Junto a las grandes ciudades de
Grecia, cuyas historias jalonan la época arcaica y la clásica, habría que
destacar como de gran importancia algunas de las que se fundaron fuera del
ámbito geográfico egeo; de todas ellas, no cabe duda, la más significativa fue
Siracusa, que ya a partir del final del Arcaísmo conoció un crecimiento
sustancial y que durante toda la época arcaica y buena parte de la helenística
marcó una dinámica histórica propia en todo el Occidente griego. Todavía
Cicerón, en el siglo I, consideraba a Siracusa "la mayor de las ciudades
griegas y la más bella de todas" (Cic., Verr., 2.4.52).
La ciudad de Siracusa fue fundada
en la península de Ortigia hacia 733 por colonos procedentes de Corinto,
dirigidos por Arquias, un miembro de la familia de los Baquía- das, que a la
sazón ejercía el poder allí. En aquella época, y frente a lo que se pensaba
hasta no hace demasiado tiempo, Ortigia no era una isla, sino una península
unida a la costa por un estrecho istmo, a cuyos lados se abrían sendas bahías,
aptas para ser utilizadas como puerto: al este el puerto pequeño o Laquio y al
oeste el Gran Puerto; una serie de marismas y zonas inundadas daban a ese
territorio un aspecto muy diferente del actual. En la península había
abundancia de agua porque allí fluía un manantial, la fuente Aretusa, que fue
pronto divinizada por los griegos. En Ortigia se han hallado restos de unas
cabañas que estaban ocupadas por los indígenas y que fueron desmanteladas a
fines del siglo VIII, algunas coincidiendo con el establecimiento griego pero
otras más adelante.
Los colonos corintios
establecieron un trazado urbano regular consistente en una serie de largas
calles rectilíneas que seguían más o menos un trazado norte-sur acomodándose a
la topografía de Ortigia; estas calles eran atravesadas por otras que se
cruzaban en ángulo recto definiendo una trama urbana bastante densa; la calle
principal que atravesaba Ortigia de norte a sur se prolongaba en tierra firme,
siendo el principal eje viario de la ciudad hasta época romana. Dentro de las
manzanas delimitadas se alzaban las viviendas que, durante las primeras
generaciones, eran poco más que pequeñas casas cuadrangulares de entre 16 y 20 m2 ; es posible que ya en
esa primera delimitación urbana se reservase espacio para los santuarios y
lugares deculto de la ciudad. Todavía algunas áreas de Ortigia, preservan, a
pesar del tiempo transcurrido, trazados urbanos que corresponden al momento
fundacional de la ciudad. En la tierra firme que se hallaba al noroeste de
Ortigia los colonos situaron sus necrópolis, algunas de las cuales han sido
excavadas y han mostrado, junto con tumbas de menor empeño, otras con ricas
ofrendas así como con cerámicas valiosas que denotan la existencia de gentes de
extracción aristocrática ya durante las primeras generaciones de la ciudad; los
temas que aparecen en algunas de esas cerámicas, los caballos, así como algunas
figurillas de bronce representando a estos animales, abundan también en la
extracción aristocrática de sus propietarios. Fuentes de época posterior nos
confirman que los aristócratas siracusanos, que basaban su riqueza, sobre todo,
en la posesión de las ricas tierras regadas por el río Anapo, recibían el
nombre de gamoroi (literalmente,
"los que se reparten la tierra") y que para ellos trabajaban unos
individuos, de estatus no precisado pero en todo caso dependiente, que eran
llamados kyllirioi (Hdt., 7.155); la
existencia de algún conflicto político a mediados del siglo VII viene sugerida
por la participación de un grupo de exiliados siracusanos, los llamados
Milétidas en la fundación de Hímera, junto con otro contingente de Zancle (Th.,
6.5.1).
La pujanza de Siracusa fue
bastante rápida, como muestra el que ya a partir de fines del siglo VIII se
produzca una primera expansión de la ciudad en dos sentidos. Por un lado, se
empieza a ocupar la zona de tierra firme adyacente a la península, que recibirá
el nombre de Acradina, pero también se establece el primer puesto avanzado de
Siracusa en la localidad de Heloro, en la fértil desembocadura del río Tellaro
y a unos treinta kilómetros al sur. Ése será el inicio auténtico de un amplio
proceso colonizador que producirá las fundaciones de Acras (663) y Casmenas
(643) en las tierras altas del interior y de Camarina (598) en la costa
meridional de la isla. Esta expansión le permitió a la ciudad anexionarse un
importante y rico territorio, bastante poblado por comunidades indígenas que
poco a poco fueron cayendo en la órbita de la dependencia de Siracusa. Aunque
no conocemos con detalle los modos de relación de la ciudad griega con esas
poblaciones indígenas, los mismos parecen haber ido desde la sumisión política
sin demasiada resistencia a una firme oposición a ese dominio. De cualquier
modo, sabemos que hacia 552 Siracusa tuvo que hacer frente a la rebelión de su
colonia Camarina, que contaba en su ayuda con la participación de tropas
indígenas tan descontentas con la metrópoli como lo estaban sus colonos.
El siglo VI es, a pesar de ello,
uno de los primeros momentos en los que tenemos algún dato sobre la suerte de
Siracusa; la información procede sobre todo del registro material que atestigua
que en ese momento la ciudad inicia una política de monumentalización de
espacios sagrados. Al siglo VI corresponde el templo de Apolo en Ortigia, uno
de los ejemplos más antiguos del orden dórico en Sicilia; la advocación del
templo no plantea dudas, porque en uno de los escalones aparece un epígrafe que
lo certifica, así como el nombre del arquitecto responsable de la obra,
Cleómenes, hijo de Cnidieidas. La piedra que emplean los siracusanos procede de
las canteras (llamadas "latomías") que bordeaban y delimitaban la
ciudad; fuera de la misma, a unos tres kilómetros al sur y cerca de la
desembocadura del Anapo se levantó también en la primera mitad del siglo VI
otro templo dedicado a Zeus Olímpico. A fines del siglo VI se inició otro
templo, en este caso de orden jónico, el único de toda Sicilia y, por tanto,
una auténtica rareza en la isla. Al siglo V, sin embargo, corresponde el templo
de Atenea, de orden dórico, que se halla embutido en la actual catedral, y
enfrente del templo jónico recién mencionado. Es muy posible que la zona de
Ortigia en la que se levantaron estos dos templos, el tercio meri- dional de la
isla, se configurase como la acrópolis de la ciudad, en la que se concentrarían
los principales santuarios.
La ciudad prosperó durante la
época Arcaica regida por su gobierno oligárquico; conoció una expansión que la
hizo controlar toda la esquina suroriental de la isla; mantuvo relaciones
comerciales importantes, además de con otras zonas de Sicilia, con la propia
Grecia como atestiguan los objetos hallados en sus necrópolis; desarrolló un
brillante artesanado, ejemplificado en las ricas decoraciones arquitectónicas
en terracota que servían para embellecer los templos; la agricultura se
desarrollaba bastante bien en las cerca de 100.000 ha de que podía
disponer la ciudad y en ellas se cultivaba trigo, vid, tal vez olivo y pastaba
el ganado, incluyendo los caballos de los aristócratas. Sin embargo, la suerte
de la ciudad estaba a punto de cambiar.
En algún momento de los años
noventa del siglo V, Siracusa se ve amenazada por las campañas de Hipócrates,
tirano de la ciudad de Gela en la costa meridional de Sicilia, que estaba
empeñado en hacerse con el control de la mayor parte de la isla. Siracusa fue
derrotada por Gela en una batalla cerca de Heloro, lo que muestra lo avanzado
de los planes de conquista de Hipócrates; sin embargo, tanto su metrópolis,
Corinto, como su hermana Corcira interceden por Siracusa ante el tirano, que se
conforma con la entrega de la plaza de Camarina (Hdt., 7.154). No sabemos si el
siguiente suceso está o no relacionado con el anterior, pero no resulta
improbable, habida cuenta de los resultados del mismo. En efecto, hacia 486, el
demos de Siracusa, junto con los
grupos dependientes, los kyllirioi, a
los que nos hemos referido antes, dio un golpe de Estado que provocó la huida
de los oligarcas, los cuales se refugiaron en su colonia de Cas- menas; de allí
regresarían a Siracusa al año siguiente, pero no por sus propios medios, sino
"ayudados" por Gelón, que en ese momento era tirano de la ciudad de
Gela, al haber sucedido a Hipócrates. Quizá ambos tiranos gelenses se habían
dado cuenta de las potencialidades de Siracusa, en una posición mucho más
estratégica de cara a las relaciones con la península italiana y con Grecia,
con unos puertos muy superiores al de Gela y con un amplísimo y riquísimo
territorio a sus espaldas. De ahí el interés por conquistar Siracusa.
La política de Gelón, sin
embargo, no se limitó a someter a la ciudad, sino que lo que este personaje
hizo fue algo muy diferente: convertir a Siracusa en la ciudad más grande,
poblada y rica de toda la isla. Para ello, él mismo trasladó el centro de su
poder desde su ciudad natal hasta Siracusa llevándose consigo a más de la mitad
de los ciudadanos de Gela, a todos los de Camarina y a la aristocracia de
Megara Hiblea que fue también arrasada, así como la ciudad de Eubea en Sicilia
(Hdt., 7.156). También concedió la ciudadanía siracusana a diez mil de sus
mercenarios (Diod., 11.72.3) y parece haber fomentado la inmigración de otros
griegos, en especial procedentes del Peloponeso. Para dar cabida a tal gran
cantidad de población nueva se construyen nuevos barrios en la ciudad, como
Neápolis y quizá Tyche, que crecerá en época helenística, y caben pocas dudas
de que la presión sobre el territorio, cada vez mayor, debió de provocar
descontentos y resentimientos entre las comunidades indígenas, que iban
perdiendo su margen de maniobra e, incluso, parte de sus tierras ancestrales.
Desde el punto de vista urbano, la expansión de la ciudad hizo que antiguas
necrópolis que ocupaban esos terrenos se clausuraran, lo que nos permite seguir
con cierto detalle el proceso de crecimiento de la ciudad.
La gran potencia siracusana se
enfrentó, hacia la misma época en la que en Grecia se desarrollaba la Segunda
Guerra Médica, con los cartagineses en la batalla de Híme- ra, en la que una
coalición siracusana-gelense-agrigentina combatió contra un gran ejército
enviado por Cartago y apoyado por los tiranos de Hímera y de Regio (480); la
victoria griega y el gran botín conseguido permitió que Gelón embelleciese su
nueva capital, construyendo el templo de Atenea al que hemos aludido antes y
otro dedicado a Demé- ter y Core, así como una nueva ágora monumental en el
barrio de Acradina de la que apenas se conservan restos, reparando también los
templos más antiguos como el de Apolo y construyendo arsenales. Su hermano y
sucesor Hierón convirtió a Siracusa en uno de los focos culturales más
impresionantes de toda la Hélade, pues a su corte acudían a cantar los poetas
más renombrados del momento, como los líricos Píndaro, Simó- nides y Baquílides
o el trágico Esquilo y es posible que fuese este tirano el que construyese el
primer teatro permanente de Siracusa, en la esquina noroccidental de la ciudad.
Por si fuera poco, su flota aplastó a la etrusca en aguas de Cumas en 474,
mostrando cómo los nuevos intereses de Siracusa no se limitaban a Sicilia, sino
que se proyectaban más allá; prueba de ello también es que estos tiranos y su
entorno participaron en los grandes festivales panhelénicos (Olimpia, Delfos,
Nemea, Istmia) alzándose con la victoria en diferentes competiciones, sobre
todo hípicas, en cerca de veinte ocasiones y dedicando en los santuarios
correspondientes ricos monumentos conmemorativos. Nadie en Grecia podía superar
el poder y la fama de los dos hermanos.
La muerte de Hierón en 467 y la
de su otro hermano y sucesor, Trasibulo, al año siguiente, hizo que los
siracusanos decidieran cambiar de régimen y adoptar un sistema democrático
modelado en buena medida sobre las bases del ateniense; los años siguientes
fueron bastante confusos en Siracusa porque la nueva democracia revisó la
generosa política de concesión de ciudadanía de los tiranos y buena parte de
los mercenarios fueron privados de sus derechos, lo que abrió un período de
luchas civiles. Pero también los indígenas se rebelaron, y dirigidos por un
notable sículo, Ducetio, llevaron a cabo una guerra durante unos diez años
(460-450) que, a pesar de varias derrotas, consiguieron vencer los siracusanos
aliados con otros griegos, sobre todo con los agrigentinos. El final de los
conflictos internos y la pacificación de los indígenas de la esquina
suroriental de Sicilia, que quedaron en la práctica sometidos a la autoridad
siracusana, provocó en la joven democracia unas nuevas ansias expansionistas no
demasiado distintas de las que habían puesto en práctica los tiranos.
La presión siracusana se dirige
ahora a sus vecinas griegas del Norte, las ciudades de Naxos, Leontinos y
Catania, que ven cómo la gran pólis del
Sur les priva de sus recursos y también les enajena la amistad de los indígenas
de la zona, que habían logrado un statu
quo aceptable con los griegos. Estas ciudades, de estirpe eubea, acabarán
recurriendo a Atenas que, dentro ya del enfrentamiento que mantienen en Grecia
con Esparta y sus aliados (la Guerra del Peloponeso) mandan una expedición a
Sicilia en 427. En Siracusa empiezan a surgir líderes populares que adquieren
gran poder y que, a la postre, volverán a llevar la tiranía a la ciudad; en
estos momentos el hombre fuerte es Her- mócrates, que consigue convencer a las
propias ciudades enemigas de que es mejor que sean los propios sicilianos los
que resuelvan entre sí sus asuntos sin necesidad de que intervengan las
potencias de la Grecia propia. De este modo, en 424 los atenienses son
invitados a abandonar Sicilia, y los siracusanos proseguirán su política de
acoso contra las ciudades eubeas lo cual, con el tiempo, propiciará una nueva
intervención de Atenas sobre la que volveremos en el capítulo dedicado a la
Guerra del Peloponeso.
Aunque de forma precipitada y
violenta, Siracusa se había convertido en el siglo V en la ciudad más poderosa
de toda la Hélade; si hemos de creer a Heródoto, Gelón hubiera sido capaz de
poner en pie de guerra, para ayudar a los griegos contra los persas, a un
ejército descomunal: doscientos trirremes (lo que implica entre treinta y seis
mil y cuarenta mil hombres), veinte mil hoplitas (Atenas disponía de unos diez
mil y Esparta de unos nueve mil), dos mil jinetes (en los ejércitos griegos
apenas había caballería), dos mil arqueros, dos mil honderos y dos mil jinetes
ligeros, así como el suministro en trigo a todas las tropas griegas mientras
durase la guerra (Hdt., 7.158). Estas cifras, que no parecen exageradas habida
cuenta de la política de concentración de población llevada a cabo por Gelón
convirtió a Siracusa, a partir de ese momento, en una superpo- tencia, al menos
para los cánones de la época. Aunque a la caída de la tiranía se produjeron,
como dijimos, expulsiones de ciudadanos, Siracusa se garantizó tras la victoria
sobre Ducetio el apoyo militar de buena parte de la población indígena, lo que
pudo compensar las pérdidas, por lo que su posición como árbitro indiscutible
de la situación siciliana se mantuvo.
Será a esta Siracusa, poderosa y
bajo un liderazgo consolidado, a la que volverá a atacar Atenas a partir de
415, introduciendo de nuevo a Sicilia en la corriente histórica principal del
momento. La tenaz resistencia siracusana y los errores fatales en el mando
ateniense darán una victoria sobresaliente a los sicilianos y herirán de muerte
a la potencia ateniense. La victoria de Siracusa frente a Atenas y, aunque con
más dificultades, frente a los cartagineses que reanudarán las hostilidades
contra los griegos a partir de 409 la convertirán también en una pólis que se debe tener en cuenta
durante el conflictivo siglo IV y, en la visión del filósofo Platón, en el
baluarte del helenismo frente a los bárbaros en esa parte del mundo (Pl., Ep., 8.355 d).
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