Paso
del Indo: el rey indio Taxiles (marzo de 326). — Batalla del Hidaspes contra el
rey indio Poro (julio de 326). — Paso del Acesines; guerra contra los malios y
toma de Sangala (julio-agosto de 326). — Llegada al Hifasis (¿31 de agosto de
326?). — Motín del ejército de Alejandro. — Alejandro da la orden de regreso
(principios de septiembre de 326). — Alejandro de nuevo en el Hidaspes;
preparación del regreso a Occidente y construcción de una flota finales de
septiembre-finales de octubre de 326). — Partida de la flota de Alejandro del
Hidaspes hacia el Indo (principios de noviembre). — Campaña contra los malios y
los oxídracos, fundación de Alejandría de la Confluencia ; herida de
Alejandro (noviembre-diciembre de 326). — Llegada a Pátala, en el estrecho
(finales de diciembre de 326).
En
la vida de Alejandro el año 326
a .C. fue memorable: el 21 de julio celebró su trigésimo
aniversario; unos días antes de este acontecimiento personal, a orillas del río
Hidaspes (el actual Jhelum), libró contra el rey Poro la más hermosa y
sangrienta de sus batallas; unos días más tarde, lloró a su fiel Bucéfalo,
herido de muerte en ese combate; por último, setenta días después del inicio
del monzón de verano, señalan nuestras fuentes, es decir, a finales del mes de
agosto, en las orillas del río Hifasis (el actual Bías), que se dispone a
franquear, sus generales y sus soldados se amotinan y le declaran solemnemente
que no darán un paso más hacia el este. Alejandro había alcanzado el final de
su camino.
1. Del
Indo al Hidaspes
Mientras
invernaba con su gran ejército, ahora reconstituido, en las orillas del Indo,
Alejandro sintió el deseo de ir a una ciudad que los antiguos autores llaman
Nisa, situada en las montañas donde había tenido que combatir a los aspasios y
los asácenos. Contaba una leyenda que esa ciudad había sido fundada por Dioniso
después de que éste hubiese sometido a los indios, motivo por el cual había
sido llamada Nisa. La leyenda había impresionado a Alejandro, porque veneraba a
Dioniso, del que su madre había sido en otro tiempo sacerdotisa, y, de la misma
forma que había rendido homenaje a Zeus en Gordio (Asia Menor) y a Zeus-Amón en
Egipto (Siwah), pretendía que Dioniso bendijese su expedición india.
Así pues, a finales del invierno (¿marzo de
326? a.C), Alejandro se dirige a Nisa y, ante su llegada, los nisenses le
envían a su jefe, Acufis, al frente de treinta notables. Son introducidos en la
tienda del rey y lo encuentran sentado, con la armadura todavía cubierta del
polvo del camino, el casco en la cabeza y la lanza en la mano. Dominados por un
«horror sagrado», nos dice Arriano, se postran a sus pies y guardan silencio.
Alejandro les hace levantarse y los invita a hablar con valor: Acufis toma la
palabra: «La gente de Nisa te pide simplemente que los dejes libres e
independientes por respeto a Dioniso. Fue él quien fundó nuestra ciudad, lo
mismo que tú has fundado Alejandría del Cáucaso y muchas otras Alejandrías.
Haciéndolo así, realizas más hazañas que Dioniso.»
Y
para demostrar a Alejandro que decía la verdad respecto a Dioniso, lo lleva a
la montaña, junto con sus Compañeros, y les muestra que allí crece la hiedra,
una planta que no se encuentra en ninguna otra parte de India. El rey otorga a
los nisenses la libertad y la independencia, y se lleva trescientos jinetes en
calidad de rehenes, mientras sus guerreros trenzan coronas de hiedra que se
ponen en la cabeza gritando, como en las fiestas dionisíacas, «Evohé! Evohé!».
Luego
Alejandro desciende otra vez hacia el Indo. El puente que había encargado está
preparado (Hefestión había dirigido los trabajos); Arriano supone que no se
trataba de un puente continuo, porque los macedonios no habrían tenido tiempo
de construirlo permanente sino que estaba hecho de balsas unidas por cuerdas o
viguetas, como los puentes por los que en otro tiempo habían pasado Darío y Jerjes,
para franquear el Helesponto y el Bósforo, en la época de las guerras Médicas.
El
paso del río ocurrió a principios de la primavera de 326 a .C. Cuando puso el pie
en la orilla oriental del Indo, Alejandro vio acercarse una embajada de
Taxiles, el rey que ya le había enviado emisarios el año anterior, cuando
todavía estaba en Bactra. Aquellos embajadores le llevaban las llaves de su
capital, Taxila, y le entregaron suntuosos presentes: 30 elefantes equipados
para la guerra, 3.000 bueyes destinados a los sacrificios, 10.000 corderos y
una escolta de 700 jinetes equipados con sus armas.
Alejandro
permaneció un mes a orillas del Indo, descansando y recibiendo embajadas de los
reyezuelos de las comarcas cercanas, porque el rumor de su llegada se había
difundido como un reguero de pólvora. Así recibió a Abisares, rey de Abisara,
el país de los indios de las montañas (contra cuyas estratagemas le había
prevenido Taxiles: este Abisares estaba aliado en secreto con el rey Poro,
enemigo de Taxiles), y numerosos jefes de aldeas. Después de haber celebrado
sacrificios y organizado juegos atléticos Alejandro se puso en marcha, a
principios del mes de junio, por la ruta de Taxila, una ciudad rica, de
abundante población que en el pasado ya había sido ocupada por los Aqueménidas;
la mayoría de los súbditos de Taxiles eran brahmanistas, pero en la ciudad
había un barrio iraní donde se practicaba el zoroastrismo, y donde todavía utilizaban
la moneda persa (los daricos) y los caracteres cuneiformes que seguían usándose
en la antigua Persia.
Cuando
Alejandro llegó a las cercanías de Taxila, el príncipe Taxiles salió a su
encuentro con elefantes cubiertos de telas de seda con incrustaciones de
piedras preciosas, lo acompañó a su palacio y le colmó de presentes. Alejandro
le prometió respetar las costumbres de su reino, que convirtió oficialmente en
una satrapía del Imperio persa, y cuyo mando adjudicó al macedonio Filipo,
hermano de Hárpalo, su tesorero general. Fue en Taxila donde Alejandro conoció
por primera vez aquellos ermitaños solitarios, que vivían desnudos, apartados
de los hombres, meditando y rezando, y que los griegos llamaron gimnosofistas
(los «castos desnudos»).
Las
demostraciones de amistad que Taxiles prodigaba a Alejandro no tenían nada de
espontáneo ni gratuito. Su conducta estaba dictada por el conflicto que lo
enfrentaba a un rey mucho más poderoso que él, Poro, cuyo reino —el Paura, que
contaba con más de cien ciudades— estaba separado del suyo por el río Hidaspes
(el Jhelum actual).
Este
Poro había concluido alianzas con otros príncipes de la vecindad, en
particular, como ya hemos dicho, con Abisares, y las relaciones entre Paura y
Taxila eran más que tensas: entre los dos soberanos existía un estado de guerra
larvada. De modo que cuando el rey de Macedonia dejó Taxila, prosiguió su
marcha hacia el este y desembocó en la llanura regada por el Hidaspes, durante
la primera quincena de junio de 326
a .C, el primer espectáculo que se ofreció a sus ojos
fue, al otro lado del río (en la orilla izquierda), el ejército de Poro en
orden de batalla, con la masa compacta de sus elefantes, que esperaba,
amenazante, al ejército macedonio, de cuyo jefe se decía que era amigo y aliado
de Taxiles.
En
esa época del año las aguas del Hidaspes, crecidas por las lluvias del monzón,
estaban agitadas y el río no podía ser vadeado ni cruzado a nado. Tras
comprobar este estado de cosas, Alejandro mandó dar la vuelta hasta el Indo a
uno de sus generales, Ceno, para que desmontase el puente de barcas que habían
construido para atravesarlo y traerlo a orillas del Hidaspes en piezas sueltas.
También aumentó el número de sus soldados con cinco mil indios mandados por
Taxiles, y asentó su campamento en la orilla derecha del Hidaspes.
Poro
había situado puestos de guardia en los lugares en que el río era estrecho y
poco profundo, y por tanto fácil de franquear. Al verlo, Alejandro se dedicó a
desplazar sus tropas por las orillas del Hidaspes para desconcertarle, tanto de
día como de noche, fingiendo preparar un ataque; al mismo tiempo, parte él solo
de reconocimiento y descubre río arriba de su campamento y del Poro, a la altura de la actual ciudad de
Jalalpur, en medio del Hidaspes, cuyo cauce se estrecha en ese lugar, una isla
desierta. Frente a la isla, en ambas orillas la vegetación es exuberante y se
parece a la de la selva virgen.
Alejandro
regresa entonces a su campamento, envía carpinteros de ribera con orden de
construir almadías en ese punto donde el enemigo no puede verlos y, empleando
una táctica que ya había experimentado en las montañas persas, durante su
guerra contra Darío, ordena encender fogatas de campamento, hace sonar las
trompetas y maniobrar a sus hombres, para hacer creer a Poro que prepara un
ataque. Luego, mientras sus tropas entretienen así al adversario, Alejandro remonta
sigilosamente la ribera del río con unos 5.000 jinetes y 10.000 infantes,
ocultos a ojos de los centinelas enemigos por los árboles y las altas hierbas.
La suerte está además de su lado: estalla una violenta tormenta, como las que
suelen producirse en período de monzón, el cielo se ensombrece y los truenos
cubren el ruido de su tropa en marcha.
Cuando
el pequeño ejército llega a la altura de la isla, las almadías están
dispuestas; Alejandro espera a que caiga la noche para meter las almadías en el
agua y, al alba, sus jinetes y sus infantes están en la isla. Pero todavía
queda hacerlos pasar desde la isla a la orilla izquierda de Hidaspes antes de
que los exploradores de Poro descubran la maniobra y corran a avisar: si el
ejército indio llega a orillas del río antes de que sus hombres hayan
desembarcado, todo está perdido. Por lo tanto, hay que actuar con rapidez.
Sigue
lloviendo, y cada vez con más violencia, pero los dioses parecen estar de parte
de Alejandro: entre la isla en que se encuentra con sus soldados y la orilla
hay otra islita. No se trata de echar otra vez las armadías al agua, porque
llevaría mucho tiempo y se corre el riesgo de que Poro llegue de un momento a
otro. Entonces, con su fogosidad habitual, Alejandro se arroja al agua y todos,
jinetes y e infantes, le siguen; los hombres nadan, a los caballos les llega el
agua hasta el pecho y no tardan en franquear el Hidaspes. Una vez ganada la
orilla, el ejército se dispone y despliega en orden de batalla, preparado para
enfrentarse a las fuerzas de Poro, a las que Alejandro oye llegar a lo lejos:
después del Gránico, Isos y Gaugamela, el Conquistador va a librar en las
orillas de este río su última gran batalla (julio de 326 a.C).
Sabemos
que Alejandro ganó esa batalla, que los indios perdieron en ella 20.000
infantes y 3.000 jinetes (según Arriano, Diodoro habla de 12.000 muertos y
9.000 prisioneros), que las pérdidas macedonias se limitaron a 310 muertos
(según Arriano; Diodoro enumera 980, es decir, 280 jinetes y 700 infantes) y
que dos hijos y un hermano de Poro resultaron muertos en combate, pero no
sabemos cómo se desarrolló exactamente.
Hubo
primero un combate de vanguardia. Poro envió por delante a su hijo, con sesenta
carros y jinetes; Alejandro lanzó contra ellos arqueros a caballo y la caballería,
cuyo mando había tomado él en persona. Ignoramos cómo se desarrolló ese
encuentro; es posible que los indios hayan huido tras la muerte del hijo de
Poro y que Bucéfalo haya resultado muerto en ese primer asalto. Luego es el
propio Poro el que interviene, encaramado en un alto elefante, con 30.000
infantes, 40.000 jinetes, 300 carros y 200 elefantes; el enfrentamiento tuvo lugar
en un terreno llano y Poro se habría visto atrapado entre dos fuegos, entre los
jinetes y los arqueros de Alejandro que tenía delante, y la caballería de Ceno,
que habría caído sobre su retaguardia. Los indios se repliegan detrás de los
elefantes que, guiados por sus cornacas, cargan contra los macedonios.
La
batalla cambia entonces de cara. Los doscientos elefantes, algunos de ellos
heridos, aplastan sin distinción a macedonios e indios; la carnicería es
impresionante y sólo cesa con la llegada de las tropas frescas que Alejandro
había dejado en la orilla derecha del Hidaspes. Consiguen capturar a los
elefantes y poner en fuga a los indios, mas Poro se bate con valor, dirigiendo
su elefante como habría dirigido un caballo. Aunque alrededor de él sólo quedan
unos pocos indios, el valiente Poro no huye, como había hecho Darío en dos
ocasiones: sigue luchando hasta que, herido en el hombro derecho, hace dar
media vuelta a su monstruosa montura.
Alejandro,
admirando su valentía y heroísmo, decide salvarle. Le envía a su aliado, el rey
Taxiles, que invita a Poro a detener su elefante; el otro, que le considera un
traidor a la causa india, trata de herirle con su jabalina y Taxiles debe
retroceder. Alejandro envía entonces un mensajero tras otro al terrible
combatiente; finalmente será otro indio, llamado Méroes, viejo amigo del
vencido, quien le decida a echar pie a tierra. Poro detiene su elefante y se
derrumba sobre el suelo; está sediento: le dan agua fresca, sacia su sed y
exige ser llevado ante Alejandro.
—
¿Cómo quieres ser tratado? —le pregunta éste, que admira su noble porte.
—Como
rey, Alejandro.
Al
macedonio le agrada la respuesta de Poro, y le responde:
—Por
lo que a mí concierne, lo serás, Poro; pero ¿cuáles son tus deseos?
—Todos
mis deseos se limitan a esa única palabra.
Alejandro
devolvió a Poro sus estados, le garantizó su soberanía y le prometió incluso
extenderla a otros territorios. Para conmemorar su victoria, Alejandro confió a
Crátero la misión de fundar dos ciudades en el emplazamiento donde se había
librado la batalla, que llamó Nikaia (Nicea, «la que da la victoria») y
Bucefalia (en memoria de su caballo Bucéfalo, que había resultado muerto
durante el combate). También dejó tras él pontoneros y arquitectos de marina, a
los que encargó construirle una flota. Más tarde, después de haber rendido a
los soldados muertos los honores debidos, Alejandro ofreció a los dioses —y en
particular a Helios, dios del sol levante— los sacrificios tradicionales para
darles las gracias por la victoria. Sobre el campo de batalla, limpio ya de las
huellas del enfrentamiento, se celebraron juegos atléticos y se acuñaron
monedas donde la imagen representaba a Alejandro persiguiendo a Poro en su
elefante. Por último el rey obligó a Poro y a Taxiles a reconciliarse.
Finalmente,
hacia el 15 de agosto, el rey dio a su gran ejército la orden de partida, y
dejando a su espalda un país asolado pero sometido (término preferible a
«pacificado»: antes de la llegada de Alejandro los indios vivían independientes
y en paz), montado en su nuevo caballo, el Conquistador parte hacia Oriente.
2. Del
Hidaspes al Hifasis
Además
del Hidaspes había otros tres ríos, de cursos más o menos paralelos, que
cortaban la ruta que Alejandro pensaba tomar para dirigirse hacia el este, con
la esperanza de encontrar al cabo de esa ruta el fin de las tierras habitadas.
Eran, por este orden, el Acesines (en nuestros días, el Chenah), en el que
desembocaba el Hidaspes, el Hidraotes (en nuestros días, el Ravi), que también
desembocaba en el Acesines, y el Hifasis (en nuestros días, el Bías).
Alejandro
había oído decir que al otro lado del Hidaspes, a unos veinte días de marcha,
fluía, ancho y majestuoso, el río sagrado de India, cuyas aguas, según se
decía, podían purificar a los que en ellas se bañaban de todos los pecados,
incluso los más horribles. Los indios tenían la costumbre de arrojar a sus
aguas las cenizas de las innumerables piras funerarias que lo bordeaban, porque
creían que morir en sus orillas aportaba a los difuntos la entrada inmediata en
el Reino de la Felicidad ,
el equivalente de los Elíseos helénicos. Este río, que Alejandro soñaba alcanzar,
era una divinidad: era Ganges —«el Ganga» en la lengua de los indios—, dicho de
otro modo el Ganges, que según decía era hija del Himalaya. Su fuente, en una
gruta helada de esa montaña, estaba considerada como la cabellera trenzada de
Siva, el Gran Dios de los 1.008 nombres.
El
Conquistador avanza primero hacia el Acesines, atravesando el territorio de los
glaucanios, un pueblo del que había capturado treinta y siete villas que regaló
a Poro, como le había prometido. Luego pasa por las cercanías del país del
Abisara, un territorio situado entre las colinas y las montañas río arriba; el
rey de la región, Abisares, le envía en embajada a su hermano para presentarle
su sumisión junto con un tesoro y cuarenta elefantes de regalo: Alejandro
acepta los presentes, pero le hace saber con altanería que debe venir a
presentarse él en persona, en el plazo más breve, so pena de ver sus
territorios devastados por su ejército.
El
ejército macedonio cruza el Acesines, una parte en barcas y otra en barcas
hechas de pieles de animales cosidas entre sí y rellenas de paja. La corriente
del río es violenta, sobre todo durante el monzón, que, en esa época del año
(el mes de agosto), derrama sobre India lluvias torrenciales; Alejandro decide
pasarlo por su mayor anchura, por donde la corriente es menos fuerte. Sin
embargo, fueron muchas las barcas que se estrellaron contra las rocas y cuyos
pasajeros perecieron.
Una
vez cruzado el Acesines, Alejandro deja en sus orillas al general Ceno con su
unidad, para asegurar la travesía de los carros de retaguardia, que transportan
el trigo y demás géneros necesarios para su ejército, y se dirige hacia el
tercer río, el Hidraotes, de curso menos impetuoso. Por todos los sitios por
donde pasa aposta guarniciones que tienen por misión proteger a los forrajeadores
y recibir la rendición de las tribus indias. Tres de ellas resisten: los
acteos, los oxídracos y los malios, que han tomado posiciones en torno a la
fortaleza llamada Sangala (cuyo emplazamiento está cerca de la moderna
Amritsar).
Según
Diodoro de Sicilia (op. cit, XVII, 98,1 y ss.), antes de la llegada de
Alejandro estas tribus eran enemigas; se unieron por iniciativa de los malios
para enfrentarse a los macedonios y se reconciliaron casando a sus hijas y a
sus hijos, dando o recibiendo cada tribu 10.000 doncellas. Una vez
reconciliados, los indios, que habían conseguido reunir más de 80.000 infantes,
10.000 jinetes y 700 carros, aguardan a Alejandro a pie firme. Han desplegado
sus fuerzas delante de Sangala, en una colina que rodean con una triple muralla
de carros, tras los que instalan su campamento. Así protegidos, los malios y
sus aliados se creen a salvo; pero Alejandro los desaloja de su campamento
lanzando contra ellos sus arqueros a caballo y luego su caballería, y les
obliga a refugiarse en Sangala, que termina tomando al asalto después de haber
matado —según Arriano— a 17.000 indios y hecho 70.000 prisioneros, pero dejando
sobre el terreno un centenar de muertos y doce veces más de heridos. Sangala
recibió un castigo por haber resistido al hijo de Zeus-Amón: fue saqueada y
arrasada hasta sus cimientos.
A
medida que el Conquistador avanza, la guerra se vuelve más dura y sangrienta.
Tras haber castigado a Sangala, Alejandro envía a su secretario, Eumenes, hacia
dos ciudades que se habían aliado a los malios para enfrentarse a la conquista
macedonia, con la misión de anunciarles que Sangala había caído y que no les
ocurriría nada si se sometían sin tratar de oponer resistencia. Asustados, los
defensores de las dos ciudades y sus habitantes huyen a las montañas, dejando
únicamente en las ciudades a los enfermos. Eumenes llega demasiado tarde para
alcanzar a los fugitivos; Alejandro se le une poco después y también se da
cuenta de que ahora están fuera de su alcance. Ordena entonces matar a los habitantes
que han quedado en ambas ciudades, incluidos los enfermos, arrasa las dos y
adjudica sus territorios a unas tribus indias que antes se le habían sometido.
Y
mientras su aliado el rey indio Poro se queda en el país para fortificarlo,
construyendo fortalezas y asentando guarniciones, Alejandro da un nuevo salto
hacia adelante y alcanza el Hifasis, al que llega a finales del mes de agosto
de 326 a .C.
Así
pues, lo tenemos en la orilla derecha del Hifasis, que anhela franquear: lo que
le habían contado sobre las regiones del otro lado del río lo intriga y atrae.
Un rey local al que nuestras fuentes llaman Fregeos le habría dicho que el
territorio al otro lado del Hifasis era rico y estaba habitado por un pueblo de
guerreros agricultores que gobernaba sin violencia no un rey, sino una
aristocracia guerrera, y donde los elefantes eran más poderosos y numerosos que
en cualquier otra parte de India (sin duda se trataba del Punjab oriental, en
la actualidad uno de los veinticinco estados de la República de India, dado
que la parte occidental del Punjab pertenece al Pakistán). Todo esto avivaba en
Alejandro el deseo de seguir adelante con su expedición que, hasta ese momento,
sólo había tenido felices resultados.
Felices,
desde luego, si se consideran los éxitos militares, el reconocimiento de la
autoridad del macedonio por los reyes vencidos y los preciosos regalos con que
le habían inundado, pero cuyos beneficios sólo él recogía, los soldados no
habían tenido ninguna gran ciudad para saquearla, y por lo tanto había sido
pequeño el botín; los generales no se habían visto adjudicar ciudades o
regiones para gobernarlas, y los estados conquistados y sometidos, como Taxila
o el reino de Poro, no habían sido unidos a Persia en calidad de nuevas
satrapías y conservaban su estatuto. Por último, esa expedición india sólo
colmaba de satisfacción a una sola persona: Alejandro. Había salido para
conquistar a fin de saber y no de poseer, y ahora le llamaban «el sabio». Sí,
sabía que es posible domesticar elefantes; que en India (en realidad en el
Punjab) había piedras preciosas como no las había ni siquiera en Irán; que
periódicamente caían lluvias diluvianas generadoras de fabulosas selvas
vírgenes, con árboles de cuarenta metros de altura; que en esas selvas había
cantidad de monos de distintos tamaños como no se conocían en Occidente, así
como una multitud de serpientes abigarradas cuyo mordisco procuraba una muerte
rápida, y otras, enormes, que podían ahogar un tigre (las pitones); que los
reyes utilizaban perros tan poderosos y feroces como tigres (se trata de los
dogos del Tíbet) para guardar sus tesoros; que cuando un hombre moría su esposa
era incinerada, viva, con él; y muchas otras cosas más. Indudablemente
lamentaba no tener a su lado a su antiguo maestro, Aristóteles, que sabía todo
de todo y le habría explicado los misterios de India (el filósofo seguía
viviendo y enseñaba en Atenas; no debía morir hasta el año 322 a .C, después de
Alejandro): pero ¿qué habría pensado el Maestro del Liceo de la sangre
derramada, macedonia o india, de las mujeres violadas después de los asedios,
de los hombres libres transformados en esclavos y de los delirios del
Conquistador?
Sí,
había sido feliz aquella expedición para este joven rey que acababa de cumplir
treinta años y que, después de haberse tomado por hijo de Zeus-Amón, por
Aquiles, por Apolo y por el toro Apis, escuchaba con placer a los aduladores
repetirle que había realizado más trabajos que Heracles, fundado más ciudades
que Dioniso, creado un imperio más vasto que el del gran Darío, y que quería
añadir a ese palmares sobrehumano un viaje en barco por el Ganga (donde, ¿quién
sabe?, habría podido compararse con Siva) y el descubrimiento del fin del
mundo, lamido por las olas de gran mar Oriental.
Pero el gran ejército que había permitido a
Alejandro regalarse ese extraordinario sueño indio ya no comprendía aquella
marcha ni aquella búsqueda que nunca se detenían. Los soldados estaban agotados
por ocho años de campañas, a las que ya no encontraban ninguna justificación
porque Beso estaba muerto. Muchos generales de Alejandro habían llegado a la
conclusión de que su amo había perdido la razón desde que se disfrazaba de Gran
Rey, exigía que se prosternasen delante de él como ante un dios y pretendía
igualar a Heracles y alcanzar el fin del mundo.
Desde
hacía dos meses no paraba de llover. Los cascos de los caballos estaban
desgastados. Las piernas de los soldados, que caminaban en el barro bajo
constantes chaparrones, ya no los sostenían. Sus cuerpos estaban cubiertos de
cicatrices y la disentería roía sus entrañas. El ejército de Alejandro no era
más que una horda.
Por
eso, en la última semana de agosto de 326 a.C, bajo los últimos chaparrones del
monzón, se empieza a murmurar en las filas, tanto durante las marchas como por
la noche en el campamento, cuando llega el momento del vivac. Los macedonios
están hartos de fatigas y peligros. Los más moderados se limitan a lamentarse,
los más decididos proclaman en voz alta que no darán un paso más y circulan
consignas incitando a la desobediencia: sobre el gran ejército sopla un viento
de motín. Los oficiales comprenden y a menudo comparten los sentimientos de sus
hombres. Los generales se ven puestos contra la pared, pero ni uno solo se
atreve a decir lo que piensa al Conquistador solitario.
Alejandro
se ha dado cuenta de que entre él y su ejército los lazos se han roto. Convoca
a los jefes de unidades y trata de reanimar su ardor apagado mediante un
discurso que se quiere elocuente pero que no es otra cosa que un soliloquio.
DISCURSO
DE ALEJANDRO A SUS GENERALES Y OFICIALES
(según
Arriano, op. cit., V, 24 y ss.)
“Macedonios
y aliados de los macedonios, me doy cuenta de que no me seguís con el mismo
entusiasmo que en el pasado. Por eso os he reunido: de vosotros depende la
decisión de seguirme hasta donde yo quiero guiaros, si consigo convenceros; de
mí dar la orden de regreso a Persia y luego a Pela, si sois vosotros los que
llegáis a persuadirme.
Antes
de maldecir vuestras fatigas, no olvidéis que gracias a ellas Jonia está en
vuestras manos, lo mismo que el Helesponto, las dos Frigias, Capadocia,
Paflagonia, Lidia, Caria, Licia, Panfilia, Fenicia, Egipto y Libia, Siria,
Mesopotamia. Gracias a vuestros esfuerzos y a esas fatigas que ahora rechazáis,
Babilonia ha caído en vuestras manos, y Susiana, Persia y Media. Gracias a
vuestras fatigas los pueblos sobre los que los persas habían extendido su
autoridad están de ahora en adelante a vuestras órdenes, y también los que
había al otro lado de las Puertas Caspias, al otro lado del Cáucaso [se trata
del Cáucaso indio], al otro lado del río Jaxartes, y Bactriana e Hircania.
Entonces,
os lo ruego: dado que gracias a estas fatigas hemos rechazado a los escitas a
los desiertos, dado que gracias a ellas los territorios por los que corren el
Indo, el Hidaspes, el Acesines y el Hidraotes están ahora en nuestro poder,
¿por qué vaciláis en extender el Imperio macedonio a los pueblos que viven más
allá del Hifasis? ¿Tenéis miedo a no poder seguir venciendo cuando veis a unos
someterse por su propia voluntad, a otros huir y dejarnos sus territorios sin
combatir, a otros escapar pero dejarse alcanzar como se atrapan corderos?
Me
parece que, para hombres valientes como vosotros, no debe haber más límite a
las fatigas que otras fatigas que conduzcan a las acciones gloriosas. ¿Queréis
saber cuál será el término de mi expedición? Será el siguiente: nos queda por
recorrer la distancia que nos separa del Ganges y el mar Oriental y estoy dispuesto
a demostrar a los macedonios y a sus aliados que todos los mares, como el mar
Hircanio [el mar Caspio] o el golfo Pérsico, comunican con el mar Oriental,
porque todos ellos desembocan en el Gran Océano que rodea la tierra entera. Si
os detenéis aquí y volvéis a Grecia o Macedonia, pervivirán muchos pueblos
belicosos entre el Hifasis y el mar Oriental, entre el Hifasis y el mar Caspio,
e impulsarán a la revuelta a los pueblos pacíficos que aún no nos han rendido
sumisión; y entonces será necesario volver a hacerlo todo otra vez, y esas
fatigas, de las que hoy os quejáis, habrán sido fatigas inútiles.
Por
eso os digo, ¡aguantad! La gloria es para los que aceptan las fatigas y los
peligros, y es muy dulce vivir como guerrero valeroso y dejar al morir una
gloria inmortal. ¿Creéis que mi antepasado Heracles se habría convertido en
dios si nunca hubiese dejado Argos, su patria? ¡ Y cuántas pruebas sufrió
Dioniso, cuya divinidad es superior a la de Heracles! ¿Qué habríamos hecho de
grande y glorioso todos juntos si nos hubiésemos quedado tranquilamente en
nuestra Macedonia natal, contentándonos con nuestro pequeño jardín?
Os
diré por último que si yo, vuestro jefe, os hubiera guiado hasta aquí
ahorrándome fatigas y peligros, encontraría normal que no tuvieseis moral para
proseguir nuestras conquistas. Pero en realidad vosotros y yo hemos compartido
las mismas fatigas y los mismos peligros, a partes iguales, y compartimos
incluso las recompensas: todas las tierras que hemos conquistado son vuestras,
vosotros sois sus sátrapas, y los botines se han repartido de manera
equitativa. Y quedaréis mucho más que saciados cuando hayamos conquistado todo
el Asia, ¡seréis inundados! Entonces enviaré a nuestra patria a los que quieran
regresar, y yo me quedaré aquí con los que quieran quedarse. Veréis que su
destino será la envidia de todos los que se hayan marchado.”
A
esta arenga le sigue un silencio de plomo. Nadie se atreve a contradecir al
rey, pero tampoco nadie consiente en aprobarle. En vano Alejandro invita a
quienes no piensan como él a darle su opinión: nadie dice una palabra. Por
último, tras un tiempo bastante largo, Ceno, el mayor en edad de los generales
de Alejandro, encuentra valor para hablar.
DISCURSO
DE CENO
(según
Arriano, ibid., V, 27)
“Puesto
que no quieres, oh rey, gobernar a tu capricho y de forma autoritaria, puesto
que afirmas que no quieres obligar a nadie a seguir adelante sin antes haberle
convencido y que te rendirás a los argumentos de quienes consigan persuadirte,
has de saber que yo no hablo por nosotros, tus oficiales aquí presentes: hemos
recibido los mayores honores, las más ricas recompensas y estamos dispuestos a
servirte en todo y a marchar adonde quieras y cuando quieras. No, quiero hablar
por los combatientes, por nuestros soldados.
Debo
precisar: tengo la intención de decir no lo que les gustaría, sino lo que
considero útil que hagas tú en las presentes circunstancias y lo que es más
seguro para el futuro. Mi edad, mi reputación entre los Compañeros, mi valor
frente a los peligros, mi resistencia a la fatiga, me dan derecho a decir lo
que pienso profundamente sobre este asunto. Y es esto.
Has enumerado las hazañas realizadas y las
fatigas soportadas por ti, nuestro jefe, y por todos los que dejaron su hogar
para seguirte. Pues bien, me parece tanto más oportuno e incluso urgente poner
un término a esos peligros y a esas hazañas, que han sido más numerosos y que
duran desde hace tanto tiempo.
Mira
esta multitud de macedonios y griegos que hace ocho años partimos contigo desde
Anfípolis, y mira lo que queda hoy de ellos. Desde Bactriana, cuatro años
después de nuestra partida, enviaste a los tesalios a sus casas, e hiciste
bien: habían perdido su ardor. Pero de todos estos griegos que has instalado en
las ciudades que has fundado, ¿cuántos se han quedado por su propia voluntad?
¿Y qué decir de todos los demás que, heridos o enfermos, han sido dejados
atrás, aquí o allá, en Asia? ¿Y de los que han muerto de enfermedad? En
resumen, del efectivo inicial, considerable, sólo quedan unos pocos
supervivientes, que han perdido su vigor de antaño y además su moral. No tienen
más que un deseo, al menos los que están con vida: volver a ver a sus padres, a
sus mujeres, a sus hijos y, por supuesto, el suelo de su patria. Sobre todo
porque, gracias a tu generosidad, volverán mucho más ricos de lo que eran
cuando partieron. No los lleves pues contra su gusto hacia nuevos horizontes,
hacia nuevos combates: no tendrán ya su entusiasmo de antaño si parten contra
su voluntad. En cuanto a ti, haz lo que quieres hacer: vuelve primero a visitar
a tu madre y lleva a tu palacio tus trofeos y tus tesoros y luego, si te parece
bien, nada ni nadie te impedirá poner en marcha una nueva expedición, la que
sea: contra los indios que viven en la parte por donde el sol se levanta,
contra las naciones del Ponto Euxino o cualquier otra. Otros macedonios y otros
griegos te seguirán, jóvenes en lugar de viejos, fogosos en lugar de
extenuados, curiosos de todo en lugar de hastiados, a quienes los horrores de
la guerra no darán miedo porque no los habrán conocido. Y viendo regresar a su
país, ricos y célebres, a tus soldados hoy fatigados, no serán sino más
ardientes. La virtud, oh rey, consiste, como antiguamente enseñó Aristóteles,
en guardar la justa medida en medio de los éxitos: ni demasiado, ni demasiado
poco. Y piensa que tú, que nos mandas a todos, con semejante ejército, el de
hoy o el de mañana, no tienes nada que temer de tus enemigos: pero el Destino
hiere de forma imprevisible e imparable.”
Estas
palabras desencadenan un torrente de aplausos y muchos llegan incluso a
derramar lágrimas. Fríamente Alejandro levanta la sesión, sin decidir nada.
Pero al día siguiente convoca de nuevo a sus oficiales, y explota, loco de ira:
«Sois unos cobardes. Franquearé el Hifasis y marcharé hacia el Levante, pero no
obligaré a ningún ma-cedonio a seguirme de mala gana. En mi patria y en Persia
no faltan valientes que querrán acompañarme por propia voluntad; en cuanto a
los que quieran regresar a sus casas, que regresen y que a su vuelta no dejen
de hacer saber a sus amigos que han vuelto después de haber abandonado a su rey
rodeado de enemigos.»
Tras
esto, Alejandro se retiró a su tienda, cuya entrada prohibió a todos, incluso a
los Compañeros, y permaneció en ella tres días. Indudablemente esperaba un
cambio de opinión. No lo hubo. El silencio reinaba en el campamento. Tomó
entonces la decisión de interrogar los presagios: «Son buenos, atravesaré el Hifasis,
incluso solo», le dijo a Anaximandro. Y ofreció sacrificios por la travesía.
El
examen de las entrañas de los animales inmolados fue desfavorable. Al comprobar
que la fortuna tampoco estaba de su lado —o aprovechando, como guía de hombres
realistas, ese pretexto para desdecirse—, Alejandro convocó a los más antiguos
y fieles de los Compañeros y les encargó que anunciasen oficialmente a las
tropas que la anábasis en India había terminado, y que la catábasis —la vuelta—
estaba decidida. Entonces cuenta Arriano que hubo aclamaciones como las que
puede lanzar una multitud heteróclita alborozada: la mayoría de los soldados
lloraban, otros pedían la bendición de los dioses sobre su jefe, que había
aceptado, él, que siempre había sido vencedor, ser vencido por sus propios
soldados y sólo por ellos.
Así
pues, Alejandro había decidido fijar en la orilla derecha del Hifasis los
límites de su expedición. Dividió su ejército en doce cuerpos e hizo que cada
uno de ellos elevasen un altar en honor de cada uno de los doce dioses del
Olimpo con orgullosas inscripciones: «A mi padre Zeus-Amón»; «A mi hermano
Heracles»; «A mi hermano Apolo»; «A los cabires de Samotracia», etc. Ofreció
también juegos atléticos e hípicos y concedió al rey Poro la soberanía sobre
todo el territorio, del Hidaspes hasta el Hifasis (es decir, en el Punjab
occidental formado por siete pueblos y dos mil ciudades según Arriano, quince
pueblos y cinco mil ciudades según Plutarco).
También
mandó elevar una columna de bronce en medio de los altares, con la siguiente
inscripción, más inspirada por la rabia que llevaba en su corazón que por su
orgullo: «Aquí se detiene Alejandro.»
Había
alcanzado el final de su ruta.
3. Del
Hifasis al delta del Indo
Después
de una última mirada nostálgica al Hifasis, hacia aquellas vastas comarcas
orientales que nunca conocerá, Alejandro vuelve a ponerse en marcha rumbo a
Occidente.
Pasa
de nuevo el Hidraotes, luego el Acesines y gana las riberas del Hidaspes, el
río que ha sido testigo de su más bella batalla. En el camino se le une el
hermano del rey Abisares, que llega para ofrecerle una treintena de elefantes
de parte de este último: «Mi hermano el rey está enfermo —le dice a Alejandro—,
no ha podido traerlos él mismo como le habías ordenado después de la batalla
del Hidaspes.» Se trataba, por supuesto, de una enfermedad diplomática, pero
esta vez Alejandro no se enfada y acepta los elefantes.
Cuando
a finales del mes de septiembre de 326 a.C. llega a Hidaspes, el rey constata
que las ciudades de Nicea y Bucéfala, que había mandado construir dos meses
antes, tras la famosa batalla contra Poro, ya están en ruinas. Los tifones y
los huracanes del otoño las habían destruido, pero no es imposible que
Alejandro haya visto en esa rápida decadencia de la obra —apresurada— de sus
arquitectos el símbolo de la suerte reservada a su sueño indio. Un sueño que su
espíritu práctico no acaricia ahora, porque piensa ya en nuevas hazañas.
Hasta
ese momento, Alejandro no había conquistado más que territorios terrestres.
Cuando avanzó sobre aquella tierra desconocida que era India, ignoraba por
completo sus dimensiones y esperaba alcanzar a través de ella el límite extremo
de las tierras habitadas: así habría aportado la prueba de que todos los mares
conocidos no eran más que avanzadillas del Gran Océano en el interior de los
continentes, que, como él mismo había comprobado, estaban unidos entre sí,
Europa a Asia y Asia a África. Dado que no había podido confirmarlo atravesando
el subcontinente indio (cosa que, dicho sea de paso, tal vez le habría exigido
tres o cuatro años de marcha, si no más, lo cual ignoraba), pensaba poder
verificarlo volviendo hacia Persia por la vía marítima.
Había
observado, en efecto, que el Indo estaba poblado por cocodrilos semejantes a
los que había visto en el Nilo cuando estaba en Egipto, y desde luego había
leído, en las Historias de Herodoto, que Darío I había enviado (¡hacia el año 500 a .C!) navegantes que
habían descendido por el Indo hasta el mar (el océano Índico, en el que
desemboca) y que esos marinos, «navegando por mar hacia el Poniente» (Herodoto,
op. cit, IV, 44), habían alcanzado el golfo de Suez contorneando la península
Arábiga. Además, como buen alumno de Aristóteles, Alejandro estaba atento a la
flora y la fauna de las comarcas que atravesaba, y había observado la similitud
existente entre las habas que crecían en las orillas del Acesines y las de
Egipto.
De
estas observaciones el macedonio había sacado la conclusión —algo apresurada—
de que las fuentes (entonces desconocidas) del Nilo se hallaban en India, donde
empezaba a fluir con el nombre de Indo, río que habría perdido su nombre al
atravesar luego tierras desérticas para aparecer de nuevo en Egipto, donde lo
habían llamado Nilo. Este razonamiento, basado en las habas y los cocodrilos,
le había parecido sin tacha y de tal importancia que había escrito una carta
sobre el asunto a su madre, Olimpia. Luego había sabido por boca de los
indígenas que su teoría era falsa: el Hidaspes, le habían dicho, desemboca en
el Acesines, el Acesines en el Indo y el Indo en el mar Indio (el océano
índico).
Alejandro
tenía otra razón para interesarse por la navegación fluvial por el Indo, mucho
más seria que sus elucubraciones geográficas. Al partir a la conquista de India
(entiéndase: la cuenca del Indo), su meta no parece haber sido apoderarse de
nuevas tierras para agrandar el territorio del Imperio de los Aqueménidas. La
cruzada panhe-lénica que había sido su primer objetivo al salir rumbo a Persia
se había transformado en una especie de cruzada universalista tendente a abrir
comunicaciones entre Oriente y Occidente, comunicaciones que, hasta ese
momento, sólo se hacían por el difícil paso de Khaybar: ¿por qué no tratar de
unir Oriente y Occidente por vías marítimas y fluviales (que serán,
recordémoslo, las únicas vías empleadas por las mercancías y los ejércitos
occidentales hasta la Segunda Guerra Mundial)?
Ya hemos subrayado en varias ocasiones que en
la personalidad de Alejandro había un componente psicoide evidente que, en su
caso, se traducía mediante una ruptura del sentido de lo real. Va a llevarle a
decidir regresar a Persia y —quién sabe— a Grecia por la ruta cuya descripción
ha leído en Herodoto. Esta ruta tiene además dos ventajas que pueden
calificarse de «psicológicas»: en primer lugar le evitará tomar el mismo camino
que a la ida, y dar a los pueblos que había dominado el espectáculo de una
retirada humillante, debida no a una derrota sino a un motín; además le
permitirá aliviar a las tropas de su fatiga y hacerse con ellas de nuevo.
Ya
hemos visto que Alejandro había
encargado la construcción de una flota a los ingenieros y carpinteros de ribera
que había dejado en las orillas del Hidaspes cuatro meses antes. Cuando llegó a
las orillas del río, el lugar tenía la apariencia de unos astilleros
particularmente activos. La ribera derecha del río, al pie de colinas
arboladas, estaba cubierto de navíos de toda clase y todos los tamaños, unos
terminados, otros a punto de estarlo, y miles de indios, dirigidos por los
técnicos macedonios, se agitaban alrededor de los navíos, a los que sólo
faltaba armarlos.
Para
hacerlo, Alejandro designó, según el método ateniense, 33 trierarcas
(ciudadanos que en Atenas tenían a su cargo la tarea de armar navíos a su
costa), elegidos entre los nobles más ricos de su entorno, 24 de ellos
macedonios (sobre todo el general de caballería Crátera y el general de
infantería Nearco, que terminará convirtiéndose en almirante de esa flota),
seis helenos, un persa (Bagoas) y dos príncipes chipriotas. Se eligió como
marinos a fenicios, egipcios, chipriotas, griegos que vivían en las islas de la
costa asiática y a principios del mes de noviembre todos los bajeles estaban
armados y equipados: había unos 2.000 navíos de toda clase y todos los tamaños,
80 de ellos armados como barcos de guerra y 200, sin puente, para el transporte
de los caballos.
El
reparto de las tropas en el camino de regreso se hizo en cuatro grupos, de la
manera siguiente: Alejandro partirá por la vía fluvial (Hidaspes-Acesines-lndo)
con la caballería y la infantería de los Compañeros, los hipaspistas
(infantería ligera formada por soldados armados de escudos) y los arqueros: la
flota está mandada por Nearco; Crátera llevará una parte de la infantería y una
parte de la caballería por vía terrestre, siguiendo la orilla derecha del
Hidaspes y luego del Acesines; Hefestión conducirá la otra parte del ejército y
doscientos elefantes siguiendo la orilla izquierda de esos ríos; Filipo, el
gobernador de la satrapía formada por el oeste de India (el Punjab occidental),
partirá tres días después de todo el mundo, con sus propias fuerzas (en las que
figuraban numerosos indígenas). El mando de la flota había sido confiado a
Nearco; la galera real, en la que iba Alejandro, tenía por piloto a Onesícrito.
Un solo general faltaba a la llamada: el veterano Ceno, que había muerto de
enfermedad poco tiempo después de su valiente discurso.
Cuando
todo estuvo preparado y los soldados hubieron embarcado, Alejandro ofreció
sacrificios a las divinidades del mar (Poseidón, Anfítrite, las Nereidas, el
Océano), así como a los tres ríos (el Hidaspes, el Acesines y el Indo), hizo
libaciones a Heracles y a Zeus-Amón, lo mismo que a los otros dioses que solía
invocar, y ordenó que se tocase la trompeta para dar la señal de partida.
Al
punto los remos empiezan a batir las olas y los navíos se ponen en ruta, en
buen orden, respetando cada uno las distancias reglamentarias y la velocidad
que se le había asignado. El espectáculo de la flota macedonia deslizándose
sobre las aguas del Hidaspes, con sus velas de todos los colores, es grandioso:
“Nada
puede compararse al ruido de los remos golpeando el agua, al movimiento de las
palas elevándose y bajando cadenciosamente en todos los navíos al mismo tiempo,
a los gritos de los cómitres que indican el principio y el final de los
movimientos de los remos, al mido de los remeros cuando, todos juntos, abaten
sus remos sobre el agua. Los clamores resonaban de una orilla a otra del río y
su eco se propagaba hasta el fondo de los bosques.”
ARRIANO,
op. cit., VI, 4, 3.
En
tres días, la flota de Nearco llegó a la confluencia del Hidaspes y el
Acesines. A medida que avanzaba por su ruta fluvial, las tribus indias acudían
a rendir sumisión a Alejandro, llevando presentes, y sus jefes firmaban con el
Conquistador tratados de alianza o amistad. En la región de la confluencia
entre el Acesines y el Hidaspes, la cosa resultó más difícil, porque estaba
habitada por pueblos numerosos y belicosos, los malios y los oxídracos, contra
los que Alejandro hubo de hacer una dura campaña que cuenta con numerosos
detalles Arriano (finales de noviembre-principios de diciembre de 326 a .C, Arriano, op. cit,
VI, 6-14).
El
país de los malios (málavas) se extendía entre los valles del Hifasis (que
desemboca en el Acesines) y el Acesines (que desemboca en el Indo). Los
oxídracos ocupaban un territorio en la orilla izquierda del Hífasis, más
pequeño y río arriba del territorio de los malios. Alejandro ya se había
enfrentado a ellos cinco meses atrás, a finales del mes de julio, antes de
llegar al Hifasis (la toma de la villa malia de Sangala) y sospechaba que
debían andar rumiando alguna venganza y que tratarían de perturbar su avance
hacia el Indo.
El
macedonio no tenía desde luego ganas de pelear, porque daba por terminado el
tiempo de las conquistas, pero sus informadores indígenas le habían dicho que
los malios habían puesto a buen recaudo a sus hijos y sus mujeres en las
ciudades mejor fortificadas y que tenían la intención de enfrentarse a él con
las armas en la mano cuando llegase a la región. Por lo tanto, debía tomar
precauciones frente a estas poblaciones turbulentas y combativas, tanto más
inestables cuanto que estaban políticamente desorganizadas: a su cabeza no
había soberano ni oligarquía guerrera, ni jefes políticos elegidos; los
historiadores antiguos los llamaban «indios independientes».
Dada
la topografía del terreno, que conocía a la perfección, Alejandro decidió
rodear el territorio peligroso, disponiendo tropas alrededor del territorio de
los malios, a los que hizo vigilar: primero al sur por Hefestión, que remontó
el valle del Hidraotes con una columna; segundo al oeste por Crátera, que se
apostó en la orilla izquierda del Acesines, cerca de la confluencia de ese río
con el Hidraotes; por último al norte por Ptolomeo, hijo de Lago, que recibió
la orden de mantener la línea del Acesines. Además, Nearco recibió el encargo
de vigilar con su flota las confluencias del Hidaspes y el Hidraotes con ese
último río.
Los
malios desconfiaban de las maniobras de Alejandro. No obstante, como su
territorio estaba separado del Acesines (al norte por un desierto), pensaban
que el peligro sólo podía llegarles del sur... y Alejandro atacó por el norte:
con una columna de infantería ligera y un batallón de falangistas, cruzó el
desierto que bordeaba el país de los malios en dos etapas de treinta kilómetros
cada una, y cayó sobre una aldea que no estaba fortificada (una «ciudad de
brahmanes», dice Arriano, cuya población era sin duda únicamente sacerdotal y
no violenta). Fue una carnicería: en unas pocas horas, cinco mil brahmanes
malios fueron pasados a cuchillo.
Una
vez realizada esta acción preventiva y sanguinaria —sin duda inútil—, Alejandro
marcha sobre la capital de los malios, situada en la orilla izquierda del
Hidaspes (verosímilmente en un emplazamiento de la moderna Multan) y le pone
sitio. Tras sus espesas murallas, hay cincuenta mil hombres; como todas las
ciudades fortificadas de esta clase, incluye una ciudadela que puede servir de
último refugio a los sitiados. Por su parte, Alejandro ha dividido su ejército
en dos: él mismo manda una mitad y entrega la dirección de la otra a uno de sus
lugartenientes, el general Perdicas.
Alejandro
es el primero en llegar ante las murallas de la ciudad, al crepúsculo. No queda
luz suficiente para un asalto, su ejército está agotado, los infantes por una
larga marcha, los jinetes por el paso del río: el rey se limita a instalar su
campamento alrededor de las murallas y pospone el asalto para la mañana
siguiente.
A
la mañana siguiente se produce el asalto. Los soldados consiguen romper una
poterna y penetran en la ciudad: ¡está vacía! Todos los malios se habían
refugiado en la ciudadela durante la noche. A Perdicas le ha costado más
esfuerzo que a Alejandro hacer entrar a sus tropas en la ciudad: se le unirá
más tarde, y cuando llega comprueba el mismo hecho.
Así
pues, hay que asaltar la ciudadela. Pero no hay suficientes escalas de asalto:
al ver las murallas vacías de defensores, el ejército de Perdicas había creído
que la ciudad ya estaba tomada y la mayoría de los soldados que lo componían
iban desprovistos de escaleras de asalto. Alejandro se pone nervioso, cree que
están perdiendo demasiado tiempo; arrebata una escala a uno de los que las
llevan, la aplica contra el muro de la ciudadela y, protegiéndose con el escudo
(el famoso escudo sagrado que había cogido en el templo de Atenea, en Troya),
empieza a trepar. Alcanza por fin las murallas de la ciud-dela, donde los indios
le atacan. Entonces los hipaspistas se precipitan sobre la escala, para ayudar
y proteger a su rey; se zarandean, la escalera se cae y se rompe: Alejandro
queda solo encima de las murallas. Ningún indio se atreve a acercársele, pero
los arqueros enemigos disparan de todos lados contra él.
Alejandro
se da cuenta de que, si permanece en las murallas, terminará siendo alcanzado y
muerto por una flecha; decide entonces saltar al interior de la ciudadela y,
apoyándose contra un muro, mata con la espada a los indios que pasan a su
alcance, e incluso a su general, que había intentado arrojarse sobre él. En ese
momento Peuces-tas, su portador de escudo, así como Ábreas y Leónato, uno de
los Compañeros más valientes de su ejército, saltan a su vez de las murallas y
cubren a su rey con el cuerpo, mientras combaten. Ábreas es alcanzado por una
flecha en pleno rostro y muere en el acto. Alejandro también resulta herido:
una flecha le ha perforado la coraza y ha penetrado hasta el pecho, por encima
de la tetilla. El rey sigue luchando, pero en cada expiración vomita sangre;
luego se ve dominado por vértigos y se derrumba en el sitio.
Al
otro lado de la muralla los macedonios se apresuran. Como no tienen escaleras,
algunos se suben a los hombros de otros y saltan; también ellos cubren a
Alejandro con sus cuerpos y sus escudos. Uno consigue hacer saltar el cerrojo
que mantiene cerrada una puerta de cortina y los macedonios se precipitan en el
interior de la ciudadela. Viendo a su bienamado rey tendido y aparentemente sin
vida, dominados por una rabia insensata, matan a todos los indios que pasan a
su alcance, hombres, mujeres, viejos o niños. Un médico oriundo de la isla de
Cos, llamado Critodemo, se inclina sobre el herido, hace una incisión en la
herida y retira la flecha del pecho del rey, que pierde mucha sangre y se
desmaya por segunda vez.
Mientras
cuidan a Alejandro, por el campamento macedonio corre el rumor de que ha
sucumbido a sus heridas y en el gran ejército brotan los gemidos. Todos están
desesperados: ¿Quién podría sustituir al Conquistador? ¿Quién los sacará del
avispero malio en que se encuentran prisioneros? ¿Quién, si consiguen salir,
los devolverá sanos y salvos aunque sólo sea a Persia, o a Babilonia?
Mientras
tanto, el rey herido ha sido sacado de la ciudadela y lo transportan por barco
al campamento de Hefestión, sobre un escudo. En el momento del desembarco todos
los soldados están allí. Esperan ver un cadáver y ya lloran. Pero traen unas
parihuelas para transportarlo a tierra y cuando los enfermeros salen del navio
Alejandro hace un gesto con la mano para tranquilizar a sus hombres y sus súbditos.
En las orillas del río resuena entonces una ovación que sube hacia el cielo.
Las parihuelas son depositadas en tierra: Alejandro se pone de pie y pide un caballo:
segunda ovación. Da unos pasos: tercera ovación de la multitud de soldados en
delirio. Finalmente le llevan el caballo; monta en él sin necesidad de ayuda:
todo el ejército aplaude, todos los soldados se apiñan alrededor para tocar uno
sus rodillas, otro su ropa, le lanzan flores y guirnaldas. Desde ese momento
podrá pedir lo que quiera a sus hombres.
Finalmente
los malios y los oxídracos se someten. Piden a Alejandro que les perdone,
aduciendo que, desde su instalación por el divino Dioniso en aquella tierra,
están enamorados de la libertad y la autonomía, y que esa libertad se había
conservado intacta hasta su llegada. Pero si Alejandro lo cree oportuno, puesto
que también él es de origen divino, harán lo que diga y aceptarán el sátrapa
que él nombre para gobernarlos.
Alejandro
declara que ese sátrapa será Filipo, y exige a cada uno de los dos pueblos la
entrega de mil rehenes. Los malios y los oxídracos lo hacen y le entregan
además carros de combate. Cuando todo quedó arreglado, Alejandro devolvió los
rehenes, pero se quedó con los carros. Ofreció a los dioses sacrificios y
acciones de gracias, luego dejó su campamento, que había establecido en la
confluencia del Hidraotes y el Acesines. Durante el tiempo que había durado la
campaña contra los indios insumisos y durante su convalecencia, había mandado
construir numerosos navíos, lo que le permitió transportar por vía fluvial
efectivos suplementarios (10.000 infantes, 1.700 jinetes, arqueros).
La
flota macedonia desciende ahora por el Acesines, hasta la confluencia de ese
río con el Indo. Allí Alejandro espera la llegada de Perdicas, uno de sus
lugartenientes; entretanto, le llevan nuevos navíos de transporte, construidos
por los jatros —una nación india autónoma que se había sometido—, y los recibe
también de los osadios, otro pueblo indio. En ese momento fija los límites de
la satrapía de Filipo en la confluencia del Acesines y el Indo, y funda
Alejandría de la
Confluencia. Por último, añade a los efectivos de Filipo una
unidad de jinetes tracios, hecho que tendería a demostrar que el país no se
encuentra totalmente sometido. En ese momento llega junto a Alejandro el
sátrapa Oxiartes, padre de su esposa Roxana, cuyos territorios agranda
ofreciéndole además el gobierno de la satrapía de Parapamísada.
El
año 326 a .C.
concluye en medio del desorden. Alejandro y su ejército siguen dando miedo, y
las poblaciones de los territorios que cruza permanecen tranquilas. La última
sublevación a la que habrá de hacer frente tuvo lugar a principios del año 325 a .C, en el territorio de
los musícanos, un pueblo asentado en la región de la actual Chalipur, donde
reinaba el rey Musícano, el príncipe más rico del valle del Indo. Fue el último
acto de su campaña de las Indias. El último día del mes de diciembre del año 326 a .C, Alejandro llega a la
vista de Pátala y del delta del Indo.
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