Partida
de Tiro hacia Babilonia (finales de mayo de 331). — Alejandro franquea el
Eufrates y atraviesa Mesopotamia (junio-julio de 331). — Parada del ejército
macedonio a orillas del Tigris (agosto-septiembre de 331); el ejército de Darío
está en Gaugamela, a 60 estadios de Alejandro. — Eclipse total de luna en
Mesopotamia (20 de septiembre de 331). —Alejandro marcha hacia Gaugamela (21 de
septiembre de 331) y acampa a 30 estadios del ejército persa (24-29 de
septiembre de 331). — Muerte de Estatira y desesperación de Darío (29 de
septiembre de 331). — El sueño de Alejandro antes del combate (noche del 29 al
30 de septiembre de 331). — El descenso hacia Gaugamela y los dispositivos de
los dos años (1 de octubre de 331 por la mañana). — La batalla (jornada del 1
de octubre de 331). — Alejandro en Arbela (2 de octubre de 331). — Rendición de
Babilonia (finales de octubre de 331). — Estancia de Alejandro en Babilonia
(noviembre de 331). — Entrada de Alejandro en Susa (finales de diciembre de 331).
El
año 331 a.C. fue realmente para Alejandro el año de todos los triunfos: en
cuatro meses había conquistado Egipto como se conquista una mujer, no
violentándola, como habían hecho los persas, sino seduciéndola, honrando a sus
dioses y sus encantos, inclinándose ante sus sacerdotes, confiando su
administración a sátrapas indígenas, y había firmado su conquista con la
fundación de Alejandría de Egipto. En los meses que debían seguir iba a pasar
el Eufrates, atravesar Mesopotamia, franquear el Tigris, aniquilar el ejército
de Darío en la llanura de Gaugamela, cerca de las ruinas de la antigua Nínive,
invadir y ocupar Babilonia, y, en el mes de diciembre, instalarse finalmente en
Susa, sobre el trono de Darío III Codomano, el último de los Aque-ménidas.
1. Conquista
de Mesopotamia: Gaugamela
Alejandro
dormía en la playa de Tiro. Un viento fresco lo despertó, salió de su sueño,
abrió los ojos y vio la estrella de la mañana. Su resplandor blanco y suave
iluminaba débilmente la parte superior de los mástiles cuya presencia se
adivinaba y los pescadores se alejaban ya de la orilla; a lo lejos se oía el
ruido de los remos, y más allá todavía, en la tierra, las esquilas de los
rebaños, los ladridos de los perros y el rebuzno de los burros.
La
víspera, los últimos navíos griegos habían abandonado la costa tiria, en
dirección al mar Egeo, con la misión de vigilar el Peloponeso, cuyos puertos
albergaban guarniciones espartanas fuertemente armadas, susceptibles de
fomentar sediciones en Grecia cuando Alejandro estuviese en el confín remoto de
Asia, así como la isla de Creta, cuyos piratas —una especialidad insular—
amenazaban permanentemente las islas del mar Egeo. Ese día les tocaba a sus
40.000 infantes y sus 8.000 jinetes partir hacia Damasco y marchar hasta el
Eufrates, a través de Siria y sus desiertos. Debían tomar la ruta —o mejor
dicho la pista— de los caravaneros que, desde tiempos inmemoriales, comerciaban
con plantas aromáticas, con la mirra y el incienso procedente de la fértil
Arabia del Sur, destinados a los sacerdotes y los soberanos de Mesopotamia y
Egipto.
Los
soldados de Alejandro tenían prisa por luchar. No habían librado ninguna
batalla desde Gaza, es decir, desde hacía casi seis meses, y estaban
impacientes por volver al combate: los oficiales —casi todos macedonios— porque
sabían que con Alejandro «combatir» era sinónimo de «vencer» y que «vencer»
significaba apoderarse de las riquezas de los enemigos, incluyendo a sus
mujeres, y saborear durante un tiempo los placeres y los fastos de que estaba
hecha la vida de estos bárbaros orientales; los soldados porque su objetivo
primordial era llevar la mayor cantidad posible de botín a sus casas, una vez
acabada la guerra.
Alejandro
estaba igual de impaciente, y podemos preguntarnos con razón si esa impaciencia
se transformó en frenesí, con desprecio de las reglas estratégicas más
elementales. Desde luego no se adentró en la ruta de las caravanas que debía
llevarle a Mesopotamia y a Persia sin haberse informado antes entre los
caravaneros de la distancia y las condiciones del trayecto. Éstos debieron de
decirle que el mejor momento del año, tanto para atravesar el desierto sirio
como para franquear el Eufrates, era el final del invierno, cuando los días son
frescos y el río está más bajo y es susceptible de ser franqueado a pie o a
caballo.
Pero
despreciando toda prudencia, Alejandro deja Tiro en vísperas del verano. Deberá
atravesar por tanto el desierto sirio en el período más cálido del año (la
temperatura es siempre superior a los 30ºC , y a veces puede alcanzar incluso 50°C ), un desierto sin oasis,
sin ninguna vegetación. El avance de su ejército será largo y muy penoso:
tendrá que marchar durante más de un mes, al ritmo de unos veinte kilómetros
diarios, con pocos víveres y menos agua.
Y cuando sus infantes y sus jinetes lleguen a
Tápsaco, donde es posible vadear el Eufrates en invierno, el río alcanza el
máximo de su altura; para franquearlo, tendrá que construir un puente precario
sobre barcas.
Alejandro
no podía ignorar todo esto cuando partió de Tiro, y el abecé de la estrategia
militar le exigía no intentar nada antes de finales del otoño. No obstante, la
impaciencia prevaleció en él sobre la prudencia más elemental y puede apostarse
a que si los grecomacedonios que partieron de la costa tiria fueron cuarenta
mil, no pasaron de treinta mil los que llegaron al río.
Durante
la ruta, sin duda por los consejos de los caravaneros o los guías que le
acompañaban, Alejandro envió un regimiento de pontoneros e ingenieros
macedonios, apoyados por mercenarios griegos, para construir dos puentes
precarios sobre el Eufrates (barcas y troncos de árboles unidos). Pero los
persas vigilaban. Darío había encargado a uno de sus generales, un tal Maceo,
montar guardia en la orilla izquierda del río con tres mil jinetes y algunos
miles de infantes: los pontoneros griegos fueron puestos en fuga y el puente
tendido sobre el Eufrates no pudo ser terminado. No obstante, cuando Maceo supo
que el ejército de Alejandro se acercaba, huyó a su vez con sus hombres;
entonces los puentes pudieron ser terminados y Alejandro cruzó el Eufrates con
sus tropas, seguramente a principios de junio de 331 a.C.
Desde
ahí, si nos atenemos tan sólo a la geografía, Alejandro habría debido tomar la
ruta del sur a lo largo del río hasta Babilonia (primera capital histórica a
conquistar antes de tomar Susa), y sin duda librar batalla a las tropas de
Darío, reunidas, como Alejandro creía, en la llanura babilonia. Pero el Conquistador
había leído la Anábasis
de Jenofonte: setenta años antes, el ilustre escritor y los diez mil
mercenarios griegos habían seguido aquella ruta desértica, y aquél había
contado lo tórrido que en esa estación era el calor y lo difícil del
avituallamiento de un ejército. Por eso Alejandro tomó la sabia decisión de no
cometer el mismo error; en lugar de dirigirse hacia el sur, decidió torcer
hacia el noroeste, atravesar la llanura mesopotámica por su mayor anchura y
dirigirse hacia el Tigris por Harrán Qarai en griego), y por Nisibis, para
volver a bajar luego hacia Babilonia. En esta decisión se había dejado guiar
por sus exploradores, así como por los judíos (abundantes en esa región), que
le estaban agradecidos por haberles dispensado una acogida especial en
Alejandría.
Suponía
dar un gran rodeo, pero a través de un país lleno de valles, donde era fácil
encontrar forraje verde para los caballos y víveres en abundancia para los
hombres, y donde el calor no era tan abrumador como en la zona desértica que
atravesaba la ruta directa. Cierto que para alcanzar Babilonia por esa vía el
ejército macedonio debía cruzar dos veces el Tigris, pero para Alejandro era un
inconveniente mínimo comparado con las ventajas que presentaba el itinerario
que había elegido.
En
el camino, a los dos o tres días de marcha, los jinetes que cabalgaban en vanguardia
capturaron elementos del ejército persa que habían salido de reconocimiento
para observar los movimientos del enemigo. Los prisioneros revelaron que Darío
esperaba a los grecomacedonios a pie firme, en la orilla derecha del Tigris,
con un ejército mucho más numeroso que el que había sido derrotado en Isos.
Cuando lo supo, Alejandro aceleró la marcha y se dirigió rápidamente hacia el
río; pero cuando lo hubo alcanzado, no encontró allí a Darío ni al gigantesco
ejército persa que normalmente habría debido esperarle, por lo que cruzó el
Tigris con sus tropas sin ninguna dificultad.
Sin
embargo, realmente hacía demasiado calor para continuar. Los soldados de
Alejandro estaban extenuados, lo mismo que la familia real de Persia (la madre,
la esposa y los hijos de Darío) que acompañaban al ejército del vencedor en
carruajes entoldados, y sin duda también la propia mujer de Alejandro, Barsine,
que seguía a su Conquistador esposo con el hijo que había tenido de él,
Heracles. Entonces el rey, indiferente al calor, al hambre, a la sed y la
fatiga, arrastrado como estaba por lo que consideraba su misión divina de
liberador, alzó el brazo, inmovilizó a Bucéfalo e hizo pasar la orden de
detenerse, de uno en uno, a sus regimientos y escuadrones, porque había decidido
conceder un tiempo de reposo a su ejército. Se acercaba el fin del mes de
agosto de 331 a.C.
El
ejército macedonio había instalado su campamento a orillas del Tigris, que
había vadeado. Durante dos o tres semanas, los soldados de Alejandro se tomaron
unas vacaciones bien merecidas, pasando sus jornadas bañándose, pescando,
cazando o simplemente durmiendo, mientras su jefe, infatigable, estudiaba con
sus ingenieros un proyecto que tenía en la cabeza desde el paso del Eufrates.
Pensaba construir una fortaleza cerca del vado por el que había franqueado el
Tigris, y hacer partir de él dos rutas, provistas de relevos de posta: una,
hacia Tiro, que seguiría el camino que hemos descrito; la otra hacia Susa. De
este modo, Siria y Egipto estarían unidas a la capital del Imperio persa, lo
mismo que Asia Menor lo estaba por la Vía Real construida en el pasado por Darío I.
En
la noche del 20 de septiembre de 331 a.C. se produjo un fenómeno que sumió al
ejército macedonio en el pánico. Era una noche de plenilunio y la maravillosa
luz del astro iluminaba el río, los bosques y las innumerables tiendas blancas
bajo las que dormían los soldados de Alejandro. Sólo vigilaban los centinelas,
apostados en las colinas circundantes. De repente, vieron una sombra a orillas
del disco lunar que iba ensanchándose poco a poco: al principio creyeron que
era el paso de una nube oscura, anunciadora de una tormenta como las que
estallan a finales del verano. Pero progresivamente esta sombra invadía el
disco blanco de la luna, que terminó desapareciendo del cielo, y el campo
entero quedó sumido en la oscuridad más completa.
Los
centinelas dieron la alarma, los soldados salieron de sus tiendas, se llamó a
los astrólogos, que explicaron que se trataba de un eclipse de luna, y todo el
mundo se puso de acuerdo para ver en aquel signo celeste un aviso de los
dioses. El adivino Aristandro, que sin duda dormía profundamente el sueño
tranquilo y necio del ignorante que cree saberlo todo, fue convocado de
inmediato por Alejandro, e hizo al rey una demostración bellísima. Cuando, al
principio de la primera guerra Médica, Jerjes se había puesto en ruta hacia
Grecia, hacía ciento cincuenta años, le dijo, se había producido, visible desde
Sardes, un eclipse de sol que los magos persas, sus colegas en pamplinas,
habían interpretado declarando que el sol era el astro de los helenos y la luna
el de los persas, y que el eclipse de sol significaba la derrota próxima de los
griegos. Ahora, prosiguió, los dioses ocultaban el astro de los persas para
anunciar que pronto les llegaría el turno de ser vencidos. Aquel eclipse,
concluyó Aristandro, era por tanto excelente augurio y un presagio benéfico.
Alejandro omitió comentar al adivino que,
antaño, había sido Jerjes el vencido por los griegos, a pesar de la ocultación
del astro propicio a estos últimos. Estimó que lo que había ocurrido con la
luna le era favorable y ofreció un sacrificio a las divinidades de la Luna , del Sol y de la Tierra. Aristandro
inmoló a las víctimas e inspeccionó sus entrañas: aseguró que prometían a
Alejandro la victoria.
Al
día siguiente, 21 de septiembre, el macedonio se pone en marcha hacia las
ruinas de Nínive (cuyo emplazamiento está cerca de la actual Mosul), la antigua
capital de Asurbanipal, apartándose de la orilla derecha del Tigris y teniendo
a su izquierda los montes de Armenia. Tres días más tarde, el 24 de septiembre,
uno de los exploradores de su vanguardia se le une a todo galope y le revela
que él y sus compañeros han visto a lo lejos, en la llanura asiría, jinetes
enemigos, en apariencia numerosos, pero sin que hayan podido hacerse una idea
de su número. Alejandro dispone su ejército en orden de batalla, porque la
llanura era lo bastante amplia para hacerlo, y ordena que avance en formación
de combate. En ese momento llega un segundo grupo de exploradores con un nuevo
mensaje: los jinetes persas no parecen ser más de un millar.
Alejandro
no duda un instante. Toma consigo la Guardia Real , formada por Compañeros, y un
escuadrón de caballería, y ordena al resto del ejército seguirle lentamente, a
paso de marcha. Carga al galope sobre los jinetes enemigos, que huyen a rienda
suelta. Alejandro y sus jinetes los persiguen. La mayoría de los persas
consiguen sin embargo salvarse, pero los macedonios capturan a algunos.
Interrogados delante del rey, revelan que Darío no está lejos y que acampa en
la llanura con considerables efectivos, en el lugar llamado Gaugamela, palabra
que significa «campamento de barracas de camellos».
—¿Cuántos
son? —pregunta Alejandro.
—Unos
cuarenta mil jinetes, un millón de infantes, doscientos carros cuyas ruedas
están provistas de hoces cortantes como navajas, y una quincena de elefantes.
En
efecto, Darío había tocado a rebato por todo su Imperio. En su ejército había
no sólo persas y mercenarios griegos, sino también soldados procedentes de
Bactriana y Sogdiana (provincias al norte del actual Afganistán), arqueros
sacas (rama escita de Asia), arios a los que también se llamaba indios de las
montañas, partos, hircanos, medos, albanos del Cáucaso, pueblos ribereños del
mar Rojo y, por supuesto, babilonios, armenios, capadocios y sirios.
Todas
estas fuerzas acampaban a poco más de cien kilómetros al oeste de la ciudad de
Arbela, en la llanura de Gaugamela, que Darío había escogido como campo de
batalla. Se acordaba del desastre de Isos —según sus estrategas, debido a la
estrechez del lugar—, y había preparado meticulosamente el terreno de Gaugamela
e igualado perfectamente el suelo para facilitar la evolución de sus carros de
hoces y las maniobras de su caballería.
Del
26 al 29 de septiembre Alejandro acampó a diez kilómetros del ejército persa:
trataba de que sus soldados descansaran y estuvieran frescos y dispuestos el
día del combate; tal vez también esperaba atraer a Darío fuera del campo de
batalla que había elegido. Dedicó esos cuatro días a fortificar su campamento
con una empalizada —había muchos árboles en la región— y a instalar
atrincheramientos. Por primera vez en su vida, Alejandro el impetuoso, el «loco
de Macedonia» como lo llamaban algunos enemigos suyos, se tomaba su tiempo y no
se lanzaba sin mirar sobre el enemigo, como solía hacer. Sin duda había
comprendido la importancia de la batalla que iba a librar; si la perdía, el
mundo griego, del que se consideraba el paladín predestinado, desaparecería para
siempre.
Entre
los dos campos había, nos dicen nuestras fuentes, sesenta estadios (unos doce
kilómetros), y sin embargo los dos ejércitos aún no se veían, ocultos uno a
otro por los repliegues del terreno. Alejandro había decidido marchar al
combate con sus hombres, que habían recibido la orden de no llevar más que sus
armas: los bagajes, los inválidos, los heridos, la familia real de Persia y la
servidumbre que se les había adjudicado, el hijo de Alejandro y su madre,
Barsine, debían permanecer en el campamento, detrás de las empalizadas. El
estado de Estatira, la mujer de Darío, inquietaba al rey de Macedonia; estaba
embarazada, se debilitaba día a día y, según Quinto Curdo y Arriano, murió en
el transcurso de esas cuatro jornadas de septiembre (Plutarco la hace morir de
parto unas semanas más tarde, pero esa fecha es poco compatible con la anécdota
relativa al eunuco Tireo narrada por ese mismo autor. Alejandro se sintió muy
turbado por la muerte de Estatira, a la que, desde Isos, había tratado como a su
propia hermana; cuando penetró bajo la tienda donde la mujer acababa de
expirar, fue incapaz de contener sus lágrimas, lloró con la reina madre, «como
si hubiese sido su hijo», nos dice Quinto Curcio, y le concedió, a pesar de la
urgencia de la batalla, exequias reales al modo persa.
Según
Plutarco (Vida de Alejandro, LV), en
cuanto la reina muere, uno de sus eunucos-ayudas de cámara, llamado Tireo,
saltó a un caballo y huyó hasta el campamento de Darío para llevarle la triste
nueva. En cuanto lo supo, el Gran Rey se pone a gritar de dolor, se golpea el
pecho, la cabeza y en un mar de lágrimas exclama:
“¡Oh
dioses! ¡A qué desdichado destino han sido entregados los asuntos de Persia! No
sólo la mujer y la hermana del rey [Darío se había casado con su hermana, de
conformidad con una costumbre persa] ha sido hecha prisionera cuando estaba en
vida, sino que no ha podido tener siquiera los honores de una sepultura real a
la hora de su muerte!
El
eunuco le responde al punto, en parte para consolarle, en parte para defender
el honor de Alejandro:
Por
lo que se refiere a la sepultura, Gran Rey, y a los honores a los que tenía
derecho, no podrías acusar de infortunio a Persia, porque ni la reina Estatira,
durante todo el tiempo que vivió cautiva, ni la reina tu madre, ni tus hijas
han sido privadas de nada en materia de bienes y honores a los que estaban
acostumbradas, salvo la dicha de ver la luz de tu gloria, una gloria que
Nuestro Señor Oromasdes [el dios supremo de los Aqueménidas] restituirá en su
totalidad si le place, y la reina, en la hora de su muerte, no ha sido privada
de las exequias a las que habría tenido derecho en Persia, al contrario, ha
sido honrada con lágrimas incluso de tus enemigos, porque Alejandro es tan
dulce y humano en la victoria como áspero y valiente en la batalla.”
Ibíd.,
LV
No
aplacan estas palabras el dolor de Darío, al contrario: tienen por efecto
destinar en su alma el veneno de los celos. Se lleva a Tireo aparte y le dice:
“Tireo,
quizá te has vuelto macedonio por cariño hacia Alejandro, pero te conmino a que
en tu corazón reconozcas de nuevo a Darío por tu amo y, en nombre de la
veneración que debes a nuestro Dios de Luz, dime la verdad. Su cautiverio y su
muerte, por las que yo lloro, ¿no han sido los menores males que ha tenido que
sufrir Estatira? ¿No ha sufrido lo peor en vida? ¿No habría sido su sufrimiento
menos indigno y vergonzoso si hubiese caído entre las manos de un enemigo cruel
e inhumano? ¿Qué clase de relación puede tener un joven príncipe victorioso con
la mujer de su enemigo convertida en su prisionera, a la que ha concedido
tantos honores, salvo deshonroso y miserable?”
Ibíd.,
LV
“A
estas palabras, el eunuco se arroja a los pies de Darío y le suplica que no
ofenda el honor de Alejandro ni la virtuosa memoria de su mujer: «Gran Rey, has
sido vencido por un enemigo cuya virtud es sobrehumana, que se ha mostrado tan
casto con las persas como valiente fue contra los persas —le dice—, y que
después de mi muerte mi alma caiga en el infierno al pasar el puente del Contable
de almas si miento.»
Entonces
Darío regresó con sus familiares y, tendiendo las manos al cielo, dirigió a los
dioses la siguiente plegaria:
“Oh
dioses, autores de la vida y protectores de los reyes Aqueménidas y de sus
reinos, os suplico ante todo que hagáis de tal modo que yo pueda devolver su
buena fortuna a Persia, a fin de que deje a mis sucesores mi imperio tan grande
y tan glorioso como lo recibí de mis predecesores y que, victorioso, pueda
devolver la misma humanidad y la misma honestidad a Alejandro; pero si por
alguna venganza divina o por la necesidad de las cosas de este mundo debiese
ocurrir que acabe el Imperio persa, haced que Asia no tenga más rey que
Alejandro.”
Ibíd.,
LV
Según
Plutarco, este relato edificante es referido por «la mayoría de los
historiadores». Los modernos son más escépticos. Ya hemos dicho que es probable
que Alejandro se haya comportado con la madre de Darío como con su propia madre,
y con Estatira, que tenía veinte años más que él, con el mayor respeto. Además,
en el plano afectivo-sexual no se parecía en nada a su padre, y no es por
virtud por lo que no tocó a la mujer de Darío (mientras que sus generales no se
privaron de violar a las demás cautivas, que eran en su totalidad grandes damas
persas), sino más bien por indiferencia hacia su belleza demasiado madura o por
su falta de ánimo, o también por cálculo político, con vistas a una eventual
reconciliación futura con Darío. No dio muestras de la misma reserva con
Barsine, con la que según ciertos autores se habría casado. En cambio, que haya
dejado circular la historia, verdadera o falsa, de Darío confiándole el Imperio
de Asia en caso de que llegase a desaparecer, o incluso que la haya inventado
él mismo es, a nuestros ojos, más que probable: Alejandro vivía en un mundo y
una época en que las querellas de sucesión eran la norma (¿no había tenido él
mismo que hacer frente a ellas, y de manera contundente?), y el testimonio de
Darío III Codomano, bien rumoreado, siempre podía servir. Sobre todo porque la
reina madre, Sisigambis, que le consideraba como a hijo suyo, no vacilaría sin
duda en apoyarle. Nada es nunca gratuito en la conducta de los grandes y la
muerte súbita de Estatira no es una simple anécdota histórica. Además, es
cierto que los dos adversarios vacilaban en entablar combate: ¿por qué detiene
Alejandro la marcha de su ejército durante cuatro días, antes incluso de la
muerte de la reina? ¿Y por qué Darío, con una superioridad numérica enorme, no
le ataca?
Por
lo que se refiere a este último, la respuesta es fácil. El gigantismo del
ejército persa obliga al Gran Rey a combatir en un vasto campo de batalla donde
pueda maniobrar y donde sus carros, su caballería y sus elefantes tengan el
espacio necesario para cargar: ha preparado el terreno de Gaugamela con este fin
y no tiene razón alguna para aventurarse por los valles y las colinas que lo
separan del campamento de Alejandro. En cambio, por lo que se refiere al macedonio,
podemos dudar entre tres respuestas posibles, que proporcionan razones
igualmente posibles: antes de meter a su ejército en un combate de uno contra
cincuenta, tiene que reunir la mayor cantidad de información sobre el terreno
donde debe librarse la batalla y sobre los efectivos del enemigo (especialmente
sobre sus elefantes y sus carros con hoces, de los que carece el ejército de
Alejandro); la amplitud de las fuerzas enemigas le hace dudar, y Alejandro
puede elegir instalarse a orillas del Tigris y esperar: si el adversario deja
la llanura y se aventura en ese terreno accidentado que separa los dos
campamentos en una decena de kilómetros, está seguro de vencer a Darío como lo
había hecho en Isos; por último, no descarta la idea de una posible
negociación, sobre todo porque tiene a la familia de Darío prisionera en sus
carros y acaba de mostrarse magnánimo con la difunta Estatira.
En
la noche del 29 al 30 de septiembre, comprobando que Darío sigue sin moverse,
Alejandro decide hacer un movimiento hacia Gaugamela. Avanza lentamente en la
oscuridad seis o siete kilómetros con su ejército en orden de batalla y se
detiene en las laderas de las colinas que bajan hacia la llanura donde acampa
el ejército de Darío, a unos treinta estadios de las líneas enemigas
(recuérdese que 1 estadio equivale a 180 metros). Allí reúne a su estado mayor
y comienza la discusión. ¿Hay que lanzar inmediatamente el ataque y sorprender
al enemigo antes del alba, o acampar allí mismo e inspeccionar primero el
terreno? ¿No había obstáculos peligrosos que franquear? ¿Los persas habrían
excavado trincheras, ocultado estacas en fosos, instalado trampas u otra clase
de ardides?
El
envite es demasiado grande para trabar combate a la ligera. Parmenión se decide
por la prudencia y la circunspección y, por una vez, Alejandro se pone de su
lado. Con algunos destacamentos de infantería ligera y la caballería de los
Compañeros, procede en persona a un minucioso reconocimiento de los lugares y
constata que no ocultan ninguna trampa, ningún obstáculo infranqueable. A su
vuelta, convoca a los generales, los jefes de escuadrones y los oficiales superiores.
En dos palabras les declara que no arengará a las tropas como solía hacer: los
soldados, les dice, están hace tiempo galvanizados por su propio valor y sus
numerosas proezas, y cada oficial deberá arengar a su propia unidad, el jefe de
batallón a su batallón, el jefe de escuadrón a su escuadrón, el comandante de
compañía a su compañía, y así sucesivamente; hay que hacer comprender a todos
que el envite de la batalla que va a librarse no es Cilicia, Tiro o Egipto,
sino todo Asia, de la que se apropiarán quienes venzan en el combate.
Alejandro
concluye su breve exposición con algunas recomendaciones prácticas y técnicas.
No era necesario que los jefes hiciesen largos discursos a sus hombres; que
exhorten simplemente a todos a conservar el puesto que le sea adjudicado, a
permanecer en silencio cuando haya que avanzar discretamente, pero en cambio
lanzar un grito de guerra terrorífico cuando haya que atacar; los jefes deberán
obedecer las órdenes en el plazo más breve, casi instantáneamente, y retransmitirlas
con la mayor celeridad a sus unidades; que no olviden que la menor negligencia
de uno solo puede poner a todo el ejército en peligro. Finalmente ordenó a
todos comer y descansar en espera del momento del asalto.
Fue
entonces cuando Parmenión, su general más antiguo, fue a su encuentro: era de
la opinión de atacar a los persas antes del alba, a fin de sorprenderlos en
plena confusión. Alejandro se negó: sería deshonroso actuar así, porque eso
sería robar la victoria y él, Alejandro, debía vencer sin estratagemas. Además,
así vencido, Darío siempre podría negarse a reconocer su inferioridad y la de
sus tropas y justificar su derrota por la sorpresa. Por eso había decidido
atacar cuando saliese el sol. Mientras tanto, declaró que se iba a dormir, como
sus soldados.
Al
pie de la colina donde acampaba su ejército la llanura estaba iluminada por las
fogatas del enemigo, que parecía innumerable, y el murmullo confuso de aquella
multitud se propagaba en el silencio de la noche, semejante al bramido lejano
del mar. Era evidente que Darío, esperando un ataque nocturno, había ordenado a
sus hombres permanecer despiertos, lo que favorecía los planes de Alejandro:
mientras los persas velaban sobre sus armas, los griegos y los macedonios,
después de haber comido bien, recuperaban las fuerzas durmiendo tranquilamente,
y al día siguiente estarían más frescos y dispuestos que sus adversarios. Pero
el rey de Macedonia, atormentado sin duda por la inquietud de la batalla que se
avecinaba, no conseguía dormir. Mandó llamar a Aristandro y a sus demás
adivinos, vestidos completamente de blanco, con un velo en la cabeza, para que
realizasen algunos de aquellos ritos misteriosos que su madre le había enseñado
cuando era niño, y dedicó buena parte de la noche a invocar a los poderes
invisibles. Por último, cuando la noche acababa, su insomnio terminó y se
durmió.
Cuando
el 1 de octubre de 331 a .C.
salió el sol, su secretario Eumenes y sus amigos se llegaron hasta la tienda de
Alejandro para despertarle; dormía tan profundamente que ni siquiera los oyó.
Su entorno, con Parmenión a la cabeza, se felicitaba por este sueño: después de
haber descansado de aquella manera, Alejandro estaría en mejor forma para
partir al combate. Pero el tiempo pasaba y Alejandro seguía sin despertar. Al verlo,
Parmenión asumió la responsabilidad de ordenar a las tropas disponerse para la
batalla, luego entró en la tienda del rey y le sacudió para sacarle de su
sueño.
—
¿Cómo puedes dormir una mañana como ésta? —preguntó a Alejandro cuando éste
abrió los ojos.
Alejandro
le respondió sonriendo, pero todavía dormido. — ¿Por qué despertarme cuando
Darío está a punto de caer entre mis manos?
—Has
soñado, rey, Darío está abajo, en la llanura.
Alejandro
se irguió en su lecho, sacudió la cabeza y su mirada se volvió brillante. Saltó
de la yacija, se mojó la cara con agua fresca y dio la orden de que sus
soldados desayunasen mientras él se vestía para el combate. Llevaba una saya de
Sicilia que le caía hasta las rodillas, nos dice Plutarco, con una cota de lino
y una gola cubierta de pedrerías encima; su casco era de hierro, pero brillaba
como plata, rematado por un penacho de plumas blanco. Como armas, disponía de
una espada ligera y de buen temple que le había regalado la ciudad de Citium,
en la isla de Chipre, y de un viejo escudo abollado que se había traído de
Ilion.
Salió
de su tienda, montó en Bucéfalo —que se hacía viejo, pero que seguía siendo
valiente— y fue a pasar revista a su ejército alineado, acompañado por el
adivino Aristandro, con una corona de oro en la cabeza. Se dice que cuando
apareció delante de sus tropas un águila volaba encima de su cabeza, y que
Aristandro, apuntando su índice en dirección al ave, le ordenó, con algunas
fórmulas mágicas, lanzarse contra los enemigos de los helenos.
Todo
el mundo estaba preparado. Alejandro había dispuesto su ejército en dos líneas,
con cierto espacio entre ellas para que pudiese combatir eventualmente en dos
frentes. Contaba unos 7.000 jinetes y 40.000 infantes (según Arriano); él mismo
mandaba el ala derecha, asistido por Filotas, el hijo de Parmenión, que a su
vez mandaba el conjunto del ala izquierda, como en Isos. El rey ordenó a su caballo
dar tres pasos hacia adelante, alzó lentamente el brazo como era su costumbre,
hizo un majestuoso gesto con la mano para dar la señal de partida y descendió
al frente de su ejército, al paso, hacia la llanura donde, durante toda la
noche, le había esperado el enorme ejército persa. También éste se hallaba
dividido en dos alas bajo el mando único de Darío III Codomano, que estaba en
el centro, sobre su carro, rodeado de su parentela. Aquella prolongada espera,
de píe bajo las armaduras y las armas, había embotado la combatividad de los
soldados del Gran Rey y, como escribe Arriano, el miedo empezaba a enseñorearse
de su ánimo.
La
batalla de Gaugamela estaba a punto de empezar. Los historiadores la llamaron
más tarde «batalla de Arbela», por el nombre de la ciudad situada a poco menos
de un centenar de kilómetros al sudeste de la llanura donde tuvo lugar el
famoso combate (es la actual ciudad de Arbil o Erbil, en Irak). El relato más
preciso y documentado de esta batalla es el de Arriano (III, 11-15), que es el
que seguimos, completándolo con el de Diodoro de Sicilia (XVII, 57-61); las
consideraciones de Plutarco (Vida de Alejandro,
LXI-LXII) son más literarias.
Arriano
nos describe larga y minuciosamente las disposiciones de los dos ejércitos.
Sorprende ante todo el carácter eminentemente cosmopolita del ejército de
Darío, que cuenta veintiséis nacionalidades de combatientes además de los
persas (bactrianos, escitas, medos, partos, etc.), mientras que el ejército de
Alejandro está formado principalmente por macedonios (los infantes de la
falange y la caballería de los Compañeros de Macedonia, dividida en
escuadrones), aumentada con unidades aliadas (griegos y tesalios
esencialmente). A primera vista, el combate se presenta desigual: con un millón
de infantes, 40.000 jinetes, sus carros de hoces y sus elefantes venidos de
India, el Goliat persa parece que tiene que destrozar en un abrir y cerrar de
ojos al David macedonio. No obstante, ese Goliat era un monstruo cuyos
movimientos eran imposibles de coordinar en la práctica: varios cientos de
metros, incluso kilómetros, separaban a Darío de sus distintos generales, lo
que desde luego no facilitaba la transmisión de las órdenes del Gran Rey.
Ambos
ejércitos se acercaban ahora el uno al otro. Sus soldados, lo mismo que sus
enemigos, podían distinguir, incluso desde lejos, el penacho de plumas blanco
de Alejandro y seguir sus movimientos. Avanzaba apoyándose en su derecha y los
persas, que iban a su encuentro, trataban de desbordarlo por su izquierda, para
intentar rodear su ala derecha; de suerte que, cuanto más avanzaba Alejandro,
más se echaba el ala derecha de Darío hacia la izquierda, donde el terreno —más
accidentado que en el centro— volvía inutilizables sus carros.
Darío
se dio cuenta y ordenó a las formaciones de cabeza de su ala izquierda (los
jinetes bactrianos, escitas y árabes) no desviarse hacia ese lado y rodear el
ala derecha enemiga. Al verlo, Alejandro transmite a la caballería de sus
aliados griegos (que estaba en retaguardia) la orden de cargar contra la
caballería del ala izquierda persa: ésta retrocedió primero, luego contraatacó,
Alejandro lanzó una nueva carga y se entabló un verdadero combate de
caballería, caballo contra caballo, jinete contra jinete, particularmente
sangriento por ambas partes, en el que Darío tenía una ventaja numérica
aplastante. Fue entonces cuando el Gran Rey, que tal vez tenía la victoria al
alcance de la mano, cometió una falta táctica grave: lanzó sus doscientos
carros de hoces (que estaban en su ala derecha) contra el ejército macedonio,
para sembrar la confusión en sus filas. Pero el resultado no fue el esperado
porque, cuando los carros se lanzaron hacia adelante, fueron acribillados con
flechas y dardos por los arqueros y lanzadores de jabalinas del ejército de
Alejandro, que habían tomado posiciones delante del Escuadrón Real, en primera
línea a la derecha; los conductores de carros, heridos, fueron arrancados de
sus asientos por los tiradores que, apoderándose de las riendas, volvieron los
caballos contra la caballería persa, cortando con las hoces a sus caballos y
matando a los jinetes.
Darío
no tenía más carros y había perdido una buena parte de sus jinetes, heridos de
muerte. Cambia entonces de táctica y ordena a sus tropas atacar a lo ancho del
frente, a lo que Alejandro replica ordenando a sus tropas cargar contra la
primera línea persa y, penetrando él mismo en las filas de ésta, llega hasta el
carro de Darío mientras la falange macedonia, gigantesca tortuga de hierro y
bronce erizada de sansas, zarandea a los persas y los demás bárbaros.
La
situación le pareció terrorífica a Darío, que, desde hacía largo rato, estaba
muerto de miedo. Su guardia personal se encontraba diezmada, su carro, con las
ruedas hundidas entre montañas de cadáveres, ya no podía avanzar ni retroceder;
hubo de abandonarlo, saltó sobre un burro y huyó a rienda suelta hacia la
ciudad de Arbela, que se encontraba a un centenar de kilómetros del campo de
batalla. Su caballería le pisaba los talones, perseguida por la caballería
macedonia: la derrota de los persas era total.
Sin
embargo, el combate no había terminado. Alejandro y la caballería de los
Compañeros de Macedonia atraparon a los fugitivos, que fueron masacrados,
mientras el resto del ejército macedonio y sobre todo su ala izquierda, que aún
no había entrado en combate, tuvo que hacer frente al ala derecha de los persas
(la caballería armenia y capadocia, los indios con sus elefantes, etc.). Ésta
había hundido el centro de las líneas macedonias y rodeaba su ala izquierda,
mandada por Parmenión. La situación se volvía crítica debido a la enorme
superioridad numérica de los bárbaros y Parmenión envió un mensajero que,
arrastrándose por el suelo, llegó hasta Alejandro para pedirle ayuda.
Cuando
le llevó el mensaje, el rey, renunciando de mala gana a perseguir a Darío y a
sus tropas, dio media vuelta con toda su caballería y se dirigió al galope
hacia el campo de Gaugamela. Allí se libró un nuevo combate de caballería, el
más encarnizado de toda la batalla según Arriano, enfrentando a los persas, los
partos y los indios con los macedonios. Los dos adversarios luchaban realmente
codo con codo, y ya no se trataba de tiros de jabalina o de maniobras de rodeo:
se entabló un terrible combate cuerpo a cuerpo, en el que cada uno combatía no
por la victoria de su campo, sino para salvar su propia vida. En última
instancia fue Alejandro quien obtuvo la victoria a pesar del número. Los
bárbaros huyeron hacia el este en una galopada frenética, perseguidos por los
helenos; consiguieron franquear el Lico, un afluente del Tigris (el actual Gran
Zab) y reunirse con el Gran Rey en Arbela.
También
Alejandro pasó el Lico, asentó en sus orillas un campamento provisional, a fin
de que sus hombres y sus caballos tomasen un respiro, y luego, llegada la
noche, partió hacia Arbela para tratar de apoderarse de Darío. Pero como era
previsible, Darío no le había esperado y, cuando los jinetes macedonios
entraron en la ciudad, el 2 o el 3 de octubre de 331 a .C, el Gran Rey, que
había dejado a sus espaldas armas y bagajes e incluso el voluminoso tesoro real
(varias toneladas de oro), ya se había adentrado en los montes Zagros y huía
hacia Media. Lo acompañaban en su fuga su parentela y unos dos mil mercenarios
extranjeros.
El
macedonio había obtenido una victoria total. Le había costado, según Arriano,
un centenar de hombres —en su mayoría Compañeros— y más de mil caballos, pero
en el campo de Gaugamela quedaron, según el mismo autor, unos trescientos mil
cadáveres bárbaros. Queda por saber lo que vale esta estimación...
2. Conquista
de Babilonia y Susiana
La
derrota de los persas en Gaugamela marca el final del poderío militar de Darío,
pero no el de su poder político: el Aqueménida, que sigue vivo y libre,
continúa siendo el rey de reyes de Asia, y Alejandro no es más que el rey de
Macedonia, provisionalmente estratego en jefe de la Liga panhelénica. No es
inverosímil que, después de pasar una noche en Arbela, haya pensado en
perseguir al Gran Rey para obligarle a cederle su corona; pero no podía hacer
pasar su ejército, con sus animales y sus carros, por los estrechos senderos de
las montañas armenias. Además, el envite de la guerra era evidentemente las
grandes capitales del Imperio, Babilonia, Susa, Persépolis y Pasagarda:
Alejandro podía dejar para más tarde la captura de Darío. Por lo tanto, no lo
dudó mucho y, sin más tardanza y a galope tendido, se dirigió hacia Babilonia,
que se encontraba a unos 260
kilómetros al sur de Arbela.
Necesitó
cerca de dos semanas para llegar a la vista de la legendaria ciudad que, desde
hacía dos siglos, servía de capital de invierno a los soberanos aqueménidas.
Mientras cabalgaba, Alejandro veía acudir cada día hacia él a los grandes de
Persia que, abandonando a su soberano vencido a su triste destino, se unían al
nuevo dueño de Asia, lo mismo que habían hecho los sátrapas y los dignatarios
persas en Tiro, Gaza y Menfis. Lo mismo ocurrió en Babilonia, la ciudad de las
cien puertas de bronce, donde se había refugiado el general persa Maceo, que
había sido uno de sus más valerosos adversarios en Gaugamela. El hombre había
comprendido que Asia estaba a punto de cambiar de manos y, cuando en los
últimos días de octubre de 331
a .C, el ejército macedonio tomó posiciones delante de
las enormes murallas de la ciudad, cuyo perímetro tenía noventa kilómetros,
aconsejó a los habitantes entregar la ciudad a Alejandro sin resistencia.
El
macedonio vio, pues, salir a recibirle a la población de Babilonia, con Maceo
al frente, acompañado de los sacerdotes y magistrados de la ciudad, con
vestimenta de ceremonia. Los babilonios se habían puesto sus ropas de fiesta y
cada grupo de ciudadanos le llevaba un regalo, unos guirnaldas de flores, otros
un cordero destinado a ser inmolado. Todos acogían al macedonio como al
guerrero que liberaría su ciudad del yugo de los Grandes Reyes persas: ¿no
había desmantelado Darío I el Grande sus legendarias fortificaciones? ¿No había
robado su hijo, Jerjes, la estatua de oro de Bel, su dios tutelar, creador del
cielo y de la Tierra, de los hombres y los animales, y abatido su templo? ¿Y no
habían sido trasladados todos los tesoros de Babilonia a Pasagarda, a Susa y
Parsa (Persépolis para los griegos) por los soberanos aqueménidas?
Así
fue como Alejandro, de pie en su carro como un triunfador, y no montado sobre
Bucéfalo como un conquistador, entró en Babilonia por la más hermosa de sus
puertas, la que daba a la orilla izquierda del Eufrates. Las calles de la
ciudad estaban sembradas de flores, el aire tibio del otoño estaba cargado de
perfumes e incienso y una multitud numerosa y cosmopolita de babilonios,
cierto, pero también de armenios, árabes, sirios, persas, indios —reconocibles
por sus ropajes y su aspecto—, acompañó su carro hasta el atrio del palacio
real. El macedonio pasó, deslumbrado, ante los famosos monumentos de Babilonia:
sus murallas, los jardines colgantes de la reina asiria Samuramat (Semíramis
para los griegos), la torre cuadrada del templo de Bel y las ruinas de los
demás templos, destruidos por los persas. Finalmente llegó al palacio del Gran
Rey y se proclamó «nuevo rey de Babilonia».
Alejandro
pasó treinta y cuatro días en Babilonia, donde sus soldados saborearon los
placeres de un reposo bien merecido, descubriendo maravillados las tabernas y
los lupanares de esta ciudad que les parecía concebida para el placer (Quinto
Curcio escribe, con el hipócrita moralismo romano, que «se revolcaron en los
vicios de esta ciudad perversa»), mientras su jefe trataba de reconciliarse con
los grandes de Persia a los que había combatido, pero también de acoger en las
filas de la nobleza macedonia a los señores babilonios, mantenidos desde hacía
cinco siglos lejos del poder y de las dignidades por los conquistadores persas.
El vencedor se mostró respetuoso con la religión y las costumbres de Babilonia,
ordenando que los templos de Bel (dios de la tierra y dios local de Babilonia
bajo el nombre de Marduk), de Anu (dios del cielo), de Ea (diosa de las aguas),
de Shamash (dios del sol) y de las restantes divinidades fuesen reconstruidos.
A Marduk —conocido por los griegos bajo su nombre de Zeus-Belos y a quien
Alejandro identificaba con su padre místico Zeus-Amón— le ofreció suntuosos
sacrificios y prometió a los sacerdotes dones considerables en oro: el oro de
Darío, por supuesto.
En
el plano político y administrativo actuó con Babilonia como había hecho en
Egipto y Asia Menor: Maceo fue confirmado en sus funciones de sátrapa, e
incluso recibió el privilegio de acuñar moneda para ayudar al renacimiento del
comercio babilonio, pero le dio como adjunto al compañero Apolodoro, oriundo de
Anfípolis, como recaudador, tesorero y jefe de la guarnición macedonia que
instala en la ciudad. También organiza la relación militar entre Babilonia,
Siria, Fenicia y Cilicia, y pone las fuerzas armadas de la región bajo el mando
de un jefe único (macedonio), Menes, oriundo de Pela. Su principal papel será
asegurar el paso de las caravanas y los convoyes que a menudo son atacados por
beduinos saqueadores entre Babilonia y las costas del mar Mediterráneo.
Alejandro
tampoco olvidó a los griegos de Europa. Les hizo saber que los había liberado
para siempre de la amenaza de Persia y que la cruzada panhelénica lanzada en
otro tiempo por su padre, Filipo II, acababa de concluir con victoria. Sus
mensajes y la forma en que había ideado la reorganización del Imperio persa que
se disgregaba causaron profunda impresión en los griegos y los persas: los
primeros comprendieron, con cierta amargura, que el rey de Macedonia estaba
aboliendo la gran distinción entre helenos y bárbaros —de la que estaban tan
orgullosos—; los segundos, que tenían mucho que ganar sometiéndose al macedonio
sin segundas intenciones.
No
obstante, el Conquistador se daba cuenta mejor que nadie de que el asunto no
estaba zanjado todavía. Los territorios que había conquistado o reconquistado
sobre Darío no eran tierras persas, y si los pueblos que las ocupaban
—fenicios, egipcios, babilonios— le habían acogido con tanta alegría, era
simplemente porque a sus ojos era el liberador. El proyecto que confusamente
maduraba en su cabeza de construir un imperio unificado heleno-persa, del que
por otro lado no medía la amplitud ni la viabilidad, exigía someter al país de
los persas —el actual Irán— y poner fin a la existencia política del imperio de
los Aqueménidas. Para ello debía apoderarse de Susa, la capital histórica de
los Aqueménidas y, a principios del mes de diciembre de 331 a .C, partió hacia
Susiana.
Susa,
situada a unos 240 kilómetros al noroeste del golfo Pérsico, era una ciudad más
antigua aún que Babilonia. Había sido creada tres mil años antes, en el
emplazamiento de la actual Shush, cerca de Dizful, en Irán, por montañeses
procedentes del Zagros, los elamitas, un pueblo que había desaparecido hacía
siglos. Darío I la había convertido en una de las capitales de su Imperio en
los alrededores del año 500 a.C.
A
decir verdad, para Alejandro Babilonia no había sido más que una etapa. Desde
Gaugamela, no pensaba más que en Susa y, la noche misma de su victoria, había
enviado a un hombre de su confianza, Filóxeno, para tomar posesión de los
tesoros amasados por los reyes de Persia y organizar la rendición pacífica de
la ciudad. Estaba confiado, por tanto, cuando abandonó Babilonia y llegó sin
problemas a la vista de Susa tras unos veinte días de marcha. A su encuentro
salieron Oxatres, hijo de Abulites, sátrapa de Susa, y un emisario de Filóxeno.
El primero le llevaba la rendición oficial de la ciudad; el segundo, una carta de
su colaborador en que le informaba de que había entrado en Susa sin derramar
una gota de sangre, que el tesoro real estaba a su disposición, intacto, y que
todo estaba dispuesto en la capital persa para recibirle fastuosamente.
Lo
mismo que en Babilonia, el sátrapa Abulites, los sacerdotes y los dignatarios
de la ciudad salieron al encuentro de Alejandro para recibirle más como a
libertador que como conquistador. El rey entró en la ciudad, que había abierto
para él todas sus puertas, bajo las flores y las aclamaciones.
Luego
Filóxeno lo condujo hasta el palacio real, donde el rey de Macedonia debía
tomar oficialmente posesión del trono y el tesoro de los reyes de Persia.
Llegado ante el asiento real, se sentó en él, pero una vez sentado constató que
el trono era demasiado alto: Darío no era sólo un hombre de altísima estatura,
sino que además, en virtud de una tradición religiosa persa, los pies del Gran
Rey nunca debían pisar el suelo cuando estaba sentado: sus pajes disponían
entonces un taburete de oro bajo sus pies. Alejandro, claramente de menor
estatura que Darío, estaba pues sentado con las piernas colgando, en una
posición algo ridicula. Al verlo uno de los pajes le llevó una mesita de oro
que había en la sala y la colocó bajo sus pies. Como se adaptaba perfectamente,
Alejandro le felicitó. Pero entre los dignatarios persas que lo rodeaban, de
pie junto al trono, un eunuco, turbado por aquel espectáculo, se echó a llorar.
—¿Qué
has visto que te haga llorar así? —le preguntó Alejandro.
El
eunuco le respondió:
—La
mesita que han colocado bajo tus pies no es otra que aquella en que Darío, mi
amo, solía tomar sus comidas, tumbado en su diván, y ahora veo el mueble que
más estimaba él bajo los pies de un nuevo amo y eso me hace llorar, porque yo
amaba a Darío.
Alejandro
comprendió de repente que el hecho de sentarse en el trono en lugar de Darío
era el signo del cambio radical que se había producido en el Imperio persa, y
que su gesto tenía algo excesivamente arrogante. Llamó al paje que había
colocado la mesita bajo sus pies y le ordenó retirarla. Pero uno de sus
Compañeros que sé encontraba a su lado, un tal Filotas, le dijo:
—Tu
gesto no tiene nada de arrogante, porque no has sido tú quien ha ordenado que
te pongan la mesita de oro bajo los pies. Procede de la Providencia o la
voluntad de algún genio bueno. Considera un feliz presagio tener bajo tus pies
la mesita que servía a tu enemigo.
Supersticioso
como era, Alejandro ordenó no tocar la mesa y sin duda apoyó con más fuerza sus
pies en ella.
Cumplidas
estas formalidades, Alejandro tomó posesión del tesoro de Darío: 50.000
talentos de plata (1 talento equivalía a 26 kilos), el suntuoso mobiliario real
y los numerosos objetos de arte que Jerjes se había llevado de Atenas en 480
a.C, durante la segunda guerra Médica.
En
el lote había sobre todo dos estatuas de bronce, sin gran valor monetario, pero
particularmente estimadas por los atenienses, las de dos jóvenes nobles,
Harmodio y Aristogitón, que en otro tiempo (511 a .C.) habían puesto fin a
la tiranía de Pisístrato y de sus hijos Hipias e Hiparco, apuñalando a este
último. Estos dos jóvenes, que mediante un acto absolutamente antidemocrático
habían permitido el restablecimiento de la democracia, habían pagado con su
vida la causa del pueblo, y fueron presentados luego como mártires de la
libertad. Alejandro, que era no sólo un buen guerrero, sino también un perfecto
manipulador de las opiniones, hizo enviar de inmediato las dos estatuas a
Atenas, esperando, con este gesto simbólico, mantener a los atenienses en el
recto camino de la cruzada panhelénica que había emprendido.
En
cuanto a los 50.000 talentos de plata, hizo un uso prudente. Una parte sirvió
para distribuir primas importantes a los Compañeros y a los soldados de su
ejército, que se habían visto privados de botín, porque la ciudad de Susa había
sido decretada «ciudad liberada» y no «ciudad conquistada» (por lo que no podía
ser objeto de pillaje). Otra parte (3.000 talentos, nos dice Arriano) fue
confiada a uno de los Compañeros de la Guardia Real, Menes, al que nombró
gobernador de las satrapías de Siria, Fenicia y Cilicia, y que se encargó de
hacerlos llegar al general Antípatro, regente de Macedonia, a fin de que este
último tomase las disposiciones necesarias para reducir la resistencia de Esparta
a la hegemonía macedonia en Occidente.
Al
actuar en Susa como había actuado en Babilonia, Alejandro confirmó al sátrapa
persa Abulites en sus funciones, nombró como adjunto a un Compañero de
Macedonia, Mázaro, como comandante de la guarnición de la ciudadela, y a otro,
al general Arquelao, como jefe militar de Susiana. Luego volvió su atención
hacia el destino de la reina madre, Sisigambis, a la que profesaba un verdadero
afecto, y hacia el de los hijos de Darío, que seguían al ejército macedonio
desde Isos en carros. Les anunció que su infortunio tocaba a su fin y los
instaló, para mayor alegría suya, en el suntuoso palacio de invierno de Darío,
con una numerosa servidumbre y los miramientos debidos a su rango. Por último,
preocupado de helenizar a los persas, consideró que el ejemplo debía proceder
de la corte, y mandó traer profesores de lengua griega para las hijas y el hijo
de Darío.
En
las intenciones de Alejandro no figuraba la de eternizarse en Susa, pero tenía
que adornar con alguna solemnidad la caída pacífica de la misma. Así pues,
ofreció sacrificios públicos a los dioses, organizó una carrera de antorchas y
un gran concurso gimnástico y se dispuso a partir en campaña otra vez. En esta
ocasión, ya no se trataba de liberar ciudades del yugo persa, sino de
conquistar un imperio. Al este de una línea que iba desde los montes de Armenia
hasta la entrada del golfo Pérsico, que en cierto modo constituía la frontera
natural de los territorios asiáticos caídos en sus manos, se extendía el
verdadero dominio persa que Alejandro aspiraba ahora a conquistar: Uxia, Media,
la Persia
iraní (la Pérside ),
Partía, Carmania; y, más al este todavía, territorios desconocidos de los
griegos, pero cuyos nombres había oído pronunciar sin duda a los sátrapas y los
generales persas que había sometido: Gedrosia, Aracosia, Bactriana, Sogdiana,
India. Poco a poco, Alejandro, el unificador de los helenos, el liberador de
los griegos de Asia, el cruzado panhelénico, se convertía en un nuevo guerrero
al que nada ni nadie parecía poder detener: se convertía en Alejandro el
Conquistador.
Antes
de partir hacia ese nuevo destino, el macedonio completó sus efectivos con
tropas traídas de Macedonia por Amintas, hijo de Andrómeno (15.000 hombres
según Quinto Curdo; los infantes fueron repartidos por etnias y los jinetes
reforzaron la caballería de los Compañeros de Macedonia).
Alejandro
salió de Susa en el mes de enero del año 330 a.C. Se dirigió hacia el sudeste,
hacia el país de los uxios, que debía cruzar para alcanzar las otras dos grandes
capitales persas: Parsa, que los griegos llamaron Persépolis, y Pasagarda. La
suerte estaba echada: Alejandro y sus hombres iban a vivir una fabulosa
anábasis.
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