sábado, 23 de diciembre de 2017

Caratini Roger: Alejandro Magno XVIII ¡Salud al artista!

1.    En Babilonia: los últimos proyectos de Alejandro

Camino de Babilonia, mucho antes de haber franqueado el Tigris, Alejandro tropezó con unos embajadores procedentes de Libia que ofrecieron una corona de oro al rey de Asia en que se había convertido y que iban a felicitarle. Luego fueron unos embajadores procedentes de Etruria, del Bruttium (comarca del sur de Italia, situada en la punta de la bota) y de Lucania (región de Italia meridional, colonizada por los griegos desde el siglo V a.C), que iban con las mismas intenciones. Y como sólo se presta a los ricos, Arriano —que sin embargo suele mostrarse escéptico— no descarta la tradición según la cual también se presentaron al Conquistador embajadores procedentes de Cartago, de Etiopía, de las Galias y de Iberia. Era la primera vez, nos dice Arriano, que griegos y macedonios oían pronunciar los nombres de estos pueblos y descubrían la forma en que se vestían. Algunos historiadores antiguos de Alejandro afirman incluso que Roma habría enviado emisarios, pero esta información le resulta sospechosa a Arriano, y tiene razón.
Tras esto, Alejandro envía a uno de los suyos a Hircania (a orillas del mar Caspio), acompañado por algunos arquitectos y carpinteros de ribera para construir allí una flota de guerra. Sigue ateniéndose a su teoría de que el mar Caspio es un golfo que desemboca en el océano exterior, igual que el golfo Pérsico, y quiere verificarla: ese mar —que entonces se llamaba el «mar Hircanio»— es un gran mar, que recibe las aguas de ríos grandísimos como el Oxo (Amu-Daria) o el Jaxartes (Sir-Daria), de la misma forma que el océano Índico, en que desemboca el Indo.
Después de franquear el Tigris, Alejandro ve acudir a su presencia a unos adivinos caldeos que, conociendo su temperamento supersticioso, le advierten que no entre en la ciudad de Babilonia, porque el oráculo de su dios Belo les había puesto en guardia. «Será nefasto para Alejandro entrar en este momento en Babilonia.» El rey les responde con un verso de Eurípides: «El mejor adivino es el que predice lo mejor», pero los adivinos insisten: «Rey, no mires hacia el poniente, no lleves tu ejército por ahí; vete mejor hacia el este.» Por una vez, el supersticioso Alejandro no escucha a estos decidores de buena ventura y sigue adelante, porque sospecha que pretenden apartarlo de Babilonia por otra razón: el templo de Babilonia se cae en ruinas, y Alejandro había ordenado demolerlo y reconstruir uno nuevo en su emplazamiento; pero a los adivinos no les preocupaba ver las palas de los demoledores atacando su templo: en éste había numerosos escondrijos llenos de oro, que sólo ellos conocían y utilizaban.
Pero si Alejandro creía en adivinos, debería haber desconfiado. El verano anterior, un oficial macedonio a las órdenes de Hefestión había cometido algunos errores en su servicio y había interrogado a su hermano, un tal Pitágoras, para saber si le castigaría por ellos su general. Pitágoras inmola un animal, examina sus entrañas por referencia a Hefestión y constata que al hígado le falta un lóbulo; es un signo funesto, pero el oficial no tiene motivos para preocuparse: la desgracia ha llegado con la muerte de Hefestión. El oficial pide entonces a su hermano que haga un nuevo sacrificio para saber si será reñido por Alejandro. Pitágoras inmola otra víctima: también le falta un lóbulo al hígado. Conclusión de Pitágoras: lo mismo que Hefestión, Alejandro morirá, por lo que haría bien en no entrar en una ciudad sobre la que planean semejantes maleficios.
Alejandro franquea por fin el formidable recinto de Babilonia. Recibe ahí a unos griegos, a los que hace regalos, y encuentra una parte de la flota de Nearco y otros navíos, procedentes de Fenicia. Interesado por el emplazamiento fluvial, traza los planos de un puerto capaz de recibir mil navíos de guerra y arsenales que podrían completarlo, y unos días más tarde un ejército de obreros empieza a excavar el futuro Puerto Babilonia. Pensaba que esta región, fácilmente accesible desde Fenicia, podría convertirse en rica y próspera; y si se veía dominado por el deseo de partir a la conquista de Arabia, sería una buena base de partida. Además, buscaba un buen pretexto para lanzarse a la conquista de esa tierra árabe, de la que decían que era tan vasta como India: ningún embajador árabe había ido a Babilonia a saludarle. Arriano no cree en este casus belli de circunstancias: la verdad es que Alejandro siempre tenía una renovada sed de conquista. También tenía sed de sueños. Había oído decir que los árabes no tenían más que dos dioses, el Cielo, que contiene todo, y Dioniso; evidentemente les faltaba un tercer dios, porque todos los pueblos que había encontrado poseían una trinidad divina; se veía muy bien a sí mismo como tercer dios de los árabes.
Cuando se cansó de visitar Babilonia y sus alrededores, Alejandro decidió explorar el curso del Eufrates y, mientras los jornaleros excavaban el futuro puerto de la ciudad y los carpinteros de ribera iban haciendo sus trirremes, navegó río abajo hasta un canal situado a 160 kilómetros de Babilonia, por el que el río fluye durante las fuertes crecidas del verano y derrama sus aguas en una zona pantanosa. En efecto, el Eufrates nace en las montañas nevadas de Armenia y sus aguas permanecen bajas en invierno, pero crecen en primavera y sobre todo en verano, en el momento del deshielo de las nieves, y el país entero quedaría inundado si este desaguadero —llamado el Palácopas— no existiese o estuviese obstruido, porque el Eufrates inundaría las riberas. Además, le habían dicho que en ese momento 10.000 obreros asirios trabajaban para limpiarlo porque se acercaba el verano.
 Había sido Arquias, el segundo de Nearco, quien había dado a Alejandro estas informaciones tan valiosas. Ese personaje entendía más que nadie de navegación y de ríos, y se le había encargado explorar las condiciones de navegación costera en dirección a Arabia, pero no se había atrevido a aventurarse más allá de la isla de Bahrein. Otros pilotos de Alejandro habían tenido el valor de ir más allá, en particular Hierón de Solos, que con un navio de treinta remeros había llegado hasta el fondo del golfo de Arabia (nuestro mar Rojo) y alcanzado la costa egipcia en Hierópolis; luego había vuelto a Babilonia y había hecho un informe detallado y cuantitativo de su viaje.
Alejandro se sentía eufórico. Inspeccionaba su imperio, había demostrado que un mismo océano bañaba todos los países de Asia, desde India a Babilonia y Arabia, no le había ocurrido nada molesto en Babilonia a pesar de las predicciones de los adivinos caldeos, y el viento que soplaba sobre el Eufrates azotaba agradablemente su rostro. Ese mismo viento tuvo el impudor de llevarse su sombrero para el sol y la diadema de Gran Rey unida a él. El sombrero se había hundido, pero la diadema se había enganchado en un junco, entre otros juncos crecidos en los pantanos, junto a una vieja tumba que contenía los despojos de un antiguo rey de Asiría. Un marinero se lanza al agua, nada hasta la diadema, la libera del junco y, para no mojarla al nadar, se la pone en la cabeza.
¡Sacrilegio! Todo el que llevase, incluso por accidente, la diadema real no debía ser dejado con vida. ¿Qué hizo entonces Alejandro? Según la mayoría de las fuentes antiguas, ofreció un talento al marinero por haber repescado la diadema, pero luego mandó cortarle la cabeza por habérsela puesto. Aristóbulo de Casandra (que, como ingeniero civil, tal vez se hallaba presente) precisa que se trataba de un marinero fenicio, que recibió desde luego un talento, pero que no le cortaron la cabeza: fue azotado simplemente.
A finales del mes de mayo, los embajadores sagrados enviados por Alejandro al oráculo de Amón están de vuelta. Hicieron el camino de ida por Siwah y el de vuelta por Tiro, Damasco, Asiría y ya están en Babilonia. Traen la respuesta de Zeus-Amón. El oráculo ha hablado y ha declarado que era conforme con la ley divina glorificar a Hefestión y ofrecerle sacrificios como a un semidiós. Y esta respuesta llena a Alejandro de alegría.

Pero esa alegría no le dispensa de escribir una severa carta al gobernador de Egipto, Cleómenes, cuyos embajadores acaban de informarle de que es un malvado. El rey le ordena construir un santuario para Hefestión en Alejandría de Egipto y otro en Faros y le promete perdonarle sus faltas pasadas y futuras si los santuarios le parecen bien construidos. Arriano desaprueba este paso de Alejandro (op. cit., VII, 23, 9): «No puedo aprobar este mensaje de un gran rey a un hombre que ha estado a la cabeza de un gran país y una numerosa población, pero que no obstante ha sido un desalmado.»
El 30 de mayo de 323 a.C. tuvieron lugar los funerales oficiales de Hefestión. Numerosos visitantes extranjeros acudieron a Babilonia para asistir a ellos, así como a los juegos y festines que serán organizados en honor del difunto. Se levanta un catafalco monumental: mide unos sesenta metros de altura y resplandece de oro y púrpura. Lenta y solemnemente sacan el cadáver de la tumba y lo levantan sobre la pira que ya está encendida. Los coros cantan los himnos de los muertos y el alma de Hefestión vuela hacia arriba con el humo. Luego es el cenotafio lo que entregan a las llamas y Alejandro dedica las ofrendas que van a seguir a su amigo, el héroe, el semidiós glorificado. Se sacrificaron dos mil animales —corderos, bueyes, vacas— a su memoria y su carne fue distribuida entre el ejército y los pobres.

2.    El poeta va a morir

Hace calor, mucho calor en Babilonia, cuando se acerca el verano. Las calles de la ciudad están atestadas de soldados, de marineros y mercaderes que se preguntan por las intenciones de su rey: ¿para qué iban a servir aquellos cientos de navíos que carenaban en el puerto durante el día miles de carpinteros de ribera? ¿Para circunnavegar la Arabia y llegar a Egipto? Ciertos navegantes fenicios aseguraban que era posible. ¿Quizá para llevar un nuevo gran ejército hasta las puertas de Occidente, hacia aquellas columnas de Hércules (Gibraltar) sobre las que corrían tantas leyendas? Pero ¿cómo alcanzarlas, desde Babilonia o desde el golfo Pérsico? ¿Cuándo tendrían lugar los funerales de Hefestión, antes o después del solsticio?
En cuanto a Alejandro, no se le veía en Babilonia. Sin duda se acordaba en todo momento de la predicción de los adivinos caldeos, o tal vez estaba demasiado atareado en la inspección de los trabajos portuarios.
Pasaba jornadas enteras en pequeñas embarcaciones, circulando por las zonas pantanosas del Eufrates, infestadas de mosquitos y, cuando no estaba en el río, se le podía encontrar en su tienda, trabajando en la nueva formación que pretendía dar a su infantería. Tenía la intención de sustituir la falange clásica (formación que había creado su padre), compuesta por dieciséis filas de hoplitas, es decir, de infantes pesadamente armados, por una formación más diversificada, que le habían inspirado los pueblos de Italia y Sicilia: de adelante atrás, tres hileras de infantes pesados macedonios armados con largas lanzas, seis hileras de infantes pesados persas armados con jabalinas de caza, seis hileras de arqueros persas, y tres hileras de infantes pesados macedonios cerrando la marcha. ¿Estaría pensando en guerrear en Occidente? Ya se hablaba de Sicilia, de África, de Iberia y Occidente, que sería conquistado por los infantes, y de Arabia, cuyas costas podría conquistar la flota que estaba construyendo en los astilleros de Babilonia.
El sátrapa de Persia, Peucestas, había reclutado para él en su provincia 20.000 jóvenes persas. Al día siguiente de los funerales de Hefestión, Alejandro concluyó en persona las operaciones de incorporación de este contingente. La sesión tuvo lugar en los jardines del palacio real; Alejandro estaba sentado en un trono de oro, vestido con el traje imperial de los Grandes Reyes, con la frente ceñida con la diadema de Darío; detrás, inmóviles y con los brazos cruzados, los eunucos, con el traje de los medos. Ese día, por la tarde, una vez que terminó de asignar a los reclutas sus filas en las falanges, Alejandro dejó su asiento para ir a beber un poco de agua fresca y sintió la necesidad de bañarse unos minutos en una alberca del jardín. Sus amigos le siguen. De pronto, tras la hilera de los impasibles eunucos, aparece un hombre de baja estatura; tiene los ojos brillantes y la frente ceñuda. Salva la hilera de eunucos que, según exige el reglamento persa, no tienen derecho a moverse. Sube uno a uno los escalones que llevan al trono de oro, se viste la túnica púrpura, se ciñe la diadema de Alejandro y se sienta en su sitio, sin ningún otro gesto y con los ojos fijos. Los eunucos, que no tienen derecho a intervenir, empiezan a desgarrar sus ropas y a golpearse el pecho, como si hubiese ocurrido una gran desgracia. Aparece Alejandro. Al descubrir la escena palidece de rabia y manda preguntar a quien se ha apoderado de su trono quién es. El hombre se queda mudo cierto tiempo, luego, con la mirada siempre fija y la postura hierática, habla: «Soy Dioniso, de la ciudad de Mesena. He sido acusado, detenido en la playa y cargado de cadenas. El dios Serapis me ha liberado, me ha ordenado ponerme la púrpura, ceñir la diadema y sentarme aquí, sin decir una sola palabra.» Detienen a este hombre y lo someten a tortura: sigue diciendo que actúa por orden de Serapis, luego se calla. Evidentemente ha perdido el juicio: los adivinos, preguntados, declaran que es un mal presagio y lo condenan a muerte. Pero como vamos a ver, los acontecimientos se precipitan.
—       1 de junio. Alejandro ofrece un banquete privado a Nearco, almirante de su flota, y a sus generales. El festín y la juerga se prolongan hasta muy avanzada la noche. Cuando Alejandro se despide de sus huéspedes y se dispone a retirarse a su habitación, un compañero, el tesalio Medio, le invita a acabar la noche con él, con algunos amigos y buenos vinos. El rey acepta, y se duerme al alba. Duerme allí mismo todo el día y luego regresa a su habitación.
—       2 de junio (por la noche). Alejandro vuelve a casa de Medio, para cenar. Nueva juerga hasta bien entrada la noche; deja la juerga para ir a tomar un baño y come ligeramente.
—       3 de junio. Vuelve a la sala del festín, en casa de Medio; al amanecer ordena que lo lleven en litera a hacer su habitual sacrificio de las mañanas. Luego vuelve a casa de Medio y duerme todo el día. A la puesta del sol se hace llevar hasta el río, que cruza a bordo de un navio para dirigirse al parque real, que está en la otra orilla. Allí ordena que lo depositen en un pabellón del parque, y se duerme hasta el día siguiente.
—       4 de junio. Al despertar Alejandro, se siente algo mejor, toma un baño, asiste al sacrificio matinal y pasa una parte de la jornada charlando con Medio, que ha ido a visitarle, e incluso juega a los dados con él. Convoca a sus oficiales para la mañana siguiente y cena en su tienda. Después de cenar, siente fiebre y pasa una noche malísima.
—       5 de junio. Otra vez baño y sacrificio matinal. Alejandro recibe a Nearco y le ordena estar preparado para salir al mar el 8 de junio: espera que para entonces ya estará curado.
 —      6 de junio. Alejandro se siente débil, pero se obliga a bañarse y a ofrecer su sacrificio matinal. Recibe a Nearco, que le comunica que todo está preparado para hacerse a la mar: las provisiones se encuentran a bordo, las tripulaciones están en sus puestos, y también las tropas. El rey tiene cada vez más fiebre. Por la noche se vuelve a bañar para aliviarla. Pasa una noche malísima.
—       7 de junio. Alejandro toma un último baño, pero debe hacerse llevar para asistir al sacrificio de la mañana. Habla penosamente con sus oficiales: es evidente que no podrá hacerse a la mar al día siguiente, como pretendía. Empieza a delirar: lo llevan a otro pabellón del jardín, donde hace más fresco.
—       8 de junio. Se pospone la partida. Alejandro se hace llevar para asistir al sacrificio matinal.
—       9 de junio. El rey asiste al sacrificio y se hace trasladar a palacio, a los aposentos más frescos. Ordena a sus oficiales que se queden a su lado por si los necesita. Se debilita a ojos vistas.
—       10 y 11 de junio. La fiebre es fuerte y persistente; Alejandro ya casi no habla.
—       12 de junio. Por la mañana, se difunde el rumor de que el rey ha muerto y de que sus allegados ocultan la noticia. Los Compañeros y numerosos oficiales acuden a palacio; quieren ver al rey con sus propios ojos y uno a uno desfilan por la habitación del enfermo. Éste todavía se encuentra consciente, pero demasiado débil para hablar: hace un ligero movimiento de la mano y clava la mirada en sus amigos como para decirles adiós.
—      Noche del 12 al 13 de junio. Seis amigos (Pitón, Demofonte, Átalo, Cleómenes, Menidas y Seleuco) pasan la noche en el templo de Serapis (dios curador grecoegipcio cuyo culto está empezando entonces); ruegan por su curación.
—       13 de junio. Alejandro ya sólo tiene raros momentos de lucidez. Habría dejado a Perdicas tomar posesión de su sello. Sus Compañeros le preguntan a quién deja el Imperio, el rey farfulla una respuesta: unos creen oír la palabra Kratisto («Al más fuerte» o «Al mejor»); otros creen oír «Heracles» (el nombre de su único hijo). Al ponerse el sol, Alejandro se apaga con un último suspiro.

Alejandro murió el vigésimo octavo día del mes griego de Skirophorion (Daisios en macedonio), en la 114 Olimpiada (13 de junio de 323 a.C). Tenía treinta y dos años y ocho meses, y estaba en el decimotercero año de su reinado.
Sus mujeres se desgarraron entre sí. Roxana, que siempre había estado celosa de Estatira, la hija de Darío III, la hizo asesinar, así como a la hermana de ésta, Dripetis (que se había casado con Hefestión); luego trajo al mundo, en los plazos normales de embarazo, un hijo, que por lo tanto era hijo de Alejandro y al que impuso el nombre de su padre. Se suele llamar al rey Alejandro III de Macedonia bien Alejandro Magno, bien Alejandro el Conquistador.
Dejaba dos hijos (Heracles, que le había dado la persa Barsine, y Alejandro, el hijo de Roxana); ambos fueron asesinados en su niñez en el marco de la «guerra de sucesión» a la que se entregaron los grandes de Macedonia (Antípater, Casandro, etc.), lo mismo que sus madres. En esta lucha por el poder Cleopatra, la hermana de Alejandro, también fue inmolada.
También dos mujeres de más edad habían contado en la vida de Alejandro: su madre, Olimpia, y la viuda de Darío III, la reina madre Sisigambis. La primera luchó hasta el año 316 a.C. contra todos los pretendientes, y de manera especial contra el macedonio Casandro, que se libró de ella entregándola a sus enemigos (la ejecutaron). En cuanto a Sisigambis, abrumada de pena, se negó a comer y murió de inanición y dolor, cinco días después de aquel al que llamaba su «hijo adoptivo».
Quedaba el Imperio de Alejandro. No se trataba de un Estado del que éste fuera el soberano, sino un conjunto heteróclito de territorios que había conquistado. Sus sucesores, los diadocos, se lo reparten, pero tras varios años de guerras desordenadas se disoció en un mosaico de estados territoriales donde floreció una brillante civilización helenística, que sufrió la influencia enriquecedora de las civilizaciones del Oriente Próximo.







Conclusión

Tres adjetivos califican, a nuestro parecer, la gesta histórica de Alejandro III de Macedonia: fue breve en el tiempo, desmesurada en el espacio y en las intenciones, efímera en cuanto a sus resultados.
Merece la pena subrayar su brevedad. Si se exceptúan las expediciones preliminares a los Balcanes de la primavera de 335 a.C. y el aniquilamiento de Tebas en el verano siguiente, la carrera conquistadora de Alejandro empieza en el mes de abril del año 334 a.C, cuando el ejército macedonio, formado por 32.000 infantes y 5.200 jinetes, deja Anfípolis y se dirige hacia Asia Menor; termina en el Hífasis, en el valle del Indo, por la voluntad de sus soldados que, el 31 de agosto de 326 a.C, se niegan a seguir adelante. Por lo tanto la campaña duró ocho años: es muy poco, sobre todo para conquistar el mundo, pues ésa era la ambición del macedonio, a medida que avanzaba hacia las estepas, los desiertos y las montañas del Asia anterior.
De hecho, Alejandro sólo conquistó —y de una manera muy efímera— el Oriente Medio, es decir, según la geografía política moderna, Turquía, Siria, Líbano, Israel, Jordania, el delta egipcio (no pasó de Menfis), Irak, Irán, Afganistán y una parte de Pakistán (el valle del Indo). Pero en una época en que las únicas guerras que habían conocido griegos y macedonios eran guerras locales, entre ciudades relativamente próximas unas de otras (Atenas-Esparta: unos 200 kilómetros; Pela-Tebas: unos 800 kilómetros), la expedición emprendida por Alejandro contra el enorme Imperio persa tenía indiscutiblemente algo de desmesurado. Para fijar las ideas: la vía real, construida por Darío I el Grande hacia el año 500 a.C, para unir Sardes, en Asia Menor (a 100 kilómetros de la costa mediterránea de Turquía) con Susa, la capital administrativa del Imperio persa (situada cerca de la moderna Dizful, en Irán) tenía 2.700 kilómetros de longitud.
Por lo tanto, en el punto de partida la empresa podía parecer gigantesca, aunque sólo sea por las distancias a recorrer, pero no era insensata. Las guerras médicas habían contribuido a dar a conocer Persia a los helenos: las obras de Herodoto y de Jenofonte lo atestiguan y está fuera de duda que fueron leídas y releídas por Alejandro y sus lugartenientes. Ya hemos señalado al principio que, en su infancia, el futuro Conquistador había hecho dos preguntas, indudablemente ingenuas, a los embajadores persas que habían ido a Pela. Además, existían numerosas relaciones comerciales entre las ciudades griegas de Asia Menor, integradas desde hacía lustros en el Imperio persa, y las de la Grecia continental e insular. En resumen, el imperio del Gran Rey no tenía nada de una terra incognita, ni para Alejandro, ni para su entorno.
Las intenciones iniciales de Alejandro estaban sin duda al alcance de sus posibilidades: llevar a su término la gran cruzada panhelénica predicada por su padre, cuyo remate victorioso debía sellar la unificación del mundo griego, troceado hasta entonces. Los argumentos de Filipo eran válidos todavía en el 334 a.C: se trataba de eliminar el peligro militar persa, de devolver a las ciudades griegas de Asia Menor —«persificadas» desde hacía casi dos siglos— al seno helénico, de consolidar la seguridad de la navegación por el mar Egeo (condición fundamental de la prosperidad económica), y Alejandro las asumió. Pero después de alcanzar su meta, es decir, después de su victoria definitiva en Gaugamela sobre Darío III y su entrada triunfal en las grandes capitales aqueménidas (Babilonia, Susa, Persépolis, Ecbatana), después de apoderarse del fabuloso tesoro del Gran Rey (en Ecbatana), en lugar de reorganizar el Imperio persa —que conquistó casi sin luchar— como una prolongación asiática de su reino, en lugar de construir política y administrativamente un Imperio macedonio, Alejandro se lanzó a la persecución de los asesinos de Darío, en una aventura imprevista e irracional que lo llevó adonde nunca había tenido la intención de ir: hasta India.
Desde ese momento, a una anábasis «mesurada» que habría podido acabar con un retorno desde Ecbatana a Susa, luego con una catábasis hacia Macedonia (a lo que todas sus tropas y sus lugartenientes aspiraban), va a sucederle otra anábasis inesperada, realmente desmesurada, hacia Afganistán y hasta el valle del Indo, sin más razón que los caprichos, las curiosidades o, si se quiere, los delirios de Alejandro. La sanción de esa desmesura fue el amotinamiento de sus tropas en las orillas del Hifasis y una retirada terrible que duró diecisiete meses, durante la cual Alejandro perdió las tres cuartas partes de su ejército (Plutarco dixit). Cuando estuvo de vuelta en Susa, con un gran ejército en harapos, seguía teniendo ideas enloquecidas en la cabeza: conquistar la península Arábiga, territorio tan vasto como el que ya había conquistado en Asia, invadir el norte de África y proceder a una mezcla de razas en su Imperio, eran otros tantos proyectos inmensos y delirantes que pensaba poner en marcha durante el año 323 a.C. y que un insecto enclenque —un mosquito anofeles que vagaba por los pantanos del Eufrates— redujo a la nada.
El analista que fui en otro tiempo no puede dejar de detenerse a pensar un poco sobre la historia psicológica del Conquistador.
La infancia de Alejandro se desarrolla entre las faldas de su madre, ocupada en dirigir a un tiempo su pasado de antigua sacerdotisa de Dioniso, sus beaterías, la educación casi captadora de su hijo, sus celos teñidos de desprecio hacia su real esposo, impío, pendenciero, bebedor y en trance de convertirse en el dueño incontestable del mundo griego. Luego, una vez alcanzado lo que los griegos llamaban «la edad de la razón» —es decir, la edad de siete años—, Alejandro es entregado por su padre a Leónidas y Lisímaco, pedagogos severos y rígidos.
Le vemos luego adolescente: a los doce años, Filipo le regala un caballo llamado Bucéfalo; a los trece, elige para él al mejor profesor particular del mundo, Aristóteles, que aún no había creado en Atenas su famoso Liceo; y a los catorce años lo lleva al campo de batalla, en Perinto, donde el joven asiste a su primer combate, sin participar en él. Dos años más tarde, en el 340 a.C, Alejandro entra en la edad adulta. En ausencia de su padre, desempeña la función de regente y emprende, por propia iniciativa, su primera expedición militar. En 338 a.C. celebra sus dieciocho años en Atenas.
La vida del joven príncipe transcurría entonces tranquilamente. Sin embargo, no podemos dejar de pensar que alimentaba en su seno algún conflicto edípico inconsciente, dividido como estaba entre la admiración hacia un padre siempre vencedor y el amor que profesaba a una madre místicamente posesiva, que veía en él al hijo de Zeus-Amón. Podemos cargar en la cuenta de este edipo el hecho de que el hermoso joven parecía indiferente a los asuntos del amor: su padre había observado, con amargura, el escaso interés que su hijo sentía por las mujeres; en cuanto a su madre, para espabilarlo, había mandado venir de Tesalia a una prostituta experta, una tal Calixena, que había llegado a instalarse en la corte de Pela; pero todo había sido en vano.
Sin embargo, en 337 a.C, con ocasión de las bodas de Filipo con Cleopatra, la sobrina de Átalo, el edipo de Alejandro explotó. Ningún analista habría podido soñar una escena tan traumatizante. Según la lógica freudiana clásica, habría debido despertar el conflicto edípico latente y engendrar en Alejandro un inmenso complejo de culpabilidad, traduciéndose por conductas autopunitivas de fracaso o por una buena neurosis. Sin embargo, no ocurrió nada de eso. De hecho, parece que el mecanismo psicológico propio de Alejandro nunca fue un mecanismo neurótico de compromiso (para el psicoanálisis, el síntoma neurótico es un comportamiento contradictorio de compromiso, que expresa simbólicamente la existencia de un conflicto inconsciente entre el deseo y la defensa): lo que parece haber sido el motor de todas sus conductas fue, siempre o casi siempre, un mecanismo de ruptura con lo real, que es un mecanismo típicamente psicótico.
Pueden darse mil ejemplos, unos anodinos (son los rasgos de carácter, sin más), otros dramáticos (son graves crisis psicóticas, puntuales, tras las que se restablece el curso psicológico «normal» del sujeto).
El primer ejemplo de esta clase nos viene de Demóstenes, y se remonta al año 341 a.C. (véase pág. 63); el orador hace un juicio severo sobre el pequeño Alejandro (que entonces tenía nueve años): «un niño pretencioso, que se las da de sabio y pretendía poder contar el número de olas del mar, cuando ni siquiera era capaz de contar hasta cinco sin equivocarse». En sí, esta observación no tiene una importancia capital, todo lo contrario; pero si Demóstenes ha sentido la necesidad de hacerla, en caliente, es que le pareció característica: aquel niño de nueve años que quiere contar las olas del mar rechaza, de entrada, que haya algo imposible, borra la realidad y sólo deja hablar a su deseo.
Segundo ejemplo, que se remonta a 344 a.C. (Alejandro tiene doce años): Bucéfalo; un tesalio presenta el caballo a Filipo, a quien trata de vendérselo muy caro; pero el animal parece repropio, se encabrita y nadie se atreve a montarlo... salvo Alejandro que, también en este caso, borra lo real (el peligro) y doma a la bestia.
Se dirá que todo esto es pura frivolidad y que no es necesario recurrir a una explicación psiquiátrica para dar cuenta de la impetuosidad o del desprecio del peligro en un joven por otra parte muy dotado. Lo admito. Pero cuando la impetuosidad se vuelve criminal, por ejemplo cuando en septiembre de 336 a.C, tras el asesinato de su padre, Alejandro ordena matar a los pretendientes potenciales a la corona de Macedonia, incluido un bebé de unos pocos meses, tenemos derecho a interrogarnos sobre una determinación tan fría en un joven de veinte años. Cierto que puede argüirse que la violencia individual era la norma en esa época, y que su padre Filipo había hecho lo mismo en 358 a.C; pero ¿qué decir de la violencia colectiva de que da prueba el joven Alejandro respecto a Tebas, a finales del verano del año 335 a.C, cuando arrasa la prestigiosa ciudad de Beocia y vende a sus ciudadanos en el mercado de esclavos? Semejante barbarie no figuraba en las costumbres de la época: es más el acto de un personaje desequilibrado (lo mismo que, más tarde, el incendio de Persépolis) que el de un conquistador avisado.
Después de la crisis tebana, Alejandro se convierte en un jefe de guerra «normal» y, desde abril de 334 a.C. (fecha de partida del gran ejército grecomacedonio en dirección a Asia) hasta julio de 330 a.C. (fecha de la muerte de Darío, en fuga después de haber sido vencido sucesivamente en Isos y en Gaugamela/Arbela), su conducta es perfectamente coherente. Se apodera de todas las satrapías del Imperio persa prácticamente sin lucha, no castiga a nadie, se gana a los señores vencidos, es considerado hijo adoptivo por la madre de Darío, se casa con una persa, y no vuelve a librar ninguna batalla (salvo en Sogdiana, donde tuvo que combatir una revuelta nacionalista): Alejandro se ha vuelto el conquistador respetuoso de los pueblos que domina.
En otros términos, Alejandro ha recogido la antorcha de la cruzada panhelénica que había entrevisto su padre y ha alcanzado su meta: Darío está muerto y, con él, el poderío persa. Dos vías, igual de coherentes, se ofrecen entonces a Alejandro: o bien oficializar esa derrota de los persas mediante una paz definitiva, como ya se había firmado en el pasado, o bien prolongarla integrando el Imperio persa en un Imperio macedonio, como desde luego habría hecho su padre, Filipo II, que tenía los pies en la tierra.
Pero Alejandro no escogió ninguna de estas dos soluciones. Mediante una curiosa turbación psíquica, se identifica con Darío y transforma su cruzada panhelénica en una especie de vendetta contra Beso, el impostor, el asesino grotesco del Gran Rey. Pierde súbitamente el sentido de las realidades políticas y, en lugar de explotar su victoria total, cae en un primer grado de incoherencia que lo lleva a partir de campaña a Afganistán (Bactriana-Sogdiana): esta conducta política aberrante, enmascarada por sus éxitos militares, marca el período de su vida que comprende de julio de 330 a diciembre de 328 a.C.
En la primavera de 327 a.C, segunda incoherencia: Alejandro parte a la conquista de «India» (es decir, del Pakistán actual). Cualquiera que sea el resultado, no le será de ninguna utilidad política: ¡ni siquiera ha comenzado a estructurar el Imperio persa que acaba de conquistar! Esta empresa no por ello deja de llenar —sin ninguna consecuencia positiva ni para el Imperio ex aqueménida ni para Macedonia— el período que va de la primavera de 327 a.C. a los reencuentros de Susa en febrero de 324 a.C. (un año de conquista, con una sola gran batalla, y una retirada de quince meses, en la que perece una buena parte del ejército de Alejandro).
A principios del año 324 a.C, tercer grado de incoherencia: Alejandro da rienda suelta a su delirio de unificación de las razas. Piensa realizarla en dos tiempos: primero, mediante lo que podríamos llamar una especie de mezcla genética ingenua, de la que las bodas de Susa son un primer (y último) ejemplo; segundo, mediante la iniciativa, muy moderna, de dar a los «bárbaros» que son los persas para los macedonios un estatuto militar análogo al suyo, lo cual se traducirá. .. en una sublevación de las tropas macedonias.
Esto por lo que se refiere a los signos reveladores del temperamento psicótico de Alejandro: cuando lo real no se conforma a sus pulsiones, no pacta, rompe con lo real y la ruptura es tanto más espectacular cuanto que las pulsiones son más potentes. Cada ruptura grave con la realidad va a engendrar una crisis: Tebas y los tebanos fueron las víctimas de la primera.
Resumamos. La epopeya de Alejandro duró ocho años, de abril de 334 a.C. al 31 de agosto de 326 a.C. Durante los cuatro primeros años de su conquista, los planes, la conducta y los comportamientos del personaje son sin duda los de un gran conquistador, lógico consigo mismo, metódico e impetuoso a la vez, que posee un sentido innato de la estrategia guerrera, es decir, de la organización y la utilización de sus fuerzas en función del espacio y el tiempo: no es el hombre de los golpes de mano afortunados o las batallas ganadas como se gana una apuesta, y no las emprende sino tras una larga preparación: Isos y Gaugamela lo demuestran, y lo menos que puede decirse es que tiene sentido de la guerra de movimiento. Su meta, aniquilar el poderío persa, se alcanza, progresiva y metódicamente, en el año 330 a.C, cuando alcanza a Darío que huye por los desiertos de Bactriana. Por otro lado, se muestra como un conquistador realista, generoso, y no modifica para nada el régimen administrativo de los Aqueménidas, convertidos ahora con frecuencia en autoridades locales. Para muchos persas, Alejandro aparece como lo que podría llamarse un conquistador civilizador y no un conquistador destructor.
A mediados del mes de julio de 330 a.C, el joven Conquistador sufre un choque psicológico considerable: tiene enfrente el cadáver todavía caliente de Darío, al que acaba de asesinar el sátrapa Beso, que a su vez ha huido. Los autores antiguos nos dicen que lloró estrechando la cabeza ensangrentada de Darío contra su pecho y murmurando: «Yo no quería esto.» La anécdota es bastante plausible: desde Isos, Alejandro había cobrado un gran cariño por la madre del Gran Rey, Sisigambis, que lo acompañaba en sus desplazamientos por el corazón del Imperio persa, y él se consideraba su hijo adoptivo. La muerte de Darío debió de ser sentida por el Conquistador no como la desaparición de un enemigo, sino como la pérdida de un hermano de armas y le conmovió profundamente.
En el lenguaje de la psicología moderna, una emoción de esta clase está considerada como un traumatismo inicial, que puede ser generador bien de una conducta neurótica, bien de una conducta psicótica. No obstante, una neurosis nunca nace de una vez, bruscamente, resulta de la acumulación inconsciente de afectos negativos, se instala progresivamente en el inconsciente del sujeto y se manifiesta de manera gradual. En cambio, la psicosis aparece brutalmente, en lo que en otro tiempo se llamaba una «crisis de locura», tras la que el psicotizado rompe con lo real. Es un poco lo que ocurrió cuando Alejandro tuvo el cadáver de Darío entre sus brazos.
El hombre era insaciable, cierto, como todos los conquistadores, que continuamente desean ir más lejos, y se ha hablado con razón de su sed (pothos en griego) de conquistas, de grandezas y saberes, etc.; mientras que en un sediento de poder como César, por ejemplo, ese pothos queda templado por una justa apreciación de las realidades, en Alejandro se ve alimentado en cambio por su pérdida del sentido de lo real. Va a tomarse por un Aqueménida, a vestirse al modo persa, a obligar a griegos y macedonios que le rodean a prosternarse ante él a la manera oriental (rito de la proskynesis) y a convencerse de que está predestinado a ser el amo del mundo.
Desde luego, Alejandro no es un psicotizado: no es un esquizofrénico ni un paranoico, en el sentido clínico del término, pero podemos hablar respecto a él de un temperamento psicoide. Percibe lo real como lo desea y no como es, y se encierra en su sueño como el esquizofrénico se abstrae de la realidad. De modo que, cuando fracasa, atribuye su fracaso a los «malvados», y los «traidores» que le rodean... y no vacila en ejecutarlos (ejemplos: Filotas, Parmenión, la conjura de los pajes) o a matarlos él mismo (como a su amigo Clito) en una crisis de locura furiosa.
En nuestra opinión, después de haber liberado el Asia Menor de la presencia persa (muy bien soportada, por otro lado, por las gentes de Mileto, de Sardes y de otros lugares, pero amenazadora para la Grecia continental), después de haber tomado —sin combates— Babilonia, Susa, Persépolis y Ecbatana, y de haberse apoderado del fabuloso tesoro persa, y una vez comprobada la muerte de Darío, Alejandro no tenía ninguna razón válida, ni estratégica, ni política, ni económica, para llevar la guerra más allá de los límites de Persia, es decir, a Afganistán y Pakistán: los pueblos de estas comarcas no eran una amenaza para Persia, que ahora era suya, ni menos todavía una amenaza para la Macedonia y para la Grecia de las ciudades. Lo único que podía ocurrir es que lo perdiera todo, incluso la vida, en esta aventura. No obstante, había perdido el sentido de lo real y su temperamento psicoide prevaleció sobre el del hombre de acción razonable.
Y por esta razón su conquista fue efímera y Alejandro no dejó nada tras de sí, tanto en Egipto como en Asia, salvo la estela de cometa de su paso y algunas decenas de aldeas que llevan su nombre y que, de hecho, no vieron la luz sino después de su muerte (Alejandría de Egipto no se convirtió en la perla del Mediterráneo hasta el reinado de los Lágidas).
En este Oriente que de forma tan magistral había conquistado y del que soñaba con ser el amo, Alejandro no construyó nada (ni rutas, ni canales, ni puertos, ni ciudades), tampoco destruyó nada, salvo Persépolis, y no introdujo nada, ni la lengua, ni la cultura, ni las instituciones griegas. Sin embargo, abrió al helenismo las puertas de Asia y Egipto, que hasta su fulgurante anábasis guardaban los ejércitos de los Grandes Reyes, y por esas puertas invisibles sus sucesores —los diadocos, y en particular los Lágidas en Egipto y los Seléucidas en Persia— introdujeron en Oriente el helenismo y lo que se llama la civilización helenística, de la que los romanos, y tras ellos los árabes, serán los herederos. Pero esto es otra historia.




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