La civilización clásica griega empezó con Homero. Los poemas épicos
homéricos —la Ilíada y la Odisea— fueron compuestos originalmente
con casi toda seguridad en la segunda mitad del siglo VIII a.C. Rápidamente se
convirtieron, en su redacción definitiva, en la «biblia» de los antiguos
griegos, en especial la Ilíada; y
siguieron siéndolo hasta que fueron reemplazadas por la Biblia cristiana en el siglo IV d.C. Esto es lo mismo que decir que
durante los siglos VII, VI y V a.C. y con posterioridad, los hombres griegos
eran educados con los poemas épicos homéricos, contemplando las historias que
se reflejaban en ellos como sus orígenes culturales, y considerando los valores
y los ideales expresados en ellos como una autoridad suprema.
HOMERO Y EL ESPÍRITU COMPETITIVO
EN LA CULTURA GRIEGA
Para comprender la antigua cultura griega es importante tener en mente que
los poemas épicos homéricos eran épicas militares: la Ilíada se centraba en la guerra y en los logros del más grande de
todos los guerreros griegos, Aquiles; y la Odisea
relataba la vuelta a casa de un guerrero (de Odiseo [Ulises]) después de una
larga ausencia en la guerra, y su venganza contra todos aquellos que habían
mancillado su «casa» durante su ausencia. De los poemas épicos homéricos los
griegos aprendieron a valorar por encima de todo las virtudes marciales y un
espíritu intensamente competitivo. Porque la virtud, en Homero, está muy
conectada con la destreza marcial y con la competición por el estatus y la
primacía. Los héroes retratados en las épicas homéricas luchan por ser los
mejores, para demostrar su aristeia,
un término que literalmente significa «ser el mejor», de la palabra griega aristos que significa «mejor». Los
griegos aprendieron de Homero a competir por el honor y el estatus, a luchar
por ser el mejor en todas las ocasiones, y a percibir el hecho de ser el mejor
de una forma muy guerrera, de destreza física. Por ejemplo, el héroe Aquiles
era universalmente reconocido como «el mejor de los aqueos» (es decir, de los
griegos). Cuando analizamos las cualidades que lo convierten en el mejor, no
encontramos ninguna sugerencia de bondad moral como posteriormente —después de
Platón, y en especial después del cristianismo— se entendería el concepto:
Aquiles era el más alto, el más fuerte, el más guapo, el corredor más rápido,
el mejor luchador, era propietario del mejor carro de guerra con los caballos
más rápidos, y era todo esto lo que lo convertía en «el mejor», no su carácter
moral. Su excelencia superlativa consistía en sus extraordinarias
características, atributos y cualidades físicas y combativas.
La necesidad de ser el mejor lleva inherente la aparición de un espíritu
competitivo. El mejor significa mejor que los demás. Para un líder homérico
nunca era suficiente con ser bueno: tenía que ser mejor que los demás. Existía
un deseo constante de competir por el estatus relativo, y la forma de probar la
arete (excelencia, más tarde
entendida como virtud) de uno era mostrándose mejor que los demás, derrotando a
alguien, ya fuera un guerrero enemigo en un duelo, o a un guerrero aliado en
logros. Como los guerreros aliados no podían luchar y matarse entre sí, era
necesaria una forma de competición que limitara el peligro de un resultado
letal, que se encontró en la competición atlética.
El ejemplo más notable en la Ilíada
son los Juegos Funerarios que Aquiles celebró por Patroclo, en el que los
guerreros griegos compitieron para demostrar quién era el mejor en una serie de
pruebas físicas: carrera, lucha libre, lucha con lanzas, puntería con el arco,
boxeo y carrera de carros. Los premios se recibían por logros extraordinarios
—ganar o llegar segundo o tercero— y dichos premios se consideraban símbolos de
honor y estatus. De forma similar, se otorgaban premios a los principales
guerreros por sus logros en la guerra: la ira de Aquiles, que forma la base de
la trama de la Ilíada, fue provocada
porque el rey principal Agamenón le quitó los premios que Aquiles había ganado
por su valor, y por eso mancilló su honor. El honor tiene que ser protegido y
acrecentado de forma constante: cuando Ulises, en la tierra de los feacios,
declaró que no estaba dispuesto a participar en una competición atlética, se
burlaron de él hasta que se vio obligado a proteger su honor y mostrar su «ser
el mejor» batiendo a todos los feacios en la competición de lanzamiento. El
término griego para competición era agón,
que es la raíz de la palabra «agonía» y el espíritu «agónico» (competitivo) que
impregnó siempre a la cultura griega es una de las claves para comprender la
naturaleza de la sociedad griega y de la forma de vida griega.
Esta competitividad no era sólo una preocupación aristocrática. Una
generación después de Homero, el poeta Hesiodo compuso su poema épico Los trabajos y los días, idealizando la
forma de vida de la clase de los campesinos independientes en Grecia. Como los
«héroes» aristocráticos, los pequeños agricultores de Hesiodo aparecen
descritos infundidos de un intenso espíritu competitivo, aunque la competición
no era para ellos tanto por el honor como por la riqueza relativa. Hesiodo
constata que existen dos tipos de eris
o conflictos, los buenos y los malos. Los malos —el sentido más habitual de eris— eran los conflictos que
destrozaban una comunidad a causa de una lucha insana y violenta por el poder y
la posición. Pero el tipo bueno de eris
era el deseo de batir al vecino, lo que provocaba que el alfarero compitiera
con el alfarero, el herrero con el herrero, para ver quién podía tener más
éxito. Hesiodo amonestaba a los campesinos y a los artesanos para que
trabajasen duro, para que compitiesen entre ellos por el éxito y para que se
intentasen batir los unos a los otros. El objetivo que fijaba era ser capaz de
comprar la tierra del vecino, en vez de que fuera el vecino el que comprase la
tierra de uno. En definitiva, se trata de una competición muy dura, porque la
tierra y el estatus estaban profundamente conectados en la cultura y la
sociedad griegas, y los hombres sin tierra se encontraban en lo más bajo de la
escala social.
Muchos de los aspectos más admirados y más criticados de la cultura clásica
griega derivan de este espíritu universal de competición. Por un lado, los
extraordinarios logros militares, políticos y culturales por los cuales los
antiguos griegos han sido admirados a lo largo de la historia fueron motivados
por la competición mutua. Por el otro lado, la violencia constante que hizo
descarrilar la historia griega —guerras interminables entre las ciudades
griegas, y frecuentes luchas civiles dentro de las ciudades griegas— derivan
también de esa misma intensa competitividad.
El énfasis de Hesiodo en la competición por la propiedad de la tierra es
especialmente remarcable. Grecia es un país muy montañoso, y más del 80 % de su
tierra continental es tan rocosa y montañosa que resulta inútil para la
agricultura. En consecuencia, la tierra productiva era un bien escaso y
valioso, y la competición por la propiedad o el control de la tierra productiva
no era sólo una competición pacífica entre agricultores que trabajaban duro.
Buena parte de la historia política de las ciudades-estado griegas, con sus
guerras crónicas de las unas contra las otras, se explica por la rivalidad por
el control de la tierra cultivable. Dicho de forma sencilla, los estados
griegos solían desarrollar rivalidades fuertes y frecuentemente hostiles por el
control de los territorios fronterizos, con el resultado de que las disputas
fronterizas resultaron endémicas a lo largo de la historia griega. Los estados
vecinos en Grecia eran prácticamente siempre enemigos en lugar de amigos,
porque en vez de compartir una historia de cooperación, compartían una historia
de disputas fronterizas y de episodios bélicos.
Además, en la misma ansia de tierras, riqueza y, en consecuencia, poder,
los estados griegos más grandes con frecuencia intentaban dominar o incorporar
a vecinos más pequeños, provocando relaciones hostiles; y los estados más
grandes competían por el predominio regional con todos los demás, llevando
inevitablemente a la guerra. Ejemplos de estas características de la relaciones
interestatales griegas son habituales y muy bien conocidas: estados vecinos
como Corinto y Megara, Eretria y Chalquis, Samos y Priene por nombrar a sólo
unos pocos tenían disputas fronterizas de larga duración que envenenaban sus
relaciones. Estados más grandes como Argos y Tebas intentaban dominar o
incorporar vecinos más pequeños como Cleonai, Sición o Epidauro en el caso de
Argos, Platea, Tespeia o Tanagra en el caso de Tebas, provocaban hostilidades
frecuentes. Y los estados grandes como Esparta y Argos, Atenas y Tebas
competían por el dominio en el Peloponeso y en la Grecia central
respectivamente, provocando siglos de hostilidad mutua y guerras frecuentes.
En definitiva, al igual que los individuos griegos, los estados griegos se
veían envueltos en una lucha competitiva constante por ser los mejores. Y ser
el mejor se medía por el poder, la riqueza y sobre todo la cantidad de
territorios y asentamientos que controlaba un estado. La guerra constante entre
los estados griegos mantuvo la presencia continuada del sistema de valores
homérico en la vida griega, y conservó las virtudes militares como las virtudes
más importantes que enseñaba la moral griega. Por muy destructivo que pudiera
ser este estado de guerra por el predominio, y frecuentemente lo era, tuvo el
efecto de convertir a los griegos en unos luchadores duros con una
determinación feroz para defender la independencia personal y de sus
respectivas comunidades. A lo largo de la historia clásica griega, los griegos
se resistieron ferozmente a quedar subordinados a otros, a tener que obedecer
las órdenes de otros, y en especial a tener que pagar impuestos o tributos (de
recursos que nunca se consideraron nada más que adecuados) a los demás.
En la época en la que el Imperio persa empezó a surgir a mediados del siglo
VI a.C. e inició su expansión, intentando someter a los griegos y a las tierras
griegas, los griegos llevaban a sus espaldas más de 150 años de guerra interna
que les había inoculado la dureza y los peligros de la batalla y les había
enseñado un sistema militar muy efectivo. Por el otro lado, el odio mutuo entre
los griegos era una debilidad que los persas podían e intentaban explotar, en
la estrategia clásica del «divide y vencerás». Por eso quiero enfatizar de
nuevo que el sistema de valores homérico y la sociedad y los valores
competitivos y marciales que forjó eran a la vez una fuente de fortaleza y una
fuente de debilidad para los griegos, y resultaba una cuestión muy abierta si
prevalecería la fortaleza o la debilidad.
APRENDIENDO DEL ORIENTE CERCANO
Los griegos que tuvieron que resistir la presión persa, aunque con la guía
de Homero en sus pensamientos y valores, tenían tras de sí doscientos años de
desarrollo desde los días de Homero. Durante estos siglos los griegos habían
explorado y aprendido de otras culturas y tierras del más amplio mundo del
Mediterráneo y el Oriente Próximo, habían creado unas estructuras muy
organizadas y cohesionadas de ciudades-estado dentro de las cuales un amplio
segmento de los ciudadanos compartían derechos políticos e ingresos, habían
desarrollado una cultura única y diferenciada que les otorgaba el sentido de
ser un pueblo especial, y habían desarrollado un sistema militar que fomentaba
la disciplina colectiva, el peligro compartido y una formación masiva
fundamentada en miles de hombres equipados de forma similar con fuertes
armaduras defensivas y determinación para resistir y luchar.
En la época de Homero, unos 300 años después del colapso de la gran
civilización griega de la Edad del Bronce —la llamada cultura micénica—, Grecia
había sido durante mucho tiempo una tierra empobrecida y poco poblada sin
contactos con las tierras y los pueblos que la rodeaban. Los estudiosos
modernos se refieren con frecuencia a esos aproximadamente 300 años, desde
alrededor de 1050 a.C. hasta más o menos 750 a.C., como la «Edad Oscura» de
Grecia. Pero hacia 750 a.C. estaban en marcha cambios importantes que iban a
transformar a Grecia y a los griegos durante los siguientes 200 o 250 años.
Para empezar, la población de Grecia estaba creciendo constantemente en el
siglo VIII a.C.: de hecho, crecía a una tasa que casi se podría llamar una
explosión demográfica. Excavaciones arqueológicas en Grecia han mostrado que el
número de asentamientos habitados permanentemente en Grecia estuvo creciendo
constantemente y a pasos agigantados en los siglos VIII y VII, y que también
creció el tamaño medio de los asentamientos. Claramente, más asentamientos y
más grandes sólo aparecerían para alojar a una población en crecimiento. Sin
embargo, ya en 750 el crecimiento demográfico empezó a sentirse como un
problema en el terreno restringido de Grecia, con sus limitados recursos
alimenticios. Así, a partir de 750, los griegos empezaron lo que los
historiadores llaman un «movimiento colonizador». Bandas de griegos abandonaron
sus comunidades de origen para viajar por el Mediterráneo, en barco, en busca
de nuevas tierras en las que asentarse. Cientos de nuevas comunidades griegas
fueron fundadas como resultado de este «movimiento»: en el Mediterráneo
occidental, alrededor de la costa oriental y meridional de Sicilia, a lo largo
de la costa meridional y subiendo por la costa occidental de Italia, y a lo
largo de la costa meridional de Francia; en el Mediterráneo oriental, la región
llamada Cirenaica en la Libia actual (llamada así por la primera colonia de la
antigua Grecia que se estableció allí: Cirene), y la costa septentrional del
Egeo; y más allá de la cuenca mediterránea, alrededor de las costas del mar
Negro y su zona de influencia. El mundo griego se expandió y enriqueció
enormemente con este movimiento colonizador, y decenas de miles, probablemente
de hecho cientos de miles de griegos fundaron sus nuevos hogares y
asentamientos fuera de la propia Grecia.
Aun así, los asentamientos en la misma Grecia siguieron aumentando en
número y tamaño, indicio de que el crecimiento demográfico superó el gran
movimiento migratorio hacia las nuevas colonias. Nos podemos preguntar cómo se
vio impulsado y alimentado este crecimiento continuo de la población. También
nos podemos preguntar cómo los empobrecidos y retraídos griegos de la «Edad
Oscura» pudieron conseguir, después de 750, los conocimientos y habilidades
marítimas para encontrar tierras al otro lado del mar, para asentarse y para
mover un vasto número de colonos hacia esas nuevas tierras. La respuesta a
ambas cuestiones es la misma: se remite a la voluntad y la habilidad griegas
para aprender de vecinos más avanzados al este y al sur, y a desarrollarse
ellos mismos desde el punto de vista cultural, social y económico a partir de
lo que habían aprendido. Grecia se encontraba justo al borde de las grandes y
antiguas civilizaciones del Oriente Cercano y Medio: los egipcios, los
babilonios y los asirios, los pueblos de Siria y Palestina. Durante siglos los
griegos habían estado casi completamente aislados de estas civilizaciones, pero
durante los siglos IX y VIII los barcos mercantes de las ciudades de los
fenicios —las ciudades de Tiro y Sidón, Biblos y Berytos (Beirut) en el Líbano
moderno— estaban explorando el Mediterráneo occidental y estableciendo rutas
comerciales y puestos mercantiles a lo largo del camino hacia España y el
noroeste de África, hasta el estrecho de Gibraltar e incluso más allá hacia el
Atlántico. Los barcos fenicios a veces se detenían a lo largo de las costas de
Grecia buscando suministros, y comerciando con cualquier producto local que los
griegos pudieran producir en exceso, a pesar de lo escasos y poco
impresionantes que dichos productos fueron en un principio.
Los griegos quedaron impresionados por los conocimientos y la riqueza de
esos fenicios, por lo que podemos deducir de las frecuentes referencias de
Homero a los mercaderes fenicios; y antes de que pasase mucho tiempo los
aventureros griegos empezaron a aprender de los fenicios: construyendo barcos,
navegando por aguas del Egeo y del Mediterráneo, y siguiendo a los fenicios a
lo largo de sus rutas comerciales hacia el este y el oeste. Siguiendo las rutas
comerciales fenicias hacia el oeste, los griegos encontraron las relativamente
«poco civilizadas» y escasamente pobladas, aunque ricas tierras de Sicilia,
Italia y el sur de Francia, y se sintieron motivados para emprender la
colonización de esas costas, como ya hemos visto. Sin embargo, de una importancia
similar, si no mayor, siguiendo a los fenicios de regreso a sus puertos de
origen en el Mediterráneo oriental, los griegos entraron en contacto directo
con las culturas más avanzadas de Egipto y Asia occidental por primera vez en
siglos. El resultado fue un florecimiento extraordinario de la civilización y
la cultura griegas, puesto que los griegos aprendieron con ansia de las
antiguas civilizaciones del este. A medida que aprendían, adaptaban y
mejoraban, creando así una cultura propia y única.
Por ejemplo, una de las primeras cosas que los griegos tomaron prestado fue
el sistema de escritura fenicio. Desde el final de la Edad de Bronce y el
abandono del sistema de escritura silábico del Lineal B, los griegos no habían
tenido escritura. El contacto con los fenicios condujo al descubrimiento de que
estos orientales altamente civilizados tenían un método de registrar la
información mediante la realización de unas marcas especiales en trozos de
papel fabricado con fibra de papiro, o en tabletas de madera cubiertas con
cera, o en tabletas de arcilla.
El sistema de escritura fenicio era puramente consonántico: no existían
símbolos para los sonidos vocálicos. En consecuencia, un documento escrito
consistía únicamente en una serie de consonantes, una especie de artefacto
mnemotécnico en el que el lector debía insertar, a base de memoria o deducción,
los sonidos vocálicos correctos con el fin de formar las palabras reales que se
pudieran decir en voz alta. Cuando algunos griegos emprendedores aprendieron este
sistema de escritura e intentaron adaptarlo a la lengua griega, realizaron un
descubrimiento y tuvieron una idea. El descubrimiento era que ciertos símbolos
en el sistema de escritura fenicia representaban sonidos consonánticos que no
se utilizaban en griego; la idea fue utilizar estos símbolo para representar en
su lugar los sonidos vocálicos. Así se creó el alfabeto griego, el primer
sistema de escritura verdaderamente alfabético del mundo, en el sentido de que
todos los sonidos que se pronuncian en una lengua eran recogidos en la
escritura, una escritura que de esta forma se podía leer y pronunciar
directamente desde el texto escrito. La importancia de esta adaptación que los
griegos hicieron del sistema de escritura fenicio no se puede exagerar con facilidad:
el alfabeto griego de entre 24 y 30 letras (existieron variantes del mismo en
los primeros siglos) era tan fácil de aprender que hizo por primera vez posible
la extensión de la alfabetización; y todos los alfabetos occidentales modernos,
los alfabetos latino y cirílico al igual que el moderno alfabeto griego, son
descendientes directos del antiguo alfabeto griego que fue creado alrededor de
800 a.C.
La forma en la que los griegos no sólo tomaron prestado el sistema de
escritura fenicio, sino que lo adaptaron y mejoraron resulta un ejemplo típico
de cómo los griegos aprendieron de las culturas orientales avanzadas en esta
fase llamada «orientalizante» de la historia griega, entre aproximadamente 750
y 600 a.C. Arquitectura monumental en piedra, escultura, metalurgia, pintura,
agricultura, navegación, construcción naval, religión: en todas éstas y otras
disciplinas, los griegos tomaron prestadas ideas, técnicas, métodos, motivos y
conocimientos prácticos de Egipto y de Oriente Próximo, y en cada uno de estos
casos rápidamente desarrollaron y mejoraron lo que habían tomado prestado y lo
que habían aprendido, convirtiéndolo en algo propio. La urgencia por mejorar
estuvo provocada sin lugar a dudas, al menos en parte, por la naturaleza
intensamente competitiva de la cultura griega que ya hemos descrito: como
individuos y como comunidades, los griegos se veían impulsados a ser mejores
que todos los demás, a sobresalir, y ese impulso hacia la excelencia condujo a
una urgencia constante para probar cosas nuevas, para adaptar y para mejorar.
Como ha señalado el destacado arqueólogo e historiador Anthony Snodgrass, esta
época en la historia griega fue la «era de la experimentación» y fue la
experimentación constante con ideas y métodos nuevos lo que creó la sociedad y
la cultura de la Grecia clásica.
Gran parte de la atención que los historiadores han dedicado a esta fase
del aprendizaje griego de las civilizaciones avanzadas del Oriente Próximo se
suele centrar, de manera bastante comprensible, en temas culturales: el
desarrollo de la arquitectura griega, la escultura y las artes decorativas bajo
el impacto de los modelos de Oriente Próximo. Sin embargo, tan importante, si
no más, fue el desarrollo económico que experimentó Grecia bajo el impacto del
contacto con Oriente. Al seguir las rutas comerciales fenicias hacia el oeste,
los griegos se abrieron a un mundo completamente nuevo de posibilidades
económicas mediante la adquisición de los abundantes recursos naturales
disponibles en las regiones del Mediterráneo occidental: grano, madera y
metales fueron sin duda los más importantes de estos recursos.
Mediante la colonización extensiva del Mediterráneo occidental, los griegos
consiguieron un acceso garantizado a estos recursos y desarrollaron rutas
comerciales seguras, compitiendo con y hasta cierto punto expulsando a los
intermediarios fenicios a través de los cuales habían establecido el primer
contacto con estos bienes comerciales. Es más, con el objetivo de competir con
eficacia con los griegos, los fenicios también se vieron en la necesidad de
fundar colonias permanentes en el Mediterráneo occidental: Cartago, Tunicia y
Utica en el norte de África, por ejemplo, Motia y Panormos (Palermo) en el
oeste de Sicilia, y Gades (Cádiz) en España.
Siguiendo a los fenicios hacia el este, los griegos fueron capaces de
competir con los fenicios en el papel de intermediarios en el comercio de
materias primas del Mediterráneo occidental para los productos manufacturados
ampliamente deseados y otros productos de Egipto, Siria/Palestina y
Mesopotamia. Y a medida que aprendían de estas civilizaciones avanzadas, los
griegos fueron capaces de comerciar cada vez más con productos propios —vino y
aceite de oliva, procedente del desarrollo de su propia agricultura industrial,
pero también bienes manufacturados, en especial objetos de metal— a medida que
empezaban a superar a sus maestros en el refinamiento y la calidad de sus
manufacturas. La alfarería griega, la joyería, las herramientas y las armas
empezaron a ser valoradas en todo el mundo mediterráneo, de manera que los
griegos ya no eran, como muy tarde hacia el año 600, sólo mercaderes
intermediarios. Un ejemplo excepcional de las manufacturas griegas más
valoradas son las herramientas y armas de acero carbónico que los griegos
aprendieron a construir poco después de 700 a.C.
El crecimiento de las rutas comerciales, el acceso a recursos abundantes no
sólo del Mediterráneo occidental sino también, a partir de la segunda mitad del
siglo VII, de Egipto y la región del mar Negro (grano, madera, metales, pieles
para producir cuero, pescado y esclavos), el desarrollo de una agricultura
intensiva mucho más productiva y generadora de riqueza, y el crecimiento de la
manufactura de cerámica y de objetos de metal en particular: todo este desarrollo
económico condujo a un enorme aumento de la riqueza de los griegos, alimentó el
crecimiento sostenido de la población griega, financió la expansión de los
asentamientos hasta convertirse en ciudades de verdad (Atenas, Corinto, Mileto,
Samos y muchas otras), e hizo posible el nacimiento de una próspera «clase
media» de agricultores independientes con excedentes producidos por sus
cosechas comerciales, de artesanos que manufacturaban todo tipo de productos de
metal, cerámica, madera y cuero, y de mercaderes y comerciantes que facilitaban
los mecanismos de intercambio que hacía todo esto posible.
Esta nueva clase próspera de agricultores, artesanos y comerciantes empezó
a jugar un papel importante en la vida política y militar, además de la
económica de sus comunidades. Su riqueza excedentaria les permitía afrontar el
gasto del equipo militar y tener el tiempo para el servicio militar, y su
independencia económica e importancia les llevó a pedir una participación
política en el gobierno de sus comunidades.
Ocupándonos en primer lugar de este último punto, las evidencias —aunque
poco abundantes— indican que en la primera mitad del siglo VII, las comunidades
griegas estaban dominadas y gobernadas por una aristocracia más o menos
hereditaria, siendo los Eupátridas
(los de noble cuna) de Atenas los mejor conocidos. Algunas de estas
aristocracias eran muy reducidas, consistiendo esencialmente en una familia
extendida o genos (clan), como los Baquiadas de Corinto o los Pentílidas de Mitilene; otras consistían
en una serie de familias o clanes que competían entre ellos, como era el caso
de los eupátridas atenienses. Lo que estas aristocracias tenían en común era su
disfrute exclusivo del poder y el predominio en sus comunidades, y su desdén
por aquellos nacidos fuera del círculo de privilegios aristocráticos. Hesiodo
ya se quejaba en Los trabajos y los días
(posiblemente hacia 700 a.C.) de la arrogancia, la codicia y (según lo veía él)
la injusticia de estos aristócratas. Por otro lado, conservamos una descripción
excelente de la mentalidad y la apariencia de esta aristocracia a través de la
poesía del aristócrata de Megara Teognis, escrita (con toda probabilidad) a
mediados del siglo VI cuando el poder y los privilegios de las aristocracias
estaban en plena decadencia. Los agricultores, artesanos y mercaderes prósperos
que no dependían de ninguna manera de estos aristócratas para su bienestar y
forma de vida naturalmente se empezaron a resentir por estarles subordinados en
el gobierno de sus comunidades. Al expresar esta insatisfacción y al hacer algo
al respecto, se enfrentaron con un problema: las atrincheradas aristocracias
tradicionales no iban a entregar con facilidad su poder y privilegios.
Con el objetivo de conseguir un cambio en la estructura política de control
aristocrático, la nueva «clase media» necesitaba encontrar una forma para
conjugar sus intereses y energías dispares, y lograr una acción unitaria. Esto
no fue fácil de conseguir, pero en muchas de las comunidades griegas más
prósperas y desarrolladas, en ese sentido y con todas sus consecuencias,
encontraron una forma de hacerlo. Empezaron a aparecer poderosos líderes
individuales, en parte desde dentro de las propias aristocracias, que unieron
los numerosos grupos del demos
(pueblo) a su alrededor. El objetivo era, en esencia, sencillamente ocupar por
ellos mismos el poder dominante: recordemos de nuevo que en la sociedad griega
ser uno más del mejor grupo nunca era suficiente, se quería ser el mejor. Pero
al movilizar a diversos elementos insatisfechos de fuera de la aristocracia
para conseguir sus fines, necesariamente tuvieron que servir hasta cierto punto
a los intereses de los grupos a los que habían movilizado; y con el objetivo de
mantenerse en el poder una vez que lo habían ocupado, tuvieron que romper con
el poder tradicional de los aristócratas.
Algunos de estos líderes poderosos fueron, según todas las apariencias, no
sólo advenedizos ansiosos de poder sino verdaderos reformadores. Los griegos
inventaron un término nuevo para referirse a estos nuevos gobernantes
autocráticos y usurpadores: tyrannos,
una palabra de origen no griego (posiblemente adaptada a partir de un término
fenicio para designar al gobernante), que es por supuesto el origen de la
palabra «tirano». Sin embargo, hay que señalar que en su origen griego el
término «tirano» no tiene el sentido de «gobernante malvado, duro e injusto»
que adopta en la actualidad. De hecho, los primeros tiranos griegos no fueron
en absoluto tiránicos. Algunos de ellos eran recordados como gobernantes
afables, justos y populares. El término tirano fue inventado en su origen para
referirse de forma sencilla a un usurpador autocrático que no había llegado al
poder según las reglas y normas tradicionales, oponiéndose al tradicional basileus («rey»), que sí accedía de esa
forma y en consecuencia se veía limitado por las reglas y las costumbres
tradicionales de dicha sociedad.
Algunos de estos tiranos usurpadores, que disponían de un poder
prácticamente ilimitado en sus comunidades durante todo el tiempo que duró su
dominio, se volvieron famosos y fueron recordados durante mucho tiempo en la
memoria histórica y las leyendas griegas. Entre los más notables y de éxito se
encuentran Fidón de Argos, que tiene fama de haber sido el primero de los
tiranos (ca. 680-660); Cípselo y su hijo Periandro en Corinto, que gobernaron
entre los dos cerca de 60 años desde alrededor de 650 hasta cerca de 590;
Clístenes de Sición, que gobernó durante bastantes décadas a principios del
siglo VI, hasta al menos 570; Teágenes de Megara y Trasíbulo de Mileto, que
ejercieron el poder, hasta donde podemos saber, en la segunda mitad del siglo
VII; Pitaco de Mitilene, que se dice que ejerció el poder durante diez años
antes de abdicar y regresar a la vida privada (algo único), muy probablemente a
principios del siglo VI; Polícrates de Samos, muy conocido de los lectores de
Herodoto como un gobernante destacable, poderoso y enérgico en las décadas de
530 y 520; y Pisístrato y sus hijos en Atenas, que ejercieron el poder desde
547 hasta su expulsión en 510. Se conocen otros muchos tiranos de este período
de los siglos VII y VI, que a veces recibe el nombre de la «era de los tiranos»
por estos déspotas característicos. Sin embargo, de la mayoría de ellos sólo
conocemos una o dos anécdotas, y muchos de ellos no son para nosotros más que
nombres. Los historiadores han gastado mucha tinta sobre la cuestión de por qué
aparecieron tantos tiranos en un período de sólo cuatro o cinco generaciones, y
cuál era el significado o el propósito de estas tiranías. A pesar de las
controversias planteadas desde hace tanto tiempo, no parece que realmente se
haya avanzado demasiado en el tema.
Los profundos cambios económicos, sociales y culturales que tuvieron lugar
en las comunidades griegas en proceso de desarrollo y urbanización bajo el
impacto del contacto con el más amplio . mundo del Mediterráneo y, en especial,
del Oriente Próximo estaban destinados a tener un efecto en las estructuras
políticas de las comunidades griegas. Las antiguas maneras de hacer las cosas,
las viejas élites con sus códigos y apariencias tradicionales no podían seguir
dominando sus comunidades sin sufrir cambios. Pero, como ocurre habitualmente
con las élites atrincheradas, se oponían al cambio político, que sabían que
sólo se podía producir a sus expensas. Y desde luego tenían razón en temerlo,
teniendo en cuenta que los nuevos y emergentes elementos de clase media de la
sociedad no podían ganar una participación sustancial en el poder político
excepto a expensas del tradicional poder aristocrático.
Fue la oposición de estas élites atrincheradas al cambio político lo que
obligó a aquéllos decididos a forzar el cambio a reunirse alrededor de líderes
poderosos que, al ocupar el poder supremo autocrático, podían romper el
monopolio de las élites atrincheradas y facilitar los cambios que se
necesitaban. El proceso difiere de lugar en lugar, y no se puede concluir que
todos los tiranos intentasen implantar reformas; pero en todas partes, incluso
donde los tiranos surgieron de 1111 largo conflicto interno de la aristocracia
como en Mitilene, la consecuencia fue un debilitamiento considerable de las
aristocracias tradicionales. Fueran cuales fuesen sus objetivos y ambiciones
personales, los tiranos se vieron necesariamente amenazados por los
aristócratas tradicionales que se oponían a su poder autocrático, y se vieron
obligados a debilitar a los aristócratas con el objetivo de seguir aferrados al
poder.
Herodoto relata una famosa historia sobre este tema. El tirano de Corinto
Periandro, sintiendo que su control del poder era demasiado débil para sentirse
cómodo, envió un mensajero a su amigo el tirano Trasíbulo de Mileto para buscar
consejo sobre la mejor forma de fortalecer su control del poder. Trasíbulo, en
lugar de responder a la pregunta del enviado, se lo llevó a dar un paseo por
los alrededores de la ciudad de Mileto. Durante la caminata, Trasíbulo
interrogó profundamente al enviado sobre las condiciones en Corintio y, para
sorpresa del mensajero, utilizaba el bastón para cortar la parte superior de
las espigas de grano más altas mientras atravesaban los campos de trigo.
Finalmente regresaron a Mileto y Trasíbulo envió de vuelta a Corinto al
mensajero de Periandro sin ofrecerle ningún consejo verbal. Sin embargo, cuando
Periandro escuchó con detalle el relato del comportamiento de Trasíbulo de boca
de su enviado, captó enseguida el significado de la forma de actuar del tirano
de Mileto: al cortar las espigas de grano más altas, Trasíbulo estaba
aconsejando a Periandro que se librara de los hombres más prominentes —en el
sentido de más ricos y con mayor influencia— de Corinto, porque esos eran los
hombres que podían amenazar su poder. Y esto es de hecho lo que hicieron no
sólo Periandro y Trasíbulo sino la mayoría de los tiranos. Los aristócratas y
otros hombres prominentes fueron exiliados o asesinados, y la mayor parte o a
veces la totalidad de sus propiedades fueron confiscadas y distribuidas entre
los que apoyaban al tirano —habitualmente hombres más pobres— o utilizadas con
otros propósitos.
Los cambios que ocurrieron en el mundo griego, como podemos ver con el
beneficio de la perspectiva del tiempo, marcaban la tendencia al crecimiento en
el número, la riqueza relativa y la importancia política de lo que he llamado,
a falta de un término mejor, la nueva «clase media» de agricultores
independientes, artesanos y mercaderes, aunque también se produjo un
crecimiento significativo de nuevos ricos. Tanto los nuevos ricos como la
«clase media» se oponían al control exclusivo del poder político por parte de
los aristócratas e intentaban quebrar este monopolio.
Además, se estaba produciendo un proceso de formación estatal: las
comunidades pequeñas, mal articuladas y con frecuencia bastante dispersas de
los primeros tiempos estaban dando lugar a comunidades más grandes, más
estrechamente estructuradas y urbanizadas que empezaron a establecer una idea
de ciudadanía y sistemas de gobierno de manera que podemos empezar a llamar a
estas comunidades «estados». El proceso fue desigual, y realmente no consiguió
prosperar en la Grecia central y del norte, pero en las regiones más
desarrolladas del sur y el este de Grecia, y en las colonias, de la misma forma
que la urbanización y el crecimiento económico creó poleis (ciudades), los cambios políticos que acabo de mencionar
convirtieron a estas ciudades en ciudades-estado. Aquí de nuevo las
aristocracias atrincheradas, con su resistencia a una autoridad central y la
insistencia en el poder más o menos independiente de su propio oikoi (familias, propiedades), también
entorpecían el camino. Tanto para facilitar el desarrollo ulterior de la «clase
media» y de nuevas élites, como para permitir el proceso de centralización,
unificación y elaboración de estructuras de gobierno, había que debilitar a las
antiguas aristocracias.
Y este es el papel que jugaron los tiranos, ya fuera como reformadores
deliberados que tenían cierto control sobre lo que estaba ocurriendo, o ya
fuera incidentalmente como simples detentadores del poder que ayudaron a
introducir los cambios necesarios por puro accidente. Por supuesto, en cuanto
la aristocracia se vio debilitada y/o se hubieron introducido reformas
importantes, la emergente «clase media» y las nuevas élites ya no tuvieron más
necesidad de los tiranos; y, en consecuencia, resultó raro que el gobierno
tiránico perdurase en cualquier comunidad como mucho unas pocas décadas antes
de ser derrocado.
La Grecia que surgió de la «era de los tiranos» ya no era una Grecia de
comunidades pobres, dispersas y desunidas, dominadas por aristocracias
atrincheradas, sino que en su lugar —al menos en las regiones más desarrolladas
que se acaban de mencionar— aparecían unas regiones de ciudades-estado
estrechamente unificadas en las que la participación política (ciudadanía) se
había extendido por la escala social hacia un amplio segmento medio de miles de
agricultores y mercaderes. Estos griegos de las ciudades-estado estaban
orgullosos de su ciudadanía, siendo participantes altamente patrióticos y
activos en el proceso de gobierno de sus estados. Habían desarrollado códigos
de leyes escritas, disponibles para que las pudieran leer lodos los ciudadanos
alfabetizados; y la alfabetización se había convertido en una cualidad valiosa
en todo ciudadano que se respetase, que no quería que nadie le pudiera mirar
por encima del hombro. Habían desarrollado sistemas de gobierno bien definidos:
magistrados anuales para que gestionasen el día a día de la comunidad, consejos
de estado para controlar a los magistrados y para asegurarse que no
sobrepasasen su autoridad, y asambleas públicas en las que la masa de los
ciudadanos podía expresar sus preocupaciones y sus opiniones. Habían
desarrollado un sistema militar nuevo, basado en milicias ciudadanas
autoequipadas y automotivadas. Y como estas milicias y su forma de hacer la
guerra eran cruciales para permitir que estas «clases medias» tuvieran la
presencia y el poder para conquistar y mantener su papel político en las
ciudades-estado, y para proporcionar la fuerza disciplinada y motivada
necesaria para oponerse al poder del Imperio persa, vamos analizar con mayor
detenimiento este nuevo estilo de hacer la guerra y cómo fue posible su
aparición.
LA NUEVA FORMA HOPLITA DE HACER LA GUERRA
La forma de hacer la guerra descrita en la épica militar de Homero y el estilo
de hacer la guerra descrito con considerable detalle en los historiadores del
siglo V, Herodoto y (en especial) Tucídides son fundamentalmente diferentes, y
las diferencias son un reflejo de los principales cambios económicos, sociales
y políticos. La guerra homérica es un estilo de guerra aristocrático. Aunque la
Ilíada describe ejércitos masivos de
griegos y troyanos combatiendo en batallas campales, queda claro que la mayor
parte de los soldados en estos ejércitos tienen muy poca importancia real. Se
hace una distinción clara entre los «combatientes de vanguardia» y las masas de
soldados de apoyo, y resulta evidente que la base de esta distinción es el
equipo. Los «combatientes de vanguardia» vestían yelmo de bronce, coraza y
grebas (protectores de las espinillas), y llevaban un gran escudo de madera
cubierta con capas de cuero de buey. Este equipo defensivo les permitía
colocarse en el frente de batalla y enfrentarse a los guerreros enemigos con
confianza: el arma habitual era una lanza corta que se podía usar tanto para
empujar como para lanzar, aunque la espada era un importante arma de apoyo.
Además, los guerreros principales eran propietarios de carros tirados por
grupos de dos o cuatro caballos, en los que iban hacia la batalla y volvían de
ella, y les permitía moverse por el campo de batalla de un punto de combate a
otro, de una forma notablemente similar a los carros británicos descritos en
los libros 4 y 5 de La guerra de las
Galias de César.
El coste de todo este equipo era muy alto: el coste de una panoplia
sencilla de armadura se estimaba en el valor de nueve bueyes (Ilíada 6.234-6.236), lo que significaba
que sólo los hombres ricos se podían permitir equiparse con esta armadura. Y la
cría de caballos durante toda la historia de Grecia fue una afición que sólo se
pudieron permitir los realmente muy ricos. La mayoría de los soldados,
equipados y blindados de forma mucho más ligera, se quedaban detrás y apoyaban
a sus líderes aristocráticos, «combatientes de vanguardia», con toda una serie
de armas arrojadizas —arcos y flechas, hondas, piedras— y avanzaban para
ofrecer su apoyo sólo cuando los aristócratas habían matado o expulsado del
campo a los «combatientes de vanguardia» enemigos y estaban presionando sobre
las filas enemigas.
Bajo estas circunstancias, las batallas eran asuntos esporádicos,
desestructurados y desorganizados. Los ejércitos tenían poco orden o
disciplina. Los «combatientes de vanguardia» aristocráticos se retaban
individualmente a través de la «tierra de nadie» y se enzarzaban en duelos,
mientras que sus séquitos de compañeros y soldados ordinarios les daban apoyo
con sus misiles y gritos. Los soldados avanzaban o retrocedían según los
cambios en la fortuna de la batalla. A veces grupos de guerreros abandonaban
las filas para descansar; otras veces se reunían en filas apretadas para apoyar
a su líder enzarzado en un duelo o que intentaba quitar el equipo a un enemigo
que había matado. Los aristócratas se movían libremente por el campo de
batalla, buscando a oponentes dignos, alejándose de cualquier confrontación que
pudiera parecer peligrosa, o lanzándose hacia cualquier combate que pareciera
prometedor. La victoria y la derrota venían realmente determinadas por la
muerte o la retirada de los líderes clave, de manera que el resto de los
soldados avanzaba o se retiraba según el éxito o el fracaso de sus líderes.
La batalla era, en esencia, un medio para que los líderes aristocráticos
pudieran afirmar su posición en sus propias comunidades, aumentaran su honor, y
probaran su «excelencia» (aristeia) a
costa de los líderes enemigos o en comparación con los campeones aliados. No es
necesario decir que sociedades que conducían la guerra de esta forma no podían
tener la más mínima esperanza de resistir frente a los ejércitos grandes, altamente
organizados y bien equipados y disciplinados de un imperio como el de los
persas. Y vale la pena señalar que aquellas partes de Grecia que no
desarrollaron ciudades-estado y todos los cambios políticos y militares que las
acompañaron —el norte y el centro de Grecia, es decir, donde las comunidades
siguieron poco organizadas y dominadas por la aristocracia— se rindieron ante
los persas sin luchar cuando se produjo la gran invasión.
Sin embargo, en el sur y el este de Grecia, los cambios económicos y
sociales del siglo VII condujeron a una forma fundamentalmente diferente de
conducir la guerra. Tres elementos cruciales hicieron posible los cambios: el
desarrollo de nuevas armas que eran más adecuadas a un estilo de hacer la
guerra más disciplinado y colectivo; el comercio con los metales del este y del
oeste que provocó que los objetos de metal estuvieran mucho más fácilmente
disponibles en Grecia y, en consecuencia, fueran significativamente más baratos
de adquirir; y la aparición de la próspera «clase media» que estaba lo
suficientemente acomodada para poderse permitir un equipo militar y tenía la
suficiente participación en la sociedad para desplegar la voluntad de jugarse
la vida por el bien común. Aunque sin duda la coraza de bronce o corselete se
desarrolló y abarató en este período del siglo VII, los cambios cruciales en el
equipamiento fueron la aparición de nuevos escudos, yelmos y lanzas.
Poco después de 700, el «escudo argivo» —llamado así posiblemente porque
fue inventado en Argos— se empezó a extender como el escudo favorito de los
guerreros griegos. Mientras que el homérico escudo de cuero de buey se sostenía
mediante un agarre central y una correa alrededor del cuello, y ofrecía sólo
una protección limitada contra lanzadas fuertes, el nuevo escudo era más pesado
y fuerte, y se sostenía por un nuevo tipo de agarre. El escudo argivo estaba
construido con un núcleo de madera sólida fuertemente reforzada con bronce:
como mínimo un borde y un umbo central de bronce, pero con mayor frecuencia la
parte frontal estaba completamente recubierta de bronce. Perfectamente redondo
y de aproximadamente un metro de diámetro, este escudo de madera y metal era
demasiado pesado y difícil de manejar para manipularlo con un agarre central o
llevarlo colgado con una correa alrededor del cuello. En su lugar se debía
sostener con un agarre doble: en el centro de la cara interior del escudo se
encontrada una banda de metal (llamada porpax)
por la que se pasaba el brazo izquierdo hasta el codo; y en el borde del escudo
se encontraba un asa para la mano llamado antilabe.
Al sostener el escudo con este doble agarre, el brazo izquierdo quedaba
totalmente ocupado; pero el escudo era lo suficientemente fuerte para ofrecer
una protección excelente contra cualquier arma arrojadiza e incluso contra
lanzazos muy fuertes. Pero aun así el peso era un desafío para el brazo
izquierdo, de manera que el escudo tenía una forma muy cóncava que permitía
colocar el hombro izquierdo dentro del hueco del escudo y descansar el borde
sobre él, y de esta manera se podía llevar la mayor parte del peso sobre el
hombro. Como el brazo izquierdo sostenía el escudo desde su centro hasta el
borde derecho, casi la mitad del escudo sobresalía a la izquierda del guerrero,
inútil para el portador del escudo pero ofreciendo protección al hombre que
estuviera pegado a su lado izquierdo. Fue esta característica la que animó a
los guerreros griegos a desarrollar una formación (la falange) que implicaba a
miles de hombres que formaban juntos en líneas rectas con los escudos
sobreponiéndose, como veremos más adelante.
En este mismo período, después de 700, un nuevo tipo de yelmo, el llamado
casco corintio, se volvió cada vez más popular hasta que se convirtió en el
yelmo habitual de la infantería pesada griega. Este yelmo, batido a partir de
una sola lámina de bronce, cubría toda la cabeza a partir del cuello,
incluyendo la mayor parte de la cara. Ciertos cortes creaban los agujeros para
los ojos y dejaban libres la boca y los agujeros de la nariz. Un gorro de fieltro
y/o cuero o una tela de fieltro era necesaria para proteger el interior del
casco. Cuando se ponía sobre la cabeza ofrecía una protección de primera clase
para toda la cabeza contra cualquier tipo de arma. Pero por otro lado, limitaba
la visión que se reducía directamente al frente y amortiguaba considerablemente
la audición. Por eso, normalmente lo llevan levantado sobre la coronilla hasta
momentos antes de la batalla, cuando se bajaba para cubrir la cabeza y la cara
como prácticamente lo último que hacía un guerrero antes de enfrentarse al
enemigo. Finalmente, en oposición a la lanza homérica que, como servía tanto
para lanzarla como para golpear con ella, debía ser relativamente ligera, se
adoptó una lanza larga y pesada que sería exclusivamente para golpear.
Fabricada habitualmente en madera de cornejo, la lanza tenía más de dos metros
de largo. Disponía de una hoja de metal que podía medir hasta treinta
centímetros de largo y una pesada pica en el otro extremo que servía como
contrapeso, diseñada en parte para mantener en equilibro la punta de la lanza
cerca de su extremo opuesto, y en parte para permitir que incluso una lanza
rota se pudiera utilizar como arma.
Junto con estos tres elementos, el infante pesado griego completamente
armado u hoplita, llevaba grebas de bronce sobre las espinillas, desde los
tobillos hasta las rodillas; una coraza de bronce que cubría todo el torso
(aunque después de 550 los corseletes fabricados en materiales más ligeros se
volvieron más populares, puesto que el escudo ofrecía una protección tan
excelente para el torso); y llevaba, como arma secundaria, una espada corta
pero muy afilada, habitualmente de poco más o menos cuarenta y cinco
centímetros de largo. Equipado de esta forma, con grebas, coraza, yelmo, escudo,
lanza y espada, el hoplita griego llevaba sobre su persona alrededor de treinta
kilos de equipo. La armadura y el escudo limitaban de forma importante su
movilidad, haciéndolo relativamente lento y pesado; y el casco le reducía
grandemente la visión y la audición. Para compensar estos inconvenientes, el
guerrero equipado de esta forma era hasta cierto punto bastante invulnerable a
recibir daños de un ataque frontal. Cara a cara con un guerrero con un equipo
más ligero, podía rechazar con facilidad los golpes del enemigo, parándolos con
el escudo o con el yelmo, y un golpe con la lanza pesada —ya fuera por encima o
por debajo del brazo— podía producir un daño considerable.
Es posible que esta panoplia, que encontramos por primera vez completa poco
después de 700, fuera desarrollada para los guerreros aristocráticos y sus
duelos: dos campeones enfrentados y embutidos en esta armadura podrían haber
mantenido un duelo muy satisfactorio y con frecuencia con una amenaza muy
limitada a la vida de ambos. Sin embargo, muy pronto debió quedar claro que un
hombre con armamento ligero enfrentado a semejante hoplita en solitario, podía
fácilmente deslizarse a su alrededor, sortear el escudo y escabullirse fuera de
su ángulo de visión, derribándolo desde un lado o desde la espalda con una
cuchillada o con cualquier otro arma aplicada al cuello o a los muslos.
En consecuencia, visto como equipamiento para guerreros individuales que
operasen al estilo homérico, la panoplia hoplita era de utilidad limitada.
Semejante guerrero necesitaba tener un grupo de compañeros protegiendo sus
flancos y retaguardia con el objetivo de sobrevivir contra soldados más
móviles. Sin embargo, miles de guerreros equipados con esta panoplia y operando
jimios de una forma disciplinada, ofrecían una oportunidad interesante. Pero
antes de poder aprovechar esta oportunidad, fue necesario que un millar de
hombres en al menos un estado griego pudieran adquirir esta panoplia. Esto fue
posible gracias el menor coste de los objetos de metal como consecuencia del
desarrollo de las redes comerciales griegas y de la especialización económica
griega, en este caso en la metalurgia; y gracias al crecimiento de la «clase
media» de pequeños agricultores y mercaderes prósperos a los que me he referido
más arriba, hombres que tenían suficiente riqueza excedentaria para permitirse
comprar un equipo para ellos mismos. Porque los guerreros griegos se tenían que
equipar ellos mismos: ningún estado griego ni ningún líder griego tenían los
recursos para equipar a miles de guerreros a sus expensas. Sin embargo, como el
estatus marcial y el equipamiento militar estaban estrechamente relacionados, y
como un estatus marcial más alto y mayor valentía conferían mayores honores y
estatus en la comunidad, los pequeños agricultores y mercaderes que se lo
podían permitir se equiparon con la nueva armadura y el nuevo armamento.
Dotados con el mejor equipo militar, estos hombre podían y de hecho empezaron a
pedir mayor voz en la vida política de sus comunidades, y resulta bastante
plausible que se haya sugerido que estos hombres recién equipados con la
panoplia hoplita constituyeron un elemento crucial al apoyar la ascensión de al
menos algunos de los primeros tiranos. A largo plazo, se puede argumentar
legítimamente que en las ciudades-estado griegas el desarrollo de la ciudadanía
y de la propiedad del armamento fueron de la mano.
Sin embargo, en términos militares, miles de hombres con armadura hoplita
seguían siendo una masa indisciplinada, y seguirían siendo una masa tan caótica
hasta que alguien encontrase una organización táctica y un sentido de la
disciplina que pudiera crear un orden e hiciera más efectivos a los guerreros.
No se sabe cómo ocurrió exactamente, y su proceso de adopción debió ser lento e
irregular, pero se creó un nuevo orden táctico que convirtió a estos hoplitas
griegos en una unidad altamente disciplinada y efectiva en el campo de batalla:
la llamada formación en falange. Una falange hoplita en su forma completamente
desarrollada, como la encontramos en las batallas descritas por Herodoto y
Tucídides, era una masa rectangular de soldados formados en columnas y filas
precisas de hombres. Como una formación similar aparece representada en un vaso
corintio pintado de mediados del siglo VII, conocido como Vaso Chigi, podemos
deducir que esta formación táctica fue inventada poco antes de 650 a.C. Las
claves de la formación eran la parte izquierda del escudo argivo que
sobresalía, proporcionando cobertura a un hombre que se encontrase a la
izquierda del hombre que llevaba el escudo, y la naturaleza del terreno griego.
Cuando miles de hombres formaban en filas precisas, una detrás de la otra,
de manera que los hombres en las filas sucesivas se encontraban con precisión
detrás de un hombre en la fila delantera —formando columnas de hombres uno
detrás del otro, a la vez que filas de hombres uno al lado del otro— el
resultado fue una unidad organizada de soldados que presentaba un muro de
escudos sin fisuras al enemigo que tenía delante, puesto que cada hombre en la
línea de vanguardia 110 sólo estaba protegido por su propio escudo sino
también, en su lado derecho, por la porción que se proyectaba del escudo del
hombre a su derecha. Los escudos, y el resto de la armadura, y las filas
sucesivas de hombres dispuestos a dar un paso adelante y rellenar cualquier
hueco en la línea de vanguardia, significaba que una falange de hoplitas era
extremadamente difícil de vencer siempre que no se la pudiera flanquear y su
retaguardia permaneciera segura. Y como el terreno griego consiste básicamente
en llanuras pequeñas y estrechas separadas entre ellas por barreras montañosas
y brazos de mar, y cortadas por barrancos, resultaba bastante fácil formar una
falange, sin importar su tamaño, en un lugar en el que hubiera tanto un terreno
llano para luchar, como barreras naturales a ambos lados que protegiesen sus
flancos vulnerables.
Varios miles de hombres equipados como hoplitas y formados en falange
podían resistir prácticamente en cualquier punto de Grecia, siempre que
escogiesen el terreno adecuado; y mientras resistieran con firmeza eran
prácticamente invencibles, excepto por otra falange de hoplitas mucho más
disciplinados. Este tipo de guerra no proporcionaba la oportunidad para ningún
tipo de heroicidades individuales ni para la épica de la guerra homérica. En su
lugar se basaba en la solidaridad comunitaria, en una disciplina de hierro y en
el coraje obstinado de mantener el terreno bajo presión, más que en el valor
brillante de dos campeones en pleno duelo. Se trataba de una forma de hacer la
guerra intrínsecamente igualitaria, puesto que cada guerrero hoplita tenía más
o menos el mismo valor, y cada uno de ellos tenía la misma tarea: mantener la
posición en la fila y en la columna de manera que la formación se mantuviera
intacta. Era la formación ideal para la «clase media» de griegos independientes
de las ciudades-estado: expresaba perfectamente su sentido de pertenencia y de
compromiso con su comunidad y todo lo que representaba, y su voluntad como
miembros activos de sus comunidades a levantarse en defensa de la polis. Cuando dos de estas falanges se
encontraban en la batalla, el combate era esencialmente un pulso de empujones
cuando las dos líneas de vanguardia se encontraban y presionaban los escudos
los unos contra los otros, y literalmente intentaban empujar al enemigo hacia
atrás. Evidentemente se intentaban lanzazos por encima o por debajo del escudo
enemigo, pero eran de una efectividad limitada porque sabemos que las bajas en
la mayoría de las batallas hoplitas fueron reducidas: los guerreros iban
demasiado bien protegidos para ser vulnerables. Por otro lado, si una falange
hoplita en el terreno adecuado se enfrentaba a una fuerza con un equipo más
ligero, lo más sencillo era que pasase como un rodillo por encima y a través de
esa fuerza más ligera; y las cargas de caballería eran inútiles contra una
falange hoplita siempre que se produjeran de frente (no desde un lado) y
mientras la falange mantuviera el terreno. Enfrentados al extenso muro de
escudos sin fisuras, los caballos sencillamente rehusaban y se negaban a cargar
directamente contra un obstáculo que no veían forma de superar o atravesar.
Resulta evidente que la formación en falange debió ser inventada e
introducida por algún reformador. Formar una unidad disciplinada de filas y
columnas precisas, y avanzar hacia el combate en semejante formación es una
actividad totalmente artificial. Los hombres no se alinean de forma natural
entre ellos formando líneas precisas, o forman filas disciplinadas, como
demuestra a primera vista cualquier multitud. Alguien tuvo que imponer este
orden, de la misma forma que cualquier otra innovación artificial en la táctica
militar a lo largo de la historia ha sido la obra de un reformador: por
ejemplo, la formación en cohorte en la táctica militar romana fue impuesta por
Cayo Mario, y la instrucción y las formaciones de la guerra moderna fueron
inventadas e impuestas a finales del siglo XVI y principios del siglo XVII por
generales como Mauricio de Nassau y Gustavo Adolfo. En la Grecia del siglo IV a.C.
sabemos que la nueva falange de sarisas de los macedonios fue invernada e
impuesta por el rey Filipo II. Un reformador militar tan destacado e inventivo
debió encontrarse tras la primera falange hoplita en la historia griega, pero
no sabemos quién fue, ni cuándo ni dónde estableció este sistema militar que
tuvo tanto éxito.
Como suposición resulta posible que uno de los primeros tiranos fuera el
responsable, quizá Fidón de Argos o Cípselo de Corinto, porque dos de las
piezas principales del equipo hoplita —el escudo y el yelmo— están asociados
con estas ciudades. Fuera quien fuese el que creó la falange hoplita, fue un
éxito extraordinario, y a mediados del siglo VI era la formación militar
dominante en la forma de hacer la guerra griega, y lo siguió siendo durante dos
siglos hasta el nuevo sistema militar de los grandes reyes macedonios Filipo II
y Alejandro Magno. Además de su rápida popularidad y éxito en las guerras
griegas propiamente dichas, la excelencia del sistema hoplita de táctica
militar está comprobada por la popularidad de los hoplitas griegos como
mercenarios fuera de Grecia. Los faraones egipcios Necao II y Psamético II a
finales del siglo VII y principios del siglo VI ya emplearon a numerosos
hoplitas griegos en sus ejércitos, y a mediados del siglo VI el faraón Ahmosis
se apoyaba en alrededor de 30.000 hoplitas griegos como núcleo de su ejército.
También se sabe que el gran gobernante babilonio Nabucodonosor empleó a
mercenarios griegos durante sus campañas palestinas en la década de 580.
En consecuencia, a mediados del siglo VI, cuando el poder persa empezó a
extender su dominio en el Oriente Medio y Cercano, el sur y el este de Grecia
eran el hogar de docenas de ciudades-estado independientes y que competían
entre ellas y se encontraban en pleno florecimiento político, económico,
militar y cultural. Políticamente, estas ciudades-estado se apoyaban en una
numerosa «clase media» de ciudadanos que disfrutaban de un nivel limitado pero
importante de participación política en su propio gobierno: magistrados y
consejos de estado se siguieron reclutando entre las aristocracias
tradicionales, aunque con una participación creciente de las familias
recientemente enriquecidas, pero en cierto sentido eran nombrados y
responsables ante la ciudadanía general, que expresaban sus preocupaciones y
opiniones en reuniones públicas más o menos regulares.
Desde el punto de vista económico, los griegos se habían desarrollado más
allá de cualquier reconocimiento desde sus inicios de agricultura y ganadería
de subsistencia en los siglos IX y VIII. Especializados en cultivos comerciales
que hacían la agricultura mucho más productiva y rentable, los mecanismos de
intercambio y las redes comerciales permitieron que los griegos pudieran
disponer de sus cosechas comerciales con facilidad y rentabilidad, y abastecer
sus variadas necesidades con bienes importados, comprados con los beneficios de
sus cultivos industriales. Navegantes y mercaderes griegos llenaron las cuencas
del Mediterráneo y del mar Negro, rivalizando y en algunas regiones y en
algunos aspectos suplantando a los fenicios como los grandes intermediarios en
el comercio este-oeste y norte-sur en estos mares, y alimentando así un
crecimiento económico sostenido. Y una clase de artesanos próspera y cada vez más
numerosa producía objetos en metal, cerámica, madera y cuero. Estos bienes no
sólo satisfacían un apetito creciente por dichos productos entre la propia
población de las tierras griegas, cada vez más grande y acomodada, sino que
también se volvieron cada vez más populares entre las poblaciones no griegas
del este y del oeste, del norte y del sur, gracias a la habilidad creciente de
los artesanos griegos y la calidad de sus productos. Desde el punto de vista
militar, como acabamos de ver, la clase media griega había formado la columna
vertebral de una nueva e igualitaria milicia ciudadana que era —en su equipo,
formación táctica y disciplina— de primerísima calidad; y, como consecuencia,
los soldados griegos eran cada vez más buscados como mercenarios. Su estatus
como soldados autoequipados y fuertemente armados de una milicia ciudadana fue
crucial para la participación política de estas clases medias griegas en sus
propias ciudades-estado.
DESARROLLO CULTURAL
Sin embargo, aún tenemos que echar un vistazo al desarrollo cultural de los
griegos, aunque empezamos esta visión general con una reflexión sobre cómo
consideraban los griegos a dos gigantes culturales: Homero y Hesiodo. Aunque
muchos poetas griegos siguieron escribiendo poesía épica después de Hesiodo,
poca de ella ha sobrevivido y la opinión general sobre su valor literario, con
la excepción de unos pocos de los llamados «Himnos Homéricos», ha sido muy
crítica. La cultura poética griega se alejó fie la composición épica hacia la
creación de una poesía lírica de menor extensión. Vale la pena resaltar que la
palabra «lírica» debe entenderse en su sentido literal: los poemas escritos en
esta época (los siglos VII y VI) eran las letras de canciones que se solían
cantar con el acompañamiento de una lira (un instrumento de cuerda, una especie
de guitarra antigua) o de un instrumento de viento llamado nulos que, aunque se traduce habitualmente como «flauta», era en
realidad una especie de flauta doble con doble lengüeta, como si una persona
estuviera tocando al mismo tiempo dos flautas dulces o flautines. En
consecuencia, los poetas de esta época se pueden comparar no tanto con los
poetas literarios modernos como T. S. Eliot o Alien Ginsberg, sino más bien con
autores de canciones como Bob Dylan o Joni Mitchell. La música escrita por
estos primeros poetas griegos desgraciadamente no ha sobrevivido; pero siempre
debemos recordar que su poesía era cantada, y que su fama se extendió por todo
el mundo griego gracias a los intérpretes musicales y no porque sus poemas
fueron leídos de una página escrita.
El primero de estos nuevos cantantes/poetas cuyo nombre y fama ha
sobrevivido fue Arquíloco de Paros, que vivió en la primera mitad del siglo VII
y escribió canciones sobre sus experiencias en el amor, en la amistad y en la
guerra desde un punto de vista decididamente individual y a veces
controvertido. Esto no quiere decir que los poemas que han sobrevivido sean
literalmente autobiográficos, como tampoco lo son siempre y completamente
autobiográficas las canciones de los letristas actuales. Pero sus canciones
reflejan sus propias ideas y experiencias de la vida y del mundo, y a partir de
ellas podemos comprender el tipo de vida que llevaba Arquíloco, aunque no
necesariamente los acontecimientos y las experiencias particulares de su vida.
Después de Arquíloco, otros muchos compositores de canciones siguieron su
ejemplo de escribir canciones que reflejasen sus ideas, opiniones y
experiencias, y encontraron audiencias entusiastas para su obra. Terpando y
Arión de Lesbos fueron famosos por sus innovaciones en la música, pero por
aclamación general los más grandes de los nuevos poetas fueron Safo y Alceo de
Mitilene en Lesbos, ambos activos a principios del siglo VI; Alemán de Esparta
en la segunda mitad del siglo VII; Estesícoro de Himera en Sicilia, muy
probablemente un contemporáneo de Alemán aunque más joven; Mimnermo de Colofón
e Hiponacte de Éfeso, activos aparentemente a finales del siglo VII y
principios del siglo VI; Íbico de Rhegion y Anacreonte de Teos, que escribieron
en la segunda mitad del siglo VI; y Simónides de Ceos y Píndaro de Tebas,
poetas de finales del siglo VI y principios del siglo V. Se podrían citar otros
muchos nombres —Tirteo, Solón, Teognis, Baquílides y otros muchos— pero la
cuestión es que existía una cultura floreciente de letristas populares, cuyas
canciones se difundieron rápidamente por el mundo griego, interpretadas en
festivales ptiblieos y en fiestas privadas, dando testimonio de una sociedad
que apreciaba el fuerte individualismo y que con frecuencia lanzaba una mirada
crítica sobre las ideas y las costumbres recibidas.
Por ejemplo, tanto Arquíloco como Alceo transgredieron las convenciones al
proclamar que habían tirado sus escudos en batalla, con el objetivo de
facilitar su huida cuando sus fuerzas habían sido derrotadas. La opinión común
insistía en que era una vergüenza y una desgracia perder el escudo, que el
guerrero de verdad mantenía el terreno y conservaba el escudo, encarándose al
enemigo, y que prefería la muerte a la huida y la desgracia. Arquíloco proclama
descaradamente un punto de vista alternativo:
Un sayo ostenta hoy el brillante escudo
que abandoné a pesar mío junto a un florecido
arbusto.
Pero salvé la vida. ¿Qué me importa ese escudo?
¡Peor para él! Uno mejor me consigo.
Claramente, la moraleja es que sólo se tiene una vida y que tirarla por la
borda por una cuestión de honor es una tontería. Las audiencias griegas
disfrutaban y cantaban las canciones de Arquíloco, y apreciaban la reflexión
que realizaba; pero no cambiaron la opinión común de que era una vergüenza
perder el escudo. Se trata de una cultura rara que permite, e incluso desea,
escuchar y alabar las críticas a sus valores y creencias más apreciadas,
especialmente por parte de individuos que no ejercen ningún puesto de poder o
respeto y que no aportan ninguna autoridad más allá de sus opiniones
personales. Aun así, esto es lo que ofrecen la mayor parte de los letristas más
populares de esta época.
Quizá más sorprendente que el caso de Arquíloco y Alceo minando la noción
tradicional del honor militar, porque después de todo eran todos hombres —y en
el caso de Alceo, al menos, un aristócrata— es el de la poetisa Safo. Porque
Safo, sorprendentemente, era una mujer, cuya voz fue escuchada a pesar de la
naturaleza fundamentalmente patriarcal de su sociedad. Safo también cuestionaba
la visión marcial prevaleciente sobre el honor y la belleza. En un poema sobre
el amor, revindicaba que todos aquellos que pensaban que la visión más bella
que se pudiera tener era un grupo de soldados marchando, o un escuadrón de
caballería, o los barcos en el mar, o incluso todos los carros de guerra de
Lidia, estaban equivocados: la visión más bella es el rostro de la mujer que se
ama, e ilustra esta opinión refiriéndose a la belleza de Helena de Troya,
famosísima y causante de una guerra. Resulta obvio que las personas que
consideraban la infantería o la caballería, los barcos de guerra o los carros,
como la visión más bella, eran los hombres de su época, hombres griegos de
clase alta o media imbuidos de la ética marcial de Homero. Safo no sólo se
atreve a meterse con ellos y a rechazar su visión, sino que desaprueba sus
ideas desde su misma tradición mitificada y reverenciada: porque, por supuesto,
Homero celebró la misma guerra que la belleza fabulosa de Helena había
provocado.
En definitiva, estos antiguos autores de canciones componían sus canciones
sobre temas cotidianos —asuntos amorosos, peleas, fiestas, viajes, luchas
políticas, vida militar— y eran ávidamente escuchados, siendo famosos en su
propia época, y reverenciados a lo largo de toda la historia griega posterior.
Y quizá el aspecto más destacado de todos ellos es que hablaron completamente
con sus propias voces y con su propia autoridad. Hesiodo ya se había atrevido a
criticar a la aristocracia de su época, y a expresar sus propias ideas y
opiniones, pero se amparaba en la autoridad de las Musas, diosas de la música,
que le habían enseñado cómo y qué cantar. En Israel, los profetas y los
reformadores religiosos se atrevían a criticar a los gobernantes y las
políticas de su época, pero pretendían que no estaban expresando sus ideas,
sino la palabra de Dios. Los líricos arcaicos de Grecia en su mayor parte no
presentaron dichas pretensiones: se presentaron a la audiencia tal como eran,
hombres y mujeres griegos (además de Safo, estaban Corina y Praxila, por
ejemplo) al igual que sus oyentes, a los que valía la pena escuchar
sencillamente por lo que tenían que decir como miembros de una sociedad libre
en la que la voz del individuo tenía derecho a expresarse.
Las canciones de estos poetas tremendamente individualistas fueron un
componente integral de la cultura popular de los elementos más adinerados de la
sociedad griega. A los griegos les gustaba reunirse cuando podían en grupos de
amigos y familiares, para cenar juntos y disfrutar de una velada de convivencia
bebiendo vino y entreteniéndose: los llamados simposio, literalmente «beber juntos». El entretenimiento en estas
fiestas, que eran una parte crucial de la vida social griega —cumpliendo la
misma función que ir a un restaurante y después ir a ver una película, un
concierto o una obra de teatro, o ir a una fiesta en la vida social moderna—, a
veces lo proporcionaban artistas profesionales. Bailarines, músicos, juglares y
acróbatas, y otros por el estilo eran contratados por patronos ricos para
entretener a sus invitados al simposio.
Pero casi siempre, y con frecuencia exclusivamente, se esperaba que los
invitados se entretuvieran los unos a los otros con una historia o una discusión
sobre los últimos acontecimientos o ideas políticas, o con canciones.
Participantes ambiciosos y con talento es posible que compusiesen canciones
propias para interpretarlas en las fiestas, pero con mayor frecuencia
(inevitablemente) se cantaban las canciones más populares del momento. Cuando
se le pasaba la lira, un invitado podía tañer una canción de Arquíloco o
Anacreonte, Safo o Simónides, y de esta manera las canciones se convirtieron en
parte integral de la cultura griega y de la conciencia griega. Los griegos de
las ciudades-estado, en especial los de clase alta, viajaban frecuentemente por
negocios, para asistir a festivales o sencillamente para visitar a
«clientes-amigos» (xenoi) en otras
comunidades, y regresaban con las últimas canciones y los nombres de los poetas
más de moda. Y los mismos poetas/compositores de canciones viajaban, en algunos
momentos, extensamente: Arión realizó una gira de conciertos muy famosa y de
gran éxito por las colonias en Italia y Sicilia, por ejemplo, como nos cuenta
Herodoto en su conocido relato; Íbico y Anacreonte se trasladaban de comunidad
en comunidad buscando patrocinio; Simónides y Píndaro se podían encontrar por
todas partes en Grecia ejerciendo su oficio de compositores de canciones.
Junto con estas interpretaciones esencialmente privadas, muchas canciones
fueron compuestas e interpretadas en acontecimientos públicos. Safo era
especialmente famosa por sus canciones nupciales, interpretadas por coros de
doncellas y jóvenes en bodas en toda Grecia. Píndaro y Simónides escribieron
canciones corales para que las interpretasen coros de hombre jóvenes para
alabar a los ganadores atléticos que habían conseguido fama al vencer en uno y
otro de los eventos durante los Juegos Olímpicos (o los Juegos Píticos en Delfos,
o los juegos Ístmicos o Nemeos). Sobre todo, se trataba de los festivales
religiosos de celebración regular, repartidos a lo largo de todo el año griego,
en los que los coros de hombres jóvenes (o aveces mujeres jóvenes) cantaban y
bailaban en honor de los dioses. Alemán y Estesícoro eran especialmente famosos
por sus canciones corales escritas para estos festivales. Y estas canciones
corales más grandiosas compartían las mismas características de individualismo
e interés en la vida cotidiana como las letras más personales: en una de las
famosas «Canciones de la doncella» de Alemán, las muchachas del coro no cantan
sólo las historias míticas en honor de los dioses, sino también los chismes de
la vida cotidiana: qué muchacha es más bella, quién está enamorado de quién, y
cosas por el estilo.
La expresión última de este individualismo griego característico llegó en
el siglo VI, con la aparición de la filosofía racional. Empezando con Tales de
Mileto en la década de 580, una serie de pensadores griegos, muchos de ellos
procedentes de las ciudades de Jonia en la Grecia oriental (a lo largo de la
costa de Asia Menor), se atrevieron a cuestionar las ideas tradicionales de
cómo fue creado el mundo y de qué estaba compuesto; qué es la vida y qué son
dios o los dioses. Como la mayoría de ellos eran de Jonia, estos filósofos
reciben con frecuencia el nombre de racionalistas jonios, un término más útil
que «filósofos pre-socráticos» que también se suele utilizar, porque les
caracteriza con un elemento clave: son esencialmente racionalistas. Estos
hombres no se sintieron satisfechos con las explicaciones religiosas y míticas
tradicionales sobre la forma en que funciona el mundo. En lugar de apelar a la
autoridad de dios o de los dioses, querían explicar y comprender el mundo en
sus propios términos, mediante el uso de su propia razón. Tales observó que la
materia tiene tres formas básicas —sólida, líquida y gaseosa; o en sus
palabras, tierra, agua y aire— y teorizó que la forma intermedia, líquida,
debía ser la más esencial. En consecuencia, también argumentó que toda la vida
debía tener sus orígenes en el agua, es decir, en el mar, y que los humanos
debían proceder originalmente del mar. Uno de sus discípulos, Anaximandro,
reunió datos sobre la forma del mundo y sobre esa base dibujó el primer mapa
conocido del mundo, que grabó en una lámina de bronce.
A finales del siglo VI, Jenófanes de Colofón se atrevió a teorizar sobre
los dioses, argumentando que resultaba irracional para los griegos adorar a
unos dioses que se parecían y se comportaban como los humanos. Afirmó que
semejante antropomorfismo era absurdo, y sugirió que si los caballos y las
vacas pudieran pensar y tuvieran manos para esculpir estatuas, concebirían
dioses que tendrían el aspecto de caballos y vacas. Jenófanes planteaba en su
lugar un dios perfecto, que como epítome de perfección debía ser singular y
único, porque el singular es más perfecto que el plural. Este dios único y
perfecto debía ser muy diferente de los imperfectos humanos. Como las formas
corpóreas están sujetas a cambios y deterioro, dios (siendo perfecto) no podía
tener una forma corpórea, sino que debía ser mente pura, la esencia de la razón
pura. Esta concepción de dios tendría, por supuesto, una larga historia en la
religión de Occidente y el Cercano Oriente: Jenófanes se encuentra al principio
de la teología monoteísta, y las tres grandes tradiciones monoteístas de
Occidente y Oriente, judaísmo, cristianismo e islam, nombrándolas en orden
cronológico, tomaron prestadas muchas de sus ideas, aunque seguramente sin ser
conscientes de ello. Sin embargo, a diferencia de los profetas y los teólogos
de dichas religiones, Jenófanes se atrevió a presentar estas ideas como fruto
de su razonamiento humano: no reclamaba ningún mandato divino para sus ideas,
no pretendía ser el «portavoz de dios».
A finales del siglo VI y principios del siglo V, Heráclito de Éfeso
concibió el principio del relativismo. Expresó sus puntos de vista en breves
comentarios aforísticos, que escribió en un libro que según la tradición dedicó
en el templo de Artemisa en Éfeso. Heráclito observó que no existe una realidad
última que podamos conocer porque todas las cosas que observamos están en
cambio constante, en flujo constante: todas las cosas fluyen (panta rhei), según sus palabras. Por
eso el cambio es una característica esencial del mundo, de nuestra realidad:
uno no puede bañarse dos veces en el mismo río, según su famosa frase. Y la
realidad de cada personas es ligeramente diferente a la de cualquier otra,
porque todas las personas perciben la realidad desde su punto de vista propio y
único. Cómo concibe cada uno una cosa concreta, y en consecuencia también cómo
lo nombra, qué considera que es, depende de su posición en la realidad con
respecto a ella: la subida y la bajada son lo mismo, en palabras de Heráclito.
Por eso la realidad es relativa, no es un absoluto; la realidad es cambio, no
permanencia; los humanos no pueden conocer verdaderamente la realidad, sólo
pueden conocer lo que ellos mismos perciben que es la realidad.
En definitiva, la alta cultura de Grecia, literaria e intelectual, estaba
abriendo nuevos caminos, impulsada por el espíritu competitivo y el
individualismo que eran tan característicos de los griegos. Al mismo tiempo los
griegos estaban construyendo templos monumentales en piedra de una gracia y un
sentido de la proporción remarcables, además de tener un gran tamaño y ser
impresionantes: el templo de Artemisa en Éfeso que fue considerado una de las
maravillas del mundo antiguo; el templo de Hera en Sainos, el templo de Apolo
en Dídima, y otros numerosos templos de la península griega y en las colonias
occidentales.
Los griegos estaban creando estatuas de hombres y mujeres que
anatómicamente eran cada vez más correctas, en su interés por reflejar el ideal
físico de la masculinidad y de la joven feminidad. Crearon pinturas de una
sensibilidad psicológica única: sólo nos han llegado restos de estas pinturas
en las vasijas de lujo que nos dan una idea de lo que era capaz la pintura
griega, pero en el arte de un maestro como el famoso Exequias se puede ver que
nuestra pérdida, al no tener prácticamente pinturas griegas de gran tamaño de
esta época, es muy grande. Sin embargo, un estado griego se situó fuera de esta
efervescencia cultural del siglo VI, y también le dio la espalda al desarrollo
económico, social y político; aunque lo hizo sin apartarse de la corriente
principal de la vida griega y, aun más, convirtiéndose en uno de los bastiones
centrales de la helenidad. Me refiero, por supuesto, a los espartanos, y
ninguna visión general de los antiguos griegos en vísperas de las guerras con
Persia estaría completa sin una descripción de este estado tan especial y su
historia.
LOS ESPARTANOS
En los siglos VIII y VII, los espartanos no eran demasiado diferentes de
las otras comunidades griegas en desarrollo. La ciudad de Esparta fue fundada
probablemente alrededor de principios del siglo VIII, cuando cuatro aldeas
situadas en la orilla oriental del río Eurotas se fundieron en una sola
comunidad. Una característica muy poco habitual de Esparta se puede explicar
por su origen: los espartanos tuvieron a lo largo de toda su historia una
monarquía dual, con dos familias reales —los Agíadas y los Euripóntidas— cada
una de las cuales proporcionaba simultáneamente un rey. Lo más probable es que
éstas fueran las familias dominantes en dos de las aldeas que se unieron para
formar Esparta. Desde su ubicación sobre algunas colinas que dominaban el valle
del Eurotas, los espartanos controlaban dos de las mejores llanuras agrícolas
de la región de Lacedemonia, el rincón sudoriental del Peloponeso. Desde esta
posición eran capaces de dominar y controlar estas llanuras, y su posesión
convertía a los espartanos en la comunidad más grandes y poblada de
Lacedemonia. En consecuencia, en el tercer cuarto del siglo VIII los espartanos
habían conseguido unir y dominar toda Lacedemonia.
Al unificar la región, los espartanos impusieron al resto de los
lacedemonios —excepto a la aldea de Amiclai a unos pocos kilómetros al sur de
la propia Esparta— uno de los dos estados de subordinación. Los habitantes
libres de los otros pueblos y aldeas de ciertas dimensiones siguieron siendo
libres, pero quedaron políticamente supeditados a los espartanos, sin voz en el
gobierno de la polis de los lacedemonios,
como los espartanos llamaban a su estado. Estos lacedemonios libres pero
políticamente subordinados eran llamados perioikoi,
que significa «los que viven en los alrededores», es decir, los que vivían
alrededor de la propia Esparta, la perspectiva siempre es desde Esparta. La
población rural de Lacedemonia y unos pocos pueblos menos favorecidos fueron
reducidos a una condición parecida a la esclavitud y semejante a la de los
siervos medievales: se les conocía como ilotas. Los ilotas mantenían una vida
familiar normal y vivían en sus propias pequeñas comunidades, pero pertenecían
a su amos espartanos que eran los propietarios de la tierra que cultivaban, y
estaban obligados a pagar la mitad de su producción a los amos espartanos,
además de tener la obligación de desarrollar otras actividades para ellos.
Es necesario señalar que estas poblaciones y situaciones de esclavitud no
eran tan inhabituales en la Grecia más antigua. En Creta existían personas en
situación de servidumbre llamadas klarotai;
Argos tenía un grupo de población no libre llamados los gymnetes (literalmente, los «desnudos»); y en Tesalia se tienen
noticias de una población servil llamada los penestai, por poner unos ejemplos. Lo que fue totalmente inusual en
Esparta fue la persistencia y la brutalidad de la situación de servidumbre de
los ilotas.
Aunque al unir de esta forma a toda Lacedemonia los espartanos habían
creado uno de los estados más grandes en Grecia, no estaban satisfechos. En el
último cuarto del siglo VIII, los espartanos empezaron a invadir y a intentar
subordinar las regiones vecinas del Peloponeso hacia el oeste: Mesenia. Los
mesemos controlaban algunas de las mejores tierras de cultivo en Grecia, y con
parte de la tasa de precipitaciones anuales más altas de Grecia (puesto que los
vientos que traen la lluvia a Grecia proceden mayoritariamente del oeste),
disponían de condiciones muy favorables para la agricultura. A lo largo de una
lucha de 20 años, según el poeta espartano Tirteo que vivió a mediados del
siglo VII, los espartanos tuvieron éxito en controlar la mayor parte de
Mesenia, reduciendo la gran parte de los habitantes de Mesenia al estado de
ilotas. Los ilotas mesenios, como sus homónimos lacedemonios, no eran
propietarios de sus tierras y debían pagar a sus amos espartanos la mitad de
todo lo que producían, como afirma Tirteo. Tras una oscura lucha interna en
Esparta —en cuyo transcurso un grupo de espartanos fueron expulsados para
fundar la colonia de Tarento en el sur de Italia antes del año 700— parece que
la mayor parte de la tierra mesenia fue distribuida de forma bastante
equitativa entre los espartanos libres, de manera que cada uno de ellos se
convirtió en un terrateniente que no necesitaba trabajar para vivir, teniendo
unos ingresos amplios procedentes del trabajo de sus ilotas mesenios.
La amargura de los mesenios, reducidos a una situación de esclavitud de
subsistencia y explotados por sus amos espartanos, se puede imaginar con
facilidad. Durante un tiempo, los espartanos vivieron con bastante comodidad
con esta situación. Participaron totalmente en la cultura de los griegos: la
cerámica y los objetos de bronce laconios (es decir, espartanos) eran muy
apreciados en Grecia e incluso en el área mediterránea, aunque lo más probable
es que estos objetos fueran producidos por los perioikoi más que por los espartanos en sentido estricto. Dos de
los más notables poetas antiguos, Alemán y Tirteo fueron espartanos, y en la
poesía de Alemán encontramos una gracia, una alegría, un sentido del goce de la
vida que ya no se encuentran en la Esparta de los siglos VI y V.
Además, los espartanos crearon, al menos para ellos mismos, un sistema
político que era de lo más avanzado del desarrollo político griego en la
primera mitad del siglo VII. El monopolio del poder y los privilegios de la
aristocracia tradicional desaparecieron sin tener que recurrir a un tirano. Las
familias aristocráticas aparentemente retuvieron el privilegio de proporcionar
los miembros del consejo de estado, la gerousia
(ancianos), llamados así porque el mínimo de edad para pertenecer a ella eran
60 años. Todos lo miembros de la gerousia
—excepto los dos reyes que eran miembros ex
officio— eran elegidos por los espartanos ordinarios entre aquellos que
eran elegibles; y una vez elegidos su pertenencia era vitalicia. Parece que la gerousia dirigió la política espartana y
funcionó como una especie de corte suprema. Pero la autoridad suprema en el
estado espartano residía en la asamblea de todos ciudadanos de Esparta, que se
reunía a intervalos regulares y votaban sí o no a las propuestas que les
presentaba la gerousia. En esta época
(principios del siglo VII) era un sistema bastante avanzado que anticipaba el
gobierno participativo por parte de los ciudadanos, dentro de sus límites, es
decir, que sólo agrupaba a los espartanos propiamente dichos, o espartiatas que
es como se llamaban a sí mismo el grupo de ciudadanos con plenos derechos.
Sin embargo, hacia el tercer cuarto del siglo VII, los espartanos
atravesaron una grave crisis que provocó cambios profundos en su sociedad, que
los transformaron en el pueblo duro y militarista que conocemos de las fuentes
del siglo V, y se apartaron completamente de todo desarrollo cultural,
económico y político posterior en el mundo griego. Esta crisis fue una gran revuelta
de los ilotas mesenios en la que los mesenios estuvieron muy cerca de recuperar
su independencia. El poeta Tirteo, que vivió durante esta revuelta, sugiere que
debieron existir algunos derrotistas en Esparta, dispuestos a ceder el control
sobre Mesenia, pero Tirteo espoleó a sus conciudadanos espartanos a no rendirse
sino a conservar lo que habían ganado sus abuelos. Al final, los espartanos
vencieron y recuperaron el control de toda Mesenia. Como consecuencia de esta
revuelta que había estado a punto de tener éxito, los espartanos reformaron su
forma de vida con un objetivo en mente: convertirse en los guerreros supremos
de manera que pudieran mantener el yugo sobre los ilotas en cualquier
circunstancia, y para eso se liberaron de cualquier necesidad de trabajo
físico. Para aquellos en el mundo moderno que aún admiran a los espartanos,
como hicieron muchos pueblos a lo largo de la historia, vale la pena subrayar
en lo que se fundamentaba la «gloriosa» forma de vida espartana: una
explotación despiadada de una clase subordinada conquistada y el rechazo de la
necesidad de dedicarse al trabajo productivo. El secreto espartano, y el éxito
del mito del legislador Licurgo, que supuestamente creó el sistema espartano de
la nada se pierde en la niebla de la prehistoria, de manera que en la
actualidad resulta imposible vislumbrar el proceso y la cronología de la
autorreforma espartana. Pero podemos ver el resultado del proceso en la
descripción de los espartanos y de la forma de vida espartana en los escritos del
siglo V y posteriores.
Cada año los espartiatas elegían entre ellos a cinco magistrados llamados Ephoroi (éforos o «supervisores»), que
jugaron un papel muy importante en el sistema espartano reformado, siendo
básicamente los magistrados supremos del estado espartano. Cada año presidían
dos ceremonias religiosas: en una, los dos reyes juraban ante los éforos, como
representantes de los espartiatas, que gobernarían de acuerdo con la ley, y
después los éforos juraban en nombre de los espartiatas que mantendrían a los
reyes en su cargo, con todos los privilegios y poderes, siempre que mantuvieran
lo que habían jurado. Con esto, los éforos se convertían efectivamente en
supervisores y jueces de los reyes. Los reyes eran acompañados por lo menos por
dos éforos cuando se ocupaban de asuntos públicos, que les aconsejaban, y los
podían acusar si creían que los reyes no habían estado a la altura que se
requería de ellos. Se conoce una serie de estas acusaciones de los siglos V y
IV, y algunos reyes fueron depuestos y exiliados como resultado de los juicios.
En la otra ceremonia, los éforos, actuando de nuevo en representación de
los espartiatas, declaraban formalmente la guerra a los ilotas. Así, a lo largo
de la mayor parte de este largo período de los siglos VI, V y IV el estado
espartano estuvo formalmente en guerra con la mayor parte de su propia
población: los ilotas superaban en número a los espartiatas por siete a uno o
incluso más. El sentido de esta declaración de guerra anual era convertir,
jurídica y religiosamente, a los ilotas en enemigos extranjeros a los que,
según las reglas de la guerra, se les podía someter a cualquier trato,
incluyendo la muerte. Los espartiatas siempre tuvieron miedo de la posibilidad
de una revuelta ilota, y utilizaron el terror puro y la brutalidad para
mantener sometidos a los ilotas.
La forma de vida espartiata estaba pensada exclusivamente para producir
soldados extraordinarios que estuvieran dispuestos, a la primera señal, para
emprender la acción contra los ilotas en defensa de los privilegios
espartiatas. Cuando nacía un bebé espartiata, era inspeccionado por los
«ancianos de la tribu» para comprobar su disposición física. Un bebé que
mostrase cualquier deformidad o una debilidad obvia era arrebatado a sus padres
y expuesto para que muriera en una colina cercana a Esparta: el estado
espartano sólo criaba a niños sanos de los que se podía esperar que crecieran
para convertirse en guerreros fuertes o, si eran niñas, madres saludables. Una
vez pasada la inspección, el bebé era criado por la madre hasta que cumplía los
siete años. Con esa edad, los muchachos espartiatas eran separados de sus
hogares y llevados a vivir en cuarteles en los que eran sometidos a la agoge, el sistema de entrenamiento
espartiata.
El entrenamiento del muchacho espartiata le inculcaba dureza, indiferencia
al frío, al dolor y al hambre, una disciplina rígida, buena forma física y
resistencia, y familiaridad con las armas, la armadura y las tácticas del
guerrero hoplita y la falange. El sistema de entrenamiento era extremadamente
brutal, y los muchachos eran observados con atención en busca de cualquier
signo de debilidad o indisciplina. Cualquier señal podía llevar a que se
considerase que el muchacho había fracasado en la agoge, en cuyo caso no podría obtener la ciudadanía espartiata
plena al llegar a la edad adulta: durante toda su vida sería considerado un hypomeion (un menor). Los chicos
espartiatas crecían bajo un estilo de disciplina militar: oficiales especiales
estaban a cargo de los muchachos y del entrenamiento; cualquier espartiata
adulto era automáticamente un superior del chico y le podía dar órdenes; los
muchachos mayores, si no había oficiales o adultos presentes, estaban al mando
de los más jóvenes; y dentro de las clases de edad de los chicos, los que lo
hacían mejor en la agoge eran
elevados a la categoría de oficiales del resto. Así, siempre había una cadena
de mando, y un muchacho espartiata siempre estaba bajo disciplina. Resulta
bastante fácil imaginar todos los rituales de iniciación y las novatadas que
debían prevalecer inevitablemente en estos acuartelamientos juveniles, y como
eran toleradas, si no fomentadas, como parte del proceso de endurecimiento.
Los muchachos sólo eran alimentados adecuadamente, vestidos con escasez, y
se les daba una sola sábana y el derecho a cortar cañas de la orilla del río
para hacerse la cama. En consecuencia, casi siempre estaban hambrientos,
pasaban frío con frecuencia, e inevitablemente siempre estaban incómodos. Pero
se les animaba a completar su alimentación y otras necesidades con el robo de
todo lo que pudiesen, con la advertencia de que si los atrapaban serían
sometidos a un duro castigo mediante azotes. El objetivo de esto era que, como
soldados, tendrían que vivir con frecuencia sobre el terreno en territorio
enemigo, forrajeando para obtener suministros y con el peligro de que los
matasen si los pillaba el enemigo. De esta manera se les enseñaba de muchachos
a robar y a que no los atrapasen. Cada año durante el festival de Artemisa
Ortia, en un templo que se encontraba a las afueras de la ciudad de Esparta,
los chicos eran sometidos a un ritual especial de brutalidad. Se disponían
quesos en el altar de la diosa y los muchachos mayores formaban armados con
palos a lo largo del camino que conducía al altar. Los chicos más jóvenes
tenían que «correr el pasillo» para recoger los quesos del altar. El muchacho
que conseguía más quesos y, en consecuencia, soportaba mayor castigo, era el
vencedor.
A los 18 años, los muchachos finalmente se graduaban de la agoge y se convertían en guerreros y
ciudadanos espartiatas, si se consideraba que habían completado con éxito la agoge. Esta evaluación la expresaban los
espartiatas adultos de una forma muy especial. Se requería que para conseguir
la plena ciudadanía cada espartiata fuera miembro de un grupo militar de comida
en común, llamado syssition o phidition. A lo largo de su vida,
excepto que estuviera fuera en servicio oficial o tuviera un permiso especial
para ocuparse de un asunto personal u otras cuestiones por el estilo, el hombre
espartiata comía con su grupo de banquete. Estos grupos eran transversales al
sistema de clases por edades de la agoge,
uniendo a espartiatas de diferentes edades y generaciones, y se accedía a la
membresía de uno de estos grupos por invitación. Un joven espartiata que no
conseguía que lo invitasen a ningún grupo de banquete se consideraba que no
había actuado adecuadamente durante la agoge
y se le privaba permanentemente de la ciudadanía espartiata completa. Como
miembro de un grupo, se esperaba que el espartiata proporcionara una cantidad
fijada de alimentos básicos para sus cenas, y la imposibilidad de proporcionar
la contribución mensual provocaba la expulsión del grupo y la pérdida de la
ciudadanía plena.
Las cenas espartanas eran famosas por su minimalismo. La comida básica de
cada velada consistía en una especie de guiso, cuyos ingredientes principales
eran alubias, sangre de cerdo y cebada, un basto pan campesino y vino. Nos ha
llegado una historia de un hombre de la ciudad de Sibaris en el sur de Italia,
famosa por su riqueza y lujo, que visitaba Esparta y fue invitado a cenar con
uno de estos grupos. Para sorpresa de sus anfitriones, el sibarita se comió la
cena con bastante rapidez. Sin embargo, cuando le preguntaron qué pensaba de la
típica cena espartana, contestó que finalmente había comprendido una cuestión
que hasta ese momento siempre le había intrigado, es decir, ¡por qué los
espartanos no tenían miedo a morir! Con la perspectiva de tener esto para cenar
todas las noches, ¿quién iba a tener apego a la vida?
Sin embargo, la graduación de la agoge
no significaba que un joven espartiata podía abandonar el cuartel y volver a
casa. De los 18 a los 30 años los espartiatas formaban el «ejército permanente»
del estado espartano, viviendo en acuartelamientos bajo disciplina, dispuestos
a movilizarse para el servicio activo en cualquier momento. Incluso cuando no
había ninguna guerra en marcha —algo raro en la historia espartana— salían de
maniobras por Lacedemonia y Mesenia, donde se les animaba a hostigar a
cualquier ilota que no pareciera completamente intimidado y servil. De hecho,
los muchachos que habían superado la agoge
como los mejores eran reclutados para una unidad de élite llamada la kryfjteia (literalmente, el grupo secreto),
cuya tarea era moverse de incógnito por Mesenia, sin dejarse ver y observando a
los ilotas. Se sabe que ilotas inusualmente fuertes o de carácter desaparecían
misteriosamente: se intuía que la krypteia
se los había llevado y que nunca más se les volvería a ver. Aterrorizar a los
ilotas era una preocupación constante de los espartiatas. Se animaba a los
espartiatas adultos a que se casasen jóvenes y empezasen a tener hijos; pero no
podían vivir con sus esposas hasta que, a la edad de 30 años, hubieran superado
su etapa de servicio activo y pudiesen regresar a casa y emprender una vida
hogareña: si eso era posible para hombres que vivían en acuartelamientos en
compañía masculina desde los 7 años, y seguían teniendo la obligación de cenar
cada noche con sus compañeros de banquete.
En la vida espartana no había lugar para actividades de creatividad
cultural, para actividades intelectuales o para cualquier otra actividad de ese
tipo. Después de Alemán y Tirteo en el siglo VII, Esparta no volvió a producir
otro poeta del que nos hayan llegado noticias; Esparta no produjo dramaturgos o
filósofos; no hubo historiadores, arquitectos o escultores espartanos, al menos
ninguno de renombre, ninguno durante la época de dominio espartano del siglo VI
a principios del siglo IV. Desde el punto de vista cultural, Esparta murió
cuando impuso la agoge, y el
entretenimiento y la vida cultural giraba alrededor de las actividades
«masculinas» del ejercicio y del atletismo (en los que sobresalieron los
espartanos), la caza y la recitación o el canto de viejos poemas y canciones
tradicionales, en especial de Homero y Tirteo. En Esparta no se fomentaba la
libertad de palabra o de pensamiento. En su lugar lo que se apreciaba era un
rígido conformismo: según la leyenda, el sistema espartano había sido creado
por el gran héroe Licurgo y era perfecto. Sin ninguna invención o desviación,
no se necesitaba nada nuevo.
Por supuesto, existía algo en lo que los espartanos eran
extraordinariamente buenos, lo que no resulta sorprendente porque se pasaban la
vida trabajando para ser los mejores en ello: el estilo de guerra hoplita. El
principio espartano sobre la guerra es famoso y popularmente sencillo:
conquistar o morir. Cuando un espartano partía a la guerra, su madre o esposa
le entregaba el escudo con las palabras: vuelve con él, o sobre él. El
significado era (pie volviera victorioso y cargando con el escudo; o muerto y
que lo trajesen de vuelta sobre el escudo. Un espartano que fracasaba, que
perdía y/o huía, no debía regresar a Esparta de ninguna manera: nadie lo
recibiría o le hablaría. En una comunidad griega de ciudades-estado en la que
los guerreros hoplitas eran soldados de una milicia ciudadana, que sólo tomaban
las armas cuando se presentaba la necesidad, los espartanos sobresalían como
profesionales rodeados de aficionados, puesto que los espartanos se dedicaban
completamente al entrenamiento como hoplitas. Una anécdota famosa ilustra este
hecho.
A principios del siglo IV, el rey espartano Agesilao estaba al mando de un
ejército de espartanos y aliados, en el cual los aliados formaban una mayoría
aplastante. Viendo esto, los jefes aliados se quejaron ante Agesilao que sólo
él tuviera el mando y argumentaron que puesto que ellos, los aliados,
proporcionaban la mayor parte de los soldados, ellos debían participar en el
mando por turnos. En respuesta, Agesilao reunió una asamblea de todo el
ejército y se dirigió a las tropas. Ordenó a todos los hombres que eran
alfareros que se sentasen: muchos soldados aliados lo hicieron. Entonces
Agesilao dio la misma orden a todos los hombres que eran carpinteros y
herreros, y así toda una lista de formas de ganarse la vida. Finalmente, todos
los aliados estaban sentados, sólo los espartanos seguían de pie. Entonces
Agesilao preguntó quiénes de los presentes eran soldados, y los espartanos se
sentaron. Agesilao se volvió hacia los jefes aliados y les explicó que los
espartanos no proporcionaban la mayor parte de los soldados del ejército;
proporcionaban los únicos soldados
del ejército, y por eso los espartanos siempre estaban al mando.
De hecho, desde mediados del siglo VI y durante cerca de 200 años los
espartanos no sólo disfrutaron de una reputación de invencibles en el campo de
batalla, sino que en realidad nunca habían sido vencidos en una batalla campal,
hasta la batalla de Leuctra en 371. En una serie de campañas a lo largo del
Peloponeso, los espartanos derrotaron uno a uno y obligaron a cerrar alianzas
con Esparta a todas las ciudades y comunidades peloponesias, excepto los
argivos. Las alianzas eran invariablemente muy simples en su forma: la ciudad o
la comunidad en cuestión se comprometía a tener «los mismos amigos y enemigos
que los lacedemonios», es decir, juraban seguir el ejemplo de esparta en
política exterior y en la guerra. De esta forma, a finales del siglo VI, los
espartanos habían establecido el dominio sobre todo el Peloponeso, y podían
recurrir a las fuerzas militares de cada estado peloponesio cuando lo deseasen
para que luchasen a su lado en la guerra. Hubo una excepción: los argivos.
Aunque los espartanos habían derrotado a los argivos en una gran batalla a
mediados de siglo, y les habían arrebatado una parte sustancial del territorio
argivo —la región llamada Tireatis— en calidad de botín, los espartanos no
tuvieron éxito en forzar a los argivos a una alianza. Excepto por eso, su
control sobre el Peloponeso era completo a finales de siglo, y esta red de
alianzas bajo dominio espartano recibe por parte de los historiadores el nombre
de Liga del Peloponeso. Esto resulta un poco confuso porque en realidad no era
una liga, sino sólo un sistema para justificar el predominio espartano. La
mayor virtud del sistema desde la perspectiva espartana era que, si se
rebelaban los ilotas, no podrían recurrir a nadie en todo el Peloponeso en
busca de ayuda o alianza, porque todos eran ya aliados de los espartanos. Sin
embargo, más allá de esto, el sistema de alianza espartano era la estructura
militar más grande en el mundo griego: a través de él, los espartanos podían
movilizar con facilidad a más de 20.000 hoplitas cuando los necesitaban, además
de los 9.000 espartiatas de esta época y miles de perioikoi capaces de servir como hoplitas.
Poco más o menos alrededor de 520, cuando el poder de Persia se estaba
extendiendo en Asia, un nuevo y joven rey subió al trono en la línea agíada de
Esparta. Su nombre era Cleómenes y resultó ser un gobernante muy destacado,
aunque al final también controvertido. Durante unos treinta años fue claramente
la personalidad dominante en Esparta. Casi cada historia que explica Herodoto
sobre los espartanos en esta época, de 520 a 490, implica a Cleómenes, y
normalmente en un papel dirigente. Lo encontramos por primera vez en 519,
cuando aparentemente estaba intentando involucrar a Megara, que se encontraba a
las puertas del Peloponeso, en el sistema de alianza de Esparta. Se pusieron en
contacto con él enviados de los plateos, en el sur de Beoda, que, bajo presión
de los expansionistas tebanos, buscaban la alianza con los espartanos para su
protección. Sin embargo, en lugar de aceptarlos como aliados, Cleómenes, quizá
por motivos maquiavélicos, aconsejó a los plateos que buscasen la alianza con
los atenienses, que estaban mucho más cerca de Platea. Los atenienses
aceptaron, iniciando una alianza con los plateos que duraría siglos, pero
iniciando también una amarga hostilidad con los poderosos tebanos, que muchos
sospechan que era el objetivo de Cleómenes. Entre 510 y alrededor de 506,
Cleómenes estuvo profundamente involucrado en los acontecimientos que rodearon
el final de la tiranía pisistrátida en Atenas, y el inicio de la democracia
ateniense. Hablaremos con más profundidad de este tema en el capítulo 3, pero
con ello se inició una época de hostilidad entre los atenienses y los
espartanos, y dentro de Esparta una enemistad entre Cleómenes y su co-rey de la
línea euripóntida, Demarato, que resultó ser fatal. En 499 fue de nuevo
Cleómenes el que se reunió, y rechazó las peticiones, del líder jonio
Aristágoras, cuando buscó la ayuda espartana para la revuelta jonia, como
veremos en el capítulo 4. Los intentos de alejar a los espartanos del
Peloponeso y de la amenaza de sus ilotas nunca tuvieron éxito en esta época.
El mayor logro de Cleómenes como rey de Esparta estuvo en la guerra contra
los argivos en 494. Esparta y Argos eran viejos y perennes rivales y enemigos.
Los espartanos habían derrotado decisivamente a los argivos a mediados del
siglo VI, y se había firmado una paz tras la victoria espartana. Pero cada
pocas décadas los argivos probaban de nuevo fortuna en la guerra contra los
espartanos, y en la década de 490 fue Cleómenes, como la personalidad dominante
en Esparta, quien tomó el mando contra ellos. En lugar de marchar por tierra a
través del territorio de Tegea en Arcadia, o a través de Tireatis en territorio
argivo, Cleómenes demostró su inteligencia estratégica al reunir barcos y
transportar por mar a su ejército hasta territorio argivo, desembarcando en la
costa de la Argólida, cerca de Nauplión. Esto tomó por sorpresa a los hombres
de Argos, que no pudieron impedir el desembarco de Cleómenes; pero condujeron a
toda su fuerza hoplita hasta Nauplión y se enfrentaron allí al ejército
espartano de Cleómenes. Durante muchos días, los dos ejércitos se prepararon
cada mañana para la batalla en un lugar llamado Sepeia, pero ninguna de las dos
partes quería tomar la iniciativa de avanzar contra el enemigo. Después de
formar durante unas pocas horas en formación de falange, esperando que los
argivos hicieran un movimiento, Cleómenes ordenaba a su hombres que rompieran
filas y regresaran al campamento a comer algo. Sin embargo, tras unos cuantos
días de esta rutina, se dio cuenta de que los argivos, en cuanto ordenaba a sus
trompeteros que hicieran sonar la señal para que sus hombres se fueran a comer,
también rompían fila y regresaban a su campamento. Se aprovechó de esta
situación ordenando a sus hombres que cuando los trompeteros hicieran sonar el
toque para ir a comer, en lugar de romper la formación debían cargar contra los
argivos. Al día siguiente, cuando sonó el toque para ir a comer, los argivos
bajaron los escudos y se empezaron a dar la vuelta para irse, cuando vieron que
la falange espartana avanzaba al ataque. Esto cogió a los argivos por sorpresa
y estalló el pánico: los argivos corrieron y Cleómenes ganó una victoria
aplastante.
Como ocurría habitualmente en las batallas hoplitas, la mayor parte de los
argivos huyeron: dejando caer los escudos, librándose de los yelmos y (quizá)
de las grebas, se volvían mucho más ligeros y móviles que sus enemigos que aún
llevaban todo el equipo, de manera que los superaban fácilmente en velocidad.
De aquí la asociación en el pensamiento griego entre la pérdida del escudo y la
derrota, la huida, y por extensión también la cobardía. Sin embargo, en este
caso, en vez de correr todo el camino de vuelta a la ciudad de Argos y
refugiarse detrás de sus muros, muchos de los argivos en retirada se refugiaron
en una cueva sagrada que se encontraba en las cercanía, uno de esos lugares de
árboles y matorrales primigenios, bajo la protección de un dios o héroe, que
punteaban todo el paisaje griego. Se cuenta que unos 6.000 argivos se
refugiaron en esta cueva, y Cleómenes decidió que su victoria fuera decisiva no
dejando escapar a estos argivos. Al principio atrajo a muchos argivos para que
salieran de la gruta al conocer sus nombres de esclavos capturados y
llamándolos con el pretexto de que sus familias habían enviado un rescate por
ellos. Todos los que salieron fueron asesinados, pero el resto de los argivos
descubrió pronto el truco y dejaron de salir. Cleómenes no quería ofender a la
deidad de la gruta, ni tampoco quería dejar allí a los argivos; de manera que
ordenó a los ilotas que incendiaran la cueva, dando a los argivos la
alternativa de salir corriendo para que los matasen o quedarse y morir
quemados. En consecuencia, la mayoría de los 6.000 argivos murieron y este
golpe al potencial humano argivo fue tan devastador que Argos tardó 30 años en
recuperarse. Sorprendentemente, a pesar de haber debilitado tan drásticamente a
los argivos, Cleómenes no intentó capturar la ciudad de Argos, por lo cual fue
acusado por los éforos ante la gerousia
cuando regresó a casa, pero consiguió que lo declarasen inocente al dar una
explicación religiosa a su decisión de no atacar Argos. Los espartanos fueron
siempre especialmente escrupulosos con las observancias religiosas.
En definitiva, esta victoria en Sepeia en 494 marcó el punto culminante del
éxito de Cleómenes y de su influencia en Esparta. Después de esta batalla, fue
la creciente amenaza de Persia lo que empezó a preocupar a los líderes griegos,
puesto que Mileto había caído, la revuelta jonia estaba derrotada y los persas
volvían visiblemente su atención para expandir su poder hacia la otra orilla
del Egeo, hacia Grecia. Como líderes del Peloponeso, la actitud de los
espartanos hacia Persia sería de importancia crítica. Si decidían resistir a
Persia, las fuerzas que pudieran dirigir harían posible un enfrentamiento con
el ejército persa; si decidían someterse, la conquista persa de Grecia sería
inevitable. Pero la sumisión no formaba parte del carácter espartano: al menos
su terrible sistema educativo tenía esta virtud, que bajo su influencia los
espartanos no se someterían mansamente a nadie sin luchar, y si se llegaba a
eso caerían luchando con valentía hasta el final antes que rendirse.
En 491, el rey persa Darío envió embajadores por toda la península griega
para pedir la tierra y el agua, los elementos formales de la rendición ante el
dominio persa. La mayoría de los estados griegos ofrecieron las prendas, pero
los espartanos rechazaron la demanda y tampoco permitieron que sus aliados
ofrecieran las suyas. Cuando los atenienses, que habían rechazado someterse,
supieron que Egina, su enemiga, había ofrecido la tierra y el agua, aunque era
aliada de Esparta, se quejaron ante Esparta, y fue Cleómenes el que recibió la
queja. Ahora, bajo la amenaza mucho más grave del poder persa, dejó de lado la
hostilidad hacia los atenienses y ordenó que Egina retirase las prendas de
rendición ante Persia y que entregasen rehenes a los atenienses para garantizar
su buen comportamiento (es decir, en contra de Persia) en el futuro.
Cleómenes estaba acostumbrado a imponer su voluntad en Esparta durante
décadas, pero ahora intervino su co-rey Demarato. Los dos hombres habían estado
en conflicto con anterioridad, quince años antes por la política hacia Atenas
en 506, y ahora resultaba evidente que Demarato estaba animando a los eginos
para que se resistiesen a las demandas de Cleómenes. Cuando Cleómenes visitó
Egina en persona, los líderes eginos le dijeron a la cara, según Herodoto, que
sólo obedecerían si los dos reyes espartanos daban la orden, lo que dejaba
claro que Demarato se encontraba detrás de su negativa. Esto se ha visto a
menudo como un conflicto personal entre dos líderes rivales; sin embargo,
Cleómenes y Demarato llevaban en ese momento gobernando juntos durante la mayor
parte de los últimos veinte años y el único desacuerdo entre ellos del que nos
ha llegado noticia se había producido hacía mucho tiempo. Parece mucho más
probable que el conflicto fuera político y que al animar a los eginos, Demarato
revelase su opinión de que una resistencia directa contra Persia era poco
inteligente. Sin embargo, Cleómenes no era de los que se dejaba obstaculizar: a
pesar del hecho de que Demarato había sido rey durante tanto tiempo, lanzó
sospechas sobre la legitimidad de Deinarato, y sobornó al oráculo de Delfos
para que negase el nacimiento legítimo de Demarato cuando los espartanos le
pidieron consejo.
En consecuencia, Demarato fue depuesto y reemplazado como rey por su primo
Leotíquidas. Y acompañado por Leotíquidas, Cleómenes pudo visitar Egina e
imponer sus órdenes de rescindir la sumisión a Persia y que entregaran rehenes.
Al principio, Demarato permaneció en Esparta: se encontraba bajo estrecha
vigilancia. Pero cuando Leotíquidas se burló de él por la pérdida de su
estatus, consiguió escabullirse y huyó a la corte del rey persa, donde se
convirtió en consejero para asuntos griegos y más tarde (480) acompañó al rey
Jerjes durante su invasión de Grecia. Herodoto, que aparentemente conoció a
algunos de los descendientes de Demarato, lo trata con una extraña simpatía;
pero analizando los hechos parece claro que Demarato no fue nada más que un
traidor a Esparta y a la causa de la libertad griega. En el mejor de los casos
quizá le podamos conceder crédito a su creencia de que la sumisión a Persia era
el único curso seguro para Esparta y para los griegos.
Sin embargo, el asunto Demarato resultó tener un gran pero. Por el momento,
hubo un gran acuerdo entre los atenienses y los espartanos para colaborar en su
resistencia al ataque persa, simbolizado en la visita de Cleómenes a Atenas
para «enterrar el hacha» y entregar a los rehenes eginos en manos atenienses.
Pero, poco después, salió a la luz el hecho que Cleómenes había sobornado a la
pitia en Delfos, lo que debilitó totalmente su posición en Esparta. Cleómenes
se vio forzado a huir, refugiándose en Tesalia, y después en Arcadia en el
Peloponeso. En consecuencia, cuando los persas finalmente iniciaron la invasión
y desembarcaron en el Ática, Cleómenes no se encontraba al frente de Esparta, y
los espartanos vacilaron sobre qué ayuda enviar y cuándo, como veremos más
adelante. Cleómenes mismo fue imitado a regresar a Esparta, pero una vez allí
fue repentinamente arrestado por loco y tuvo un final horripilante —y según los
informantes de Herodoto— mediante suicidio. Muchos historiadores ponen esto en
duda y sospechan que los enemigos de Cleómenes lo quitaron de en medio. Cuando
se produjo la gran invasión persa de 480, en consecuencia, fue no Cleómenes
sino su medio hermano Leónidas quien dirigió a los espartanos. Mientras tanto,
en 490, los atenienses acabaron enfrentándose solos a los persas. Todo este
asunto ilustra la fragilidad de la cooperación griega, y la voluntad de los
espartanos de apoyar a otros griegos: el destino de líderes individuales podía
cambiar radicalmente lo que los espartanos estaban dispuestos a hacer o no.
En definitiva, así era Grecia en vísperas del conflicto persa: una sociedad
vibrante y en desarrollo de ciudades-estado y otras comunidades, creciendo
económicamente, expandiéndose desde el punto de vista demográfico, dando nuevos
pasos adelante en logros políticos y culturales. Pero también una sociedad que
seguía siendo profundamente frágil por la desunión endémica que sufría, una
desunión entre ciudades rivales y dentro de ellas entre líderes y facciones
rivales. La fortaleza más importante de los griegos radicaba en su sistema
militar formado por hoplitas, que se basaba en el compromiso y la disciplina de
miles de ciudadanos guerreros griegos que estaban dispuestos, en principio, a
salir al campo de batalla y poner su vida en juego para defender su forma de
vida libre. Pero ¿realmente serían capaces de hacerlo? Casi todo dependía de lo
que decidieran hacer los espartanos, los guerreros hoplitas más diestros y
líderes del sistema de alianza más fuerte en Grecia. ¿Presentarían batalla? Los
ojos y las esperanzas de todos los griegos que querían evitar la sumisión a
Persia se centraban en ellos, pero después de todo, la batalla decisiva no la
acabarían librando los espartanos.
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