La guerra fue en Grecia un factor
casi constitutivo de la forma de vida de los habitantes de la pólis. Guerras defensivas, que servían
tanto para proteger de los vecinos los valles ricos en cereales como las áreas
elevadas donde podía pastar el ganado y de donde se obtenían recursos, como la
leña, imprescindibles para la vida o guerras ofensivas mediante las cuales se
trataba de arrebatar al vecino todo aquello que uno mismo protegía en su
territorio. Además, y dado el predominio de los grupos aristocráticos en los
primeros siglos de la pólis, la
guerra era un medio ideal para que estos individuos destacasen en el combate y,
así, hiciesen gala de sus destrezas y habilidades, que servían para justificar,
junto con el nacimiento, el ejercicio del poder.
Los primeros testimonios que
poseemos de la guerra en la Grecia arcaica, más allá de hallazgos de elementos
de armamento enterrados con sus dueños en las tumbas, vienen recogidos en los
poemas homéricos y, de forma especial, en la Ilíada. La Ilíada es un
poema bélico, que narra unas cuantas semanas de la guerra que los aqueos
mantienen contra Troya; es algo aceptado hoy día que, debido al peso de la
tradición oral en el proceso de formación de los poemas, el mundo al que alude
la ficción poética que describe la acción remite al siglo VIII, en especial a
su segunda mitad. Por consiguiente la Ilíada
puede servirnos para comprender parte del sistema de valores, ansiedades y
aspiraciones, de los aristócratas griegos de ese momento, en tensión permanente
entre un mundo, como es el de la pólis,
en plena vitalidad, y las referencias constantes a un mundo pasado, imaginado
por los poetas, pero que aportaba un aura de legitimidad a las aspiraciones de
esa misma aristocracia.
La clase de guerra que describe
la Ilíada es del tipo caballeresco;
en ella importa sólo el duelo que los héroes, reyes y príncipes mantienen entre
sí para arrebatarle la vida a su enemigo y, con ella, sus bienes más preciosos,
sus armas con las que jactarse delante de sus iguales e inferiores al tiempo
que atemorizan a los compañeros del enemigo caído. El poeta se recrea en los
pormenores de los combates sin ahorrar ningún detalle por escabroso que sea porque
la recreación de la violencia ejercida en la lucha sirve para resaltar el valor
y las virtudes (areté) del
combatiente; ya en la Ilíada, sin
embargo, se mencionan en ocasiones los combates que mantiene el resto del
ejército, en formaciones masivas, aun cuando dichos enfrentamientos no resultan
decisivos en absoluto; son una especie de decorado sobre el que colocar los
combates que le importan al poeta y a su público, los de los héroes.
A pesar de ese trasfondo heroico
que los poemas homéricos recrean, da la impresión de que a lo largo del siglo
VIII, cuando el mundo griego entra en una nueva dinámica histórica que acelera
los cambios internos y que determina la aparición del fenómeno colonizador,
cada vez son más numerosos los peones que acuden al combate, armados cada uno
como puede, acompañando y sirviendo de escolta a los aristócratas a caballo.
Los combates serían así una mezcla de duelos entre aristócratas y luchas entre
infantes, en donde el uso de armas arrojadizas (flechas, piedras lanzadas con hondas)
podía introducir variables inesperadas. Los nobles acuden al combate con un
armamento cada vez más sofisticado, incluyendo cascos de bronce y armaduras que
les dan seguridad al tiempo que les restan movilidad, aun cuando el disponer de
caballo, siquiera en las fases preliminares y finales del combate, podría
significar una cierta ventaja. Pero según vamos llegando al final del siglo
VIII y nos adentramos en el VII, se va sintiendo la necesidad de cambios
profundos en el modo de combate. Será la época del hoplita.
El hoplita es, literalmente, el
individuo que lleva armas (hopla, en
griego), aunque designa en la práctica a un tipo de soldado de infantería
pesada armado de forma cada vez más regular y encuadrado en unidades, llamadas
falanges, que serán las que aprovechen de forma más eficaz los límites y las
ventajas de este tipo de armamento. El hoplita dispondrá de armamento defensivo
y ofensivo, que pasaremos a describir a continuación. Empezando por el
armamento defensivo, puede decirse que el hoplita iba casi por completo
acorazado. Su cabeza se cubría con un casco de bronce (kranos) del que se conocen tipologías diversas, coronado por una
cimera (lophos) con penacho; el pecho
se cubría con una coraza (thorax) que
en los momentos más antiguos era de bronce y doble, cubriendo pecho y espalda,
y llegaba por debajo de la cintura, aunque con el paso del tiempo se fue
simplificando, pasando a cubrir sólo el pecho y realizándose con otros
materiales como cuero o lino; de la coraza colgaban unos flecos de cuero (pteryges) para proteger el bajo vientre.
Las piernas se cubrían con grebas o espinilleras (knemides) que iban desde el pie hasta la rodilla. Entre las armas
ofensivas destacaba, sobre todo, la lanza o pica (dory), de cerca de dos
metros de longitud, con punta y regatón, que el hoplita solía llevar en número
de dos y con la que se trataba de herir al enemigo en los huecos que su
armamento defensivo dejara al descubierto; el armamento ofensivo podía
completarse con una espada corta y recta (xiphos)
con filo y punta, a la que se recurría como último recurso cuando las lanzas
habían quedado inutilizadas en el fragor del combate.
Una de las armas clave del
hoplita, a medio camino entre lo ofensivo y lo defensivo, era el escudo (aspis); éste era de forma circular, de
cerca de un metro de diámetro, cóncavo y de madera, aunque recubierto en el
exterior por una placa de bronce, que era también un espacio excelente para que
el guerrero colocara allí símbolos alusivos a la familia a la que pertenecía o,
en algunos casos, a la ciudad por la que luchaba. Este gran escudo, debido a su
peso (entre siete y ocho kilogramos) necesitaba varios puntos de apoyo: en
primer lugar, una abrazadera (porpax)
ubicada en el centro del escudo, por su parte interior, que se encajaba en el
antebrazo izquierdo y un asa (antilabe)
justo en el borde para asirla con el puño izquierdo; el tercer elemento de
apoyo era el hombro izquierdo del hoplita, que aprovechaba la concavidad del
mismo y su borde extendido para sopor-tar su peso, en especial durante el
combate. El tamaño del escudo permitía que sólo la cabeza y las piernas a la
altura de las rodillas sobresalieran del mismo.
El peso del armamento completo
del hoplita podía oscilar entre veinticinco y treinta kilogramos, lo que
limitaba su movilidad y obligaba a desarrollar un tipo de combate adaptado a
dicho armamento. Tanto las fuentes literarias como las iconográficas nos
muestran cómo a lo largo del siglo VII se va perfeccionando el sistema de
combate que convertirá a los hoplitas griegos en los amos indiscutibles de los
campos de batalla desde ese momento hasta el final del siglo IV cuando las
innovaciones que introdujo Filipo II de Macedonia convirtieron a los falangitas
macedonios en la nueva fuerza hegemónica. El hoplita tenía que combatir en una
formación que aprovechara la pesadez del armamento y que, al tiempo, le
exigiera una movilidad limitada. Esta formación recibió el nombre de falange y
en ella formaban los hoplitas presentando un frente variable, dependiendo del
número de combatientes, y procurando mantener un fondo de ocho soldados; el
peso del escudo, como veíamos atrás, no permitía una gran movilidad del mismo,
por lo que el combatiente tendía a mantener el puño izquierdo próximo al centro
de su pecho, lo que le dejaba al descubierto la parte derecha del mismo
mientras que la parte izquierda quedaba de sobra cubierta por el escudo propio;
sin embargo, este inconveniente era paliado merced a la propia formación,
gracias a la cual el compañero que combatía a su derecha le cubría la parte
derecha de su cuerpo con el escudo. Mientras la formación permaneciese sólida,
el combatiente individual gozaba de una mayor protección.
Formadas las falanges enemigas en
el campo de batalla, iniciaban el combate las tropas ligeras, honderos, arqueros
y caballería ligera que pretendía hostigar al enemigo con el fin de debilitar
su avance y desbaratar, en lo posible, su línea. Acompañados de música y
envalentonados con el canto de himnos guerreros (peanes), las primeras líneas levantaban sus lanzas por encima de
sus cabezas con las puntas ligeramente dirigidas hacia abajo; en los últimos
metros de la aproximación se solía iniciar una carrera, por fuerza no muy larga
habida cuenta del peso que soportaba cada hoplita, pero necesaria para que el impacto
contra el enemigo fuese lo más contundente posible. En el momento del choque,
el escudo se convertía en un ariete y en una defensa, tras la cual el hoplita
empujaba o se refugiaba mientras que con la lanza intentaba herir al contrario
en el cuello o, una vez rota la lanza, con sus restos o con la espada, en el
bajo vientre. Algunos poetas líricos del siglo VII, como Calino o Tirteo,
recogen en sus versos la tensión que se vive cuando se va a iniciar el combate;
como asegura Tirteo (frag. 19 West), "terrible será el ruido producido por
unos y otros, protegidos por los redondos escudos, que golpearán contra los
escudos".
Iniciado el combate, poco lugar
quedaba para la estrategia; cada falange, conducida por el ala derecha, trataba
de sobrepasar a la falange enemiga por el flanco derecho, que era el más
desprotegido; los combatientes de las filas delanteras, empujados por los de
las últimas filas, presionaban contra los enemigos y la disciplina era la que
garantizaba que los caídos fuesen sustituidos por los que se hallaban tras
ellos. La situación podía permanecer indecisa durante algún tiempo, unas
cuantas horas a lo sumo, hasta que una de las falanges empezaba a ceder, bien
por su mayor debilidad, su menor preparación o, al fin, porque cundía el pánico
entre sus filas y los soldados de las filas posteriores empezaban a vacilar y
terminaban dándose a la fuga, arrojando su escudo para poder correr con mayor
rapidez. Ello debilitaba a las filas delanteras, que en medio del combate no
acertaban a comprender lo que ocurría pero que, faltos del empuje de sus
compañeros huidos acababan sucumbiendo. Los vencedores, apoyados por la
infantería ligera y por la caballería, insustituibles a la hora de perseguir a
los fugitivos, iban dando caza a los fugados alanceándolos por la espalda o
tomándolos cautivos para, en su momento, pedir un rescate por ellos. Tras la
batalla sólo quedaba esperar que los vencidos solicitasen una tregua para
recoger a sus muertos, una vez despojados por los vencedores de todo cuanto de
valor llevasen encima, que erigían en el mismo lugar del combate un trofeo para
apaciguar a los espíritus de los muertos y neutralizar su ira.
El sistema hoplítico requería la
participación de todos aquellos ciudadanos capaces de sufragarse el costoso
equipo necesario y, desde un punto de vista político, representaba la
implicación de toda la comunidad de ciudadanos en la defensa colectiva de la pólis; era un triunfo de una
colectividad que se sentía solidaria del destino de la pólis frente a la excluyente aristocracia que en los primeros
momentos de la misma había asumido, casi en exclusiva, la defensa. Sin duda
esto produce un importante cambio ideológico en las póleis arcaicas puesto que las mismas habían surgido obedeciendo
sobre todo a los intereses de los círculos dirigentes que habían visto en su
unidad una salvaguarda de sus intereses políticos y económicos y que se habían
reservado el monopolio de la justicia y de la defensa. La creciente implicación
de los campesinos libres en las tareas militares les hará cada vez más
conscientes de su fuerza y afianzará unos vínculos de solidaridad con la pólis por la que están dispuestos a
dejar la vida. Los hoplitas lucharán codo con codo con sus vecinos, con sus
parientes y con sus amigos y eso inculcará en ellos un sentimiento de
colectividad muy interesante, que con el tiempo dará lugar también a cambios
políticos.
Formaba parte de la lógica de la pólis griega que a mayor participación
en las tareas militares mayor debía ser la responsabilidad política; ésta era
una de las bases sobre la que la aristocracia había cimentado su poder en los
primeros momentos de la pólis. Una
vez que varios centenares de ciudadanos asumen de forma colectiva estas tareas
militares el papel de la aristocracia queda en entredicho y ello dará lugar a
diversos conflictos internos dentro de las póleis,
tendentes a conseguir para la ciudadanía el reconocimiento de sus derechos
políticos. La lucha no será fácil y aún tardarán las póleis largo tiempo en llegar a una paz social que contente a las
diversas partes enfrentadas.
Por lo que se refiere a los
aristócratas, la pérdida del papel exclusivo que habían desempeñado en las
tareas de defensa de la comunidad tendrá interesantes consecuencias en otros
campos. Puesto que la guerra ya no es un monopolio aristocrático, será
necesario buscar otros campos en los que poner de relieve la areté propia. El principal medio vendrá
representado por las competiciones atléticas, sobre todo las centradas en torno
al santuario de Zeus en Olimpia. Según los cómputos cronológicos griegos, los
juegos Olímpicos se habrían establecido hacia el año 776 pero da la impresión
de que, si esta fecha es cierta, en esos momentos el festival y los juegos
serían de ámbito local. Habrá que esperar a los momentos finales del siglo VIII
y a los inicios del VII para que el santuario olímpico empiece a convertirse en
un lugar de reunión y competición de las élites de buena parte de Grecia,
incluyendo también las áreas coloniales.
Todo ello coincide en el tiempo
con el tránsito de los modos de combate heroicos al combate hoplítico con la
consiguiente transformación del papel agonal de los aristócra tas. Las
competiciones físicas que tenían lugar en los juegos permitían a los nobles
medirse con sus iguales, demostrar sus cualidades y ver reconocida su areté puesto que allí seguían actuando
como individuos. En la falange hoplítica predominaba el anonimato de la masa y
el papel del individuo quedaba subsumido dentro de la compacta falange en la
que se desdibujaba la personalidad de cada uno en beneficio de la cohesión de
la formación. La participación en la caballería, por su parte, no era demasiado
gloriosa puesto que su papel en la batalla era irrelevante y su acción sólo se
dejaba sentir de forma secundaria durante el desarrollo del combate quedándoles
a los jinetes tan sólo el dudoso honor de perseguir a los derrotados y
alancearles por la espalda. Con los juegos atlé- ticos, primero los Olímpicos
pero más adelante completados con el circuito de los Píti- cos, los Ístmicos y
los Nemeos, los aristócratas pudieron seguir manteniendo vivo ese espíritu de
competición física que había sido, desde los orígenes de la pólis, una de las justificaciones de su
poder. Al mismo tiempo, los ciudadanos no aristócratas reafirmaban su vínculo
con la pólis mediante su
participación en el ejército hoplítico; y este vínculo implicaba, ni más ni
menos, que la pólis iba a convertirse
para ellos en la institución que acabarían transformando para que defendiera
sus intereses, aunque para ello tuviesen que ponerla en ocasiones casi al borde
de su desaparición.
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