Memnón
comandante en jefe de los ejércitos persas; su muerte (abril de 333). — Darío
III Codomano (mayo-junio de 333). —Alejandro zanja el nudo gordiano (mediados
de mayo de 333). — Sumisión de la Gran Frigia (junio de 333) y Capadocia
(junio-julio de 333). — Marcha hacia la Cilicia (julio-septiembre de 333). — Baño en el
Cidno y enfermedad de Alejandro (septiembre de 333). —Sumisión de la Cilicia : Tarso (septiembre
de 333). Solos (septiembre-octubre de 333). — Llegada de Darío a Socos
(mediados de octubre de 333). — Cambio de Alejandro y de Darío alrededor de
lsos (segunda quincena de octubre de 333). — Llegada de Darío a Isos y matanza
de los heridos macedonios (finales de octubre de 333). — Preparativos de la
batalla de Isos (principios de noviembre de 333). — Maniobra de Alejandro, que
regresa de Miriandro hacia Isos (10 de noviembre de 333). — Discurso de
Alejandro a sus generales (11 de noviembre de 333 por la mañana). — Partida de
Alejandro y de su ejército hacia Isos (noche del 11 de noviembre de 333). — En
Iso: la disposición de las tropas (mañana del 12 de noviembre de 333). —
Batalla y fuga de Darío (12 de noviembre de 333). — Captura de la madre y la
mujer de Darío: la clemencia de Alejandro y su genio político (12 de noviembre
de 333 por la noche).
En la corte de Susa nadie comprendía nada, ni
el gran rey Darío, tercero de su nombre, ni sus ministros, ni sus generales, ni
sus favoritos. Un joven loco de veintidós años, que nunca había hecho la
guerra, había desembarcado en la tierra imperial en la primavera del año 334 a .C. y, apenas un mes más
tarde, había infligido un severo correctivo a Memnón de Rodas, aquel condotiero
heleno al servicio de Persia que, el año anterior, había obtenido en Asia Menor
victoria tras victoria sobre el ejército grecomacedonio que mandaba Parmenión,
entonces lugarteniente de Filipo. Sin embargo, desde que se había asociado a
Alejandro, con el mismo ejército, Parmenión estaba continuamente en el campo
del vencedor. ¿Qué significaba aquello? ¿Por qué el ejército enemigo, con los
mismos efectivos, los mismos medios y el mismo general, empezaba a ganar todas
sus batallas en Asia Menor cuando el año anterior no había ganado una sola?
¿Qué les pasaba a aquellos occidentales?
Un
heleno que se hubiese encontrado en la situación de Darío habría invocado el
destino, la mala interpretación de los presagios o la cólera de uno de los
múltiples dioses del Olimpo para explicar semejante acumulación de desastres.
Un semita, tanto los picapleitos como los babilonios, habría hecho lo mismo o
habría invocado alguna brujería, y los judíos, que adoraban a un solo Dios,
habrían remitido aquellas desgracias a la maldición de su pueblo por el Eterno.
Pero el soberano persa, nada supersticioso, y cuya religión era esencialmente
naturalista y no implicaba la consideración de los fines últimos ni el de la
salvación de un pueblo, cuyo catecismo moral se resumía en la simplista fórmula
de Darío I, «saber montar a caballo, disparar el arco y saber decir la verdad»,
no tenía explicación que dar a las derrotas del ejército persa. Se imponían
como un hecho: de la misma forma que hay hombres más veloces que otros, hay
unos que hacen la guerra mejor que otros, y Alejandro era uno de éstos.
Por
esa razón, aunque la noticia de la derrota del Gránico había sido acogida en
Susa con cólera, no había hecho temblar a nadie. Ganaremos la próxima gran
batalla, pensaban en la corte; bastará con enviar contra Alejandro dos veces,
tres veces más guerreros.
La
gente de Susa, empezando por el propio Darío III, no habría comprendido que
Alejandro, al que se consideraba tan ardiente e intrépido en los campos de
batalla, fuese tan prudente y avisado en sus designios. De hecho, lo que volvía
al macedonio temible no era su intrepidez, tampoco su genio táctico o
estratégico, sino su motivación primera: no hacía la guerra para apoderarse de
una ciudad y sus tesoros, o para resolver un litigio de honor o para vengarse,
la hacía para liberar pueblos, para crear un mundo nuevo en que los milesios,
los efesios, los sardios, los halicarnasios se gobernasen a sí mismos, con sus
propias leyes, sus propios impuestos, sus propias costumbres. A ojos de estos
pueblos, Alejandro era el «campeón de los nuevos tiempos», como escribe
Droysen, mientras que para el Gran Rey y los sátrapas no era más que un joven
guerrero, algo aventurero, incluso un jefe de banda con suerte, que terminaría
mordiendo el polvo un día u otro: los persas no habían comprendido que, para
los griegos de Asia, Alejandro era no un Cimón o un Milcíades, sino una especie
de Robín de los Bosques. Así pareció al menos durante su campaña del año 333 a .C. en Cilicia, que
estuvo marcada por su victoria sobre Darío III Codomano en Iso, el 12 de
noviembre.
1.
El nudo gordiano
En
la corte de Susa, Memnón se había confesado no culpable y había repetido,
delante de Darío y sus ministros, el razonamiento que había hecho a los
generales persas antes de la batalla del Gránico. Bastaba reflexionar cinco
minutos, dijo, para comprender que un ejército de invasión, sobre todo cuando
es numeroso, debe vivir en el país que invade y, si quiere estar uno seguro de
derrotarle, hay que huir delante de él y aplicar la estrategia de tierra
quemada para privarle de recursos; era además lo que había recomendado. Pero
por un lado, los generales persas no escuchaban sus recomendaciones, ya que le
odiaban por ser heleno (Memnón era oriundo de Rodas, y le hablaban «el rodio»
con condescendencia), y por otro lado, cada uno de ellos veía el triunfo a su
alcance. Memnón seguía creyendo —sin duda acertadamente— que, si hubiese sido
el único en mandar en el Gránico, no habría habido derrota porque no habría
habido batalla, y el gran ejército macedonio tal vez hubiese pasado el río,
pero habría muerto de hambre y agotamiento antes de llegar a Mileto.
Ahora
que el Gran Rey le había nombrado por fin comandante supremo y único de las
fuerzas armadas, por mar y tierra, Memnón había ideado el proyecto de aislar a
Alejandro de la Grecia
continental, de encerrarlo en su conquista y convertirlo así, en cierta forma,
en prisionero de Asia. Disponía para ello de una importante flota, que contaba
con los navíos persas y, además, con los barcos procedentes de Fenicia, Chipre,
Rodas y de todas las Espóradas; una parte de aquellos navíos estaban todavía
delante de la rada de Halicarnaso, y los otros en Rodas. Por si fuera poco, los
gobernadores de Quíos y Lesbos sólo esperaban una señal para romper su alianza
con Macedonia, a la que les había obligado Alejandro, y aún existía un partido
antimacedonio en Atenas, que no esperaba menos para manifestarse.
Lo
primero que había que hacer era cortar las comunicaciones de Alejandro con sus
bases macedonias. A mediados de primavera, Memnón da la orden a su flota de
abandonar su fondeadero y poner rumbo a la isla de Quíos, de la que se apodera
con la ayuda de los oligarcas caídos que habían gobernado antes de la llegada
de Alejandro y en la que restaura el régimen oligárquico en provecho del viejo
tirano Apolónides. Luego pone rumbo hacia Lesbos, donde un colono griego de
origen ateniense, Cares, había desembarcado con un destacamento de mercenarios,
a fin de expulsar al tirano Aristónico y asentar allí la democracia: era el
mismo Cares que había acogido a Alejandro cuando éste había llegado al cabo
Sigeo después de cruzar el Helesponto. Memnón mandó decirle que no se proponía
llevar la guerra a Lesbos, sino «salvar a su amigo Aristónico»; de hecho, se
ganó todas las ciudades de Lesbos salvo la capital, Mitilene, que quiso
permanecer fiel a Alejandro, y que asedió.
Pero de pronto Memnón cayó enfermo y murió. El
bloqueo de Mitilene continuó dirigido por Farnábazo, sobrino de Darío, a quien
el general persa había transmitido el mando antes de morir. Por último, Cares
renegó de su alianza con los macedonios y concluyó un acuerdo: la isla
conservaría su régimen democrático, pero acogería una guarnición persa. Fue
grande la importancia de la pequeña y triunfante expedición marítima de Memnón:
su presencia en las islas de Quíos y Lesbos daba a los persas la posibilidad de
cerrar el Asia Menor y prohibir a Alejandro tanto salir de ella por mar como
recibir refuerzos de Macedonia o Grecia.
No
dejaba de ser menos cierto que la muerte de Memnón libraba a Alejandro de su
enemigo más peligroso y, cuando la noticia llegó a Susa, un mes más tarde, el
consejo de guerra que convocó Darío resultó más bien tormentoso. Según nuestras
fuentes, podemos imaginar su tenor: «¿Por quién sustituir a Memnón en Occidente
para no perder Asia Menor?», preguntó sin duda Darío a sus ministros, y los
señores persas, que cultivaban una moral de caballería y fidelidad al soberano,
le aconsejaron que tomase él mismo el mando de su ejército:
—Ante
las miradas del Rey de Reyes —dijeron— nuestros soldados y nuestros marinos se
superarán y bastará una sola gran batalla para lograr definitivamente que el
macedonio quede en situación de imposibilidad para perjudicar al imperio de los
persas.
En
cambio, los tránsfugas griegos que vivían en la corte de Darío no compartían
esa opinión. Uno de ellos, Caridemo, un condotiero ateniense que había
preferido exiliarse a Susa antes que someterse a Alejandro, era más realista:
—Con
Alejandro hay que obrar con prudencia, y no arriesgarlo todo al resultado de
una sola batalla, en la que el Gran Rey correría el riesgo de perecer
—explicó—. No sacrifiquéis toda Asia por Asia Menor, que no es más que su
umbral. El ejército de Alejandro cuenta, como máximo, con treinta mil o
cuarenta mil hombres, bien entrenados, bien mandados: dadme cien mil hombres,
que no es mucho para Persia, y yo me comprometo a aplastarlo. Posponed el sueño
de una gran batalla ante los ojos del Rey de Reyes, cuya corona no debe jugarse
en un golpe de dados.
Los
señores persas se rebelaron violentamente contra este discurso: lo que proponía
el ateniense Caridemo era un insulto a su valor y no se acomodaba a la
tradición caballeresca de los guerreros persas. Suplicaron a Darío que no
pusiese el destino del Imperio persa en manos de un extranjero que ya había
traicionado a su patria natural, según subrayaron, y bien podría traicionar a
su patria de adopción.
—Os
engañáis —les gritó Caridemo—, vuestra presunción os ciega; no conocéis vuestra
impotencia, ni la potencia de los griegos: no sois más que unos orgullosos y
unos cobardes.
A
pesar de la gravedad de la situación, Darío no podía permitir que sus príncipes
y vasallos fuesen tratados de cobardes por un aventurero griego fuera de la
ley. Avanzó hacia Caridemo y rozó con un gesto hierático el cinturón de su
túnica. Este gesto equivalía a una condena a muerte. Entre los persas, el
cinturón era el símbolo del vínculo que une al vasallo con su soberano: al
rozarlo, el Gran Rey hacía saber que ese vínculo estaba roto. Al punto los
guardias cogieron al griego y Darío ordenó que fuese ejecutado de inmediato,
mientras el condenado Caridemo le gritaba, debatiéndose:
—Gran
Rey, pronto te arrepentirás de tu gesto y recibirás el castigo del suplicio
injusto que tu orgullo me inflige, cuando asistas con tus propios ojos a la
ruina de tu imperio: mi vengador no está lejos.
Caridemo
fue ejecutado pero, una vez aplacada su cólera, al Gran Rey no le costó mucho
comprender que había cometido un error gravísimo. Diodoro de Sicilia y Quinto
Curcio nos refieren que se veía hostigado incluso en sueños por el temor a los
macedonios, y que en última instancia Darío III Codomano se encontró forzado a
bajarse de su pedestal de descendiente de Vistaspa (nombre persa del padre de
Darío I, Histaspes, que, según la tradición, habría sido protector de Zoroastro
[Zaratustra], el profeta de la religión oficial de los persas) a fin de tomar
en persona el mando de sus ejércitos y combatir para salvar el Imperio.
Decidieron
que reunirían el mayor número de mercenarios posible (es decir, de súbditos no
persas del Gran Rey, el equivalente de las antiguas tropas coloniales francesas
o británicas), reclutados entre las tripulaciones de la flota persa —reducida a
inactividad desde que Alejandro había licenciado a la suya—, y que los
concentrarían en Trípoli, en la costa fenicia (en el actual Líbano, cerca de
Beirut). Darío también hizo venir tropas de sus satrapías orientales, fijándoles
Babilonia como punto de encuentro, y eligió entre sus allegados los hombres más
aptos para mandarlas. Así fue como, durante el verano de 333 a .C, se vio llegar a la
antigua capital de Mesopotamia más de 400.000 infantes y no menos de 100.000
jinetes (según Diodoro de Sicilia, XXXI, 1).
El
comandante supremo de las tropas en el frente de Asia Menor fue dejado, hasta
nueva orden, en manos de Farnábazo, con la misión de consolidar mientras tanto
las posiciones de la flota en el mar Egeo; luego el enorme ejército persa,
saliendo de Babilonia, se puso en marcha lentamente hacia el oeste, con el Gran
Rey a su cabeza, transportando consigo en sus equipajes no sólo el tesoro real,
del que jamás se separaba, sino también las mujeres y los hijos de sus serrallos.
Desde
Gordio, donde se encontraba desde finales del mes de abril del año 333 a .C, Alejandro había enviado
a uno de sus generales, Hegéloco, a proteger el Helesponto con la misión de
detener todos los navíos, persas o atenienses, que penetraran en él en cualquiera
de las dos direcciones: quería preservar sus comunicaciones marítimas con
Macedonia en caso de que Atenas hiciese secesión. Desconfiaba de los juramentos
de los griegos, siempre dispuestos a cambiar de bando cuando giraba la fortuna
de las armas. Por el momento, los cuerpos de su gran ejército estaban reunidos
en la capital legendaria de la
Gran Frigia : los hombres con que había recorrido aquel gran
rizo, en Asia Menor, a través de Jonia, Caria, Licia, Pisidia, hasta la ciudad
del rey Midas, a orillas del Sangario (el Sakaria de la Turquía moderna), los
cuerpos de caballería y de la impedimenta que habían llegado desde Sardes con
Parmenión, y el regimiento de los recién casados con permiso que volvían de
Macedonia.
Estamos
a mitad del mes de mayo. Había llegado el momento de que Alejandro reanudase
sus campañas: se había puesto como objetivo para ese año caminar hacia el este
hasta el río Halis (el Kizil de la actual Turquía), luego bajar hacia el sur a
través de la Gran Frigia, para llegar a Cilicia y penetrar en Fenicia. Estaría
entonces a pie de obra para pasar a Egipto, aquella tierra misteriosa que le
atraía, y emprender, en los años siguientes, la conquista de Asia. Pero
entretanto había que volver a la acrópolis de Gordio, para contemplar por
última vez el carro de Gordio.
Se dirige a la acrópolis acompañado de su
estado mayor, y coge entre sus manos el nudo por el que el yugo estaba unido al
carro. Los oficiales que le siguen se detienen, silenciosos. Alejandro busca
con los dedos el extremo de la cuerda de cáñamo que le permitiría desanudarlo:
manipuló el nudo de Gordio durante un largo rato, sin pronunciar palabra. Los
asistentes le observan, inmóviles; unos, supersticiosos, están inquietos, los
otros, más realistas, se sienten azorados y temen la cólera del rey si fracasa.
Él mismo se ha metido en la trampa: si no encuentra el medio de deshacer aquel
nudo, sus lugartenientes, sus amigos y sus soldados pueden desanimarse. Sabe
que él, el jefe, no tiene derecho a dejar Gordio sin haber dado cuenta del nudo
gordiano. Entonces desenvaina lentamente su espada de doble filo de su cintura
y, de un golpe seco, parte el nudo en dos, separando así el yugo del timón.
Luego, volviéndose hacia todos los que le miran, exclama: «Bien, ya está
desatado. ¡Asia es mía!»
La
noche siguiente, Zeus hizo comprender a los griegos que la profecía sobre el
nudo gordiano iba a cumplirse, manifestándose mediante relámpagos y truenos
cuyo estruendo sacude las montañas de alrededor. Al día siguiente Alejandro
ofreció un sacrificio al rey del Olimpo para darle las gracias y, al otro día,
una hermosa mañana de mayo, el gran ejército grecomacedonio se dirigió hacia el
río Halis tomando la vía real creada antiguamente por Darío I el Grande, que
debía conducirlo en primer lugar a Ancira (la moderna Ankara).
La
ruta bordeaba el pie de la montaña que separa la satrapía de Paflagonia, cuyas
costas bañaba el mar Negro, de la Gran Frigia. Los habitantes de esta región le
enviaron embajadores para ofrecerle su sometimiento, a condición de que su
ejército no invadiese los territorios. Alejandro da su consentimiento, a
condición de que su rey acepte obedecer a Cala, el sátrapa macedonio al que
había entronizado en Frigia marítima, a orillas del Helesponto . Llegó a Ancira
tres días más tarde e instauró a un príncipe indígena, Sabictras, sátrapa de
Capadocia.
La
marcha de un ejército tan grande a través del vasto territorio de Capadocia no
podía pasar inadvertida. En Ancira, Alejandro recibió sin duda delegaciones
procedentes de las ciudades griegas del mar Negro, que estaban gobernadas por
tiranos u oligarcas, como Heracles, o por sátrapas persas, como Sínope. Pero el
rey tenía preocupaciones más urgentes: no era el mar Negro lo que buscaba, sino
Cilicia, aquella llanura con forma de triángulo a orillas del Mediterráneo,
rodeada por los montes Tauro y a la que sólo se podía acceder por dos
desfiladeros: el primero, cruzado por la ruta de Ancira, recibía el nombre de
las «Puertas de Cilicia»; el segundo, atravesado por la ruta de Babilonia, se
llamaba las «Puertas de Asiria». Así pues, debía llegar a las primeras antes de
que el ejército persa, procedente de Babilonia, llegase a las Puertas de Asiria,
donde él acudiría a esperarlo.
Esto
parece fácil de escribir cuando se dispone de un buen mapa, pero los atlas de
geografía no existían en esos tiempos y Alejandro únicamente tenía, como
informaciones topográficas, las descripciones del historiador Herodoto y el
relato realizado por Jenofonte de la desventurada expedición emprendida en el
año 401 a.C. por Ciro el Joven contra su hermano, el gran rey Artajerjes II, en
la que había participado el propio escritor; así pues, buscó guías indígenas
que solían acompañar las caravanas.
La
ruta elegida por Alejandro por consejo de esos guías cruzaba oblicuamente la
llanura de Anatolia, desde Ancira hasta la ciudad moderna de Adana; terminaba
en la falda norte del Tauro, que había que franquear por un estrecho
desfiladero —las Puertas de Cilicia— que daba, al otro lado de los montes, a la
vasta llanura cilicia. Era seguro que, si Darío llegaba antes que él a las
Puertas y las cumbres que las dominan, el ejército griego se vería sorprendido
en una trampa mortal: por lo tanto había que marchar deprisa y durante muchas
horas, bajo el cálido sol de estío.
El
gran ejército de Alejandro llegó al famoso desfiladero durante el mes de
septiembre y empezó su descenso hacia la llanura cilicia. Alejandro, montado
siempre en Bucéfalo, partió a toda prisa hacia Tarso (en la actualidad Tarsus,
en la Turquía moderna, a unos sesenta kilómetros al sudoeste de la moderna
Adana), la capital de la satrapía de Cilicia, con su caballería y su infantería
ligera. Entró en ella antes de que el sátrapa persa Arsames hubiese tenido
tiempo de destruir los graneros y las cosechas que contenían.
Agotado
por esa terrible carrera, que había durado tres o cuatro días, lo primero que
hizo Alejandro al llegar a la llanura fue tomar un baño en el Cidno, el río
nacido en el Tauro, cuyas aguas heladas atravesaban la ciudad. Era una
imprudencia; sufrió una congestión y se fue al fondo (una desgracia idéntica le
ocurrió al emperador Federico Barbarroja en 1190, durante la tercera cruzada).
Repescado por sus soldados, el rey fue trasladado a una tienda donde deliró
durante días, sufriendo una fiebre fortísima y convulsiones; su entorno le
creyó perdido: todo su ejército lloraba. Luego Alejandro recuperó poco a poco
el sentido, y su médico personal, Filipo, le preparó una purga, según las
reglas de la medicina hipocrática que le habían enseñado en Pela. Mientras el
hombre del arte mezclaba los ingredientes de su remedio en una copa, fueron a
llevar al rey de Macedonia una carta de Parmenión, en que le invitaba a
desconfiar de Filipo, del que se decía que habría sido comprado por Darío para
que le hiciese perecer envenenándolo. Alejandro, que se había recuperado, leyó
la carta sin pestañear, tomó la copa que le tendía Filipo, le dio la carta a
leer a cambio y, sin esperar su reacción, se bebió el remedio de un trago ante
la mirada impasible de su médico, demostrándole así la confianza que tenía en
él.
La
purga y el temperamento del macedonio obraron maravillas. Esa misma noche,
Alejandro ya estaba dando órdenes. Dado que el ejército persa, mandado por
Darío, llegaba desde Babilonia, había que cerrarle el paso en las Puertas de Asiria,
en las montañas que cierran el acceso a Cilicia, en la ruta de Babilonia; ésa
debía ser la misión de Parmenión, que partió inmediatamente hacia el este con
la infantería del ejército grecomacedonio, un regimiento de mercenarios griegos,
la caballería tracia y la caballería tesalia. El rey mismo se dirigió
rápidamente hacia el oeste, a fin de recibir el sometimiento de las ciudades de
Cilicia.
La
primera que visitó, a un día de marcha de Tarso, fue Anquíalo, que, según
decían, había sido fundada antaño por el último rey de Asiria, el famoso
Sardanápalo. Luego se dirigió a Solos (en griego: Soloi), una colonia de la
isla de Rodas, pero muy próxima a los persas (indudablemente a causa de los
orígenes rodios de Memnón), lo cual incitó a Alejandro a instalar allí una
guarnición e imponer a los habitantes de esa ciudad una contribución
excepcional de 200 talentos de plata. El griego hablado en esa ciudad, poco
civilizada a fin de cuentas, estaba esmaltado de groseras faltas, que desde entonces
se llaman solecismo en referencia al nombre de la ciudad. Luego Alejandro
partió de Solos con tres batallones de infantes y arqueros, para dirigirse
hacia las zonas montañosas de Cilicia: en una semana consiguió la sumisión de
todas las aldeas que las poblaban. La más importante, Malo, era presa de una
guerra civil, a la que Alejandro puso fin; y como se trataba de una colonia de
Argos y él se consideraba descendiente de los Heraclidas de Argos, exoneró a
esa población de impuestos.
Estaba
todavía en Malo cuando los exploradores le informaron de que Darío no se
hallaba lejos: acampaba con su formidable ejército en Socos (Sochoi, en
griego), en un lugar no identificado entre Alejandreta y Alepo, en la frontera
actual que separa Siria de Turquía, a menos de cinco días de marcha de Malo.
Hacía un mes aproximadamente que el otoño había empezado: desde hacía unos días
llovía mucho y anochecía cada vez más pronto en ese final del mes de octubre.
El
Gran Rey había comprendido por fin que Alejandro no era un simple guerrero
macedonio con suerte, sino el jefe de una cruzada que no sólo trataba de
expulsar a los persas de Asia Menor, sino también destruir su Imperio. La
anécdota del nudo gordiano, que le habían contado, resultaba significativa. Por
eso, durante la primavera anterior, mientras Alejandro acumulaba éxitos
puntuales en Capadocia, Darío había decretado una especie de leva en masa por
todas las satrapías centrales y orientales del Imperio persa. Las tropas cuyo
mando iba a asumir él mismo en Babilonia formaban el ejército más grande nunca
visto en Asia; Diodoro de Sicilia, a quien ya hemos citado, habla de «400.000
infantes y no menos de 100.000 caballeros», y Arriano nos dice (II, 8, 6) que
«en total, el ejército de Darío reunía alrededor de 600.000 combatientes».
Estas cifras son sin duda exageradas, pero ningún otro dato las contradice.
A
través de sus espías y correos, Darío conocía el itinerario de Alejandro. Había
admirado su inteligencia estratégica y comprendido que las ambiciones del
macedonio no se limitaban a las costas del mar Egeo y a Capadocia, cuya rápida
conquista no había sido para el hijo de Filipo más que una entrada en materia,
necesaria, por lo demás, para asegurar sus retaguardias y animar la moral de
sus soldados y oficiales. Lo que ahora pretendía Alejandro era en primer lugar Cilicia,
la rica Fenicia, Palestina y, más allá, el fabuloso Egipto. Por eso, razonando
de la misma forma que su adversario, el Gran Rey había previsto que pasaría
inevitablemente por el desfiladero de las Puertas de Cilicia, las Pyíes
cilicias: ahí había decidido esperarle y destruir su ejército.
«Pero
este diablo de macedonio se me ha adelantado», vociferó.
En
efecto, esto cambiaba los datos del problema. Mientras que Darío había esperado
dar cuenta del gran ejército de Alejandro cogiéndolo en una emboscada en la
montaña, en las Pyles, el macedonio le imponía una batalla organizada en campo
abierto, una clase de operación en la que el ejército persa no tenía
experiencia y en la que, en cambio, los estrategos griegos, de los que
Alejandro era heredero, resultaban maestros consumados. El resultado de un
enfrentamiento así dependía en gran parte del campo de batalla escogido.
En
la segunda quincena de octubre del año 333 a .C, al salir de las montañas de Asiria el
Gran Rey había decidido desplegar sus tropas cerca de un lugar que los autores
antiguos llaman Sochoi (Socos), en el corazón de una vasta llanura, lo bastante
extensa para permitirle hacer maniobrar a su enorme ejército y sacar el mejor
partido de su excelente caballería, cuyas cargas eran homicidas. Pero Alejandro
se había retrasado en las montañas, encima de Tarso, y Darío, impaciente por
acabar, en lugar de esperarle en Socos, donde tenía todas las posibilidades de
vencer, pensando que Alejandro no se atrevía a tomar la iniciativa del ataque,
decidió marchar hacia él. Envió a Siria, a Damasco, todo lo que podía retrasar
el avance de su ejército, es decir la impedimenta y los serrallos, y penetró en
Cilicia para sorprender al rey de Macedonia.
Pero
mientras Darío le buscaba en dirección a Tarso, Alejandro ya se había movido
hacia Socos, a lo largo de la orilla del mar, bordeando el golfo de
Alejandreta. Así pues, el macedonio no había encontrado al ejército persa donde
esperaba; de paso, había dejado en Isos a los enfermos y heridos de su
ejército, con la intención de recuperarlos a la vuelta y, siguiendo siempre la
orilla del mar, había llegado hasta los alrededores de la actual ciudad de
Isjanderun (ex Alejandreta), en un lugar llamado Miriandro, a la entrada de
Fenicia (en la costa sirio-libanesa actual).
Mientras
tanto, Darío, al no hallar al ejército griego en Cilicia, desandaba el camino,
con objeto de volver a Socos. Al pasar por Isos descubrió el hospital de
campaña instalado por su adversario, mató a los enfermos y heridos y se enteró
—torturándolos o por medio de sus exploradores— de que Alejandro y su ejército
se encaminaban hacia el sur por la costa del Mediterráneo. De manera
imprudente, Darío concluyó que su enemigo huía delante de él, y sin duda se
frotó las manos de alegría. La pequeña llanura costera por la que huía el
ejército macedonio se estrechaba cada vez más en dirección a Miriandro: iba a
verse arrinconado entre el mar Mediterráneo por el oeste y el macizo montañoso
del Amano por el este.
En
otros términos, su enemigo estaba en una ratonera geográfica y a él le bastaba
con cogerlo; Darío decidió por un lado encerrarlo en ella instalando sus tropas
en un pequeño río que cortaba la llanura de Isos, el Pínaro, y por otro lado,
perseguirle hasta que no pudiese seguir avanzando: «Tan sólo había que dividir
a los miles de macedonios y griegos y despedazarlos», decía a sus generales,
que le daban su aprobación prosternándose hasta el suelo. Todos menos uno, pero
el Gran Rey no había querido escucharle: un tránsfuga macedonio llamado Amintas
que le aconsejaba, desde que había llegado a Socos, no moverse y esperar a
Alejandro a pie firme en aquella llanura, donde podría maniobrar a sus 100.000
jinetes a capricho. «¿Y si él no ataca?», había preguntado Darío. El otro
respondió categóricamente que conocía el temperamento de Alejandro y que éste
atacaría a los persas allí donde se encontrasen.
Darío
siguió pues los consejos orgullosos de los señores persas, que le calentaban la
cabeza diciéndole que los cascos de sus caballos aplastarían los cráneos de los
infantes macedonios, y se adentró con sus 600.000 soldados por la estrecha
banda de tierra entre el Mediterráneo y el Amano, a cuyo extremo estaba
convencido de que podría acabar con los griegos.
Cuando
Alejandro supo por sus exploradores que el Gran Rey, en lugar de permanecer en
Socos, le perseguía con su ejército, no dio crédito a sus oídos; para él era un
regalo, porque tendría que combatir contra un ejército demasiado grande para
evolucionar en un campo de batalla demasiado pequeño. Hasta el propio
historiador Arriano se asombra de la iniciativa de Darío:
“Debió de ser necesario algún poder divino
para empujar a Darío a un emplazamiento donde su caballería no le servía de
gran cosa, ni la multitud innumerable de sus combatientes, de sus jabalinas ni
sus flechas, un emplazamiento donde ni siquiera podía mostrar el esplendor de
su ejército, sino que, por el contrario, daba a Alejandro y a sus tropas una
victoria fácil...”
Op.
cit, II, 7, 6.
¿Conque
Darío estaba a su retaguardia? Demasiado bello para ser cierto. Alejandro envió
a algunos Compañeros hacia Isos, a bordo de un navio rápido de treinta remeros,
para verificar la información. No les costó mucho constatar que el ejército
persa estaba allí. El rey de Macedonia comprendió que las cartas estaban
echadas: iba a convertirse en el amo de Asia. Le bastaba con interrumpir su
marcha costera hacia el sur, dar media vuelta hacia Iso, pasando al pie de las
montañas del Amano, y encontrarse de este modo no seguido por el Gran Rey, sino
ante las vanguardias de las tropas persas, y atacarle cuando no le esperaba y
cuando se encontrase en posición desfavorable.
Entonces,
lenta y majestuosamente, alzó su brazo derecho hacia el cielo y tiró levemente
de las riendas de Bucéfalo para detenerle; a sus espaldas, su gran ejército se
inmovilizó en silencio: podía oírse el chapoteo de las olas sobre las rocas.
Era el 10 de noviembre del año 333 a.C. El sol se ponía sobre el Mediterráneo,
el horizonte se teñía de rojo.
2.
La
batalla de Isos
11
de noviembre de 333 a .C.
por la mañana: se acerca la hora de la verdad.
Alejandro
sabe que la maniobra que va a emprender es difícil y que sus hombres están
extenuados. Empieza por tanto por reunir a sus generales, sus jefes de escuadrones
y sus oficiales para informarles de su plan, que consiste en volver hacia Isos,
para sorprender allí a Darío y luchar.
El combate que vais a librar —les dice— es un
combate entre vosotros, los vencedores, y los persas, a los que siempre hemos vencido.
Poned vuestra confianza en el hecho de que el dios de los combates está con
nosotros, puesto que ha inspirado a Darío, cuando estaba en la llanura
totalmente abierta de Socos, propicia para las maniobras de su enorme ejército,
la idea de venir a arrinconar sus tropas en este pasaje estrecho entre el mar y
la montaña, donde nuestra invencible falange tiene de sobra el sitio necesario
para su despliegue, mientras que sus cien mil jinetes, apretados unos contra
otros, ni siquiera podrán cargar. Vosotros, macedonios, expertos desde hace
tanto tiempo en las fatigas y los peligros de la guerra, vais a batiros contra
los persas, cobardes por el lujo. Vosotros, mis aliados griegos, tal vez vais a
combatir a vuestros compatriotas, los mercenarios griegos del Gran Rey, pero no
por el mismo objetivo: ellos por un salario, e incluso por un buen salario,
vosotros por Grecia y su libertad. Y finalmente vosotros, mis aliados bárbaros,
vosotros tracios, ilirios, peonios, agríanos, vosotros sois los pueblos más
fuertes y belicosos de Europa y vais a combatir a las razas bárbaras más
indolentes, más afeminadas de Asia. En nuestro campamento es Alejandro quien
manda, en el campamento enemigo sólo es Darío. Y las recompensas que os valdrán
los peligros que vais a correr estarán en relación con el rango de vuestros
adversarios: no son los pequeños sátrapas de Asia Menor o los jinetes que
habían tomado posiciones en el Gránico los que vais a vencer, es al Gran Rey
mismo, a la élite de los medos y los persas, y vuestra recompensa será reinar
sobre toda Asia. Esta noche volveremos sobre nuestros pasos, pero pasando por
las montañas y no por la orilla del mar, franquearemos de nuevo las Puertas de
Cilicia y mañana por la mañana caeremos sobre Darío y su ejército. ¡Y
venceremos!
Cf.
ARRIANO, II, 7.
El
discurso ha terminado. Sus hombres le dedican una ovación entusiasta y de todas
partes acuden para estrechar las manos de su rey, pidiéndole que los lleve
inmediatamente al combate. Alejandro los calma, los invita a tomar una buena comida
y a prepararse en cuanto caiga la noche. Luego envía exploradores hacia los
desfiladeros que conducen a Cilicia para reconocer la ruta y, al final de la
tarde, el gran ejército grecomacedonio se pone en movimiento. La luna está ya
muy alta en el cielo cuando llega al pie de los desfiladeros. A medianoche los
ha cruzado y, tras haber situado sus puestos de avanzada con el mayor cuidado,
Alejandro ordena a sus soldados descansar y dormir allí mismo, entre las rocas.
Cuando
la oscuridad mengua, al alba del 12 de noviembre del año 333 a .C. ya no hay bruma y,
desde las alturas donde se encuentran, los soldados y sus jefes pueden divisar
ya el futuro campo de batalla. Es una llanura que se extiende, ensanchándose
progresivamente, desde los desfiladeros hasta la villa de Isos, unos veinte
kilómetros más al norte. Se ve el Pínaro, que es más un pequeño torrente que un
río, bajando del Tauro, y al otro lado de ese curso de agua el gigantesco
campamento militar de los persas.
El ejército grecomacedonio baja lentamente
hacia la llanura. Al principio en fila india, porque el paso es muy estrecho,
luego en columna, y a medida que se ensancha, cada columna se despliega
progresivamente en línea. Alejandro hace que su ejército se deslice hacia los
flancos, unos tras otros: los batallones de hoplitas que cubren la izquierda,
hacia el lado del mar; la caballería y la infantería ligera, que cierran la
parte derecha, hacia la montaña. Una vez llegado a terreno descubierto, hace
que su ejército adopte la formación de combate:
— en el ala derecha, por la parte de la
montaña, bajo su mando, las unidades macedonias de infantería (Compañeros e
infantería ligera) y caballería (1.200 Compañeros, 600 jinetes griegos y 1.800
jinetes tesalios, que tienen fama de ser los mejores de todos);
— en el centro, la infantería griega (3.500
hoplitas y 3.500 peltastas que forman la infantería ligera);
— en el ala izquierda, al mando de
Parmenión, el resto de la infantería (12.000 mercenarios, griegos de Asia Menor
o balcánicos) y 1.000 arqueros (agríanos), seguidos por 4.600 jinetes griegos y
900 jinetes tracios; Parmenión había recibido la orden de permanecer pegado al
mar, para evitar el cerco por parte de los persas, que eran innumerables.
Parmenión, hombre muy piadoso, hizo importantes sacrificios a las divinidades
del mar, rogándoles que impidiesen a los bárbaros forzar sus líneas en la playa
de arena que bordeaba el Mediterráneo.
Alejandro avanzaba así, al paso, hacia el río
Pínaro, donde se encontraba Darío en el centro de sus tropas. El Gran Rey había
hecho pasar el río a unos 30.000 jinetes y unos 20.000 infantes, para poner el
resto de su ejército en orden de batalla a lo largo del río, sin verse
inquietado. Su formación de combate era la siguiente:
— en el centro, 30.000 infantes, mercenarios
griegos de Asia en su mayoría, con su séquito, por cada lado, de unos 60.000
infantes de distintos orígenes; era todo lo que el terreno de batalla podía
contener en línea, porque como hemos dicho era muy estrecho;
— en su ala izquierda, pegado a la montaña,
frente al ala derecha de Alejandro, 20.000 hombres de infantería ligera
repartidos en fondo y algunos jinetes que ya había colocado al otro lado del
río;
— en su ala derecha, del lado del mar,
donde la playa era propicia para las evoluciones de la caballería, el resto de
esos jinetes.
El
resto de su ejército —unos 500.000 hombres según las fuentes— se había
repartido en fondo, al azar, siguiendo la configuración del terreno. Él mismo,
de acuerdo con la costumbre persa, estaba en el centro de su dispositivo.
Dicho
en otros términos, Alejandro podía sacar el máximo partido a su ejército, bien
disciplinado, con buenos jefes y ocupando el terreno en línea, mientras que
Darío estaba desbordado por la multitud de sus hombres de armas: tenía la
ventaja del número, pero no la de la posición, porque se veía totalmente
imposibilitado para rodear al ejército griego, debido al poco espacio de que
disponía; por el contrario, cuando Alejandro vio que Darío enviaba su
caballería a la playa, contra Parmenión, desplegó su caballería tesalia por su
ala derecha, para apoyar a este último.
Así
dispuestas las tropas, Alejandro hizo avanzar las suyas lentamente, con tiempos
de parada, para demostrar a Darío que se tomaba su tiempo para avanzar. En
cuanto al Gran Rey, hizo regresar a los jinetes que antes había enviado hacia
la orilla derecha del Pínaro. Luego se mantuvo inmóvil, de pie en su carro (una
cuadriga tirada por cuatro caballos blancos), en el centro de sus tropas,
detrás del Pínaro, en espera del ataque macedonio. Como anota Arriano: «de pronto,
a ojos de Alejandro y su entorno, [Darío] les pareció que tenía una mentalidad
de vencido» (II, 10, 1).
Cuando la infantería de Alejandro alcanzó la
orilla izquierda del río y estuvo a alcance de tiro, los persas lanzaron contra
los hoplitas griegos y macedonios una lluvia de dardos, pero era tan abundante
el número de flechas y jabalinas que éstas chocaban entre sí y caían al río.
La
estrechez del campo de batalla impidió a Darío hacer maniobrar su ejército y
envolver al ejército macedonio. La punta de lanza del ejército persa eran los
30.000 mercenarios griegos del centro.
Luego
en los dos campamentos sonaron las trompetas dando la señal del combate. Los
macedonios, según nos dice Diodoro de Sicilia, fueron los primeros en lanzar su
grito de guerra y su clamor llenó todo el valle; pero cuando luego los
numerosísimos persas les respondieron lanzando el suyo, las montañas de
alrededor le sirvieron de eco y el grito de los persas se propagó como un
rugido de rayo de ladera en ladera.
Alejandro
y su ala derecha fueron los primeros en saltar al río, tanto para espantar a
los persas con la rapidez del ataque como para llegar lo antes posible al
cuerpo a cuerpo, reduciendo así considerablemente la eficacia de los arqueros
enemigos. Ataca el ala derecha (los 20.000 infantes persas de Darío), que se
dispersa bajo el ímpetu de los asaltos de la falange. En cambio, su centro (los
7.000 infantes griegos) es zarandeado por los 30.000 mercenarios griegos de
Darío y está a punto de hundirse; al comprobar que los infantes persas a los
que combatía en su ala derecha huyen en desbandada, ordena a sus hombres
volverse hacia el centro y apoyar a sus camaradas en dificultades, atacando
también ellos a los mercenarios de Darío; éstos son rechazados al otro lado del
río, rodeados por los soldados de Alejandro (los del ala derecha y los del
centro) y finalmente aplastados.
Mientras
tanto, en el ala izquierda de Alejandro, del lado del mar, se desarrollaba un
combate encarnizado entre la caballería tesalia y los jinetes persas. Pero el
destino de las armas ya cambiaba: viendo su centro rodeado y exterminado, los
persas pasan el río, perseguidos por los tesalios, que mataron tantos jinetes
enemigos como infantes había matado la falange. En el campo de Darío la
desbandada era general, hasta el punto de que el propio rey, tras comprobar el
hundimiento y luego el exterminio de su ala izquierda por Alejandro, fue presa
de pánico y, dando media vuelta a su cuadriga, huyó a través de la llanura
hacia las montañas que la bordean con la caballería de Alejandro a sus talones.
La
huida de Darío fue espectacular y digna de inspirar una de esas películas de
gran espectáculo cuyo secreto tenía Hollywood en otro tiempo. La cuadriga real
escapaba a la velocidad del viento hacia los montes Tauro, tirada por cuatro
humeantes corceles, sobre el suelo arenoso de la playa de Iso. Darío lucía su
soberbio atuendo de Gran Rey, con su tocado amarillo de rodetes e incrustado de
piedras preciosas y, flotando al viento, su larga túnica púrpura de mangas
abiertas, cruzada por una ancha banda blanca con dos hileras de estrellas de
oro.
Detrás
de él galopaban Alejandro y varios de los suyos, entre ellos Ptolomeo, hijo de
Lago, su fiel lugarteniente. Habían perdido de vista el carro del rey, pero
podían seguir la huella que sus dos ruedas habían impreso en el suelo seco y
arenoso de la llanura cilicia. Darío es confiado: piensa que cuando haya
alcanzado las montañas, Alejandro será incapaz de encontrarle. Pero cuando, de
arenoso que era, el suelo se volvió rocoso, la velocidad de la cuadriga aminoró
y Darío vio a lo lejos la nube de polvo que le indicaba la aproximación de los
jinetes. Abandona entonces su carro, su túnica, su escudo e incluso su arco y
salta sobre un caballo que lo lleva al galope.
Alejandro
lo persiguió hasta el fin del día sin encontrarlo. Cuando llegó la noche,
volvió al campamento de los persas, que, entretanto, había pasado a manos de
los macedonios. De camino, encontró en un barranco el carro de guerra de Darío,
su túnica, su arco y su escudo, y se unió a los suyos en Isos, cargado con esos
magros pero simbólicos trofeos.
Había
llegado la hora de los siniestros balances. Primero intentaron contar los
muertos. La llanura estaba sembrada de cadáveres, hasta el punto de que sólo
podían franquearse algunos barrancos caminando sobre los cuerpos de los
enemigos que había amontonados allí. Los persas habrían tenido unos 100.000
muertos, 10.000 de ellos jinetes —cifras verosímilmente exageradas, dadas por
las fuentes— y se encontraron los cadáveres de cinco de sus jefes. Entre los
griegos había que deplorar 450 muertos según Diodoro de Sicilia, menos de 200
según Quinto Curcio, 280 según Justino; Arriano no da la cifra total de
víctimas, pero menciona que 120 macedonios «de alto rango» perecieron en la
batalla. El propio Alejandro fue herido en el muslo, pero se ignora por quién.
El
campamento de los persas fue saqueado, como era la norma de la época, pero el
botín fue relativamente escaso, porque, como se ha dicho, el tesoro real había
sido puesto en lugar seguro en Damasco (adonde Parmenión ira a buscarlo poco
más tarde) antes de la batalla: sólo se encontraron tres mil talentos de oro (1
talento equivalía a 26 kilos) en la tienda del Gran Rey, pero se capturó a las
mujeres de la familia real y a las de los parientes y amigos del Gran Rey que
habían acompañado al ejército, según la costumbre ancestral de los persas,
transportadas en carros dorados de cuatro ruedas, provistos de un techo y de
cortinas de cuero. Los vencedores se apoderaron también de los muebles
preciosos, las joyas y los adornos de todo tipo que las mujeres llevaban
consigo. Según Diodoro de Sicilia, que nos describe su infortunio, habrían sido
algo maltratadas:
“¡Penoso
infortunio el de estas mujeres llevadas a cautiverio! Ellas, a las que antes se
transportaba lujosamente en carruajes suntuosos, sin que dejasen ver ninguna
parte de su cuerpo, ahora, vestidas con una simple camisa, con las ropas
desgarradas, escapaban de sus tiendas lamentándose, invocando a los dioses y
cayendo de rodillas ante los vencedores. Despojándose de sus adornos, desnudas,
con el cabello suelto, imploraban gracia, yendo las unas en ayuda de las otras.
Pero los soldados las arrastraban: unos las tiraban de los pelos, otros
desgarraban sus ropas y tocaban sus cuerpos desnudos, que golpeaban con su
lanza.”
DIODORO,
XVII, 35.
Alejandro
había vuelto extenuado de su infructuosa persecución. Habían reservado para su
persona la tienda del mismo Darío, y después de haberse desembarazado de sus armas,
entró en la «sala de baños» del Gran Rey diciendo: «Vamos a lavar y limpiar el
sudor de la batalla en el baño de Darío.» Uno de sus favoritos, que lo
esperaba, le habría replicado, diciéndole (según Plutarco): «En el baño de
Alejandro, pues en la guerra los baños de los vencidos pertenecen por derecho
propio a los vencedores.» Se dice también que, cuando penetró en la alta y
espaciosa tienda de Darío y vio la riqueza de sus muebles y, al entrar en el
baño caliente, las cajitas de perfume de oro fino, los frascos y las ricas
túnicas, se volvió hacia sus familiares y les dijo: «Esto es ser rey, ¿no?»
Luego,
cuando se sentaba a la mesa para cenar, vinieron a comunicarle que le llevaban
unas mujeres llorando: era la madre de Darío, Sisigambis, y Estatira, su
esposa, así como dos de sus hijas: habían sabido que Alejandro había traído la
túnica y el arco del Gran Rey, y le creían muerto. No las recibió, pero uno de
sus compañeros, Leónato, fue encargado de comunicarles que Darío estaba vivo y
que había abandonado su arco y su túnica en la huida; les dijo también que
Alejandro les concedía a cada una el título y los atributos de reina, con
séquito y guardia real, porque Alejandro no había hecho la guerra por odio a
Darío, sino únicamente para reinar en su imperio.
La
anécdota, que cuentan todas las fuentes, es significativa. Lo que revela no es
tanto la magnanimidad de Alejandro cuanto su inteligencia política. El
macedonio no está conquistando Persia para saquearla, o para vengar a Grecia —o
a él mismo— de ofensas pasadas: ha ido para reinar en Persia como reina sobre
los griegos y los macedonios, no como un sátrapa o un tirano, sino para que
cada ciudad, cada satrapía viva según el régimen de los nuevos tiempos cuyo
paladín es él, a saber: gobernada por ella misma, según el modo que desee, y en
paz con todos los demás.
Este
régimen descansa, evidentemente, en una autoridad central —real, si se quiere—
distinta de la del Gran Rey. Alejandro no ha olvidado las lecciones de
Aristóteles: una ciudad, un Estado, no es la simple reunión de seres humanos
que se han dado unas reglas para no causarse daños mutuos y para intercambiar
servicios, económicos o de otra clase; una ciudad es una reunión de familias,
un Estado es una reunión de pueblos que se han unido para vivir bien, es decir,
para que cada uno de ellos pueda llevar una vida perfecta e independiente, en
relación con lo que podría llamarse su personalidad política e histórica.
Como
ejemplo de ese gran proyecto podemos recordar la manera en que Alejandro trató
los territorios que había conquistado desde que puso los pies en Asia. Cuando
liberó Mileto, Halicarnaso, Lidia, Caria y otras satrapías, no las obligó a
someterse a las leyes ni al régimen fiscal de Macedonia; restableció las leyes
bajo las que vivían antes de haberse convertido en vasallos del Gran Rey, y
obligó a sus ciudadanos a pagar impuestos al jefe responsable del Estado que
esas ciudades constituían. Y tales contribuciones no estaban destinadas a
aumentar el tesoro de ese jefe, sino al bienestar de la ciudad-estado y de sus
ciudadanos.
Alejandro
intenta o sueña con construir un sistema político a imagen del racionalismo
aristotélico. Aristóteles le había enseñado que el conocimiento —la ciencia, si
se quiere— consistía en hacer uno y varios al mismo tiempo, en conciliar la
multiplicidad de las percepciones y la unidad del concepto, de la idea.
Asimismo, la política, el arte de gobernar la polis —la ciudad— es hacer de
modo que cada ciudadano sea libre de ser lo que es, pero que el conjunto de
esos ciudadanos sea al mismo tiempo un conjunto de ciudadanos justos. En un
Estado así cada uno es libre y al mismo tiempo está coaccionado por la ley, sin
que haya necesariamente una ley que sea superior a las demás.
Ahora
bien, debido a una especie de necesidad histórica, en el Mediterráneo greco oriental
se constituyó un conjunto de ciudades-estados que durante mucho tiempo se
hicieron la guerra entre sí, lo que engendró una desgracia común, es decir su
sometimiento al Gran Rey persa, al que están sometidos igualmente la multitud
de pueblos de su imperio: cilicios, frigios, capadocios, fenicios, babilonios,
partos, y muchos más. Alejandro quiere a un tiempo unirlos bajo una misma
autoridad —por el momento la suya— y revelarlos a ellos mismos, para que se
impongan o recuperen sus propias leyes. No será por tanto un nuevo Gran Rey,
sino un liberador-unificador de los pueblos de Grecia y Asia. Y la forma
generosa en que trató a la madre y la esposa adorada de Darío es mucho más el
signo de su genio político que una determinada grandeza de alma.
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