sábado, 23 de diciembre de 2017

Caratini Roger: Alejandro Magno XII La «locura» de Alejandro (fin del 5° año de guerra en Asia: julio-diciembre de 330 a.C.)

Llegada a orillas del mar Caspio, a Zadracarta (finales de julio de 330). — Conquista de la Hircania y sumisión de los partos (agosto-septiembre de 330). — Revelación de la personalidad psicótica de Alejandro (octubre de 330). — Conquista de la Aria y marcha sobre la Drangiana (finales de noviembre de 330). — Complot y ejecución de Filotas, de Parmenión y Alejandro, hijo de Atropo (diciembre de 330).

En nuestra opinión, sobre la formación de la personalidad de Alejandro pesaron tres acontecimientos muy cargados de energía pulsional. Los tres están unidos al tema clásico de la muerte del padre. El primero fue el incidente de las bodas de Filipo con Cleopatra, la sobrina de Átalo, en la primavera del año 337 a.C; el segundo fue el asesinato de su padre Filipo por Pausanias en septiembre de 336 a.C, y el tercero la muerte de Darío III Codomano, casi en sus brazos, en esa terrible jornada de julio de 330 a.C.
Alejandro quedó profundamente emocionado por la muerte de su adversario, al que consideraba un poco —al menos sin saberlo realmente— como a un padre, por la misma razón que veía en Sisigambis una segunda madre. El choque —no nos atrevemos a escribir el traumatismo psíquico— no fue determinante por lo que se refiere a sus comportamientos ulteriores, pero supuso su punto de partida: a partir de la muerte de Darío, el generoso Conquistador va a convertirse poco a poco en un ambicioso sanguinario, que desconfía de todo y de todos, y llega incluso a mandar matar a sus amigos más queridos, como Parmenión y su hijo Filotas, presa de una especie de delirio, a medio camino entre la manía persecutoria y el delirio de grandeza.

1.    La conquista de Hircania y Aria

La infernal persecución no había terminado como Alejandro deseaba: habría querido capturar a Darío vivo y que éste le entregase, en cierto modo oficialmente, la tiara de Gran Rey. Tal vez pensaba incluso en que Sisigambis lo adoptase como hijo; a ojos de todos los pueblos del Imperio persa, se habría convertido entonces en un Aqueménida y la legitimidad de su poder no habría podido ser negada por ningún sátrapa, por ningún gran señor del Imperio. Por desgracia, había llegado demasiado tarde y Beso, en fuga con sus cómplices, se había ceñido o estaba a punto de ceñirse fraudulentamente la corona imperial, con el nombre de Artajerjes IV.
Alejandro no podía pensar en perseguirlos de inmediato: su pequeña tropa estaba agotada y disminuida, muchos caballos habían muerto también de agotamiento o sed. Por otro lado, tenía que esperar a su ejército, que había dejado tras de sí al salir de Raga y cuya vanguardia hizo su aparición al final de aquella quinta y siniestra jornada de persecución. Los restantes cuerpos de tropa, conducidos por Nicanor, llegaron los días siguientes: desde Ecbatana y Raga, infantes y jinetes habían recorrido cerca de ochocientos kilómetros, durmiendo de día y caminando de noche. Todo el mundo sentía la fatiga. Alejandro reunió a sus unidades a medida que llegaban en la ciudad, vecina de Hecatompilo, capital del país de los partos, una ciudad opulenta donde, según Diodoro de Sicilia, «había en abundancia todo lo que tiene que ver con los placeres de la vida», y donde sus hombres se alegraron de tomar unos días de descanso; en efecto, para ponerse de nuevo en marcha el rey esperaba el regreso de los exploradores que había enviado a informarse de los movimientos de Beso y de sus conjurados.
Volvieron tres o cuatro días más tarde, con las informaciones esperadas. Los asesinos de Darío, después de haberlo apuñalado, habían tomado dos rutas diferentes: Beso y Barsaentes habían partido hacia sus satrapías (Bactriana y Aracosia), en dirección a las montañas de Afganistán, mientras que el general Nabarzanes y algunos otros marchaban hacia el norte, en dirección al país de los tapurios y el mar Caspio.
Alejandro no podía plantearse dirigirse hacia Bactriana en pleno verano: la ruta era demasiado larga (unos 1.500 kilómetros), demasiado difícil y penosa para sus hombres, que sin duda consideraban que la guerra había terminado, dado que Darío estaba muerto, y amenazaban con amotinarse. Así pues, les anunció su intención de llevarlos a la satrapía vecina de Hircania, a orillas del mar Caspio, más exactamente a Zadracarta, su capital (cercana a la actual ciudad iraní de Bender Chah), donde podrían pasar el resto del verano bajo un clima que les prometía paradisíaco, ni demasiado fresco ni demasiado cálido, y prepararse para nuevos combates.
Tenemos, pues, al gran ejército macedonio en la ruta de Hircania. Franquea las montañas arboladas y elevadas donde vive el pueblo de los tapurios (el actual Elburz) y llega a Zadracarta sin tropiezo. Allí, Alejandro recibe la rendición de las autoridades persas; ratifica, según su costumbre, a los sátrapas en su puesto, y tiene el placer de ver salir a su encuentro al viejo general Artábazo, con cuya hija Barsine se había casado, tras Iso y sus tres hijos. Lo estrecha entre sus brazos e invita a los cuatro a permanecer a su lado, no sólo porque formaban parte de los mayores dignatarios persas, sino en razón de la fidelidad que habían testimoniado a Darío.
Es interesante subrayar el comportamiento de Alejandro respecto a los mercenarios griegos que combatían en las filas persas. Perdonó a los griegos que formaban parte de los ejércitos persas antes del comienzo de la guerra que había emprendido: en su mayoría eran griegos oriundos de las ciudades de Asia Menor, que siempre habían vivido bajo la dominación de los Aqueménidas y que, en última instancia, eran más persas que griegos; los liberó y los envió a sus respectivas ciudades. En cuanto a los que se habían alistado al lado de Darío después del inicio de la guerra, les hizo saber que para un griego era un crimen hacer la guerra contra Grecia en las filas de los bárbaros, y los condenó a servir en su ejército, por la misma soldada que recibían de los persas. Su regimiento fue puesto bajo el mando de Artábazo y de un general griego; según Arriano, eran alrededor de mil quinientos.
Mientras su ejército descansaba y se divertía en Zadracarta, Alejandro, incapaz de permanecer inactivo, tomó un escuadrón de caballería e invadió el país de los hircanios, ocupando todas las ciudades y aldeas. Hizo esto durante los meses de agosto y septiembre, y le dio ocasión de apreciar las riquezas naturales de este pequeño país, en que cada planta de vid puede producir de cuarenta a cincuenta litros de vino por año, donde las higueras son prolíficas y las abejas silvestres producen una miel líquida deliciosa. Durante los meses de agosto y septiembre del 330 a.C, recorrió el litoral del mar Caspio e invadió el territorio de los mardos, un pueblo salvaje que vivía a lo largo de la costa, famoso por su carácter belicoso: necesitó más de un mes para someterlos.
Durante los combates que hubo de librar contra ellos, un grupo de guerreros mardos raptó a Bucéfalo, el caballo que había sido el compañero de armas de Alejandro en todos los combates que había librado en Asia. El rey sintió dolor y cólera. Ordenó cortar todos los árboles de la región e hizo proclamar, por medio de algunos de sus oficiales que hablaban el dialecto indígena de los mardos, que si éstos no le devolvían de inmediato su caballo, devastaría el país y haría degollar a la población en masa. Y, para demostrar a los mardos que no bromeaba, empezó a poner en práctica la amenaza y a incendiar algunos bosques. Aterrorizados, los bárbaros le devolvieron a Bucéfalo y enviaron unos cincuenta hombres para implorar el perdón del rey. Toda la Hircania estaba ahora pacificada.
Acababa de empezar el otoño. Cuando Alejandro volvió a Zadracarta, a principios del mes de octubre de 330 a.C, pasó quince días ofreciendo sacrificios a los dioses según las costumbres del país y organizando juegos deportivos para distraer a su ejército, al que había encontrado descansado y sin nada que hacer.
No había perdido, desde luego, ninguna de sus capacidades combativas, porque Alejandro sólo se había llevado la élite de sus soldados a la conquista de Hircania —20.000 infantes y 3.000 jinetes esencialmente—, dejando guarniciones en muchos lugares, sin contar el cuerpo de ejército acampado en Ecbatana. No obstante, su ardor empezaba a menguar. Los hombres estaban cansados de aquella vida de nómadas que llevaban desde hacía casi seis años, dedicados más a marchar o perseguir a un Darío que sin cesar se escapaba que en combatir, y en las filas corrió el rumor de que Alejandro pensaba volver a Macedonia.
Por supuesto, era un rumor falso: Alejandro tenía otras ideas en la cabeza. Hacía dos meses había cumplido veintiséis años, había conquistado un vasto imperio, pero no estaba satisfecho. Tenía que igualar a Darío y convertirse en el amo de lo que él creía ser toda Asia, es decir, las tierras que se extendían entre el Caspio y el océano índico, hasta los macizos montañosos del Este (el Himalaya), de cuyas cimas algunos decían que tocaban los cielos y constituían la extremidad del mundo.
Además, se había producido un cambio en su personalidad. En Hecatompilo ya había empezado a vestir «al estilo de los bárbaros», nos dice Plutarco, con una indumentaria más modesta que la de los medos (formada por una larga bata que llegaba hasta el suelo y un gorro puntiagudo), pero más pomposo que el de los persas (de los que sin embargo no tomó el amplio pantalón, incómodo para un jinete, ni la blusa de largas mangas, incómoda para un guerrero). Había tomado la costumbre de ver a los grandes de Persia a los que había derrotado prosternarse ante él, y no perdía la esperanza de introducir esta costumbre entre los macedonios.
En resumen, Alejandro se comportaba más como potentado oriental que como monarca macedonio. Diodoro de Sicilia nos cuenta que mantenía en su corte ujieres de raza asiática (persas); que ponía sobre los caballos de sus cuadras arneses persas; como Darío, se desplazaba llevando a todas partes tantas concubinas como días hay en el año, de una belleza excepcional, que todas las noches giraban alrededor de su cama, ofreciéndose a él, sin duda inútilmente, porque seguía siendo continente con las mujeres. Se desplazaba rodeado por una corte de grandes señores persas que se postraban ante él como antes lo hacían ante el Gran Rey y le ofrecían sus hijas como concubinas. Y desde esa época dejó de introducir fórmulas de cortesía en sus cartas, salvo cuando escribía a Foción, casi cincuenta años mayor que él y jefe del partido aristocrático de Atenas, y a Antípater, regente de Macedonia. E incluso con este último no podía dejar de adoptar un tono condescendiente y ligeramente superior; en cierta ocasión en que elogiaban en su presencia la victoria de Antípater sobre Esparta, se le pudo oír hacer esta reflexión descortés: «¡Sí, la batalla de los ratones!»
Como observa uno de sus biógrafos contemporáneos (Weigall), la conducta de Alejando se volvía compleja e incluso contradictoria. Cuando cabalgaba a través de las estepas o sobre los campos de batalla, era «el Macedonio», el jefe de la falange de los Compañeros de Macedonia, cubierto de polvo, bebedor, espadachín, generoso con sus soldados, feroz con sus enemigos. Una vez acababa la batalla o la persecución, se ponía su atavío de rey persa del que se burla Plutarco, se retiraba a su tienda y medía de arriba abajo a los que se prosternaban a sus pies, siendo al mismo tiempo «el hijo de Zeus-Amón» y «el heredero del Gran Rey», imperial y majestuoso, capaz de hacer nacer el rayo o la muerte de sus manos. Cuando en Persépolis o en Ecbatana hablaba con políticos o intelectuales era «el heleno», joven, hermoso, elegante y erudito que citaba a Platón o Aristóteles, ateniense y demócrata hasta la médula, artista que recitaba algunos hexámetros homéricos, heroico a la manera de Aquiles.
Esta triple personalidad no podía engendrar sino comportamientos contradictorios, más psicológicos que neuróticos si es que se nos permite utilizar aquí los conceptos de la psiquiatría y del psicoanálisis. El yo múltiple de Alejandro no obedece a las exigencias de la realidad ni rechaza las reivindicaciones de sus pulsiones: rompe con lo real, cayendo entonces —sobre todo durante sus períodos de «crisis»— bajo el imperio del polo pulsional de su personalidad, de lo que la teoría psicoanalítica del aparato psíquico llama el ello, incendiando luego Persépolis, matando a su mejor amigo o negando la realidad, para reconstruir una nueva conforme con sus pulsiones... tomándose, por ejemplo, por hijo de Zeus-Amón.
De suerte que, cuando en Zadracarta le anuncian que Beso se ha puesto la tiara real, lleva el traje persa y se hace llamar no ya Beso sino Artajerjes IV y se proclama rey de Asia, Alejandro el macedonio considera ese comportamiento como una amenaza contra el mundo griego del que él es el Aquiles, Alejandro-el-heredero del Gran Rey ve en todo ello una escandalosa usurpación y Alejandro-hijo-de-Zeus-Amón una blasfemia sin precedentes. Tres excelentes razones para saltar sobre Bucéfalo, reunir a su ejército y llevarlo hasta Bactriana para castigar al usurpador sacrílego.
Alejandro partió de Zadracarta hacia mediados del mes de octubre, cortando en línea recta hacia el este por el encajonado valle del Atrek. Un mes más tarde, llegaba a la ciudad parta de Suzia (la moderna Meched), en la frontera de Aria, una satrapía así llamada por el nombre del pueblo que habitaba en ella, el pueblo de los arios, pariente cercano del pueblo iraní (Aria corresponde en nuestros días a la región de Harat, en Afganistán). El sátrapa de esa provincia, Satibarzanes, salió espontáneamente a su encuentro para rendirle sumisión, y se postró a sus pies; el macedonio lo mantuvo en su cargo y dejó con él a uno de los Compañeros de su ejército, llamado Anaxipo, con cuarenta jinetes lanzadores de jabalinas, para alcanzar a las columnas de su ejército que cerraban la marcha y para tener un ojo sobre el sátrapa, del que desconfiaba. Luego tomó la ruta del norte, que iba de Susa a Bactra, capital de Bactriana, pero tenía el corazón entristecido: acababa de saber que su amigo de siempre, el general Nicanor, hijo de su lugarteniente Parmenión, había muerto de enfermedad.
Mientras Alejandro cabalgaba hacia Bactriana, se le unieron dos mensajeros portadores de una gran noticia: Satibarzanes había hecho matar a Anaxipo y a sus lanzadores de jabalina, había armado a los arios y los había reunido en el palacio real de Artacoana, capital de Aria, con el objetivo de unirse a Beso y atacar con él a los macedonios. La reacción de Alejandro fue, como siempre, extremadamente rápida: dejando que su ejército prosiguiese su camino hacia el norte bajo el mando de Crátera, dio media vuelta con la caballería de los Compañeros, un destacamento de lanzadores de jabalina, arqueros y dos batallones de infantes; recorrió en dos días los 120 kilómetros que lo separaban de Artacoana, penetró en la ciudad, detuvo a todos los rebeldes (según las fuentes eran 17.000) y a los que los habían ayudado, condenó a muerte a los unos y a esclavitud a los otros. Este castigo expeditivo y ejemplar incitó a numerosos arios a someterse.
Mientras tanto, Alejandro había llamado a Crátera, que se le había unido en Artacoana. En efecto, acababa de saber que el sátrapa de Aracosia, Barsaentes, uno de los asesinos de Darío, hacía también la ley en Drangiana (en nuestros días: región de Zarandj, en Afganistán) y antes de partir a la conquista de Bactriana y a la captura de Beso, tenía que asegurarse las espaldas: imposible dejar a Barsaentes armando las satrapías orientales del sur (Aria, Aracosia y Gedrosia) contra él mientras se dedicaba a guerrear en el norte. Antes de abandonar Aria, fundó una ciudad nueva, Alejandría de Aria (la moderna Herat), donde dejó una guarnición compuesta por macedonios, griegos y mercenarios arios; fue ésta una innovación que confundió sin duda a un buen numero de sus oficiales, que veían con malos ojos a unos bárbaros que hablaban una lengua distinta de la suya y adoraban a otros dioses ser tratados como helenos. Esta iniciativa, que debía ser seguida por un grandísimo número de otras del mismo género, correspondía al designio todavía secreto de Alejandro de unir en tareas comunes con vistas a un destino común a los helenos y a los innumerables pueblos del Imperio persa.
Una vez recuperada Aria, Alejandro marcha sobre Frada, la capital de Drangiana, con su gran ejército reconstituido. Atraviesa las montañas de Afganistán, bajo la lluvia y las nieves de un invierno siempre precoz en esa región (estamos a finales del mes de noviembre o a principios de diciembre), donde las aguas de los ríos y los lagos ya están helados. En su trayecto topa con una tribu que se niega a someterse y se retira a la falda arbolada de una montaña vecina, cuya otra falda está constituida por abruptos acantilados. Sin vacilación alguna, Alejandro ordena a sus hombres incendiar los bosques y, como hacia la montaña sopla un viento violento, ésta pronto está en llamas: los montañeses rebeldes no tienen otra opción que morir achicharrados o romperse el cráneo y los miembros arrojándose desde lo alto de los acantilados. El macedonio contempló sus cuerpos retorcerse en medio de las llamas sin sombra alguna de emoción, como si se tratase del incendio de un hormiguero.
Cuando Barsaentes supo que el ejército macedonio se acercaba, huyó a toda prisa hacia Oriente, a través de Aria y luego de Aracosia, y así llegó a las orillas del Indo con la intención de buscar refugio en la otra orilla de ese ancho río. Allí los indios que vivían a orillas del río lo detuvieron y lo entregaron más tarde a Alejandro, que debía ejecutarlo, sin otra forma de proceso, por haber asesinado a Darío.

2.    La conspiración de Filotas

Fue durante el mes de diciembre del año 330 a.C, encontrándose en Drangiana, y mientras sus hombres perseguían a los partidarios de los sátrapas rebeldes, cuando Alejandro vivió uno de los más sombríos momentos de su existencia de gran conquistador: la traición de su amigo Filotas, hermano del joven general Nicanor que acababa de morir, e hijo, como él, de Parmenión. Arriano cuenta el caso de forma sumaria, Plutarco (op.cit., LXXXIII) con numerosos detalles (inverificables), y Diodoro de Sicilia (op. cit. XVII, 79-80, es la versión que seguiremos) de una manera menos novelada.
Entre los macedonios, había muchos jóvenes de la misma edad que Alejandro que habían crecido y luchado con él y cuyos padres habían sido amigos de Filipo II. Uno de ellos, Filotas, le era particularmente querido; era hijo de Parmenión, el mejor general macedonio, que ahora era el segundo de Alejandro después de haberlo sido de su padre. Filotas mandaba los Compañeros de Macedonia; era, nos dice Plutarco, animoso y ardiente en la tarea, pero su orgullo, su munificencia ostentosa y el lujo de que se rodeaba lo volvían antipático a más de uno.
Su padre, como viejo sabio macedonio, le decía a menudo: «Sé más humilde, hijo mío, sé más humilde», pero él no le hacía caso, como prueba la siguiente anécdota que tiene por marco la campaña llevada por Alejandro en Cilicia. Como se recordará, a finales del año 333 a.C, Parmenión había sido enviado a Damasco para apoderarse del tesoro que Darío había puesto a salvo en esa ciudad antes de la batalla de Isos; el general había vuelto entonces al campamento de Alejandro no sólo con el tesoro real, sino también con los serrallos del Gran Rey, que contaban con cientos de cortesanas, a cual más bella. Entre estas jóvenes había una cortesana llamada Antígona, natural de la ciudad de Pidna, en Macedonia, que Filotas se había adjudicado como amante (ella participó en el incendio del palacio de Darío en Persépolis). Cuando cenaba con ella en público, el joven se dejaba llevar por fanfarronadas de borracho, llamando con cualquier motivo a Alejandro «este joven muchacho» y pretendiendo que era a él y a su padre a quien debía su gloria y su corona.
La hermosa pájara tenía la lengua muy larga: contó las palabras de su amante a sus amigos y, de uno a otro, las palabras de Filotas llegaron a oídos de Crátero, el general que hacía campaña con Alejandro en Afganistán. Éste llevó a Antígona ante su jefe y le ordenó repetir lo que había dicho de Filotas. Alejandro la escuchó tranquilamente, luego le ordenó seguir tratando a Filotas y referirle diariamente lo que decía de él. No obstante, no tomó ninguna medida contra su amigo, seguramente por deferencia hacia Parmenión, que ya había perdido dos hijos: Héctor, que se había ahogado en Egipto, y Nicanor, muerto de enfermedad.
Ahora bien, en el ejército de Alejandro que había partido de Zadracarta en el mes de julio de 330 a.C. había numerosos descontentos. A estos militares les había parecido bien partir hacia Bactriana en busca del usurpador Beso, pero no aprobaban la marcha hacia el sur que bruscamente había decidido Alejandro y estaban hartos de aquella guerra sin fin: la mayoría aspiraba a volver al suelo de su Grecia y su Macedonia natal. A algunos se les ocurrió la idea de suprimir físicamente a Alejandro, y en torno a uno de los amigos del rey, llamado Dimno, y de algunos más se tramó una conjura. El propio Dimno habló de ella a su favorito, un tal Nicómaco, a quien convenció de que se uniera a la conspiración.
Nicómaco, que era demasiado joven para comprender los misterios de la política, habló de ella a su hermano Cebalino, y éste, temiendo que alguno de los conspiradores revelase la conjura al rey, tomó la decisión de ir él mismo a denunciarla; como no tenía acceso a Alejandro, habló con Filotas, recomendándole que transmitiese la información al rey cuanto antes. Pero cuando Filotas fue introducido ante el rey, bien por frivolidad, bien porque acaso él mismo estuviese en la conjura, sólo le habló de temas indiferentes, sin contarle nada de las palabras de Cebalino.
La tarde de la audiencia, este último le pregunta si ha transmitido el mensaje al rey; le responde que no ha tenido ocasión, pero que próximamente debe mantener una nueva entrevista, a solas, con Alejandro, y que entonces todavía estarían a tiempo de advertirle de lo que se tramaba. Sin embargo, al día siguiente, y a pesar de una larga audiencia a solas con el rey, Filotas siguió sin decir nada. Cebalino empieza a sospechar alguna traición, deja plantado a Filotas y esa misma noche se dirige a Metrón, uno de los efebos al servicio del rey; le da parte del peligro que amenaza a su soberano y le suplica que le prepare una entrevista secreta.
Esa noche, Metrón hace entrar discretamente a Cebalino en la sala de armas de Alejandro, a quien refiere la información a la hora en que éste tiene la costumbre de tomar su baño diario. Luego hace entrar a Cebalino, que confirma las palabras del efebo:
 —¿Por qué no me habéis avisado antes? —le pregunta el rey.
—Primero he avisado a Filotas, que no ha hecho nada; su comportamiento me ha parecido irregular, y por eso me he decidido a hablarte directamente —responde Cebalino.
Según Arriano (op. etc., III, XXVI, 1), Alejandro ya había sido informado cuando estaba en Menfis, en enero-febrero de 331 a.C, de un complot tramado por el hijo de Parmenión, Filotas, al que consideraba uno de sus amigos más próximos; pero no había creído nada debido a su vieja amistad y al respeto que tenía por Parmenión. Esta vez el asunto le parece más serio, porque el informe de Cebalino es más que convincente: así pues, ordena detener a Dimno de inmediato y éste, al ver denunciado su plan, se suicida sin confesar nada.
Alejandro convoca entonces a Filotas, que se declara no culpable; asegura haberse enterado del comportamiento de Dimno por Nicómaco, interpretándolo —un poco a la ligera, eso sí lo admite— como una simple fanfarronada que no merecía ser contada al rey. Confiesa sin embargo que le sorprende el suicidio de Dimno. El rey le escucha sin manifestar duda alguna sobre su sinceridad, lo despide y lo invita a ir a cenar con él esa misma noche. Luego convoca a sus generales y a los más fieles de los Compañeros a un consejo de guerra a puerta cerrada; estaban allí el general Ceno, cuñado de Filotas, el general Crátero, su amigo y consejero Hefestión, el estratega Perdicas —el héroe de la toma de Tebas— y algunos más. Ningún autor nos refiere las palabras que se dijeron (Diodoro de Sicilia se limita a decirnos que «se pronunciaron muchos discursos», op. cit., XVII, 80, 1). Alejandro les recomienda luego guardar silencio sobre sus deliberaciones y volver a palacio a medianoche para recibir sus órdenes.
Esa noche se celebra la anunciada cena, muy tarde. Filotas asiste a ella y a media noche todo el mundo se separa. Poco tiempo después llegan los generales y los Compañeros que habían sido convocados por Alejandro, acompañados de una escuadra armada. Alejandro les ordena reforzar los puestos de guardia del castillo, vigilar las puertas de Artacoana (en particular, aquellas de las que parten las rutas que llevan a Ecbatana) y detener, con el mayor secreto, a los conjurados, cuya lista les da. Filotas tiene derecho a un trato especial: el rey envía trescientos hombres de armas para apoderarse de su persona, porque teme resistencias. Y cae la noche, silenciosa y callada, sobre la capital de Aria.
A la mañana siguiente el ejército macedonio es reunido en el campo de Marte de la ciudad (según Quinto Curcio, sólo se habrían juntado seis mil hombres). Nada se ha traslucido todavía de la conspiración, cuando aparece Alejandro, que toma la palabra; podemos imaginar su discurso (según Quinto Curcio y fuentes anexas: indudablemente no es auténtico y tal vez ni siquiera fue pronunciado, pero su contenido resulta verosímil): «Macedonios, os he convocado para que os constituyáis en tribunal de guerra, según nuestra costumbre. Acaba de ser descubierta una conspiración contra vuestro rey: tenía por objetivo asesinarme. Escuchad a los testigos que han denunciado esta maquinación.»
Aparecen entonces Nicómaco, Cebalino y Metrón. Cada uno de ellos hace su declaración y se exhibe el cadáver de Dimno para confirmar sus acusaciones. Luego Alejandro continúa su arenga: «Tres días antes de la fecha que habían escogido para el atentado sobre mi persona, Filotas, hijo del general Parmenión, ha sido avisado del complot por Cebalino, que le ha encargado expresamente hacérmelo saber. Pero Filotas no ha dicho nada, ni el primer día ni el segundo.»
En ese momento Alejandro habría blandido por encima de su cabeza unas cartas escritas por su segundo, el general Parmenión, a sus hijos Nicanor y Filotas, y que habrían sido interceptadas por sus servicios secretos: «"Hijo mío, sé humilde", aconseja Parmenión a Filotas. "Ocupaos de vosotros y de los vuestros, y así conseguiréis vuestros fines", escribe Parmenión a sus dos hijos. Estas recomendaciones me parecen más que sospechosas.»
Y Alejandro dio al complot unas dimensiones inesperadas, implicando a Parmenión, el compañero de armas de su padre Filipo y su mejor lugarteniente. ¿No había ofrecido Parmenión a su hija —la hermana de Filotas— en matrimonio al general Átalo, que a su vez había puesto a su propia hija, Cleopatra, en los brazos de Filipo, para mayor desgracia de Olimpia, su madre? Y después de haberse reconciliado Alejandro con su padre Filipo, ¿no se habían puesto de acuerdo Átalo y Parmenión, enviados como vanguardia al Asia Menor, para rebelarse contra el rey de Macedonia? A la muerte de Filipo II, ¿no se había sumado Filotas al partido del pretendiente Amintas III contra él mismo, contra Alejandro? Y durante la batalla de Gaugamela, ¿no era el general Parmenión el que, rodeado por los persas, había llamado a Alejandro en su ayuda, lo cual había permitido a Darío huir hacia Arbela, privando así al Conquistador de una victoria inmediata y definitiva ?
Este discurso es un buen ejemplo de interpretación delirante: Alejandro rompe con la realidad de los hechos y la sustituye por un delirio de interpretación de tendencia paranoica que lo lleva a la conclusión de que la familia de Parmenión le ha perseguido desde siempre y desde siempre ha buscado su muerte; mientras que él, Alejandro, seguía fiándose de sus representantes, éstos armaban a sus futuros asesinos y habían fijado incluso el día de su muerte.
Se llevó al acusado, Filotas, cargado de cadenas ante el consejo de guerra. Algunos ya infaman al culpable; su cuñado, el general Ceno, se alza vehemente contra los conjurados y propone lapidarlos, según la costumbre macedonia: hasta él tiene ya una piedra en la mano para proceder al castigo de los criminales. Pero Alejandro detiene su brazo: hay que dejar al acusado la posibilidad de defenderse, dice. Y para no influir en la asamblea con su presencia, se retira.
Filotas empieza entonces a defenderse. Niega cualquier participación en el complot, recuerda los servicios que su familia —su padre, su hermano y él mismo— han rendido a la patria macedonia y reconoce no haber transmitido al rey las revelaciones de Cebalino: las creía infundadas, explica, y no le pareció necesario molestar al rey con rumores de pasillo. Y cita un precedente: en septiembre del año 333 a.C, Parmenión había puesto en guardia a Alejandro, enfermo y con fiebre, contra su médico, que quería hacerle beber un brebaje envenenado, pero Alejandro no había tenido en cuenta la advertencia, que denunciaba un peligro imaginario . Y concluyó, como un experto ante el tribunal: «El odio y el miedo se disputan el alma del rey, y son esas fuerzas las que lo impulsan a acusarme, como acusará a otros mañana, y todos nosotros lo deploramos.»
Diodoro de Sicilia afirma que Filotas fue sometido entonces a tortura y que reconoció haber conspirado. Esta sesión de tortura —si tuvo lugar— excitó la imaginación de los autores antiguos, pero Arriano no la cita, y sin duda hace bien: cualquiera que fuese el grado de barbarie de los macedonios, no vemos a Alejandro entregando a Filotas a las vergas y los carbones encendidos ante los ojos de sus soldados y sus antiguos amigos, con riesgo de desencadenar un motín.
Haya confesado bajo el tormento o haya seguido proclamando su inocencia, Filotas fue condenado al castigo supremo junto a sus cómplices, y todos fueron ejecutados de manera inmediata, mediante lapidación según Quinto Curcio, atravesados por las jabalinas de los macedonios según Arriano. El mando de los Compañeros, que ejercía Filotas, fue dividido entre Hefestión, de quien Alejandro decía que era su alter ego , y Clito el Negro, el hermano de Lanice, la nodriza de Alejandro , que eran, junto con el general Crátero, los tres amigos de los que más se fiaba el rey.
¿Qué hemos de pensar de esta conspiración? ¿Se produjo realmente o es puro producto de la imaginación delirante de Alejandro? Arriano, nuestra fuente más digna de fe, admite su existencia y pretende que Alejandro habría sido informado de los designios criminales de Filotas cuando estaba en Egipto (es decir, unos quince meses antes de la denuncia de Cebalino), pero que no habría podido decidirse a creer en la conspiración. De cualquier modo, con o sin Filotas, la conjura existió y no tiene nada de inverosímil: es el destino de todas las guerras que duran demasiado tiempo (piénsese en los motines de la Primera Guerra Mundial). Es posible incluso que haya sido más importante de lo que se piensa, porque la investigación continuó durante cierto tiempo en Frada y sus alrededores.
Quedan por decir unas palabras sobre la suerte que corrió Parmenión. El viejo general, que había participado en todas las victorias macedonias, con Filipo II primero (desde el año 358 a.C.) y luego con Alejandro, también había sido condenado a la pena de muerte, aunque no hubiese participado en la conjura tramada por Dimno y por su hijo, por las razones dichas más arriba, sino también y sobre todo porque no trata de vengar a su hijo.
La sentencia que lo condenaba no podía ejecutarse de inmediato, porque Parmenión se había quedado en Ecbatana, a treinta o cuarenta días de marcha de Artacoana, con la misión de proteger el tesoro real que se guardaba allí y todavía ignoraba tanto el proceso como la sentencia.
No obstante, había que ejecutarla lo antes posible, porque Parmenión disponía de tropas que le eran fieles y podía reclutar otras si lo deseaba, gracias al enorme tesoro cuya guarda se le había confiado. Así pues, Alejandro envió a Ecbatana al heleno Polidamante, portador de una orden escrita ordenando a tres oficiales superiores, un tracio y dos macedonios, eliminar discretamente a Parmenión, condenado por felonía. Polidamante partió hacia la capital de la Media acompañado por tres árabes. Montados en rápidos dromedarios, los cuatro hombres llegaron a Ecbatana doce días más tarde, por la noche, y la sentencia se ejecutó de inmediato y en secreto.
A consecuencia de este asunto, Alejandro hizo juzgar también y condenar a muerte a Alejandro, hijo de Aéropo, un lincéstida que había tratado de asesinarle cuatro años antes, durante la campaña en Asia Menor, y al que hasta ese momento había mantenido simplemente preso . En efecto, dado que Filotas había reconocido (¿bajo tortura?) que el objetivo de la conjura era suprimir a Alejandro, eso significaba que los conjurados pensaban en otro príncipe para ceñir la diadema real; pero ¿en quién? El pretendiente más directo era Arrideo, el hermanastro de Alejandro, enfermo de idiocia mental , al que por supuesto nadie pensaba entregar el poder; tras él venía Alejandro, hijo de Aéropo. Este personaje fue sacado de su cárcel, juzgado por el consejo de guerra, condenado a muerte y ejecutado en el acto.
Este asunto de la conspiración, cuyo trágico resultado fue lamentable, no fue un simple incidente coyuntural en la aventura persa de Alejandro. Es revelador, por un lado, del enfado creciente de su ejército, que ha perdido su entusiasmo inicial, y por otro de la ruptura que se ha producido en el seno de la personalidad de Alejandro, como ya hemos subrayado anteriormente . Y, como anota Plutarco (op. cit, LXXXV), «la ejecución de Parmenión hizo de Alejandro desde entonces un objeto de terror para muchos de sus amigos». Otro Alejandro ha nacido, sanguinario, despiadado e insaciable, que sólo piensa en ir más lejos, siempre más lejos...


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