El deseo de conocer lo que el
Destino o los Dioses deparan a los seres humanos es algo que, casi con
seguridad absoluta, ha preocupado a casi todas las culturas; enfrentarse a un
futuro oscuro con ciertas garantías era, pues, un objetivo que no podía
desdeñarse. Para los griegos, el medio principal para conocer lo que aún no
había sucedido era recurrir a sus dioses e interrogarles; éstos responderán a
los humanos una vez que se hayan llevado a cabo los ritos pertinentes, incluyendo
purificaciones, sacrificios y ofrendas y lo harán, por lo general, a través de
personas que recibirán la inspiración divina y se convertirán en los
intermediarios entre los dioses y el resto de los mortales. Pero las palabras
de los dioses no siempre son directas, por lo que el receptor de las mismas
deberá tener la suficiente inteligencia o sagacidad como para desentrañarlas;
los dioses no mienten, pero sus palabras van envueltas siempre en enigmas que
hay que saber interpretar. Además, los dioses declinarán toda responsabilidad
por el mal uso o la mala interpretación dadas a sus palabras.
En el mundo griego existieron
diversos lugares consagrados a los dioses donde éstos emitían sus oráculos, en
buena parte encomendados a dioses, pero en ocasión también a héroes. Podemos
hacernos una idea bastante fiable de cuáles eran los oráculos más importantes a
mediados del siglo VI a partir de una noticia de Heródoto (1.46) que relata
cómo Creso de Lidia, ante la amenaza persa, decide enviar emisarios a los más destacables
oráculos para preguntar qué debía hacer. Los que aparecen mencionados son el de
Apolo en Delfos, el de Apolo en Abas de Fócide, el de Zeus en Dodona, el de
Apolo Didi- meo en Mileto, el de Zeus-Amón en Libia y los de los héroes
Anfiarao en Oropo y Tro- fonio en Lebadea. Además de ellos, el santuario de
Apolo en Claros parece haber tenido también función oracular y en ocasiones la
Ártemis de Éfeso hacía llegar sus designios a los mortales a través de sueños.
Del mismo modo, el santuario de Asclepio en Epidau- ro utilizaba el sueño
inducido en el fiel como medio de que el héroe diese la solución a la
enfermedad que padecía aquél. En Epiro había también un peculiar santuario
oracular, dedicado a los dioses infernales Hades y Perséfone, ubicado en la desembocadura
de los ríos Aqueronte y Cócito, junto a la laguna Aquerusia, lugares en los que
los griegos situaban la entrada al mundo infernal y donde también se realizaban
consultas oraculares; del mismo modo, en el cabo Ténaro, en Heraclea Póntica y
en el lago Averno, en Italia, había también centros oraculares de este tipo.
Frente a lo que a veces se afirma, en Délos no hay constancia de la existencia
de ningún oráculo y, de haber existido, habría sido sólo durante épocas muy
remotas; lo mismo ocurre con Olimpia, donde tampoco existió oráculo alguno. Por
último, otra faceta de estos oráculos es la que aportan las Sibilas, mujeres
consagradas que emiten profecías en versos hexámetros; se vinculan a la Grecia
del este y, en el Occidente, a la ciudad de Cumas.
De todos los santuarios
oraculares, que resolvían las dudas de sus fieles, ya fuesen particulares, ya
estados, el que más importancia tuvo fue, sin lugar a dudas, el de Apolo en
Delfos. Si retomamos el caso del rey Creso que mencionábamos líneas atrás,
después de haber enviado emisarios que hicieran consultas en los oráculos más
importantes de Grecia, el rey llegó a la conclusión de que era éste el más
verdadero de todos (Hdt., 1.48) y, en consecuencia, fue en el que dedicó una
mayor cantidad de ofrendas (Hdt., 1.50-51).
El santuario de Delfos se
encuentra en las estribaciones meridionales del monte Parnaso, sobre el valle
del río Pleistos que a su vez desagua en el golfo de Itea. Se trata de una
región que experimentó frecuentes terremotos, donde la roca abría paso con
frecuencia a cuevas (como el Antro Coricio) y también rica en manantiales (como
la Fuente Castalia). El sitio en el que surgiría el santuario estuvo ocupado
durante época micé- nica, si bien nada indica que hubiese alcanzado ya el
carácter religioso que con el tiempo lograría; se trataría de un asentamiento,
al que corresponden algunos restos de actividades rituales (en forma sobre todo
de terracotas) pero sin que parezca que esa actividad haya sido exclusiva. El
final del mundo micénico supone la destrucción del asentamiento y el inicio de
un período al que apenas corresponden restos, lo que sugeriría el abandono,
total o parcial, del entorno. A partir de mediados del siglo IX empiezan a
aumentar de nuevo las huellas de ocupación humana, sobre todo viviendas, si
bien la existencia de algún área con una sacralidad especial, aún no
identificada, viene demostrada a partir de finales de dicho siglo por el
hallazgo de trípodes de bronce que son, sin duda ninguna, ofrendas a una
divinidad.
El entorno de Delfos alberga dos
áreas de culto principales, el propio santuario de Apolo, que se recuesta sobre
la pendiente de la montaña y el área de Atenea Pronea, conocida como Marmaria,
que se ubica unos cientos de metros al este de la anterior, sobre una pequeña
planicie. Además de estas divinidades, las tradiciones griegas situaban en el
entorno délfico otros cultos, a los que se atribuía en ocasiones una antigüedad
mayor que al del propio Apolo. Se trataría de Posidón, de Themis y de su madre,
la propia Gea (la Tierra); en relación con esta última estaría la serpiente
Pitón, que habría recibido la muerte por las flechas de Apolo antes de que el
dios se hiciese con el control del santuario. Sin duda estas tradiciones
reflejan la multiplicidad de figuras divinas que los griegos habían ido
situando en esos abruptos paisajes y dentro de este contexto el
"triunfo" de Apolo habría marcado la "civilización" del
entorno y el inicio de las profecías que servían para ayudar a los humanos.
El auge de Delfos parece estar
vinculado al inicio de las navegaciones, sobre todo corintias, por las aguas
del golfo de Corinto, en dirección a destinos en el Mediterráneo central; la
existencia de un santuario asequible que protegiese a los marinos en sus
travesías resultaba de gran interés. Del mismo modo, el santuario se convirtió
en un foco de atracción para las poblaciones del entorno de tal modo que el
mismo alcanzó también importancia regional. El inicio de las construcciones en
el área sacra se produce a partir de mediados del siglo VII, momento en el que
quizá se empiecen a pronunciar los primeros oráculos, que parecen haber
respondido a cuestiones de diversa índole, pero entre las que un papel
importante pueden haberlo desempañdo las relativas a los lugares y los modos de
las fundaciones coloniales, aunque sin desdeñar asuntos de guerras, plagas y
escasez de cosechas (Plu., Def. orac.,
46). El primer templo parece haberse construido durante la segunda mitad del
siglo VII y se habría incendiado hacia 548; y este hecho puede haber atraído a
gentes de orígenes más diversos y, a juzgar por los materiales arqueológicos de
la época encontrados en el área podríamos pensar en Acaya, Tesalia, Eubea,
Ática, Argos y Beocia e, incluso, Creta, además de Corinto. Quizá también en
esta época surjan competiciones atléticas, no demasiado bien conocidas, que
serían las predecesoras de los posteriores Juegos Píticos.
Buena parte de los peregrinos que
acudían a consultar al oráculo o a rendir culto a Apolo llegaban por vía
marítima y desembarcaban en Cirra (cerca de la actual Itea), y tenían que pasar
por Crisa; da la impresión de que eran sometidos a diferentes exacciones en el
trayecto y en el propio lugar de culto, lo que ponía en peligro la apertura que
debía tener un santuario cada vez más importante. Eso provocó que distintas
ciudades y territorios se unieran para acabar con el monopolio de la población
local, los focidios, sobre el santuario, lo que se consiguió tras la llamada
Primera Guerra Sagrada (600-590) que concluyó con la destrucción de Crisa y la
entrega de la administración del santuario a la Anfíctionía que ya existía en
torno al santuario de Deméter en Antela (cerca de las Termópilas y de la costa
del golfo Malíaco). En la Anfíctionía estaban representados con voz y voto los
miembros de los antiguos pueblos griegos que habitaban en la Grecia central.
Bajo el control de la Anfíctionía Delfos asume ya de forma definitiva un papel
pan- helénico, reforzado con la reorganización de los Juegos Píricos hacia 582,
que incluirán ahora pruebas gimnásticas y carreras de carros. Es el momento
también en el que empiezan a aparecer los primeros "tesoros" o
espacios consagrados por diferentes ciudades para guardar en ellos las ofrendas
que cada una de ellas dedicaba al dios.
El incendio del primer templo, al
que aludíamos antes, provocó que muchos estados, pero también particulares,
ofrecieran fondos para su reconstrucción; al final, se hicieron cargo de la
misma los Alcmeónidas, una de las familias más importantes de Atenas. La
segunda mitad del siglo VI es un gran momento constructivo en el área sacra y
las riquezas que acumula en esa época el santuario son proverbiales, destacando
entre ellas las ya mencionadas de Creso, pero el santuario también recibe
ofrendas de ciudades griegas, entre las que sobresalen las situadas en Sicilia
y la Magna Grecia que, en buena medida, considerarán al Apolo de Delfos
protector en cuanto que contribuyó a sus respectivas fundaciones. A la época
clásica corresponden, en su mayoría, los vestigios que hoy pueden contemplarse
y que se reflejan en el plano adjunto, entre ellos el teatro, sede de las
competiciones musicales que habían sido las primeras en celebrarse en el
santuario y el estadio, sede de las competiciones gimnásticas. Hacia 373 el
templo construido por los alcmeónidas se derrumbó quizá por un terremoto y la
Anfíctionía inició en seguida su reconstrucción recaudando fondos entre sus
miembros y entre quienes quisieran participar en la obra; son sus ruinas las
que, en no muy buen estado, pueden verse en la actualidad y las cuentas de las
obras se conservan en parte de los numerosos textos epigráfi- cos procedentes
del santuario. Las obras, incluyendo la decoración exterior, parecen haber
finalizado hacia 327. Parece haber seguido en funcionamiento, con mayor o menor
intensidad según las épocas, hasta algún momento de los siglos III o IV d. C.,
época en la que fue incendiado por los cristianos y, aunque fue someramente
restaurado, poco a poco toda el área sacra fue abandonada, cayendo en el
olvido.
Considerado el centro del mundo,
lugar en el que se hallaba su ombligo (omphalos),
el santuario de Apolo era, como ya se ha dicho, la sede del oráculo (manteiori) más famoso e importante de
toda la Hélade. Según algunos autores antiguos (Str., 9.3.5; Plu., Def. orac., 50) era el soplo (pneuma) que salía de la roca, y que
tenía un olor dulzón que provocaba un éxtasis en quien lo inspiraba, que le
permitía adivinar el futuro. Estos datos fueron considerados parte de la
leyenda hasta que, en los últimos años, ha podido demostrarse que, justo en el
lugar en el que se hallaba el adyton del
templo, que era donde se sentaba la profetisa, llamada Pitia, sobre un trípode
para recibir la inspiración divina, hay una fractura en el suelo producida por
el cruce de dos fallas casi perpendiculares; la actividad sísmica de la zona,
que en la Antigüedad se manifestó en varias ocasiones, calentaría las rocas,
entre las que hay calcáreas bituminosas, lo que produciría vapores que
contendrían hidrocarburos y que serían expulsados a través de las grietas del
terreno, entre ellos etileno, que suele tener un olor dulzón. Todo ello
confirmaría que eran trances inducidos por emanaciones de gases los que
provocaban el éxtasis oracular.
La consulta se realizaba en las
primeras épocas sólo durante un día al año, el aniversario del nacimiento de
Apolo, aunque con el tiempo se fue ampliando hasta llegar a una vez al mes. Los
sacerdotes, que eran nombrados por la ciudad de Delfos, se encargaban de que
los que iban a realizar consultas hiciesen las purificaciones pertinentes, los
sacrificios correspondientes y los pagos apropiados; una vez hecho todo ello a
satisfacción, eran llevados hasta el templo. Allí, en una sala semisubterránea,
el adyton, y oculta por unas
cortinas, estaba la Pitia. Ésta era una doncella natural de Delfos, que era
consagrada de por vida a tal menester y debía mantenerse pura durante todo ese
tiempo; situada sobre un trípode, recibía el soplo divino y allí emitía los
oráculos, en ocasiones con voz entrecortada. Los sacerdotes o "profetas"
eran los encargados de interpretar el sentido de las palabras pronunciadas por
la Pitia y de ponerlas por escrito, con frecuencia en verso. Las fuentes
literarias han transmitido gran número de estos oráculos pero da la impresión
de que la gran mayoría han sufrido procesos de reelaboración con el paso del
tiempo; el propio oráculo délfico podría explicar o aclarar, si se le requería,
el sentido de sus palabras y, cuando los hechos se habían producido de acuerdo
con una determinada interpretación de las mismas, no cabe duda de que el
santuario aprovechaba tal éxito para, emitiendo un nuevo oráculo
complementario, demostrar la exactitud de su primera predicción. Las ciudades
recordarían durante toda su existencia aquellos oráculos, a los que irían añadiendo
otros complementarios, y los autores antiguos se hicieron eco de ellos; sin
embargo, conocemos muy pocos oráculos originales que reflejen las condiciones
de la época en la que se emitieron.
Uno de los mayores honores que
podía concederse a un individuo o a un Estado era el de la promanteia, lo que significaba que tenía preferencia para consultar
el oráculo antes que los demás que esperaban su turno. Por lo general, quienes
recibían tal honor solían mostrar su agradecimiento al dios construyendo monumentos
en el santuario o
haciendo costosas ofrendas;
también los que habían actuado de acuerdo con lo que el oráculo les había
indicado y habían obtenido el éxito en las empresas que habían emprendido.
Todo ello provocó una acumulación
tremenda de riquezas en el santuario, de la que los objetos que las
excavaciones han sacado a la luz no son sino un palidísimo reflejo. Parte de
las riquezas consagradas en el santuario aparecen también mencionadas en los
autores antiguos y se han hecho en ocasiones estimaciones de conjunto; un
momento importante para la evaluación de tales riquezas lo proporciona la
Tercera Guerra Sagrada (356-346) en la que los focidios, privados del control
del santuario délfico desde inicios del siglo VI, deciden hacerse de nuevo con
él y, para conseguir fondos para su guerra, convienen echar mano a las ofrendas
en él reunidas. Se estima su valor en torno a los diez mil talentos de plata
(más de doscientos cincuenta mil kilogramos) (Diod., 16.56.6), lo que es una
cantidad nada despreciable; al acabar la guerra con la derrota de los focidios,
éstos fueron castigados con el pago de una multa por esa misma cantidad que, no
obstante, no llegaron a liquidar en su totalidad.
El santuario délfico, junto con
otros centros oraculares de Grecia constituyó, pues, uno de los focos
culturales griegos; el oráculo, los festivales, su riqueza, pero también unas
primeras elaboraciones éticas que surgieron en el mismo, lo convierten en una
institución de gran interés para estudiar las relaciones interestatales griegas
durante
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