Fin
del periplo de Nearco, que llega a Susa por el golfo Pérsico y el río
Pasitigris (finales de enero de 324). — Alejandro en Susa: al pasar por
Persépolis, descubre que la tumba de Ciro el Grande ha sido profanada (febrero
de 324). — Bodas de Susa: 10.000 macedonios desposan a 10.000 muchachas persas
(febrero de 324). — Muerte en la hoguera del gimnosofista Galano (finales de
febrero de 324). — El proyecto unificador de Alejandro. — La sedición de Opis
(primavera de 324). — Alejandro en Ecbatana: muerte de Hefestión (verano de
324). — Expedición de Alejandro contra los coseos (invierno de 324).
Todas
las fuerzas grecomacedonias, o al menos lo que de ellas quedaba después de
aquella agotadora retirada que había durado dieciséis meses, estaban reunidas
ahora entre Ormuz (Bender Abas) y el campamento de Alejandro. Había llegado
para Alejandro el momento de reorganizar el vasto Imperio de los Aqueménidas
que había hecho suyo, y reunir todas sus fuerzas y sus aliados en una de las
cuatro capitales de aquel Imperio: Persépolis, Pasagarda, Ecbatana, Susa y
Babilonia.
La
primera ya no tenía palacio, el macedonio lo había incendiado seis años antes.
La segunda era una capital de verano, que sólo disponía de un personal
administrativo restringido, demasiado descentrada en relación a las satrapías
orientales; lo mismo ocurría con Ecbatana. Babilonia era una ciudad legendaria,
pero no persa: era la capital histórica de la Mesopotamia semita.
Quedaba
Susa, la tradicional capital de invierno de los Aqueménidas, que ofrecía además
la ventaja de estar cerca de un afluente del Tigris (más exactamente, del Chatt
el-Arab), el Pasitigris (el actual Karún), por lo que podía ser alcanzada por
la flota macedonia una vez que ésta se adentrase en el golfo Pérsico; era, por
tanto, el punto de encuentro ideal. Nearco llevaría allí sus navíos, como
habían convenido el rey y su almirante, mientras que Hefestión y Cratera
conducirían hasta allí sus unidades, incrementadas con el grueso del ejército
que había vuelto de India con Nearco, por la ruta que bordeaba el litoral de la Carmania y de Persia.
Finalmente Alejandro se dirigía hacia allí por la ruta del interior, lo que le
permitiría hacer una gira de inspección en esas dos regiones.
1. El
regreso de los ejércitos a Susa
Después
de que Alejandro le encargase oficialmente guiar la flota macedonia desde el
estrecho a Susa, Nearco se reunió de inmediato con sus marineros en Bender Abas
y, tras haber hecho sacrificios escrupulosamente a Poseidón y a las divinidades
del mar, dio la orden de levar anclas en los primeros días de enero del año 324 a .C.
Ya
tenemos a la larga procesión de las trirremes griegas atravesando el estrecho.
Bordea primero la isla de Oaracta (nombre moderno: Qeshm), cubierta de viñas y
palmeras. Nearco hace escala y es recibido por el gobernador persa de la isla,
el iraní Macenes, que le ofrece sus servicios de piloto para guiarle,
benévolamente, hasta Susa. Navegando de isla en isla, de bahía en bahía a lo
largo de las costas de la Carmania, Nearco tiene ocasión de admirar la
habilidad de los pescadores de perlas, el impresionante número de barcos y barcas
que fondean en las ensenadas que bordean el golfo. La flota macedonia llega así
a la desembocadura de un río decididamente más ancho y grande que los ríos y
los torrentes que ha visto desde que ha salido de Ormuz. Macenes le informa de
que se trata del Orcatis (el actual Mand), que marca la frontera entre la
Carmania y Persia.
Son
ahora las costas de Persia, luego las de Susiana, las que bordean los navíos de
Nearco; a finales del mes de enero da a sus marinos la orden tan esperada de
lanzar el ancla en la desembocadura del Eufrates, cerca de una aldea de
Babilonia llamada Diridotis, término de las caravanas procedentes de Arabia del
Sur (la Arabia Feliz )
y mercado célebre de incienso, mirra y perfumes arábigos. Su guía le informa de
que están a unos 700
kilómetros de Babilonia.
En
Diridotis dos mercaderes llegados de Persia para comprar incienso y perfumes
anuncian a Nearco que Alejandro se ha puesto en ruta para Susa. El almirante,
que ya estaba en el Eufrates, da media vuelva, desciende de nuevo por el Chatt
el-Arab y toma el curso del Pasitigris (Karún), que remonta en dirección a esa
ciudad; ahora tiene Susiana a babor y las aguas del golfo Pérsico (en la región
de Aba-dán) a estribor y atraviesa una comarca habitada y próspera (lo es
todavía más en nuestros días, con la diferencia de que no son campos de trigo y
vergeles los que la cubren, sino instalaciones petrolíferas).
Después de recorrer una treintena de
kilómetros por el Pasitigris, Nearco echa el ancla, hace sacrificios a los
dioses salvadores y protectores de los navegantes, organiza juegos atléticos y
festejos de todo tipo: sus tripulaciones y los pocos soldados que transporta
saborean los placeres del crucero. Pero no hay tiempo que perder: Alejandro
llega de Carmania y Nearco tiene que estar en el Pasitigris para recibirle; por
otro lado, a la altura de la ciudad moderna de Ahvaz (Awvaz para los atlas
británicos) se ha lanzado sobre el río un puente de barcas, a fin de permitir
al ejército real pasarlo.
Es
ahí donde los dos cuerpos expedicionarios, el marítimo y el terrestre, se unen,
a finales del mes de enero del año 324 a .C. Alejandro ofrece sacrificios a los
dioses para darle las gracias por haberle devuelto sus navíos y sus hombres,
organiza juegos para los soldados que lo aclaman por rey, a sus generales y a
su almirante, y el geógrafo que dormitaba triunfa: con su hazaña, Nearco
acababa de demostrar que era posible un enlace marítimo entre Mesopotamia e
India, bañadas por el mismo océano. Es más, había sabido por los mercaderes de
mirra e incienso encontrados en Diridotis, que existía un golfo análogo al
golfo Pérsico al otro lado de la península Arábiga, que llevaba a Egipto. Así
pues, el Asia india y las tierras que sin duda la prolongaban hacia el este,
Persia, Mesopotamia y Asia Menor, que a su vez la prolongaba hacia el
Mediterráneo, y también Egipto estaban unidos por un solo y mismo mar. Evohé!
Evohé! ¡Bien valía todo esto una bacanal! Y a Arriano le parece todo ello
merecedor de mención, citando a su vez el diario de a bordo de Nearco:
“El
golfo que profundiza a lo largo de Egipto a partir del océano [Índico] hace
evidente la posibilidad de navegar desde Babilonia hasta dicho golfo, que se
extiende hasta el mismo Egipto.”
ARRIANO,
La India, VIII, 43, 2.
Mientras
Nearco navegaba así por el océano Índico y el golfo Pérsico, Hefestión,
cumpliendo las órdenes de Alejandro, ganaba Persia por el litoral de Carmania,
llevando consigo, en una caravana enorme, la mayor parte del ejército
macedonio, los animales de carga y los elefantes. El trayecto se realizó sin
problemas, ya que en in-vierno las costas persas son soleadas y no carecen de
víveres ni agua.
Por
su parte, Alejandro, con la caballería de los Compañeros, una columna de
infantería ligera y una parte de sus arqueros, había salido de su campamento en
Carmania y se dirigía hacia Persia por el interior. Llegado a la frontera que
separaba las dos satrapías, se informa sobre la conducta de los administradores
y los altos funcionarios que había dejado en Persia antes de partir hacia India:
llueven las recompensas y las sanciones.
El
compañero Estasanor, gobernador de las satrapías de Aria y Drangiana, que le
recibe ofreciéndole un gran rebaño de camellos para reemplazar los animales
perdidos en el Makkran durante su travesía del Beluchistán, es autorizado a tomar
su retiro y volver a Macedonia por sus buenos y leales servicios. Los dos
jóvenes que han formado el rebaño —y que son los hijos del sátrapa de Partia,
Fratafernes— son nombrados miembros del cuerpo de élite de los Compañeros. Peucestas,
el portador del escudo de Alejandro en el combate contra los malios, es elevado
a la dignidad de guardia de corps
personal y nombrado luego sátrapa de Persia. En cuanto a las sanciones, son
despiadadas e inmediatas: los tres generales que mandaban como segundos, bajo
Parmenión en Ecbatana, acusados de diversas exacciones, son condenados a muerte
y ejecutados; Abulites, sátrapa de Susiana, acusado de negligencia en el
avituallamiento de los ejércitos, es colgado en Susa, con su hijo, como lo será
poco tiempo después en Pasagarda un tal Orxines, que se ha nombrado a sí mismo
sátrapa de Persia a la muerte de su predecesor.
En
la ruta de Susa, Alejandro se detiene en Pasargada, la capital histórica de los
Aqueménidas. Tiene la intención de organizar ahí una gran manifestación que
podría denominarse «monarquía legitimista». En efecto, el sátrapa de Media le
había informado del arresto de un medo, llamado Bariaxes, que se había
autoproclamado rey de los medos y los persas; el personaje fue llevado ante el rey,
que lo mandó ejecutar junto con sus partidarios; era una forma de advertir a
todo pretendiente eventual que la tiara del Gran Rey sólo le correspondía a él,
Alejandro, el rey de Macedonia y el heredero de Darío. Luego se dirige a la
tumba de Ciro el Grande, en Pasagarda, a fin de recogerse ante ella.
Aquella
tumba de piedra, de forma cúbica, estaba instalada en el corazón de un bosque
sagrado, en el parque real de Pasargada; se entraba por una estrecha abertura
practicada encima del monumento. En el interior de la cámara mortuoria se había
colocado un sarcófago de oro, conteniendo el cuerpo del gran Ciro y, junto al
sarcófago, una cama con patas de oro, sobre la que estaban puestos el
guardarropa de Ciro y sus joyas. La tumba llevaba una inscripción en viejo
persa que decía: «Mortal, yo soy Ciro, fundador del Imperio persa y dueño de
Asia: reconoce que merezco este monumento.»
Alejandro
penetra en la cámara funeraria: encuentra la tumba vacía de todo su contenido,
a excepción del sarcófago, que los profanadores no habían podido llevarse.
Profundamente turbado, el rey ordena arreglar de nuevo la tumba, luego manda
detener a los guardianes de la sepultura y los somete a tortura, para que
revelen los nombres de los criminales. Pero no hablan. Alejandro comprende que
son inocentes en este asunto y ordena dejarlos en libertad.
No
abandona la capital de Darío sin hacer una peregrinación a las ruinas de
Persépolis que había incendiado, proeza de la que se sentía muy poco orgulloso,
nos dice Arriano. Fue en Persépolis donde condenó e hizo ejecutar al usurpador
Orxines, del que hemos hablado antes. Peucestas fue investido de sus funciones
de sátrapa en Persépolis, y se apresuró a ponerse el traje largo de los medos y
adoptar la lengua persa. Según Arriano, fue el único macedonio, junto con
Alejandro, que adoptó esos usos.
Alejandro
también tuvo que resolver el caso de Hárpalo, su gran tesorero. Este macedonio
era un amigo de infancia de Alejandro: durante la disputa entre este último y
su padre, había formado parte de los allegados de Alejandro que fueron enviados
al exilio por Filipo II, al mismo tiempo que otros jóvenes que luego
destacaron, como Nearco o Ptolomeo, hijo de Lago. Alejandro le había nombrado
su tesorero general al dejar Fenicia camino de Mesopotamia. Luego el
comportamiento de Hárpalo se volvió turbio. Responsable de la caja militar del
macedonio, en Megarde desaparece en 333 a .C, pero Alejandro le perdonó, no se sabe
por qué motivos; cuando el macedonio parte hacia Oriente, Hárpalo le sigue,
siempre como tesorero. Tras la toma de Babilonia, se instala en esa ciudad
principescamente, se rodea de las prostitutas más famosas de Atenas y roba a
manos llenas el tesoro que le había sido confiado.
Al
regreso de Alejandro, Hárpalo, dominado por el pánico, deja Babilonia por Tarso
y, en la primavera del año 324
a .C, se refugia entre los atenienses, llevándose 50.000
talentos de oro y 6.000 mercenarios que había embarcado en 300 navíos. Por más
que hizo Alejandro, por más que dirigió demandas conminatorias de extradición a
los atenienses, Hárpalo se las arregló para pasar entre las mallas de la red:
Atenas era venal, y el hombre había conseguido atraerse la simpatía de las
gentes del Ática mediante la distribución gratuita de trigo (a costa de
Alejandro), y la de los oradores más influyentes gracias a suntuosos regalos.
Mientras
tanto, Alejandro se acercaba a Susa y, a medida que avanzaba a través de
Susiana, maduraba otros planes —por no decir otros delirios.
2. Las
bodas de Susa
Alejandro
fue el primero en entrar en Susa, en febrero de 324 a .C. Le siguió poco
después Hefestión y las trirremes de Nearco fueron a echar el ancla, unas tras
otras, en las riberas del Pasitigris. Una vez reunidas las tropas y después de
tomarse unos días de descanso, se dispusieron a hacer su entrada solemne en la
ciudad. De todos los rincones del Imperio, los sátrapas, los gobernadores
militares, los altos funcionarios, convocados por el rey, llegaban con sus
escoltas más o menos abigarradas. Los extranjeros de las provincias más
alejadas, de Europa o de Asia, habían sido invitados a las solemnidades que se
preparaban en la capital aqueménida. A todos les parecía que el mundo iba a
cambiar.
Porque
el Alejandro vencedor, realizando una retirada que le había sido impuesta por
sus propios soldados victoriosos, tenía más proyectos todavía que el Alejandro
conquistador que había devorado todo a su paso, desde Anfípolis a las orillas
del Hífasis. Pero ya no soñaba con nuevos territorios, sino con un nuevo orden
universal de las cosas. ¿Por qué, se preguntaba, hacer una distinción entre
griegos y macedonios por un lado, persas y el resto de los bárbaros por otro?
¿No son todos bípedos razonables idénticos, como enseña Aristóteles? ¿Por qué
no fundir todas las razas en una sola? Y, para empezar, ¿por qué no hacer la
fusión de grecomacedonios y persas?
Quizá un episodio de sus guerras indias le
había inspirado una idea, loca para un heleno: cuando las tribus de los malios,
los oxídracos y los acteos, enemigos entre sí desde hacía lustros, habían
decidido unirse contra el peligro común que Alejandro constituía frente a
ellos, y habían sellado su unión dando cada tribu a la otra 10.000 jóvenes para
casarse. ¿Por qué no hacer lo mismo con los macedonios y los persas? Entonces
se realizaría la unión entre Oriente y Occidente, entre Asia y Europa. Ya no
habría macedonios vencedores y persas o asiáticos vencidos: ya no habría, por
siempre, más que un solo pueblo.
El
asunto se puso en práctica sin rodeos, pero desde luego había sido preparado
por adelantado. Por desgracia ninguna fuente menciona esos preparativos y
únicamente podemos describir sus resultados: las Bodas de Susa, acontecimiento
que tuvo lugar en Susa tras la entrada solemne de las tropas macedonias, a
finales de enero o principios de febrero del año 324 a.C, que vieron, en un
mismo día, a 10.000 soldados macedonios desposar a 10.000 muchachas peras.
Estas
bodas habían sido ideadas por el rey como una fiesta que superase, por su lujo
y amplitud, a todas las que hasta entonces se habían celebrado y el rey mismo
debía dar ejemplo casándose con dos persas al mismo tiempo: Esta tira, la hija
mayor de Darío, y Parisátide, la hermana más joven de ésta, sin por ello
repudiar a Barsine, su primera esposa, madre de su hijo Heracles, ni a Roxana,
su segunda esposa. Debe observarse a este respecto que cuatro mujeres para un
hombre que tenía fama de ser continente en materia de amores femeninos, y que
parece no haber tenido más que una pasión amorosa (homosexual) en su vida, la
que sentía por Hefestión, tal vez sea mucho, pero es el rey, debe dar ejemplo y
desposar no es lo mismo, como se decía vulgarmente antaño, que «consumar».
Además,
había invitado —por no decir ordenado— a sus allegados que hiciesen como él. Su
amante Hefestión hubo de desposar a otra hija de Darío (por lo tanto hermana de
Estatira), llamada Dripetis; el general Crátero desposó a una sobrina de Darío,
que se llamaba Amastrines; Seleuco, uno de sus mejores lugartenientes, que fue
vencedor en Isos, futuro fundador de la dinastía (macedonia) de los seléucidas
(que reinó en Persia hasta el año 164
a .C.) desposó a la hija de un alto funcionario de
Bactriana, Ptolomeo hijo de Lago y Eumenes desposaron a unas hijas del general
persa Artábazo, al que Alejandro había hecho sátrapa de Bactriana, y así
sucesivamente. En total, según las fuentes, de este modo se unieron a jóvenes
persas siete amigos de Alejandro, una docena de generales y ochenta Compañeros.
La ceremonia fue celebrada al modo persa por el chambelán del rey (Cares de
Mitilene).
Para
la ocasión se había montado una enorme tienda real cuadrada de 800 metros de
lado, con un dosel de brocado de oro que se apoyaba, tensado, sobre cincuenta
columnas de plata o de corladura, incrustadas de piedras preciosas. Sus paredes
eran tapices ricamente bordados, colgados de molduras de oro y plata,
representando escenas de la mitología griega o de la Ilíada. En el centro de la
tienda se había preparado una mesa: a un lado había cien divanes de pies de
plata reservados a los esposos; el de Alejandro estaba en el centro, algo más
elevado que los demás y cargado de pedrerías; en el otro lado estaban los
lugares destinados a los invitados del rey (eran 9.000). Alrededor de esa mesa
central habían dispuesto mesas más pequeñas, para los extranjeros notables. Por
último, habían arreglado lujosamente 92 cámaras nupciales en el fondo de la
tienda. Los 10.000 oficiales y soldados macedonios y sus 10.000 desposadas
persas estaban repartidos por tiendas montadas por todas partes dentro de la
ciudad e incluso fuera de las murallas.
De
repente, en la tienda real suenan las trompetas. Anuncian el inicio de la
fiesta nupcial y los 9.000 invitados reales, entre los que Alejandro ha mandado
distribuir 9.000 copas de oro, ocupan su sitio bajo la tienda. Segundo toque de
trompetas: anuncia que el rey ofrece libaciones a los dioses en una copa de
oro, y todos los invitados hacen otro tanto. Tercer toque: entrada de las
prometidas persas, veladas según la costumbre oriental (observación: el velo
nunca fue una invención musulmana); las jóvenes se dirigen, lenta y
graciosamente, hacia los esposos que les están destinados. Cuando todas las
parejas están formadas y sentadas en sus respectivos divanes, Alejandro se
inclina hacia Estatira e imprime en sus labios el beso nupcial; cada uno de los
prometidos hace lo mismo y empieza el festín.
Como
todos los festines macedonios, termina bien entrada la noche y las parejas se
dirigen entonces hacia la cámara nupcial que les está reservada. Al día
siguiente las fiestas vuelven a empezar, y así durante cinco días. Cada pareja
recibe de Alejandro una dote y un regalo de bodas: se entrega a los generales y
los soldados 20.000 talentos de oro. Todas las ciudades y las provincias del
Imperio aqueménida, todas las ciudades griegas y macedonias, así como los
reinos aliados enviaron presentes, sobre todo coronas de oro por un valor
global de 15.000 talentos.
También
hubo juegos, concursos y espectáculos. Todos los tañedores de arpa de Occidente
y Oriente, rapsodas, malabaristas, acróbatas, danzarines de cuerda, escuderos,
comediantes, trágicos y bailarines diversos hicieron, durante varios días, la
alegría de las multitudes. Al final de esos juegos los heraldos anunciaron que
el rey asumía todas las deudas de sus soldados y sus oficiales y que cada militar
sólo tenía que declarar su monto al tesorero pagador del ejército; al
principio, temiendo que les reprochasen su prodigalidad, y sobre todo que
comunicasen su nombre a Alejandro, los deudores no se presentaron en gran
número. Entonces se les hizo saber que no tenían más que presentarse, y que las
facturas serían pagadas sin que los tesoreros se interesasen por los nombres de
los deudores: de este modo se pagaron 20.000 talentos.
Las
bodas de Susa se vieron enlutadas por un drama, cuyo héroe fue un asceta indio
llamado Cálano, que había renunciado —no se sabe por qué— a su vida de asceta
—de gimnosofista como decían los griegos, porque estos sabios vivían desnudos
en sus rudimentarias ermitas— para seguir a Alejandro hasta Susa.
Los
macedonios habían encontrado a este sabio en Taxila, en la primavera del año 326 a .C. cuando discutía con
otros ascetas, al aire libre, en el claro de un bosque. Al ver pasar a
Alejandro y a su ejército, en lugar de huir por miedo, o de acudir a él por
curiosidad, los ascetas se habían limitado a golpear el suelo con sus pies.
Intrigado, el rey les había preguntado por medio de un intérprete qué
significaban aquellos golpes, y ellos le habían respondido (según Arriano, op.
cit., VII, 1-2): «Rey Alejandro, la única tierra que todo hombre tiene es la
parcela en la que está instalado, y tú no te distingues en nada del resto de
los hombres; locamente agitado y orgulloso, te has alejado de la tierra de tus
padres, has recorrido la tierra entera creándote mil problemas y provocándoselos
a los demás. Y sin embargo, pronto estarás muerto y no poseerás más tierra que
la que se necesita para inhumar tus despojos. Te fatigas, como tantos hombres,
y nosotros, los sabios, somos felices sin fatigarnos.»
En
ese momento, a Alejandro le pareció buena la respuesta, de la misma forma que
había admirado las palabras de Diógenes, en Corinto, en octubre de 336 a .C, y, aunque eso no le
impidiese hacer todo lo contrario de lo que le había parecido bien, había
formulado el deseo de que se le uniese uno de aquellos gimnosofistas cuya
indiferencia al dolor y a los acontecimientos exteriores respetaba e incluso
envidiaba. Tras lo cual, el mayor en edad de aquellos sabios, Dandamis, que era
el gurú de su comunidad, le respondió: «Te dices hijo de Zeus porque pretendes
poseerlo todo. También yo soy hijo de Zeus, porque poseo todo lo que quiero y
no deseo nada que tú estés en condiciones de darme. Mi tierra india me basta,
con los frutos que produce, y cuando muera, me veré libre de este compañero
indeseable que es mi cuerpo.»
Alejandro
se inclinó, porque había reconocido en Dandamis a un hombre verdaderamente
libre. Pero uno de los ascetas, llamado Cálano, aceptó, cosa que no sorprendió
a sus compañeros que consideraban que Cálano no tenía ningún dominio de sí
mismo. Así pues, Cálano siguió a Alejandro, pero era viejo y estaba débil,
sobre todo porque no había cambiado nada de su forma ascética de vivir. Llegado
a Susa, y al perder sus fuerzas, se negó a seguir alimentándose y dijo a
Alejandro que había elegido morir rápidamente, porque no quería que sus
sufrimientos físicos pervirtiesen su alma: «A los indios —le dijo a Alejandro
que pretendía que sintiese gusto por la vida—, nada les resulta más indigno que
dejar que la enfermedad o el sufrimiento del cuerpo atormenten la serenidad del
alma.» Añadió que su religión le ordenaba inmolarse mediante el fuego en una
pira.
Viendo
que nada conseguiría cambiar la disposición de ánimo de Cálano, Alejandro dio
la orden a su guardia personal, Ptolomeo hijo de Lago, de encargarse de
levantarle una pira. Organizó una procesión, con jinetes e infantes con copas
de oro y de plata, y Cálano fue transportado sobre unas parihuelas, coronado de
flores mientras cantaba en lengua india himnos en honor de sus dioses. Se tumbó
luego sobre la pira con gran dignidad, ante las miradas de todo el ejército
(Arriano dixit). Alejandro se retiró,
porque consideraba poco apropiado asistir a una muerte como aquélla; prendieron
fuego a la pira y toda la concurrencia se maravilló al constatar la indiferencia
con que Cálano sufrió la acción de las llamas, sin que una sola parte de su
cuerpo se moviese. Por orden de Alejandro, las trompetas resonaron, todo el
ejército lanzó su grito de guerra y el gimnosofista fue acompañado en la muerte
que había elegido por el barritar de los elefantes.
Cuando
se sigue la evolución cronológica de los hechos de Alejandro, se comprueba que
su motivación resulta cada vez menos coherente. Pese a todo, esa coherencia
puede estudiarse en varios niveles.
De
abril de 334 a .C.
(partida de Anfípolis) a julio de 330
a .C. (muerte de Darío), todo es coherente. Alejandro
retoma la antorcha de la cruzada panhelénica iniciada por su padre y esa
cruzada alcanza su meta: Darío ha muerto y, con él, el poderío persa. Entonces
se vuelven posibles dos caminos igual de coherentes: o bien oficializar esa
derrota de los persas mediante una especie de paz de Calías más definitiva y severa en sus detalles que la
primera, o bien prolongarla haciendo del Imperio persa un Imperio macedonio
(como dos siglos y medio más tarde lo harán Sila con Mitrídates y Pompeyo con
el «reino» de los piratas mediterráneos, y como lo habría hecho desde luego su
padre, Filipo II, que tenía los pies en la tierra).
Pero
Alejandro no eligió ninguna de estas dos soluciones. Por un curioso vaivén
psíquico, se identifica con los Aqueménidas y transforma su cruzada panhelénica
en una especie de vendetta cuya víctima apuntada es Beso, un personaje ridículo
que, si tal vez amenaza con ponerse la tiara del Gran Rey, no tiene ninguna
posibilidad de controlar ese poder, ni siquiera frente a la aristocracia persa.
Alejandro pierde entonces el sentido de las realidades políticas y en lugar de
explotar su victoria sobre los Aqueménidas cae en un primer grado de
incoherencia, que le conduce a llevar la guerra a Afganistán (a
Bactriana-Sogdiana): la incoherencia de su comportamiento político, enmascarado
por sus éxitos militares, marca el período de su vida que va de julio de 330 a
diciembre de 328 a.C.
Seis
meses más tarde, segunda incoherencia: Alejandro se lanza a la conquista de
«India» (es decir, del actual Pakistán). Sea cual fuere la salida, no tendrá
ninguna utilidad política para Alejandro, que no ha comenzado siquiera a
estructurar el Imperio persa que acaba de hacer suyo. Ya hemos dicho lo que
había que pensar de semejante conquista: no por eso dejó de llevar —sin ninguna
consecuencia positiva para el Imperio ex aqueménida ni para Macedonia— el
período que va desde enero de 327
a .C. a las bodas de Susa en enero-febrero de 324 a .C.
A
principios del año 324 a.C, tercer grado de incoherencia: Alejandro se lanza a
su delirio de unificación de razas. Piensa realizarlo en dos tiempos: en primer
lugar, procediendo ante todo a una especie de mezcla genética ingenua, de la
que las bodas de Susa son un primer (y último) ejemplo, y que es la antítesis
de la eugenesia nazi; en este plano, no veo por qué no habría que aplaudirle,
pero cuesta ver la eficacia, incluso la utilidad de esa operación; en segundo
lugar, al tomar luego la iniciativa, muy moderna, de dar a los «bárbaros» que
son los persas para los macedonios, un estatuto militar análogo al suyo, lo
cual se traducirá por la leva de escudos de Opis.
Lo
que había de fundamentalmente coherente en el comportamiento de Filipo II de
Macedonia era pretender hacer de la multiplicidad brillante y móvil de las
ciudades griegas un Estado unificado en condiciones de enfrentarse a la amenaza
que constituye el Imperio persa para la Hélade. Pero desde Isos y Gaugamela esa
amenaza no existe; y sin embargo, sigue viva en Alejandro la ideología de la
unificación (sin que sepamos exactamente por qué: por otra parte, es más una
filosofía que una ideología política, y tal vez sea producto de las lecciones
que en el pasado había recibido de Aristóteles).
Esa
ideología va a convertirse en actualidad a partir del momento en que se vea
obligado a estructurar su ejército, instrumento capital y único del poder
macedonio. Ahora bien: el Imperio aqueménida era vasto, y el pasado reciente
—la rebelión a orillas del Hífasis— le había demostrado que no podía contar
exclusivamente con las fuerzas grecomacedonias. ¿Por qué no crear entonces un
ejército multinacional, en el que las diferentes nacionalidades del Imperio
—tanto los bactrianos como los medos, los hircanios, los partos y el resto— se
encontrarían en pie de igualdad con los macedonios? En tiempos de la guerra en
Afganistán ya había reclutado jóvenes de todas las satrapías del Imperio; ¿por
qué no continuar, y adoptar una política que dotase a ese ejército de un patriotismo
nuevo, que no fuese ni únicamente griego ni únicamente persa?
Alejandro
se había visto impulsado hacia esa reforma por otra consideración. La campaña
de las Indias y la retirada a través de la Gedrosia habían diezmado su gran
ejército; sus efectivos habían menguado hasta 25.000 hombres en el mejor de los
casos, y la mitad estaba alistada desde hacía diez años y no tenía más que un
único deseo: volver a su país y gozar del botín conquistado. Pero Alejandro
madura nuevos proyectos: contornear la península Arábiga, llegar a Egipto por
el mar Rojo y, por qué no, dar una vuelta entre los fenicios de África: el
mundo está al alcance de la mano, ¿por qué no cogerlo? ¿Y las colonias griegas
del Mediterráneo occidental, en Sicilia y el sur de Italia? Para esas
conquistas precisa un ejército seguro, resistente a la fatiga, dispuesto a
seguirle hasta el fin del mundo. Y ¿qué pasaría en caso de revolución en
Macedonia? Por eso Alejandro incorpora sin duda en marzo del año 324 a.C. a
30.000 jóvenes persas en el ejército macedonio.
Lo
que precipitó las cosas fue un incidente que habría podido ser fatal. En la
primavera de 324 a.C. (en abril o en mayo), Alejandro, que está en Susa, envía
a Hefestión con el grueso de la infantería macedonia a las riberas del Tigris,
en un lugar llamado Opis (a ochenta kilómetros al norte de la moderna Bagdad).
Él embarca en la flota de Nearco y baja por el río Euleo (el Kerja moderno)
hasta el golfo Pérsico para explorar la desembocadura del Eufrates; luego
remonta el Tigris hasta el Opis.
Ahí
se une a su infantería, que ha levantado un campamento a orillas del río. Las
tropas refunfuñan: están hartas de caminar y hacer trabajos de excavación.
Además, circulan ciertos rumores: el rey estaría pensando en sustituirlas por
reclutas persas (los epígonos, cosa que los veja profundamente). En resumen, la
atmósfera presagia tormenta. Llega Alejandro. Se convoca la asamblea de
soldados y se reúne en la llanura de los alrededores, para escuchar la arenga
de su jefe.
Éste
sube a la tribuna y les anuncia lo que califica de «buena nueva»: envía a sus
hogares a todos los que la edad o alguna lisiadura vuelve ineptos para el
servicio activo, con una indemnización sustanciosa que ha de convertirlos en
objeto de envidia de quienes se habían quedado en sus casas, e incitará a los
macedonios de Macedonia a ir a servir a Asia. Contrariamente a lo que Alejandro
esperaba, su discurso es muy mal recibido por los soldados. Tienen la impresión
de ser enviados de vuelta porque los desprecia y quiere sustituirlos por los
jóvenes persas que ha reclutado. También su patriotismo se siente herido:
Alejandro va vestido de persa, con una larga blusa blanca y pertrechos a la
moda persa. En lugar de manifestar su alegría por ser liberados pronto, le
gritan su rencor y su cólera. Pretenden que Alejandro trata de desembarazarse
de sus veteranos, que sólo quiere mandar un ejército de bárbaros y que por eso
ha reclutado a 30.000 epígonos.
«Bueno
—dicen los soldados—, dado como están las cosas, que nos licencie a todos y,
puesto que es hijo de Zeus, que salga de campaña con su padre. Y que vaya a
conquistar el mundo con sus lindos asiáticos.»
Ante
estas palabras, Alejandro explota. Ordena a sus guardias detener a los
dirigentes del motín, a los que señala con el dedo. Son trece: los manda
ejecutar de inmediato. Los demás, aterrorizados, se callan, y Alejandro les
lanza un discurso del mismo tipo que había pronunciado en el Hifasis. Les
recuerda, en términos muy sentidos, en qué los han convertido su padre y él:
«No erais más que unos pastores miserables que se vestían con pieles de
bestias. Filipo os dio clámides, hizo de vosotros hombres de ciudad, convirtió
los esclavos que erais en amos y ahora los tracios y los tesalios, ante los que
temblabais, se han convertido en súbditos vuestros. De acuerdo, no os retengo.
¿Queréis marcharos todos? Pues marchaos. Y cuando estéis en el país, decid que
a este Alejandro, el que ha vencido a los persas, los medos, los bactrianos,
los sogdianos, el que ha sometido a los uxios, los aracosios y los gedrosios,
el que ha franqueado el Indo y el Hidaspes, que a ese Alejandro, rey vuestro,
lo habéis abandonado dejándolo bajo la protección de los bárbaros. Y entonces
veréis si los hombres celebran vuestra gloria y los dioses vuestra piedad.
Vamos, marchaos.»
Salta
entonces Alejandro de la tribuna y se encierra durante tres días en su tienda.
Luego convoca a la élite de los persas, reparte entre ellos el mando de las
unidades, crea unidades de infantería y caballería de Compañeros persas, una
guardia real persa.
Fuera,
los macedonios se manifiestan, luego, cuando se enteran de los honores
distribuidos entre los persas, suplican a Alejandro que los reciba. El rey
condesciende a ello, y escucha al más veterano de sus soldados, que le dice:
—Oh,
rey, lo que nos sorprende es que te hayas dado persas por parientes, y que esos
persas tienen derecho en calidad de ese parentesco a abrazarte, mientras que
ese honor nos es negado a nosotros.
Alejandro,
emocionado, le interrumpe:
—Pero
si todos vosotros sois mis parientes —le dice—, y a partir de ahora os llamaré
así.
Lágrimas,
abrazos, vítores. El jefe se ha reconciliado con sus hombres y les ofrece un
banquete de 9.000 cubiertos (según Arriano).
Los
días siguientes, los macedonios demasiado mayores o heridos, o que tenían
cargas familiares se liberan de sus obligaciones militares. Fueron pagados sus
sueldos a unos 10.000 hombres: Alejandro dio a cada uno un talento e invitó a
los que habían tenido hijos con mujeres asiáticas a quedarse en Persia, para no
provocar en Macedo-nia conflictos entre niños macedonios y niños extranjeros.
Les prometió que mandaría educarlos al estilo macedonio y llevarlos él mismo a
sus padres cuando se hubiesen convertido en hombres. En fin, como prueba de su
amor por sus soldados, les dio a Cratera como general, para que los acompañase
en su vuelta a Pela. Este último también tuvo a su cargo la función de regente
cuando llegase a Macedonia, mientras que el actual regente, Antípater, llevaría
a Asia los 10.000 reclutas macedonios, para reemplazar a los que se iban. Lo
que los historiadores antiguos llamaron «la sedición de Opis» concluía con un
vasto relevo: la anábasis de Alejandro en Asia estaba lejos de haberse acabado.
Alejandro
parte de Opis hacia Ecbatana, capital de Media, llevando consigo el ejército de
Hefestión; va a pasar ahí el final del verano y el otoño del año 324 a.C.
Circulaba
entonces un oscuro rumor, de orígenes inciertos en cuanto a la elección del
regente Antípater como acompañante del nuevo contingente macedonio: Alejandro
se habría dejado convencer más o menos por las palabras calumniosas que
difundía su madre, Olimpia, sobre presuntas intenciones malévolas del regente,
y deseaba alejar momentáneamente a Antípater de Pela. No para comunicarle de
viva voz su caída en desgracia, o para sofocar un golpe de Estado en su origen,
sino para evitar que el conflicto entre Olimpia y Antípater degenerase hasta un
punto en que ya no tuviese remedio: su madre le escribía que Antípater estaba
lleno de orgullo y ambición, y por su parte el regente le escribía que no podía
seguir soportando las maquinaciones de Olimpia. Arriano refiere una observación
desatenta sobre ésta: «Tu madre te habrá reclamado un alquiler muy exorbitante
por haberte alquilado su vientre durante nueve meses», habría escrito entonces.
Los
tejemanejes de Olimpia no perturbaron demasiado los pensamientos de Alejandro.
Quizá habló del tema con sus allegados en la ruta que llevaba de Susa a
Ecbatana, durante un viaje del que no sabemos gran cosa (salvo que el sátrapa
de Media, el general Atropates, según ciertas fuentes muy poco fiables, le
habría hecho el regalo de cien mujeres, de las que decía que pertenecían a la
legendaria raza de las amazonas, las guerreras de seno desnudo de las orillas
del mar Negro; Arriano hace a este propósito una observación sutil: «Pienso
—escribe—, que si Atrópates presentó realmente a Alejandro mujeres que
combatían a caballo, se trataba de mujeres bárbaras ejercitadas en la
equitación y con la vestimenta tradicional de las amazonas»).
En
Ecbatana, Alejandro ofreció a los dioses los sacrificios que la costumbre
imponía, dio juegos atléticos y, sobre todo, organizó fiestas todas las noches
con sus Compañeros, sin escatimar en materia de bebidas. Tal vez estos excesos
provocaron la muerte, una noche de octubre de 324 a.C, del ser que más quería
en el mundo después de su madre: Hefestión, su hermano de armas, su amante, su
doble, el confidente de sus pensamientos y deseos. Tras una crisis durante una
juerga, fue llevado a su lecho con toda urgencia, y al séptimo día murió de
enfermedad. ¿De qué murió? Lo ignoramos; algunos autores hablan de una crisis
etílica, pero este diagnóstico no es compatible con los siete días de
enfermedad que refieren todas las fuentes.
Alejandro
presidía un concurso atlético cuando fueron a comunicarle que Hefestión estaba
muy mal. El rey corre inmediatamente a su cabecera, pero no recoge siquiera su
último suspiro: Hefestión ya ha muerto. El dolor de Alejandro es inmenso. Se
dice que durante tres días permaneció tumbado sobre el cuerpo sin vida de su
amante, sollozando, como Aquiles llorando sobre Patroclo. Se niega a
alimentarse y a dormir, y las tradiciones cuenta que habría mandado crucificar
incluso al médico Glaucias por haber dejado a Hefestión seguir bebiendo cuando
lo veía ebrio.
Cuando
su dolor se atenuó, Alejandro ordenó elevar en Babilonia para su amigo un
monumento colosal destinado a recibir su pira y su tumba, y ordenó un luto
público en toda la extensión del Imperio que debía durar hasta el día siguiente
de los funerales. El cuerpo fue trasportado con gran pompa a Babilonia,
escoltado por una hiparquía (una división) de Compañeros, mandada por Perdicas,
y se envió una embajada a los sacerdotes del templo de Zeus-Amón, en Siwah, en
Egipto, para preguntarles si convenía otorgar al difunto funerales divinos. La
respuesta del oráculo debía llegar a Susa seis meses más tarde, fecha en que
tuvieron lugar los funerales oficiales: los sacerdotes de Amón respondieron que
no debía ser tratado como dios, sino como héroe, es decir, como semidiós. El
cuerpo de Hefestión, embalsamado, fue conservado probablemente en un sarcófago
hasta el día de su incineración.
Luego
hubo ceremonias en todas las ciudades regias. En Susa inmolaron 10.000 víctimas
a los dioses tutelares y Alejandro mandó organizar juegos atléticos y
culturales que reunieron a 3.000 participantes. También ordenó que se erigiesen
templos magníficos en honor de Hefestión en Alejandría de Egipto y en la isla
de Faro, y que en la isla de Rodas se levantase un monumento colosal idéntico a
la tumba de Babilonia (proyecto que nunca vio la luz).
A
finales de 324 a .C.
o principios del año siguiente, Alejandro consigue dominar su dolor gracias,
nos dice Arriano, al cariño con que le rodeaban los Compañeros. Abandona Ecbatana
para ir a Babilonia, tanto para recogerse sobre la tumba de Hefestión como para
poner en marcha otros proyectos. Aprovecha este viaje para dar una amplia
vuelta por las montañas del actual Luristán a fin de imponer su ley a los
coseos, pueblo montañés insumiso, vecino de los uxios a los que había combatido
en el pasado. Estos coseos vivían en ciudades fortificadas en las montañas,
entre Susiana y Media; su especialidad era el bandidaje y el pillaje, y ninguna
fuerza armada había conseguido frenarlos. Cuando una brigada oficial llegaba a
los lugares de sus fechorías, dejaban sus pueblos y se refugiaban en las cimas
de las montañas vecinas, impidiendo así a las tropas regulares alcanzarlos para
proceder a los ataques: una vez que esas tropas se marchaban, volvían a empezar
con sus golpes de mano. Alejandro, ayudado por Ptolomeo hijo de Lago, consiguió
acabar con ellos durante el invierno de 324-323 a .C, a pesar del frío y
la nieve que cubría la región. Consiguió que se asentasen en sus aldeas y los
convirtió en agricultores pacíficos, aunque feroces y muy apegados a sus
tierras. Una vez concluidas estas operaciones de policía, Alejandro tomó la
ruta a Babilonia y, en la primavera del año 323 a .C, llegaba a las
orillas del Eufrates.
Podemos
estimar que Alejandro llegó a la vista de Babilonia a principios del mes de
marzo de 323 a .C.
Tanto los autores antiguos como los eruditos modernos coinciden en la fecha de
su muerte, que tuvo lugar el 13 de junio del año 323 a .C. Arriano —que nos
describe minuciosamente las siete u ocho últimas semanas de la vida del
Conquistador (op. cit., VIII, 15-28), que pasó en Babilonia y en sus
alrededores (sobre todo en las riberas del Eufrates)— relata una veintena de
acontecimientos que se produjeron durante ese período, incluidas su enfermedad
y su muerte, que resumimos aquí en el orden en que él los presenta.
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