lunes, 18 de diciembre de 2017

Cartledge Paul Los Espartanos: Parte II Esparta en el 500 A.C

En el capítulo anterior hemos intentado situar el escenario y el contexto en los cuales se desarrollarán los episodios y procesos cruciales del período 480-360 a.C. El escenario y el contexto pueden resumirse como la «Esparta litúrgica», la Esparta supuestamente creada ex nihilo por la hechicería legislativa de un tal Licurgo algún tiempo antes del siglo VI. De hecho, cualquier Licurgo real habría estado implicado en la conservación o la reforma de tradiciones, así como en la innovación desde cero: éste será el principal mensaje de este capítulo. Aquí ampliaremos nuestros horizontes desde el sur del Peloponeso hasta el conjunto del universo griego. Analizaremos las relaciones entre los mundos de Esparta y la Hélade en general, y especialmente en relación con la diplomacia y la expansión militar espartana. En torno a 500, Esparta creó una alianza militar multiestatal que conocemos como Liga del Peloponeso; esto fue propiciado en parte por sus, a la sazón, hostiles relaciones con Atenas, que había escapado de las mandíbulas ciertamente benignas de una tiranía o dictadura patriarcal para inventar, en 508—507, el primer sistema democrático de autogobierno del mundo. En relación con ambos hechos, tuvieron lugar los contactos iniciales con el Imperio persa, que había sido fundado por Ciro el Grande a mediados del siglo VI y que a principios del v amenazaba con tragarse el mundo griego egeo.
De hecho, Heródoto comienza la parte narrativa de sus Historias con la indagación del fabulosamente rico rey Creso de Lidia sobre cuál era el Estado más poderoso de la Grecia continental. Creso sabía mucho sobre los griegos, pues algunos de ellos, en la costa de Asia Menor, eran súbditos suyos, y él no era ni mucho menos hostil a la cultura griega, sino que más bien temía el ascenso del poderoso Imperio persa bajo el rey Ciro II el Grande, que había empezado su andadura aproximadamente en 560 y a principios de la década de 540 estaba amenazando la independencia del propio reino de Creso. Tras llegar a la conclusión de que Esparta y Atenas eran entonces los dos Estados griegos más fuertes, y de que Delfos era el oráculo más importante del mundo griego, actuó con arreglo al supuesto consejo de Delfos: si cruzaba el Halis, destruiría un gran imperio. Por desgracia, el reino que destruyó al cruzar el río fue el suyo; de modo que, tras ocupar Lidia, Ciro envió a su general medo Harpago a someter o absorber pacíficamente en su imperio a los griegos de Asia.
Por lo común, los griegos confundían a los persas con sus parientes lejanos los medos. Por ejemplo, el epitafio del dramaturgo trágico Esquilo, al referirse a sus hazañas en la batalla de Maratón en 490, habla del «medo de pelo largo» como alguien consciente de esas asombrosas proezas. En realidad, los medos y los persas eran pueblos bastante distintos, con costumbres muy diferentes, y el Imperio persa aqueménida de Ciro basa su origen en que cambió radicalmente las relaciones políticas tradicionales entre ambos. A partir de entonces, los persas del sur de Irán tendrían una función dirigente y los medos del norte de Irán desempeñarían un papel secundario. En otro tiempo, tras su victoria sobre los babilonios en Nínive en 612, los medos habían sido una potencia imperial. Uno de los legados del sistema imperial de Ciro fue la palabra que los griegos transcribían como «sátrapa», que significaba virrey o gobernador imperial. Una de las veinte o más satrapías del Imperio persa se formó a partir de lo que había sido el reino de Creso en Lidia, siendo Sardes su capital. Otra se creó en la región griega de Jonia, más al oeste, que incluía ciudades importantes como Éfeso o Mileto. Pero no es que los persas se aprovecharan de los medos. Como hemos visto, el comandante máximo de una misión podía ser un medo como Harpago, a quien durante la campaña de Maratón de 490 sucedería el medo Datis, nombrado por el yerno de Ciro, el rey Darío I.
Hecateo, el inmediato predecesor intelectual de Heródoto, era de la jónica Mileto. Heródoto era originario de la ciudad dórica de Halicarnaso, más al sur. Hecateo estaba en contacto con las últimas tendencias de pensamiento «científico» puestas en marcha por Tales, también de Mileto, en los primeros años del siglo VI. Tales quizá se refirió a sus estudios sobre la naturaleza del cosmos como historia con el significado de «investigación»; casi seguro que Hecateo utilizó esta palabra con respecto a sus propias investigaciones, pero lo que él estudiaba no era el cosmos no humano sino el mundo del hombre. Tuvo sus frustraciones. «Los relatos que cuentan los griegos —despotricaba— son muchos [es decir, contradictorios] y ridículos.» Heródoto, que inevitablemente siguió los pasos de Hecateo en cierta medida, a veces literalmente y a menudo sin una mención directa, habría estado de acuerdo, pero adoptó una actitud aparentemente más liberal:
 Mi tarea consiste en narrar las historias que se cuentan; no tengo por qué creerlas forzosamente.1Los relatos que le interesaban más, y probablemente también a quienes le leían y escuchaban en el siglo V, tenían que ver con los orígenes del gran conflicto entre Occidente y Oriente, entre los griegos y los bárbaros, o lo que nosotros denominamos las guerras greco—persas de principios del siglo V. Así es como describe su autoproclamada tarea en el prefacio de sus Historias:
Ésta es la exposición de la investigación [historiê] de Heródoto de Halicarnaso, llevada a cabo para que los logros humanos no se olviden con el tiempo, y para que las grandes y maravillosas hazañas tanto de los griegos como de los bárbaros no griegos tengan su merecida gloria; y, sobre todo, para explicar la causa por la que acabaron combatiendo entre sí.2
Para explicar «por qué los griegos y los bárbaros no griegos... acabaron combatiendo entre sí», empezó su historia, como hemos visto, alrededor de 550 a.C., aproximadamente setenta años antes de su nacimiento. Seguramente pudo hablar con pocas personas, si acaso alguna, que hubieran experimentado realmente y pudieran recordar sucesos tan antiguos, pero los hijos y sobre todo los nietos de esos hombres sí habrían podido contarle historias —todas, por supuesto, a su manera y con su propio enfoque—. Es tal el estado de nuestras pruebas en general y la calidad de las Historias de Heródoto en particular, que hemos de utilizar —y podemos hacerlo con cierta seguridad—a Heródoto como guía de los principales acontecimientos cronológicos, geográficos y políticos en el este del Mediterráneo y en Oriente Próximo y Oriente Medio entre 550 y 479 aproximadamente. Todo lo posterior a 479 él lo llamaba «después de las guerras medas», es decir, después de las guerras persas, y ésta no era su especialidad. Dejó que otros, entre ellos su gran sucesor Tucídides, retomaran el hilo en 478.
 1 Heródoto, VII, 152. 2 Heródoto, I, prefacio.Heródoto hace constar que los espartanos mostraron muy pronto interés en el avance de Ciro hacia la costa egea. Al parecer, mandaron una embajada a Ciro para comunicarle de manera pomposa que dejara en paz a sus hermanos griegos orientales. La presunta respuesta de Ciro fue un desaire escalofriante: «¿Quiénes son estos espartanos?». Durante dos generaciones, sus sucesores tendrían sobradas razones para saber quiénes eran de primera mano, sobre todo en los campos de batalla de las Termópilas y Platea. No menos interesante que la evidente ignorancia de Ciro es el aparente conocimiento e interés de los espartanos en el ascenso de Persia. Ésta no es —todavía— la postura aislacionista, de avestruz, de Esparta que aparece muy a menudo en las páginas de Heródoto y ha llegado a ser una parte esencial del mito, la leyenda o el espejismo espartano: la Esparta que llegó al extremo de llevar a cabo expulsiones rituales de extranjeros, griegos y no griegos, y de rechazar, a diferencia de otros griegos, la distinción verbal entre «bárbaros» no griegos y «forasteros» griegos (xenoi). Por suerte, la arqueología confirma este aperturismo de Esparta en la segunda mitad del siglo VI. Fue la época en que, por ejemplo, como vimos en el capítulo anterior, Baticles de Magnesia, en el Meandro de Asia Menor, recibió el encargo de construir un «trono» para Apolo en Amiclas.
En 500 a.C., la Hélade, como llegó a conocerse el área de asentamientos griegos, se extendía desde el estrecho de Gibraltar en el oeste hasta la parte más oriental del mar Negro. Esto fue producto de lo que los historiadores modernos denominan, para abreviar, el movimiento de colonización, o período de colonización, aunque es importante recordar que Siracusa, por ejemplo, fundada por Corinto en 733, o Taras (Tarento), fundada por Esparta más o menos en 706, no eran colonias en el sentido actual de la palabra, sino poblaciones totalmente nuevas e independientes desde el inicio. Una explicación de que Taras fuera la única colonia espartana era que Esparta podía resolver el problema del ansia de tierra que había detrás de buena parte del movimiento de colonización en su conjunto expandiéndose hacia Laconia y Mesenia. En cierto modo, de hecho, el Estado espartano de Lacedemonia no era sólo un Estado conquistador sino más exactamente un Estado colonial. No obstante, aproximadamente un siglo y medio después de la fundación de Taras, se apoderó de los espartanos una avidez de tierra, o acaso deberíamos decir más bien una renovada ambición imperial.
Tras expandirse primero hacia el sur y el oeste, en torno al segundo cuarto del siglo VI los espartanos decidieron extender su territorio hacia el norte, lo que significaba la región interior de la Arcadia, en el Peloponeso central. En la actualidad, la imagen de Arcadia ha llegado a ser la de un paisaje bucólico, idílico, de aspecto seductor y delicado, pero la verdadera Arcadia antigua era una zona montañosa dura y agreste. Estaba lo bastante alejada para que sobreviviera un dialecto que es el descendiente histórico más directo del dialecto predominante en las tablillas en Lineal B de la micénica Edad Tardía del Bronce, y era lo bastante pobre para ser una fuente regular de ávidos arcadios en busca de trabajo como mercenarios en el extranjero desde, al menos, principios del siglo V. Naturalmente, los espartanos fueron perfectamente capaces de fabricar una autorización divina para su incursión en Arcadia, en forma de oráculo délfico ideado para adelantarse a la acusación de que se trataba de una simple y pura agresión. No obstante, el respaldo de Apolo tardó un tiempo considerable en convertirse en un éxito, y al final los espartanos tuvieron que conformarse con bastante menos que una repetición de su conquista de Mesenia.
En una ocasión bien conocida, gracias a Heródoto nos enteramos de que los espartanos marchaban llevando varas de medir para dividir la tierra que pensaban adquirir pronto, así como cadenas para encadenar a sus nuevos ilotas arcadios que trabajarían la tierra para ellos, pero fueron derrotados y acabaron como prisioneros de guerra cargados con sus propias cadenas. La batalla acabó siendo conocida como la batalla de los Grilletes, y un siglo después, en el templo de Atenea Alea, en Tegea, a Heródoto le enseñaron lo que, según se afirmaba, eran las cadenas verdaderas. Transcurridos 600 años, era tal la fuerza de la tradición que al viajero griego de inspiración religiosa Pausanias por lo visto le mostraron las mismas cadenas. Si a los espartanos no les había servido la fuerza, había que utilizar en su lugar la propaganda y la diplomacia engañosas.
Para empezar, los espartanos descubrieron y recuperaron en Tegea los huesos de «Orestes». Orestes era espartano por parte de madre, hijo de Agamenón y de Clitemnestra, y sobrino del espartano rey Menelao. La clave de la afirmación de que esos huesos eran suyos estaba en demostrar la reivindicación «hereditaria» de Esparta sobre Tegea. (En cuanto al hecho científico tal cual, los prodigiosamente grandes huesos descubiertos probablemente eran los de un dinosaurio prehistórico.) Fueron «devueltos» con toda solemnidad a Esparta para ser enterrados de nuevo, y allí fueron objeto de otro culto heroico. Al mismo tiempo, seguramente los supuestos huesos de Tisameno, hijo de Orestes, fueron también «devueltos» a Esparta desde la región de Aquea, en el extremo norte del Peloponeso. El sentido de este gesto era poner de relieve la legitimidad de los espartanos para gobernar todo el Peloponeso por derecho hereditario. En otras palabras, la recuperación y el nuevo entierro de los huesos de Orestes y Tisameno, traídos desde Tegea y Aquea, respectivamente, eran el rostro mítico, propagandístico, de la campaña diplomática realista y prosaicamente pragmática que los espartanos estaban haciendo simultáneamente, y que estaba concebida para poner todo el Peloponeso bajo su dominio diplomático-político-militar.
De hecho, este objetivo prácticamente se alcanzó mediante la creación de lo que los eruditos modernos denominan la Liga del Peloponeso. En realidad, como el Sacro Imperio Romano de Voltaire (ni sagrado, ni romano, ni imperio), la Liga del Peloponeso no era totalmente peloponesia ni lo que hoy entendemos por una liga. Nunca abarcó a todos los Estados de la península, siendo Argos la ausencia más notoria. Asimismo, desde el principio incluyó Estados que no se encontraban geográficamente dentro del Peloponeso, como Megara, Egina y a la larga los beocios encabezados por Tebas. No era una liga en el sentido moderno, pues los aliados no estaban aliados todos entre sí (aunque sí algunos), sino que más bien todos estaban aliados individualmente con Esparta. Además, no se trataba de una alianza entre iguales. En sus juramentos, juraban en nombre del dios pertinente (por ejemplo, Zeus olímpico) tener los mismos amigos y enemigos que los espartanos. Juraban —algunos, en todo caso— acudir en ayuda de los espartanos en el caso de una revuelta ilota. Juraban seguir a los espartanos dondequiera que éstos los condujeran, pero los espartanos no quedaban obligados por ningún compromiso recíproco.
Las razones de ello son obvias en los dos últimos casos, pero no fue inmediatamente obvio que los espartanos no debían jurar tener los mismos amigos y enemigos que sus diversos aliados o por qué. La explicación, de hecho, era un desequilibrio de poder. Los espartanos no estaban en condiciones de comprometerse —contra su voluntad— a adoptar una política que, a su entender, favorecería diferencialmente a un aliado más que a ellos mismos. A la larga, en circunstancias sobre las que volveremos, los aliados sí adquirieron el derecho colectivo a ser consultados antes de comprometerse con una política o una acción deseada por los espartanos. También había una cláusula resolutoria, apropiadamente religiosa, que les permitía alegar un compromiso religioso anterior para quedar exentos de una acción o política aprobada por la alianza en su conjunto. El equilibrio de poder entre Esparta, por un lado, y los aliados, por otro, era manifiestamente claro. Desde un punto de vista técnico, por tanto, la Liga del Peloponeso —en habla antigua, «los espartanos y sus aliados» o «los peloponesios»— era una simaquia hegemónica de carácter desigual. Esparta era el hêgemôn o líder, y los aliados eran summachoi, es decir, estaban comprometidos tanto a atacar como a defender en nombre y a instancias del hêgemôn.

Puede que la alianza pactada entre Esparta y Tegea, cuando el episodio de los «huesos», fuera la primera de una serie que condujo a la cristalización final de la Liga. Pero también puede que fuera la pactada entre Esparta y Elis, pues Elis controlaba Olimpia, y la relación de Esparta con Olimpia era muy estrecha, sólo superada por la que tenía con Delfos, el otro gran santuario panhelénico, griego por antonomasia. El carácter griego, como veremos especialmente en relación con los sucesos de 480-479, nunca fue un factor muy fuerte, no digamos ya decisivo, en las relaciones interestatales. Muy a menudo, las ciudades griegas solían luchar unas contra otras más que en el mismo bando, pero los grandes santuarios panhelénicos sí ofrecían un importante
componente de la unidad principalmente cultural que proporciona una noción de «lo griego», y al menos durante los Juegos Olímpicos que se celebraban cada cuatro años se producía una tregua concebida para expresar o imponer la amistad panhelénica y no la enemistad. Los funcionarios aportados por Elis para supervisar la organización de los Juegos recibían el revelador nombre de hellanodikai, algo así como «jueces de los griegos», y todas las ciudades griegas tenían interés en llevarse bien con ellos, pues si un ciudadano, pongamos, de Esparta lograba una victoria en los Juegos, ésta podía ser utilizada por la ciudad de Esparta para conseguir influencia y prestigio político en otros ámbitos. En otras palabras, la influencia en Olimpia era una útil mercancía diplomática, y los espartanos, que siempre procuraban explotar la devoción con fines políticos allá donde fuera factible, seguramente tomaron todas las medidas necesarias para establecer lazos diplomáticos permanentes y vinculantes con Elis desde el principio.
Por tanto, la alianza de la Liga del Peloponeso quizá comenzó a tomar forma hacia mediados del siglo VI, pero haría falta otro medio siglo para que adquiriese solidez institucional. Alrededor de 525 se puso en marcha un experimento interesante, que posteriormente Esparta ignoró por completo. Por primera y única vez antes de 480, los espartanos estarían luchando en una expedición naval en el extremo oriental, más alejado, del mar Egeo, casi en la masa continental de la propia Asia. Fue con ocasión de una expedición conjunta con los corintios para derrocar a Polícrates, tirano de Samos, y permitir el regreso de algunos exiliados samios. Como haría falta bastante persuasión para convencer a los marineros de agua dulce espartanos de que se aventuraran tan lejos de casa en un elemento desconocido, seguramente hubo algo en la causa o en los corintios, o en la combinación de ambas cosas, que explicaría la decisión en este caso excepcional.
En primer lugar, la causa. En los últimos tiempos, los espartanos se harían famosos por derrocar regímenes tiránicos de todas clases, es decir, sistemas ilegítimos, extra o inconstitucionales controlados generalmente por un autócrata. En realidad, su historial no es tan coherente ni tan de principios como la reputación parece indicar, de modo que buscaremos razones específicas, ad hoc o ad hominem, para cada caso individual. En el caso de Polícrates de Samos, hubo factores de diverso cariz. Por el motivo que sea, espartanos individuales ya habían establecido vínculos estrechos de amistad con samios individuales, lazos que renovaban o restauraban mediante visitas mutuas. Por ejemplo, aproximadamente en 550, un ciudadano espartano de pleno derecho —por lo demás desconocido— llamado Eumnasto dedicó a la Hera samia una vasija de bronce adornada con un león bastante logrado (en el que había inscrito su nombre). Sin duda, algunos de los exiliados expulsados por Polícrates eran a su vez espartanófilos. Heródoto hace constar, con cierto sentido del humor, que a los espartanos no les convencía la retórica —lo contrario de lo «lacónico»— de los exiliados, pero sí en cambio su causa, aunque por desgracia no deja claro exactamente por qué.
Con toda seguridad, un factor que influyó en su decisión fue la insistente petición de los corintios. Pues, aunque Heródoto no lo explica con detalle, seguro que los corintios ya eran aliados de Esparta en 525, de hecho probablemente en fecha tan temprana como Tegea y Elis. Ello se debía a convincentes razones geopolíticas más que sentimentales, aunque ambas ciudades eran dóricas (a diferencia de Tegea o Elis). Los corintios controlaban el paso terrestre para entrar y salir del Peloponeso a través del istmo de Corinto, y tenían puertos a uno y otro lado del mismo, lo que significaba que podían mandar flotas tanto hacia el este, al golfo Sarónico, como al oeste, al golfo de Corinto. Dada la gran hostilidad de Argos —justo al sudeste de Corinto— hacia Esparta, era imperioso que Esparta y Corinto se mantuvieran en todo caso «en el mismo bando», como aliados y amigos. Desde luego; la relación funcionaba en ambos sentidos: los corintios necesitaban a Esparta como contrapeso de Argos o como respaldo a sus propios objetivos políticos fuera y dentro del Peloponeso. No obstante, la posición de Corinto era tal que por sí solo podía permitirse —y lo hizo más de una vez— oponerse abiertamente y sin ningún reparo a la voluntad de Esparta respecto incluso a las cuestiones más importantes, como la declaración de guerra contra un tercero o la dirección de una guerra ya acordada. Así pues, si en 525 los corintios instaban a una guerra contra Polícrates, eso era en sí mismo un convincente argumento a considerar por los espartanos.
¿Y qué hay del propio Polícrates? No era el primero que ejercía un poder exclusivo y tiránico en la isla de Samos, pero era con mucho la persona más eficiente e importante para ello; y Heródoto, que conocía bien Sanos de primera mano, se extiende perceptiblemente en el reinado de Polícrates debido a las tres grandes «maravillas» que se construyeron bajo su mandato: un túnel de un kilómetro a través de una montaña para procurar a la ciudad de Samos un suministro de agua seguro y defendible; un gran dique, o malecón, para proteger el puerto; y un magnífico templo dedicado a Hera, la diosa patrona de la ciudad. Polícrates también fue, tal como explica Heródoto de forma amena, el primer gobernante «de la denominada generación de hombres mortales» que ejerció una talasocracia, o dominio sobre los mares. Es decir, mientras el rey Minos de Creta también tenía fama de haber sido un talasócrata, mucho antes que Polícrates, su talasocracia pertenecía al pasado remoto del mito y la leyenda, no al tiempo verificable—mente auténtico de la historia humana. Las ambiciones navales de Polícrates lo llevaron a intervenir, por un lado en el oeste, en las Cícladas, donde colocó a Ligdamis como tirano títere, y por otro en el este, donde se encontró con la nueva gran potencia oriental, el Imperio persa, personificada en el sátrapa local de Lidia instalado en Sardes. Es la aparente disposición de Polícrates a aliarse con los persas lo que ha empujado a algunos expertos modernos a sugerir que tras la decisión de Esparta de derrocarlo había una estrategia antipersa.
Si esta sugerencia es acertada, no habría sido realmente la primera señal de las ganas de los espartanos de enfrentarse a Persia, aunque sí habría sido la primera prueba de su disposición a entablar un combate físico y casi directo contra los persas en o cerca de su propio terreno. Por desgracia, no es posible demostrar nada, por lo que hemos de dejarlo en el aire de momento y volver a los sucesos acaecidos más cerca de casa, concretamente a las relaciones entre Esparta y Argos. Estos dos Estados habían iniciado un rumbo de colisión quizá ya en la segunda mitad del siglo VIII. En todo caso, hay ciertos indicios de confrontaciones directas entre ellos en la poesía de Tirteo, que data de alrededor de 670. Si la fecha tradicional de la batalla de Hysias es correcta, entonces los dos Estados libraron una batalla campal en 669, que Argos —quizá (porque iba) dirigido por su dinámico rey Feidón— ganó de forma convincente.
La ubicación de Hysias, en la zona fronteriza de Tireatis, al noreste del territorio de Esparta, habla por sí misma de que Esparta había sido el agresor. Tanto más motivo, por consiguiente, para que la derrota dejara una herida profunda y duradera, una cuenta pendiente de resolver. Así, en cuanto los espartanos se sintieron capaces —es decir, tras el necesario acuerdo con Tegea, que estaba cerca de cualquier ruta obvia para cualquier ejército espartano que marchara al noreste del Peloponeso—, se propusieron encontrar una solución de una vez por todas. Esto fue más o menos en 545, pues Heródoto sincroniza el episodio con la derrota de Creso a manos de los persas y la caída de Sardes, pero la forma en que se gestionó el conflicto fue, cuando menos al principio, llamativamente extraña.
En vez de comprometer a todas sus asambleas de hoplitas, los espartanos y los argivos acordaron librar una batalla de 300 paladines de cada bando, una especie de prueba épica de fuerza. Esto se tradujo en un resultado igualmente llamativo. Tras uno o varios enfrentamientos especialmente violentos, en el campo de batalla sólo quedaron tres combatientes vivos: dos argivos y un espartano. Los argivos, que eran por así decirlo instintivamente democráticos e igualitarios, consideraron que su mera superioridad numérica equivalía a la victoria —y regresaron a Argos a informar de ello y celebrarlo—. Sin embargo, el espartano superviviente, que desde luego no era democrático ni igualitario, se negó a admitir la derrota; todo lo contrario, reclamó la victoria para Esparta alegando que sólo él había permanecido «en su puesto» en el campo de batalla, como era propio de un verdadero hoplita, y en consecuencia levantó un trofeo de victoria en nombre de Esparta. Naturalmente, los argivos no iban a tolerar esto, así que enviaron su fuerza completa de hoplitas a enfrentarse a la leva espartana completa, y entonces los espartanos consiguieron una victoria de veras contundente. Como consecuencia directa de la misma, pasaron a controlar Tireatis, que incorporaron efectivamente a su territorio estatal de Lacedemonia.
Como espartanos que eran, siguiendo la costumbre celebraron la victoria y la nueva posesión de una manera simbólica, religiosa: en el lugar de la batalla se instituyó una festividad anual conocida como Parparonia, durante la cual los celebrantes llevaban coronas «tireáticas» y estatuillas de bronce, de las que se conservan buenos ejemplos, que se dedicaban a los dioses para ilustrar y reforzar el significado del acto. Heródoto añade que fue después de esta victoria cuando los espartanos adoptaron la práctica cultural característica en virtud de la cual sus guerreros se dejaban crecer el pelo orgullosa y aterradora—mente largo, aunque en realidad es improbable que esto estuviera ligado a un episodio concreto por trascendental que hubiera sido. A la inversa, la herida que esta derrota supuso para los argivos fue al menos tan profunda como la que ellos habían causado a los espartanos en 669 en Hysias. En 420, durante un respiro en la guerra ateniense, pidieron a los espartanos una revancha, o mejor dicho una repetición, de la batalla de los 300 Paladines... Aunque parezca mentira, los espartanos rechazaron la idea.
Así pues, en 525, seguramente Esparta tenía colocadas en su sitio la mayoría de las piezas del rompecabezas que a la larga formarían la Liga del Peloponeso propiamente dicha. Fueron las relaciones con Atenas las que proporcionarían el contexto de ese nacimiento definitivo de la organización. Repasemos brevemente la historia de Atenas hasta esta fecha. Como muchas ciudades griegas, en su época temprana Atenas había estado bajo el control de una aristocracia, cuyos miembros se llamaban a sí mismos eupátridas («hijos del bien, es decir, nobles, padres»). Su monopolio del poder político y religioso había sido modificado a principios del siglo VI por las reformas de Solón, otro (como el espartano Chilón) de los Siete Sabios de la antigua Grecia. No obstante, esas reformas no bastaron para evitar la tiranía, que con el tiempo llegó a Atenas, un siglo después de que hubiera surgido en Corinto y Sición. Tras dos éxitos previos parciales, el noble Pisístrato finalmente instauró una autocracia estable alrededor de 545, que fue capaz, a su muerte en 528-527, de legar a su hijo Hipias. De ahí que, en 525, cuando Esparta y Corinto estaban intentando acabar con la tiranía de Polícrates de Samos, Atenas aún siguiera bajo el firme control autocrático de Hipias. De hecho, éste había podido engatusar o coaccionar a otros miembros de la nobleza ateniense para que ocuparan cargos de responsabilidad — hombres como Clístenes, de la familia de los alcmeónidas, que en 525-524 ejerció de arconte epónimo.
No obstante, hacia 514, a algunos nobles se les estaba acabando la paciencia, y hubo una tentativa de asesinar a Hipias. Salió mal, y el que resultó asesinado fue su hermano Hiparco, después de lo cual Hipias se volvió bastante menos afable y su forma de gobernar más parecida a lo que entendemos por tiránica. Clístenes, perdida la esperanza de la revolución interna, marchó al exilio con unos cuantos seguidores suyos y en 513 intentó una incursión y un golpe de Estado desde el exterior, pero sin éxito. Por tanto, dirigió su atención a Delfos, ombligo de la tierra, y suavizó la actitud de Apolo ante su causa pagando una restauración carísima de su principal templo en el santuario. Como consecuencia de ello, cada vez que los espartanos efectuaban una de sus tradicionales consultas al oráculo, la respuesta que obtenían siempre, con independencia de cuál fuera la pregunta, era: «Id y liberad Atenas de la tiranía de Hipias». Estas respuestas les provocaban no poco desconcierto, pues ellos —o al menos los dirigentes de Esparta, cuyas opiniones eran las que realmente importaban— hasta la fecha habían mantenido relaciones buenas, se diría que cordiales, con Hipias y su familia. Por ejemplo, en 519 habían aconsejado a la pequeña ciudad beocia de Platea que se aliara con la Atenas de Hipias y no con la Liga Pambeocia dominada por Tebas. Esto sembró entre Tebas y Atenas una enemistad que duró muchos años.
Al final, en 512 o 511, la devoción y un hábil cálculo de la utilidad convencieron a los espartanos de que debían mandar una expedición para derrocar a Hipias. Curiosamente, no la enviaron por tierra sino por mar, y no bajo el mando de uno de los dos reyes (Cleomenes 1 y Demarato) sino bajo el de un tal Anquimdio, que sin duda era distinguido y pertenecía a una familia destacada, aunque aparte de eso no sabemos nada de él. Quizá no sea del todo sorprendente que esa primera expedición fuera un completo fracaso; hizo falta una apropiada invasión terrestre bajo el mando del rey Cleomenes en 510. Ésta sí se saldó con un éxito total. Hipias y sus hijos fueron hechos prisioneros y obligados a marchar al exilio, y Clístenes y sus compañeros exiliados pudieron regresar y reanudar la actividad política normal. Sin embargo, lo que se había considerado política normal antes de la tiranía de Pisístrato ya no funcionó nunca más; concretamente, no satisfacía a los ciudadanos atenienses de nivel medio, que se consideraban con derecho a una mayor cuota de poder, ni a los ciudadanos pobres, que se creían con derecho al menos a tener voz y voto. El sagaz Clístenes empezó a buscar el apoyo de esta —hasta la fecha—mayoría silenciosa de ciudadanos, y en 508-507 dio su nombre a un conjunto de reformas que, en retrospectiva, podemos entender que fueron el preludio de una especie de democracia primitiva, la de Grecia, y efectivamente el primer ejemplo de «poder popular» del mundo.
 CLEOMENES
 (reinado c. 520-490)
En la Política (escrita en las décadas de 330 y 320), Aristóteles rechazaba a los espartanos calificándolos de meros generales hereditarios y nada más, pues en su territorio tenían tan poca autoridad que fueron condenados de forma humillante a adular a los éforos de la época. Cleomenes I, junto con Agesilao II (que reinó c. 400-360), es uno de los dos reyes espartanos que más activamente pusieron en entredicho esa afirmación desdeñosa. De hecho, en una sociedad militar agresiva y próspera como la espartana, acceder al alto mando militar por derecho de nacimiento no era una prerrogativa menor.
A mi juicio, deberíamos seguir el ejemplo de Heródoto sobre la importancia de la monarquía espartana. El historiador dedica un apéndice entero a sus prerrogativas dentro del territorio y en el extranjero, como parte de un pasaje cuyo efecto (e intención, seguramente) es poner de manifiesto lo extraña y diferente, lo «ajena», que era Esparta en comparación con el común de ciudades griegas. Es también en esta narración donde se desvela cuánto poder podía ejercer en la práctica un rey espartano hábil y astuto.
De todos modos, esto es algo paradójico en el caso de Cleomenes I, pues Heródoto parece decidido a bajarle los humos desde el principio. Reinó «durante no mucho tiempo», fue juzgado por los éforos, tuvo que recurrir al soborno y la corrupción de Delfos para conseguir el destronamiento de un «co-rey», no logró que Esparta actuara de la manera contundente que él quería contra Persia, y por último se volvió loco de atar y terminó mal —merecidamente, pues Heródoto consideró esto como un castigo divino por su sacrilegio délfico—. Por fortuna, sin embargo, la explicación de esta tendencia patente —una combinación de la propia religiosidad de Heródoto y su exposición al cuidadosamente artificioso descrédito póstumo al que se vio sometido Cleomenes por sus enemigos— es muy evidente, y el propio Heródoto suministra buena parte de las pruebas en contrario que necesitamos para escribir un escenario alternativo.
La pintoresca carrera de Cleomenes empezó antes incluso de nacer, por así decirlo. Fue el primer hijo varón de Anaxándridas II, pero no de la primera esposa de éste —de hecho, la única en aquel momento—. La primera esposa no lograba concebir, y como es lógico fue ella y no Anaxándridas quien, gracias a los conocimientos de anatomía de los antiguos griegos y a su sexismo patriarcal, fue culpada de este fracaso. No obstante, Anaxándridas la amaba, o en todo caso no quería perderla, y sólo cuando los éforos le ordenaron formalmente que lo hiciera accedió por fin a tomar otra esposa. Curiosamente, esta segunda esposa procedía de la familia del sabio Chilón y fue la madre del futuro Cleomenes. I, que nació algo después de 560 a.C. De todos modos, Anaxándridas no abandonó del todo a su primera esposa; de hecho, se negó a divorciarse de ella y por tanto cometió bigamia al casarse con la madre de Cleomenes, «actuando de una manera nada espartana», según Heródoto. En realidad, tan lejos estaba de abandonar a su primera mujer que tuvo tres hijos varones con ella, lo que fue la causa de la primera disputa documentada por la sucesión al trono espartano —aunque seguramente no la primera real.
Cuando murió Anaxándridas, en torno a 520, Cleomenes y su hermanastro más joven Dorieo pugnaron por la sucesión al trono agíada. Heródoto, influido acaso por sus fuentes, dice que la reivindicación de Dorieo se basaba en su andragathiê, su coraje varonil, y entiendo que esto es una referencia a las cualidades que había exhibido durante la Agoge y también como guerrero adulto joven, tal vez en la campaña de 525 contra, entre otros, Polícrates de Samos. Los príncipes espartanos coronados de cada casa real estaban, de forma excepcional, exentos de la obligación —por lo demás, universal— de todos los espartanos de pasar por la Agoge como condición para alcanzar la ciudadanía. Esta exención era concedida quizás en parte por razones pragmáticas, en el caso de que un príncipe coronado demostrara no estar a la altura de las exigencias físicas y psicológicas de la Agoge, pero seguramente era por razones sobre todo simbólicas, para subrayar lo extraordinarios que eran los reyes espartanos, como «semilla que realmente eran del semidiós hijo de Zeus», Heracles. Como no era heredero forzoso, Dorieo seguramente no estuvo exento de la Agoge y al parecer aprovechó su oportunidad para destacar.
Esto no es ni mucho menos lo único interesante sobre el joven Dorieo. También está su nombre, que significa «dorio» y da prestigio. Naturalmente, todos los espartanos eran dorios, entonces ¿por qué llamar así a uno de ellos? La explicación quizá sea que la acción de poner nombre era programática. En términos míticos, las familias reales dirigentes y otros aristócratas espartanos afirmaban ser descendientes de los «aqueos» de Homero, y concretamente los miembros de la familia real reivindicaban su pertenencia al linaje de Menelao. Alrededor de 550, como hemos visto, hubo cierto alboroto cuando se recuperaron en Tegea los supuestos huesos del «aqueo» Orestes, y de forma simultánea los de su hijo Tisameno en la región del Peloponeso conocida como Aquea. Esto puede muy bien ser considerado una política «aquea», pudiéndose entender como una réplica a la misma el hecho de poner el nombre de Dorieo, decisión debida quizás a la familia de su madre, con la que se pretendía recalcar que Dorieo pertenecería más al pueblo que a una élite aristocrática exclusiva y altanera.
En cualquier caso, ésta parece haber sido la línea adoptada por Dorieo cuando reclamó el trono a la muerte de su padre Anaxándridas. Reclamación a la que Cleomenes respondió diciendo que él era el primogénito del rey muerto y además nació después de que Anaxándridas hubiera llegado a ser rey, como si gracias a esto su nacimiento fuera más real y legitimador. No sorprende que los espartanos optaran por su costumbre tradicional e instalaran a Cleomenes en el trono, aunque no podían sospechar exactamente dónde se estaban metiendo. Dorieo, considerando que Esparta no era lo bastante grande para él y Cleomenes, aprovechó la primera oportunidad para irse de casa y buscar gloria y fama en el extranjero, intentando sin éxito fundar una colonia en el norte de África o en Sicilia —que habría sido sólo la segunda de Esparta, detrás de Taras.
Cleomenes vuelve a aparecer en 519, si nos fiamos de la interpretación de los numerales en un pasaje de Tucídides referente al arbitraje de aquél en una disputa entre Atenas y Tebas. La disputa tenía que ver con el estatus de Platea, que era beocia por geografía e identidad étnica y cuya lealtad, por tanto, era reclamada por Tebas, la potencia beocia más importante de esa época y las posteriores. Sin embargo, a Cleomenes le preocupaba el poder de Tebas, y Esparta tenía entonces buenas relaciones con Atenas, que estaba gobernada por el tirano Hipias, hijo del fundador de la tiranía, Pisístrato. Así que mató dos pájaros de un tiro al aconsejar a Platea que se aliara con Atenas y permaneciera fuera del redil político beocio, con lo que se granjeó las simpatías de Atenas y aisló a Tebas durante bastante tiempo.
Más o menos un par de años después, volvió a entrar en la agenda espartana la cuestión samia, pues el dirigente samio Meandrio acudió a Esparta a solicitar en persona ayuda para echar al tirano títere pro persa. No obstante, ni siquiera los sobornos pudieron convencer a Cleomenes, que ordenó a Meandrio que abandonara no sólo Esparta sino «el Peloponeso», una referencia clara a la reivindicada hegemonía de Esparta como cabeza de una liga protopeloponesia. Cleomenes demostraba ser el gran hombre de la política panhelénica, pero los problemas los tenía más cerca de casa, y fueron éstos los que al final lo destronaron y quizá lo desquiciaron.
Heródoto, que en su apéndice sobre el reinado espartano del Libro VI realiza una notable digresión sobre lo característico de las leyes y costumbres espartanas de un modo más general, señaló que la enemistad entre los dos reyes de dos casas reales diferentes formaba parte de la estructura tradicional de la vida espartana. Esto quizás era verdad hasta cierto punto, aunque cabría citar la relación entre Agesilao II y Agesípolis como ejemplo de lo contrario. De todos modos, no hay duda de que la enemistad entre Cleomenes y su euripóntida co-rey Demarato (que reinó c. 515-491) era profundamente personal amén de institucional. Se llegó a un punto decisivo en torno a 506, como parte de los esfuerzos de Cleomenes por controlar Atenas instalando un régimen títere y librándose de la naciente democracia ateniense de una vez por todas. A partir de entonces, ambos hombres buscaron motivos para remover la hostilidad mutua.
El propio y prematuro nacimiento de Demarato no estuvo ni mucho menos libre de controversia, y acaso se encontró con una resistencia a su sucesión, alrededor de 515, similar a la afrontada antes por Cleomenes. No está claro hasta qué punto se opuso a Cleomenes por razones de principios y políticas, o hasta qué punto fue por enemistad personal y familiar. En todo caso, en primer lugar su oposición fue muy efectiva. No sólo la expedición de Cleomenes contra Atenas de c. 506 se saldó con un fracaso, gracias principalmente a Demarato, sino que los posteriores esfuerzos de aquél por alcanzar sus objetivos por medios diplomáticos también resultaron fallidos. Fue por su capacidad de resistencia y su flexibilidad por lo que recuperó la posición de autoridad suprema en 499, cuando otro dirigente griego oriental, Aristágoras de Mileto, llamó a su puerta en busca de ayuda y socorro contra Persia. No obstante, nuevamente Cleomenes decidió rechazar a su pretendiente, aunque esta vez al parecer se valió del agudo ingenio de su hija Gorgo, de ocho o nueve años, para averiguar los puntos débiles del caso de Aristágoras.
En 494, en Sepea (la Argólida), Cleomenes llevó a cabo un golpe de gracia contra Argos en el que mató al menos a 6.000 ciudadanos guerreros argivos. Como Argos iba a adoptar una actitud, o postura, de neutralidad hacia Persia en el inminente conflicto, es tentador deducir que el trato de Cleomenes a Argos pudiera estar relacionado de algún modo con la política hacia Persia, pero el primer indicio seguro de que se había producido un cambio radical en su actitud no fue evidente hasta 491-490. Para entonces Cleomenes, actuando en nombre de lo que Heródoto, con indulgencia por una vez, denomina «el bien de toda Grecia», había llegado a ser firme y resueltamente antipersa. De hecho, en el objetivo de promover su política contra los persas no se puso ningún límite.
Según se dice, sobornó a Delfos; amenazó a Esparta con una guerra procedente de Arcadia; tomó rehenes de Egina, aliada de Esparta, que había dado a Persia las pruebas de sumisión que ésta le había exigido; y derrocó a Demarato cuando éste mostró signos de apoyar a Egina contra él, y lo sustituyó por un pariente lejano y enemigo personal del que sabía que sería un seguidor suyo subalterno incondicional. Al parecer, también se volvió loco. Empezó a golpear a sus colaboradores delante de los transeúntes. Se convirtió en un estorbo tal que lo metieron en el cepo bajo la vigilancia de un ilota aparentemente de fiar. Pero Cleomenes no había perdido su capacidad de persuasión, y convenció al ilota de que le diera su cuchillo, con el que se quitó la vida cortándose en pedazos desde los pies a la cabeza, o al menos así se lo contaron a Heródoto sus informantes.
«Mira el final» —es decir, no juzgues nunca el éxito de la vida de un hombre hasta que veas cómo muere— era un dicho griego adoptado con entusiasmo por Heródoto. El final de Cleomenes fue realmente truculento, y Heródoto conocía no menos de cuatro explicaciones del mismo. Su preferida era la más habitual en el conjunto de Grecia, a saber, que Apolo lo castigó así por haber corrompido a su sacerdotisa oracular de Delfos. No obstante, los atenienses y los argivos tenían su propia versión predilecta de la hipótesis del castigo divino: invocaban un sacrilegio cometido específicamente contra ellos y en su territorio. De todos modos, la más interesante de las cuatro es, con mucho, la explicación dada supuestamente por los propios espartanos.
Según esta versión local, Cleomenes murió del modo que murió porque se había convertido en un alcohólico enloquecido tras haber aprendido, de algunos enviados escitas, a beber el vino puro. ¿Pero hasta qué punto es creíble este escenario? La aciaga fecha del encuentro en cuestión sería en torno a 512, dado que se precisan casi veinte años para que el demonio de la bebida tenga sus funestos efectos. Si es auténtico, éste habría sido el único encuentro conocido de Cleomenes con algún bárbaro, y los escitas, que venían de las costas septentrionales del mar Negro, se contaban entre los más primitivos y brutales al decir de un viajero tan avezado como Heródoto. Por tanto, hay un cierto misterio en el modo en que los escitas consiguieron llegar a Esparta, pero quizá vale la pena comentar que un siglo después hubo un espartano llamado «Escitio», lo que seguramente da a entender contactos personales en algún momento entre ambos pueblos.
Para los griegos, el vino era una sustancia profundamente simbólica y de gran carga cultural, y casi nunca se tomaba puro. La palabra moderna para vino, krasi, deriva del griego antiguo krasis, que significa mezcla, pues en la época antigua el vino se tomaba normalmente con agua, a veces en la proporción de hasta veinte partes de agua por una de vino, y se servía del cuenco grande donde se hacía la mezcla (kratêr) . En otros lugares de Grecia, en las fiestas formales en que se bebía, denominadas symposia, se escogía a uno de los invitados para que fuera el «rey» de la noche, uno de cuyos principales cometidos era decidir sobre la fuerza de la mezcla y el número de kratêres que se servirían a los presentes. Cuantos más kratêres y cuanta menos agua, más animada la fiesta.
No obstante, los espartanos tenían fama de abstemios y bebedores mesurados. No celebraban symposia privados como los demás griegos, pero incorporaron la ingesta de vino, con estricta moderación, en sus obligatorias comidas nocturnas comunitarias. Es de destacar que, en Esparta, el dios griego del vino, Dionisos, no era el destinatario de ningún culto ni festividad importante, quizá porque las uvas que servían para fabricar su jugo divino no eran producto del trabajo libre sino del trabajo de ilotas. De hecho, en Esparta los ilotas eran las únicas personas a las que se permitía —mejor dicho, se obligaba— a emborracharse hasta alcanzar un estado vergonzoso y repugnante, que los espartanos adultos utilizaban como demostración deliberada a los más jóvenes de cómo no debía comportarse un espartano.
Así, al tomar Cleomenes regularmente vino puro, si así lo hizo, desde luego habría estado actuando de un modo inaceptablemente antinómico —no mejor que un ilota o que la mayoría de los bárbaros o individuos incivilizados—. Esto por sí solo, ¿habría bastado para explicar su suicidio, o la forma en que se produjo? Lo dudo. De ahí extraemos una de las razones de por qué vale la pena al menos considerar una quinta explicación posible, más siniestra incluso, de su muerte: que Cleomenes fue asesinado por orden del hombre que le sucedió en el trono agíada, Leónidas, su joven hermanastro. La historia sobre su costumbre de beber vino puro pudo ser simple propaganda, una cortina de humo para ocultar el asesinato de un rey, cuya persona era sacrosanta, y la complicidad de otro rey en dicha muerte. La verdad es que esto parece material para una novela policíaca, pero yo no sería el primero en verme tentado a emplear este género literario al meditar sobre la historia de Esparta, tan salpicada de sangre.
El llamamiento de Clístenes al pueblo de Atenas fue algo que indudablemente los espartanos no recibieron de buen grado y no iban a tolerar. En parte para respaldar a un destacado político proespartano llamado Iságoras, Cleomenes volvió a intervenir militarmente, tal vez con la idea de instalarlo en el poder como tirano títere. Al mismo tiempo, volvió a mandar al exilio a Clístenes junto con miembros de unas 700 familias atenienses, pero esto resultó ser una intervención que fue demasiado lejos. Los atenienses medianamente ricos y los pobres se unieron para expulsar a Iságoras e insistieron en conservar la democracia por la que habían votado. Cleomenes se vio forzado a reconsiderar sus opciones. Su siguiente plan, puesto en marcha en 506, era invadir el territorio de Atenas en Ática con un ejército enteramente peloponesio aún mayor, comandado no sólo por él mismo sino también por su co-rey Demarato. No obstante, llevado por el entusiasmo, no fue capaz de respetar las sutilezas diplomáticas y trató a los aliados como si fueran súbditos suyos, sirvientes incluso. La oposición a su prepotencia fue encabezada por los corintios, ayudados decisivamente por Demarato. Aunque el ejército aliado cruzó el istmo de Corinto e invadió el territorio de Atenas, cuando llegó a Eleusis se disolvió y jamás logró establecer contacto con las fuerzas de Eubea y Beocia tal como estaba planeado. Pasarían más de setenta años antes de que Atenas sufriera otra invasión espartana.

REY DEMARATO
 (reinado c. 515-491)
Demarato de Esparta, como Temístocles y Alcibíades de Atenas, ha pasado a la historia, o en todo caso a la historiografía, envuelto en ambivalencia. Estos tres quizá fueron patriotas, pero ¿para quién? Formalmente, en un momento dado todos fueron traidores en su respectiva tierra natal. Alcibíades se pasó primero a Esparta y luego a Persia —en todo caso, mantuvo conversaciones con un sátrapa persa al que dio sabios consejos, en detrimento de los intereses de su propio Estado—. La traición de Temístocles fue más descarada. Tras planear y organizar la victoria naval griega contra los persas en Salamina, en 480, que a su vez allanó el terreno para las posteriores victorias decisivas en Platea y — en el mar— en Mícala en 479, al parecer llegó a la conclusión de que el principal rival y enemigo de Atenas era Esparta, no Persia. Y de algún modo acertó. Esta evidente falta de ardor antipersa le costó influencia pública, pues Atenas creó y desarrolló con éxito una alianza naval en contra de los persas, y hacia 470 Temístocles fue condenado oficialmente al exilio durante diez años en virtud del procedimiento conocido como ostracismo. Ahora agravaba sus errores, o pecados, pasándose al bando persa, volviéndose un pensionado del gran rey persa y muriendo en el territorio del Imperio persa —en Magnesia (patria chica del escultor Baticles).
Demarato también fue rechazado por su propio Estado, aunque desde luego no de manera democrática, pues Esparta no era ni sería nunca una democracia como la de Atenas. Y también, como Temístocles, se vio enredado en un intenso conflicto greco— persa, en torno a la fecha de la batalla de Maratón. A diferencia de Temístocles, sin embargo, no se vio obligado a abandonar Esparta sino que más bien se marchó al exilio voluntario. En cierto sentido, esto hace que su decisión de «medizar», pasarse al bando persa y convertirse en un valioso miembro del entorno del gran rey persa Jerjes, sea más abyectamente traidora. Y no obstante, Heródoto, curiosamente, pese a su firme compromiso con la causa griega, resta importancia a cualquier crítica a Demarato. Ello se debe a razones diversas, que son principalmente el reflejo invertido de las razones por las cuales, como hemos visto antes, su relato es a fin de cuentas hostil al co-rey Cleomenes L De todos modos, todavía nos preguntamos cómo puede Heródoto excusar, por así decirlo, a un traidor a la causa griega como Demarato mientras Temístocles.
 A mi entender, dos razones explican esa preferencia. se muestra tan duro conPrimero, Heródoto muy probablemente contaba entre sus informantes influyentes a los descendientes directos de Demarato que vivían en el área de Tróade (noroeste de Anatolia, en torno al estrecho del Helesponto, o Dardanelos). Aún vivían allí en la época de Jenofonte; dos de ellos tenían sonoros nombres de reyes espartanos, Eurístenes y Procles (¡los originales eran los presuntos fundadores gemelos de las dos casas reales espartanas!). Segundo, junto a —y a veces además de— la devoción de Heródoto por la causa griega contra Persia había una segunda estrategia política, una agenda panhelenista, cuyo punto principal era reconciliar Esparta y Atenas en la propia época de Heródoto, o al menos hacerles ver que se necesitaban una a otra más de lo que creían, y que se debían una a otra más de lo que siempre querían que se les recordara. Así que Heródoto utilizó a Demarato como un personaje de su guión panhelenista, haciéndole señalar, de manera conmovedora al gran rey Jerjes, lo mucho que los espartanos contribuirían a la victoria de los griegos y hasta qué punto eran modelos de la civilización y la cultura griegas —acostumbradamente buenas.
Volvamos del marco grande al pequeño, de Grecia versus Persia a la vida de Demarato. Para averiguar algo sobre su polémico nacimiento, hemos de empezar en 491 o 490, el año en que fue depuesto del trono euripóntida, por razones de ilegitimidad, tras un oráculo délfico confirmatorio para tal fin, que había sido obtenido —al parecer mediante soborno— por su hostil co-rey Cleomenes I. Por si fuera poco, su sucesor, Leotíquidas, le preguntó mediante un sirviente cómo se sentía siendo un simple funcionario (en aquel momento estaba ayudando a organizar la Gimnopedia) tras haber sido rey.
Probablemente esto produjo el efecto deseado de convencer a Demarato de que se exiliara, pero antes de abandonar Esparta para siempre se dice que intentó tener una entrevista con su madre. En un extraordinario pasaje del Libro VI de las Historias de Heródoto, Demarato aparece preguntándole a ella sobre su concepción y su nacimiento.
La fuente primordial de las tribulaciones de Demarato era el hecho de que inicialmente su padre, Aristón, lo había repudiado por haber nacido sólo siete meses después de que se hubiera casado y se hubiera acostado por primera vez con su madre, por lo que no podía ser legítimo. La madre en cuestión es la misma mujer hermosa que había sido poco agraciada de niña, pero fue embellecida al parecer por la propia Helena y luego arrebatada a su mejor amigo por el rey Aristón (véase la biografía de Helena, capítulo I, pp. 42-52). El nombre de la madre nunca se divulgó; éste es un rasgo bastante común en los relatos de los asuntos de mujeres en la Grecia antigua, pues se consideraba una señal de respeto no decir el nombre de una mujer decente en presencia de hombres no emparentados, aunque lógicamente las mujeres de las familias reales eran excepciones a esa regla y las mujeres espartanas en general eran a menudo consideradas blanco legítimo por fuentes no espartanas hostiles.
No obstante, Heródoto dista mucho de mostrarse hostil hacia la madre de Demarato y la presenta de manera afectuosa y positiva escribiendo para ella una larga entrevista con Demarato. Obligada a jurar que le dice la verdad y sosteniendo una parte de las entrañas de una víctima expiatoria para recordarse a sí misma que está bajo juramento, revela a Demarato el secreto de su génesis. Fue concebido, le cuenta a su hijo, la tercera (número propicio) noche después de que Aristón se la llevara a su casa como novia, pero no estaba absolutamente segura de que Aristón fuera el padre, pues aquella noche también fue visitada por un fantasma que más adelante resultó ser el héroe local Astrábaco (que tenía una capilla justo junto a la puerta del patio de la casa). De modo que Demarato era hijo de Aristón... o de Astrábaco.
Esto quizá no fue una noticia del todo tranquilizadora para Demarato. Por otra parte, su madre fue capaz de aclarar el misterio de su nacimiento a los siete meses, por el que el incrédulo Aristón se había ofendido tanto. Los hombres, decía la madre, no saben nada de estos asuntos, no todos los bebés están en el útero el período completo de diez meses (los griegos contaban de manera inclusiva; nosotros diríamos nueve). Sin embargo, lo que ella no dice es lo extraño que sería que un bebé prematuro sobreviviera; ni siquiera nacer en el momento debido era una garantía de supervivencia para un niño de la Grecia antigua. Tampoco señala que, curiosamente, se permitió la crianza de Demarato, por mucho que Aristón hubiera jurado que el niño no era suyo. Es de suponer que las autoridades espartanas —los éforos, quizás, o la Gerusía— tenían algo que decir al respecto, pues sabemos que intervinieron en el caso casi contemporáneo de la incapacidad temporal del rey agíada Anaxándridas para engendrar un varón y heredero (véase la biografía de Cleomenes I, más atrás, pp. 78—85). El nombre que recibió Demarato significa literalmente «querido por el pueblo» (damos): tal vez su madre intentó así granjearle el cariño de su padre.
Habida cuenta de que a Demarato se le permitió vivir y que, por lo que sabemos, Aristón no engendró ningún otro hijo, probablemente tuvo excusa, como aparente heredero del trono euripóntida, para no pasar por la Agoge, como su homólogo agíada Cleomenes. Lo siguiente que sabemos de él es el momento en que llegó a la edad de casarse, lo que seguramente ocurrió a mediados de la veintena. Actuando como un verdadero hijo de su taimado padre, que había robado la novia a un amigo, Demarato robó la suya a un primo lejano. La dama en cuestión se llamaba Pércalo y era la hija de Chilón, por lo que aquí había en juego bastante influencia y prestigio políticos, además de la rivalidad puramente personal. Según informa Heródoto, Demarato:
 Mediante un golpe audaz se anticipó a su rival y se casó con ella llevándosela por la fuerza.3En todos los casamientos espartanos, la violación simbólica o simulada formaba parte de la costumbre, pero Demarato parece que se apartó de la norma al llevarla a cabo literalmente. El novio rival era Leotíquidas, a quien Cleomenes colocó hábilmente en el lugar de Demarato tras haber hecho que depusieran a éste.
Después, Demarato emerge en el relato herodoteano como co-rey de Cleomenes, o más bien anti—rey, en la contienda con Atenas. Como hemos visto, fue Demarato quien al ponerse del lado de los corintios, cuando éstos se opusieron a la misión contra Atenas, o al menos al estilo de la misma —en torno a 506—, aseguró su catastrófico fracaso. A partir de entonces, Cleomenes y Demarato fueron enemigos mortales tanto en el aspecto político como en el personal, aunque por lo visto fue Cleomenes quien salió sistemáticamente airoso del enfrentamiento. En cualquier caso, siempre es él, no Demarato, quien aparece en los momentos de decisiones importantes. Por tanto, podemos muy bien imaginar a Demarato empeñado en la venganza. En 494, pensaría que por fin había llegado el momento.
Cleomenes había alcanzado una gran victoria contra Argos, pero el modo de lograrla fue cuando menos discutible, pues a primera vista había conllevado dos sacrilegios (véase más atrás), y los espartanos en su conjunto eran un pueblo intransigentemente piadoso. No obstante, por lo visto la reputación religiosa de Cleomenes seguía del todo intacta, pues no fue por impiedad por lo que fue juzgado a instancias de sus enemigos, sino por no haber tomado la ciudad de Argos (aunque mató a unos 6.000 hoplitas argivos, provocó una enorme crisis social interna y anuló el importante poder militar del Estado durante una generación). Entre esos enemigos, el principal agitador seguramente era Demarato. De todos modos, Cleomenes se defendió enérgicamente, aprovechando con habilidad las ideas espartanas de piedad y respeto por los augurios al decir que, cuando entró en el santuario de Hera, en las afueras de Argos, brotó de pronto una llama del pecho de la famosa estatua de la diosa, lo que significaba que él ya había hecho todo lo que los dioses deseaban; si la llama hubiera surgido de la cabeza, afirmaba, habría significado que estaba destinado también a tomar totalmente la ciudad.
 3 Heródoto, VIII, 65.Por lo que se refiere a los detalles del juicio, Heródoto menciona sólo a los éforos, pero nunca tuvo especial interés en las sutilezas constitucionales. Así pues, probablemente Cleomenes fue acusado por sus enemigos, que presentaron cargos ante el consejo de cinco éforos, los cuales decidieron que era un caso en el que la parte demandada tenía derecho a defenderse. De nuevo Heródoto da la impresión de que fueron todos los espartanos los que de algún modo lo juzgaron. Sin embargo, si nos guiamos por pruebas posteriores en otros juicios a reyes espartanos, el tribunal supremo de extinción de los derechos civiles del individuo habría estado compuesto sólo de la Gerusía, de la cual Demarato era miembro ex officio, y los éforos. Éstos fueron los espartanos que, por mayoría, consideraron que la defensa hecha por Cleomenes de su fracaso en la toma de Argos, era «creíble y razonable».
Tres o cuatro años después, Demarato pensó que tenía otra oportunidad de derrotar a su rival. Cleomenes se hallaba en la Grecia central, al otro lado del istmo de Corinto, intentando asegurar un frente unido de resistencia «medizante» isla—estado costera de Egina. Así, en contra Persia entre Atenas y la ausencia de su rival, Demarato
empezó, tal como lo expresa suavemente Heródoto, «a hablar en contra de Cleomenes», probablemente afirmando que éste estaba moviendo hilos en el bando de Atenas, un enemigo, en contra de Egina, un aliado de Esparta. Fue esto lo que desembocó directamente en el destronamiento de Demarato al regreso de Cleomenes de Egina tras haber llevado a cabo su controvertida misión.
Después de haber sido ofendido intolerablemente por Leotíquidas, Demarato salió «para Persia», tal como dice Heródoto de forma elíptica. En su viaje quizá pasó por Lampsacus, como había hecho su colega desertor Hipias, ex tirano de Atenas, que casó a su hija Arquédice con el hijo del gobernante tirano pro persa de esa ciudad helespóntica. A juzgar por la ubicación de sus descendientes, fue en el área de Tróade donde el gran rey Darío I concedió a Demarato sus fincas, concesión probablemente confirmada por su hijo y sucesor Jerjes. Pues lo siguiente que sabemos de Demarato es que estaba en el séquito íntimo de Jerjes durante la desafortunada expedición de éste contra la Grecia continental. Según Heródoto, por tanto, Demarato funcionaba como «consejero sensato», lo que quizá era en la vida real. Por ejemplo, señala a su jefe supremo que los espartanos temen a la Ley más de lo que los súbditos de Jerjes temen a éste. En 480, en las Termópilas, es él quien explica a Jerjes por qué los espartanos prestan una atención especial a su peinado inmediatamente antes de una batalla.
 En Heródoto, las últimas palabras de Demarato son éstas:    
 Los dioses cuidarán del ejército del rey.4Cabe suponer que fueron pronunciadas justo antes de la batalla de Salamina, a finales de 480. Con su ambigüedad délfica, de modo que retrospectivamente su significado podría ser que el ejército de Jerjes sufriría una derrota, y su devoción explícita, transmiten al lector la impresión más favorable posible de un hombre que, oficialmente, era un traidor a la causa de su país (Esparta, Grecia). Sin duda, ésta era precisamente la intención de Heródoto, pero nosotros, también sin duda, debemos posponer el juicio moral a Demarato y preguntar más bien si ayudó o perjudicó a la causa griega durante las guerras persas, y si antes de esto sus decisiones políticas habían sido más beneficiosas para Esparta que las de Cleomenes a corto y medio plazo. A mí la respuesta me parece clara.
Las consecuencias inmediatas para las relaciones de Esparta con sus aliados del Peloponeso y para el modo en que Esparta controlaba la máxima jefatura de los ejércitos en el extranjero fueron graves y amplias. Los espartanos aprobaron una ley que prohibía a los dos reyes volver a estar al mando del mismo ejército fuera de Laconia y Mesenia. Cuando a continuación los espartanos quisieron el apoyo de sus aliados para una nueva campaña contra Atenas en, seguramente, 504, tuvieron que pasar por un procedimiento formal de consulta y votación, para lo cual se convocó en Esparta una reunión de lo que denominamos congreso de la Liga del Peloponeso. Aquí, los delegados aliados tenían derecho a hablar, igual que los espartanos, y tras los discursos se votó, cada aliado un voto con independencia del tamaño o la importancia geopolítica. El primer congreso del que hay constancia tuvo como resultado una derrota de los espartanos. Su propuesta para reintegrar a Hipias como tirano de Atenas fue rechazada por la mayoría de los aliados, encabezados por Corinto, que —al menos en la versión del discurso de su delegado escrita por Heródoto— reprendió a los espartanos por renegar de su hasta ahora (aparente) oposición por principio a los tiranos y las tiranías.
Sin embargo, aunque un congreso de la Liga del Peloponeso podía rechazar de este modo una propuesta espartana, no siempre podía obligar a los espartanos a adoptar una política o emprender una acción con la que no estuvieran de acuerdo. Pues sólo los espartanos podían convocar un congreso, y esto pasaba sólo después de que ellos, reunidos en asamblea, hubieran decidido qué querían hacer, al margen de los deseos de los aliados. Al fin y al cabo, los aliados habían jurado seguir a los espartanos a cualquier lugar adonde éstos los llevaran, y no al revés. Esta nueva restricción sobre el hasta ahora ilimitado poder de los espartanos para utilizar a los aliados como se les antojara fue en realidad una fuente de fuerza más que de debilidad. Daba a los aliados la sensación de que sus deseos podrían contar algo, y de que la organización se basaba en cierto grado de reciprocidad. Un cuarto de siglo después, en 480, fue la Liga Peloponesia de los espartanos la que constituiría la indispensable columna vertebral de la resistencia legitimista de los griegos a la invasión persa.
Antes de ocuparnos de esta resistencia, en el próximo capítulo, hemos de examinar primero el desarrollo social, económico y cultural de Esparta durante el período comprendido entre 600 y 500 a.C., aproximadamente. Queremos analizar en concreto los datos literarios y arqueológicos sobre cualquier señal de la célebre austeridad espartana, que llegó a ser un destacado indicador cultural en la época en que Jenofonte vivió en Esparta y escribió su relato de las costumbres y tradiciones espartanas, en la primera mitad del siglo IV a.C.
 4 Heródoto, VI, 65.Tirteo, el escritor de elegías, creó una poesía apropiadamente política y marcial, tan específica que se conservó y se cantó a menudo, durante siglos, tanto en las mesas de Esparta como en torno a las hogueras en campaña. La poesía de Alcmán, que destacó alrededor de 600 a.C., supone un contraste absoluto. De hecho, fue tan marcado que muchos comentaristas antiguos no podían creer que Alcmán fuera realmente espartano por nacimiento y crianza —como seguramente era— y en cambio afirmaban, sólo basándose en algunas referencias de sus poemas, que era originario de Sardes, Lidia. En realidad, estas referencias son un testimonio valiosísimo no del origen extranjero de Alcmán, sino más bien de la receptividad de los espartanos ante los artefactos y las influencias exteriores. Naturalmente, tenían que importar cobre y estaño para fabricar objetos de bronce de uso común, pero evidentemente no estaban obligados a importar materiales preciosos y suntuarios como el oro o el marfil. No obstante, éstos también se transformaban en objetos espléndidos que tanto los hombres como las mujeres ofrecían piadosamente a los dioses, sobre todo a Ortia. En el propio territorio abundaban el plomo, la arcilla figulina y el hierro. La fama de los últimos espartanos de ser utilitaristas rigurosos y de desdeñar la estética no concuerda con las pruebas arqueológicas de períodos anteriores. Desde mediados del siglo VII se fabricaron montones de estatuillas de plomo que no satisfacían más necesidades que las estrictamente funcionales. Una cantidad sustancial de cerámica fina, pintada, no sólo se usó en actividades rutinarias o se ofreció a los dioses en Esparta, sino que, desde finales del siglo VII en adelante, llegó a lugares tan lejanos como el sur de Italia, Etruria, el sur de Francia, incluso España al oeste, a Samos hacia el este, y al norte hasta la región del mar Negro.
En el siglo VI, otros dos tipos de artefactos espartanos llegaron a ser especialmente característicos y admirables. Primero, un gran número de máscaras de arcilla, de diversas clases, algunas pintadas, fueron ofrendadas en el santuario de Ortia, algo que seguramente estaba relacionado con las danzas rituales que allí se celebraban, pero que también delataba la influencia artística de los fenicios de Cartago, en el norte de África. Segundo, hubo una impresionante serie de figurillas de bronce, entre las cuales merecen especial atención las que representan a hoplitas adultos en diversos grados de indumentaria y equipamiento marcial. También éstas, como la cerámica pintada, alcanzaron una notable difusión, tanto en Laconia y Mesenia como en zonas tan meridionales como Adén. Incluso se ha sugerido con cierta verosimilitud que estaban fabricadas para su distribución fuera de Esparta, como una forma de propaganda piadosa, pues la mayoría, tarde o temprano, acabó en un santuario religioso.
Por supuesto es verdad que todos o la mayor parte de estos objetos fueron fabricados por artesanos periecos, con o sin ayuda de ilotas, y no por ciudadanos espartanos, y que fueron exportados tanto por periecos como por comerciantes y mercaderes extranjeros. Sin embargo, a menudo eran encargados por espartanos, mujeres y hombres, en calidad tanto de individuos como de miembros de la comunidad. Al principio de este capítulo mencioné la vasija de bronce dedicada por Eumnasto en Samos. Podríamos citar igualmente el trono de Apolo en Amiclas, diseñado y construido por Baticles, o la posterior escultura en mármol de Leónidas, en la década de 480, e incluso el «pórtico persa» de la década de 470 (véase el siguiente capítulo). En otras palabras, en 500 es aún muy pronto para hablar de Esparta como el desierto cultural o el páramo representado en el espejismo o el mito.

No hay comentarios:

Publicar un comentario