Llegada
a orillas del mar Caspio, a Zadracarta (finales de julio de 330). — Conquista
de la Hircania
y sumisión de los partos (agosto-septiembre de 330). — Revelación de la
personalidad psicótica de Alejandro (octubre de 330). — Conquista de la Aria y marcha sobre la Drangiana (finales de
noviembre de 330). — Complot y ejecución de Filotas, de Parmenión y Alejandro,
hijo de Atropo (diciembre de 330).
En
nuestra opinión, sobre la formación de la personalidad de Alejandro pesaron
tres acontecimientos muy cargados de energía pulsional. Los tres están unidos
al tema clásico de la muerte del padre. El primero fue el incidente de las
bodas de Filipo con Cleopatra, la sobrina de Átalo, en la primavera del año 337 a .C; el segundo fue el
asesinato de su padre Filipo por Pausanias en septiembre de 336 a .C, y el tercero la
muerte de Darío III Codomano, casi en sus brazos, en esa terrible jornada de
julio de 330 a .C.
Alejandro
quedó profundamente emocionado por la muerte de su adversario, al que
consideraba un poco —al menos sin saberlo realmente— como a un padre, por la misma
razón que veía en Sisigambis una segunda madre. El choque —no nos atrevemos a
escribir el traumatismo psíquico— no fue determinante por lo que se refiere a
sus comportamientos ulteriores, pero supuso su punto de partida: a partir de la
muerte de Darío, el generoso Conquistador va a convertirse poco a poco en un
ambicioso sanguinario, que desconfía de todo y de todos, y llega incluso a
mandar matar a sus amigos más queridos, como Parmenión y su hijo Filotas, presa
de una especie de delirio, a medio camino entre la manía persecutoria y el
delirio de grandeza.
1. La
conquista de Hircania y Aria
La
infernal persecución no había terminado como Alejandro deseaba: habría querido
capturar a Darío vivo y que éste le entregase, en cierto modo oficialmente, la
tiara de Gran Rey. Tal vez pensaba incluso en que Sisigambis lo adoptase como
hijo; a ojos de todos los pueblos del Imperio persa, se habría convertido
entonces en un Aqueménida y la legitimidad de su poder no habría podido ser
negada por ningún sátrapa, por ningún gran señor del Imperio. Por desgracia,
había llegado demasiado tarde y Beso, en fuga con sus cómplices, se había
ceñido o estaba a punto de ceñirse fraudulentamente la corona imperial, con el
nombre de Artajerjes IV.
Alejandro
no podía pensar en perseguirlos de inmediato: su pequeña tropa estaba agotada y
disminuida, muchos caballos habían muerto también de agotamiento o sed. Por
otro lado, tenía que esperar a su ejército, que había dejado tras de sí al
salir de Raga y cuya vanguardia hizo su aparición al final de aquella quinta y
siniestra jornada de persecución. Los restantes cuerpos de tropa, conducidos
por Nicanor, llegaron los días siguientes: desde Ecbatana y Raga, infantes y
jinetes habían recorrido cerca de ochocientos kilómetros, durmiendo de día y
caminando de noche. Todo el mundo sentía la fatiga. Alejandro reunió a sus
unidades a medida que llegaban en la ciudad, vecina de Hecatompilo, capital del
país de los partos, una ciudad opulenta donde, según Diodoro de Sicilia, «había
en abundancia todo lo que tiene que ver con los placeres de la vida», y donde
sus hombres se alegraron de tomar unos días de descanso; en efecto, para
ponerse de nuevo en marcha el rey esperaba el regreso de los exploradores que
había enviado a informarse de los movimientos de Beso y de sus conjurados.
Volvieron
tres o cuatro días más tarde, con las informaciones esperadas. Los asesinos de
Darío, después de haberlo apuñalado, habían tomado dos rutas diferentes: Beso y
Barsaentes habían partido hacia sus satrapías (Bactriana y Aracosia), en
dirección a las montañas de Afganistán, mientras que el general Nabarzanes y
algunos otros marchaban hacia el norte, en dirección al país de los tapurios y
el mar Caspio.
Alejandro
no podía plantearse dirigirse hacia Bactriana en pleno verano: la ruta era
demasiado larga (unos 1.500
kilómetros ), demasiado difícil y penosa para sus
hombres, que sin duda consideraban que la guerra había terminado, dado que
Darío estaba muerto, y amenazaban con amotinarse. Así pues, les anunció su
intención de llevarlos a la satrapía vecina de Hircania, a orillas del mar
Caspio, más exactamente a Zadracarta, su capital (cercana a la actual ciudad
iraní de Bender Chah), donde podrían pasar el resto del verano bajo un clima
que les prometía paradisíaco, ni demasiado fresco ni demasiado cálido, y
prepararse para nuevos combates.
Tenemos,
pues, al gran ejército macedonio en la ruta de Hircania. Franquea las montañas
arboladas y elevadas donde vive el pueblo de los tapurios (el actual Elburz) y
llega a Zadracarta sin tropiezo. Allí, Alejandro recibe la rendición de las
autoridades persas; ratifica, según su costumbre, a los sátrapas en su puesto,
y tiene el placer de ver salir a su encuentro al viejo general Artábazo, con
cuya hija Barsine se había casado, tras Iso y sus tres hijos. Lo estrecha entre
sus brazos e invita a los cuatro a permanecer a su lado, no sólo porque
formaban parte de los mayores dignatarios persas, sino en razón de la fidelidad
que habían testimoniado a Darío.
Es
interesante subrayar el comportamiento de Alejandro respecto a los mercenarios
griegos que combatían en las filas persas. Perdonó a los griegos que formaban
parte de los ejércitos persas antes del comienzo de la guerra que había
emprendido: en su mayoría eran griegos oriundos de las ciudades de Asia Menor,
que siempre habían vivido bajo la dominación de los Aqueménidas y que, en
última instancia, eran más persas que griegos; los liberó y los envió a sus
respectivas ciudades. En cuanto a los que se habían alistado al lado de Darío
después del inicio de la guerra, les hizo saber que para un griego era un
crimen hacer la guerra contra Grecia en las filas de los bárbaros, y los condenó
a servir en su ejército, por la misma soldada que recibían de los persas. Su
regimiento fue puesto bajo el mando de Artábazo y de un general griego; según
Arriano, eran alrededor de mil quinientos.
Mientras
su ejército descansaba y se divertía en Zadracarta, Alejandro, incapaz de
permanecer inactivo, tomó un escuadrón de caballería e invadió el país de los
hircanios, ocupando todas las ciudades y aldeas. Hizo esto durante los meses de
agosto y septiembre, y le dio ocasión de apreciar las riquezas naturales de
este pequeño país, en que cada planta de vid puede producir de cuarenta a
cincuenta litros de vino por año, donde las higueras son prolíficas y las
abejas silvestres producen una miel líquida deliciosa. Durante los meses de
agosto y septiembre del 330 a .C,
recorrió el litoral del mar Caspio e invadió el territorio de los mardos, un
pueblo salvaje que vivía a lo largo de la costa, famoso por su carácter
belicoso: necesitó más de un mes para someterlos.
Durante
los combates que hubo de librar contra ellos, un grupo de guerreros mardos
raptó a Bucéfalo, el caballo que había sido el compañero de armas de Alejandro
en todos los combates que había librado en Asia. El rey sintió dolor y cólera.
Ordenó cortar todos los árboles de la región e hizo proclamar, por medio de
algunos de sus oficiales que hablaban el dialecto indígena de los mardos, que
si éstos no le devolvían de inmediato su caballo, devastaría el país y haría
degollar a la población en masa. Y, para demostrar a los mardos que no
bromeaba, empezó a poner en práctica la amenaza y a incendiar algunos bosques.
Aterrorizados, los bárbaros le devolvieron a Bucéfalo y enviaron unos cincuenta
hombres para implorar el perdón del rey. Toda la Hircania estaba ahora
pacificada.
Acababa
de empezar el otoño. Cuando Alejandro volvió a Zadracarta, a principios del mes
de octubre de 330 a .C,
pasó quince días ofreciendo sacrificios a los dioses según las costumbres del
país y organizando juegos deportivos para distraer a su ejército, al que había
encontrado descansado y sin nada que hacer.
No
había perdido, desde luego, ninguna de sus capacidades combativas, porque
Alejandro sólo se había llevado la élite de sus soldados a la conquista de
Hircania —20.000 infantes y 3.000 jinetes esencialmente—, dejando guarniciones
en muchos lugares, sin contar el cuerpo de ejército acampado en Ecbatana. No
obstante, su ardor empezaba a menguar. Los hombres estaban cansados de aquella
vida de nómadas que llevaban desde hacía casi seis años, dedicados más a
marchar o perseguir a un Darío que sin cesar se escapaba que en combatir, y en
las filas corrió el rumor de que Alejandro pensaba volver a Macedonia.
Por
supuesto, era un rumor falso: Alejandro tenía otras ideas en la cabeza. Hacía
dos meses había cumplido veintiséis años, había conquistado un vasto imperio,
pero no estaba satisfecho. Tenía que igualar a Darío y convertirse en el amo de
lo que él creía ser toda Asia, es decir, las tierras que se extendían entre el
Caspio y el océano índico, hasta los macizos montañosos del Este (el Himalaya),
de cuyas cimas algunos decían que tocaban los cielos y constituían la
extremidad del mundo.
Además,
se había producido un cambio en su personalidad. En Hecatompilo ya había
empezado a vestir «al estilo de los bárbaros», nos dice Plutarco, con una indumentaria
más modesta que la de los medos (formada por una larga bata que llegaba hasta
el suelo y un gorro puntiagudo), pero más pomposo que el de los persas (de los
que sin embargo no tomó el amplio pantalón, incómodo para un jinete, ni la
blusa de largas mangas, incómoda para un guerrero). Había tomado la costumbre
de ver a los grandes de Persia a los que había derrotado prosternarse ante él,
y no perdía la esperanza de introducir esta costumbre entre los macedonios.
En
resumen, Alejandro se comportaba más como potentado oriental que como monarca
macedonio. Diodoro de Sicilia nos cuenta que mantenía en su corte ujieres de
raza asiática (persas); que ponía sobre los caballos de sus cuadras arneses
persas; como Darío, se desplazaba llevando a todas partes tantas concubinas
como días hay en el año, de una belleza excepcional, que todas las noches
giraban alrededor de su cama, ofreciéndose a él, sin duda inútilmente, porque
seguía siendo continente con las mujeres. Se desplazaba rodeado por una corte
de grandes señores persas que se postraban ante él como antes lo hacían ante el
Gran Rey y le ofrecían sus hijas como concubinas. Y desde esa época dejó de
introducir fórmulas de cortesía en sus cartas, salvo cuando escribía a Foción,
casi cincuenta años mayor que él y jefe del partido aristocrático de Atenas, y
a Antípater, regente de Macedonia. E incluso con este último no podía dejar de
adoptar un tono condescendiente y ligeramente superior; en cierta ocasión en
que elogiaban en su presencia la victoria de Antípater sobre Esparta, se le
pudo oír hacer esta reflexión descortés: «¡Sí, la batalla de los ratones!»
Como
observa uno de sus biógrafos contemporáneos (Weigall), la conducta de Alejando
se volvía compleja e incluso contradictoria. Cuando cabalgaba a través de las
estepas o sobre los campos de batalla, era «el Macedonio», el jefe de la
falange de los Compañeros de Macedonia, cubierto de polvo, bebedor, espadachín,
generoso con sus soldados, feroz con sus enemigos. Una vez acababa la batalla o
la persecución, se ponía su atavío de rey persa del que se burla Plutarco, se
retiraba a su tienda y medía de arriba abajo a los que se prosternaban a sus
pies, siendo al mismo tiempo «el hijo de Zeus-Amón» y «el heredero del Gran
Rey», imperial y majestuoso, capaz de hacer nacer el rayo o la muerte de sus
manos. Cuando en Persépolis o en Ecbatana hablaba con políticos o intelectuales
era «el heleno», joven, hermoso, elegante y erudito que citaba a Platón o
Aristóteles, ateniense y demócrata hasta la médula, artista que recitaba
algunos hexámetros homéricos, heroico a la manera de Aquiles.
Esta
triple personalidad no podía engendrar sino comportamientos contradictorios,
más psicológicos que neuróticos si es que se nos permite utilizar aquí los
conceptos de la psiquiatría y del psicoanálisis. El yo múltiple de Alejandro no
obedece a las exigencias de la realidad ni rechaza las reivindicaciones de sus
pulsiones: rompe con lo real, cayendo entonces —sobre todo durante sus períodos
de «crisis»— bajo el imperio del polo pulsional de su personalidad, de lo que
la teoría psicoanalítica del aparato psíquico llama el ello, incendiando luego
Persépolis, matando a su mejor amigo o negando la realidad, para reconstruir
una nueva conforme con sus pulsiones... tomándose, por ejemplo, por hijo de
Zeus-Amón.
De
suerte que, cuando en Zadracarta le anuncian que Beso se ha puesto la tiara
real, lleva el traje persa y se hace llamar no ya Beso sino Artajerjes IV y se
proclama rey de Asia, Alejandro el macedonio considera ese comportamiento como
una amenaza contra el mundo griego del que él es el Aquiles,
Alejandro-el-heredero del Gran Rey ve en todo ello una escandalosa usurpación y
Alejandro-hijo-de-Zeus-Amón una blasfemia sin precedentes. Tres excelentes
razones para saltar sobre Bucéfalo, reunir a su ejército y llevarlo hasta
Bactriana para castigar al usurpador sacrílego.
Alejandro
partió de Zadracarta hacia mediados del mes de octubre, cortando en línea recta
hacia el este por el encajonado valle del Atrek. Un mes más tarde, llegaba a la
ciudad parta de Suzia (la moderna Meched), en la frontera de Aria, una satrapía
así llamada por el nombre del pueblo que habitaba en ella, el pueblo de los
arios, pariente cercano del pueblo iraní (Aria corresponde en nuestros días a
la región de Harat, en Afganistán). El sátrapa de esa provincia, Satibarzanes,
salió espontáneamente a su encuentro para rendirle sumisión, y se postró a sus
pies; el macedonio lo mantuvo en su cargo y dejó con él a uno de los Compañeros
de su ejército, llamado Anaxipo, con cuarenta jinetes lanzadores de jabalinas,
para alcanzar a las columnas de su ejército que cerraban la marcha y para tener
un ojo sobre el sátrapa, del que desconfiaba. Luego tomó la ruta del norte, que
iba de Susa a Bactra, capital de Bactriana, pero tenía el corazón entristecido:
acababa de saber que su amigo de siempre, el general Nicanor, hijo de su
lugarteniente Parmenión, había muerto de enfermedad.
Mientras
Alejandro cabalgaba hacia Bactriana, se le unieron dos mensajeros portadores de
una gran noticia: Satibarzanes había hecho matar a Anaxipo y a sus lanzadores
de jabalina, había armado a los arios y los había reunido en el palacio real de
Artacoana, capital de Aria, con el objetivo de unirse a Beso y atacar con él a
los macedonios. La reacción de Alejandro fue, como siempre, extremadamente
rápida: dejando que su ejército prosiguiese su camino hacia el norte bajo el
mando de Crátera, dio media vuelta con la caballería de los Compañeros, un
destacamento de lanzadores de jabalina, arqueros y dos batallones de infantes;
recorrió en dos días los 120
kilómetros que lo separaban de Artacoana, penetró en la
ciudad, detuvo a todos los rebeldes (según las fuentes eran 17.000) y a los que
los habían ayudado, condenó a muerte a los unos y a esclavitud a los otros.
Este castigo expeditivo y ejemplar incitó a numerosos arios a someterse.
Mientras
tanto, Alejandro había llamado a Crátera, que se le había unido en Artacoana.
En efecto, acababa de saber que el sátrapa de Aracosia, Barsaentes, uno de los
asesinos de Darío, hacía también la ley en Drangiana (en nuestros días: región
de Zarandj, en Afganistán) y antes de partir a la conquista de Bactriana y a la
captura de Beso, tenía que asegurarse las espaldas: imposible dejar a
Barsaentes armando las satrapías orientales del sur (Aria, Aracosia y Gedrosia)
contra él mientras se dedicaba a guerrear en el norte. Antes de abandonar Aria,
fundó una ciudad nueva, Alejandría de Aria (la moderna Herat), donde dejó una
guarnición compuesta por macedonios, griegos y mercenarios arios; fue ésta una
innovación que confundió sin duda a un buen numero de sus oficiales, que veían
con malos ojos a unos bárbaros que hablaban una lengua distinta de la suya y
adoraban a otros dioses ser tratados como helenos. Esta iniciativa, que debía
ser seguida por un grandísimo número de otras del mismo género, correspondía al
designio todavía secreto de Alejandro de unir en tareas comunes con vistas a un
destino común a los helenos y a los innumerables pueblos del Imperio persa.
Una
vez recuperada Aria, Alejandro marcha sobre Frada, la capital de Drangiana, con
su gran ejército reconstituido. Atraviesa las montañas de Afganistán, bajo la
lluvia y las nieves de un invierno siempre precoz en esa región (estamos a
finales del mes de noviembre o a principios de diciembre), donde las aguas de
los ríos y los lagos ya están helados. En su trayecto topa con una tribu que se
niega a someterse y se retira a la falda arbolada de una montaña vecina, cuya
otra falda está constituida por abruptos acantilados. Sin vacilación alguna,
Alejandro ordena a sus hombres incendiar los bosques y, como hacia la montaña
sopla un viento violento, ésta pronto está en llamas: los montañeses rebeldes
no tienen otra opción que morir achicharrados o romperse el cráneo y los
miembros arrojándose desde lo alto de los acantilados. El macedonio contempló
sus cuerpos retorcerse en medio de las llamas sin sombra alguna de emoción,
como si se tratase del incendio de un hormiguero.
Cuando
Barsaentes supo que el ejército macedonio se acercaba, huyó a toda prisa hacia
Oriente, a través de Aria y luego de Aracosia, y así llegó a las orillas del
Indo con la intención de buscar refugio en la otra orilla de ese ancho río.
Allí los indios que vivían a orillas del río lo detuvieron y lo entregaron más
tarde a Alejandro, que debía ejecutarlo, sin otra forma de proceso, por haber
asesinado a Darío.
2.
La conspiración de Filotas
Fue
durante el mes de diciembre del año 330 a .C, encontrándose en Drangiana, y mientras
sus hombres perseguían a los partidarios de los sátrapas rebeldes, cuando
Alejandro vivió uno de los más sombríos momentos de su existencia de gran
conquistador: la traición de su amigo Filotas, hermano del joven general
Nicanor que acababa de morir, e hijo, como él, de Parmenión. Arriano cuenta el
caso de forma sumaria, Plutarco (op.cit., LXXXIII) con numerosos detalles (inverificables),
y Diodoro de Sicilia (op. cit. XVII, 79-80, es la versión que seguiremos) de
una manera menos novelada.
Entre
los macedonios, había muchos jóvenes de la misma edad que Alejandro que habían
crecido y luchado con él y cuyos padres habían sido amigos de Filipo II. Uno de
ellos, Filotas, le era particularmente querido; era hijo de Parmenión, el mejor
general macedonio, que ahora era el segundo de Alejandro después de haberlo
sido de su padre. Filotas mandaba los Compañeros de Macedonia; era, nos dice
Plutarco, animoso y ardiente en la tarea, pero su orgullo, su munificencia
ostentosa y el lujo de que se rodeaba lo volvían antipático a más de uno.
Su
padre, como viejo sabio macedonio, le decía a menudo: «Sé más humilde, hijo
mío, sé más humilde», pero él no le hacía caso, como prueba la siguiente
anécdota que tiene por marco la campaña llevada por Alejandro en Cilicia. Como
se recordará, a finales del año 333 a.C, Parmenión había sido enviado a Damasco
para apoderarse del tesoro que Darío había puesto a salvo en esa ciudad antes
de la batalla de Isos; el general había vuelto entonces al campamento de
Alejandro no sólo con el tesoro real, sino también con los serrallos del Gran Rey,
que contaban con cientos de cortesanas, a cual más bella. Entre estas jóvenes
había una cortesana llamada Antígona, natural de la ciudad de Pidna, en
Macedonia, que Filotas se había adjudicado como amante (ella participó en el
incendio del palacio de Darío en Persépolis). Cuando cenaba con ella en
público, el joven se dejaba llevar por fanfarronadas de borracho, llamando con
cualquier motivo a Alejandro «este joven muchacho» y pretendiendo que era a él
y a su padre a quien debía su gloria y su corona.
La
hermosa pájara tenía la lengua muy larga: contó las palabras de su amante a sus
amigos y, de uno a otro, las palabras de Filotas llegaron a oídos de Crátero,
el general que hacía campaña con Alejandro en Afganistán. Éste llevó a Antígona
ante su jefe y le ordenó repetir lo que había dicho de Filotas. Alejandro la
escuchó tranquilamente, luego le ordenó seguir tratando a Filotas y referirle
diariamente lo que decía de él. No obstante, no tomó ninguna medida contra su
amigo, seguramente por deferencia hacia Parmenión, que ya había perdido dos
hijos: Héctor, que se había ahogado en Egipto, y Nicanor, muerto de enfermedad.
Ahora
bien, en el ejército de Alejandro que había partido de Zadracarta en el mes de
julio de 330 a .C.
había numerosos descontentos. A estos militares les había parecido bien partir
hacia Bactriana en busca del usurpador Beso, pero no aprobaban la marcha hacia
el sur que bruscamente había decidido Alejandro y estaban hartos de aquella
guerra sin fin: la mayoría aspiraba a volver al suelo de su Grecia y su
Macedonia natal. A algunos se les ocurrió la idea de suprimir físicamente a
Alejandro, y en torno a uno de los amigos del rey, llamado Dimno, y de algunos
más se tramó una conjura. El propio Dimno habló de ella a su favorito, un tal
Nicómaco, a quien convenció de que se uniera a la conspiración.
Nicómaco,
que era demasiado joven para comprender los misterios de la política, habló de
ella a su hermano Cebalino, y éste, temiendo que alguno de los conspiradores
revelase la conjura al rey, tomó la decisión de ir él mismo a denunciarla; como
no tenía acceso a Alejandro, habló con Filotas, recomendándole que transmitiese
la información al rey cuanto antes. Pero cuando Filotas fue introducido ante el
rey, bien por frivolidad, bien porque acaso él mismo estuviese en la conjura,
sólo le habló de temas indiferentes, sin contarle nada de las palabras de
Cebalino.
La
tarde de la audiencia, este último le pregunta si ha transmitido el mensaje al
rey; le responde que no ha tenido ocasión, pero que próximamente debe mantener
una nueva entrevista, a solas, con Alejandro, y que entonces todavía estarían a
tiempo de advertirle de lo que se tramaba. Sin embargo, al día siguiente, y a
pesar de una larga audiencia a solas con el rey, Filotas siguió sin decir nada.
Cebalino empieza a sospechar alguna traición, deja plantado a Filotas y esa
misma noche se dirige a Metrón, uno de los efebos al servicio del rey; le da
parte del peligro que amenaza a su soberano y le suplica que le prepare una
entrevista secreta.
Esa
noche, Metrón hace entrar discretamente a Cebalino en la sala de armas de
Alejandro, a quien refiere la información a la hora en que éste tiene la
costumbre de tomar su baño diario. Luego hace entrar a Cebalino, que confirma
las palabras del efebo:
—¿Por qué no me habéis avisado antes? —le
pregunta el rey.
—Primero
he avisado a Filotas, que no ha hecho nada; su comportamiento me ha parecido
irregular, y por eso me he decidido a hablarte directamente —responde Cebalino.
Según
Arriano (op. etc., III, XXVI, 1), Alejandro ya había sido informado cuando
estaba en Menfis, en enero-febrero de 331 a.C, de un complot tramado por el
hijo de Parmenión, Filotas, al que consideraba uno de sus amigos más próximos;
pero no había creído nada debido a su vieja amistad y al respeto que tenía por
Parmenión. Esta vez el asunto le parece más serio, porque el informe de
Cebalino es más que convincente: así pues, ordena detener a Dimno de inmediato
y éste, al ver denunciado su plan, se suicida sin confesar nada.
Alejandro
convoca entonces a Filotas, que se declara no culpable; asegura haberse
enterado del comportamiento de Dimno por Nicómaco, interpretándolo —un poco a
la ligera, eso sí lo admite— como una simple fanfarronada que no merecía ser
contada al rey. Confiesa sin embargo que le sorprende el suicidio de Dimno. El
rey le escucha sin manifestar duda alguna sobre su sinceridad, lo despide y lo
invita a ir a cenar con él esa misma noche. Luego convoca a sus generales y a
los más fieles de los Compañeros a un consejo de guerra a puerta cerrada;
estaban allí el general Ceno, cuñado de Filotas, el general Crátero, su amigo y
consejero Hefestión, el estratega Perdicas —el héroe de la toma de Tebas— y
algunos más. Ningún autor nos refiere las palabras que se dijeron (Diodoro de
Sicilia se limita a decirnos que «se pronunciaron muchos discursos», op. cit.,
XVII, 80, 1). Alejandro les recomienda luego guardar silencio sobre sus
deliberaciones y volver a palacio a medianoche para recibir sus órdenes.
Esa
noche se celebra la anunciada cena, muy tarde. Filotas asiste a ella y a media
noche todo el mundo se separa. Poco tiempo después llegan los generales y los
Compañeros que habían sido convocados por Alejandro, acompañados de una
escuadra armada. Alejandro les ordena reforzar los puestos de guardia del
castillo, vigilar las puertas de Artacoana (en particular, aquellas de las que
parten las rutas que llevan a Ecbatana) y detener, con el mayor secreto, a los
conjurados, cuya lista les da. Filotas tiene derecho a un trato especial: el
rey envía trescientos hombres de armas para apoderarse de su persona, porque
teme resistencias. Y cae la noche, silenciosa y callada, sobre la capital de
Aria.
A
la mañana siguiente el ejército macedonio es reunido en el campo de Marte de la
ciudad (según Quinto Curcio, sólo se habrían juntado seis mil hombres). Nada se
ha traslucido todavía de la conspiración, cuando aparece Alejandro, que toma la
palabra; podemos imaginar su discurso (según Quinto Curcio y fuentes anexas:
indudablemente no es auténtico y tal vez ni siquiera fue pronunciado, pero su
contenido resulta verosímil): «Macedonios, os he convocado para que os
constituyáis en tribunal de guerra, según nuestra costumbre. Acaba de ser
descubierta una conspiración contra vuestro rey: tenía por objetivo asesinarme.
Escuchad a los testigos que han denunciado esta maquinación.»
Aparecen
entonces Nicómaco, Cebalino y Metrón. Cada uno de ellos hace su declaración y
se exhibe el cadáver de Dimno para confirmar sus acusaciones. Luego Alejandro
continúa su arenga: «Tres días antes de la fecha que habían escogido para el
atentado sobre mi persona, Filotas, hijo del general Parmenión, ha sido avisado
del complot por Cebalino, que le ha encargado expresamente hacérmelo saber.
Pero Filotas no ha dicho nada, ni el primer día ni el segundo.»
En
ese momento Alejandro habría blandido por encima de su cabeza unas cartas
escritas por su segundo, el general Parmenión, a sus hijos Nicanor y Filotas, y
que habrían sido interceptadas por sus servicios secretos: «"Hijo mío, sé
humilde", aconseja Parmenión a Filotas. "Ocupaos de vosotros y de los
vuestros, y así conseguiréis vuestros fines", escribe Parmenión a sus dos
hijos. Estas recomendaciones me parecen más que sospechosas.»
Y
Alejandro dio al complot unas dimensiones inesperadas, implicando a Parmenión,
el compañero de armas de su padre Filipo y su mejor lugarteniente. ¿No había
ofrecido Parmenión a su hija —la hermana de Filotas— en matrimonio al general
Átalo, que a su vez había puesto a su propia hija, Cleopatra, en los brazos de Filipo,
para mayor desgracia de Olimpia, su madre? Y después de haberse reconciliado
Alejandro con su padre Filipo, ¿no se habían puesto de acuerdo Átalo y
Parmenión, enviados como vanguardia al Asia Menor, para rebelarse contra el rey
de Macedonia? A la muerte de Filipo II, ¿no se había sumado Filotas al partido
del pretendiente Amintas III contra él mismo, contra Alejandro? Y durante la
batalla de Gaugamela, ¿no era el general Parmenión el que, rodeado por los
persas, había llamado a Alejandro en su ayuda, lo cual había permitido a Darío
huir hacia Arbela, privando así al Conquistador de una victoria inmediata y
definitiva ?
Este
discurso es un buen ejemplo de interpretación delirante: Alejandro rompe con la
realidad de los hechos y la sustituye por un delirio de interpretación de
tendencia paranoica que lo lleva a la conclusión de que la familia de Parmenión
le ha perseguido desde siempre y desde siempre ha buscado su muerte; mientras
que él, Alejandro, seguía fiándose de sus representantes, éstos armaban a sus
futuros asesinos y habían fijado incluso el día de su muerte.
Se
llevó al acusado, Filotas, cargado de cadenas ante el consejo de guerra.
Algunos ya infaman al culpable; su cuñado, el general Ceno, se alza vehemente
contra los conjurados y propone lapidarlos, según la costumbre macedonia: hasta
él tiene ya una piedra en la mano para proceder al castigo de los criminales.
Pero Alejandro detiene su brazo: hay que dejar al acusado la posibilidad de
defenderse, dice. Y para no influir en la asamblea con su presencia, se retira.
Filotas
empieza entonces a defenderse. Niega cualquier participación en el complot,
recuerda los servicios que su familia —su padre, su hermano y él mismo— han
rendido a la patria macedonia y reconoce no haber transmitido al rey las revelaciones
de Cebalino: las creía infundadas, explica, y no le pareció necesario molestar
al rey con rumores de pasillo. Y cita un precedente: en septiembre del año 333 a .C, Parmenión había
puesto en guardia a Alejandro, enfermo y con fiebre, contra su médico, que
quería hacerle beber un brebaje envenenado, pero Alejandro no había tenido en
cuenta la advertencia, que denunciaba un peligro imaginario . Y concluyó, como
un experto ante el tribunal: «El odio y el miedo se disputan el alma del rey, y
son esas fuerzas las que lo impulsan a acusarme, como acusará a otros mañana, y
todos nosotros lo deploramos.»
Diodoro
de Sicilia afirma que Filotas fue sometido entonces a tortura y que reconoció
haber conspirado. Esta sesión de tortura —si tuvo lugar— excitó la imaginación
de los autores antiguos, pero Arriano no la cita, y sin duda hace bien:
cualquiera que fuese el grado de barbarie de los macedonios, no vemos a
Alejandro entregando a Filotas a las vergas y los carbones encendidos ante los
ojos de sus soldados y sus antiguos amigos, con riesgo de desencadenar un
motín.
Haya
confesado bajo el tormento o haya seguido proclamando su inocencia, Filotas fue
condenado al castigo supremo junto a sus cómplices, y todos fueron ejecutados
de manera inmediata, mediante lapidación según Quinto Curcio, atravesados por
las jabalinas de los macedonios según Arriano. El mando de los Compañeros, que
ejercía Filotas, fue dividido entre Hefestión, de quien Alejandro decía que era
su alter ego , y Clito el Negro, el hermano de Lanice, la nodriza de Alejandro ,
que eran, junto con el general Crátero, los tres amigos de los que más se fiaba
el rey.
¿Qué
hemos de pensar de esta conspiración? ¿Se produjo realmente o es puro producto
de la imaginación delirante de Alejandro? Arriano, nuestra fuente más digna de
fe, admite su existencia y pretende que Alejandro habría sido informado de los
designios criminales de Filotas cuando estaba en Egipto (es decir, unos quince
meses antes de la denuncia de Cebalino), pero que no habría podido decidirse a
creer en la conspiración. De cualquier modo, con o sin Filotas, la conjura
existió y no tiene nada de inverosímil: es el destino de todas las guerras que
duran demasiado tiempo (piénsese en los motines de la Primera Guerra Mundial).
Es posible incluso que haya sido más importante de lo que se piensa, porque la
investigación continuó durante cierto tiempo en Frada y sus alrededores.
Quedan
por decir unas palabras sobre la suerte que corrió Parmenión. El viejo general,
que había participado en todas las victorias macedonias, con Filipo II primero
(desde el año 358 a .C.)
y luego con Alejandro, también había sido condenado a la pena de muerte, aunque
no hubiese participado en la conjura tramada por Dimno y por su hijo, por las
razones dichas más arriba, sino también y sobre todo porque no trata de vengar
a su hijo.
La
sentencia que lo condenaba no podía ejecutarse de inmediato, porque Parmenión
se había quedado en Ecbatana, a treinta o cuarenta días de marcha de Artacoana,
con la misión de proteger el tesoro real que se guardaba allí y todavía
ignoraba tanto el proceso como la sentencia.
No
obstante, había que ejecutarla lo antes posible, porque Parmenión disponía de
tropas que le eran fieles y podía reclutar otras si lo deseaba, gracias al
enorme tesoro cuya guarda se le había confiado. Así pues, Alejandro envió a
Ecbatana al heleno Polidamante, portador de una orden escrita ordenando a tres
oficiales superiores, un tracio y dos macedonios, eliminar discretamente a
Parmenión, condenado por felonía. Polidamante partió hacia la capital de la Media acompañado por tres
árabes. Montados en rápidos dromedarios, los cuatro hombres llegaron a Ecbatana
doce días más tarde, por la noche, y la sentencia se ejecutó de inmediato y en
secreto.
A
consecuencia de este asunto, Alejandro hizo juzgar también y condenar a muerte
a Alejandro, hijo de Aéropo, un lincéstida que había tratado de asesinarle
cuatro años antes, durante la campaña en Asia Menor, y al que hasta ese momento
había mantenido simplemente preso . En efecto, dado que Filotas había
reconocido (¿bajo tortura?) que el objetivo de la conjura era suprimir a
Alejandro, eso significaba que los conjurados pensaban en otro príncipe para
ceñir la diadema real; pero ¿en quién? El pretendiente más directo era Arrideo,
el hermanastro de Alejandro, enfermo de idiocia mental , al que por supuesto
nadie pensaba entregar el poder; tras él venía Alejandro, hijo de Aéropo. Este
personaje fue sacado de su cárcel, juzgado por el consejo de guerra, condenado
a muerte y ejecutado en el acto.
Este
asunto de la conspiración, cuyo trágico resultado fue lamentable, no fue un
simple incidente coyuntural en la aventura persa de Alejandro. Es revelador,
por un lado, del enfado creciente de su ejército, que ha perdido su entusiasmo
inicial, y por otro de la ruptura que se ha producido en el seno de la
personalidad de Alejandro, como ya hemos subrayado anteriormente . Y, como
anota Plutarco (op. cit, LXXXV), «la ejecución de Parmenión hizo de Alejandro
desde entonces un objeto de terror para muchos de sus amigos». Otro Alejandro
ha nacido, sanguinario, despiadado e insaciable, que sólo piensa en ir más
lejos, siempre más lejos...
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