Lo
que los antiguos griegos llamaban «India» no era el enorme subcontinente indio,
cuya existencia ni siquiera sospechaban. Se trataba tan sólo de la cuenca del
Indo, aprisionada entre las altas montañas del Hindu-Kush y el Beluchistán por
el oeste, y el desierto de Tar (250.000 km2 de superficie) por el este; dicho
en otros términos, el actual Pakistán. Desconocían la parte peninsular de la
India, tanto el valle del Ganges como el Decán: marchando hacia el Indo,
Alejandro pensaba que iba a alcanzar el fin del mundo, el mar Oriental, y, más
allá, el océano en que ese mar desemboca.
Esta
«India» era vagamente conocida por los relatos de tres autores que Alejandro
debió de leer cuando pensaba en extender su Imperio persa hasta el país de los
indios: el viajero jonio Hecateo de Mileto (siglo vi a.C), que lo visitó
durante su periplo por Persia y del que dejó una descripción en su Periégesis
(«Viaje alrededor del mundo»); el historiador y geógrafo Herodoto (484-425
a.C), que en sus Historias no habla de esa India sino de oídas; el médico
Ctesias de Cnido (405-398/397 a.C), que estuvo adscrito a Ciro el Joven y luego
a Artajerjes II, autor de escritos sobre Persia (los Persika) y sobre India
(los Indika). Las regiones en que se desarrollaron sus operaciones fueron las
llanuras al oeste del Indo (la actual North West Frontier Province, o NWFP), el
Beluchistán, el Punjab y el Sind.
1. La India de Alejandro
Esta
«India» empieza, de hecho, en el Indo; las montañas y las llanuras del Beluchistán
(que forman parte del actual Pakistán y de la región que se extiende entre
Kabul y el Indo, bordeada por el río de Kabul, de 700 kilómetros de
largo y que desemboca en el Indo) tampoco forman parte de ella. Arriano es
riguroso: «Así pues llamaré "India" —nos dice— al territorio al este
del Indo, e "indios" a los que lo habitan.» El límite septentrional
de esta pequeña «India» que empieza en el Indo son las altas montañas que los
griegos llamaban el «Cáucaso» (que no tiene nada que ver con nuestro moderno
Cáucaso; lo distinguiremos llamándolo «Cáucaso indio»); termina a unos 2.000 kilómetros
más al este por el mar Oriental (el océano índico de nuestros atlas modernos) y
2.500 kilómetros
más al sur por el mismo mar, en el que el Indo desemboca mediante un delta,
comparable según Arriano al Nilo egipcio, y que los autóctonos llaman Pátala.
Los
antiguos griegos no sabían nada más sobre esta India del Indo, e ignoraban todo
lo demás de la península. Cinco siglos después de Alejandro, Arriano posee
algunos datos más: conoce la existencia del Ganges, y de una «multitud» de
ríos, cincuenta de los cuales son navegables y todos muy largos, según él,
aunque se equivoca cuando afirma que el Indo y el Ganges son más largos que el
Nilo. Arriano también conoce la existencia del régimen de los monzones: India,
escribe, recibe durante el verano «masas de lluvia»; sabe que la población de
India es muy densa, que implica un grandísimo número de tribus, que las
ciudades son innumerables, que sus habitantes están divididos en castas y
hablan lenguas diversas. Nos informa de que entre ellos hay ciudadanos
comerciantes, agricultores pacíficos y montañeses salvajes, pero que los indios
nunca guerrearon contra ningún pueblo, y que ningún pueblo guerreó contra ellos
antes de los persas y de Alejandro. Por último, Arriano da crédito a la leyenda
que atribuye a Dioniso la introducción de la civilización y la religión en
India y menciona la presencia de estados rivales, gobernados por reyes.
Alejandro
estaba lejos de saber tanto. Sólo tenía ideas muy vagas sobre la geografía y el
clima del país, sabía que en él se practicaba el culto a Dioniso, y había oído
hablar a viajeros sogdianos de un rey llamado Poro que poseía un vasto y fértil
reino cerca del río Hidaspes, afluente de la orilla izquierda del Indo. Todo
esto no constituía motivo suficiente para partir a la conquista de un país
desconocido.
Así
pues, ¿por qué Alejandro, que había alcanzado sus objetivos tras volverse amo
absoluto del Imperio de los Aqueménidas, que se había apoderado de todos sus
territorios y sus tesoros, que se había convertido en un nuevo Gran Rey
respetado por todos, que había llegado a crear una dinastía, puesto que su
mujer, la persa Barsine —con la que se había casado después de Isos—, acababa
de darle un hijo, Heracles (nacido a principios del año 327 a .C), tuvo necesidad de
montar una expedición hacia India que amenazaba con provocar cierto enfado
entre sus tropas e incluso entre sus allegados? Ocho años antes, los macedonios
habían salido de su tierra para castigar a Darío III, y Darío había sido
castigado; Alejandro los había convencido para castigar luego a Beso, que había
asesinado a Darío, y Beso había sido castigado; también había prometido vengar
a los atenienses, cuyos templos habían incendiado en el pasado los persas,
además de haber ofendido a sus dioses, y los atenienses habían sido vengados
mediante el incendio de Persépolis; no podía volver a Grecia sin asegurarse de
que Persia le obedecería en adelante desde lejos, y había exterminado o ganado
para su causa a todos los señores persas susceptibles de levantar, tras su
partida, el estandarte de la revancha: había amordazado todas las oposiciones
en Bactriana y Sogdiana.
En resumen, no tenía nada ni a nadie que
temer. Los persas que se alistaban en su ejército le eran fieles. Ni Macedonia
ni Grecia tenían ya nada que temer del ex Imperio persa: había llegado el
momento de hacer las maletas y recuperar las riberas palpitantes del
Mediterráneo, las discusiones en el agora, los Juegos de Olimpia, los perfumes
de Grecia, los favoritos de Atenas, las prostitutas de la acrópolis, los doctos
filósofos que enseñaban bajo los pórticos, las justas oratorias, los placeres
del teatro, en resumen recuperar de nuevo la civilización. ¿Por qué este joven
a quien ya nadie podía dirigir la palabra sin prosternarse, que entraba en
terribles crisis de cólera cuando no se compartía su opinión, que no dudaba en
matar a sus amigos más queridos, que se había proclamado dios, que ya no tenía
sentido de la realidad ni de los sentimientos, quería partir hacia aquella
India desconocida?
Todas
las razones que han propuesto los historiadores pasados o presentes para
explicar esa bulimia de conquistas resultan poco satisfactorias.
El
gusto por lo maravilloso y por la aventura, dicen a veces, asociado a cierta
curiosidad geográfica, teñida de misticismo: ¿no es el descendiente de Hércules
y no debe demostrarlo realizando hechos que ningún mortal hizo jamás?
Pero
este gusto de un hombre solo, que había alcanzado los objetivos racionales y
realistas que se había fijado, ¿merecía correr los riesgos de un gran ejército
agotado en marcha hacia un país desconocido, con desprecio de las
responsabilidades elementales que incumben a un jefe de Estado? Alejandro había
destruido un edificio político y militar equilibrado que se llamaba Imperio
persa; lo había sustituido por un edificio idéntico, o al menos semejante, que
se llamaba Imperio macedonio. Sin embargo, mientras que el primero se apoyaba
en fundamentos seculares, el del macedonio era totalmente nuevo. El Imperio
macedonio no tenía leyes, ni tradiciones, ni siquiera religión nacional en una
época en que la religión era un cimiento fundamental: puesto que era joven y
todopoderoso, puesto que estaba rodeado de consejeros avisados, de filósofos,
de tantos intelectuales helenos expertos en el arte de construir sistemas
políticos, ¿a qué esperaba Alejandro para edificar algo duradero, en lugar de
partir una vez más hacia una cabalgada sanguinaria en países desconocidos, rumbo
a pueblos que no amenazaban su Imperio, si es que puede llamarse así a un
universo humano tan polimorfo y potencialmente inestable y frágil como el
Imperio persa, cuyos fragmentos acababa de recoger?
La
explicación más verosímil es quizá la más prosaica. A saber, que Alejandro pasó
brutalmente, a raíz de una crisis original, de un comportamiento «normal», en
relación con la realidad a un comportamiento «patológico» en relación con sus
pulsiones. Ya hemos evocado este problema y hemos explicado las conductas
contradictorias de Alejandro como resultado de una pérdida de control efímero
del sentido de la realidad en provecho del polo pulsional de su personalidad
—el ello, como lo llama Freud—, lo cual nos permite calificar estas conductas
de psicoides (es decir, que se parecen a conductas psicóticas, a «crisis», sin
implicar por ello una psicosis permanente). Ahora bien, desde hace dos años
Alejandro consigue controlar cada vez menos la realidad que le rodea y plegarla
a las exigencias del polo pulsional de su realidad, por lo que las conductas de
esta clase se multiplican: las torturas infligidas a Beso antes de su
ejecución, las matanzas de los sogdianos rebeldes y los escitas, el asesinato
de Clito, la conjura de los pajes, la obsesión de la proskynesis, todo esto no
tiene nada que ver con un comportamiento positivo relacionado con una realidad
hostil. En otros términos, con la ayuda del etilismo Alejandro va hundiéndose
lentamente, pero con seguridad, en una psicosis de agresión o destrucción. Se
convierte en lo que en el pasado se llamaba un «loco» y en nuestros días un
psicótico. Frente a lo real, unas veces lo destruye y otras delira.
Así
pues, nada puede impedirle ya embarcarse en esa loca aventura india, puesto que
no tiene en cuenta las realidades: ni el hecho de que, bajo esas latitudes,
partir en campaña en la estación cálida es un error de bulto, ni los riesgos de
motín de un ejército para el que esa expedición carecía de interés —no había
nada que saquear— ni razón de ser. Y, a pesar de los problemas que puede causarle
Sogdiana si se aleja de ella, a pesar del descontento de sus soldados, va a pasar
los primeros meses del año 327
a .C. formando un nuevo gran ejército, muy distinto, como
veremos, del ejército con el que había salido de Anfípolis siete años antes.
La
satrapía más cercana a India, o al menos aquella por la que pasaba la ruta que
va de Bactriana al Indo, era la de Parapamísada, que deriva su nombre del
conjunto montañoso que la cubre, unido al macizo del Hindu-Kush (se trata de la
actual provincia del Kabulistán, en Afganistán). Alejandro había fundado ahí
dos años antes, en la primavera de 329 a .C, la ciudad-guarnición de Alejandría del
Cáucaso (del Cáucaso indio, por supuesto), que debía servir de base de partida
a su campaña de India.
Cuando
se encontraba en Bactra, situada a unos 250 kilómetros de Alejandría del
Cáucaso, el rey ya había tenido ocasión de entablar relaciones con los señores
asentados en el valle del Indo. De ahí que tuviese en su entorno un príncipe
indio llamado Sisicoto, que había huido con Beso a Bactriana y después se había
unido al macedonio, a quien desde entonces servía con toda lealtad. Alejandro
también había entrado en contacto con Taxiles, rey de Taxila (cuando se
convertían en reyes, los soberanos indios tomaban el nombre de su país), un
reino indio situado en la ribera izquierda del Indo, entre éste y uno de sus
afluentes, el Hidaspes (el Jhelum moderno). Este monarca le había enviado
emisarios a los que había interrogado sobre el Punjab, un país llano y fértil
situado entre el Himalaya, el Indo y el desierto de Tar. Este nombre
significaba «el país de los cinco ríos», según le habían dicho los embajadores,
y a ellos debía su fertilidad el Punjab, que era tan grande como la satrapía de
Egipto. Taxiles estaba en guerra con varios vecinos suyos, en particular con el
rey Poro, que gobernaba el país de Paura, y había propuesto a Alejandro montar
una expedición conjunta contra ese soberano.
En
función de las informaciones que había recogido, Alejandro había formado un
ejército mucho más numeroso que aquel con el que había desembarcado en Asia
Menor en el año 334 a.C, no sólo porque le habían dicho que los indios eran muy
numerosos, sino también porque muchos de sus soldados habían regresado a
Macedonia o Grecia, o estaban inmovilizados en las guarniciones de Bactriana y
Sogdiana, donde amenazaban con provocar motines en cuanto les diese la espalda.
Cuando
a finales de la primavera de 327 a.C. salió de Bactra, iba al frente de un
enorme ejército cosmopolita de unos 120.000 infantes y 15.000 jinetes (según
Plutarco), en el que había, además de macedonios, griegos y tracios, soldados
procedentes de todas las partes del Imperio: jinetes de Bactriana y Sogdiana,
marineros de Fenicia, de Egipto y Chipre, que el rey necesitará para descender por
el Indo. Europeos y asiáticos, olvidando sus feroces enfrentamientos, ya no son
enemigos: van a combatir a las órdenes de un mismo jefe, a quien muchos ven
como un nuevo Gran Rey, para recuperar de los indios las provincias perdidas
por los últimos Aqueménidas.
En
efecto, en el pasado, India (entiéndase: la cuenca del Indo) había pertenecido
a Persia. El gran rey Ciro el Grande (558-528 a.C.) había conquistado la
provincia de Gandhara, es decir, el valle del río Kabul hasta el Indo, y la
parte occidental del Punjab, así como la región de Quetta. Luego Darío I
(521-486 a.C.) había conquistado el Sind (el valle inferior del Indo, entre
Hiderabad y Karachi), y su flota había llegado a descender por el Indo hasta su
delta. Pero sus sucesores habían sido incapaces de mantenerse en los
territorios indios, las poblaciones del Sind y el Punjab se habían liberado del
dominio persa, y ahora eran los montañeses del Himalaya los que amenazaban
permanentemente las satrapías del noreste del Imperio. Así pues, era a una guerra
de reconquista a lo que Alejandro invitaba a los pueblos persas, y la alianza
con Taxiles, cuyo reino se adentraba en el Punjab, volvía posible la empresa:
«¡Marcharemos sobre los pasos de Darío I!», había podido decir Alejandro a los
señores de Bactriana y de Sogdiana.
La
estructura del ejército también fue modificada. La Guardia Real es distinta de
la caballería de los Compañeros y se halla bajo las órdenes directas de
Alejandro; los Compañeros están repartidos en cuatro unidades de mil jinetes
(cuatro hiparquías) en lugar de dos, bajo las órdenes de cuatro hiparcas:
Hefestión, Perdicas, Crátero y Demetrio; aparecen además divisiones de
lanzadores de jabalina y arqueros a caballo (Alejandro había descubierto la
eficacia de los arqueros escitas). Estas innovaciones tienen por objetivo
multiplicar los elementos móviles; por lo demás, las unidades de infantería y
caballería ligera siguen sin cambios, salvo en su número.
Con
un ejército semejante, Alejandro está seguro de conquistar «su India» y de
marchar hacia el este hasta alcanzar el gran mar Oriental, en cuyas riberas
termina por el este el mundo habitado.
2. La
campaña de 327 a .C:
de Bactra a Dirta
A
finales de la primavera o a principios de verano de 327 a .C, Alejandro sale de
Bactra, la capital de Bactriana, donde han sido reunidas sus fuerzas, y el gran
ejército avanza por la ruta que lleva a la barrera montañosa del Hindu-Kush y,
al otro lado de la misma, a Alejandría del Cáucaso. Para cubrirse las espaldas,
deja a Amintas, hijo de Nicolao, en Bactriana, con 10.000 infantes y 3.500
jinetes.
Alejandro
marcha a buen paso. Cruza Aornos, Drapsaco y franquea por segunda vez el
Hindu-Kush, que en abril de 329 a.C. ya había franqueado en sentido contrario,
por otro paso, más directo que a la ida. Diez días después de su salida, está
en Alejandría del Cáucaso, capital de la satrapía de Parapámiso. Allí Alejandro
cumple su oficio de rey: releva del mando al gobernador de la ciudad, cuya
administración se considera defectuosa, y reemplaza también al sátrapa en
funciones (ambos eran iraníes, los sustituye por otros iraníes).
Hasta
finales del verano, mientras sus tropas vivaquean tranquilamente, merodea por
la región, ofrece un sacrificio solemne a Atenea y se informa sobre el mejor
itinerario a seguir para penetrar en India. A su lado está, para aconsejarle,
el príncipe Sisicoto, y es en Alejandría del Cáucaso donde conoce a otro indio,
Taxiles, que le habla de su conflicto con el príncipe Poro, le propone su
alianza y le promete veinticinco elefantes.
Alejandro
traza su plan de campaña con sus informadores, sus aliados y sus generales. La
ruta directa que lleva al Indo sigue las riberas del río Cofén (actualmente el
río Kabul, que cruza la ciudad de ese nombre), pero pasa por Gandhara, una
región erizada de montañas pobladas por tribus particularmente belicosas. Así
pues, divide su ejército en dos columnas: una, mandada por Hefestión y
Perdicas, partirá en dirección al Indo, siguiendo el Cofén, penetrará en India
por el paso de Khyber (o Khaybar; es un desfiladero estrecho y célebre, que une
Afganistán con Pakistán y por el que actualmente pasa la vía férrea
Kabul-Rawalpindi-Lahore, donde en 1842 un ejército británico fue sorprendido en
una trampa y masacrado por los afganos) y pacificará la ruta del Gandhara; él,
con la otra columna, tomará el camino de las montañas circundantes, para
someter a sus poblaciones y así poner el ejército de sus dos lugartenientes al
abrigo de los ataques de flanco o de las emboscadas.
Todo
esto no se hizo sin combates, como es lógico, y los más duros fueron librados
por Alejandro en las montañas del Gandhara. Hefestión y Perdicas, en cambio,
llegaron sin obstáculos a las orillas del Indo y, mientras esperaban la llegada
de su jefe, empezaron a construir un puente para pasar el río.
El
jefe se hace esperar. La travesía de los cantones montañosos se ha vuelto
peligrosa no sólo por la presencia de poblaciones hostiles, sino también por la
topografía del lugar. En efecto, entre el Hindu-Kush y el Indo, el Cofén
recibe, por su orilla izquierda, una serie de afluentes que delimitan
territorios en los que viven unas tribus particularmente turbulentas, que
conocen la montaña a la perfección y son expertas en golpes de mano
sangrientos. Alejandro va a tener que batirse contra poblaciones indias cuyos
nombres nos dicen las fuentes: los aspasios, los gureos, los asácenos. Los
combates son largos y sangrientos porque estos adversarios son valientes y
experimentados, pero no tienen tamaño suficiente para batirse con el ejército
macedonio.
Alejandro
asola primero el país de los aspasios que huyen delante de él, quemando sus
aldeas y sus cosechas antes de desaparecer en las montañas y abandonando sus
rebaños: así se apoderará de 250.000 animales de cuerna, los más bellos de los
cuales serán enviados más tarde a Macedonia. Luego el macedonio llega al país
de los gureos y los asácenos. Allí los indios son mucho más numerosos que en
las demás partes de la montaña: Arriano (op. cit., IV, 24) pretende que su
ejército contaba 30.000 infantes, 2.000 jinetes y 30 elefantes, y que se habían
encerrado en una fortaleza (un lugar llamado Masaga), ante la que Alejandro
hubo de levantar el asedio: la plaza cayó al cabo de tres días y casi todos sus
defensores fueron muertos, incluido su rey.
Los
gureos y otros indios huyen por todas partes. Tomando senderos de cabras, se
refugian en una altura que los autores antiguos llaman «Roca de Aornos»
(Avarana en la lengua del país, que significa «inaccesible a los pájaros»), donde
terminan concentrándose todos los indios de la región opuestos a los
macedonios. Para Alejandro es un regalo: una vez conquistada la Roca , habrá reducido todas
las fuerzas de la resistencia local, y su ejército, que avanza al pie de las
montañas, por la ruta principal, no encontrará ya obstáculos hasta el Indo.
La
famosa Roca es, de hecho, un promontorio de 24 kilómetros de
perímetro y una altura de 1.600
metros . Se alza en el centro de un meandro del Indo y
lleva el nombre de PirSar en los mapas modernos de Pakistán. Está cubierto de
bosque, y cuenta con numerosos manantiales: una tropa de varios miles de
hombres puede resistir perfectamente varios días, alimentándose de frutas
silvestres y de caza. Además, parece inexpugnable: sus paredes son abruptas en
todas partes, y sólo es posible acceder a la cima por una escalera a pico,
tallada incluso en la roca. Una leyenda pretendía que nadie había logrado
tomarla nunca, ni siquiera Heracles, el hijo de Zeus; Arriano, que nos cuenta
con todo detalle la forma en que Alejandro consiguió conquistar la Roca , nos hace partícipes de
su escepticismo a este respecto (op. cit., IV, 28, 2):
De
hecho, ni siquiera puedo afirmar con certeza que Heracles (sea el de Tebas, el
de Tiro o el de Egipto) haya alcanzado realmente India. Creo incluso que nunca
estuvo allí. Pero cuando los hombres chocan con obstáculos, tienden a aumentar
su dificultad inventando una historia según la cual esos obstáculos han sido
insuperables, incluso para Heracles. Y personalmente creo que, respecto de esa
Roca, el rumor público habla de Heracles por vanagloria.
Era
lo que faltaba para estimular a Alejandro, a quien dominó el deseo de realizar
lo que su antepasado Heracles no había conseguido: apoderarse de la Roca. Su plan era asaltar
la posición y, si no podía tomarla así, agotar a sus ocupantes con un largo
asedio. Instaló sus bases en una pequeña población cercana a la Roca , llamada Embobina, en la
que dejó al general Crátero con una parte del ejército y ordenó llevar todo el
trigo posible para alimentar a los asaltantes. Él partió con elementos móviles
(200 jinetes, 100 arqueros a caballo, un batallón de infantería ligera) e
instaló un campamento personal en las cercanías del promontorio.
Entonces
recibió la visita de indígenas de la región, que acudieron a sometérsele y le
ofrecieron mostrarle el lugar por donde resultaba más fácil tomar la Roca.
Envió con ellos al compañero Ptolomeo, hijo de Lago, con arqueros, el batallón
de infantería ligera y una unidad de élite de infantería pesada; la orden era
controlar el emplazamiento del que hablaban los indígenas y hacérselo saber,
mediante señales, cuando la posición hubiera sido tomada. Dicho y hecho:
Ptolomeo se apodera de los lugares sin ser visto por los indios situados en la
parte superior de la Roca, los rodea de una empalizada y una trinchera y luego,
una vez acabadas estas fortificaciones, sube a un punto elevado desde el que
Alejandro podía verlo, y blande una antorcha encendida a guisa de señal.
Tras
recibir la señal, el rey decide atacar al día siguiente. Al alba, lanza su
ejército al asalto de la Roca, pero no consigue escalar sus paredes demasiado
empinadas. En cuanto a los indios, se vuelven contra Ptolomeo; pero éste,
gracias a sus arqueros y sus lanzadores de jabalinas, resiste. Llegada la
noche, los bárbaros se repliegan.
Alejandro,
por su parte, ha tomado una decisión: al día siguiente, al alba, atacará la
Roca. Envía entonces nuevas instrucciones a Ptolomeo; éste, una vez iniciado el
ataque, deberá lanzarse al asalto por su lado, de suerte que los indios se vean
cogidos entre dos ejércitos asaltantes. Este plan fracasó el primer día y los
macedonios fueron rechazados por los dos lados. El combate continúa al día
siguiente: Alejandro manda repartir picos y palas a sus soldados, que tardan
tres o cuatro días en elevar una especie de plataforma de tierra y piedras que
permite disminuir la distancia que separa a sus arqueros y sus catapultas de la
cima de la Roca, aumentando por consiguiente la eficacia de los tiros.
En
la tarde del quinto día los macedonios se apoderan de una colina que está casi
a la misma altura de la
Roca. Aterrados , los indios comprueban que sus enemigos están
cerca y que al día siguiente se verán obligados a enfrentarse a ellos. Tratan
entonces de ganar tiempo y envían a Alejandro un heraldo para hacerle saber que
están dispuestos a evacuar la
Roca e incluso a dejársela a cambio de un tratado; de hecho,
tenían la intención de demorar las negociaciones y aprovecharla noche para
dispersarse y volver a sus aldeas respectivas. Alejandro finge aceptar y
suprime los puestos de guardia que había colocado al pie de la Roca , y los indios inician
una retirada discreta. Entonces el rey toma consigo setecientos miembros de su
Guardia Real, un batallón de infantes y sube a la parte de la Roca abandonada por los
indios; tras él suben los hombres de su ejército y ocupan toda la Roca. Luego , a una
señal dada, se precipitan sobre los bárbaros que estaban evacuando el lugar y
los matan sin piedad; otros, dominados por el pánico, se arrojan a los
precipicios que rodean la Roca.
Alejandro
ha vencido. Se ha apoderado de la Roca que el mismo Heracles no había podido
tomar. Instala una guarnición en la plataforma, confía su mando al príncipe
Sisicoto y, después de comprobar que el tercer pueblo indio, el de los
asácenos, ha desaparecido de la región sin decir ni pío, prosigue su marcha en
dirección al Indo.
En
el camino Alejandro se entera de que los asácenos no han desaparecido, sino que
se han refugiado en la fortaleza de Dirta, en alta montaña. Su príncipe ha
muerto durante el sitio de Masaga, pero su hermano ha reunido un ejército de
dos mil hombres, con quince elefantes. Debido a la altura (la región es
particularmente árida y desértica), el asaceno cuenta con que a Alejandro no le
parecerá indispensable subir hasta Dirta, cuya existencia tal vez ni siquiera
conoce. Así pues, espera reconquistar su país, e incluso quizá agrandarlo, una
vez que el macedonio se haya marchado hacia el valle del Indo.
El
príncipe se equivocaba. Alejandro sabía comprar las conciencias —había
aprendido a hacerlo en Persia— y mantenía una nube de espías indígenas que le
informaban de todo lo que ocurría en la región. De modo que, una vez terminado
el asunto de Aornos, el rey tomó varios miles de infantes y se apresuró a
marchar sobre Dirta: no era el príncipe asaceno lo que le interesa, ¡eran sus
elefantes! La nueva de su llegada desanimó al indio, que se dio a la fuga con
sus infantes y sus elefantes: la fama sanguinaria de Alejandro asustaba a todo
el mundo. El rey envió en vanguardia un pequeño destacamento para encontrar el
rastro del príncipe y de sus paquidermos; a los exploradores no les costó mucho
descubrir que huían hacia el este, y empezó la persecución a través de las
espesas selvas vírgenes de la comarca.
Finalmente los soldados macedonios detuvieron
a algunos indios aislados. Éstos le dijeron que el asaceno ya había franqueado
el Indo con su tropa —hombres, mujeres y niños—, pero que los elefantes habían
sido abandonados en los claros que bordeaban el río. La persecución se reanuda,
y los macedonios ven ir a su encuentro un pelotón de soldados indios: no son
combatientes asacenos, son rebeldes que, sublevados por la incapacidad de su
príncipe, se han apoderado de él, lo han matado y le han cortado la cabeza que
aportan, como presente, a Alejandro. Éste decide entonces que la persecución ha
concluido — ¡para qué perseguir a un ejército sin jefe!—, pero que hay que
encontrar a los elefantes.
Se
organiza una batida en las orillas del Indo. Encuentran a los elefantes que,
asustados por el estruendo de los cazadores, huyen hacia las montañas; dos de
ellos se precipitan en un barranco, pero los trece restantes son capturados
vivos. Luego Alejandro alcanza por fin el Indo. El río está bordeado por varias
hileras de árboles fáciles de abatir, que proporcionan madera para armazones;
sus soldados la utilizan para construir barcas y balsas, que transportarán a él
y a su ejército hasta el puente que Perdicas y Hefestión han hecho construir y
donde le esperan, para cruzar el Indo.
El
otoño ha terminado. Ha llegado el momento de que el Conquistador monte sus
cuarteles de invierno: lo pasará a orillas del río, con todo su ejército.
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