Alejandro
explora el delta del Indo, a partir de Pátala: plan de retorno a Venia (finales
de diciembre de 326-principios de enero de 325). — Itinerario de Crátero por la Aracosia (finales de
julio-finales de diciembre de 325). — Itinerario de Alejandro y de Hefestión
desde Pátala a Ormuz por la
Gedrosia (el Beluchistán). — Alejandro pierde las tres
cuartas partes de su ejército (finales de agosto-finales de diciembre de 325).
— Bacanal de Alejandro de Pura a Ormuz (finales de diciembre de 325). — Periplo
de Nearco por el océano índico, de Pátala/Karachi a Ormuz (20 de septiembre de
325-10 o 15 de diciembre de 325). — Reencuentro en Ormuz de Alejandro y sus
generales (finales de diciembre de 325). — Conclusiones que pueden sacarse de
la catastrófica expedición de Alejandro a «India».
Fue
al llegar a la cima del delta del Indo, a Pátala, a finales del mes de
diciembre de 326 a .C.
o principios del mes de enero del año siguiente, cuando Alejandro estableció un
plan definitivo para el regreso a Persia de su gran ejército. Pasó seis meses
—de enero a julio de 325 a .C.
— en esa ciudad, que fue su último cuartel general en la India. Al anuncio de su
llegada, los habitantes de Pátala habían abandonado la ciudad por orden del
gobernador indígena, Moeris; pero Alejandro, que necesitaba mano de obra y
pilotos indígenas, desembarcó algunos destacamentos para dar caza a los
fugitivos y obligarles a regresar a su ciudad. Al mismo tiempo ordenó a Moeris,
que le había confiado su persona y sus bienes, hacer los preparativos
necesarios para acoger a su ejército.
Mientras
los ingenieros y los carpinteros de ribera reparaban los navíos de su flota en
diques de carena rápidamente construidos, Alejandro explora el delta con barcos
ligeros: lleva consigo una escolta de nueve mil hombres, mandada por su
lugarteniente Leónato (el hombre que le había salvado la vida durante la guerra
contra los malios). El rey, que quiere reconocer en persona los brazos del
delta a fin de elegir el más navegable, toma primero el brazo occidental. Es
entonces cuando empiezan las dificultades: los navíos deben franquear un banco
de arena, obstáculo clásico de la desembocadura de un delta en un mar con
mareas, con el que sus marinos, que hasta entonces sólo habían navegado por el
Mediterráneo, nunca se habían encontrado. El flujo y el reflujo de las aguas
son motivo de terror para los hombres de la tripulación y una causa de naufragio
para los navíos, sobre todo porque los residuos del monzón, que sopla del
sudoeste, tienen tendencia a oponerse al avance de los navíos hacia alta mar.
Una
vez franqueada el banco, Alejandro, muy contento, ofrece un sacrificio a
Poseidón, arrojando al mar un toro y un vaso de oro. Luego, aprovechando la
marea creciente, regresa a Pátala para explorar el brazo oriental. Esta vez no
le molesta el monzón, cuyos efectos son más débiles en ese brazo, y decide que
por ahí ha de pasar su flota para abandonar el país de los indios.
Antes
de partir definitivamente hacia Occidente, el macedonio toma unas últimas
disposiciones administrativas referentes a la organización de su pequeño
imperio indio, que apenas representa 400.000 km2. Le asigna de una vez por
todas como límite oriental la orilla izquierda del Indo y el curso del Hifasis:
en el norte, comprende tres reinos independientes, los de Abisares, Taxiles y
Poro, que han firmado con él tratados de alianza; el sur, que corresponde a los
territorios del Punjab meridional y el Sind en el actual Pakistán, se divide en
dos satrapías, anexadas de facto al Imperio aqueménida: Alejandro
instala en él un ejército de ocupación bajo las órdenes del estratego griego
Eudemo.
En
Pátala, Alejandro detiene definitivamente su plan de regreso a Persia: por vía
terrestre, la partida tendrá lugar en la estación buena (verano de 325 a.C),
bajo el mando de Crátera y de él mismo; por vía marítima, se hará bajo la
dirección de Nearco, que deberá esperar el equinoccio de otoño (septiembre de
325 a.C.) para hacerse a la mar, de acuerdo con el régimen de los monzones. El
rey se cita con su almirante y su general en la entrada del golfo Pérsico para
finales de año, y se dispone a despedirse de India, de sus elefantes, sus
príncipes, sus brahmanes, sus gimnosofistas y sus pueblos.
1. Los
itinerarios terrestres
El
primero en partir fue Cratera, en julio de 325 a .C. Estamos mal
informados sobre los detalles de su aventura, que los historiadores denominan
sobre todo el «periplo de Cratera», ya que los cronistas antiguos se
interesaron sobre todo en Alejandro y Nearco. No obstante, conocemos su
itinerario.
Alejandro
le había confiado tres regimientos de infantería, cierto número de arqueros,
una parte de la caballería de los Compañeros y los soldados macedonios que
resultaban poco aptos para el combate y que pensaba repatriar a Macedonia; el
general también tenía a su cargo los elefantes. Dado lo voluminoso de semejante
tropa, a Cratera se le había asignado un itinerario sin sorpresas, a través de
los territorios de la
Aracosia (relativamente conocida por Alejandro, que había
fundado en ella Alejandría de Aracosia, en el emplazamiento de la moderna
Kandahar, antes de partir a India). Saliendo del valle del Indo, debía dirigir
su columna primero hacia el noroeste, pasar por Alejandría de Aracosia y
alcanzar el río Helmend, que desemboca en una especie de mar interior (el
actual lago Hamun, en la frontera de Irán y Afganistán), luego bajar hacía el
sudoeste, hasta el océano índico. En total un periplo de unos 1.600 kilómetros a
través de las montañas de Afganistán e Irán.
En
la actualidad, y sobre un mapa, este itinerario parece muy sencillo. Pero en el
año 325 a .C,
por aquellas regiones desoladas que ninguna caravana cruzaba, donde no había
ninguna ciudad, querer alcanzar las orillas del océano índico después de
haberse perdido por las montañas afganas, era un reto casi imposible de lograr.
Esperar encontrarse con Alejandro en un punto preciso (en Ormuz, en el
emplazamiento de la moderna ciudad de Bender Abas) a unos 1.200 kilómetros
del delta del Indo era puro delirio; y sin embargo, seis meses más tarde, a
finales del mes de diciembre, el general Cratera se unió a su jefe en las
cercanías de Ormuz, en otra Alejandría que Alejandro había fundado, Alejandría
de Carmania. Su periplo había durado cinco meses, se había desarrollado sin
mayores dificultades, salvo algunas fricciones con el pueblo indio de los
ariaspos, en las orillas del lago Hamun. Cratera llevaba incluso en sus bagajes
un regalo para Alejandro: había capturado a un tal Ordanes, un iraní que se
había adjudicado un territorio personal en la región del lago. El rey mandó
ejecutar en el acto al rebelde, que pensaba que nadie le encontraría en aquella
lejana Aracosia. ¡Qué poco vale la vida de un rebelde!
El
segundo en partir fue Alejandro, acompañado por su fiel Hefestión, un mes
después de Cratera, a finales de agosto de 325 a .C. Llevaba consigo la
mitad de los arqueros a pie, todos los hipaspistas (los portaescudos) y la
caballería macedonia, incluida la de los Compañeros, en total unos 12.000
combatientes (algunos dicen que 20.000, e incluso más), a lo que hay que añadir
la impedimenta militar y los civiles (cientos de mujeres y niños). Al partir de
Pátala, su intención era dirigirse hacia el oeste para alcanzar el golfo
Pérsico (no lo conocía, pero había oído hablar de él), permaneciendo siempre a
menos de tres o cuatro días de marcha de la costa.
Sin
duda con conocimiento de causa, había elegido el itinerario más difícil, más
penoso y peligroso. La comarca que debía atravesar al salir de Pátala o, más
exactamente, de Karachi, es decir, la franja litoral de Beluchistán (nombre
moderno de la Gedrosia), se llama en nuestros atlas el Makkran; es uno de los
lugares más pobres del mundo, y por sus informadores Alejandro conocía sus
inconvenientes y peligros. Su travesía costó cara en vidas humanas al vencedor
de Asia; como escribió Gustave Glotz, uno de los maestros de la historiografía
griega, «estuvo a punto de encontrar su Berezina».
No
obstante, al salir de Karachi al principio no había desierto. Alejandro avanzó
primero con su ejército hasta el río Arabio, luego torció en dirección al mar
para aprovechar los pozos de agua dulce a lo largo de la costa, a fin de que no
le faltase el agua al ejército que transportaba Nearco en sus navíos, cuyo
itinerario debía seguir el litoral. Así atraviesa el territorio de los
arabitas, indios independientes como los malios, que aceptan someterse al
persa; luego el de los oritas, que le niegan el homenaje: el rey ordena a la
infantería limpiar su territorio y matar sobre la marcha a todos los que fuesen
cogidos con las armas en la mano. Tras las primeras ejecuciones, la región
finge someterse y Alejandro prosigue su marcha hacia el oeste. Llega a una
aldea orita cuyo emplazamiento le seduce: «Podría construirse aquí una ciudad
grande y próspera», le dice a Hefestión; y deja allí a su lugarteniente, con
una guarnición, para que instale una colonia. Nombra luego un sátrapa para
gobernar a los oritas y pone a su disposición un regimiento mandado por el
compañero Leónato. Sabia precaución. Nada más irse el rey, los oritas se
rebelan contra el sátrapa; Leónato aplasta la sublevación, mata a seis mil
insurgentes y desde entonces el orden reina entre los oritas.
Ya
tenemos a Alejandro y su columna estirándose en varios kilómetros por el
desierto. Al principio todavía alberga algunas ilusiones. Por todas partes
crecen árboles, que en esa estación están en flor, y sobre todo árboles de
mirra, más altos que en cualquier otro sitio. Hacen las delicias de los
mercaderes fenicios que acompañan a su ejército; estos hombrecitos, muy
industriosos, cortan y hacen incisiones en los árboles que encuentran y cargan
la preciosa goma en las alforjas de sus bestias de carga. El Makkran también
abunda en raíces de nardo perfumado, del que esos mismos fenicios hacen buena
cosecha. Pero poco a poco la vegetación cambia; a los árboles suceden los
espinos, y sus espinas son otros tantos puñales para los jinetes. Luego
desaparecen también los espinos y el desierto se convierte en un verdadero
desierto: no hay puntos de agua, hombres y animales resbalan por las montañas
de arena y hace tanto calor que sólo es posible marchar una vez que ha caído la
noche.
Alejandro
está ansioso. ¿Dónde encontrar los víveres y las reservas de agua de que debe
disponer a lo largo de la costa para Nearco y los miles de hombres de tropa que
su almirante transporta en los navíos? Envía patrullas hacia el interior, hacia
la costa: vuelven con las manos vacías. Luego se impone el horror. Sus soldados
no tienen casi nada que comer, ni agua que beber; el menor arañazo se envenena,
los cojos y los enfermos son cada vez más numerosos, y se ven obligados a
abandonarlos. Mueren a millares. Una mañana, al alba, el ejército macedonio
llega a un gran oasis, donde abundan los víveres; Alejandro ordena repartir el
grano que queda en unos sacos que manda cerrar con su propio sello y que envía
hacia el litoral, con destino a Nearco. Pero los soldados y los guardias
mismos, a punto de morir de hambre, rompen los sellos y distribuyen esos
víveres entre los más necesitados: Alejandro no tiene valor para castigarlos.
Hacia
principios del mes de noviembre, mientras el gran ejército macedonio se
arrastra todavía por el desierto, los exploradores que le preceden vuelven al
galope hacia Alejandro: le anuncian, con tanta alegría como los marineros de
Cristóbal Colón gritando «¡Tierra! ¡Tierra!», que los árboles vuelven a
aparecer, así como los rebaños y tímidos campos de cereales. Los macedonios han
alcanzado Pura, la ciudad real de Gedrosia, la capital donde tiene su sede el
sátrapa de la provincia. Alejandro concede a sus tropas seis semanas de un
descanso bien merecido: la travesía del infierno había durado dos meses y
Plutarco llega a decir que, al llegar a Pura, el ejército había perdido las
tres cuartas partes de sus efectivos. El Conquistador no mataba sólo a los
rebeldes y los enemigos, también mataba a sus soldados. Pero lo hacía con
estilo. Un día que sus soldados, muertos de sed, le habían llevado en el fondo
de un casco un poco de agua que habían recogido en un hoyo poco profundo, y
tendían el casco a su jefe como habrían tendido un tesoro, Alejandro lo cogió
y, a la vista de todos, derramó el líquido en la arena. Con este gesto quería proclamar
que si no había agua para sus soldados, tampoco debía haberla para su rey.
Pura
estaba situada a unos 350 kilómetros del estrecho de Ormuz, que separa la
península Arábiga del resto del continente asiático y que es, en cierto modo,
la «puerta» marítima del golfo Pérsico. El estrecho está obturado parcialmente
por una pequeña isla alargada, la isla de Ormuz; en nuestros días, la punta del
promontorio de la península que avanza hacia la costa asiática constituye el
sultanato de Omán. Le corresponde, al otro lado del delta, la ciudad iraní de
Bender Abas. Cuando consideró que sus soldados habían descansado
suficientemente, Alejandro dejó Pura y se dirigió hacia el estrecho: ahí había
citado, más o menos implícitamente, a Crátero y a Nearco (de hecho, la
existencia de ese estrecho era vagamente conocida por navegantes persas,
fenicios e indios a los que Alejandro y Nearco habían interrogado antes de
partir de Karachi).
De
creer a Plutarco y a ciertos historiadores antiguos, que el severísimo Arriano
censura, la marcha de Pura al estrecho de Ormuz tomó el carácter de una
verdadera bacanal. Dejemos la palabra al moralista de Queronea que, diga lo que
diga Arriano, no solía dedicarse a los chismes por el placer de adornar sus
relatos (hemos modernizado algo la versión de Amyot):
“Así
pues, después de haber refrescado un poco allí [en Pura] su ejército, se puso
en camino de nuevo a través de la
Carmania [región de Persia comprendida, en líneas generales,
entre las ciudades modernas de Kerman y de Chiraz, donde se encuentra
Persépolis], donde durante siete días no dejó de banquetear mientras viajaba a
través de la comarca. Circulaba sobre una especie de estrado, más largo que
ancho, muy elevado, provisto de ruedas y tirado por ocho corceles, sobre el que
no cesaba de festejar con sus amigos más íntimos. Ese estrado rodante iba
seguido por una retahíla de carruajes, cubiertos unos de hermosos tapices y
ricos paños de púrpura, otros de ramajes floridos, entrelazados, que se
renovaban antes de que esas ramas se marchitasen, en los que se encontraban sus
otros amigos y sus lugartenientes, todos ellos tocados con sombreros floridos,
que bebían y también se daban grandes banquetazos.
En
cuanto a sus soldados, en todas partes se los encontraba de pie, sin casco, con
los brazos cargados de jarrones y copas, con cubiletes de oro y de plata en las
manos a guisa de lanza, de pica o espada. Con la ayuda de grandes pipas,
sacaban el vino de toneles desfondados. Se entregaban a sus borracheras, unos
por los campos, otros sentados a la mesa, y por todas partes no había más que
canciones, cencerradas y danzas, en las que participaban las mujeres del país,
desgreñadas y ebrias. Esta cabalgada hacía pensar en una bacanal dirigida por
el dios Dioniso en persona. Y cuando Alejandro hubo llegado al palacio real de
Gedrosia, pasó todavía varios días más con su entorno y sus soldados, en
borracheras, fiestas, banquetes y festines, danzas y juegos. Se dice que un
día, después de haber bebido mucho, el rey asistió a la entrega de los premios
de un concurso de danza, en el que se había distinguido un joven persa, Bagoas,
del que estaba enamorado; después de haber recibido su recompensa, Bagoas,
todavía vestido con su traje de bailarín, atravesó el escenario y fue a
sentarse muy cerca de Alejandro, apretándose contra él. Entonces todos los
macedonios que estaban presentes se pusieron a aplaudir y a hacer gran ruido,
gritando con cadencia: «¡Besadle! ¡Besadle!», hasta que al fin Alejandro
obedeció, cogió a Bagoas en sus brazos y le dio un beso en medio de los
aplausos de todos.
Arriano
cuenta la anécdota, pero pretende no dar ningún crédito a ese relato. Creo que
es un error: tras las pruebas que acababa de sufrir en el desierto del
Beluchistán, cruzar Pura y sus alrededores imitando la bacanal de Dioniso
cuando recorrió la India
como triunfador («Dioniso Triunfa») era propio del carácter del joven que, una
noche de borrachera en Fasélida, había ejecutado una danza de borracho
alrededor de la estatua del poeta Teotecto o de vencedor ebrio que, cediendo a los
caprichos de una cortesana, organizó la farándula incendiaria de Persépolis.
Sea
como fuere, la bacanal de Alejandro terminó en la ruta de Ormuz. Asentó su
campamento en un lugar cercano a Bender Abas, donde pronto se le unió Crátero
con sus elefantes, que lo buscaba por los alrededores. También se le unió,
procedente de Ecbatana, el ejército que había dejado allí cinco años atrás
antes de partir en persecución de Darío.
Sin
embargo, Alejandro estaba preocupado, e incluso inquieto: ¿qué pasaba con
Nearco y su flota? Merecía la pena que se hiciese esa pregunta; fueran cuales
fuesen los talentos de navegante del almirante, su periplo no dejaba de
plantear peligros, incluso sin alejarse de las costas, porque antes o después
tendría que plantearse el problema del agua y de los víveres y corría el riesgo
de haberse enfrentado a las mismas dificultades que él, Alejandro, en los
desiertos de Gedrosia. Por esa razón había mandado excavar pozos a lo largo de
la costa y había dispersado algunos depósitos de víveres. Pero Nearco llevaba
consigo la mayor parte del ejército macedonio y, si no llegaba a buen puerto,
la desaparición de su flota sería un desastre irreparable, sobre todo si venía
tras las enormes pérdidas que el propio Alejandro acababa de sufrir en el
Makkran, cuyo recuerdo, a pesar de sus bacanales, no conseguía olvidar.
2. El periplo
marítimo de Nearco
De
los tres jefes que debían devolver el gran ejército macedonio, sus hombres y su
impedimenta, desde el Indo hasta Persia, Nearco había sido el último en partir,
porque había debido esperar a que el monzón fuese favorable. No obstante, desde
la partida de Alejandro hacia la
Gedrosia , a finales del mes de julio, los habitantes del
delta habían empezado a agitarse, seguros de la impunidad; Nearco, cuya misión
era llevar la flota hasta el golfo Pérsico y no restablecer el orden macedonio
en Pátala y en Karachi, decidió no esperar la llegada del régimen de vientos
regulares para levar anclas. Así pues, el 10 de septiembre de 325 a .C, se hizo a la mar
cuando el monzón de verano aún no había concluido y el viento seguía soplando
con violencia en alta mar, tomando el brazo oriental del delta, que antes ya
había explorado Alejandro. Conocemos bien su aventurada odisea, porque llevó un
diario de a bordo, perdido en nuestros días, pero cuyo contenido nos ha sido
conservado por Amano, que lo utilizó para escribir sus Indike («La India »), como apéndice a su
Anábasis de Alejandro. Damos a continuación el detalle de sus escalas (según
Arriano, op. cit, libro VIII); recordemos — si es necesario— que los navíos de
Nearco son trirremes: avanzan a remo y el viento sólo las molesta a través de
las olas y las corrientes que produce sobre la superficie del mar.
— (Día 1 = 20 de septiembre). Aparejo,
después de haber hecho sacrificios a Zeus Salvador; fondeo en un lugar llamado
Estura, a unos 20
kilómetros del puerto de partida, donde la flota
permanece dos días.
— Navegación por el delta, hasta un lugar
llamado Caumara, a 6
kilómetros de Estura, donde el agua empieza a ser
salada, porque las aguas dulces del río se mezclan con el agua de la marea
creciente, que permanece allí incluso después del reflujo, luego fondeo 4 kilómetros más
adelante, siempre en el delta del río, en un lugar llamado Coretis.
— Breve navegación hasta la desembocadura,
obturada por un banco de arena, mientras las olas rompen con estruendo en las
rocas de la orilla. Con la marea baja, Nearco ordena excavar un canal de un
kilómetro de longitud en el banco, por el que hace pasar sus navíos cuando se
llena con la marea alta. Hemos de observar aquí la notable utilización del
fenómeno de las mareas por el almirante, que las desconocía por completo. De
este modo la flota llega a alta mar.
— Fondeo en una isla arenosa llamada
Crócala. Nearco ha llegado al país de los arabitas, donde permanece una
jornada.
— Reanudación de la navegación. El viento
se vuelve muy violento, pero Nearco encuentra un buen fondeadero, bien
abrigado, que bautiza con el nombre de Puerto de Alejandro; permanece en él
veinticuatro horas (debido sin duda al mal estado del mar), hasta el 20 de
octubre poco más o menos. Sus hombres se dedican a la pesca de mejillones,
ostras y navajas (conchas de forma alargada), pero el agua que recoge en la
orilla es salobre.
— (aproximadamente, hacia el 20 de
octubre). El viento ha cesado, la flota puede hacerse de nuevo a la mar. Tras
unos 12 kilómetros
de navegación, fondea cerca de una orilla arenosa, al abrigo de una isla
desierta llamada Domai. Marineros y soldados se ven obligados a ir a buscar agua
a 4 kilómetros
tierra adentro; encuentran agua de buena calidad.
— Después de 60 kilómetros de
navegación, fondeo, durante la noche, en un lugar llamado Saranga; el agua está
a menos de 2 kilómetros
de la orilla.
— Navegación peligrosa durante un par de
días en medio de rocas y escollos; fondeo en un lugar desierto llamado Sácalas.
— Fondeo en un puerto llamado Morontobara,
después de 60
kilómetros de navegación. El puerto es amplio, al abrigo
de las olas, en el fondo de una rada, y sus aguas son profundas, pero su
entrada es estrecha. Los indígenas lo llaman «Puerto de las Damas» porque
habían sido reinas las primeras en ejercer el poder en esa región.
— Navegación muy cerca de la orilla, con
una isla a babor que protege de las olas; Nearco observa que la isla está
cubierta de un bosque de esencias variadas y que, en la orilla, los árboles son
numerosos y su follaje espeso.
— Al alba, la nota pasa la isla en el
momento del reflujo; después de 24 kilómetros de navegación, la flota fondea en
la desembocadura del río Arabio, límite del territorio de los arabitas, pero
cuya agua no es potable (es salobre). Nearco observa que se trata del último
pueblo indio de la región.
— Unos 40 kilómetros de
navegación junto a la costa del país de los oritas (que no son indios, anota
Nearco); fondeo en un lugar llamado Págala. Las tripulaciones se quedan a bordo
debido a las olas que golpean las rocas; los más audaces desembarcan para hacer
provisiones de agua.
— Partida al alba y, tras unos 86 kilómetros de
navegación, llegada de noche a un lugar llamado Cabana; fondeo junto a una
orilla desierta, pero en alta mar, debido a las olas que rompen contra los
arrecifes. Pérdida de dos trirremes y de un navio ligero; los hombres consiguen
salvarse a nado. A medianoche, Nearco da la orden de levar anclas.
— Después de 40 kilómetros de
navegación, las tripulaciones están agotadas. La flota echa el ancla en alta
mar y las tripulaciones vivaquean en la orilla. Nearco manda rodear el
campamento de una trinchera. En ese lugar habían almacenado trigo por orden de
Alejandro, y Nearco hace llevar a bordo de los navíos diez días de raciones; al
día siguiente se reparan los navíos dañados. Se ignora cuántos días permaneció
la flota en ese lugar, llamado Cócala (para simplificar nuestra exposición,
estimamos su número en 8).
— El viento es favorable y empuja los navíos,
que recorren 100
kilómetros en una jornada; por la noche fondean cerca de
un torrente llamado Tornero. El lugar está habitado por salvajes, que viven
casi desnudos en los huecos de las rocas (son trogloditas); cuando ven a la
flota dirigirse hacia la orilla, se despliegan en la costa en líneas de
batalla, amenazando a los marineros y los soldados con sus gruesas lanzas, de
unos tres metros de longitud, adaptadas para el combate cuerpo a cuerpo pero
inútiles como jabalinas. Nearco elige entonces soldados muy ágiles, muy buenos
nadadores y armados a la ligera; les da como consigna partir a nado, ponerse en
formación de combate en tres hileras y cargar entonces contra los salvajes a
paso de carrera, lanzando su grito de guerra. Al mismo tiempo, desde los navíos,
los arqueros lanzarán flechas contra el enemigo y las catapultas los rociarán
con obuses de piedra. Los bárbaros, estupefactos ante el brillo de las
armaduras, la furia de la carga y los proyectiles que parecen caer del cielo,
huyen y tratan de refugiarse en las montañas circundantes. Algunos lo
consiguen, otros son muertos o hechos prisioneros. Según Arriano, que cita a
Nearco, tenían el cuerpo cubierto de una gruesa capa de pelo, uñas duras
parecidas a ganchos e iban vestidos con pieles de animales. Después de la
desaparición de los salvajes, los navíos fueron sacados a la playa y reparados;
la escala duró seis días.
— Tras 50 kilómetros de
navegación, llegada al promontorio llamado Málana (en la actualidad Ras Malan),
que corresponde al límite occidental del territorio de los oritas (que se
parecen, según Nearco, a los indios por los equipamientos y las costumbres,
pero cuya lengua es diferente). En ese día Nearco anota en su diario de a bordo
haber recorrido unos 320
kilómetros desde su punto de partida, y que, cuando
navega con rumbo sur, las sombras de los mástiles se proyectan hacia el sur
mientras que, por lo general, se proyectaban hacia el norte; observa también
que, cuando el Sol está en el cenit (mediodía solar), nada hace sombra. Por
último, constata que entre los astros y las constelaciones que solía divisar en
el cielo unos se han vuelto completamente invisibles y los que eran siempre
visibles durante la noche se levantaban muy poco tiempo después de haberse
acostado (estos fenómenos están unidos a la inclinación del eje de rotación de la Tierra sobre su órbita y a
la latitud a que se encontraba, cercana al trópico de Cáncer; pero Nearco
ignoraba esto).
— Llegada de la flota frente a las costas
que bordean, en Gedrosia, el país de los ictiófagos («comedores de peces»); los
oritas que Alejandro ha encontrado vivían en el interior de las tierras, los
ictiófagos estaban asentados más al oeste, en las mismas costas; según la
descripción de Arriano, forman islotes de población.
— La flota leva anclas por la noche y, tras
120 kilómetros
de navegación costera, recala en un lugar llamado Bagísara. Nearco encuentra
ahí un puerto que ofrece un buen fondeadero.
— Partida al alba, rodeo de un elevado
promontorio en el que Nearco manda excavar pozos: el agua es abundante, pero
salobre. Fondeo en alta mar, debido a las gruesas olas que rompen contra las
rocas del litoral.
— Fondeo en un lugar llamado Colta, después
de 40 kilómetros
de navegación.
— Partida al alba y, tras 120 kilómetros de
navegación, fondeo en un lugar llamado Caliba. En la orilla hay una aldea, en
medio de algunas palmeras cuyos dátiles todavía no están maduros, aunque nos
encontramos en la segunda quincena de noviembre. Los pobladores son
hospitalarios y ofrecen a Nearco corderos y pescado para su tripulación y sus
tropas; pero como no había una brizna de hierba en aquel lugar, los corderos se
alimentaban con pescado, de modo que su carne sabe a pescado. Para unos macedonios
que se volvían locos con la carne de los corderos de Macedonia, la experiencia
resulta amarga.
— Después de 40 kilómetros de
navegación, fondeo en un lugar llamado Carbis; también aquí hay una aldea de
pescadores en el interior de las tierras, llamada Cisa. La aldea está vacía: al
ver llegar la imponente flota de Nearco, sus habitantes han huido, abandonando
sus rebaños de cabras, de las que se encargan las tripulaciones.
— Después de rodear otro elevado
promontorio, la flota atraca en un puerto de pescadores llamado Mosarna, al
abrigo de las olas, donde los marineros encuentran agua dulce. Nearco embarca a
un piloto local, llamado Hidraces, que pretende conocer la costa y va a
guiarlos sin problemas hasta el litoral de la Carmania y desde allí, si
Nearco lo desea, al golfo Pérsico.
— La flota leva anclas por la noche, porque
Hidraces ha previsto 150
kilómetros de navegación hasta un lugar llamado Balomo,
donde la flota atraca en plena noche.
— Fondeo en Balomo, desde donde marineros y
soldados alcanzan la aldea de Barna (emplazamiento de la actual ciudad de
Gwadar), a 400
kilómetros en el interior, donde hay muchas palmeras con
dátiles ya maduros y jardines. Los habitantes de Barna son los primeros
«civilizados» que encuentran desde su partida que, según Nearco, no viven como
animales salvajes.
— Después de 40 kilómetros de
navegación, llegada al lugar llamado Dendrábosa, desde donde la flota apareja a
medianoche.
— Llegada al puerto de Cofas, tras 80 kilómetros de
navegación. Es una aldea de pescadores cuyos barcos son pequeños, y se manejan
con pagayas. Hay agua dulce, muy pura, en abundancia: Nearco aprovisiona sus
reservas.
— Partida durante la noche, y llegada a un
lugar llamado Cuiza, después de 160 kilómetros de navegación. Fondeo en alta
mar, debido a las olas y los arrecifes. Nearco anota que la cena se toma a
bordo de cada navio, por separado (lo que permite pensar que, durante las
escalas, las comidas tenían lugar en tierra y eran colectivas). Se agotan las
reservas de agua.
— Partida al alba, para un centenar de
kilómetros de navegación, siempre con Hidraces como piloto. Llegada a un buen
fondeadero, al pie de una colina sobre la que hay una pequeña ciudad. Si hay
una ciudad, piensa Nearco, debe de haber rebaños y campos cultivados, es decir,
víveres; además, de lejos se divisan espesos haces de paja en la orilla, lo que
indica que debe de haber graneros de trigo en la ciudad: es el momento de hacer
reservas. ¿Serán los habitantes lo bastante generosos para dar víveres en
cantidad a un ejército tan numeroso? Nearco lo duda y declara a sus segundos
que habrá que tomarlos por la fuerza, pero no quiere perder el tiempo asediando
la ciudad: la tomará por sorpresa.
Su
plan es claro y preciso, como los de Alejandro. Se presentará ante las puertas de
la ciudad como un simple visitante, en compañía de dos arqueros; en cuanto haya
entrado, éstos neutralizarán discretamente a los guardianes de las poternas y,
a una señal convenida que hará a uno de sus segundos, llamado Arquias, los
macedonios se lanzarán al agua, nadarán hacia las poternas y entrarán por la
fuerza en la ciudad; el resto no será más que un juego de niños. Por lo tanto,
Nearco ordena dar media vuelta a sus navíos para ponerlos de cara hacia alta
mar, de suerte que estén dispuestos a partir en cuanto los carguen, y él mismo
avanza hacia la ciudad, como un curioso, en un esquife, acompañado de un
intérprete. Se acerca a las murallas. Los habitantes salen y le ofrecen regalos
de hospitalidad: atunes cocidos al fuego, pastas y dátiles. « ¿Puedo visitar
vuestra ciudad?», pregunta Nearco. Los habitantes que habían llevado los
regalos asienten. Nearco se presenta en las poternas, los guardianes le abren
la pesada puerta de madera que cierra las murallas y, nada más entrar en la
ciudad, sus arqueros inmovilizan (o, lo que es más probable, apuñalan) a los
guardias, mientras el almirante sube a las murallas, hace a Arquias la señal
convenida y el intérprete grita a los habitantes, que echan a correr hacia sus
armas. «No os mováis. Es Alejandro Magno el que me envía; dad vuestro trigo a
mis hombres y no se os hará ningún daño; si no, arrasaré la ciudad después de
mataros a todos.»
Los
habitantes están lejos de ser rayos de guerra, empiezan respondiendo que ya no
tienen trigo en sus graneros, pero los arqueros les disparan algunas flechas,
lo que les hace obedecer. Los hombres de Nearco penetran en masa en la ciudad,
los llevan a los graneros y se apoderan de los sacos de grano y harina. Una
hora más tarde, todo el mundo está a bordo de nuevo y la flota de Nearco se
hace a la mar, mientras aquellas buenas gentes, despojadas de sus cosechas pero
felices por haber salido con vida de la aventura, invocan a sus dioses. Este
golpe de mano del almirante fue el primer gran atraco a mano armada de la historia.
No hizo correr ni una gota de sangre, pero no le reportó gran cosa ni resolvió
el angustioso problema del avituallamiento de los hombres de Nearco, que se
encontraba en una situación casi tan grave como la de Alejandro en los
desiertos del Beluchistán.
— Tras
esta proeza, la flota macedonia va a fondear a unos kilómetros de allí, cerca
de un cabo consagrado al Sol y llamado Bagía, de donde leva anclas a
medianoche.
— Después de 200 kilómetros de
navegación, la flota fondea en el puerto de Tálmena. De ahí, Nearco gana una
ciudad llamada Canasida, a 80 kilómetros de la costa; ha sido abandonada
por sus habitantes, no hay víveres en los graneros, pero sus hombres encuentran
un pozo excavado, con agua de buena calidad, en medio de un pequeño palmeral
silvestre. Los hombres cortaron los brotes de las palmeras y se los comieron.
— Jornada de navegación: todos los hombres
están atenazados por la hambruna; algunos hablan de desertar y, para
impedírselo, Nearco mantiene sus navíos anclados lejos de la orilla.
— Después de 150 kilómetros de
una navegación difícil, ya que los remeros, hambrientos, no tienen fuerzas, la
flota llega a un lugar llamado Taesis, donde hay varias pequeñas poblaciones de
apariencia miserable; los habitantes han abandonado sus chozas, y los macedonios
encuentran algunos sacos de trigo y dátiles, así como siete camellos a los que
matan para alimentarse con su carne.
— Partida al alba, para 600 kilómetros de
navegación y fondeo en un lugar llamado Dagasira, donde nomadean algunos
indígenas con sus camellos.
— Después de dos días y dos noches de
navegación ininterrumpida, la flota abandona el país de los ictiófagos (sobre
los que Nearco dejó algunas observaciones etnográficas). En el mar los
macedonios ven sus primeras ballenas y los remeros sienten miedo; Nearco da
orden a los remeros de cargar contra los monstruos haciendo mucho ruido con sus
remos mientras que, desde el puente donde se encuentran, los soldados lanzan
gritos de guerra y hacen sonar sus trompetas: asustadas, las ballenas se
sumergen y, una vez pasada la flota, vuelven a la superficie. El diario de
Nearco contenía algunas indicaciones sobre la vida de las ballenas, que sin
duda provenían del piloto Hidraces y son referidas por Arriano (algunas,
escribe, encallan en el litoral y con la marea baja quedan atrapadas en bancos
de arena; otras son lanzadas a la orilla por las tempestades, mueren ahí y se
descomponen; sus huesos son utilizados por los habitantes de estas regiones
para construir sus habitáculos).
— La flota ha superado la ribera de los
ictiófagos y bordea las costas arboladas de la Carmania. Fondeo
en un lugar llamado Badis (sin duda la entrada del estrecho de Ormuz), donde
los macedonios encuentran abundancia de árboles frutales, de trigo, de olivos y
viñas.
— Después de bordear las costas de Carmania
durante 160
kilómetros , los hombres divisan a lo lejos, hacia el
sur, un largo promontorio que se adentra en el mar (es el cabo llamado en
nuestros días Ras Masandam, que termina en el extremo de la península Arábiga,
en el territorio del actual sultanato de Omán); parece a un día de navegación.
Onesícrito (el hombre que había dirigido la galera real durante el descenso del
Indo, y que era el segundo inmediato de Nearco) propone dirigir las trirremes
hacia ese cabo aprovechando las corrientes; pero Nearco se opone: Alejandro,
dice, ha montado esta expedición marítima porque tenían que hacer un trazado
minucioso de las riberas del océano índico, de sus fondeaderos, sus islotes,
sus puertos, de las tierras fértiles y los territorios desérticos, y hay que
llevar esa exploración hasta su término. Onesícrito fue de la misma opinión del
almirante, y la navegación continuó lo más cerca posible de las costas de
Carmania, durante unos 140
kilómetros . La flota echó el ancla en un lugar llamado Neóptana.
— Partida al alba. Después de un trayecto
de 20 kilómetros
aproximadamente, los navíos macedonios fondean a la altura del río Ánamis (el
moderno Minab), frente al puerto de Harmocia (Ormuz). Había llegado, tras los
sufrimientos, el tiempo del reposo.
3. Los
reencuentros
El
periplo de Nearco fue la mayor hazaña marítima —y única en su género— de la
historia antigua. Duró, dicen los textos, unos ochenta días (Arriano díxit), lo que le permite llegar a Ormuz
hacia el 10 de diciembre de 325
a .C, pero diversas comprobaciones indican que Nearco no
llegó hasta finales de ese mes. Del centenar de navíos que había llevado de
Pátala-Karachi a Bender Abas, sólo había perdido cuatro en la aventura.
Así pues, marineros y soldados desembarcan en
Ormuz. Son acogidos por poblaciones amistosas, el país es rico en distintos
cultivos —sólo carecen de olivos— y pasan varios días descansando, reponiéndose
y redescubriendo los placeres terrenales.
Se
acuerdan de los sufrimientos soportados, de los peligros corridos, de las
tierras desérticas descubiertas, así como de las poblaciones salvajes
encontradas, de los ictiófagos y las ballenas. En cuanto a los jefes de la
expedición, Nearco, Onesícrito e Hidraces, buscan a Alejandro, que los espera
cualquiera que sea la región (de hecho, se encontraba a unos 150 kilómetros en el
interior de las tierras, con lo que le quedaba de su ejército y el de Cratera).
En
este punto, Arriano no puede dejar de abandonar la pluma del historiador serio
y crítico y tomar la del escritor novelesco. Nos dice que un pequeño grupo de
macedonios, alejándose de la orilla, se extravían en el interior de las
tierras. Encuentran entonces a un hombre vestido con una clámide como las que
llevan los griegos y que realmente hablaba griego. Los primeros que lo ven se
echan a llorar de alegría: después de tantas miserias, ver una persona vestida
a lo griego y hablando su lengua materna les parece un milagro.
—¿De
dónde vienes y adonde vas? —le preguntan.
—Estaba
en el campamento de Alejandro, que no se halla muy lejos de aquí, y lo he
dejado por unos días.
Los
hombres, muy contentos, lo aclaman y aplauden, luego lo recogen y lo llevan
ante Nearco. El griego le informa de que el campamento de Alejandro está a
cinco días de marcha por mar y que Cratera ya se le ha unido con su columna.
Luego propone al almirante presentarlo al gobernador de la región.
Después
de visitar a este personaje, Nearco regresa a sus navíos. A la mañana
siguiente, aprovechando la bajamar, los vara en la playa, lo bastante lejos
dentro de las tierras para que seis horas más tarde no sean alcanzados por la
pleamar, y monta el centro de un campamento militar clásico, rodeado de una
doble empalizada, protegido por una profunda trinchera con terraplén, en la
orilla derecha del Amanis. De este modo podrán repararse los navíos que hayan
sufrido desperfectos, y dejará allí la mayor parte de sus tropas. Luego Parte,
con su lugarteniente Arquias y cinco hombres, en busca de Alejandro.
Por su parte, el gobernador al que había sido
presentado intrigaba. Sabía que Alejandro estaba muy preocupado por el destino
de Nearco y su flota, de los que no tenía noticia alguna desde hacía tres
meses. Por ello pensaba que, si era el primero en anunciar al rey la buena
nueva del desembarco de Nearco, recibiría un magnífico regalo. Corre pues
cuanto puede hasta el campamento de Alejandro; le dice que Nearco ha llegado a
Ormuz y que su ejército está sano y salvo. Alejandro está lleno de alegría
pero, antes de recompensar al gobernador, quiere ver a Nearco con sus ojos.
Pasan varios días: Nearco no llega. Alejandro envía exploradores en busca de
Nearco al desierto que separa su campamento de la costa; transcurren varios
días más y los exploradores regresan con las manos vacías: no han encontrado a
Nearco, ni sus tropas, ni sus navíos. El rey se irrita y ordena detener al
gobernador por haber sido transmisor de noticias falsas y haber aumentado su
pena haciendo brotar en su ánimo una esperanza sin fundamento.
Mientras
tanto, algunos exploradores de los que habían salido en su busca encuentran a
Nearco y Arquias vagando en el desierto a la busca del campamento macedonio.
Los dos hombres, sucios, delgados, hirsutos, cubiertos de sal, son
irreconocibles; les preguntan dónde está el campamento de Alejandro —los
exploradores les informan, luego fustigan a los caballos de su carro y se
alejan a través del desierto—. Arquias se asombra por la precipitación con que
han desaparecido e informa de sus reflexiones a Nearco:
—En
mi opinión, Nearco, si estos hombres están en la misma ruta que nosotros, en el
desierto, no es cosa del azar: han sido enviados en nuestra busca y no nos han
reconocido. Mira en qué estado nos encontramos. ¡Corramos a reunimos con ellos
y presentémonos!
Alcanzan
a los dos exploradores y Nearco les pregunta adonde van.
—Hemos
salido en busca de Nearco y del ejército que transportan sus navíos —responden.
Entonces
el almirante les dice:
—Yo
soy Nearco, y éste es Arquias, mi lugarteniente. Llevadnos pues ante Alejandro.
Los
exploradores los hacen montar en su carro y pocas horas más tarde el almirante
y su lugarteniente son presentados a Alejandro, que a duras penas consigue
reconocerlos y que se echa a llorar de alegría.
—Verte
con Arquias me procura una alegría extrema —le dice el rey a Nearco, después de
llevárselo aparte—. Pero cuéntame cómo han perecido los navíos y mi ejército.
Nearco
le interrumpe:
—Rey,
nadie ha perecido. Tus navíos están intactos, los hemos sacado a la playa y
están reparándolos. En cuanto a los hombres, todos están sanos y salvos.
Las
lágrimas de Alejandro aumentan y, sollozando de alegría, exclama:
—
¡Por el Zeus de los griegos y el Amón de los libios, lo que me anuncias,
Nearco, me alegra más que la conquista de toda Asia!
La
alegría estalla en el campamento. Todas las fuerzas macedonias están ahora
reunidas, con sus jefes (Alejandro, Cratera, Hefestión y Nearco). El gobernador
al que Alejandro había mandado encarcelar por procurarle una alegría falsa es
puesto en libertad. Se ofrecen sacrificios a Zeus Salvador, a Heracles, el
antepasado de Alejandro, a Apolo Protector, a Poseidón y todas las divinidades
marinas. Luego, como tenía por costumbre, Alejandro organiza juegos atléticos,
un concurso artístico y una procesión con Nearco a la cabeza, a quien los
soldados y marineros lanzaban flores y cintas.
Una
vez cumplidos los deberes religiosos y acabados los festejos, había que volver
a las cosas serias. Alejandro le dice a Nearco que en el futuro no quiere verle
correr más peligros y que confiará la flota a algún otro. Pero Nearco se niega:
«Rey, tú sabes que estoy dispuesto a obedecerte en todo y en todas partes. Pero
si quieres complacerme, déjame llevar tu flota, intacta, hasta Susa, remontando
el Tigris desde el fondo del golfo Pérsico. —La capital persa estaba a orillas
del Karún, un río que desemboca en el Chatt el-Arab, la vía fluvial formada por
la confluencia de las aguas del Tigris y del Eufrates—. Me habías reservado la
parte más difícil y peligrosa de la expedición, déjame cumplir ahora la parte
más fácil y gozar de la gloria, ahora al alcance de la mano, de haberla llevado
a buen fin.»
Alejandro
no le dejó acabar y le dio calurosamente las gracias. Luego Nearco y Arquias
partieron de nuevo a través del desierto hacia su campamento, no sin que tengan
que luchar todavía con algunas bandas bárbaras de Carmania, que aún no se
habían sometido al macedonio. En Ormuz el almirante toma de nuevo el mando. La
flota, una vez reparada, se hace al mar de nuevo.
Los
reencuentros de Ormuz marcan el final de la gran campaña de Alejandro en la
India, glosada por numerosos historiadores. Añadámosle nuestras propias glosas.
En
primer lugar, conviene relativizar las cosas, tanto en el espacio como en el
tiempo.
La
«India» que intentó conquistar Alejandro no tiene nada que ver con esa enorme
península triangular cuya base montañosa está formada por el Himalaya y el
Hindu-Kush, y cuya cima es el cabo Comorin, de una superficie total de unos
5.500.000 km2, troceada en nuestros días en cinco estados (Pakistán, la República India ,
Bangla-desh, Nepal y Bután), uno de los cuales —la República India —
tiene a su vez veinticinco estados. El territorio que fue objeto de su
conquista representa poco más o menos, en superficie, la mitad del Pakistán
actual (la comprendida entre las montañas afganas y el Hifasis), es decir, unos
400.000 km2 (a título de comparación: la superficie de Suecia es de 412.000
km2). Añadamos que por lo menos la mitad de esa mitad de Pakistán está
compuesta por montañas poco habitadas y regiones desérticas, y que en la época
había sin duda más habitantes sólo en la Grecia continental que en esa «India» en
miniatura de Alejandro. En cuanto a su superficie, el territorio indio
conquistado por Alejandro era al imperio del Gran Mogol (en su mayor extensión)
lo que Bretaña es a la Francia
de hoy; comparado con el Imperio persa, apenas representaba una satrapía. No
hay motivo para pensar en una epopeya.
Podemos
hacer una observación análoga por lo que se refiere al puesto ocupado por la
aventura india propiamente dicha en la vida política y militar de Alejandro. De
los trece años que duró su aventura asiática, la expedición india no le llevó
más que un año (pasa a India en el otoño de 327 a .C., y deshace el camino
en el otoño del año siguiente, a partir del Hifasis).
En
segundo lugar, en el plano de las hazañas del macedonio en India, no hay gran
cosa que recordar, salvo la batalla del Hifasis, que fue una pelea más que una
batalla y que, sobre todo, no tuvo las inmensas consecuencias que se derivaron
de las batallas del Gránico (la que le abrió Asia Menor), de Isos (que le abrió
las puertas del Imperio persa) y de Gaugamela-Arbela (que le convirtió en el
sucesor de hecho de los Grandes Reyes aqueménidas). En cuanto a su retirada a
través del Beluchistán, fue como una «retirada de Rusia» avant la lettre. De hecho, la única gran gesta india tuvo por héroe
a Nearco, pero pertenece a las grandes aventuras marítimas que más tarde
ilustrarán los Vasco de Gama, Cristóbal Colón y Magallanes antes que a las
epopeyas guerreras.
De
ahí una primera conclusión: si la conquista relámpago del Imperio de los
Aqueménidas fue un hecho de armas y de civilización prodigioso (capital para la
historia futura de Europa), la conquista laboriosa, efímera y sin gloria de la
mitad del Pakistán por el macedonio no tuvo consecuencias, directas o
indirectas, para Europa.
En
cambio, y ésta será nuestra segunda conclusión, las tuvo para el conjunto de la
India en el plano cultural y religioso, pero Alejandro no tuvo nada que ver y
lo único que aquí se analiza es la influencia persa, cuya vía natural de
invasión de la península india pasaba por Pakistán.
1. Fue en esa época cuando tuvo lugar en la
península un importante desarrollo del budismo (nacido en los siglos VI-V a.C;
Buda había muerto en el año 480
a .C.) y del jainismo (nacido poco más o menos en la
misma época, con la predicación de Mahavira, 599-527 a .C), que suplantan
progresiva y parcialmente el brahmanismo, en relación con la religión del persa
Zoroastro (¿660?-¿583? a.C.) que se infiltra en India a partir de las satrapías
persas de Afganistán.
2. Es en la época en que se desarrolla,
siempre en Pakistán (en la provincia del Gandhara, el moderno distrito de
Peshawar) y a partir de Afganistán, lo que se llama el arte grecobúdico.
3. Es, por último, en esa época cuando la
grafía alfabética aramea, empleada por los escribas del Gran Rey, el kharosthi,
se introduce en el noroeste de la península india (siempre a partir de
Afganistán) y suplanta a la antigua escritura religiosa (la brahmi).
De
buena gana añadiré a estas consideraciones una última observación, a saber: el
fracaso de Alejandro se debió al hecho de que ignoraba prácticamente todo de lo
que iba a encontrar en su «India», y que por lo tanto no tenía ningún proyecto,
en sentido estricto, como lo había tenido al disponerse a luchar contra los
persas. A la pregunta: «¿Por qué razones Alejandro se empeñó en la conquista de
India?» no hay respuesta racional, como no puede haberla para otros proyectos
enloquecidos, como lo fue la cruzada predicada por Pedro el Ermitaño o las
salidas hacia una especie de desconocido geográfico absoluto de Vasco de Gama o
de Cristóbal Colón. Alejandro no tenía idea de lo que buscaba, por tanto no
podía encontrar nada —salvo por un azar insensato— al final del camino, y, en
un momento dado, las decenas de miles de macedonios, griegos y bárbaros que
había arrastrado en esa búsqueda ciega se hartaron y exigieron que diese media
vuelta.
Su
destino no es, por tanto, comparable al de ningún otro conquistador; ni al de
César, cuyo objetivo era claro: hacer vivir a los millones de seres humanos que
poblaban el universo romano bajo una misma ley, con una misma lengua, con una
misma moneda, un mismo calendario, para el mayor interés de todos; ni al de
Mahoma, que se sentía investido por Dios de una misión que puede decirse
evangélica, en sentido estricto; ni al de Carlomagno, análogo al de César, con
la diferencia de que concernía no a los romanos sino a los cristianos; ni al de
Gengis Kan, cuyo objetivo era realizar la unidad política y cultural de los
pueblos de Asia Central; ni al de los revolucionarios iluminados, como
Robespierre o Lenin, guiados como estaban por un credo humanitario y social que
se ahogó en la sangre de las guillotinas y los gulags; ni al de Napoleón, que
sumió a su patria de adopción en el abismo por exceso de ambición y a la que
dejó jadeante durante medio siglo después. Y, en la medida en que Alejandro no
sentía odio alguno contra ningún pueblo que pudiese ser el motor de su
insensata anábasis, no se le puede asimilar tampoco a los dictadores modernos
cuyo paso ha apestado el siglo xx.
De
hecho, su destino no puede compararse con el de ningún otro conductor de
pueblos, porque no se realizó de un modo uniforme. Para hablar como los
matemáticos, diremos que la función que lo representa, después de haber sido
constantemente creciente desde el tiempo de su nacimiento, conoció una
discontinuidad en ese día de otoño del año 327 a.C. en que, sin preparación
alguna, se adentró hacia el paso de Khaybar. Esa discontinuidad puede, como
veremos más adelante, interpretarse como el producto de una ruptura de tipo
psicótico con la realidad.
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