Organización
de Cilicia (diciembre de 333). — Retrato psicológico de Alejandro: su
continencia; Alejandro y las mujeres: Sisigambis, la princesa Ada; se casa con
Barsine, la viuda de Memnón (mediados de diciembre del año 333). — Una jornada
de Alejandro. — Esbozo de una organización global del Imperio macedonio
(diciembre de 333-principios de enero del año 332). — Partida para Fenicia (finales
de diciembre de 333). — Intercambio de cartas entre Darío y Alejandro (finales
de diciembre de 333). — Sumisión espontánea de Biblos y Sidón (finales de
diciembre de 333). — Sitio de Tiro (enero-julio de 332). — Caída de Tiro (julio
de 332). — Paso a Jerusalén (agosto de 332) y llegada a Gaza (septiembre de
332). — Asedio y conquista de Gaza (octubre-noviembre de 332). — Llegada a
Pelusio (diciembre de 332).
Después
de dos años de campañas en Asia, Alejandro había conseguido, de manera
irrefutable, la reputación de un héroe, pero no la de un gran general. Por su
descaro y su audacia, y gracias al formidable ejército formado por su padre
Filipo, había sustraído todo el Asia Menor y las tierras del interior hasta
Cilicia a la dominación del Gran Rey, pero ¿qué había hecho en el plano
militar? Había ganado dos batallas: una, la del Gránico, no era más que un
simple encuentro cuyo resultado feliz se debía más a su propio heroísmo y a la
furia macedonia de sus Compañeros que a unas cualidades de estratega que aún no
se le conocían; la otra, en Isos, había sido espectacular por la importancia
numérica de las fuerzas del enemigo persa, pero era más una batalla perdida por
el Gran Rey que una batalla ganada por el macedonio, que se había aprovechado
simplemente del error monumental de Darío, tan monumental por otra parte que
los historiadores griegos intentaron ver en él la obra de algún poder divino.
Entre
el Gránico e Isos, ¿qué había pasado? Dos asedios difíciles (Mileto y
Halicarnaso) de los que había resultado vencedor empleando métodos
tradicionales, algunas escaramuzas (en Silio, en Sagaleso), luego Alejandro no
había tenido que hacer otra cosa que tender los brazos para ver caer, sin
combate, las ciudades de Caria, Licia, Panfilia, la Gran Frigia y Cilicia.
A ojos de los pueblos que lo recibían no era «el Conquistador», sino el joven
héroe de cabellera rubia y ojos azules que, montado sobre Bucéfalo, su caballo
loco, y su penacho al viento, expulsaba a los sátrapas incapaces e injustos y
devolvía a los licios, los panfilios, los frigios y los capadocios sus propias
leyes sin imponerles las macedonias: ¡eso era lo realmente nuevo!
Después
de su victoria sobre Darío, en Isos, el personaje cambia. La carta que va a
recibir del emperador persa vencido tal
vez le hace tomar conciencia de sus responsabilidades políticas. No olvida que
su expedición es una cruzada panhelénica destinada a proteger definitivamente
el mundo griego del peligro que representa para la Hélade una Persia poderosa;
ahora que ha liberado a los griegos de Asia de la dominación del Gran Rey,
ahora que sus armas han rechazado hasta el río Halis y el río Píramo las
fronteras del helenismo, el sueño que acunaba la imaginación de los atenienses,
los más helenos de los helenos, desde hacía dos generaciones, debe proteger el
Mediterráneo de toda nueva incursión de estos persas bárbaros y, para ello,
hacerse dueño de las costas sirias y egipcias y de las tierras del interior. Su
primer objetivo, por tanto, va a ser la conquista del país fenicio, cuyas costas
están bañadas, de Alejandreta a Gaza, por ese mar que quiere convertir en el
mar exclusivo de los helenos. Va a dedicar a ese proyecto todo el año 332 a .C., marcado por dos
acontecimientos militares importantes: el sitio de Tiro, que duró seis meses, y
el de Gaza, que debía abrirle las puertas de Egipto.
1. Retrato
de un vencedor
Al
día siguiente de su victoria Alejandro, cojeando a consecuencia de su herida en
el muslo, pero con la mirada viva y el rostro descansado, fue a visitar a sus
soldados heridos, recompensando a unos y otros por su valor o sus hazañas.
También hizo reunir los cuerpos de los que habían sido muertos: tuvieron
derecho a funerales grandiosos en presencia de todo el ejército, dispuesto en
orden de batalla, y él mismo dirigió personalmente las exequias. Luego hizo
levantar altares a Zeus, Atenea y Heracles, su antepasado, en las orillas del
Píramo; les ofreció sacrificios y acciones de gracia por haberle permitido
vencer.
Alejandro
se ocupó luego de los asuntos de Cilicia. Esta provincia era importante desde
el punto de vista estratégico: aislada del continente asiático por los montes
Tauro, habitada por tribus libres, salvajes e intrépidas, era, en su zona
litoral, una vía de paso entre el Asia Menor y Siria y, más allá de ésta,
Babilonia; necesitaba por tanto un gobernador férreo: Alejandro designó para
ese cargo a uno de los Compañeros de la Guardia Real , Bálacro, hijo de Nicanor. Además,
se acordó de que había impuesto a la villa de Solos 200 talentos de plata por
haber sido partidaria de los persas y que aún seguía debiéndole 50 talentos: se
los perdonó y le devolvió los rehenes que había tomado como garantía.
Alejandro
volvió a ver a Sisigambis, la madre de Darío, y entró en su tienda con su amigo
Hefestión, que llevaba las mismas ropas que él, pero que era más alto y bello;
al verlos entrar la madre de Darío fue a prosternarse delante de Hefestión, que
le parecía el rey, luego, comprendiendo por las señas que le hacían que se
había equivocado volvió a empezar, confusa, otra prosternación ante Alejandro.
Éste la levantó diciéndole: «No te preocupes, madre, no has cometido ningún
error. Hefestión es como yo mismo.»
¿La
llamó «madre» por respeto a su mucha edad y a sus canas, o por error? Los
autores antiguos insisten, en efecto, sobre el atractivo que ejercían sobre
este joven, recién salido de la adolescencia, las mujeres de edad que cruzaron
por su vida, como aquella Ada, reina de Caria o, en su infancia, su nodriza Lanice. De
hecho, prodigó a Sisigambis las mayores muestras de respetuoso afecto; después
de afirmar que la consideraba como su segunda madre, hizo que se le rindieran
los honores a los que antes tenía derecho y puso personalmente a su disposición
más criados de los que tenía en Persia. Y, como el hijo de Darío, un niño de
seis años, estaba junto a su abuela, Alejandro se agachó, lo tomó entre sus
brazos y lo levantó en el aire; el niño se echó a reír y, sin miedo alguno, le
pasó sus bracitos alrededor del cuello: «Es más valiente que su padre», dijo
Alejandro, sonriendo a Hefestión.
Alejandro
prometió además velar porque las jóvenes princesas —las hijas de Darío— fuesen
respetadas y que más tarde trataría de casarlas con príncipes de su rango.
Plutarco —y no es el único— se maravilla, como buen moralista, de la forma en
que aquellas jóvenes, que verosímilmente eran muy bellas (como su padre y su
madre), fueron tratadas:
“La
más honorable, la más hermosa y la mejor gracia que hizo a estas princesas
prisioneras, que siempre habían vivido de la forma más honesta y más púdica,
fue que no oyesen jamás ninguna palabra que habría podido hacerlas temer, o
simplemente sospechar, que podría atentarse contra su honor. Tuvieron su
aposento privado, sin que nadie las importunase, ni siquiera pudiese verlas o
dirigirles la palabra; eran como religiosas en un convento sagrado.
El
mismo Alejandro, estimando en mi opinión que era más digno de un rey vencerse a
sí mismo que vencer a sus enemigos, no las tocó, ni a ellas ni a las demás
mujeres prisioneras...”
PLUTARCO, Vida
de Alejandro, XXXVIII.
Y
nuestro autor nos informa de que Alejandro se comportó igual con las demás
damas de Persia que acompañaban a los vasallos del Gran Rey. Eran todas «bellas
y grandes maravillas» nos dice Plutarco (habría quedado sorprendido si aquellos
grandes señores hubiesen tenido mujeres feas en sus serrallos), y el hijo del
lujurioso Filipo afirmaba galantemente que «las damas de Persia dañaban los
ojos de quien las miraba», oponiendo a su belleza física la belleza moral de su
propia castidad (sigue siendo Plutarco quien lo escribe), pasando delante de
ellas como se pasaría ante unas bellas estatuas de mármol.
¿Era
pues de mármol, al menos ante las mujeres? Sería sorprendente para un joven que
entonces tenía poco más de veintitrés años, en una época en que la moral
cristiana aún no había puesto la lujuria en el rango de los pecados capitales.
De hecho, sucumbió a la tentación, siempre según Plutarco, instigado por su
lugarteniente Parmenión.
Alejandro
había enviado a Parmenión a Damasco, para que se apoderase del tesoro real que
Darío había puesto a buen recaudo antes de enfrentarse al ejército macedonio.
Pues bien, Parmenión había vuelto de esa ciudad no sólo con el tesoro imperial
y el de los grandes señores de Persia, sino también con los serrallos del Gran
Rey, que contaban con 329 cortesanas reales «para la música y para la danza»,
49 tejedores de guirnaldas, 275 cocineros, 17 escanciadores para mezclar las
bebidas, 70 para calentar el vino, 40 perfumistas para preparar los bálsamos...
y con la bella Barsine, viuda del general Memnón, que había muerto en Mitilene
la primavera anterior. Era, según dicen, una mujer bonita, dulce y graciosa,
pero también culta, que leía y recitaba a los poetas griegos; según Plutarco,
Parmenión se la habría puesto a Alejandro en los brazos, rogándole «que gozara
del placer de una bella y noble dama», cosa que el rey hizo.
Pero
que lo hiciese con ardor es otra cuestión. Ningún autor, en efecto, nos habla
de las aventuras femeninas que habría podido tener Alejandro desde su
adolescencia, mientras que todos nos describen con profusión las juergas y las
orgías de su padre Filipo, y no nos privan de recordarnos que su madre Olimpia
participaba, en su juventud, en las orgías dionisíacas de Samotracia. Y en
Pela, cuando Alejandro tenía unos quince años, las tentaciones femeninas no
debían de faltar y, entre las mujeres —jóvenes o maduras cuyos maridos estaban
en la guerra—, a muchas sin duda se les iban los ojos tras el joven príncipe
heredero. La misma Barsine era hija de un viejo general persa, Artábazo, que
había participado en un golpe de Estado en Susa y que se había refugiado en la
corte de Macedonia en 336 a.C. (el año del nacimiento de Alejandro) con toda su
familia; así pues, Barsine había conocido a Alejandro siendo éste un bebé,
luego de muchacho, antes de regresar con su padre a Persia cuando éste había
terminado consiguiendo el perdón del Gran Rey, y se había casado con Memnón: en
la memoria de Alejandro, esta mujer, que tal vez tenía veinte años más que él,
era un vago recuerdo de infancia.
¿Cuáles
son las razones que hacen de este joven de veintitrés años, casi virgen por lo
que se refiere a mujeres, el amante, luego el enamorado y más tarde el marido
(se casó con ella más o menos oficialmente y Barsine le habría dado un hijo que
durante cierto tiempo fue considerado como posible príncipe heredero) de una
mujer que quizá tenía veinte o veinticinco años más que él (no era común
entonces, ni en Grecia ni en Persia, esa diferencia de edad en el matrimonio)?
La respuesta —trivial en nuestros días— a esa pregunta consiste en invocar una
potente influencia materna; es muy probable que la personalidad envolvente,
exigente y devoradora de su madre Olimpia haya desempeñado un papel
determinante en la conducta afectivo-sexual del rey de Macedonia.
¿Se
sentía más atraído por los hombres? Por supuesto, nuestros autores hablarán más
tarde de sus favoritos (era cosa corriente en el mundo griego, lo mismo que en
el mundo persa, desde hacía mucho tiempo), pero en la época, en ese terreno,
Alejandro era tan continente como con las mujeres. Él, que tal vez habría
querido ser un dios, decía a menudo que se reconocía un mortal (y por lo tanto,
un ser imperfecto) sobre todo por dos cosas: por la necesidad de dormir y por
la necesidad de placer sexual; y añadía que lamentaba no poder superarlos
siempre.
Su
indiferencia hacia las mujeres —aunque fuesen sus amantes— queda bien ilustrado
por el siguiente incidente contado por Plinio (Historia natural, XL, 36): el pintor Apeles, el que había hecho su
retrato en Éfeso, se había enamorado de una tal Pancasta, que era entonces
amante de Alejandro; éste había pedido al artista pintarla desnuda. Cuando
Alejandro se dio cuenta de ese amor, ofreció de inmediato Pancasta al pintor y
no volvió a preocuparse por ella. En cambio, había prohibido formalmente, so
pena de muerte, la violación de las cautivas después de las batallas, que era
costumbre corriente en la época; así, habiendo sabido que dos soldados macedonios
a las órdenes de su lugarteniente Parmenión habían violado a las mujeres de
algunos soldados extranjeros, le había enviado una carta para pedirle que
ordenase una investigación y, si resultaba confirmada la acusación, hacer
ejecutar a los culpables como a bestias salvajes. En esta misma carta, tomándose
como ejemplo, escribía:
“En
cuanto a mí, tanto da que haya tomado la libertad de ver o incluso desear ver a
la mujer de Darío [Stateira], no podría sufrir que se hablara de su belleza
delante de mí.”
PLUTARCO,
Vida de Alejandro, XXXVIII.
Su
desinterés —podría decirse incluso su aversión— por los asuntos de la carne se
muestra también en estas dos anécdotas en relación con la pederastia que cuenta
Plutarco:
“Filóxeno,
que era su lugarteniente, le escribió una vez que cierto mercader tarentino,
llamado Teodoro, tenía dos muchachos jóvenes para vender [como esclavos], de
gran belleza, y le preguntaba si deseaba que se los comprase. Alejandro se
indignó tanto ante la proposición que exclamó varias veces delante de sus
amigos: « ¿Qué depravación ha creído Filóxeno descubrir en mí para hacerme
semejante propuesta?», e inmediatamente le respondió, con muchas injurias, que
mandase al mercader tarentino al diablo, y su mercancía con él.
Del
mismo modo arremetió con severidad contra un joven llamado Hagnón, que le había
escrito que quería comprar un muchacho llamado Cróbulo, famoso en la ciudad de
Corinto por su belleza.”
PLUTARCO,
Vida de Alejandro, XXXVIII.
Indiferente
a la lujuria, Alejandro tampoco se dejaba llevar por la glotonería: «Se imponía
a su estómago», escribe Plutarco. La vieja princesa Ada («vieja» para la época:
era simplemente sexagenaria), a la que había hecho reina de Caria y a la que
consideraba como su madre (¡otra más, después de Olimpia y la madre de Darío!),
le enviaba todos los días, con idea de complacerle, viandas exquisitas, pastas,
confituras y golosinas que preparaban para ella los mejores cocineros y
pasteleros de su país. Le escribió afectuosamente que no se molestase tanto por
él porque su preceptor —el severo Leónidas— le había acostumbrado a un régimen
mucho más tonificante: levantarse antes del alba, comer poco en el almuerzo,
caminar por la noche a manera de cena. Este Leónidas, le decía Alejandro,
llegaba incluso a inspeccionar los arcones donde estaban colocadas sus mantas y
sus ropas para comprobar que su madre Olimpia no había escondido entre ellas
golosinas u otras cosas superfluas.
A
diferencia de su padre, no era un gran bebedor, aunque el vino fuese la bebida
nacional en Macedonia. Sin embargo, cuando no estaba ocupado en la guerra o la
política, le gustaba permanecer mucho tiempo a la mesa, para hablar; y como
siempre mantenía largas conversaciones con sus comensales, a menudo le llenaban
su vaso de vino. Pero cuando estaba concentrado en los asuntos, se tratase de
combates o tratados, no había banquete, ni festín, ni juego, ni bodas que
pudiesen detenerle en lo que hacía y, en este caso, cuando le proponían algún
placer, respondía, como más tarde Clemenceau: «¡Yo hago la guerra!»
Al
margen de las batallas o los asedios —y ya hemos visto que, desde que había
franqueado el Helesponto, no había tenido muchos—, su empleo del tiempo era
casi siempre el mismo.
Por
la mañana, después de levantarse, ofrecía sacrificios a los dioses, luego se
sentaba a la mesa para tomar su primera comida —frugal— del día, que los
griegos llamaban el acratismos. Por regla general estaba compuesta de pan
mojado en vino, de olivas e higos. Luego salía de caza, actividad que amaba con
pasión, como todos los macedonios, sólo o acompañado, hostigando a los jabalíes
o disparando simplemente con el arco a algunas aves. A veces, cabalgando sobre
Bucéfalo, perseguía una liebre o un zorro. Cuando estaba harto de cazar,
caminaba campo a través o entre los viñedos y se ejercitaba con el arco y la
jabalina, o también en la esgrima y la lucha, con amigos de su edad.
Todos
los días, o casi todos, pasaba un par de horas dictando el diario de sus hechos
y gestas a Eumenes, el jefe de su secretariado, que, en tiempo de campaña,
también llevaba el diario de a bordo de su ejército. A medida que se extendían
sus conquistas, los problemas administrativos exigían cada vez más tiempo de
Alejandro: había que ordenar, decidir, recompensar, castigar a los generales y
los administradores, próximos o lejanos, que tenían a su cargo el gobierno de
los territorios conquistados a los persas. Poco a poco organizó en torno a él
una especie de administración central del Imperio en relación con los
gobernadores de provincias, que habían sustituido a los antiguos sátrapas
persas.
Cuando
había terminado con la caza, el deporte, la administración, la política y la
lectura, cuya pasión le había transmitido Aristóteles, Alejandro volvía a su
casa, es decir, la mayoría de las veces a una lujosa tienda, dispuesta a la
manera persa, y se relajaba en un baño, frío o caliente, según la estación, y
se hacía dar masajes, frotar y aceitar. Luego iba a inspeccionar las cocinas,
se aseguraba de que nada faltase en ellas, y empezaba a cenar muy tarde, de
noche la mayoría de las veces, con compañeros, generales y embajadores por
comensales. Estas cenas, que, como ya se ha dicho, no eran festines, terminaban
muy tarde, porque a Alejandro le gustaba hablar mucho tiempo, tanto de sus
proyectos como de sus hazañas. Los autores antiguos dicen que le gustaba hacerse
valer, contar sus proezas, como escribe Plutarco, y que gozaba con la
adulación. A veces se vanagloriaba puerilmente, como un soldado fanfarrón, y,
con la ayuda del vino, la cena terminaba muchas veces al alba.
Cuando
sus invitados habían desaparecido, Alejandro no tenía para compartir su
intimidad más que a su amigo Hefestión y, a veces, a Barsine, aunque nuestras
fuentes rara vez la mencionan. En el fondo, este joven conquistador, al que
todo le salía bien de una forma incomprensible, era un solitario, convencido
interiormente de que estaba en la tierra para cumplir una misión que cada día
se hacía mayor a medida que se realizaba. Al punto a que había llegado, su
cruzada panhelénica estaba acabada; pero de manera confusa sentía que, para él,
aquello no era más que un principio.
Antes
de proseguir sus conquistas, el joven rey debía reorganizar política y
administrativamente los países conquistados, que, en líneas generales, y
después de la batalla de Isos, correspondían a la parte de la Turquía moderna situada
entre el mar Negro y la actual frontera siria. La ciudad más septentrional era
Sínope, en las orillas del mar Negro; la más meridional, Alejandreta, en el
golfo del mismo nombre. En la época de la conquista, estos territorios se
hallaban divididos en satrapías. En las satrapías definitivamente anexionadas
al reino de Macedonia, Alejandro estableció una distinción fundamental entre
las «tierras del Gran Rey» y las de las antiguas ciudades griegas (cuyo
territorio se extendía siempre al otro lado de sus murallas). Las primeras eran
extensiones de tierras habitadas únicamente por quienes las cultivaban, hasta
ese momento, a cuenta del Gran Rey, o simples espacios cubiertos de vegetación
natural (pastos de montaña, bosques, estepas arboladas o herbáceas); ahora van
a cambiar simplemente de propietario y a convertirse en las «tierras del rey»
(de Macedonia). Bajo el régimen persa, las segundas eran administradas por una
oligarquía local (griega) o por un rey (tyrannos), sometido al sátrapa de la
provincia, al que pagaban un tributo anual destinado, en principio, al tesoro
del Gran Rey. En todas, Alejandro se esforzó por restablecer la democracia a la
manera ateniense, con asamblea del pueblo, senado y magistrados elegidos, pero
mantuvo o suprimió el principio del tributo según la acogida que le habían
reservado. La autonomía (marcada por la exención total del tributo) y la
libertad (consecuencia de un régimen democrático aceptado sin reticencia) no
les fueron concedidas de entrada. Una vez que las habían adquirido, las
ciudades tenían derecho a adherirse a la Liga de Corinto, que era una especie de ONU greco
macedonia.
Junto
a estas medidas, más o menos transitorias, que variaron según las ciudades,
hubo otras más generales como el derecho a acuñar moneda, la instauración de
una contribución voluntaria administrada por el fisco macedonio, o la
autorización concedida a ciertas ciudades de agruparse en uniones
político-religiosas (que no se permitía a las ciudades griegas de Europa). Se
puede ver ahí el esbozo de una política de conjunto, con vistas a la creación
de un Estado mediterráneo unificado e incluso centralizado, que no verá la luz
sino tres siglos más tarde, gracias a la obra de Julio César.
Lo
que fue sin duda más duradero y logrado en esta tentativa de unificación fue la
creación de una administración financiera centralizada. Alejandro instituyó (al
parecer a partir del año 330 a.C.) una caja de imperio que reemplazó
progresivamente a la caja militar, cuyos recursos provenían de la venta de los
botines y los prisioneros a ricos particulares, así como de los tributos
impuestos a las poblaciones vencidas; la caja de imperio, especie de Tesoro
Público cuya institución debe adjudicarse al crédito de Roma, absorberá la caja
militar y será alimentada, además, por impuestos cobrados por una
administración adecuada.
Todas
estas disposiciones no fueron decididas de golpe; se pusieron en marcha de
forma progresiva, en función de las circunstancias, porque, después de la
derrota del Gran Rey, Alejandro iba a lanzarse a nuevas conquistas.
El
vencedor de Isos podía elegir entre dos estrategias: perseguir a Darío, que
había huido hacia Tápsaco, a orillas del Eufrates, de donde iba a dirigirse a
Susa atravesando Mesopotamia y conquistar así el Imperio persa; o bien acabar la
conquista de las costas del Mediterráneo (las de Siria y Egipto) y reducir de
este modo a la impotencia a la flota persa, que era dueña del mar Egeo. La
primera era audaz: convertirse en el Gran Rey de Asia, sustituyendo a los
Aqueménidas, ¡qué perspectiva grandiosa! La segunda era más política y
prudente, y condicionaba el éxito de la primera. Alejandro decidió ser prudente
primero y audaz después: eligió dirigirse hacia Siria.
Pero
antes, había que tratar y negociar. Con Bálacro como gobernador de Cilicia, esa
provincia marítima estaba en buenas manos y podía partir tranquilamente hacia
Siria; en cambio, la marcha hacia Tiro y Gaza, las dos ciudades importantes de
la costa siria, le obligaban a firmar acuerdos de paso con la pequeña isla de
Arados y la aldea de Marato que estaba enfrente, en el continente, en tierra
fenicia.
A
finales del año 333 a.C, Alejandro deja pues Isos en dirección sur, a lo largo
de la costa sirio-fenicia, con su gran ejército, aumentado con los prisioneros
persas, los bagajes del Gran Rey y sus serrallos. Después de tres días de
marcha, encuentra al fenicio Estratón, hijo de Geróstrato, rey de la isla de
Arados y de los territorios continentales situados enfrente: le informa de que
su padre navega con el almirante persa Autofrádates, cuya imponente flota
navega por las aguas del Peloponeso. Luego Estratón pone una corona de oro
sobre la frente de Alejandro y le entrega oficialmente la isla de Arados, la
pequeña ciudad de Marato y cuatro villas costeras vecinas. Esta negociación llevó
dos o tres días; mientras se desarrollaba, llegaron a Marato enviados de Darío,
portadores de una carta para Alejandro.
En
esta misiva el Gran Rey le recordaba que su padre, Filipo II de Macedonia,
había sido amigo de su propio predecesor, Artajerjes III, y que había firmado
con él un tratado de alianza; que era Filipo el primero que había cometido faltas
hacia Arses, sucesor de Artajerjes y que desde que él, Darío, se había
convertido en rey de los persas, Alejandro no había hecho nada para restablecer
la alianza rota. Al contrario, había entrado en Asia con su ejército y él,
Darío, había tenido que bajar hacia la costa cilicia con sus tropas, porque se
encontraba en estado de legítima defensa y en derecho a conservar el poder
heredado de sus padres. La suerte de las armas había sido favorable al
macedonio, de acuerdo, pero Darío, al dirigirse a Alejandro como un rey a otro
rey, le pedía que le devolviese a su madre, su mujer y sus hijos que había
hecho prisioneros. Tras lo cual, estaba dispuesto a tratar con los embajadores
que tuviera a bien enviarle el rey de Macedonia.
Este
último redactó inmediatamente la siguiente respuesta, que hizo llevar al Gran
Rey a través del mensajero Tersipo, que partió hacia Susa con los enviados de
Darío:
CARTA
DE ALEJANDRO A DARÍO III CODOMANO
Vuestros
antepasados invadieron Macedonia y el resto de la Hélade , y les hicieron mal
sin haber sufrido anteriormente malos tratos de parte de los helenos. Yo,
Alejandro, elegido estratego supremo de los helenos y decidido a vengar esos
ultrajes, he pasado a Asia, porque nos habéis proporcionado nuevos motivos de
guerra. Habéis socorrido a la ciudad de Perinto, culpable con mi padre
[Alejandro, adolescente, había asistido al asedio en 340 a .C] cuando la asediamos
y Artajerjes envió un ejército a Tracia,
que estaba bajo nuestra hegemonía. Mi padre fue asesinado por conspiradores que
actuaron instigados por vosotros, y tú te has vanagloriado de ello en cartas
que todo el mundo conoce. Después de haber asesinado a Arses con la ayuda de
Bagoas, te has apoderado del poder de una manera ilegítima, con desprecio de la
ley persa y haciendo daño a los persas. Has mandado distribuir por todas las
ciudades griegas una carta vergonzosa, incitándolos a guerrear contra mí. Has
hecho llegar ayudas a los lacedemonios y a otras ciudades griegas; éstas los
han rechazado, pero los lacedemonios las han aceptado. Tus emisarios han
alentado a mis amigos contra mí y han tratado de romper la paz que yo había
conseguido para los helenos. Por eso he partido en campaña contra ti, pero eres
tú el que ha tomado la iniciativa de manifestarme tu odio. Ahora he vencido, en
un combate leal, a tus generales y tus sátrapas. Luego te he vencido a ti y
también a tu ejército. Ahora, por la gracia de los dioses, yo soy el amo de
este país. Me cuido de los que, tras haber combatido contra mí a tu lado, han
abandonado la lucha y buscado refugio a mi lado. No tienen motivo de queja
contra mí. Al contrario, se han puesto bajo mis órdenes por propia voluntad. En
estas condiciones, puesto que soy el amo de Asia, ven tú también hacia mí. Si
una vez aquí temes sufrir malos tratos, envía amigos tuyos y toma garantías.
Una vez que estés aquí, pídeme tu madre, tu mujer, tus hijos: todo lo que
desees, lo tendrás. Pero en adelante, cuando tengas nuevos mensajes que
dirigirme, hazlo como al rey de Asia. No vuelvas a escribirme como de igual a
igual, sino como a aquel que es el dueño de todo lo que antes poseías. En caso
contrario, reflexionaré y castigaré, por falta de lesa majestad. Si no estás de
acuerdo sobre la posesión del poder, enfréntate a mí otra vez, te espero a pie
firme. Pero no huyas: donde estés, yo sabré encontrarte.
ARRIANO,
op. cit., II, 14.
Tras
enviarla, Alejandro prosiguió su avance hacia el país de los fenicios, en dirección
a Biblos y Tiro. El mes de enero del año 333 a.C, que acababa de empezar, se
anunciaba radiante.
2. Conquista
de Fenicia
En
el tercer milenio antes de nuestra era, al mismo tiempo que unos pueblos
semitas, los acadios y los babilonios, se establecían en Mesopotamia, otros
semitas tomaban posesión, más al oeste, de los territorios que corresponden a
los estados modernos de Siria, Líbano, Israel y Jordania, en esa región también
llamada Siria-Palestina por los geógrafos y «país de Canaán» en la Biblia. Estos
pueblos, que glo-balmente se llaman cananeos, van a sufrir a lo largo del II
milenio a.C. una serie de invasiones de pueblos no semitas (sucesivamente, los
hurritas, los hicsos, los hititas y, hacia el 1200 a .C, los pueblos del
mar, entre los que figuran los pelesetes o filisteos, que dieron a Palestina su
actual denominación). A estas invasiones militares y destructoras se
superpusieron las lentas infiltraciones de semitas nómadas, que no cesan de
afluir a la región con dos pueblos importantes entre ellos: los arameos y los
hebreos, que son sin duda una tribu aramea precozmente individualizada.
Hacia
el año 1100 a .C,
los cananeos no representan prácticamente nada en esta región de paso, tan
convulsionada, del mundo del Oriente Próximo, salvo en la costa mediterránea
donde algunos de sus elementos —llamados fenicios por los griegos— dan una
fortuna nueva a las antiguas ciudades costeras como Biblos (al norte de Beirut). Estos fenicios,
instalados en el actual Líbano, son origen de toda una serie de factorías
comerciales en la costa siria primero (Arados, Biblos, Sidón, Tiro), luego en
el Mediterráneo occidental, hasta Gibraltar. La conquista persa había hecho de la Fenicia una
circunscripción administrativa integrada en la satrapía de Siria.
Desde
siempre, los fenicios se habían dedicado al comercio marítimo en el
Mediterráneo, y el Imperio persa representaba una enorme salida a las
mercancías que transportaban en sus navíos. También habían respondido a la
llamada del Gran Rey cuando éste había tratado de llevar la guerra a aguas
helénicas. Ahora que el Gran Rey no era nada, las ciudades fenicias —todas
ellas dirigidas por un monarca local— estaban pensando en romper los vínculos
de vasallaje que las unían a Darío, para aliarse con su vencedor. Así se
explica el gesto de Estratón de Arados ofreciendo una corona dorada al vencedor
de Isos. Alejandro, que en ese mes de enero de 332 a .C., continuaba su
avance hacia el sur, recibió así, de pasada, la sumisión de Biblos, con un
tratado en debida forma; luego de Sidón, cuyos habitantes detestaban a los
persas y a Darío.
Desde
Sidón, Alejandro avanzó hacia Tiro que, como Arados, era una ciudad doble: la
antigua ciudad seguía existiendo, construida en tierra firme, pero el palacio
real, los almacenes y los puertos se encontraban en una islita, notablemente
defendida por las murallas que la rodeaban: tenían cincuenta metros de altura
aproximadamente y casi otro tanto a lo ancho. Durante la ruta, el rey encontró
a los embajadores tirios que habían salido a su encuentro, encabezados por el
hijo del príncipe Acemilco, que reinaba en la ciudad; le informaron de que Tiro
estaba dispuesta a someterse y acogerle. Alejandro les dio las gracias por su
cortesía, hizo el elogio de su ciudad y anunció que tenía la intención de
dirigirse a ella para ofrecer un sacrifico a Heracles, el antepasado de su
dinastía. Y fue entonces cuando empezaron las dificultades.
Los
tirios eran ante todo comerciantes y banqueros. Una parte de su flota navegaba
por el Mediterráneo con la flota persa, de acuerdo con el estatuto de Tiro, que
era vasallo del Gran Rey, pero en el conflicto entre Macedonia y Persia
trataban de permanecer neutrales. Cuando sus embajadores volvieron para
informarles de la propuesta de Alejandro, sus conciudadanos mandaron responder
que aceptaban de buen grado hacer todo lo que el rey de Macedonia les pidiese,
y que el templo de Heracles situado en la ciudad insular estaba consagrado no
al Heracles griego, es decir, al hijo de Zeus y de Alcmena, que era el
antepasado de Alejandro, sino al dios solar fenicio Baal Melqart, al que los
griegos llamaban el «Heracles tirio». Por lo tanto, aconsejaban al rey de
Macedonia hacer su sacrificio en el templo del Heracles griego, que se
encontraba en la ciudad continental. De cualquier modo, se negaban en redondo a
dejarle entrar con armas y bagajes en la ciudad insular, pues ello supondría
romper su tratado con el Gran Rey. Los tirios se atrincheraban detrás de su
estatuto de Estado neutral: no permitirían a ningún persa ni a ningún macedonio
entrar en su ciudad.
Cuando
Alejandro fue informado de esta respuesta, dio rienda suelta a su cólera y
reunió a sus generales:
—Amigos
—les dijo—, considero que sería una locura marchar sobre Egipto abandonando el
control de los mares a los tirios y los persas. Sería igual de ilógico
perseguir a Darío hasta Susa, dejando detrás de nosotros esta ciudad de Tiro
que nos cierra sus puertas, y abandonando tanto Egipto como la isla de Chipre a
los persas que son sus dueños. Si marchamos sobre Babilonia, corremos el riesgo
de ver a los persas ir, aprovechándose de nuestra ausencia, por el mar a
reconquistar las plazas del litoral o a llevar la guerra a Grecia, con sus navíos.
Se entenderán con los espartanos, que son nuestros enemigos declarados, y
verosímilmente con los atenienses, que siguen siendo aliados nuestros debido
más al temor que les inspiramos que por simpatía hacia nosotros.
—
¿Qué propones? —le pregunta Parmenión.
—Propongo
tomar Tiro, la ciudad insular; entonces seremos los amos de toda Fenicia, y la
poderosa marina tiria, la más fuerte del partido persa, pasará a nuestro lado.
—
¿Estás seguro?
—Evidentemente;
una vez sometida su ciudad, los marineros y soldados de la infantería de marina
se negarán a correr a la muerte por cuenta únicamente de los persas o los
espartanos.
—
¿Y los chipriotas? Están cerca y su marina es por lo menos tan poderosa como la
de los tirios.
—O
bien comprenden que su interés es unirse a nosotros, o bien no nos costará
mucho conquistar su isla. A partir de ese momento, reuniendo las tres flotas,
la macedonia, la tiria y la chipriota, seremos los dueños absolutos del
Mediterráneo y entonces la expedición de Egipto no será más que un juego de
niños. Con un Mediterráneo por fin amigo a nuestra espalda y las riquezas de Egipto,
podremos lanzarnos a una expedición contra Babilonia y contra Darío sin ningún
riesgo. Por eso debemos apoderarnos sin más tardanza de la Tiro insular.
Se nos dice que, a estos argumentos
estratégicos, Alejandro añadió, como hacía a menudo, razones místicas.
Pretendió haber tenido un sueño, durante la noche anterior a su consejo de
guerra, en que se había visto acercándose por mar a las murallas de la Nueva Tiro : Heracles le
habría abierto entonces las puertas de la ciudad. Aristandro, el adivino que había
vinculado a su persona, interpretó su sueño de la siguiente manera: Tiro sería
tomada, pero con esfuerzo, porque con esfuerzo había emprendido Heracles sus
famosos trabajos.
El
asedio de Tiro duró siete meses, de enero a julio del año 332 a.C, no sin
dificultades, si hemos de creer la minuciosa descripción que de él hace
Arriano.
La
idea inicial de Alejandro fue construir una escollera de madera, un pontón,
para unir la isla con la tierra firme. El pequeño brazo de mar que la separaba
del continente era poco profundo, salvo en la proximidad de la isla, donde
había seis metros de profundidad y donde el fondo del mar era fangoso, lo que
facilitaba la plantación de postes destinados a sostener la escollera. Los
trabajos empezaron de inmediato, bajo la dirección de Alejandro, que animaba a
los pontoneros, les prometía primas, les hacía saborear los placeres de la
victoria. Al principio, avanzaron deprisa. Pero en cuanto se acercaron a la
ciudadela insular, los obreros, acribillados con flechas y jabalinas lanzadas
desde lo alto de las murallas, atacados por marinos tirios montados en rápidas
trirremes, tuvieron que replegarse presurosamente a tierra firme.
Entonces
Alejandro mandó construir al final de la escollera dos torres de madera sobre
las que colocó máquinas de guerra como las que se utilizaban en los asedios
terrestres, recubiertas de cueros y pieles de animales, lo que las protegía de
las flechas encendidas que los tirios lanzaban desde sus murallas. Con mucha
habilidad, los sitiados llenaron de ramas y leña muy seca un navio que servía
para el transporte de caballos, en cuya proa amontonaron, bien apiladas,
virutas de madera y antorchas cubiertas de pez y llenas de azufre y otras
materias fácilmente inflamables; también colocaron dos mástiles que unieron
mediante una verga doble de los que colgaban calderos llenos de líquidos
inflamables que debían activar las llamas de las virutas de madera. Asimismo
habían cargado de peso la popa del navío, de modo que su proa se alzaba muy por
encima del agua.
Una
vez acabados estos preparativos, los tirios acecharon la llegada del viento en
dirección de la escollera y, cuando éste se levantó, remolcaron su navío,
transformado en bomba incendiaria flotante, hasta la escollera y las torres que
habían construido los pontoneros; en cuanto estuvieron cerca, prendieron fuego
a las virutas de madera. Pronto empezaron a arder las torres, y los soldados
macedonios que trataban de acercarse para apagar el incendio fueron
acribillados a flechas por los arqueros apostados en las murallas.
Todo
ardió en poco tiempo: las torres, la escollera, los andamiajes, los techos de
protección, los pilotes, y hubo gran cantidad de víctimas entre los macedonios,
algunos de los cuales se preguntaban por qué se empeñaba Alejandro en una
empresa como aquélla, condenada evidentemente al fracaso. Luego, cuando las
torres que eran presa de las llamas se derrumbaron, los tirios hicieron una
salida en masa, en pequeñas chalupas, se dirigieron hacia la escollera e
incendiaron todo lo que no había sido destruido por el fuego de su diabólico
navio.
Cuanto
más parecía escapársele Tiro, más se empeñaba Alejandro en apoderarse de la
ciudad. Ordenó reconstruir una escollera a partir de tierra firme, pero más
ancha que la que había ardido para poder disponer en ella de más máquinas de
guerra, más ingenieros y obreros, más soldados. Mientras los trabajos volvían a
empezar, partió para Sidón con el objetivo de encontrar trirremes, porque se
había dado cuenta de que mientras no tuviese el control absoluto del mar no se
apoderaría de Tiro. En los días siguientes tuvo la sorpresa de ver acudir en su
ayuda, con sus flotas, a unos aliados inesperados: Geróstrato, rey de Arados,
Enilo, rey de Biblos, y a los sidonios, todos ellos fenicios, con ochenta navíos
en total. También llegaron barcos armados para la guerra de Soles, de Malo, en
Cilicia, de Licia, un navio de cincuenta remos de Macedonia, y — ¡oh,
maravilla!— ciento veinte navíos chipriotas. Una verdadera coalición de
potencias marítimas se había organizado espontáneamente contra Tiro: unas para
eliminar a un competidor poderoso, otras porque apostaban a Alejandro ganador
frente a Darío. Mientras tanto, el rey de Macedonia montaba una expedición
«limpieza» contra las tribus árabes del anti-Líbano que aprovechaban las
perturbaciones para acosar a las poblaciones sedentarias de la costa y, sobre
todo, a las caravanas procedentes de Damasco.
El verano acababa de empezar. El sitio de Tiro
duraba hacía seis meses. Alejandro había decidido lanzar todas sus fuerzas al mismo
tiempo contra la isla, unas por la escollera que había sido reconstruida —con
un número imponente de máquinas de guerra—, otras en un combate naval sin
cuartel. En el día por él fijado, hacia finales del mes de julio de 332 a .C, una imponente armada
sale de Sidón y pone rumbo hacia Tiro: por el lado de alta mar avanzan,
majestuosas, las flotas de Chipre, Sidón y Biblos, guiadas por sus reyes; la
flota macedonia ocupa el ala izquierda, por el lado de las tierras. Los tirios,
al comprobar que se hallan en inferioridad numérica, resisten a la tentación de
un combate naval perdido de antemano y reúnen en los puertos de su isla todas
las trirremes que pueden encontrar para impedir el acceso a los navíos
enemigos.
Llegado
a la vista de la Tiro
insular, Alejandro da la orden a la flota chipriota de bloquear la salida del
puerto tirio que mira hacia Sidón (es decir, hacia el norte), y a la flota
fenicia hacer otro tanto en el lado que mira hacia Egipto (es decir, hacia el
sur). Las máquinas de guerra avanzan sobre la escollera. Los tirios hacen
retroceder a los asaltantes disparando sobre los navíos jabalinas y flechas
encendidas lanzadas desde lo alto de sus murallas; como han colocado grandes
bloques de piedra en las aguas (bajas) que rodean la isla, los grandes navíos
de transporte de los macedonios no pueden avanzar y hay que retirar esos
bloques del mar. Pero el trabajo sólo puede realizarse desde los puentes de los
propios barcos, que echan el ancla como pueden; los buceadores tirios, muy
hábiles bajo el agua, cortan los cables que unen las anclas a los navíos y
éstos se alejan a la deriva. Entonces los macedonios sustituyen los cables por
cadenas y terminan por limpiar el fondo del mar alrededor de la isla tiria.
Esta vez los heroicos tirios se
encuentran bloqueados por todas partes. Deciden hacer una salida y lanzar un
ataque sorpresa contra los navíos chipriotas, fondeados al norte de la isla.
Con este objetivo, tienden durante la noche enormes toldos delante de la
entrada del puerto a fin de ocultar sus preparativos al enemigo. Al día
siguiente, hacia mediodía, sus barcos y marinos están preparados para el
combate, mientras que Alejandro se ha retirado a su tienda, sin duda para comer
o descansar, porque el sol de julio es ardiente, y los marineros enemigos se
dedican a sus ocupaciones de rutina. Los tirios sacan entonces hacen salir
trece bajeles rápidos y potentes del puerto, que se lanzan sobre las naves
chipriotas y, mientras los remeros aceleran la cadencia, los soldados de la
infantería de marina tiria, lanzando gritos de guerra, pasan al ataque de los navíos
enemigos. Unos están vacíos, otros anclados con tripulaciones reducidas y el
ataque por sorpresa tiene éxito: dos navíos de guerra chipriotas de cinco filas
de remeros por cada lado son enviados a pique.
Alejandro
reacciona rápidamente. Ordena a la mayoría de los navíos que están con él, a
medida que cada uno completa su tripulación, acercarse al puerto que mira hacia
Sidón para impedir otra salida de los navíos tirios y parte con navíos de
guerra para atacar los barcos tirios que habían hecho aquella salida. Al verlo,
desde lo alto de sus murallas los tirios gritan a sus conciudadanos que vuelvan
a refugiarse, pero los navíos de Alejandro son más rápidos y alcanzan a casi
todos. Durante los días siguientes, los navíos macedonios pudieron acercarse a
las murallas de Tiro, lanzar pasarelas, desalojar a los tirios metro a metro,
mientras que los bajeles de fenicios y chipriotas forzaban la entrada de los
dos puertos de la ciudadela, y la matanza de los tirios empezó: los macedonios
mataron cuatro mil y sólo tuvieron unos cuatrocientos muertos.
Los
magistrados tirios y los sacerdotes se habían refugiado en el templo de
Heracles-Melqart: Alejandro les perdonó la vida. Los demás habitantes de la
ciudad fueron reducidos a esclavitud: treinta mil tirios y extranjeros fueron
vendidos en los mercados de esclavos de la costa. Luego Alejandro ofreció un
sacrifico a Heracles y organizó una procesión y una revista naval en honor de
su mítico antepasado.
Así
fueron tomadas la ciudad y la isla de Tiro, en el mes de julio del año 332 a.C.
Mientras
terminaba el sitio de Tiro, Alejandro recibió a unos embajadores enviados por
Darío. Le hicieron saber que el Gran Rey estaba dispuesto a darle 10.000
talentos por el rescate de su madre, su mujer y sus hijos, y que le proponía
cederle sus territorios en Asia, desde el Eufrates hasta el Mediterráneo. Como
prenda de un buen acuerdo futuro, ofrecía incluso a su hija como esposa al rey
de Macedonia. El ofrecimiento de Darío superaba todo lo que habrían podido esperar
los griegos más exigentes en la época de Demóstenes e Isócrates. Alejandro
reunió en consejo a sus generales y sus Compañeros para discutir la propuesta y
Parmenión habría dicho entonces: «Si yo fuera Alejandro, aceptaría.»
Alejandro,
que tenía ambiciones mayores, le dio esta respuesta, digna de un espartano:
«También yo, si fuera Parmenión.»
Alejandro
hizo saber a los embajadores que, por lo que se refería a los 10.000 talentos,
no tenía necesidad de dinero, y que en caso de necesitarlo tomaría lo que
quisiese donde quisiese, porque era el rey de Asia y todo lo que Darío poseía
era suyo. En cuanto al matrimonio ofrecido por el Gran Rey, respondió que, si
hubiese tenido el deseo de casarse con su hija, no habría necesitado pedirle
permiso. En cuanto al reparto del Imperio persa, tampoco era posible, ya que,
una vez vencido Darío en Isos, ese imperio pertenecía a Alejandro en su
totalidad. Y le repitió, como en su última carta, que si deseaba ser tratado
generosamente, no tenía más que dirigirse a él como un suplicante debe
dirigirse a su rey, y que entonces ninguna petición razonable le sería negada.
Notemos
de paso que esta fanfarronada de Alejandro amenazaba con volverse contra su
autor. El macedonio estaba a punto de partir con su ejército hacia Gaza y
emprender la campaña de Egipto: a Darío le bastaba con reconstituir un ejército
y aprovechar la ausencia de Alejandro para reconquistar sus territorios
perdidos. Estamos, pues, en condiciones de hacernos la siguiente pregunta: ¿por
qué el joven rey, que acababa de cerrar el pico a Parmenión con una frase
lacónica y humillante, había podido dejarse llevar por semejante imprudencia,
la primera de esa clase en su corta vida de conquistador? Todos nuestros
autores cuentan esta algarada, que algunos completan con otra respuesta, más
simbólica y racional. Según Diodoro de Sicilia, por ejemplo, Alejandro habría
dicho a los embajadores que le habían propuesto el reparto del Imperio de parte
de Darío:
“Si
hubiese dos soles, el mundo no podría conservar su hermoso ordenamiento, y si
dos reyes ejerciesen el poder supremo, la tierra habitada no podría permanecer
mucho tiempo sin perturbaciones y sin sediciones.”
DIODORO
DE SICILIA, XVII, 54, 5.
El
Gran Rey era el único que había presentido la caída de Tiro. Todas las ciudades
importantes de la región trataban de atraerse unas los favores, otras el
perdón, del futuro dueño de Siria y enviaban hacia Alejandro embajadores o
mensajeros, asegurándole su apoyo (principalmente material). Sólo Jerusalén
permaneció fiel a Darío, al menos según Flavio Josefo, que nos refiere el
incidente en estos términos, en su Historia de los judíos:
“Mientras
asediaba Tiro, Alejandro escribió a Jeddua, Gran Sacrificador de los judíos,
para decirle que le pedía tres cosas: ayuda, comercio libre con su ejército y
las mismas asistencias que daba a Darío, y le aseguró que, si se las concedía,
no tendría que lamentar haber preferido su amistad a la de Darío. El Gran
Sacrificador le respondió que los judíos habían prometido a Darío, bajo
juramento, no alzar armas contra él y que no podían renegar de su promesa
mientras él estuviera vivo. Alejandro se irritó tanto por esta respuesta que
hizo saber al Sumo Sacerdote que, inmediatamente después de tomar Tiro,
marcharía contra Jerusalén con su ejército para enseñarle, a él y a todo el
mundo, a quién debían hacerse juramentos semejantes.”
FLAVIO JOSEFO, op. di., XI, VIII, 451.
Sin
embargo, el mismo autor nos dice que Jeddua tenía un hermano, Manases, casado
con Nicasis, hija del gobernador persa de Samaria, Sanabaleth. Este matrimonio
era contrario a la ley judía, porque casarse con una extranjera suponía
«establecer una mezcla profana con las naciones idólatras, que había sido la
causa de tantos males para los judíos y de su cautiverio en Babilonia» (op. cit.,
XI, VIII, 450), y Jeddua hubo de prohibir a su hermano acercarse al altar de
los sacrificios. Manases fue a quejarse a su suegro; éste lo tranquilizó, le
prometió mandar construir un templo en Samaria, de donde él era gobernador, y
nombrarle Gran Sacrificador. Dio además a su yerno «dinero, casas y tierras», e
instaló asimismo a otros judíos que se habían casado con mujeres no judías, lo
cual, nos dice Josefo, «aporta gran turbación en Jerusalén».
Luego
las cosas se complican: el viejo Sanabaleth traiciona a Darío, se dirige a
Alejandro con sus soldados (según Josefo, eran ocho mil) y le pide, como precio
de esa traición, mandar construir un templo judío en Samaria para su yerno.
Alejandro comprendió de inmediato la ventaja que podría sacar de la existencia
de un partido antipersa en Jerusalén, dirigido por Manases, cuya influencia
podría contrarrestar la del partido propersa de Jeddua, y el templo pedido fue
construido rápidamente mientras terminaba el sitio de Tiro.
El
anuncio de la caída de Tiro causó un efecto tan importante en las poblaciones
ribereñas del Mediterráneo, y sobre todo del Mediterráneo oriental, como el de
la derrota del Gran Rey en Isos en los pueblos de oriente. Sin embargo,
Alejandro debía chocar aún con algunas resistencias antes de entrar en Egipto.
Tras
la toma de Tiro, había ido hasta Damasco donde había confirmado en sus poderes
al sátrapa persa de Samaria, adjudicándole, como gobernador militar, al
estratego macedonio Andrómaco; se aseguró luego de que las plazas de Palestina
en la ruta de Egipto no pondrían obstáculo alguno a su paso. Luego se dirigió a
Jerusalén donde el Sumo Sacerdote, temiendo la cólera de Alejandro, organizó
plegarias públicas en la ciudad, ofreció al Dios de los judíos sacrificios,
según nos cuenta Flavio Josefo, que acabó manifestándose:
“Dios
se le apareció en sueños y le dijo que mandase derramar flores por la ciudad,
abrir todas las puertas, e ir, vestido con sus ricos hábitos sacerdotales, con
todos los sacerdotes igualmente vestidos con los suyos y los demás vestidos de
blanco, ante Alejandro sin tomar nada de este príncipe, porque él, Dios, los
protegería. [...] Cuando se supo que Alejandro estaba cerca, el Sumo Sacerdote
acompañado de los demás sacerdotes fueron ante él con esa pompa. Los [soldados]
del ejército de Alejandro no dudaban de que con la cólera que tenía contra los
judíos les permitiría saquear Jerusalén y que infligiría un castigo ejemplar al
Sumo Sacerdote. Pero ocurrió todo lo contrario: cuando Alejandro vio aquella
multitud de hombres vestidos de blanco, aquella tropa de sacerdotes vestidos de
lino, y al Sumo Sacerdote con su túnica de color azul enriquecida de oro y su
tiara sobre la cabeza, con una banda de oro sobre la que estaba escrito el
nombre de Dios, el rey se le acercó, solo, se prosternó ante él y le saludó
como nunca nadie le había saludado. Entonces los judíos se reunieron alrededor
de Alejandro y le desearon, todos a coro, toda suerte de prosperidades [...].
El mismo Parmenión le preguntó por qué él, que era adorado por todo el mundo,
adoraba al Sumo Sacerdote de los judíos: «No es a él, el Sumo Sacerdote, a
quien adoro —había contestado Alejandro—, es al Dios del que es ministro.»”
FLAVIO
JOSEFO, op. cit, XI, VIII, 452.
Ninguna
otra fuente hace alusión a este incidente, que tal vez fue inventado por Flavio
Josefo.
Más
tarde, Alejandro se dirigió a Gaza, capital de los filisteos, ante la que llegó
a finales del mes de agosto o principios del mes de septiembre de 332 a.C.
Gaza
era una ciudadela encaramada sobre un montículo de laderas abruptas, a tres o
cuatro kilómetros del mar. Rodeada de impresionantes murallas, estaba
gobernada, en nombre del Gran Rey, por un eunuco negro llamado Batis que,
confiando en el espesor de sus murallas y seguro del valor de su guarnición,
formada por soldados persas y árabes, y también de no carecer de víveres, se
negó a someterse a Alejandro: por supuesto, había oído hablar de la toma de
Tiro, pero sin duda estaba convencido de que Darío no tardaría en volver a poner
orden en Fenicia o que recibiría alguna ayuda del vecino Egipto.
Así
pues, Alejandro se vio obligado a poner sitio a Gaza, operación que se
anunciaba difícil debido a la topografía de aquellos lugares. Esperaba poder
utilizar las máquinas de asedio que había empleado en Tiro, pero sus ingenieros
le hicieron observar que las cuestas de la pequeña colina sobre la que estaba
construida la ciudad eran demasiado abruptas para montar allí esas máquinas,
pesadas y voluminosas. Propusieron construir una escollera circular alrededor
de las murallas, hasta la que podrían levantar las máquinas con la ayuda de una
serie de planos inclinados: una vez colocados los arietes en posición, las
murallas de Gaza parecían fáciles de abatir.
La
escollera quedó terminada al cabo de unas semanas. Antes de utilizar las torres
y los arietes, hubo una breve ceremonia religiosa durante la que Alejandro, con
la cabeza ceñida por una corona de flores, debía sacrificar una víctima a los
dioses. En el momento en que iba a empezar la ceremonia, una gran ave de presa
que revoloteaba por encima del altar dejó caer una piedra sobre la cabeza o el
hombro del real sacrificador: Aristandro, el adivino del que nunca se separaba
el rey, interpretó el presagio de inmediato: «Rey, tú tomarás la ciudad de
Gaza, pero debes preocuparte de ti hoy mismo.»
Así
pues, empezó el asedio, pero Alejandro, teniendo en cuenta las recomendaciones
de su adivino, se mantuvo alejado de las murallas de la ciudad. Al cabo de unos
días, los sitiados hicieron una salida y los soldados árabes que defendían Gaza
intentaron incendiar las máquinas de guerra. Los macedonios se encontraron
momentáneamente en mala posición y algunos ya empezaban a huir. Al verlo,
olvidando la predicción del adivino, Alejandro corrió al combate y, con su sola
presencia, enderezó la situación. Durante la escaramuza, fue herido en el
hombro por un proyectil: esta herida le llenó de alegría, porque era la prueba
de que la mitad de la predicción de Aristandro era cierta («debes preocuparte
de ti hoy mismo»), y sacaba la conclusión optimista de que la otra mitad («tú
tomarás la ciudad de Gaza») también debería cumplirse.
Le
cuidaron la herida, luego llegaron de Tiro otras máquinas y las murallas fueron
echadas abajo. Pero no se necesitaron menos de cuatro asaltos para tomar la
ciudad e, incluso una vez abatidas las murallas, sus habitantes, árabes en su
mayoría, lucharon valientemente y la mayoría murió con la espada en la mano. Al
final de la jornada contaron diez mil muertos en las calles de Gaza; sus
mujeres y sus hijos fueron vendidos como esclavos y el botín fue importante:
Gaza era uno de los términos del itinerario de las caravanas que venían de
Arabia del Sur y que transportaban sobre todo especias, mirra e incienso,
plantas que representaban auténticas fortunas en la época.
Entre
el botín, había en Gaza un bellísimo cofrecito de perfumes. Alejandro se lo
quedó, pero no para conservar en él perfumes, objetos indignos de un soldado:
hizo guardar en su interior el ejemplar de la Ilíada del que jamás se separaba,
que había recibido de Aristóteles y que desde entonces se llamó «el ejemplar
del cofrecito».
A
mediados de noviembre o en diciembre del año 332 a.C., Alejandro abandonó Gaza
para dirigirse hacia Pelusio, la primera gran fortaleza de Egipto, en el brazo
más oriental del Nilo, a unos 220 kilómetros de Gaza: todos los autores nos
dicen que llegó a esa ciudad con su ejército tras siete días de marcha, salvo
Arriano, que habla de seis. Su flota le seguía por mar y también fue a fondear
en Pelusio.
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