Como acontece en la práctica
totalidad de las sociedades preindustriales, la economía griega era
abrumadoramente agrícola, esto es, se basaba sobre la tierra de cuya
explotación dependía gran parte, quizá un 80% como mínimo, de la población
total. Debido a la pobreza del suelo griego, a la escasa pluviosidad anual, al
bajo nivel tecnológico, a las limitaciones de la mano de obra y al desigual
reparto de la propiedad, la inmensa mayoría de los campesinos griegos vivían bordeando
el nivel de subsistencia, sometidos al continuo temor de que una mala cosecha
provocara una grave penuria o diera lugar a la aparición de la hambruna.
En el mundo griego era normal que
sólo los ciudadanos varones adultos, mayores de dieciocho años, poseyeran
bienes inmuebles, casas o terrenos. Existía, pues, un estrecho vínculo entre
ciudadanía y propiedad de la tierra; de hecho, la agricultura se consideraba la
actividad por antonomasia del ciudadano y del hombre honrado, mientras que la
artesanía, el comercio y el trabajo asalariado eran vistos con desdén.
Ciertamente la herencia, con la división de la propiedad entre los herederos,
constituía una preocupación fundamental de la familia campesina, pero la
fragmentación por razones de herencia se hallaba, no obstante, limitada por la
cortedad de las familias griegas, los enlaces matrimoniales que tendían a
proteger y a aumentar las propiedades y por la propia legislación, que se
preocupaba por el mantenimiento estable del número de lotes campesinos. En contra
de algunas afirmaciones modernas parece haber existido una considerable
estabilidad en la propiedad de la tierra. De las escasas y dispersas noticias
que conservamos parece desprenderse que predominaba la pequeña y mediana
propiedad, entre cuatro y diez hectáreas, que puede considerarse una extensión
capaz de sostener a la familia de un hoplita. Era posible hablar de una gran
propiedad a partir de la veintena de hectáreas; sin embargo, estas grandes
propiedades no constituían normalmente latifundios continuos sino que se
refieren más bien a la suma de los lotes dispersos que pertenecían a un único
propietario (Lys., 17.5; Aesch., Timarco,
97-98). La propiedad colectiva, sea del Estado, de santuarios o de
asociaciones privadas era también muy notable, y quizá supusiera en torno al
10% del total.
En buena parte de Grecia las
explotaciones agrícolas tendían a ser rectangulares y estaban cercadas por
setos, árboles o muros. Existía cierta homogeneidad en cuanto a los cultivos y
las técnicas, y las diferencias sustanciales dependían del tipo de suelo y de
la mayor o menor proximidad al lugar de residencia del cultivador; unos cinco
kilómetros, el equivalente a una hora de camino, se juzgaba como la distancia
máxima. La familia constituía la unidad primaria de producción y consumo y el
cultivo tenía como finalidad principal la autosuficiencia de la familia del
propietario y no el mercado. De este modo, la práctica totalidad de la
producción se consumía dentro del propio ámbito de la familia campesina; el excedente
restante, si es que existía, se almacenaba en su mayor parte y era poco lo que
se trasladaba al mercado. Con el fin de garantizar dicha autarquía, se
cultivaban varios productos simultáneamente, lo que permitía la entrada de
diversos alimentos y la reducción de los posibles riesgos provocados por una
mala cosecha en un determinado cultivo. Así, la explotación agrícola estaba
dedicada al grano, que constituía el 70-75% de la dieta cotidiana,
fundamentalmente cebada, más resistente a la sequedad y menos exigente desde el
punto de vista edafológico, y, además, se cultivaban legumbres, algunas
hortalizas, vides, olivos, higueras y almendros. Junto a la explotación podía
existir alguna instalación como una casa con una torre (pyrgos), con el fin esta última de almacenar y proteger los
productos de humedades y salteadores, y un patio (aulé) para facilitar las labores agrícolas. Las granjas estaban
acondicionadas para residir todo el año, aunque el propietario y su familia
preferían vivir en un lugar agrupado, fuera ciudad, pueblo o simplemente aldea.
El rendimiento de los cultivos cerealícolas solía ser bastante mediocre, cuatro
granos por cada uno sembrado (ratio 4:1)
podía juzgarse una buena cosecha. El agricultor trabajaba la tierra por sí
mismo con ayuda de la unidad familiar y de uno o dos esclavos, y en algunos
momentos de concentración del trabajo agrícola contrataba jornaleros entre los
ciudadanos y los metecos.
Todas las casas campesinas
contaban con un pequeño número de cabezas de ganado doméstico. Puesto que el
ganado rivalizaba con el hombre en la alimentación y en el aprovechamiento de
los campos de cultivo, nunca fue la ocupación fundamental, de hecho, los
griegos consumían poca carne, unos dos kilogramos por persona y año, buena
parte procedente de la caza, de modo que el ganado se criaba para complementar
la autarquía familiar principalmente con sus lácteos, lanas, pieles y huesos.
En realidad, era el pescado y no la carne el alimento principal que introducía
proteínas animales en la dieta. El agricultor recogía leña, combustible
imprescindible, y recolectaba también varias plantas silvestres como hinojo,
cardos, bayas de enebro u ortigas. Finalmente, la confección de determinados
alimentos como el pan, el vino, el vinagre y el mosto o los higos secos, la
elaboración textil, la producción de carbón vegetal y la manufacturación de
diversos utensilios, trabajos todos ellos realizados en el seno del núcleo
familiar, complementaban eficazmente la autosuficiencia de la casa campesina.
El modelo descrito no puede ser
aplicado íntegramente a la totalidad del mundo griego; en algunas zonas, como,
por ejemplo, en Grecia central, se dio un cierto grado de simbiosis entre
agricultura y ganadería, con cultivos agrícolas y una trashumancia diaria de
corta distancia; en otras áreas, como en el Norte y Noroeste o la Alta
Macedonia, predominó, en cambio, una ganadería de trashumancia a menudo
estacional.
En el ámbito de la artesanía
apenas tenemos datos que nos devuelvan el estatus jurídico de los propietarios
de talleres y su nivel de renta, la situación de la mano de obra, la
productividad y la organización interna e importancia de la artesanía en el
conjunto dela economía griega. Además de los talleres dedicados en exclusiva a
la producción artesanal, suponemos, como hemos dicho, que una parte sustancial
de la producción (alimentos, tejidos, herramientas y diversos utensilios) se
circunscribía al ámbito de la artesanía doméstica, realizada en el interior de
la casa y que empleaba sobre todo a las mujeres y se dirigía a satisfacer las
necesidades autárquicas de la unidad familiar. En ocasiones, el campesino podía
también complementar sus ingresos con algún producto artesanal y quizá esta
artesanía a tiempo parcial pudo constituir un porcentaje importante de la
producción. Otros talleres se hallaban incluidos en las explotaciones agrícolas
y subordinados completamente a ellas como, por ejemplo, la producción de
ánforas olearias, vinarias o cerealícolas.
La mayor parte de los talleres
artesanales griegos eran de dimensiones muy modestas y contaban usualmente con
el propietario, asistido a veces por su propia familia y por uno o dos
esclavos, y sus producciones en raras ocasiones traspasaban el ámbito local.
Unos pocos talleres, donde el dueño trabajaba en compañía de una decena de
esclavos, eran considerados ya de tamaño mediano. A partir de la veintena o
treintena de trabajadores podemos hablar de grandes talleres en los que un rico
artesano absentista confiaba la dirección a un esclavo que hacía de encargado.
El taller más grande que conocemos ocupaba, en 404/3 en Atenas, a ciento veinte
esclavos. Todo parece indicar que los oficios artesanales eran muy diversos y
estaban sumamente especializados y, así, podemos encontrar perfumistas,
escultores, ceramistas, fabricantes de escudos o de espadas, etc.
Los propietarios de talleres eran
metecos o ciudadanos y quizá el porcentaje de estos últimos pudo ser mayor de
lo que pensamos. Entre los trabajadores, sin duda en los grandes y medianos
talleres, predominaba la mano de obra esclava, pero en los pequeños el trabajo
del dueño y de su familia seguía siendo esencial. En momentos de aumento de
producción se acudía a la contratación de asalariados libres. Conocemos muy
poco de la organización interna del taller, más allá de una rudimentaria
división entre el encargado, los trabajadores y aprendices y algunas
especializaciones, por ejemplo, en los talleres cerámicos existían ceramistas y
pintores. Dado el escaso nivel técnico, la productividad era baja y cada
producto consumía una buena cantidad de horas de trabajo. El tipo habitual era
el taller-tienda abierto hacia la calle, anejo a la vivienda del propietario;
en algunos casos, los talleres dedicados a una misma producción tendían a
concentrarse en determinadas calles, y muchos de ellos se situaban en las
plazas o ágoras, en otras ocasiones, como los ceramistas o tallistas, podían
localizarse extramuros.
Como sucede con otros aspectos de
la vida económica y social, la situación jurídica de cuantos participaban en la
actividad comercial y la organización y el volumen de los intercambios en gran
medida se nos escapan. Buena parte de los mercaderes eran metecos pero la
mayoría, especialmente a pequeña escala, debía estar compuesta por ciudadanos.
Asimismo el comercio empleaba esclavos y asalariados libres. Entre los tipos de
mercaderes que conocieron los griegos destacaban el propio productor que vendía
directamente sus excedentes (autopoles);
el mercader al detalle (kapelos) y el
comerciante al mayor que compraba o vendía en el exterior (emporos). En el tráfico comercial eran además importantes el
nauclero, el dueño de un barco, que era también a veces propietario de
mercancías, y los prestamistas que aportaban parte del capital necesario para
la adqui
sición de los productos. Los préstamos
marítimos se contrataban a un elevado interés (20-30%), debido a los riesgos
que se asumían (tempestades, piratería, etc.), pero los beneficios podían ser
también muy elevados (en torno al 100%).
Como Grecia nunca tuvo buenos
caminos que fueran transitables para carros, el transporte terrestre en recuas
de caballerías era terriblemente lento y costoso. Se prefería agotar hasta
donde fuera posible el transporte marítimo. Precisamente en el tráfico
ultramarino, esencialmente de gran volumen y de materias primas, se encontraba
el negocio. Los barcos mercantes eran, por lo general, redondos, pesados y
panzudos con una relación entre la eslora y la manga de 4:1 (7:1 era el caso de
un barco de guerra) y, si bien algunos iban propulsados por remeros, se trataba
normalmente de naves a vela que contaban con una sola arboladura y un único
lienzo cuadrado. Aunque algunos navíos mercantes alcanzaban las cuatrocientas
toneladas, la media solía situarse entre las treinta y las setenta. La
tripulación de un mercante incluía unos veinte marineros, la mayoría
probablemente esclavos, unos pocos oficiales y el nauclero o propietario del
barco. La temporada de navegación se extendía desde finales de marzo a finales
de octubre o los primeros días de noviembre, y eran pocos los que se
aventuraban a navegar en invierno; la navegación era casi siempre de cabotaje y
se transportaba principalmente carga y no pasajeros.
Durante el siglo V El Pireo se
convirtió en el principal puerto del Mediterráneo oriental. Además de las
importantes rutas navales que unían Corinto con Occidente, conocemos varias
principales que enlazaban buena parte del Mediterráneo con El Pireo. Por
ejemplo, la ruta del trigo póntico que unía El Pireo con el Ponto Euxino; la de
la madera y los metales de Tracia y Macedonia, que iba desde el puerto
ateniense hacia la Cal- cídica, Tasos y Anfípolis; la ruta que atravesaba las
Cícladas en dirección a Samos y el litoral de Asia Menor y de aquí a Rodas,
Chipre, la costa fenicia o el delta del Nilo, y la que vinculaba El Pireo con
Corinto por medio del diolkos, el
camino de piedra en el Istmo entre el golfo de Corinto y el Sarónico.
Al llegar a puerto y desembarcar
las mercancías era normal pagar unos derechos de aduanas del 2%. Después, la
carga se trasladaba a los almacenes comerciales donde era depositada,
custodiada y expuesta a los posibles compradores.
Otro aspecto importante de la
economía griega durante la época clásica fue el nacimiento y desarrollo de la
banca, que estaba fundamentalmente en manos de metecos. Establecimientos
destinados en origen al cambio de moneda, los bancos aceptaban también
depósitos en objetos y dinero, realizaban pagos o cobros por cuenta del cliente
y concedían préstamos al consumo o para financiar el tráfico marítimo. Pero
conviene no exagerar el auge bancario: a pesar de todo, la importancia de la
banca fue limitada y los bancos continuaron siendo instituciones de cambio más
que de crédito. Además, como los metecos no podían aceptar como aval
propiedades inmuebles, que constituían la base fundamental de la riqueza, lo
que llamaríamos préstamos inmobiliarios se siguieron concertando entre
ciudadanos particulares.
El período helenístico introdujo
nuevos elementos en la vida económica. Así, el desarrollo de la urbanización
con la fundación de más de trescientas póleis
dinamizó la vida económica. La economía monetaria consiguió extenderse y la
banca, pública o privada, cobró un nuevo impulso. Los monarcas exigían el
empleo de grandes medios para reali zar sus proyectos, su corte, el ejército y
la flota, los gastos suntuarios y el mecenazgo. Ello llevó a un proceso de
concentración económica, al desarrollo del sistema impositivo con la
multiplicación de impuestos directos o indirectos, muchos de los cuales se
arrendaban a particulares, normalmente griegos, y a la aparición de ciertas
tendencias diri- gistas y monopolistas. Otro elemento esencial de la época fue
el auge comercial. Las rutas a larga distancia que unían el Mediterráneo con la
India, Arabia o Nubia se encontraban ahora en gran parte en manos de los
griegos. Aumentó, en consecuencia, el número y el volumen de los intercambios y
surgieron nuevos centros comerciales como Seleucia del Tigris en Mesopotamia,
Alejandría en Egipto, Antioquía en Siria y Rodas y Delos, esta última a partir de
167, en el Mediterráneo (véase mapa del capítulo 39). No obstante, todas estas
novedades no parecen haber modificado sustancialmente las condiciones de vida
anteriores y se puede afirmar que las diferencias en relación con la época
clásica fueron en realidad de escala y no de naturaleza.
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