reconsiderar
sus opciones. Su siguiente plan, puesto en marcha en 506, era invadir el
territorio de Atenas en Ática con un ejército enteramente peloponesio aún
mayor, comandado no sólo por él mismo sino también por su co-rey Demarato. No
obstante, llevado por el entusiasmo, no fue capaz de respetar las sutilezas
diplomáticas y trató a los aliados como si fueran súbditos suyos, sirvientes
incluso. La oposición a su prepotencia fue encabezada por los corintios,
ayudados decisivamente por Demarato. Aunque el ejército aliado cruzó el istmo
de Corinto e invadió el territorio de Atenas, cuando llegó a Eleusis se
disolvió y jamás logró establecer contacto con las fuerzas de Eubea y Beocia
tal como estaba planeado. Pasarían más de setenta años antes de que Atenas
sufriera otra invasión espartana.
REY
DEMARATO
(reinado c. 515-491)
(reinado c. 515-491)
Demarato
de Esparta, como Temístocles y Alcibíades de Atenas, ha pasado a la historia, o
en todo caso a la historiografía, envuelto en ambivalencia. Estos tres quizá
fueron patriotas, pero ¿para quién? Formalmente, en un momento dado todos
fueron traidores en su respectiva tierra natal. Alcibíades se pasó primero a
Esparta y luego a Persia —en todo caso, mantuvo conversaciones con un sátrapa
persa al que dio sabios consejos, en detrimento de los intereses de su propio
Estado—. La traición de Temístocles fue más descarada. Tras planear y organizar
la victoria naval griega contra los persas en Salamina, en 480, que a su vez
allanó el terreno para las posteriores victorias decisivas en Platea y — en el
mar— en Mícala en 479, al parecer llegó a la conclusión de que el principal
rival y enemigo de Atenas era Esparta, no Persia. Y de algún modo acertó. Esta
evidente falta de ardor antipersa le costó influencia pública, pues Atenas creó
y desarrolló con éxito una alianza naval en contra de los persas, y hacia 470
Temístocles fue condenado oficialmente al exilio durante diez años en virtud
del procedimiento conocido como ostracismo. Ahora agravaba sus errores, o
pecados, pasándose al bando persa, volviéndose un pensionado del gran rey persa
y muriendo en el territorio del Imperio persa —en Magnesia (patria chica del
escultor Baticles).
Demarato
también fue rechazado por su propio Estado, aunque desde luego no de manera
democrática, pues Esparta no era ni sería nunca una democracia como la de
Atenas. Y también, como Temístocles, se vio enredado en un intenso conflicto
greco— persa, en torno a la fecha de la batalla de Maratón. A diferencia de
Temístocles, sin embargo, no se vio obligado a abandonar Esparta sino que más
bien se marchó al exilio voluntario. En cierto sentido, esto hace que su
decisión de «medizar», pasarse al bando persa y convertirse en un valioso
miembro del entorno del gran rey persa Jerjes, sea más abyectamente traidora. Y
no obstante, Heródoto, curiosamente, pese a su firme compromiso con la causa
griega, resta importancia a cualquier crítica a Demarato. Ello se debe a
razones diversas, que son principalmente el reflejo invertido de las razones
por las cuales, como hemos visto antes, su relato es a fin de cuentas hostil al
co-rey Cleomenes L De todos modos, todavía nos preguntamos cómo puede Heródoto
excusar, por así decirlo, a un traidor a la causa griega como Demarato mientras
Temístocles.
A mi entender, dos razones explican esa
preferencia. se muestra tan duro conPrimero, Heródoto muy probablemente contaba
entre sus informantes influyentes a los descendientes directos de Demarato que
vivían en el área de Tróade (noroeste de Anatolia, en torno al estrecho del
Helesponto, o Dardanelos). Aún vivían allí en la época de Jenofonte; dos de
ellos tenían sonoros nombres de reyes espartanos, Eurístenes y Procles (¡los
originales eran los presuntos fundadores gemelos de las dos casas reales
espartanas!). Segundo, junto a —y a veces además de— la devoción de Heródoto
por la causa griega contra Persia había una segunda estrategia política, una
agenda panhelenista, cuyo punto principal era reconciliar Esparta y Atenas en
la propia época de Heródoto, o al menos hacerles ver que se necesitaban una a
otra más de lo que creían, y que se debían una a otra más de lo que siempre
querían que se les recordara. Así que Heródoto utilizó a Demarato como un
personaje de su guión panhelenista, haciéndole señalar, de manera conmovedora
al gran rey Jerjes, lo mucho que los espartanos contribuirían a la victoria de
los griegos y hasta qué punto eran modelos de la civilización y la cultura
griegas —acostumbradamente buenas.
Volvamos
del marco grande al pequeño, de Grecia versus Persia a la vida de Demarato.
Para averiguar algo sobre su polémico nacimiento, hemos de empezar en 491 o
490, el año en que fue depuesto del trono euripóntida, por razones de
ilegitimidad, tras un oráculo délfico confirmatorio para tal fin, que había
sido obtenido —al parecer mediante soborno— por su hostil co-rey Cleomenes I.
Por si fuera poco, su sucesor, Leotíquidas, le preguntó mediante un sirviente cómo
se sentía siendo un simple funcionario (en aquel momento estaba ayudando a
organizar la Gimnopedia) tras haber sido rey.
Probablemente
esto produjo el efecto deseado de convencer a Demarato de que se exiliara, pero
antes de abandonar Esparta para siempre se dice que intentó tener una
entrevista con su madre. En un extraordinario pasaje del Libro VI de las
Historias de Heródoto, Demarato aparece preguntándole a ella sobre su
concepción y su nacimiento.
La
fuente primordial de las tribulaciones de Demarato era el hecho de que
inicialmente su padre, Aristón, lo había repudiado por haber nacido sólo siete
meses después de que se hubiera casado y se hubiera acostado por primera vez
con su madre, por lo que no podía ser legítimo. La madre en cuestión es la misma
mujer hermosa que había sido poco agraciada de niña, pero fue embellecida al
parecer por la propia Helena y luego arrebatada a su mejor amigo por el rey
Aristón (véase la biografía de Helena, capítulo I, pp. 42-52). El nombre de la
madre nunca se divulgó; éste es un rasgo bastante común en los relatos de los
asuntos de mujeres en la Grecia antigua, pues se consideraba una señal de
respeto no decir el nombre de una mujer decente en presencia de hombres no
emparentados, aunque lógicamente las mujeres de las familias reales eran
excepciones a esa regla y las mujeres espartanas en general eran a menudo
consideradas blanco legítimo por fuentes no espartanas hostiles.
No
obstante, Heródoto dista mucho de mostrarse hostil hacia la madre de Demarato y
la presenta de manera afectuosa y positiva escribiendo para ella una larga
entrevista con Demarato. Obligada a jurar que le dice la verdad y sosteniendo
una parte de las entrañas de una víctima expiatoria para recordarse a sí misma
que está bajo juramento, revela a Demarato el secreto de su génesis. Fue
concebido, le cuenta a su hijo, la tercera (número propicio) noche después de
que Aristón se la llevara a su casa como novia, pero no estaba absolutamente
segura de que Aristón fuera el padre, pues aquella noche también fue visitada
por un fantasma que más adelante resultó ser el héroe local Astrábaco (que
tenía una capilla justo junto a la puerta del patio de la casa). De modo que
Demarato era hijo de Aristón... o de Astrábaco.
Esto
quizá no fue una noticia del todo tranquilizadora para Demarato. Por otra
parte, su madre fue capaz de aclarar el misterio de su nacimiento a los siete
meses, por el que el incrédulo Aristón se había ofendido tanto. Los hombres,
decía la madre, no saben nada de estos asuntos, no todos los bebés están en el
útero el período completo de diez meses (los griegos contaban de manera
inclusiva; nosotros diríamos nueve). Sin embargo, lo que ella no dice es lo
extraño que sería que un bebé prematuro sobreviviera; ni siquiera nacer en el
momento debido era una garantía de supervivencia para un niño de la Grecia
antigua. Tampoco señala que, curiosamente, se permitió la crianza de Demarato,
por mucho que Aristón hubiera jurado que el niño no era suyo. Es de suponer que
las autoridades espartanas —los éforos, quizás, o la Gerusía— tenían algo que
decir al respecto, pues sabemos que intervinieron en el caso casi contemporáneo
de la incapacidad temporal del rey agíada Anaxándridas para engendrar un varón
y heredero (véase la biografía de Cleomenes I, más atrás, pp. 78—85). El nombre
que recibió Demarato significa literalmente «querido por el pueblo» (damos):
tal vez su madre intentó así granjearle el cariño de su padre.
Habida
cuenta de que a Demarato se le permitió vivir y que, por lo que sabemos,
Aristón no engendró ningún otro hijo, probablemente tuvo excusa, como aparente
heredero del trono euripóntida, para no pasar por la Agoge, como su homólogo
agíada Cleomenes. Lo siguiente que sabemos de él es el momento en que llegó a
la edad de casarse, lo que seguramente ocurrió a mediados de la veintena.
Actuando como un verdadero hijo de su taimado padre, que había robado la novia
a un amigo, Demarato robó la suya a un primo lejano. La dama en cuestión se
llamaba Pércalo y era la hija de Chilón, por lo que aquí había en juego
bastante influencia y prestigio políticos, además de la rivalidad puramente
personal. Según informa Heródoto, Demarato:
Mediante un golpe audaz se anticipó a su rival
y se casó con ella llevándosela por la fuerza.3En todos los
casamientos espartanos, la violación simbólica o simulada formaba parte de la
costumbre, pero Demarato parece que se apartó de la norma al llevarla a cabo
literalmente. El novio rival era Leotíquidas, a quien Cleomenes colocó
hábilmente en el lugar de Demarato tras haber hecho que depusieran a éste.
Después,
Demarato emerge en el relato herodoteano como co-rey de Cleomenes, o más bien
anti—rey, en la contienda con Atenas. Como hemos visto, fue Demarato quien al
ponerse del lado de los corintios, cuando éstos se opusieron a la misión contra
Atenas, o al menos al estilo de la misma —en torno a 506—, aseguró su
catastrófico fracaso. A partir de entonces, Cleomenes y Demarato fueron
enemigos mortales tanto en el aspecto político como en el personal, aunque por
lo visto fue Cleomenes quien salió sistemáticamente airoso del enfrentamiento.
En cualquier caso, siempre es él, no Demarato, quien aparece en los momentos de
decisiones importantes. Por tanto, podemos muy bien imaginar a Demarato
empeñado en la venganza. En 494, pensaría que por fin había llegado el momento.
Cleomenes
había alcanzado una gran victoria contra Argos, pero el modo de lograrla fue
cuando menos discutible, pues a primera vista había conllevado dos sacrilegios
(véase más atrás), y los espartanos en su conjunto eran un pueblo
intransigentemente piadoso. No obstante, por lo visto la reputación religiosa
de Cleomenes seguía del todo intacta, pues no fue por impiedad por lo que fue
juzgado a instancias de sus enemigos, sino por no haber tomado la ciudad de
Argos (aunque mató a unos 6.000 hoplitas argivos, provocó una enorme crisis
social interna y anuló el importante poder militar del Estado durante una
generación). Entre esos enemigos, el principal agitador seguramente era
Demarato. De todos modos, Cleomenes se defendió enérgicamente, aprovechando con
habilidad las ideas espartanas de piedad y respeto por los augurios al decir
que, cuando entró en el santuario de Hera, en las afueras de Argos, brotó de
pronto una llama del pecho de la famosa estatua de la diosa, lo que significaba
que él ya había hecho todo lo que los dioses deseaban; si la llama hubiera
surgido de la cabeza, afirmaba, habría significado que estaba destinado también
a tomar totalmente la ciudad.
3 Heródoto, VIII, 65.Por lo que se
refiere a los detalles del juicio, Heródoto menciona sólo a los éforos, pero
nunca tuvo especial interés en las sutilezas constitucionales. Así pues,
probablemente Cleomenes fue acusado por sus enemigos, que presentaron cargos
ante el consejo de cinco éforos, los cuales decidieron que era un caso en el
que la parte demandada tenía derecho a defenderse. De nuevo Heródoto da la
impresión de que fueron todos los espartanos los que de algún modo lo juzgaron.
Sin embargo, si nos guiamos por pruebas posteriores en otros juicios a reyes
espartanos, el tribunal supremo de extinción de los derechos civiles del
individuo habría estado compuesto sólo de la Gerusía, de la cual Demarato era
miembro ex officio, y los éforos. Éstos fueron los espartanos que, por mayoría,
consideraron que la defensa hecha por Cleomenes de su fracaso en la toma de
Argos, era «creíble y razonable».
Tres
o cuatro años después, Demarato pensó que tenía otra oportunidad de derrotar a
su rival. Cleomenes se hallaba en la Grecia central, al otro lado del istmo de
Corinto, intentando asegurar un frente unido de resistencia «medizante»
isla—estado costera de Egina. Así, en contra Persia entre Atenas y la ausencia
de su rival, Demarato
empezó,
tal como lo expresa suavemente Heródoto, «a hablar en contra de Cleomenes»,
probablemente afirmando que éste estaba moviendo hilos en el bando de Atenas,
un enemigo, en contra de Egina, un aliado de Esparta. Fue esto lo que desembocó
directamente en el destronamiento de Demarato al regreso de Cleomenes de Egina
tras haber llevado a cabo su controvertida misión.
Después
de haber sido ofendido intolerablemente por Leotíquidas, Demarato salió «para
Persia», tal como dice Heródoto de forma elíptica. En su viaje quizá pasó por
Lampsacus, como había hecho su colega desertor Hipias, ex tirano de Atenas, que
casó a su hija Arquédice con el hijo del gobernante tirano pro persa de esa
ciudad helespóntica. A juzgar por la ubicación de sus descendientes, fue en el
área de Tróade donde el gran rey Darío I concedió a Demarato sus fincas,
concesión probablemente confirmada por su hijo y sucesor Jerjes. Pues lo
siguiente que sabemos de Demarato es que estaba en el séquito íntimo de Jerjes
durante la desafortunada expedición de éste contra la Grecia continental. Según
Heródoto, por tanto, Demarato funcionaba como «consejero sensato», lo que quizá
era en la vida real. Por ejemplo, señala a su jefe supremo que los espartanos
temen a la Ley más de lo que los súbditos de Jerjes temen a éste. En 480, en
las Termópilas, es él quien explica a Jerjes por qué los espartanos prestan una
atención especial a su peinado inmediatamente antes de una batalla.
En Heródoto, las últimas palabras de Demarato
son éstas:
Los dioses cuidarán del ejército del rey.4Cabe
suponer que fueron pronunciadas justo antes de la batalla de Salamina, a
finales de 480. Con su ambigüedad délfica, de modo que retrospectivamente su
significado podría ser que el ejército de Jerjes sufriría una derrota, y su
devoción explícita, transmiten al lector la impresión más favorable posible de
un hombre que, oficialmente, era un traidor a la causa de su país (Esparta,
Grecia). Sin duda, ésta era precisamente la intención de Heródoto, pero
nosotros, también sin duda, debemos posponer el juicio moral a Demarato y
preguntar más bien si ayudó o perjudicó a la causa griega durante las guerras
persas, y si antes de esto sus decisiones políticas habían sido más
beneficiosas para Esparta que las de Cleomenes a corto y medio plazo. A mí la
respuesta me parece clara.
Las
consecuencias inmediatas para las relaciones de Esparta con sus aliados del
Peloponeso y para el modo en que Esparta controlaba la máxima jefatura de los
ejércitos en el extranjero fueron graves y amplias. Los espartanos aprobaron
una ley que prohibía a los dos reyes volver a estar al mando del mismo ejército
fuera de Laconia y Mesenia. Cuando a continuación los espartanos quisieron el
apoyo de sus aliados para una nueva campaña contra Atenas en, seguramente, 504,
tuvieron que pasar por un procedimiento formal de consulta y votación, para lo
cual se convocó en Esparta una reunión de lo que denominamos congreso de la
Liga del Peloponeso. Aquí, los delegados aliados tenían derecho a hablar, igual
que los espartanos, y tras los discursos se votó, cada aliado un voto con
independencia del tamaño o la importancia geopolítica. El primer congreso del
que hay constancia tuvo como resultado una derrota de los espartanos. Su
propuesta para reintegrar a Hipias como tirano de Atenas fue rechazada por la
mayoría de los aliados, encabezados por Corinto, que —al menos en la versión
del discurso de su delegado escrita por Heródoto— reprendió a los espartanos
por renegar de su hasta ahora (aparente) oposición por principio a los tiranos
y las tiranías.
Sin
embargo, aunque un congreso de la Liga del Peloponeso podía rechazar de este
modo una propuesta espartana, no siempre podía obligar a los espartanos a
adoptar una política o emprender una acción con la que no estuvieran de
acuerdo. Pues sólo los espartanos podían convocar un congreso, y esto pasaba
sólo después de que ellos, reunidos en asamblea, hubieran decidido qué querían
hacer, al margen de los deseos de los aliados. Al fin y al cabo, los aliados
habían jurado seguir a los espartanos a cualquier lugar adonde éstos los
llevaran, y no al revés. Esta nueva restricción sobre el hasta ahora ilimitado
poder de los espartanos para utilizar a los aliados como se les antojara fue en
realidad una fuente de fuerza más que de debilidad. Daba a los aliados la
sensación de que sus deseos podrían contar algo, y de que la organización se
basaba en cierto grado de reciprocidad. Un cuarto de siglo después, en 480, fue
la Liga Peloponesia de los espartanos la que constituiría la indispensable
columna vertebral de la resistencia legitimista de los griegos a la invasión
persa.
Antes
de ocuparnos de esta resistencia, en el próximo capítulo, hemos de examinar
primero el desarrollo social, económico y cultural de Esparta durante el
período comprendido entre 600 y 500 a.C., aproximadamente. Queremos analizar en
concreto los datos literarios y arqueológicos sobre cualquier señal de la
célebre austeridad espartana, que llegó a ser un destacado indicador cultural
en la época en que Jenofonte vivió en Esparta y escribió su relato de las
costumbres y tradiciones espartanas, en la primera mitad del siglo IV a.C.
4 Heródoto, VI, 65.Tirteo, el
escritor de elegías, creó una poesía apropiadamente política y marcial, tan
específica que se conservó y se cantó a menudo, durante siglos, tanto en las
mesas de Esparta como en torno a las hogueras en campaña. La poesía de Alcmán,
que destacó alrededor de 600 a.C., supone un contraste absoluto. De hecho, fue
tan marcado que muchos comentaristas antiguos no podían creer que Alcmán fuera
realmente espartano por nacimiento y crianza —como seguramente era— y en cambio
afirmaban, sólo basándose en algunas referencias de sus poemas, que era
originario de Sardes, Lidia. En realidad, estas referencias son un testimonio
valiosísimo no del origen extranjero de Alcmán, sino más bien de la
receptividad de los espartanos ante los artefactos y las influencias
exteriores. Naturalmente, tenían que importar cobre y estaño para fabricar
objetos de bronce de uso común, pero evidentemente no estaban obligados a
importar materiales preciosos y suntuarios como el oro o el marfil. No obstante,
éstos también se transformaban en objetos espléndidos que tanto los hombres
como las mujeres ofrecían piadosamente a los dioses, sobre todo a Ortia. En el
propio territorio abundaban el plomo, la arcilla figulina y el hierro. La fama
de los últimos espartanos de ser utilitaristas rigurosos y de desdeñar la
estética no concuerda con las pruebas arqueológicas de períodos anteriores.
Desde mediados del siglo VII se fabricaron montones de estatuillas de plomo que
no satisfacían más necesidades que las estrictamente funcionales. Una cantidad
sustancial de cerámica fina, pintada, no sólo se usó en actividades rutinarias
o se ofreció a los dioses en Esparta, sino que, desde finales del siglo VII en
adelante, llegó a lugares tan lejanos como el sur de Italia, Etruria, el sur de
Francia, incluso España al oeste, a Samos hacia el este, y al norte hasta la
región del mar Negro.
En
el siglo VI, otros dos tipos de artefactos espartanos llegaron a ser
especialmente característicos y admirables. Primero, un gran número de máscaras
de arcilla, de diversas clases, algunas pintadas, fueron ofrendadas en el
santuario de Ortia, algo que seguramente estaba relacionado con las danzas
rituales que allí se celebraban, pero que también delataba la influencia
artística de los fenicios de Cartago, en el norte de África. Segundo, hubo una
impresionante serie de figurillas de bronce, entre las cuales merecen especial
atención las que representan a hoplitas adultos en diversos grados de
indumentaria y equipamiento marcial. También éstas, como la cerámica pintada,
alcanzaron una notable difusión, tanto en Laconia y Mesenia como en zonas tan
meridionales como Adén. Incluso se ha sugerido con cierta verosimilitud que
estaban fabricadas para su distribución fuera de Esparta, como una forma de
propaganda piadosa, pues la mayoría, tarde o temprano, acabó en un santuario
religioso.
Por
supuesto es verdad que todos o la mayor parte de estos objetos fueron
fabricados por artesanos periecos, con o sin ayuda de ilotas, y no por
ciudadanos espartanos, y que fueron exportados tanto por periecos como por
comerciantes y mercaderes extranjeros. Sin embargo, a menudo eran encargados
por espartanos, mujeres y hombres, en calidad tanto de individuos como de
miembros de la comunidad. Al principio de este capítulo mencioné la vasija de
bronce dedicada por Eumnasto en Samos. Podríamos citar igualmente el trono de
Apolo en Amiclas, diseñado y construido por Baticles, o la posterior escultura
en mármol de Leónidas, en la década de 480, e incluso el «pórtico persa» de la
década de 470 (véase el siguiente capítulo). En otras palabras, en 500 es aún
muy pronto para hablar de Esparta como el desierto cultural o el páramo
representado en el espejismo o el mito.
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