1. En
Babilonia: los últimos proyectos de Alejandro
Camino
de Babilonia, mucho antes de haber franqueado el Tigris, Alejandro tropezó con
unos embajadores procedentes de Libia que ofrecieron una corona de oro al rey
de Asia en que se había convertido y que iban a felicitarle. Luego fueron unos
embajadores procedentes de Etruria, del Bruttium (comarca del sur de Italia,
situada en la punta de la bota) y de Lucania (región de Italia meridional,
colonizada por los griegos desde el siglo V a.C), que iban con las mismas
intenciones. Y como sólo se presta a los ricos, Arriano —que sin embargo suele
mostrarse escéptico— no descarta la tradición según la cual también se presentaron
al Conquistador embajadores procedentes de Cartago, de Etiopía, de las Galias y
de Iberia. Era la primera vez, nos dice Arriano, que griegos y macedonios oían
pronunciar los nombres de estos pueblos y descubrían la forma en que se
vestían. Algunos historiadores antiguos de Alejandro afirman incluso que Roma
habría enviado emisarios, pero esta información le resulta sospechosa a
Arriano, y tiene razón.
Tras
esto, Alejandro envía a uno de los suyos a Hircania (a orillas del mar Caspio),
acompañado por algunos arquitectos y carpinteros de ribera para construir allí
una flota de guerra. Sigue ateniéndose a su teoría de que el mar Caspio es un
golfo que desemboca en el océano exterior, igual que el golfo Pérsico, y quiere
verificarla: ese mar —que entonces se llamaba el «mar Hircanio»— es un gran
mar, que recibe las aguas de ríos grandísimos como el Oxo (Amu-Daria) o el
Jaxartes (Sir-Daria), de la misma forma que el océano Índico, en que desemboca
el Indo.
Después
de franquear el Tigris, Alejandro ve acudir a su presencia a unos adivinos
caldeos que, conociendo su temperamento supersticioso, le advierten que no
entre en la ciudad de Babilonia, porque el oráculo de su dios Belo les había
puesto en guardia. «Será nefasto para Alejandro entrar en este momento en Babilonia.»
El rey les responde con un verso de Eurípides: «El mejor adivino es el que
predice lo mejor», pero los adivinos insisten: «Rey, no mires hacia el
poniente, no lleves tu ejército por ahí; vete mejor hacia el este.» Por una
vez, el supersticioso Alejandro no escucha a estos decidores de buena ventura y
sigue adelante, porque sospecha que pretenden apartarlo de Babilonia por otra
razón: el templo de Babilonia se cae en ruinas, y Alejandro había ordenado
demolerlo y reconstruir uno nuevo en su emplazamiento; pero a los adivinos no
les preocupaba ver las palas de los demoledores atacando su templo: en éste
había numerosos escondrijos llenos de oro, que sólo ellos conocían y
utilizaban.
Pero
si Alejandro creía en adivinos, debería haber desconfiado. El verano anterior,
un oficial macedonio a las órdenes de Hefestión había cometido algunos errores
en su servicio y había interrogado a su hermano, un tal Pitágoras, para saber
si le castigaría por ellos su general. Pitágoras inmola un animal, examina sus
entrañas por referencia a Hefestión y constata que al hígado le falta un
lóbulo; es un signo funesto, pero el oficial no tiene motivos para preocuparse:
la desgracia ha llegado con la muerte de Hefestión. El oficial pide entonces a
su hermano que haga un nuevo sacrificio para saber si será reñido por
Alejandro. Pitágoras inmola otra víctima: también le falta un lóbulo al hígado.
Conclusión de Pitágoras: lo mismo que Hefestión, Alejandro morirá, por lo que
haría bien en no entrar en una ciudad sobre la que planean semejantes
maleficios.
Alejandro
franquea por fin el formidable recinto de Babilonia. Recibe ahí a unos griegos,
a los que hace regalos, y encuentra una parte de la flota de Nearco y otros navíos,
procedentes de Fenicia. Interesado por el emplazamiento fluvial, traza los
planos de un puerto capaz de recibir mil navíos de guerra y arsenales que
podrían completarlo, y unos días más tarde un ejército de obreros empieza a
excavar el futuro Puerto Babilonia. Pensaba que esta región, fácilmente
accesible desde Fenicia, podría convertirse en rica y próspera; y si se veía
dominado por el deseo de partir a la conquista de Arabia, sería una buena base
de partida. Además, buscaba un buen pretexto para lanzarse a la conquista de
esa tierra árabe, de la que decían que era tan vasta como India: ningún
embajador árabe había ido a Babilonia a saludarle. Arriano no cree en este casus belli de circunstancias: la verdad
es que Alejandro siempre tenía una renovada sed de conquista. También tenía sed
de sueños. Había oído decir que los árabes no tenían más que dos dioses, el
Cielo, que contiene todo, y Dioniso; evidentemente les faltaba un tercer dios,
porque todos los pueblos que había encontrado poseían una trinidad divina; se
veía muy bien a sí mismo como tercer dios de los árabes.
Cuando
se cansó de visitar Babilonia y sus alrededores, Alejandro decidió explorar el
curso del Eufrates y, mientras los jornaleros excavaban el futuro puerto de la
ciudad y los carpinteros de ribera iban haciendo sus trirremes, navegó río
abajo hasta un canal situado a 160 kilómetros de Babilonia, por el que el río
fluye durante las fuertes crecidas del verano y derrama sus aguas en una zona
pantanosa. En efecto, el Eufrates nace en las montañas nevadas de Armenia y sus
aguas permanecen bajas en invierno, pero crecen en primavera y sobre todo en
verano, en el momento del deshielo de las nieves, y el país entero quedaría
inundado si este desaguadero —llamado el Palácopas— no existiese o estuviese
obstruido, porque el Eufrates inundaría las riberas. Además, le habían dicho
que en ese momento 10.000 obreros asirios trabajaban para limpiarlo porque se
acercaba el verano.
Había sido Arquias, el segundo de Nearco,
quien había dado a Alejandro estas informaciones tan valiosas. Ese personaje
entendía más que nadie de navegación y de ríos, y se le había encargado
explorar las condiciones de navegación costera en dirección a Arabia, pero no
se había atrevido a aventurarse más allá de la isla de Bahrein. Otros pilotos
de Alejandro habían tenido el valor de ir más allá, en particular Hierón de
Solos, que con un navio de treinta remeros había llegado hasta el fondo del
golfo de Arabia (nuestro mar Rojo) y alcanzado la costa egipcia en Hierópolis;
luego había vuelto a Babilonia y había hecho un informe detallado y
cuantitativo de su viaje.
Alejandro
se sentía eufórico. Inspeccionaba su imperio, había demostrado que un mismo
océano bañaba todos los países de Asia, desde India a Babilonia y Arabia, no le
había ocurrido nada molesto en Babilonia a pesar de las predicciones de los
adivinos caldeos, y el viento que soplaba sobre el Eufrates azotaba
agradablemente su rostro. Ese mismo viento tuvo el impudor de llevarse su
sombrero para el sol y la diadema de Gran Rey unida a él. El sombrero se había
hundido, pero la diadema se había enganchado en un junco, entre otros juncos
crecidos en los pantanos, junto a una vieja tumba que contenía los despojos de
un antiguo rey de Asiría. Un marinero se lanza al agua, nada hasta la diadema,
la libera del junco y, para no mojarla al nadar, se la pone en la cabeza.
¡Sacrilegio!
Todo el que llevase, incluso por accidente, la diadema real no debía ser dejado
con vida. ¿Qué hizo entonces Alejandro? Según la mayoría de las fuentes
antiguas, ofreció un talento al marinero por haber repescado la diadema, pero
luego mandó cortarle la cabeza por habérsela puesto. Aristóbulo de Casandra
(que, como ingeniero civil, tal vez se hallaba presente) precisa que se trataba
de un marinero fenicio, que recibió desde luego un talento, pero que no le
cortaron la cabeza: fue azotado simplemente.
A
finales del mes de mayo, los embajadores sagrados enviados por Alejandro al
oráculo de Amón están de vuelta. Hicieron el camino de ida por Siwah y el de
vuelta por Tiro, Damasco, Asiría y ya están en Babilonia. Traen la respuesta de
Zeus-Amón. El oráculo ha hablado y ha declarado que era conforme con la ley
divina glorificar a Hefestión y ofrecerle sacrificios como a un semidiós. Y
esta respuesta llena a Alejandro de alegría.
Pero
esa alegría no le dispensa de escribir una severa carta al gobernador de
Egipto, Cleómenes, cuyos embajadores acaban de informarle de que es un malvado.
El rey le ordena construir un santuario para Hefestión en Alejandría de Egipto
y otro en Faros y le promete perdonarle sus faltas pasadas y futuras si los
santuarios le parecen bien construidos. Arriano desaprueba este paso de
Alejandro (op. cit., VII, 23, 9): «No puedo aprobar este mensaje de un gran rey
a un hombre que ha estado a la cabeza de un gran país y una numerosa población,
pero que no obstante ha sido un desalmado.»
El
30 de mayo de 323 a.C. tuvieron lugar los funerales oficiales de Hefestión.
Numerosos visitantes extranjeros acudieron a Babilonia para asistir a ellos,
así como a los juegos y festines que serán organizados en honor del difunto. Se
levanta un catafalco monumental: mide unos sesenta metros de altura y
resplandece de oro y púrpura. Lenta y solemnemente sacan el cadáver de la tumba
y lo levantan sobre la pira que ya está encendida. Los coros cantan los himnos
de los muertos y el alma de Hefestión vuela hacia arriba con el humo. Luego es
el cenotafio lo que entregan a las llamas y Alejandro dedica las ofrendas que
van a seguir a su amigo, el héroe, el semidiós glorificado. Se sacrificaron dos
mil animales —corderos, bueyes, vacas— a su memoria y su carne fue distribuida
entre el ejército y los pobres.
2. El
poeta va a morir
Hace
calor, mucho calor en Babilonia, cuando se acerca el verano. Las calles de la
ciudad están atestadas de soldados, de marineros y mercaderes que se preguntan
por las intenciones de su rey: ¿para qué iban a servir aquellos cientos de navíos
que carenaban en el puerto durante el día miles de carpinteros de ribera? ¿Para
circunnavegar la Arabia
y llegar a Egipto? Ciertos navegantes fenicios aseguraban que era posible.
¿Quizá para llevar un nuevo gran ejército hasta las puertas de Occidente, hacia
aquellas columnas de Hércules (Gibraltar) sobre las que corrían tantas
leyendas? Pero ¿cómo alcanzarlas, desde Babilonia o desde el golfo Pérsico?
¿Cuándo tendrían lugar los funerales de Hefestión, antes o después del
solsticio?
En
cuanto a Alejandro, no se le veía en Babilonia. Sin duda se acordaba en todo
momento de la predicción de los adivinos caldeos, o tal vez estaba demasiado
atareado en la inspección de los trabajos portuarios.
Pasaba
jornadas enteras en pequeñas embarcaciones, circulando por las zonas pantanosas
del Eufrates, infestadas de mosquitos y, cuando no estaba en el río, se le
podía encontrar en su tienda, trabajando en la nueva formación que pretendía
dar a su infantería. Tenía la intención de sustituir la falange clásica
(formación que había creado su padre), compuesta por dieciséis filas de
hoplitas, es decir, de infantes pesadamente armados, por una formación más
diversificada, que le habían inspirado los pueblos de Italia y Sicilia: de
adelante atrás, tres hileras de infantes pesados macedonios armados con largas
lanzas, seis hileras de infantes pesados persas armados con jabalinas de caza,
seis hileras de arqueros persas, y tres hileras de infantes pesados macedonios
cerrando la marcha. ¿Estaría pensando en guerrear en Occidente? Ya se hablaba
de Sicilia, de África, de Iberia y Occidente, que sería conquistado por los
infantes, y de Arabia, cuyas costas podría conquistar la flota que estaba
construyendo en los astilleros de Babilonia.
El
sátrapa de Persia, Peucestas, había reclutado para él en su provincia 20.000
jóvenes persas. Al día siguiente de los funerales de Hefestión, Alejandro
concluyó en persona las operaciones de incorporación de este contingente. La
sesión tuvo lugar en los jardines del palacio real; Alejandro estaba sentado en
un trono de oro, vestido con el traje imperial de los Grandes Reyes, con la
frente ceñida con la diadema de Darío; detrás, inmóviles y con los brazos cruzados,
los eunucos, con el traje de los medos. Ese día, por la tarde, una vez que
terminó de asignar a los reclutas sus filas en las falanges, Alejandro dejó su
asiento para ir a beber un poco de agua fresca y sintió la necesidad de bañarse
unos minutos en una alberca del jardín. Sus amigos le siguen. De pronto, tras
la hilera de los impasibles eunucos, aparece un hombre de baja estatura; tiene
los ojos brillantes y la frente ceñuda. Salva la hilera de eunucos que, según
exige el reglamento persa, no tienen derecho a moverse. Sube uno a uno los
escalones que llevan al trono de oro, se viste la túnica púrpura, se ciñe la
diadema de Alejandro y se sienta en su sitio, sin ningún otro gesto y con los
ojos fijos. Los eunucos, que no tienen derecho a intervenir, empiezan a
desgarrar sus ropas y a golpearse el pecho, como si hubiese ocurrido una gran
desgracia. Aparece Alejandro. Al descubrir la escena palidece de rabia y manda
preguntar a quien se ha apoderado de su trono quién es. El hombre se queda mudo
cierto tiempo, luego, con la mirada siempre fija y la postura hierática, habla:
«Soy Dioniso, de la ciudad de Mesena. He sido acusado, detenido en la playa y
cargado de cadenas. El dios Serapis me ha liberado, me ha ordenado ponerme la
púrpura, ceñir la diadema y sentarme aquí, sin decir una sola palabra.»
Detienen a este hombre y lo someten a tortura: sigue diciendo que actúa por
orden de Serapis, luego se calla. Evidentemente ha perdido el juicio: los
adivinos, preguntados, declaran que es un mal presagio y lo condenan a muerte.
Pero como vamos a ver, los acontecimientos se precipitan.
— 1 de junio. Alejandro ofrece un banquete
privado a Nearco, almirante de su flota, y a sus generales. El festín y la
juerga se prolongan hasta muy avanzada la noche. Cuando Alejandro se despide de
sus huéspedes y se dispone a retirarse a su habitación, un compañero, el
tesalio Medio, le invita a acabar la noche con él, con algunos amigos y buenos
vinos. El rey acepta, y se duerme al alba. Duerme allí mismo todo el día y
luego regresa a su habitación.
— 2 de junio (por la noche). Alejandro
vuelve a casa de Medio, para cenar. Nueva juerga hasta bien entrada la noche;
deja la juerga para ir a tomar un baño y come ligeramente.
— 3 de junio. Vuelve a la sala del festín,
en casa de Medio; al amanecer ordena que lo lleven en litera a hacer su
habitual sacrificio de las mañanas. Luego vuelve a casa de Medio y duerme todo
el día. A la puesta del sol se hace llevar hasta el río, que cruza a bordo de
un navio para dirigirse al parque real, que está en la otra orilla. Allí ordena
que lo depositen en un pabellón del parque, y se duerme hasta el día siguiente.
— 4 de junio. Al despertar Alejandro, se
siente algo mejor, toma un baño, asiste al sacrificio matinal y pasa una parte
de la jornada charlando con Medio, que ha ido a visitarle, e incluso juega a
los dados con él. Convoca a sus oficiales para la mañana siguiente y cena en su
tienda. Después de cenar, siente fiebre y pasa una noche malísima.
— 5 de junio. Otra vez baño y sacrificio
matinal. Alejandro recibe a Nearco y le ordena estar preparado para salir al
mar el 8 de junio: espera que para entonces ya estará curado.
— 6
de junio. Alejandro se siente débil, pero se obliga a bañarse y a ofrecer su
sacrificio matinal. Recibe a Nearco, que le comunica que todo está preparado
para hacerse a la mar: las provisiones se encuentran a bordo, las tripulaciones
están en sus puestos, y también las tropas. El rey tiene cada vez más fiebre.
Por la noche se vuelve a bañar para aliviarla. Pasa una noche malísima.
— 7 de junio. Alejandro toma un último
baño, pero debe hacerse llevar para asistir al sacrificio de la mañana. Habla
penosamente con sus oficiales: es evidente que no podrá hacerse a la mar al día
siguiente, como pretendía. Empieza a delirar: lo llevan a otro pabellón del
jardín, donde hace más fresco.
— 8 de junio. Se pospone la partida.
Alejandro se hace llevar para asistir al sacrificio matinal.
— 9 de junio. El rey asiste al sacrificio y
se hace trasladar a palacio, a los aposentos más frescos. Ordena a sus
oficiales que se queden a su lado por si los necesita. Se debilita a ojos
vistas.
— 10 y 11 de junio. La fiebre es fuerte y
persistente; Alejandro ya casi no habla.
— 12 de junio. Por la mañana, se difunde el
rumor de que el rey ha muerto y de que sus allegados ocultan la noticia. Los
Compañeros y numerosos oficiales acuden a palacio; quieren ver al rey con sus
propios ojos y uno a uno desfilan por la habitación del enfermo. Éste todavía
se encuentra consciente, pero demasiado débil para hablar: hace un ligero
movimiento de la mano y clava la mirada en sus amigos como para decirles adiós.
— Noche del 12 al 13 de junio. Seis amigos
(Pitón, Demofonte, Átalo, Cleómenes, Menidas y Seleuco) pasan la noche en el
templo de Serapis (dios curador grecoegipcio cuyo culto está empezando
entonces); ruegan por su curación.
— 13 de junio. Alejandro ya sólo tiene
raros momentos de lucidez. Habría dejado a Perdicas tomar posesión de su sello.
Sus Compañeros le preguntan a quién deja el Imperio, el rey farfulla una respuesta:
unos creen oír la palabra Kratisto («Al más fuerte» o «Al mejor»); otros creen
oír «Heracles» (el nombre de su único hijo). Al ponerse el sol, Alejandro se
apaga con un último suspiro.
Alejandro
murió el vigésimo octavo día del mes griego de Skirophorion (Daisios en
macedonio), en la 114 Olimpiada (13 de junio de 323 a .C). Tenía treinta y dos
años y ocho meses, y estaba en el decimotercero año de su reinado.
Sus
mujeres se desgarraron entre sí. Roxana, que siempre había estado celosa de
Estatira, la hija de Darío III, la hizo asesinar, así como a la hermana de
ésta, Dripetis (que se había casado con Hefestión); luego trajo al mundo, en
los plazos normales de embarazo, un hijo, que por lo tanto era hijo de
Alejandro y al que impuso el nombre de su padre. Se suele llamar al rey
Alejandro III de Macedonia bien Alejandro Magno, bien Alejandro el
Conquistador.
Dejaba
dos hijos (Heracles, que le había dado la persa Barsine, y Alejandro, el hijo
de Roxana); ambos fueron asesinados en su niñez en el marco de la «guerra de
sucesión» a la que se entregaron los grandes de Macedonia (Antípater, Casandro,
etc.), lo mismo que sus madres. En esta lucha por el poder Cleopatra, la
hermana de Alejandro, también fue inmolada.
También
dos mujeres de más edad habían contado en la vida de Alejandro: su madre,
Olimpia, y la viuda de Darío III, la reina madre Sisigambis. La primera luchó
hasta el año 316 a.C. contra todos los pretendientes, y de manera especial
contra el macedonio Casandro, que se libró de ella entregándola a sus enemigos
(la ejecutaron). En cuanto a Sisigambis, abrumada de pena, se negó a comer y
murió de inanición y dolor, cinco días después de aquel al que llamaba su «hijo
adoptivo».
Quedaba
el Imperio de Alejandro. No se trataba de un Estado del que éste fuera el
soberano, sino un conjunto heteróclito de territorios que había conquistado.
Sus sucesores, los diadocos, se lo reparten, pero tras varios años de guerras
desordenadas se disoció en un mosaico de estados territoriales donde floreció
una brillante civilización helenística, que sufrió la influencia enriquecedora
de las civilizaciones del Oriente Próximo.
Conclusión
Tres
adjetivos califican, a nuestro parecer, la gesta histórica de Alejandro III de
Macedonia: fue breve en el tiempo, desmesurada en el espacio y en las
intenciones, efímera en cuanto a sus resultados.
Merece
la pena subrayar su brevedad. Si se exceptúan las expediciones preliminares a
los Balcanes de la primavera de 335 a.C. y el aniquilamiento de Tebas en el
verano siguiente, la carrera conquistadora de Alejandro empieza en el mes de
abril del año 334 a.C, cuando el ejército macedonio, formado por 32.000
infantes y 5.200 jinetes, deja Anfípolis y se dirige hacia Asia Menor; termina
en el Hífasis, en el valle del Indo, por la voluntad de sus soldados que, el 31
de agosto de 326 a.C, se niegan a seguir adelante. Por lo tanto la campaña duró
ocho años: es muy poco, sobre todo para conquistar el mundo, pues ésa era la
ambición del macedonio, a medida que avanzaba hacia las estepas, los desiertos
y las montañas del Asia anterior.
De
hecho, Alejandro sólo conquistó —y de una manera muy efímera— el Oriente Medio,
es decir, según la geografía política moderna, Turquía, Siria, Líbano, Israel,
Jordania, el delta egipcio (no pasó de Menfis), Irak, Irán, Afganistán y una
parte de Pakistán (el valle del Indo). Pero en una época en que las únicas
guerras que habían conocido griegos y macedonios eran guerras locales, entre
ciudades relativamente próximas unas de otras (Atenas-Esparta: unos 200 kilómetros ;
Pela-Tebas: unos 800
kilómetros ), la expedición emprendida por Alejandro
contra el enorme Imperio persa tenía indiscutiblemente algo de desmesurado.
Para fijar las ideas: la vía real, construida por Darío I el Grande hacia el
año 500 a .C,
para unir Sardes, en Asia Menor (a 100 kilómetros de la
costa mediterránea de Turquía) con Susa, la capital administrativa del Imperio
persa (situada cerca de la moderna Dizful, en Irán) tenía 2.700 kilómetros
de longitud.
Por
lo tanto, en el punto de partida la empresa podía parecer gigantesca, aunque
sólo sea por las distancias a recorrer, pero no era insensata. Las guerras
médicas habían contribuido a dar a conocer Persia a los helenos: las obras de
Herodoto y de Jenofonte lo atestiguan y está fuera de duda que fueron leídas y
releídas por Alejandro y sus lugartenientes. Ya hemos señalado al principio
que, en su infancia, el futuro Conquistador había hecho dos preguntas,
indudablemente ingenuas, a los embajadores persas que habían ido a Pela.
Además, existían numerosas relaciones comerciales entre las ciudades griegas de
Asia Menor, integradas desde hacía lustros en el Imperio persa, y las de la Grecia continental e
insular. En resumen, el imperio del Gran Rey no tenía nada de una terra incognita,
ni para Alejandro, ni para su entorno.
Las
intenciones iniciales de Alejandro estaban sin duda al alcance de sus
posibilidades: llevar a su término la gran cruzada panhelénica predicada por su
padre, cuyo remate victorioso debía sellar la unificación del mundo griego, troceado
hasta entonces. Los argumentos de Filipo eran válidos todavía en el 334 a .C: se trataba de
eliminar el peligro militar persa, de devolver a las ciudades griegas de Asia
Menor —«persificadas» desde hacía casi dos siglos— al seno helénico, de
consolidar la seguridad de la navegación por el mar Egeo (condición fundamental
de la prosperidad económica), y Alejandro las asumió. Pero después de alcanzar
su meta, es decir, después de su victoria definitiva en Gaugamela sobre Darío
III y su entrada triunfal en las grandes capitales aqueménidas (Babilonia,
Susa, Persépolis, Ecbatana), después de apoderarse del fabuloso tesoro del Gran
Rey (en Ecbatana), en lugar de reorganizar el Imperio persa —que conquistó casi
sin luchar— como una prolongación asiática de su reino, en lugar de construir
política y administrativamente un Imperio macedonio, Alejandro se lanzó a la
persecución de los asesinos de Darío, en una aventura imprevista e irracional
que lo llevó adonde nunca había tenido la intención de ir: hasta India.
Desde
ese momento, a una anábasis «mesurada» que habría podido acabar con un retorno
desde Ecbatana a Susa, luego con una catábasis hacia Macedonia (a lo que todas
sus tropas y sus lugartenientes aspiraban), va a sucederle otra anábasis
inesperada, realmente desmesurada, hacia Afganistán y hasta el valle del Indo,
sin más razón que los caprichos, las curiosidades o, si se quiere, los delirios
de Alejandro. La sanción de esa desmesura fue el amotinamiento de sus tropas en
las orillas del Hifasis y una retirada terrible que duró diecisiete meses,
durante la cual Alejandro perdió las tres cuartas partes de su ejército
(Plutarco dixit). Cuando estuvo de vuelta en Susa, con un gran ejército en
harapos, seguía teniendo ideas enloquecidas en la cabeza: conquistar la
península Arábiga, territorio tan vasto como el que ya había conquistado en
Asia, invadir el norte de África y proceder a una mezcla de razas en su
Imperio, eran otros tantos proyectos inmensos y delirantes que pensaba poner en
marcha durante el año 323 a .C.
y que un insecto enclenque —un mosquito anofeles que vagaba por los pantanos
del Eufrates— redujo a la nada.
El
analista que fui en otro tiempo no puede dejar de detenerse a pensar un poco
sobre la historia psicológica del Conquistador.
La
infancia de Alejandro se desarrolla entre las faldas de su madre, ocupada en
dirigir a un tiempo su pasado de antigua sacerdotisa de Dioniso, sus beaterías,
la educación casi captadora de su hijo, sus celos teñidos de desprecio hacia su
real esposo, impío, pendenciero, bebedor y en trance de convertirse en el dueño
incontestable del mundo griego. Luego, una vez alcanzado lo que los griegos
llamaban «la edad de la razón» —es decir, la edad de siete años—, Alejandro es
entregado por su padre a Leónidas y Lisímaco, pedagogos severos y rígidos.
Le
vemos luego adolescente: a los doce años, Filipo le regala un caballo llamado
Bucéfalo; a los trece, elige para él al mejor profesor particular del mundo,
Aristóteles, que aún no había creado en Atenas su famoso Liceo; y a los catorce
años lo lleva al campo de batalla, en Perinto, donde el joven asiste a su
primer combate, sin participar en él. Dos años más tarde, en el 340 a.C,
Alejandro entra en la edad adulta. En ausencia de su padre, desempeña la
función de regente y emprende, por propia iniciativa, su primera expedición
militar. En 338 a.C. celebra sus dieciocho años en Atenas.
La
vida del joven príncipe transcurría entonces tranquilamente. Sin embargo, no
podemos dejar de pensar que alimentaba en su seno algún conflicto edípico
inconsciente, dividido como estaba entre la admiración hacia un padre siempre
vencedor y el amor que profesaba a una madre místicamente posesiva, que veía en
él al hijo de Zeus-Amón. Podemos cargar en la cuenta de este edipo el hecho de
que el hermoso joven parecía indiferente a los asuntos del amor: su padre había
observado, con amargura, el escaso interés que su hijo sentía por las mujeres;
en cuanto a su madre, para espabilarlo, había mandado venir de Tesalia a una
prostituta experta, una tal Calixena, que había llegado a instalarse en la
corte de Pela; pero todo había sido en vano.
Sin
embargo, en 337 a.C, con ocasión de las bodas de Filipo con Cleopatra, la
sobrina de Átalo, el edipo de Alejandro explotó. Ningún analista habría podido
soñar una escena tan traumatizante. Según la lógica freudiana clásica, habría
debido despertar el conflicto edípico latente y engendrar en Alejandro un
inmenso complejo de culpabilidad, traduciéndose por conductas autopunitivas de
fracaso o por una buena neurosis. Sin embargo, no ocurrió nada de eso. De
hecho, parece que el mecanismo psicológico propio de Alejandro nunca fue un
mecanismo neurótico de compromiso (para el psicoanálisis, el síntoma neurótico
es un comportamiento contradictorio de compromiso, que expresa simbólicamente
la existencia de un conflicto inconsciente entre el deseo y la defensa): lo que
parece haber sido el motor de todas sus conductas fue, siempre o casi siempre,
un mecanismo de ruptura con lo real, que es un mecanismo típicamente psicótico.
Pueden
darse mil ejemplos, unos anodinos (son los rasgos de carácter, sin más), otros
dramáticos (son graves crisis psicóticas, puntuales, tras las que se restablece
el curso psicológico «normal» del sujeto).
El
primer ejemplo de esta clase nos viene de Demóstenes, y se remonta al año 341 a .C. (véase pág. 63); el
orador hace un juicio severo sobre el pequeño Alejandro (que entonces tenía
nueve años): «un niño pretencioso, que se las da de sabio y pretendía poder
contar el número de olas del mar, cuando ni siquiera era capaz de contar hasta
cinco sin equivocarse». En sí, esta observación no tiene una importancia
capital, todo lo contrario; pero si Demóstenes ha sentido la necesidad de
hacerla, en caliente, es que le pareció característica: aquel niño de nueve años
que quiere contar las olas del mar rechaza, de entrada, que haya algo
imposible, borra la realidad y sólo deja hablar a su deseo.
Segundo
ejemplo, que se remonta a 344 a.C. (Alejandro tiene doce años): Bucéfalo; un
tesalio presenta el caballo a Filipo, a quien trata de vendérselo muy caro;
pero el animal parece repropio, se encabrita y nadie se atreve a montarlo...
salvo Alejandro que, también en este caso, borra lo real (el peligro) y doma a
la bestia.
Se
dirá que todo esto es pura frivolidad y que no es necesario recurrir a una
explicación psiquiátrica para dar cuenta de la impetuosidad o del desprecio del
peligro en un joven por otra parte muy dotado. Lo admito. Pero cuando la
impetuosidad se vuelve criminal, por ejemplo cuando en septiembre de 336 a.C, tras
el asesinato de su padre, Alejandro ordena matar a los pretendientes
potenciales a la corona de Macedonia, incluido un bebé de unos pocos meses,
tenemos derecho a interrogarnos sobre una determinación tan fría en un joven de
veinte años. Cierto que puede argüirse que la violencia individual era la norma
en esa época, y que su padre Filipo había hecho lo mismo en 358 a.C; pero ¿qué
decir de la violencia colectiva de que da prueba el joven Alejandro respecto a
Tebas, a finales del verano del año 335 a.C, cuando arrasa la prestigiosa
ciudad de Beocia y vende a sus ciudadanos en el mercado de esclavos? Semejante
barbarie no figuraba en las costumbres de la época: es más el acto de un
personaje desequilibrado (lo mismo que, más tarde, el incendio de Persépolis)
que el de un conquistador avisado.
Después
de la crisis tebana, Alejandro se convierte en un jefe de guerra «normal» y,
desde abril de 334 a.C. (fecha de partida del gran ejército grecomacedonio en
dirección a Asia) hasta julio de 330 a.C. (fecha de la muerte de Darío, en fuga
después de haber sido vencido sucesivamente en Isos y en Gaugamela/Arbela), su
conducta es perfectamente coherente. Se apodera de todas las satrapías del
Imperio persa prácticamente sin lucha, no castiga a nadie, se gana a los señores
vencidos, es considerado hijo adoptivo por la madre de Darío, se casa con una
persa, y no vuelve a librar ninguna batalla (salvo en Sogdiana, donde tuvo que
combatir una revuelta nacionalista): Alejandro se ha vuelto el conquistador
respetuoso de los pueblos que domina.
En
otros términos, Alejandro ha recogido la antorcha de la cruzada panhelénica que
había entrevisto su padre y ha alcanzado su meta: Darío está muerto y, con él,
el poderío persa. Dos vías, igual de coherentes, se ofrecen entonces a Alejandro:
o bien oficializar esa derrota de los persas mediante una paz definitiva, como
ya se había firmado en el pasado, o bien prolongarla integrando el Imperio
persa en un Imperio macedonio, como desde luego habría hecho su padre, Filipo
II, que tenía los pies en la tierra.
Pero
Alejandro no escogió ninguna de estas dos soluciones. Mediante una curiosa
turbación psíquica, se identifica con Darío y transforma su cruzada panhelénica
en una especie de vendetta contra Beso, el impostor, el asesino grotesco del
Gran Rey. Pierde súbitamente el sentido de las realidades políticas y, en lugar
de explotar su victoria total, cae en un primer grado de incoherencia que lo
lleva a partir de campaña a Afganistán (Bactriana-Sogdiana): esta conducta
política aberrante, enmascarada por sus éxitos militares, marca el período de
su vida que comprende de julio de 330 a diciembre de 328 a.C.
En
la primavera de 327 a.C, segunda incoherencia: Alejandro parte a la conquista
de «India» (es decir, del Pakistán actual). Cualquiera que sea el resultado, no
le será de ninguna utilidad política: ¡ni siquiera ha comenzado a estructurar
el Imperio persa que acaba de conquistar! Esta empresa no por ello deja de
llenar —sin ninguna consecuencia positiva ni para el Imperio ex aqueménida ni para
Macedonia— el período que va de la primavera de 327 a.C. a los reencuentros de
Susa en febrero de 324 a.C. (un año de conquista, con una sola gran batalla, y
una retirada de quince meses, en la que perece una buena parte del ejército de
Alejandro).
A
principios del año 324 a.C, tercer grado de incoherencia: Alejandro da rienda
suelta a su delirio de unificación de las razas. Piensa realizarla en dos
tiempos: primero, mediante lo que podríamos llamar una especie de mezcla
genética ingenua, de la que las bodas de Susa son un primer (y último) ejemplo;
segundo, mediante la iniciativa, muy moderna, de dar a los «bárbaros» que son
los persas para los macedonios un estatuto militar análogo al suyo, lo cual se
traducirá. .. en una sublevación de las tropas macedonias.
Esto
por lo que se refiere a los signos reveladores del temperamento psicótico de
Alejandro: cuando lo real no se conforma a sus pulsiones, no pacta, rompe con
lo real y la ruptura es tanto más espectacular cuanto que las pulsiones son más
potentes. Cada ruptura grave con la realidad va a engendrar una crisis: Tebas y
los tebanos fueron las víctimas de la primera.
Resumamos.
La epopeya de Alejandro duró ocho años, de abril de 334 a.C. al 31 de agosto de
326 a.C. Durante los cuatro primeros años de su conquista, los planes, la
conducta y los comportamientos del personaje son sin duda los de un gran
conquistador, lógico consigo mismo, metódico e impetuoso a la vez, que posee un
sentido innato de la estrategia guerrera, es decir, de la organización y la utilización
de sus fuerzas en función del espacio y el tiempo: no es el hombre de los
golpes de mano afortunados o las batallas ganadas como se gana una apuesta, y
no las emprende sino tras una larga preparación: Isos y Gaugamela lo
demuestran, y lo menos que puede decirse es que tiene sentido de la guerra de
movimiento. Su meta, aniquilar el poderío persa, se alcanza, progresiva y
metódicamente, en el año 330 a.C, cuando alcanza a Darío que huye por los
desiertos de Bactriana. Por otro lado, se muestra como un conquistador
realista, generoso, y no modifica para nada el régimen administrativo de los
Aqueménidas, convertidos ahora con frecuencia en autoridades locales. Para
muchos persas, Alejandro aparece como lo que podría llamarse un conquistador
civilizador y no un conquistador destructor.
A
mediados del mes de julio de 330 a.C, el joven Conquistador sufre un choque
psicológico considerable: tiene enfrente el cadáver todavía caliente de Darío,
al que acaba de asesinar el sátrapa Beso, que a su vez ha huido. Los autores
antiguos nos dicen que lloró estrechando la cabeza ensangrentada de Darío
contra su pecho y murmurando: «Yo no quería esto.» La anécdota es bastante
plausible: desde Isos, Alejandro había cobrado un gran cariño por la madre del
Gran Rey, Sisigambis, que lo acompañaba en sus desplazamientos por el corazón
del Imperio persa, y él se consideraba su hijo adoptivo. La muerte de Darío
debió de ser sentida por el Conquistador no como la desaparición de un enemigo,
sino como la pérdida de un hermano de armas y le conmovió profundamente.
En
el lenguaje de la psicología moderna, una emoción de esta clase está
considerada como un traumatismo inicial, que puede ser generador bien de una
conducta neurótica, bien de una conducta psicótica. No obstante, una neurosis
nunca nace de una vez, bruscamente, resulta de la acumulación inconsciente de
afectos negativos, se instala progresivamente en el inconsciente del sujeto y
se manifiesta de manera gradual. En cambio, la psicosis aparece brutalmente, en
lo que en otro tiempo se llamaba una «crisis de locura», tras la que el
psicotizado rompe con lo real. Es un poco lo que ocurrió cuando Alejandro tuvo
el cadáver de Darío entre sus brazos.
El
hombre era insaciable, cierto, como todos los conquistadores, que continuamente
desean ir más lejos, y se ha hablado con razón de su sed (pothos en griego) de
conquistas, de grandezas y saberes, etc.; mientras que en un sediento de poder
como César, por ejemplo, ese pothos queda templado por una justa apreciación de
las realidades, en Alejandro se ve alimentado en cambio por su pérdida del
sentido de lo real. Va a tomarse por un Aqueménida, a vestirse al modo persa, a
obligar a griegos y macedonios que le rodean a prosternarse ante él a la manera
oriental (rito de la proskynesis) y a convencerse de que está predestinado a
ser el amo del mundo.
Desde
luego, Alejandro no es un psicotizado: no es un esquizofrénico ni un paranoico,
en el sentido clínico del término, pero podemos hablar respecto a él de un
temperamento psicoide. Percibe lo real como lo desea y no como es, y se
encierra en su sueño como el esquizofrénico se abstrae de la realidad. De modo
que, cuando fracasa, atribuye su fracaso a los «malvados», y los «traidores»
que le rodean... y no vacila en ejecutarlos (ejemplos: Filotas, Parmenión, la
conjura de los pajes) o a matarlos él mismo (como a su amigo Clito) en una
crisis de locura furiosa.
En
nuestra opinión, después de haber liberado el Asia Menor de la presencia persa
(muy bien soportada, por otro lado, por las gentes de Mileto, de Sardes y de
otros lugares, pero amenazadora para la Grecia continental), después de haber tomado —sin
combates— Babilonia, Susa, Persépolis y Ecbatana, y de haberse apoderado del
fabuloso tesoro persa, y una vez comprobada la muerte de Darío, Alejandro no
tenía ninguna razón válida, ni estratégica, ni política, ni económica, para
llevar la guerra más allá de los límites de Persia, es decir, a Afganistán y
Pakistán: los pueblos de estas comarcas no eran una amenaza para Persia, que
ahora era suya, ni menos todavía una amenaza para la Macedonia y para la Grecia de las ciudades. Lo
único que podía ocurrir es que lo perdiera todo, incluso la vida, en esta aventura.
No obstante, había perdido el sentido de lo real y su temperamento psicoide
prevaleció sobre el del hombre de acción razonable.
Y
por esta razón su conquista fue efímera y Alejandro no dejó nada tras de sí,
tanto en Egipto como en Asia, salvo la estela de cometa de su paso y algunas
decenas de aldeas que llevan su nombre y que, de hecho, no vieron la luz sino
después de su muerte (Alejandría de Egipto no se convirtió en la perla del
Mediterráneo hasta el reinado de los Lágidas).
En
este Oriente que de forma tan magistral había conquistado y del que soñaba con
ser el amo, Alejandro no construyó nada (ni rutas, ni canales, ni puertos, ni
ciudades), tampoco destruyó nada, salvo Persépolis, y no introdujo nada, ni la
lengua, ni la cultura, ni las instituciones griegas. Sin embargo, abrió al
helenismo las puertas de Asia y Egipto, que hasta su fulgurante anábasis
guardaban los ejércitos de los Grandes Reyes, y por esas puertas invisibles sus
sucesores —los diadocos, y en particular los Lágidas en Egipto y los Seléucidas
en Persia— introdujeron en Oriente el helenismo y lo que se llama la civilización
helenística, de la que los romanos, y tras ellos los árabes, serán los
herederos. Pero esto es otra historia.
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