Alejandro
abandona Susa para marchar sobre Persépolis y castiga a los uxios de la montaña
(principios de enero de 330). — Paso de las Puertas Pérsicas (mediados de enero
de 330). — Entrada de Alejandro en Persépolis y saqueo de la ciudad (finales de
enero de 330). — El incendio del palacio de Darío (abril de 330). — Conquista
de Media y toma de Ecbatana (principios de junio de 330). —Alejandro en Raga
(15-30 de junio de 330). —Alejandro persigue a Darío: conquista de Hircania
(principios de julio de 330). — La muerte de Darío (mediados de julio de 330).
Al
día siguiente de su victoria en Gaugamela, Alejandro esperaba recibir la visita
de los embajadores de Darío portadores de propuestas aceptables de paz: sabemos
que no ocurrió nada. Sin embargo, su generoso comportamiento en Babilonia y en
Susa había sido el de un vencedor abierto a las negociaciones: su objetivo no
era aniquilar la dinastía de los Aqueménidas, sino asegurarse la soberanía de
Asia, y ahora demostraba que era capaz de hacerlo mediante las armas; ¿no
habría sido mejor, aunque sólo fuese para evitar los horrores de la guerra a
los pueblos del Imperio persa, destinados a ser dominados a pesar de todo,
conseguirlo mediante un buen tratado de paz?
Para
ello habría sido preciso entablar una negociación entre Alejandro y Darío. Pero
este último sólo pensaba en huir y refugiarse en la vasta llanura iraní,
separada de Occidente por los montes de Armenia y los altos montes Zagros. Si
quería alcanzar el objetivo que se había fijado, el macedonio se veía obligado
por tanto a la conquista y, una vez establecido el nuevo orden político en
Susiana, tomó con su ejército la ruta de Persia y de Media, con tres metas en
la cabeza: apoderarse de las ciudades reales (Persépolis, Pasagarda y Ecbatana);
establecer el orden político macedonio en los países persas, es decir, en
términos generales, en las satrapías situadas entre el valle del Tigris y las
montañas de Afganistán; por último, capturar vivo a Darío.
1. Conquista
de Persia: el incendio de Persépolis
Adelantándose
a la llegada de Alejandro a Susa, Darío había huido hacia la Persia propiamente dicha,
hacia la alta planicie iraní, una comarca desconocida para los griegos y los
viajeros occidentales. Alejandro había interrogado a los persas que se
encontraban en su entorno, por ejemplo a Abulites, a quien había mantenido en
sus funciones de sátrapa: para ellos, el problema no planteaba dudas, Darío se
había refugiado en Parsa —Persépolis en griego—, la famosa capital de verano de
los Grandes Reyes, fundada por Darío I hacia el año 513 a .C. en las montañas, a
unos sesenta kilómetros al noroeste de la actual ciudad de Chiraz.
Para
la mayoría de los allegados de Alejandro la guerra había acabado: Darío había
huido definitivamente, lo cual podía considerarse una abdicación de hecho, y
todas las satrapías que había atravesado Alejandro, desde hacía cuatro años que
había desembarcado en Asia, se le habían sometido, así como las dos grandes
ciudades reales, Babilonia y Susa. Además, Alejandro había tomado posesión
oficialmente del tesoro real y se había sentado en el trono de oro de Darío en
Susa, convirtiéndose, de facto, en el nuevo Gran Rey.
Pero
Alejandro veía las cosas de otro modo. Sólo se había apoderado del cuerpo del
Imperio persa, ahora debía atacar su cabeza, su corazón y su alma: tenía que
conquistar las otras dos capitales de los Aqueménidas, Ecbatana y sobre todo
Persépolis, símbolo de su poder. De Persépolis habían partido, hacía ciento
cincuenta años, los persas que habían saqueado e incendiado Atenas y habían
profanado en Egipto, especialmente en Menfis, los santuarios de Amón; en cuanto
a él, Alejandro, había ido a Persia para vengar a los helenos, tratando a los
persas como éstos habían tratado a los griegos, destruyendo Persépolis mediante
el fuego.
¿Era
ésa su verdadera motivación? ¿Deseaba cumplir hasta el final su vocación de
gran justiciero, o bien la fiebre de la conquista lo había invadido, como había
hecho con tantos otros vencedores en la historia? Debemos dudar de estas dos
explicaciones y nos inclinamos más bien por una tercera, más prosaica: el éxito
no transformó a Alejandro en conquistador, lo convierte, al menos en el momento
en que está en Susa, en un ambicioso que va a perder poco a poco el sentido de
la realidad. Ya no tiene nada que demostrar en los campos de batalla, dado que
no hay adversario; en cambio, ha saboreado con alegría los pocos minutos en que
se ha sentado en el trono del Gran Rey, con los pies sobre su taburete de oro,
y no tiene intención de robar ese trono —del que puede apoderarse sin lucha— a
Darío: quiere ser el heredero legítimo y no el usurpador. Para ello es preciso
que sea Darío quien le transmita esa legitimidad y debe capturarlo vivo.
Ése
es el motivo, en nuestra opinión, por el que Alejandro deja Susa en los
primeros días de enero de 330 a.C, al frente de su ejército. Los persas de su
entorno le han informado de la ruta a seguir para llegar a Persépolis: le han
dicho que pasa por el país de los uxios, algunas de cuyas tribus —las de la
llanura de Susa— están sometidas desde hace dos siglos a las autoridades
persas; pero hay otras —las de los uxios de la montaña— que son turbulentas y
suelen hacer pagar un derecho de peaje a los viajeros, los funcionarios e incluso
a los ejércitos persas que toman la ruta real que une Susa, la capital de
invierno del Gran Rey, con Persépolis, su capital de verano.
Ya
tenemos al ejército macedonio alejándose hacia el sudeste, para una marcha de
por lo menos treinta días (Persépolis está aproximadamente a seiscientos
kilómetros de Susa).
El
primer día, franquea el río Pasitigris (el actual Karún), un afluente del
Tigris, y por la noche vivaquea en la llanura susiana, que va a tardar de
cuatro a cinco días en atravesar; los uxios de la llanura, pacíficos
agricultores o criadores de bovinos, lo ven desfilar, curiosos o indiferentes.
Al
final del quinto día el ejército macedonio acampa en las alturas que anuncian
las feroces gargantas del Fars (región montañosa de Irán, cerca de Chiraz). Alejandro
está descansando en su tienda cuando le anuncian la llegada de un grupo de
emisarios: son uxios de la montaña, pastores de aspecto guerrero, que no
parecen asustados ante aquel enorme número de hombres en armas. Van a
comunicarle, de parte de las tribus montañesas a las que representan, que sus
compatriotas no les dejarán pasar a Persia con su ejército si no pagan un
derecho de peaje equivalente al que solía pagar el Gran Rey. Alejandro manda
responderles, a través de los intérpretes, que respetará esa costumbre y
recibirán los presentes que les correspondan el día en que hayan alcanzado los
puertos y los desfiladeros, cuyo control, según le habían asegurado,
condicionaba el paso a Persia de su ejército. Los uxios le dan las gracias y le
prometen acudir a la cita.
En
lugar de presentes, el macedonio les reservaba un castigo terrible. Nada más
abandonar los emisarios de los uxios el campamento, Alejandro convoca a los
Compañeros de la Guardia
Real , a los soldados armados con escudos y a unos ocho mil hombres
de infantería ligera. Al caer la noche parte hacia los desfiladeros, guiado por
indígenas, a través de un camino rocoso y difícil, distinto a la ruta tomada
por los uxios para volver a su territorio. La pequeña tropa llega en plena
noche a su aldea, donde no hay más que mujeres, niños y ancianos, porque todos
los hombres aptos han partido hacia los puertos, para tomar posiciones e
impedir el paso de Alejandro si llegaba a romper su promesa. Los soldados
macedonios sorprenden a los habitantes durmiendo y matan a todos, viejos,
mujeres y niños; luego prenden fuego a sus cabañas e incendian graneros y
establos.
Una
vez terminada esta expedición punitiva, Alejandro se dirige a toda velocidad
hacia los desfiladeros para llegar antes que los uxios y envía a uno de sus
mejores lugartenientes, Crátero, a apostarse con arqueros en las cimas que
dominan los puertos de alrededor. De modo que cuando los guerreros uxios llegan
en masa a los lugares, con la intención de ocupar los desfiladeros y no dejar
pasar al ejército macedonio sino después de pagar los derechos de peaje,
tuvieron la desagradable sorpresa de encontrarse en la situación del cazador
cazado, e incluso doblemente cazado, porque frente a ellos tenían el ejército
de Alejandro dispuesto para el combate y, apostados en las cumbres de
alrededor, los hombres de Crátero, que ya estaban acribillándolos con flechas y
dardos: mediante la rapidez, Alejandro había invertido la situación.
Estupefactos,
los uxios se dieron a la fuga sin entablar siquiera combate: unos perecieron
bajo los golpes de los soldados macedonios que los perseguían, otros, huyendo
hacia los puertos, toparon con las tropas de Crátero, que los despedazaron, y
otros incluso, que habían intentado escapar por un camino estrecho encima de
los precipicios, resbalaron sobre el hielo y en su mayoría se precipitaron en
los barrancos.
Sisigambis,
la madre de Darío, sintió una gran emoción cuando supo la matanza de los uxios:
escribió una carta a «su hijo bienamado» Alejandro, intercediendo por aquel desdichado
pueblo, para que les permitiese reconstruir sus poblados y vivir en ellos en
paz. El macedonio, que no sabía negar nada a la que consideraba su madre
adoptiva, accedió a su demanda: autorizó a los uxios de la montaña a conservar
sus tierras, mediante el pago de un tributo anual de cien caballos, quinientas
bestias de carga y treinta mil corderos.
Para
Alejandro, la escaramuza con los uxios sólo había sido un incidente del
trayecto y lo más duro quedaba por hacer: llegar a Persia por los caminos de alta
montaña cuyo paso acababa de forzar. Pero la ruta que se abría ante sus ojos
era larga, penosa y estaba erizada de dificultades; por eso el macedonio
decidió que Parmenión tomase la vía real —por la que podían circular los
carros— que unía Susa con Persépolis por las actuales ciudades de Kazerún y
Chiraz, con los carruajes, los bagajes, la caballería tesalia, las tropas de
armas pesadas y los mercenarios extranjeros, mientras que él guiaría a la
infantería macedonia, la caballería de los Compañeros, los exploradores y los
arqueros, acortando por las montañas.
Alejandro
iba, por tanto, a tener que recorrer más de trescientos kilómetros por unos
macizos montañosos cuya altura variaba de 2.000 a 5.000 metros ,
cubiertos de nieves perpetuas y de hielo, cuya topografía y senderos resultaban
desconocidos muchas veces para los guías que había contratado, con una
temperatura (invernal) que por la noche descendía hasta -20°C , y todo esto con un
ejército de unos treinta mil hombres, carros y bagajes. La empresa era
prácticamente imposible, y tan loca como la travesía de los desiertos sirios o
mesopotámicos en pleno verano que había impuesto a sus tropas dieciocho meses
antes. Sin embargo, al cabo de seis días de una marcha forzada y agobiante,
llegó a un desfiladero conocido por los geógrafos antiguos con el nombre de
«desfiladero de las Puertas Pérsicas», que controlaba el descenso hacia
Persépolis.
Pero
el rumor de su llegada por ese camino extraño y peligroso le había precedido y
Alejandro encontró las Puertas Pérsicas bloqueadas en su centro por un muro de
piedras con un ejército persa de 700 jinetes y 40.000 hombres al otro lado del
muro (según Arriano; Diodoro de Sicilia y Quinto Curcio hablan de 25.000
hombres), mandado por Ariobarzanes, sátrapa de Pérsida (nombre que los griegos
daban a la región del Fars), totalmente decidido a impedirle el paso costara lo
que costase. Enfrentado a este obstáculo inesperado, y caída la noche,
Alejandro montó su campamento a una hora de marcha del desfiladero y decidió
asaltar la muralla construida por los persas al amanecer.
Al
día siguiente, con el alba, el ejército macedonio se adentra en el desfiladero.
Fue recibido con una lluvia de flechas, jabalinas y proyectiles diversos
lanzados por hondas o catapultas, mientras que, desde lo alto de los
acantilados que enmarcan el desfiladero, los persas lanzaban sobre los
macedonios grandes bloques de piedra. Atacado por tres lados a la vez,
Alejandro hubo de retroceder y retirarse a su campamento, llevando consigo
algunos prisioneros. La situación era crítica: al punto a que había llegado,
aquel paso era el único que llevaba al corazón de la alta Persia, y si no
conseguía franquearlo, el resto de su ejército —mandado por Parmenión—, que
debía llegar al mismo tiempo que él a Persépolis, sería masacrado por las
tropas de Darío. El futuro de su expedición iba a jugarse delante de las
Puertas Pérsicas: ¿cómo arreglárselas para franquearlas?
«Debe
de haber algún medio de contornear este desfiladero, pero cuál?», preguntaba el
rey a sus guías.
Los
guías permanecían mudos; no sabían qué responder. Fue entonces cuando la idea
brotó, evidente, deslumbrante, tal vez del propio Alejandro, tal vez de un guía
o un lugarteniente: ¿por qué no interrogar a los prisioneros que acaban de ser
capturados? Entre ellos debía de haber alguno que conociese la montaña. El
interrogatorio se hizo con rotundidad. En menos de una hora Alejandro supo que
los flancos del desfiladero estaban cubiertos por un espeso bosque de coníferas,
por el que serpenteaban, de trecho en trecho, senderos casi a pico, cubiertos
de nieve helada: tomándolos, podrían escalar las paredes del paso, bajar por el
otro lado y sorprender por la espalda al ejército de Ariobarzanes. No obstante,
la escalada resultaba peligrosa, debido a la acumulación de nieve. Uno de los
prisioneros, licio de origen y antiguo pastor, se ofreció para guiar al
ejército a cubierto de los árboles y llevarlo hasta las espaldas del ejército
persa.
Alejandro expulsó de su pensamiento el temor
del peligro e ideó al instante un plan loco que expuso a sus lugartenientes.
—Cuando
caiga la noche, en el mayor silencio y sin que el enemigo se aperciba de nada,
iré con una parte del ejército a escalar la montaña por los senderos que va a
mostrarme este licio; el resto de las tropas permanecerá aquí, bajo el mano de
Crátero, que deberá tratar de impedir que el enemigo se dé cuenta de mi
partida...
—
¿Y cómo lo haré? —preguntó Crátero.
—Encendiendo
fogatas por todas partes, gritando órdenes, haciendo relinchar a los caballos,
en resumen dándole la impresión de que todos estamos detrás de la muralla y que
esperamos el día para atacar de nuevo. Los persas no deben sospechar nada a
ningún precio.
—
¿Y luego?
—Luego,
cuando yo haya llegado al otro lado de la montaña, enviaré un destacamento de
pontoneros a la llanura para echar un puente sobre el río que corre al pie de
los montes y que tendremos que franquear para penetrar en el país de los
persas. —El nombre actual de ese río es Siván—. Luego, con mis jinetes y mis
infantes, caeré sobre la retaguardia de Ariobarzanes al que atacaremos
repentinamente, de noche, lanzando nuestro grito de guerra y haciendo sonar las
trompetas. En cuanto lo oigas, Crátero, asaltarás la muralla que intercepta las
Puertas Pérsicas, los persas se verán atrapados entre dos fuegos y conseguiréis
pasar.
La
maniobra salió de maravilla. Mucho antes del amanecer, Alejandro y sus hombres
habían franqueado las paredes del paso y contorneado la montaña; cayeron de
improviso sobre el primer puesto de guardia de los persas y lo aniquilaron, lo
mismo ocurrió con el segundo, y los soldados del tercer puesto huyeron hacia la
llanura sin prevenir siquiera al ejército persa, que dormía. De suerte que
Alejandro pudo acercarse al campamento enemigo sin que éste se enterase. Cuando
llegó la aurora, él y sus hombres saltaron sobre los persas lanzando terribles
aullidos mientras las trompetas avisaban de la carga y advertían a Crátero de
que asaltase la muralla que impedía el paso. Los persas estaban atrapados entre
las dos mandíbulas de una tenaza, con Alejandro por un lado, que les presionaba
de cerca, y por el otro Crátero, que llegaba a paso de carga. Los que osaron
luchar cuerpo a cuerpo fueron destrozados, los otros trataron de huir, pero en
su mayoría resbalaron en el hielo y cayeron a los precipicios. Su jefe
Ariobarzanes consiguió escapar, seguido por algunos jinetes.
Alejandro
y su ejército descendían luego las laderas de la montaña, en dirección a
Persépolis. Nada más llegar a la llanura, el rey vio dirigirse hacia él unos hombres
horriblemente mutilados: eran griegos, ancianos en su mayoría, que habían sido
hechos prisioneros por los persas durante las guerras anteriores y habían
sufrido el tratamiento bárbaro que éstos infligían a sus prisioneros. Eran
alrededor de ochocientos: unos habían perdido las manos, otros los pies, la
nariz o las orejas. A los que tenían un oficio o profesión determinados, los
verdugos persas les habían cortado las extremidades, salvo aquellas que eran
útiles para su profesión. El rey, compadecido, no pudo contener las lágrimas y
decidió hacerlos curar y devolverlos a su patria. Pero, tras haber deliberado,
aquellas pobres gentes le dijeron que preferían quedarse en Persia antes que
ser dispersados por sus patrias respectivas, donde serían objeto de chismes y
burlas, mientras que si seguían viviendo juntos, afligidos por las mismas
miserias, su destino común los consolaría de su infortunio. Alejandro confirmó
su decisión, ofreció a cada uno 3.000 dracmas, ropas para ellos y eventualmente
para sus mujeres, dos yuntas de bueyes, cincuenta cabezas de ganado menor y los
eximió de cualquier impuesto y tributo.
Luego
el macedonio prosiguió su marcha hacia Persépolis. Temiendo que la guarnición
persa saquease el tesoro real antes de que él llegase a la ciudad, deja la
infantería a su espalda y galopa a rienda suelta hacia la capital imperial,
donde entra en los últimos días del mes de enero del año 330 a.C.
Persépolis
es una gran aglomeración que se extiende en una llanura, al pie de una montaña,
en cuyas laderas se tallaron las tumbas rupestres de Artajerjes II y III (más
tarde, se les sumará la de Darío III Codomano, que todavía puede verse en
nuestros días). Está formada por tres barrios: la ciudadela, la terraza real
donde se alzan los palacios reales y la ciudad propiamente dicha, de la que una
buena parte de sus habitantes ha desertado al acercarse el ejército macedonio.
¿Cuál
va a ser el destino de la ciudad? Antes de decidir nada, Alejandro quiere
consultar con sus generales, y en particular con Parmenión, que también marcha
hacia Persépolis con la otra mitad de su ejército. Mientras lo espera, ordena
apoderarse del tesoro real: encuentra en él 120.000 talentos de oro (1 talento
equivalía a 26 kg ),
que tiene la intención de poner bajo custodia en el palacio de Susa. Así pues,
ordena que traigan a Persépolis tantas bestias de carga como son necesarias
para transportar esas 3.000 toneladas de oro. Diodoro de Sicilia habla de una
«multitud» de mulos de albarda y de tiro, así como de 3.000 camellos de albarda
llegados de Babilonia, Meso-potamia y Susiana; Quinto Curcio habla de 30.000
bestias de carga y Plutarco de 10.000 yuntas de mulos y 5.000 camellos.
Por
fin llega Parmenión y Alejandro convoca un consejo de guerra para decidir el
destino de Persépolis. Él mismo se pronuncia por el saqueo de la ciudad,
seguido de su destrucción; así satisfará a los «ancestros» (puro discurso de
propaganda: fueron los antepasados de los griegos los que tuvieron que sufrir a
los persas, y no los antepasados macedonios de Alejandro) y destruirá esta
ciudad que luchó contra Grecia. Parmenión, por su parte, predica la razón y la
moderación: «No debes permitir la destrucción de los bienes y los palacios que
ahora te pertenecen», le dice, haciéndole observar además que, al hacerlo, Alejandro
da la impresión de querer vengarse de Persia más que de querer tomar posesión
de ella.
Pero
Alejandro piensa en sus soldados: en Menfis, en Babilonia y Susa había entrado
como liberador y, por lo tanto, habría prohibido el pillaje a sus hombres, que
hoy necesitan una compensación, y él quiere complacerles. En cambio decide que
Pasagarda, la antigua capital de Ciro el Grande (556-530 a.C), el fundador de
la dinastía de los Aqueménidas, cuya tumba hizo restaurar piadosamente, sea
salvaguardada, puesto que ese Gran Rey nunca fue enemigo de los griegos. Por lo
tanto, el problema queda resuelto. Alejandro se dirige a sus tropas, les
presenta a Persépolis como su peor enemigo entre las ciudades de Asia y se la
entrega al pillaje, según las leyes de la guerra, a excepción de la terraza
real.
Los
macedonios se dispersan y penetran en las casas, matando a los hombres y
violando a las mujeres. Roban todo el oro y las joyas que contienen y los
suntuosos ropajes persas, bordados de púrpura o adamascados de oro, los vasos
más preciosos, las piedras más raras se convierten así en propiedad de aquellos
soldados que pasaron la jornada saqueando, llegando a pelearse entre ellos,
matando incluso a algunos de sus compañeros que se apropiaban de una parte
demasiado grande del botín, partiendo en dos los objetos más preciosos para
repartírselos, llevándose por la fuerza a las mujeres, adornadas con sus joyas
más bellas.
Como
escribe Diodoro de Sicilia: «Tanto como había sobrepasado Persépolis a las
demás ciudades en prosperidad, tanto las sobrepasó ese día en infortunio.»
Alejandro
se instaló entonces en el suntuoso palacio de Darío, célebre por su apadana, la
sala de audiencia de las treinta y seis columnas. La primera vez que se sentó
sobre el trono del Gran Rey, bajo un dosel de oro, el viejo amigo de su padre,
Demarato de Corinto, que en el pasado había reconciliado a Alejandro y Filipo
de Macedonia, no pudo dejar de llorar de alegría («como buen anciano que era»,
añade Plutarco), y entre sollozos dijo que los griegos que habían muerto
demasiado pronto habían sido privados del placer de ver a Alejandro sentado en
el trono real de Jerjes.
¿Hubiese
llorado lo mismo pensando en todos aquellos griegos que habían muerto demasiado
pronto para ver a Alejandro como un potentado oriental tontamente pródigo?
Olimpia había escrito desde Pela a su hijo para aconsejarle ser más moderado en
los regalos que hacía a sus amigos: «Los haces iguales a reyes —le decía ella
en su carta— y así les das los medios de hacerse partidarios quitándotelos a ti
mismo.»
Alejandro
permaneció en Persépolis hasta finales del mes de abril, época en que anunció a
sus generales que todavía le quedaba una ciudad real por conquistar antes de
volver a Macedonia: Ecbatana, capital de Media (en el emplazamiento de la
ciudad moderna de Hamadán), donde Darío se había refugiado.
Antes
de partir, el rey ofreció a los dioses sacrificios y a sus amigos un espléndido
banquete para festejar a un tiempo su partida y la llegada de la primavera, que
había permitido la reapertura de la ruta montañosa Susa-Ecbatana, cerrada en
invierno por causa del mal tiempo. El palacio de Darío, donde Alejandro vivía,
había sido vaciado sin duda de la mayor parte de sus muebles, tapices y
colgaduras que, bien embaladas, iban a tomar la ruta de Occidente, pero se
había poblado de hermosas mujeres, griegas o macedonias, que los oficiales
habían hecho ir a Persépolis, con el deseo de alternar el tiempo de los
combates y el de los placeres. Por ejemplo, Filotas, el hijo de Parmenión, se
paseaba con su bella amante, Antígona de Pidna, que había llegado de Macedonia,
y todo Persépolis sólo tenía ojos para una ateniense llamada Tais, cortesana de
profesión, amante de Ptolomeo, hijo de Lago, uno de los lugartenientes de
Alejandro.
El
rey, como sabemos, era particularmente continente por lo que se refiere a los
placeres del amor, pero tenía la costumbre de demorarse en la mesa, bebiendo
abundantes copas de vino. Con él, las cenas se prolongaban hasta altas horas de
la noche. Y una noche, que había festejado con los Compañeros y algunas jóvenes
beldades y que la embriaguez crecía a medida que los vasos se vaciaban, la
hermosa Tais sugirió entre carcajadas organizar una zarabanda orgiástica con
todas las mujeres presentes y prender fuego al palacio de Darío: «¡Mi bello
Alejandro, destruir por mano de mujeres estos lugares que eran el orgullo de
Persia será la más alta de tus proezas en Asia! Y en los siglos futuros se
podrá decir que fueron mujeres las que vengaron de la forma más magnífica a
Grecia de los males que le habían hecho sufrir los persas en el pasado.»
A
estas palabras, los favoritos de Alejandro, que asistían al banquete, empiezan
a aplaudir, lanzar gritos de alegría y animar a Alejandro para que forme un
cortejo triunfal en honor de Dioniso, dios del vino. El rey se deja llevar por
la excitación general. Se levanta del lecho en que estaba tumbado, coge un
sombrero de flores que se pone en la cabeza, se apodera de una antorcha
encendida que enarbola muy alto y abandona la sala del banquete, seguido por
Tais, que le da la mano, y por todos los macedonios, también provistos de
antorchas y hachones. Se forma la zarabanda, guiada por la cortesana, los
músicos que habían sido invitados al banquete la acompañan y, al sonido de las
flautas, los caramillos y los tamboriles, Alejandro lanza su antorcha encendida
contra el palacio del Gran Rey. Tais fue la primera, tras él, en lanzar la
suya, y todos hicieron lo mismo, cantando y bailando, alrededor del incendio
que, atizado por el viento de la noche, avanzaba cada vez más. No tardó la
terraza real de Persépolis en arder bajo la luna; así, escribe Diodoro de
Sicilia, el sacrilegio del que en otro tiempo se había hecho culpable el rey
persa Jerjes hacia Atenas incendiando los santuarios de la acrópolis (en el año
480 a .C.)
fue vengado por el capricho de una simple mujer, una noche de orgía. Amano
juzga con mayor severidad el comportamiento de Alejandro. Lo considera un
antojo de borracho:
“Personalmente
creo que Alejandro no ha demostrado tener buen juicio con su actuación, y que
esto no coincide más que con su pretensión de vengarse de los persas de antaño.”
Op.
cit., III, 18, 12.
Plutarco
es de una opinión contraria, y da a entender que el macedonio habría tenido una
intención política: no fue por juego, en una noche de borrachera, por lo que
Alejandro incendió Persépolis, sino tras madura deliberación, escribe, fuera la
que fuese:
“[...
] es del todo conocido su arrepentimiento en el mismo momento y que ordena que
se extinga el fuego.”
Vida de Alejandro,
LXIX.
¿Cuál
podría haber sido esa intención? ¿Proclamar simbólicamente, a la faz de Asia,
la desaparición del poderío aqueménida? ¿Hacer saber a las lejanas ciudades
griegas —sobre todo a Esparta— que había resultado vencedor absoluto de la gran
cruzada panhelénica de la que le habían encargado?
Nadie
lo sabrá jamás. Por mi parte, tendería a ver en ese incendio el signo precursor
de una mutación de la personalidad de Alejandro, a la que vamos a asistir unos
meses más tarde y que describiremos en su momento. En cualquier caso, dicha
mutación que transformará al héroe homérico de corazón puro que había saltado
sobre el suelo troyano después de cruzar el Helesponto, en el mes de abril del
año 334 a.C, en un potentado oriental sanguinario y vengativo que siembra la
muerte a su paso.
2. Conquista
de Media: la muerte de Darío
Dos
o tres días después de esa noche orgiástica y demente, Alejandro partió con
destino a Media, cuya frontera estaba a unos trescientos kilómetros de
Persépolis. Antes había nombrado sátrapa de Pérsida a un gran señor local
llamado Frasaortes —cuyo padre, antiguo vasallo de Darío, había muerto en la
batalla de Isos—, y había dejado en Persépolis una guarnición macedonia de tres
mil hombres; ya hemos visto que ésa era su forma de comportarse en las
provincias del Imperio persa que caían en su poder.
En
cuanto a Darío, después de huir de Arbela, se había refugiado entre los medos,
en Ecbatana (la actual Hamadán), en las altas montañas del Kurdistán iraní
actual. Había adoptado la siguiente estrategia: si Alejandro permanecía en las
capitales del sur (Babilonia, Susa, Persépolis), él esperaría allí la evolución
de la situación; pero si el macedonio hacía algún movimiento en dirección a
Ecbatana, el Gran Rey había decidido huir a través de Hircania (una satrapía
cuyos territorios montañosos se extendían sobre las riberas del Caspio, véase
mapa, pág. 486 y, desde ahí, hasta Bactriana (satrapía del norte del actual
Afganistán, cuyo territorio abarcaba una parte del Turkmenistán y el
Uzbekistán, al otro lado del Amu-Daria, el río Oxo de los antiguos).
Según
esta última hipótesis, Darío tenía la intención de practicar la estrategia de
tierra quemada, asolándolo todo a su paso para imposibilitar el avance del
ejército macedonio. El proyecto de Darío, que se preparaba a huir de su
vencedor a través de un país de altas montañas y desiertos, era de una
temeridad loca: ¿qué podía seguir esperando el Gran Rey? Sin embargo, más loca
era la de Alejandro, que se disponía a perseguirle desconociendo las características
geográficas de aquellos territorios, de sus recursos y las poblaciones que
corría el peligro de encontrar.
En
un primer momento, ignorando las intenciones de Darío, Alejandro marchó
rápidamente sobre Ecbatana. Hacia el 15 de mayo, en la ruta a medio camino
entre Persépolis y esa ciudad, supo que su adversario no había podido reunir un
ejército suficiente para combatirlo, y que huía a través de Media, hacia la
ciudad de Raga (actualmente: Rey, cerca de Teherán), con unos 6.000 infantes y
3.000 jinetes, llevando consigo el tesoro de la provincia de Media (7.000
talentos de oro). Alejandro vaciló entonces sobre el partido a tomar: ¿había
que torcer hacia Raga o abandonar a Darío a su suerte y apoderarse de Ecbatana?
La cuestión quedó rápidamente resuelta: con un ejército disminuido, Darío no
era una amenaza y, además, se acercaba el verano: sus guías le habían advertido
de que era tórrido en Media; en cambio, la toma de Ecbatana y de su tesoro, que
se anunciaba fácil, le permitiría apoderarse de una nueva satrapía, limítrofe
con Persia, y en otoño tendría tiempo de proseguir la caza del Gran Rey.
Alejandro decidió pues dirigirse hacia la capital de Media, donde entró a
finales de mayo o principios de junio, y dejar correr a Darío.
En
Ecbatana el rey aprovechó el reposo que había concedido a sus tropas para poner
un poco de orden en la administración de su ejército. No hay que olvidar que
los cuarenta mil hombres que le seguían habían salido cuatro años antes de
Pela, y que algunos empezaban a murmurar, sobre todo los jinetes tesalios y los
mercenarios griegos. Se hacía urgente, por tanto, enviarlos a sus hogares si no
quería asistir a movimientos de rebelión. Con mucha habilidad, Alejandro les
ofreció la opción de hacerse desmovilizar y cobrar, además de la totalidad de
su sueldo, una importante prima de desmovilización pagada de sus fondos
personales, o alistarse de nuevo como mercenarios. Todas estas formalidades se
desarrollaron sin choques. Los tesalios y los jinetes griegos eligieron volver
a Grecia, y fueron guiados hacia las costas del mar Negro y el Mediterráneo,
desde donde unas trirremes los llevaron luego a Grecia (a Eubea): una vez que
volvieron, se convirtieron en los mejores agentes de propaganda de Alejandro
sobre el suelo griego. En cuanto a los que quedaban, pasaron varias semanas en
Ecbatana donde, debido a la altitud (unos 2.000 metros ), el
clima era fresco y relajante en verano, y luego fueron divididos en dos grupos:
Parmenión partió sin prisa hacia Hircania con el grueso de las tropas; Alejandro
llevó consigo las unidades de élite —la caballería de los Compañeros, la
caballería de los mercenarios griegos, los arqueros de la falange macedonia—
con objeto de perseguir a Darío. Antes había puesto a salvo los tesoros
conquistados en Susa y en Persépolis, de los que no había querido separarse
hasta entonces: fueron a unirse al tesoro de Ecbatana en la fortaleza de esta
ciudad, bajo la buena guardia del macedonio Hárpalo, uno de sus amigos más fieles
de juventud que, como veremos más adelante, iba a mostrarse muy poco delicado.
Luego,
en la segunda quincena de junio, Alejandro dejó seis mil soldados macedonios en
Ecbatana para guardar esa preciosa ciudadela y partió con su ejército hacia
Raga, tan deprisa como podía, para alcanzar a Darío. Llegó a esta ciudad a
finales del mes de junio: Darío acababa de pasar y huía hacia Bactriana,
rodeado de algunos fieles, como el general Artábazo, pero también de sátrapas
ambiciosos que esperaban aprovechar la situación, como Beso, sátrapa de
Bactriana, y Barsaentes, sátrapa de Aracosia (región de Kandahar, en el actual
Afganistán). Alejandro decidió hacer un alto, concedió cinco días de descanso a
su ejército y empleó ese tiempo en informarse sobre el itinerario que debía
seguir para alcanzar a su adversario.
Sus
informadores le hicieron saber que debería dirigirse primero hacia las montañas
que se extendían al norte de Raga (los montes Elburz), luego, tras dos días de
marcha, tendría que franquear el desfiladero de las Puertas Caspias; una vez
pasadas, una ruta, montañosa y difícil, lo llevaría hasta un desierto
interminable de arenas negras, particularmente cálido en el mes de julio, sin
punto de agua ni forraje (el actual Karakum, en el Turkmenistán). Una vez
cruzado ese desierto, alcanzaría el río Oxo (el actual Amu-Daria) y, al otro
lado de ese río, Bactriana.
En
la mañana del sexto día después de haber nombrado al persa Oxidares sátrapa de
Media, Alejandro dejó Raga al frente de su ejército y tomó la ruta que llevaba
a Hircania y al país de los partos (la Partía), sin saber muy bien lo que iba a
hacer porque ignoraba las intenciones de Darío. Al atardecer llegó a la entrada
de las Puertas Caspias y allí montó su campamento. Al día siguiente el rey
emprendió la ascensión del desfiladero con su ejército, lo que le llevó tres
largas horas; al final de la jornada llegó a los límites de una estepa que
parecía extenderse hasta el infinito y cuyo paisaje desolado anunciaba ya el
desierto de arenas negras que le habían descrito sus informadores. Alejandro
decidió entonces detenerse para avituallarse de forraje, porque le habían
prevenido de que, pasadas las Puertas Caspias, ya no había poblaciones ni
vegetación.
Mientras
sus jinetes realizaban las requisas necesarias, Alejandro vio llegar hacia él,
a galope tendido, un grupo de jinetes persas procedente del desierto. Entre
ellos reconoció al general Maceo, a quien había nombrado sátrapa de Babilonia,
acompañado por su hijo, Antibelo, y un noble babilonio, llamado Bagistanes:
¿qué venían a anunciarle? Para saberlo, hemos de remontarnos varios días atrás.
Darío
había huido de Ecbatana unos días antes de la llegada de los macedonios en las
condiciones que ya conocemos, pero paradójicamente no había ido muy lejos. Se
encontraba en efecto a unos cuarenta kilómetros de Raga, al otro lado de las
Puertas Caspias, en Hi-cania, y en su campamento reinaba la disensión. La
mayoría de los grandes que lo acompañaban en su fuga eran partidarios de llegar
a la lejana Bactriana; ésa era la opinión de los políticos, como Beso, sátrapa
de esa provincia, o de Barsaentes, sátrapa de Aracosia (la actual región de
Kandahar, en Afganistán), y de otros sátrapas orientales, pero también de los
militares, como Nabarzanes, uno de los principales generales de Darío. Éste, en
cambio, conociendo por experiencia la rapidez fulgurante con que Alejandro era
capaz de desplazar a un ejército de treinta mil hombres, tenía la sensación de
que sería alcanzado antes de llegar a Bactriana. Peor aún: si seguía huyendo,
oficiales y soldados desertarían cada vez más y se pasarían al bando de
Alejandro. Por lo tanto, la opinión del Gran Rey era detener aquella huida
inútil y hacer frente a Alejandro. Lo declaró con toda sinceridad a sus amigos
y a su estado mayor.
Semejante
decisión dejó estupefactos a casi todo el mundo. Excepto el general persa
Artábazo, que afirmaba estar dispuesto a sacrificar hasta su vida por su rey,
todos los grandes eran de la opinión contraria. Nabarzanes afirmó sin ambages
que una batalla campal contra Alejandro estaba perdida de antemano y que era
preferible seguir huyendo hacia el este y reclutar nuevas tropas; llegó incluso
a añadir estas palabras sacrílegas: «Los pueblos del Imperio han perdido
confianza en tu estrella, Gran Rey. En cambio, Beso tiene el apoyo de los
pueblos orientales del Imperio; los escitas y los indios son aliados suyos,
otros se unirán a ellos para defenderlo si se los llama y, además, está
emparentado con la dinastía de los Aqueménidas: la única posibilidad del
Imperio es que tú le entregues la tiara imperial, que te será devuelta una vez
vencido el enemigo.»
Al
oír estas palabras, Darío saca el puñal de su cinto y se abalanza sobre el
general felón. Pero Nabarzanes logra escapar sin esfuerzo y abandona el
campamento real, con su cuerpo de ejército (tenía el grado de quiliarco, es
decir que mandaba un regimiento de mil hombres). Beso hace lo mismo y parte con
el ejército que había reclutado en Bactriana, su satrapía; los demás sátrapas
vacilan, pero es evidente que se pondrán del lado del más fuerte. Sólo el fiel
Artábazo permanece junto a su rey y trata de convencerle por última vez de que
calme su cólera: la partida contra Alejandro está perdida, no hay otra salida
que la huida hacia Bactriana, y el Gran Rey debe perdonar a Nabarzanes y a
Beso, cuyas palabras han ido más allá de sus verdaderos pensamientos.
Ante
la gravedad de la situación, la cólera real se aplaca. Los dos rebeldes,
temiendo la reacción de sus tropas, no se atreven a seguir adelante con sus
intenciones de golpe de Estado; vuelven a prosternarse ante Darío y le expresan
su pesar.
Al
día siguiente el ejército persa reanuda su marcha hacia el este. Camina en
silencio al pie de los montes Elburz, cuyas cumbres se elevan a su izquierda,
sombrías e inquietantes. De repente, el jefe de los jinetes griegos que sirven
entre los persas lanza su caballo fuera de las filas, hasta el carro de Darío,
que rodean los jinetes bactrianos de Beso. Se abre difícilmente paso entre
ellos y logra acercarse al Gran Rey. Rápidamente le dice en griego que su vida
está en peligro y le suplica que vaya a ponerse bajo la protección del
escuadrón que él manda. Beso no comprende el griego, pero por los gestos de
ambos hombres adivina que el mercenario ha puesto en guardia a Darío y decide
no perder un solo día para actuar.
Al
atardecer el ejército vivaquea en la llanura. Los bactrianos han recibido la
orden de levantar sus tiendas alrededor de la del rey. La noche cae suavemente
sobre el campamento dormido. Beso, Barsaentes, Nabarzanes y algunos otros
grandes entran bruscamente en la tienda real; un bactriano amordaza a Darío,
que rápidamente es maniatado, enrollado en una manta y transportado a un carro
entoldado: los tres conjurados contaban con mantenerle vivo, llevarlo con ellos
a Bactriana y ofrecerlo a Alejandro a cambio de un tratado de paz que, entre
otras disposiciones, los convertiría a ellos en los monarcas independientes de
las satrapías orientales.
Sin embargo, a pesar de las precauciones
tomadas, la noticia del golpe de mano se propagó de tienda en tienda por todo
el campamento, del que se apodera el pánico. Para cortar en seco cualquier
desorden, Beso ordena a sus tropas levantar las tiendas y ponerse en marcha
hacia el este. Los bactrianos obedecen sin discutir, sobre todo porque para
ellos se trata de regresar a su país, seguidos por la mayoría de los soldados
persas. Los mercenarios griegos se desbandan: no desean terminar su carrera en
Bactriana, ese país que dicen frío, montañoso e inhóspito, y se retiran hacia
el norte, a los contrafuertes de los montes Elburz. Los fieles de Darío, sobre
todo Artábazo y su hijo, se despiden de su desventurado rey, por el que no
pueden hacer nada, y siguen a los mercenarios griegos. Otros persas, entre
ellos Maceo y su hijo así como Bagistanes, de Babilonia, dan media vuelta y
parten hacia Raga, a fin de informar a Alejandro de la situación y de implorar
su clemencia.
Así
es como lo encuentran, como ya se ha dicho, acampando con su ejército en la
linde de las estepas desérticas del Turkmenistán, en espera del regreso de sus
forrajeadores. Antibelo y Bagistanes se arrojan a sus pies y le anuncian que
Beso y el general Nabarzanes huyen hacia la Bactriana con Darío, que ahora es
su prisionero, y que ignoran el destino reservado al Gran Rey. Alejandro
reacciona con su presteza habitual. Dejando tras de sí el grueso de su
ejército, bajo el mando de Crátera, parte sin dilación con su caballería de
Compañeros, sus infantes más robustos, sus exploradores más rápidos, y se
lanza, a la mayor velocidad posible, en persecución de los que huyen. Pero esta
vez no es a Darío al que quiere alcanzar; su nuevo adversario se llama Beso.
Fue
una persecución enloquecida que duró cinco días a través de las estepas del
Turkmenistán, bajo el terrible sol de julio, que Arriano nos describe día a
día. Seguiremos su relato.
“Primer
día. Al final de la tarde Alejandro parte en dirección este, hacia Bactriana,
con su tropa reducida, que sólo tiene dos días de víveres; marcha sin detenerse
hasta el día siguiente a mediodía.
Segundo
día. Después de conceder unas horas de descanso a sus hombres, se pone de nuevo
en marcha hasta el atardecer y toda la noche.
Tercer
día. Al alba Alejandro alcanza el campamento de donde habían partido, cuatro
días antes, Antibelo y Bagistanes, para ir a avisarle. Allí sólo queda una
docena de lisiados y rezagados, que no han tenido la fuerza o el valor de
seguir a Beso. Entre ellos se encuentra Meló, el intérprete griego de Darío: le
informa de que Beso ha tomado el poder, en medio de las aclamaciones de los
bactrianos, y que el Gran Rey es su prisionero; los mercenarios griegos y los
persas del séquito de Darío han asistido, impotentes, a este golpe de fuerza y
han huido a las montañas circundantes. Según Meló, el plan de los amotinados
sería negociar la entrega de Darío a Alejandro a cambio de la adjudicación a
Beso de las satrapías orientales, desde el Oxo (el actual Amu-Daria) hasta el
Indo y el océano Índico. Si el rey de Macedonia rechazaba sus propuestas y
avanzaba contra ellos, los rebeldes tenían la intención de reclutar un gran
ejército en las satrapías que estaban en su poder y luchar contra él hasta el
final.
Tales
palabras, como es lógico, no pueden sino incitar a Alejandro a acelerar la
persecución que ha iniciado. Da un descanso a sus hombres agotados durante las
horas más cálidas de la jornada y prosigue su carrera infernal a la puesta del
sol: galopa con ellos hasta el mediodía del día siguiente.
Cuarto
día. Hacia mediodía, Alejandro llega a un pueblo (sin duda en la región de la
actual ciudad de Ajkabad) donde Beso había acampado la noche anterior, con sus
cómplices, su tropa y el carro entoldado en que se encontraba Darío. Hace
interrogar a sus habitantes por medio de un intérprete bactriano y se entera de
que los que huyen han decidido hacer camino durante la noche. El rey les pregunta
entonces si conocen un atajo que le permita alcanzar a Beso; los aldeanos le
responden que sí, pero que pasa por el desierto, donde no existe ningún punto
de agua. No obstante, aceptan guiarle. Tras esto, Alejandro hace apearse de sus
caballos a unos quinientos jinetes y ordena a sus infantes más vigorosos y
resistentes montar en ellos, con todo su armamento; al atardecer parte con ese
grupo a galope tendido. El resto de su ejército, dirigido por el general
Nicanor, tomará el itinerario normal, a través de la estepa.
Quinto
día. Al alba, después de haber recorrido cerca de ochenta kilómetros durante la
noche, Alejandro y sus jinetes caen por fin sobre la tropa de Beso, que
avanzaba en desorden y de manera cansina. Su llegada desencadena el pánico
entre los bárbaros, que se dispersan por la llanura; los que tratan de resistir
son destrozados, los demás huyen por todas partes. Al verlo Beso y sus
cómplices, que cabalgan en cabeza junto al carro entoldado en que han arrojado
a Darío, apuñalan al Gran Rey encadenado y huyen.
El
cuerpo sanguinolento de Darío rueda al fondo del carro, los dos caballos
uncidos a él, al no dirigirlos nadie, se alejan al trote lento y terminan por
detenerse en la parte inferior de la ruta. Fue allí donde un pequeño grupo de
soldados macedonios los descubrieron, con el Gran Rey bañado en su propia
sangre. Uno de ellos se inclina sobre el cuerpo del monarca, que abre los ojos
y le pide de beber gimiendo; luego le levanta la cabeza y acerca una
cantimplora de agua fresca a los labios de Darío que, en un último soplo,
articula débilmente el nombre de Alejandro, alza la mano como para hacer un
signo de agradecimiento a sus vencedores y entrega su postrer suspiro en un
último espasmo.
Unos
minutos más tarde, Alejandro llega de la batalla, agotado y cubierto de polvo.
La tradición cuenta que depositó un beso en la frente de Darío y que, delante
de su cuerpo sin vida, dijo llorando: «Te juro que yo no he querido esto.»
Luego
el macedonio se quitó su manto de púrpura y lo envolvió en él.
Así
murió, a la edad de cincuenta años, el último de los Aqueménidas: unos días más
tarde, el 21 de julio de 330 a .C.,
Alejandro debía celebrar su vigésimo sexto aniversario. El cuerpo del Gran Rey
fue introducido en un ataúd improvisado y transportado bajo buena guardia a
Ecbatana. Por orden de Alejandro, los despojos mortales fueron embalsamados y
enviados a Persépolis, donde la reina madre, Sisi-gambis, celebró dignamente y
con pompa los funerales de su hijo.
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