sábado, 23 de diciembre de 2017

Billow Richard.-Maraton:CAPÍTULO 1 LOS ANTIGUOS GRIEGOS EN LOS SIGLOS VII Y VI A.C.

La civilización clásica griega empezó con Homero. Los poemas épicos homéricos —la Ilíada y la Odisea— fueron compuestos originalmente con casi toda seguridad en la segunda mitad del siglo VIII a.C. Rápidamente se convirtieron, en su redacción definitiva, en la «biblia» de los antiguos griegos, en especial la Ilíada; y siguieron siéndolo hasta que fueron reemplazadas por la Biblia cristiana en el siglo IV d.C. Esto es lo mismo que decir que durante los siglos VII, VI y V a.C. y con posterioridad, los hombres griegos eran educados con los poemas épicos homéricos, contemplando las historias que se reflejaban en ellos como sus orígenes culturales, y considerando los valores y los ideales expresados en ellos como una autoridad suprema.

HOMERO Y EL ESPÍRITU COMPETITIVO EN LA CULTURA GRIEGA

Para comprender la antigua cultura griega es importante tener en mente que los poemas épicos homéricos eran épicas militares: la Ilíada se centraba en la guerra y en los logros del más grande de todos los guerreros griegos, Aquiles; y la Odisea relataba la vuelta a casa de un guerrero (de Odiseo [Ulises]) después de una larga ausencia en la guerra, y su venganza contra todos aquellos que habían mancillado su «casa» durante su ausencia. De los poemas épicos homéricos los griegos aprendieron a valorar por encima de todo las virtudes marciales y un espíritu intensamente competitivo. Porque la virtud, en Homero, está muy conectada con la destreza marcial y con la competición por el estatus y la primacía. Los héroes retratados en las épicas homéricas luchan por ser los mejores, para demostrar su aristeia, un término que literalmente significa «ser el mejor», de la palabra griega aristos que significa «mejor». Los griegos aprendieron de Homero a competir por el honor y el estatus, a luchar por ser el mejor en todas las ocasiones, y a percibir el hecho de ser el mejor de una forma muy guerrera, de destreza física. Por ejemplo, el héroe Aquiles era universalmente reconocido como «el mejor de los aqueos» (es decir, de los griegos). Cuando analizamos las cualidades que lo convierten en el mejor, no encontramos ninguna sugerencia de bondad moral como posteriormente —después de Platón, y en especial después del cristianismo— se entendería el concepto: Aquiles era el más alto, el más fuerte, el más guapo, el corredor más rápido, el mejor luchador, era propietario del mejor carro de guerra con los caballos más rápidos, y era todo esto lo que lo convertía en «el mejor», no su carácter moral. Su excelencia superlativa consistía en sus extraordinarias características, atributos y cualidades físicas y combativas.
La necesidad de ser el mejor lleva inherente la aparición de un espíritu competitivo. El mejor significa mejor que los demás. Para un líder homérico nunca era suficiente con ser bueno: tenía que ser mejor que los demás. Existía un deseo constante de competir por el estatus relativo, y la forma de probar la arete (excelencia, más tarde entendida como virtud) de uno era mostrándose mejor que los demás, derrotando a alguien, ya fuera un guerrero enemigo en un duelo, o a un guerrero aliado en logros. Como los guerreros aliados no podían luchar y matarse entre sí, era necesaria una forma de competición que limitara el peligro de un resultado letal, que se encontró en la competición atlética.
El ejemplo más notable en la Ilíada son los Juegos Funerarios que Aquiles celebró por Patroclo, en el que los guerreros griegos compitieron para demostrar quién era el mejor en una serie de pruebas físicas: carrera, lucha libre, lucha con lanzas, puntería con el arco, boxeo y carrera de carros. Los premios se recibían por logros extraordinarios —ganar o llegar segundo o tercero— y dichos premios se consideraban símbolos de honor y estatus. De forma similar, se otorgaban premios a los principales guerreros por sus logros en la guerra: la ira de Aquiles, que forma la base de la trama de la Ilíada, fue provocada porque el rey principal Agamenón le quitó los premios que Aquiles había ganado por su valor, y por eso mancilló su honor. El honor tiene que ser protegido y acrecentado de forma constante: cuando Ulises, en la tierra de los feacios, declaró que no estaba dispuesto a participar en una competición atlética, se burlaron de él hasta que se vio obligado a proteger su honor y mostrar su «ser el mejor» batiendo a todos los feacios en la competición de lanzamiento. El término griego para competición era agón, que es la raíz de la palabra «agonía» y el espíritu «agónico» (competitivo) que impregnó siempre a la cultura griega es una de las claves para comprender la naturaleza de la sociedad griega y de la forma de vida griega.
Esta competitividad no era sólo una preocupación aristocrática. Una generación después de Homero, el poeta Hesiodo compuso su poema épico Los trabajos y los días, idealizando la forma de vida de la clase de los campesinos independientes en Grecia. Como los «héroes» aristocráticos, los pequeños agricultores de Hesiodo aparecen descritos infundidos de un intenso espíritu competitivo, aunque la competición no era para ellos tanto por el honor como por la riqueza relativa. Hesiodo constata que existen dos tipos de eris o conflictos, los buenos y los malos. Los malos —el sentido más habitual de eris— eran los conflictos que destrozaban una comunidad a causa de una lucha insana y violenta por el poder y la posición. Pero el tipo bueno de eris era el deseo de batir al vecino, lo que provocaba que el alfarero compitiera con el alfarero, el herrero con el herrero, para ver quién podía tener más éxito. Hesiodo amonestaba a los campesinos y a los artesanos para que trabajasen duro, para que compitiesen entre ellos por el éxito y para que se intentasen batir los unos a los otros. El objetivo que fijaba era ser capaz de comprar la tierra del vecino, en vez de que fuera el vecino el que comprase la tierra de uno. En definitiva, se trata de una competición muy dura, porque la tierra y el estatus estaban profundamente conectados en la cultura y la sociedad griegas, y los hombres sin tierra se encontraban en lo más bajo de la escala social.
Muchos de los aspectos más admirados y más criticados de la cultura clásica griega derivan de este espíritu universal de competición. Por un lado, los extraordinarios logros militares, políticos y culturales por los cuales los antiguos griegos han sido admirados a lo largo de la historia fueron motivados por la competición mutua. Por el otro lado, la violencia constante que hizo descarrilar la historia griega —guerras interminables entre las ciudades griegas, y frecuentes luchas civiles dentro de las ciudades griegas— derivan también de esa misma intensa competitividad.
El énfasis de Hesiodo en la competición por la propiedad de la tierra es especialmente remarcable. Grecia es un país muy montañoso, y más del 80 % de su tierra continental es tan rocosa y montañosa que resulta inútil para la agricultura. En consecuencia, la tierra productiva era un bien escaso y valioso, y la competición por la propiedad o el control de la tierra productiva no era sólo una competición pacífica entre agricultores que trabajaban duro. Buena parte de la historia política de las ciudades-estado griegas, con sus guerras crónicas de las unas contra las otras, se explica por la rivalidad por el control de la tierra cultivable. Dicho de forma sencilla, los estados griegos solían desarrollar rivalidades fuertes y frecuentemente hostiles por el control de los territorios fronterizos, con el resultado de que las disputas fronterizas resultaron endémicas a lo largo de la historia griega. Los estados vecinos en Grecia eran prácticamente siempre enemigos en lugar de amigos, porque en vez de compartir una historia de cooperación, compartían una historia de disputas fronterizas y de episodios bélicos.
Además, en la misma ansia de tierras, riqueza y, en consecuencia, poder, los estados griegos más grandes con frecuencia intentaban dominar o incorporar a vecinos más pequeños, provocando relaciones hostiles; y los estados más grandes competían por el predominio regional con todos los demás, llevando inevitablemente a la guerra. Ejemplos de estas características de la relaciones interestatales griegas son habituales y muy bien conocidas: estados vecinos como Corinto y Megara, Eretria y Chalquis, Samos y Priene por nombrar a sólo unos pocos tenían disputas fronterizas de larga duración que envenenaban sus relaciones. Estados más grandes como Argos y Tebas intentaban dominar o incorporar vecinos más pequeños como Cleonai, Sición o Epidauro en el caso de Argos, Platea, Tespeia o Tanagra en el caso de Tebas, provocaban hostilidades frecuentes. Y los estados grandes como Esparta y Argos, Atenas y Tebas competían por el dominio en el Peloponeso y en la Grecia central respectivamente, provocando siglos de hostilidad mutua y guerras frecuentes.
En definitiva, al igual que los individuos griegos, los estados griegos se veían envueltos en una lucha competitiva constante por ser los mejores. Y ser el mejor se medía por el poder, la riqueza y sobre todo la cantidad de territorios y asentamientos que controlaba un estado. La guerra constante entre los estados griegos mantuvo la presencia continuada del sistema de valores homérico en la vida griega, y conservó las virtudes militares como las virtudes más importantes que enseñaba la moral griega. Por muy destructivo que pudiera ser este estado de guerra por el predominio, y frecuentemente lo era, tuvo el efecto de convertir a los griegos en unos luchadores duros con una determinación feroz para defender la independencia personal y de sus respectivas comunidades. A lo largo de la historia clásica griega, los griegos se resistieron ferozmente a quedar subordinados a otros, a tener que obedecer las órdenes de otros, y en especial a tener que pagar impuestos o tributos (de recursos que nunca se consideraron nada más que adecuados) a los demás.
En la época en la que el Imperio persa empezó a surgir a mediados del siglo VI a.C. e inició su expansión, intentando someter a los griegos y a las tierras griegas, los griegos llevaban a sus espaldas más de 150 años de guerra interna que les había inoculado la dureza y los peligros de la batalla y les había enseñado un sistema militar muy efectivo. Por el otro lado, el odio mutuo entre los griegos era una debilidad que los persas podían e intentaban explotar, en la estrategia clásica del «divide y vencerás». Por eso quiero enfatizar de nuevo que el sistema de valores homérico y la sociedad y los valores competitivos y marciales que forjó eran a la vez una fuente de fortaleza y una fuente de debilidad para los griegos, y resultaba una cuestión muy abierta si prevalecería la fortaleza o la debilidad.

APRENDIENDO DEL ORIENTE CERCANO

Los griegos que tuvieron que resistir la presión persa, aunque con la guía de Homero en sus pensamientos y valores, tenían tras de sí doscientos años de desarrollo desde los días de Homero. Durante estos siglos los griegos habían explorado y aprendido de otras culturas y tierras del más amplio mundo del Mediterráneo y el Oriente Próximo, habían creado unas estructuras muy organizadas y cohesionadas de ciudades-estado dentro de las cuales un amplio segmento de los ciudadanos compartían derechos políticos e ingresos, habían desarrollado una cultura única y diferenciada que les otorgaba el sentido de ser un pueblo especial, y habían desarrollado un sistema militar que fomentaba la disciplina colectiva, el peligro compartido y una formación masiva fundamentada en miles de hombres equipados de forma similar con fuertes armaduras defensivas y determinación para resistir y luchar.
En la época de Homero, unos 300 años después del colapso de la gran civilización griega de la Edad del Bronce —la llamada cultura micénica—, Grecia había sido durante mucho tiempo una tierra empobrecida y poco poblada sin contactos con las tierras y los pueblos que la rodeaban. Los estudiosos modernos se refieren con frecuencia a esos aproximadamente 300 años, desde alrededor de 1050 a.C. hasta más o menos 750 a.C., como la «Edad Oscura» de Grecia. Pero hacia 750 a.C. estaban en marcha cambios importantes que iban a transformar a Grecia y a los griegos durante los siguientes 200 o 250 años.
Para empezar, la población de Grecia estaba creciendo constantemente en el siglo VIII a.C.: de hecho, crecía a una tasa que casi se podría llamar una explosión demográfica. Excavaciones arqueológicas en Grecia han mostrado que el número de asentamientos habitados permanentemente en Grecia estuvo creciendo constantemente y a pasos agigantados en los siglos VIII y VII, y que también creció el tamaño medio de los asentamientos. Claramente, más asentamientos y más grandes sólo aparecerían para alojar a una población en crecimiento. Sin embargo, ya en 750 el crecimiento demográfico empezó a sentirse como un problema en el terreno restringido de Grecia, con sus limitados recursos alimenticios. Así, a partir de 750, los griegos empezaron lo que los historiadores llaman un «movimiento colonizador». Bandas de griegos abandonaron sus comunidades de origen para viajar por el Mediterráneo, en barco, en busca de nuevas tierras en las que asentarse. Cientos de nuevas comunidades griegas fueron fundadas como resultado de este «movimiento»: en el Mediterráneo occidental, alrededor de la costa oriental y meridional de Sicilia, a lo largo de la costa meridional y subiendo por la costa occidental de Italia, y a lo largo de la costa meridional de Francia; en el Mediterráneo oriental, la región llamada Cirenaica en la Libia actual (llamada así por la primera colonia de la antigua Grecia que se estableció allí: Cirene), y la costa septentrional del Egeo; y más allá de la cuenca mediterránea, alrededor de las costas del mar Negro y su zona de influencia. El mundo griego se expandió y enriqueció enormemente con este movimiento colonizador, y decenas de miles, probablemente de hecho cientos de miles de griegos fundaron sus nuevos hogares y asentamientos fuera de la propia Grecia.
Aun así, los asentamientos en la misma Grecia siguieron aumentando en número y tamaño, indicio de que el crecimiento demográfico superó el gran movimiento migratorio hacia las nuevas colonias. Nos podemos preguntar cómo se vio impulsado y alimentado este crecimiento continuo de la población. También nos podemos preguntar cómo los empobrecidos y retraídos griegos de la «Edad Oscura» pudieron conseguir, después de 750, los conocimientos y habilidades marítimas para encontrar tierras al otro lado del mar, para asentarse y para mover un vasto número de colonos hacia esas nuevas tierras. La respuesta a ambas cuestiones es la misma: se remite a la voluntad y la habilidad griegas para aprender de vecinos más avanzados al este y al sur, y a desarrollarse ellos mismos desde el punto de vista cultural, social y económico a partir de lo que habían aprendido. Grecia se encontraba justo al borde de las grandes y antiguas civilizaciones del Oriente Cercano y Medio: los egipcios, los babilonios y los asirios, los pueblos de Siria y Palestina. Durante siglos los griegos habían estado casi completamente aislados de estas civilizaciones, pero durante los siglos IX y VIII los barcos mercantes de las ciudades de los fenicios —las ciudades de Tiro y Sidón, Biblos y Berytos (Beirut) en el Líbano moderno— estaban explorando el Mediterráneo occidental y estableciendo rutas comerciales y puestos mercantiles a lo largo del camino hacia España y el noroeste de África, hasta el estrecho de Gibraltar e incluso más allá hacia el Atlántico. Los barcos fenicios a veces se detenían a lo largo de las costas de Grecia buscando suministros, y comerciando con cualquier producto local que los griegos pudieran producir en exceso, a pesar de lo escasos y poco impresionantes que dichos productos fueron en un principio.
Los griegos quedaron impresionados por los conocimientos y la riqueza de esos fenicios, por lo que podemos deducir de las frecuentes referencias de Homero a los mercaderes fenicios; y antes de que pasase mucho tiempo los aventureros griegos empezaron a aprender de los fenicios: construyendo barcos, navegando por aguas del Egeo y del Mediterráneo, y siguiendo a los fenicios a lo largo de sus rutas comerciales hacia el este y el oeste. Siguiendo las rutas comerciales fenicias hacia el oeste, los griegos encontraron las relativamente «poco civilizadas» y escasamente pobladas, aunque ricas tierras de Sicilia, Italia y el sur de Francia, y se sintieron motivados para emprender la colonización de esas costas, como ya hemos visto. Sin embargo, de una importancia similar, si no mayor, siguiendo a los fenicios de regreso a sus puertos de origen en el Mediterráneo oriental, los griegos entraron en contacto directo con las culturas más avanzadas de Egipto y Asia occidental por primera vez en siglos. El resultado fue un florecimiento extraordinario de la civilización y la cultura griegas, puesto que los griegos aprendieron con ansia de las antiguas civilizaciones del este. A medida que aprendían, adaptaban y mejoraban, creando así una cultura propia y única.
Por ejemplo, una de las primeras cosas que los griegos tomaron prestado fue el sistema de escritura fenicio. Desde el final de la Edad de Bronce y el abandono del sistema de escritura silábico del Lineal B, los griegos no habían tenido escritura. El contacto con los fenicios condujo al descubrimiento de que estos orientales altamente civilizados tenían un método de registrar la información mediante la realización de unas marcas especiales en trozos de papel fabricado con fibra de papiro, o en tabletas de madera cubiertas con cera, o en tabletas de arcilla.
El sistema de escritura fenicio era puramente consonántico: no existían símbolos para los sonidos vocálicos. En consecuencia, un documento escrito consistía únicamente en una serie de consonantes, una especie de artefacto mnemotécnico en el que el lector debía insertar, a base de memoria o deducción, los sonidos vocálicos correctos con el fin de formar las palabras reales que se pudieran decir en voz alta. Cuando algunos griegos emprendedores aprendieron este sistema de escritura e intentaron adaptarlo a la lengua griega, realizaron un descubrimiento y tuvieron una idea. El descubrimiento era que ciertos símbolos en el sistema de escritura fenicia representaban sonidos consonánticos que no se utilizaban en griego; la idea fue utilizar estos símbolo para representar en su lugar los sonidos vocálicos. Así se creó el alfabeto griego, el primer sistema de escritura verdaderamente alfabético del mundo, en el sentido de que todos los sonidos que se pronuncian en una lengua eran recogidos en la escritura, una escritura que de esta forma se podía leer y pronunciar directamente desde el texto escrito. La importancia de esta adaptación que los griegos hicieron del sistema de escritura fenicio no se puede exagerar con facilidad: el alfabeto griego de entre 24 y 30 letras (existieron variantes del mismo en los primeros siglos) era tan fácil de aprender que hizo por primera vez posible la extensión de la alfabetización; y todos los alfabetos occidentales modernos, los alfabetos latino y cirílico al igual que el moderno alfabeto griego, son descendientes directos del antiguo alfabeto griego que fue creado alrededor de 800 a.C.
La forma en la que los griegos no sólo tomaron prestado el sistema de escritura fenicio, sino que lo adaptaron y mejoraron resulta un ejemplo típico de cómo los griegos aprendieron de las culturas orientales avanzadas en esta fase llamada «orientalizante» de la historia griega, entre aproximadamente 750 y 600 a.C. Arquitectura monumental en piedra, escultura, metalurgia, pintura, agricultura, navegación, construcción naval, religión: en todas éstas y otras disciplinas, los griegos tomaron prestadas ideas, técnicas, métodos, motivos y conocimientos prácticos de Egipto y de Oriente Próximo, y en cada uno de estos casos rápidamente desarrollaron y mejoraron lo que habían tomado prestado y lo que habían aprendido, convirtiéndolo en algo propio. La urgencia por mejorar estuvo provocada sin lugar a dudas, al menos en parte, por la naturaleza intensamente competitiva de la cultura griega que ya hemos descrito: como individuos y como comunidades, los griegos se veían impulsados a ser mejores que todos los demás, a sobresalir, y ese impulso hacia la excelencia condujo a una urgencia constante para probar cosas nuevas, para adaptar y para mejorar. Como ha señalado el destacado arqueólogo e historiador Anthony Snodgrass, esta época en la historia griega fue la «era de la experimentación» y fue la experimentación constante con ideas y métodos nuevos lo que creó la sociedad y la cultura de la Grecia clásica.
Gran parte de la atención que los historiadores han dedicado a esta fase del aprendizaje griego de las civilizaciones avanzadas del Oriente Próximo se suele centrar, de manera bastante comprensible, en temas culturales: el desarrollo de la arquitectura griega, la escultura y las artes decorativas bajo el impacto de los modelos de Oriente Próximo. Sin embargo, tan importante, si no más, fue el desarrollo económico que experimentó Grecia bajo el impacto del contacto con Oriente. Al seguir las rutas comerciales fenicias hacia el oeste, los griegos se abrieron a un mundo completamente nuevo de posibilidades económicas mediante la adquisición de los abundantes recursos naturales disponibles en las regiones del Mediterráneo occidental: grano, madera y metales fueron sin duda los más importantes de estos recursos.
Mediante la colonización extensiva del Mediterráneo occidental, los griegos consiguieron un acceso garantizado a estos recursos y desarrollaron rutas comerciales seguras, compitiendo con y hasta cierto punto expulsando a los intermediarios fenicios a través de los cuales habían establecido el primer contacto con estos bienes comerciales. Es más, con el objetivo de competir con eficacia con los griegos, los fenicios también se vieron en la necesidad de fundar colonias permanentes en el Mediterráneo occidental: Cartago, Tunicia y Utica en el norte de África, por ejemplo, Motia y Panormos (Palermo) en el oeste de Sicilia, y Gades (Cádiz) en España.
Siguiendo a los fenicios hacia el este, los griegos fueron capaces de competir con los fenicios en el papel de intermediarios en el comercio de materias primas del Mediterráneo occidental para los productos manufacturados ampliamente deseados y otros productos de Egipto, Siria/Palestina y Mesopotamia. Y a medida que aprendían de estas civilizaciones avanzadas, los griegos fueron capaces de comerciar cada vez más con productos propios —vino y aceite de oliva, procedente del desarrollo de su propia agricultura industrial, pero también bienes manufacturados, en especial objetos de metal— a medida que empezaban a superar a sus maestros en el refinamiento y la calidad de sus manufacturas. La alfarería griega, la joyería, las herramientas y las armas empezaron a ser valoradas en todo el mundo mediterráneo, de manera que los griegos ya no eran, como muy tarde hacia el año 600, sólo mercaderes intermediarios. Un ejemplo excepcional de las manufacturas griegas más valoradas son las herramientas y armas de acero carbónico que los griegos aprendieron a construir poco después de 700 a.C.
El crecimiento de las rutas comerciales, el acceso a recursos abundantes no sólo del Mediterráneo occidental sino también, a partir de la segunda mitad del siglo VII, de Egipto y la región del mar Negro (grano, madera, metales, pieles para producir cuero, pescado y esclavos), el desarrollo de una agricultura intensiva mucho más productiva y generadora de riqueza, y el crecimiento de la manufactura de cerámica y de objetos de metal en particular: todo este desarrollo económico condujo a un enorme aumento de la riqueza de los griegos, alimentó el crecimiento sostenido de la población griega, financió la expansión de los asentamientos hasta convertirse en ciudades de verdad (Atenas, Corinto, Mileto, Samos y muchas otras), e hizo posible el nacimiento de una próspera «clase media» de agricultores independientes con excedentes producidos por sus cosechas comerciales, de artesanos que manufacturaban todo tipo de productos de metal, cerámica, madera y cuero, y de mercaderes y comerciantes que facilitaban los mecanismos de intercambio que hacía todo esto posible.
Esta nueva clase próspera de agricultores, artesanos y comerciantes empezó a jugar un papel importante en la vida política y militar, además de la económica de sus comunidades. Su riqueza excedentaria les permitía afrontar el gasto del equipo militar y tener el tiempo para el servicio militar, y su independencia económica e importancia les llevó a pedir una participación política en el gobierno de sus comunidades.
Ocupándonos en primer lugar de este último punto, las evidencias —aunque poco abundantes— indican que en la primera mitad del siglo VII, las comunidades griegas estaban dominadas y gobernadas por una aristocracia más o menos hereditaria, siendo los Eupátridas (los de noble cuna) de Atenas los mejor conocidos. Algunas de estas aristocracias eran muy reducidas, consistiendo esencialmente en una familia extendida o genos (clan), como los Baquiadas de Corinto o los Pentílidas de Mitilene; otras consistían en una serie de familias o clanes que competían entre ellos, como era el caso de los eupátridas atenienses. Lo que estas aristocracias tenían en común era su disfrute exclusivo del poder y el predominio en sus comunidades, y su desdén por aquellos nacidos fuera del círculo de privilegios aristocráticos. Hesiodo ya se quejaba en Los trabajos y los días (posiblemente hacia 700 a.C.) de la arrogancia, la codicia y (según lo veía él) la injusticia de estos aristócratas. Por otro lado, conservamos una descripción excelente de la mentalidad y la apariencia de esta aristocracia a través de la poesía del aristócrata de Megara Teognis, escrita (con toda probabilidad) a mediados del siglo VI cuando el poder y los privilegios de las aristocracias estaban en plena decadencia. Los agricultores, artesanos y mercaderes prósperos que no dependían de ninguna manera de estos aristócratas para su bienestar y forma de vida naturalmente se empezaron a resentir por estarles subordinados en el gobierno de sus comunidades. Al expresar esta insatisfacción y al hacer algo al respecto, se enfrentaron con un problema: las atrincheradas aristocracias tradicionales no iban a entregar con facilidad su poder y privilegios.
Con el objetivo de conseguir un cambio en la estructura política de control aristocrático, la nueva «clase media» necesitaba encontrar una forma para conjugar sus intereses y energías dispares, y lograr una acción unitaria. Esto no fue fácil de conseguir, pero en muchas de las comunidades griegas más prósperas y desarrolladas, en ese sentido y con todas sus consecuencias, encontraron una forma de hacerlo. Empezaron a aparecer poderosos líderes individuales, en parte desde dentro de las propias aristocracias, que unieron los numerosos grupos del demos (pueblo) a su alrededor. El objetivo era, en esencia, sencillamente ocupar por ellos mismos el poder dominante: recordemos de nuevo que en la sociedad griega ser uno más del mejor grupo nunca era suficiente, se quería ser el mejor. Pero al movilizar a diversos elementos insatisfechos de fuera de la aristocracia para conseguir sus fines, necesariamente tuvieron que servir hasta cierto punto a los intereses de los grupos a los que habían movilizado; y con el objetivo de mantenerse en el poder una vez que lo habían ocupado, tuvieron que romper con el poder tradicional de los aristócratas.
Algunos de estos líderes poderosos fueron, según todas las apariencias, no sólo advenedizos ansiosos de poder sino verdaderos reformadores. Los griegos inventaron un término nuevo para referirse a estos nuevos gobernantes autocráticos y usurpadores: tyrannos, una palabra de origen no griego (posiblemente adaptada a partir de un término fenicio para designar al gobernante), que es por supuesto el origen de la palabra «tirano». Sin embargo, hay que señalar que en su origen griego el término «tirano» no tiene el sentido de «gobernante malvado, duro e injusto» que adopta en la actualidad. De hecho, los primeros tiranos griegos no fueron en absoluto tiránicos. Algunos de ellos eran recordados como gobernantes afables, justos y populares. El término tirano fue inventado en su origen para referirse de forma sencilla a un usurpador autocrático que no había llegado al poder según las reglas y normas tradicionales, oponiéndose al tradicional basileus («rey»), que sí accedía de esa forma y en consecuencia se veía limitado por las reglas y las costumbres tradicionales de dicha sociedad.
Algunos de estos tiranos usurpadores, que disponían de un poder prácticamente ilimitado en sus comunidades durante todo el tiempo que duró su dominio, se volvieron famosos y fueron recordados durante mucho tiempo en la memoria histórica y las leyendas griegas. Entre los más notables y de éxito se encuentran Fidón de Argos, que tiene fama de haber sido el primero de los tiranos (ca. 680-660); Cípselo y su hijo Periandro en Corinto, que gobernaron entre los dos cerca de 60 años desde alrededor de 650 hasta cerca de 590; Clístenes de Sición, que gobernó durante bastantes décadas a principios del siglo VI, hasta al menos 570; Teágenes de Megara y Trasíbulo de Mileto, que ejercieron el poder, hasta donde podemos saber, en la segunda mitad del siglo VII; Pitaco de Mitilene, que se dice que ejerció el poder durante diez años antes de abdicar y regresar a la vida privada (algo único), muy probablemente a principios del siglo VI; Polícrates de Samos, muy conocido de los lectores de Herodoto como un gobernante destacable, poderoso y enérgico en las décadas de 530 y 520; y Pisístrato y sus hijos en Atenas, que ejercieron el poder desde 547 hasta su expulsión en 510. Se conocen otros muchos tiranos de este período de los siglos VII y VI, que a veces recibe el nombre de la «era de los tiranos» por estos déspotas característicos. Sin embargo, de la mayoría de ellos sólo conocemos una o dos anécdotas, y muchos de ellos no son para nosotros más que nombres. Los historiadores han gastado mucha tinta sobre la cuestión de por qué aparecieron tantos tiranos en un período de sólo cuatro o cinco generaciones, y cuál era el significado o el propósito de estas tiranías. A pesar de las controversias planteadas desde hace tanto tiempo, no parece que realmente se haya avanzado demasiado en el tema.
Los profundos cambios económicos, sociales y culturales que tuvieron lugar en las comunidades griegas en proceso de desarrollo y urbanización bajo el impacto del contacto con el más amplio . mundo del Mediterráneo y, en especial, del Oriente Próximo estaban destinados a tener un efecto en las estructuras políticas de las comunidades griegas. Las antiguas maneras de hacer las cosas, las viejas élites con sus códigos y apariencias tradicionales no podían seguir dominando sus comunidades sin sufrir cambios. Pero, como ocurre habitualmente con las élites atrincheradas, se oponían al cambio político, que sabían que sólo se podía producir a sus expensas. Y desde luego tenían razón en temerlo, teniendo en cuenta que los nuevos y emergentes elementos de clase media de la sociedad no podían ganar una participación sustancial en el poder político excepto a expensas del tradicional poder aristocrático.
Fue la oposición de estas élites atrincheradas al cambio político lo que obligó a aquéllos decididos a forzar el cambio a reunirse alrededor de líderes poderosos que, al ocupar el poder supremo autocrático, podían romper el monopolio de las élites atrincheradas y facilitar los cambios que se necesitaban. El proceso difiere de lugar en lugar, y no se puede concluir que todos los tiranos intentasen implantar reformas; pero en todas partes, incluso donde los tiranos surgieron de 1111 largo conflicto interno de la aristocracia como en Mitilene, la consecuencia fue un debilitamiento considerable de las aristocracias tradicionales. Fueran cuales fuesen sus objetivos y ambiciones personales, los tiranos se vieron necesariamente amenazados por los aristócratas tradicionales que se oponían a su poder autocrático, y se vieron obligados a debilitar a los aristócratas con el objetivo de seguir aferrados al poder.
Herodoto relata una famosa historia sobre este tema. El tirano de Corinto Periandro, sintiendo que su control del poder era demasiado débil para sentirse cómodo, envió un mensajero a su amigo el tirano Trasíbulo de Mileto para buscar consejo sobre la mejor forma de fortalecer su control del poder. Trasíbulo, en lugar de responder a la pregunta del enviado, se lo llevó a dar un paseo por los alrededores de la ciudad de Mileto. Durante la caminata, Trasíbulo interrogó profundamente al enviado sobre las condiciones en Corintio y, para sorpresa del mensajero, utilizaba el bastón para cortar la parte superior de las espigas de grano más altas mientras atravesaban los campos de trigo. Finalmente regresaron a Mileto y Trasíbulo envió de vuelta a Corinto al mensajero de Periandro sin ofrecerle ningún consejo verbal. Sin embargo, cuando Periandro escuchó con detalle el relato del comportamiento de Trasíbulo de boca de su enviado, captó enseguida el significado de la forma de actuar del tirano de Mileto: al cortar las espigas de grano más altas, Trasíbulo estaba aconsejando a Periandro que se librara de los hombres más prominentes —en el sentido de más ricos y con mayor influencia— de Corinto, porque esos eran los hombres que podían amenazar su poder. Y esto es de hecho lo que hicieron no sólo Periandro y Trasíbulo sino la mayoría de los tiranos. Los aristócratas y otros hombres prominentes fueron exiliados o asesinados, y la mayor parte o a veces la totalidad de sus propiedades fueron confiscadas y distribuidas entre los que apoyaban al tirano —habitualmente hombres más pobres— o utilizadas con otros propósitos.
Los cambios que ocurrieron en el mundo griego, como podemos ver con el beneficio de la perspectiva del tiempo, marcaban la tendencia al crecimiento en el número, la riqueza relativa y la importancia política de lo que he llamado, a falta de un término mejor, la nueva «clase media» de agricultores independientes, artesanos y mercaderes, aunque también se produjo un crecimiento significativo de nuevos ricos. Tanto los nuevos ricos como la «clase media» se oponían al control exclusivo del poder político por parte de los aristócratas e intentaban quebrar este monopolio.
Además, se estaba produciendo un proceso de formación estatal: las comunidades pequeñas, mal articuladas y con frecuencia bastante dispersas de los primeros tiempos estaban dando lugar a comunidades más grandes, más estrechamente estructuradas y urbanizadas que empezaron a establecer una idea de ciudadanía y sistemas de gobierno de manera que podemos empezar a llamar a estas comunidades «estados». El proceso fue desigual, y realmente no consiguió prosperar en la Grecia central y del norte, pero en las regiones más desarrolladas del sur y el este de Grecia, y en las colonias, de la misma forma que la urbanización y el crecimiento económico creó poleis (ciudades), los cambios políticos que acabo de mencionar convirtieron a estas ciudades en ciudades-estado. Aquí de nuevo las aristocracias atrincheradas, con su resistencia a una autoridad central y la insistencia en el poder más o menos independiente de su propio oikoi (familias, propiedades), también entorpecían el camino. Tanto para facilitar el desarrollo ulterior de la «clase media» y de nuevas élites, como para permitir el proceso de centralización, unificación y elaboración de estructuras de gobierno, había que debilitar a las antiguas aristocracias.
Y este es el papel que jugaron los tiranos, ya fuera como reformadores deliberados que tenían cierto control sobre lo que estaba ocurriendo, o ya fuera incidentalmente como simples detentadores del poder que ayudaron a introducir los cambios necesarios por puro accidente. Por supuesto, en cuanto la aristocracia se vio debilitada y/o se hubieron introducido reformas importantes, la emergente «clase media» y las nuevas élites ya no tuvieron más necesidad de los tiranos; y, en consecuencia, resultó raro que el gobierno tiránico perdurase en cualquier comunidad como mucho unas pocas décadas antes de ser derrocado.
La Grecia que surgió de la «era de los tiranos» ya no era una Grecia de comunidades pobres, dispersas y desunidas, dominadas por aristocracias atrincheradas, sino que en su lugar —al menos en las regiones más desarrolladas que se acaban de mencionar— aparecían unas regiones de ciudades-estado estrechamente unificadas en las que la participación política (ciudadanía) se había extendido por la escala social hacia un amplio segmento medio de miles de agricultores y mercaderes. Estos griegos de las ciudades-estado estaban orgullosos de su ciudadanía, siendo participantes altamente patrióticos y activos en el proceso de gobierno de sus estados. Habían desarrollado códigos de leyes escritas, disponibles para que las pudieran leer lodos los ciudadanos alfabetizados; y la alfabetización se había convertido en una cualidad valiosa en todo ciudadano que se respetase, que no quería que nadie le pudiera mirar por encima del hombro. Habían desarrollado sistemas de gobierno bien definidos: magistrados anuales para que gestionasen el día a día de la comunidad, consejos de estado para controlar a los magistrados y para asegurarse que no sobrepasasen su autoridad, y asambleas públicas en las que la masa de los ciudadanos podía expresar sus preocupaciones y sus opiniones. Habían desarrollado un sistema militar nuevo, basado en milicias ciudadanas autoequipadas y automotivadas. Y como estas milicias y su forma de hacer la guerra eran cruciales para permitir que estas «clases medias» tuvieran la presencia y el poder para conquistar y mantener su papel político en las ciudades-estado, y para proporcionar la fuerza disciplinada y motivada necesaria para oponerse al poder del Imperio persa, vamos analizar con mayor detenimiento este nuevo estilo de hacer la guerra y cómo fue posible su aparición.

LA NUEVA FORMA HOPLITA DE HACER LA GUERRA

La forma de hacer la guerra descrita en la épica militar de Homero y el estilo de hacer la guerra descrito con considerable detalle en los historiadores del siglo V, Herodoto y (en especial) Tucídides son fundamentalmente diferentes, y las diferencias son un reflejo de los principales cambios económicos, sociales y políticos. La guerra homérica es un estilo de guerra aristocrático. Aunque la Ilíada describe ejércitos masivos de griegos y troyanos combatiendo en batallas campales, queda claro que la mayor parte de los soldados en estos ejércitos tienen muy poca importancia real. Se hace una distinción clara entre los «combatientes de vanguardia» y las masas de soldados de apoyo, y resulta evidente que la base de esta distinción es el equipo. Los «combatientes de vanguardia» vestían yelmo de bronce, coraza y grebas (protectores de las espinillas), y llevaban un gran escudo de madera cubierta con capas de cuero de buey. Este equipo defensivo les permitía colocarse en el frente de batalla y enfrentarse a los guerreros enemigos con confianza: el arma habitual era una lanza corta que se podía usar tanto para empujar como para lanzar, aunque la espada era un importante arma de apoyo. Además, los guerreros principales eran propietarios de carros tirados por grupos de dos o cuatro caballos, en los que iban hacia la batalla y volvían de ella, y les permitía moverse por el campo de batalla de un punto de combate a otro, de una forma notablemente similar a los carros británicos descritos en los libros 4 y 5 de La guerra de las Galias de César.
El coste de todo este equipo era muy alto: el coste de una panoplia sencilla de armadura se estimaba en el valor de nueve bueyes (Ilíada 6.234-6.236), lo que significaba que sólo los hombres ricos se podían permitir equiparse con esta armadura. Y la cría de caballos durante toda la historia de Grecia fue una afición que sólo se pudieron permitir los realmente muy ricos. La mayoría de los soldados, equipados y blindados de forma mucho más ligera, se quedaban detrás y apoyaban a sus líderes aristocráticos, «combatientes de vanguardia», con toda una serie de armas arrojadizas —arcos y flechas, hondas, piedras— y avanzaban para ofrecer su apoyo sólo cuando los aristócratas habían matado o expulsado del campo a los «combatientes de vanguardia» enemigos y estaban presionando sobre las filas enemigas.
Bajo estas circunstancias, las batallas eran asuntos esporádicos, desestructurados y desorganizados. Los ejércitos tenían poco orden o disciplina. Los «combatientes de vanguardia» aristocráticos se retaban individualmente a través de la «tierra de nadie» y se enzarzaban en duelos, mientras que sus séquitos de compañeros y soldados ordinarios les daban apoyo con sus misiles y gritos. Los soldados avanzaban o retrocedían según los cambios en la fortuna de la batalla. A veces grupos de guerreros abandonaban las filas para descansar; otras veces se reunían en filas apretadas para apoyar a su líder enzarzado en un duelo o que intentaba quitar el equipo a un enemigo que había matado. Los aristócratas se movían libremente por el campo de batalla, buscando a oponentes dignos, alejándose de cualquier confrontación que pudiera parecer peligrosa, o lanzándose hacia cualquier combate que pareciera prometedor. La victoria y la derrota venían realmente determinadas por la muerte o la retirada de los líderes clave, de manera que el resto de los soldados avanzaba o se retiraba según el éxito o el fracaso de sus líderes.
La batalla era, en esencia, un medio para que los líderes aristocráticos pudieran afirmar su posición en sus propias comunidades, aumentaran su honor, y probaran su «excelencia» (aristeia) a costa de los líderes enemigos o en comparación con los campeones aliados. No es necesario decir que sociedades que conducían la guerra de esta forma no podían tener la más mínima esperanza de resistir frente a los ejércitos grandes, altamente organizados y bien equipados y disciplinados de un imperio como el de los persas. Y vale la pena señalar que aquellas partes de Grecia que no desarrollaron ciudades-estado y todos los cambios políticos y militares que las acompañaron —el norte y el centro de Grecia, es decir, donde las comunidades siguieron poco organizadas y dominadas por la aristocracia— se rindieron ante los persas sin luchar cuando se produjo la gran invasión.
Sin embargo, en el sur y el este de Grecia, los cambios económicos y sociales del siglo VII condujeron a una forma fundamentalmente diferente de conducir la guerra. Tres elementos cruciales hicieron posible los cambios: el desarrollo de nuevas armas que eran más adecuadas a un estilo de hacer la guerra más disciplinado y colectivo; el comercio con los metales del este y del oeste que provocó que los objetos de metal estuvieran mucho más fácilmente disponibles en Grecia y, en consecuencia, fueran significativamente más baratos de adquirir; y la aparición de la próspera «clase media» que estaba lo suficientemente acomodada para poderse permitir un equipo militar y tenía la suficiente participación en la sociedad para desplegar la voluntad de jugarse la vida por el bien común. Aunque sin duda la coraza de bronce o corselete se desarrolló y abarató en este período del siglo VII, los cambios cruciales en el equipamiento fueron la aparición de nuevos escudos, yelmos y lanzas.
Poco después de 700, el «escudo argivo» —llamado así posiblemente porque fue inventado en Argos— se empezó a extender como el escudo favorito de los guerreros griegos. Mientras que el homérico escudo de cuero de buey se sostenía mediante un agarre central y una correa alrededor del cuello, y ofrecía sólo una protección limitada contra lanzadas fuertes, el nuevo escudo era más pesado y fuerte, y se sostenía por un nuevo tipo de agarre. El escudo argivo estaba construido con un núcleo de madera sólida fuertemente reforzada con bronce: como mínimo un borde y un umbo central de bronce, pero con mayor frecuencia la parte frontal estaba completamente recubierta de bronce. Perfectamente redondo y de aproximadamente un metro de diámetro, este escudo de madera y metal era demasiado pesado y difícil de manejar para manipularlo con un agarre central o llevarlo colgado con una correa alrededor del cuello. En su lugar se debía sostener con un agarre doble: en el centro de la cara interior del escudo se encontrada una banda de metal (llamada porpax) por la que se pasaba el brazo izquierdo hasta el codo; y en el borde del escudo se encontraba un asa para la mano llamado antilabe. Al sostener el escudo con este doble agarre, el brazo izquierdo quedaba totalmente ocupado; pero el escudo era lo suficientemente fuerte para ofrecer una protección excelente contra cualquier arma arrojadiza e incluso contra lanzazos muy fuertes. Pero aun así el peso era un desafío para el brazo izquierdo, de manera que el escudo tenía una forma muy cóncava que permitía colocar el hombro izquierdo dentro del hueco del escudo y descansar el borde sobre él, y de esta manera se podía llevar la mayor parte del peso sobre el hombro. Como el brazo izquierdo sostenía el escudo desde su centro hasta el borde derecho, casi la mitad del escudo sobresalía a la izquierda del guerrero, inútil para el portador del escudo pero ofreciendo protección al hombre que estuviera pegado a su lado izquierdo. Fue esta característica la que animó a los guerreros griegos a desarrollar una formación (la falange) que implicaba a miles de hombres que formaban juntos en líneas rectas con los escudos sobreponiéndose, como veremos más adelante.
En este mismo período, después de 700, un nuevo tipo de yelmo, el llamado casco corintio, se volvió cada vez más popular hasta que se convirtió en el yelmo habitual de la infantería pesada griega. Este yelmo, batido a partir de una sola lámina de bronce, cubría toda la cabeza a partir del cuello, incluyendo la mayor parte de la cara. Ciertos cortes creaban los agujeros para los ojos y dejaban libres la boca y los agujeros de la nariz. Un gorro de fieltro y/o cuero o una tela de fieltro era necesaria para proteger el interior del casco. Cuando se ponía sobre la cabeza ofrecía una protección de primera clase para toda la cabeza contra cualquier tipo de arma. Pero por otro lado, limitaba la visión que se reducía directamente al frente y amortiguaba considerablemente la audición. Por eso, normalmente lo llevan levantado sobre la coronilla hasta momentos antes de la batalla, cuando se bajaba para cubrir la cabeza y la cara como prácticamente lo último que hacía un guerrero antes de enfrentarse al enemigo. Finalmente, en oposición a la lanza homérica que, como servía tanto para lanzarla como para golpear con ella, debía ser relativamente ligera, se adoptó una lanza larga y pesada que sería exclusivamente para golpear. Fabricada habitualmente en madera de cornejo, la lanza tenía más de dos metros de largo. Disponía de una hoja de metal que podía medir hasta treinta centímetros de largo y una pesada pica en el otro extremo que servía como contrapeso, diseñada en parte para mantener en equilibro la punta de la lanza cerca de su extremo opuesto, y en parte para permitir que incluso una lanza rota se pudiera utilizar como arma.
Junto con estos tres elementos, el infante pesado griego completamente armado u hoplita, llevaba grebas de bronce sobre las espinillas, desde los tobillos hasta las rodillas; una coraza de bronce que cubría todo el torso (aunque después de 550 los corseletes fabricados en materiales más ligeros se volvieron más populares, puesto que el escudo ofrecía una protección tan excelente para el torso); y llevaba, como arma secundaria, una espada corta pero muy afilada, habitualmente de poco más o menos cuarenta y cinco centímetros de largo. Equipado de esta forma, con grebas, coraza, yelmo, escudo, lanza y espada, el hoplita griego llevaba sobre su persona alrededor de treinta kilos de equipo. La armadura y el escudo limitaban de forma importante su movilidad, haciéndolo relativamente lento y pesado; y el casco le reducía grandemente la visión y la audición. Para compensar estos inconvenientes, el guerrero equipado de esta forma era hasta cierto punto bastante invulnerable a recibir daños de un ataque frontal. Cara a cara con un guerrero con un equipo más ligero, podía rechazar con facilidad los golpes del enemigo, parándolos con el escudo o con el yelmo, y un golpe con la lanza pesada —ya fuera por encima o por debajo del brazo— podía producir un daño considerable.
Es posible que esta panoplia, que encontramos por primera vez completa poco después de 700, fuera desarrollada para los guerreros aristocráticos y sus duelos: dos campeones enfrentados y embutidos en esta armadura podrían haber mantenido un duelo muy satisfactorio y con frecuencia con una amenaza muy limitada a la vida de ambos. Sin embargo, muy pronto debió quedar claro que un hombre con armamento ligero enfrentado a semejante hoplita en solitario, podía fácilmente deslizarse a su alrededor, sortear el escudo y escabullirse fuera de su ángulo de visión, derribándolo desde un lado o desde la espalda con una cuchillada o con cualquier otro arma aplicada al cuello o a los muslos.
En consecuencia, visto como equipamiento para guerreros individuales que operasen al estilo homérico, la panoplia hoplita era de utilidad limitada. Semejante guerrero necesitaba tener un grupo de compañeros protegiendo sus flancos y retaguardia con el objetivo de sobrevivir contra soldados más móviles. Sin embargo, miles de guerreros equipados con esta panoplia y operando jimios de una forma disciplinada, ofrecían una oportunidad interesante. Pero antes de poder aprovechar esta oportunidad, fue necesario que un millar de hombres en al menos un estado griego pudieran adquirir esta panoplia. Esto fue posible gracias el menor coste de los objetos de metal como consecuencia del desarrollo de las redes comerciales griegas y de la especialización económica griega, en este caso en la metalurgia; y gracias al crecimiento de la «clase media» de pequeños agricultores y mercaderes prósperos a los que me he referido más arriba, hombres que tenían suficiente riqueza excedentaria para permitirse comprar un equipo para ellos mismos. Porque los guerreros griegos se tenían que equipar ellos mismos: ningún estado griego ni ningún líder griego tenían los recursos para equipar a miles de guerreros a sus expensas. Sin embargo, como el estatus marcial y el equipamiento militar estaban estrechamente relacionados, y como un estatus marcial más alto y mayor valentía conferían mayores honores y estatus en la comunidad, los pequeños agricultores y mercaderes que se lo podían permitir se equiparon con la nueva armadura y el nuevo armamento. Dotados con el mejor equipo militar, estos hombre podían y de hecho empezaron a pedir mayor voz en la vida política de sus comunidades, y resulta bastante plausible que se haya sugerido que estos hombres recién equipados con la panoplia hoplita constituyeron un elemento crucial al apoyar la ascensión de al menos algunos de los primeros tiranos. A largo plazo, se puede argumentar legítimamente que en las ciudades-estado griegas el desarrollo de la ciudadanía y de la propiedad del armamento fueron de la mano.
Sin embargo, en términos militares, miles de hombres con armadura hoplita seguían siendo una masa indisciplinada, y seguirían siendo una masa tan caótica hasta que alguien encontrase una organización táctica y un sentido de la disciplina que pudiera crear un orden e hiciera más efectivos a los guerreros. No se sabe cómo ocurrió exactamente, y su proceso de adopción debió ser lento e irregular, pero se creó un nuevo orden táctico que convirtió a estos hoplitas griegos en una unidad altamente disciplinada y efectiva en el campo de batalla: la llamada formación en falange. Una falange hoplita en su forma completamente desarrollada, como la encontramos en las batallas descritas por Herodoto y Tucídides, era una masa rectangular de soldados formados en columnas y filas precisas de hombres. Como una formación similar aparece representada en un vaso corintio pintado de mediados del siglo VII, conocido como Vaso Chigi, podemos deducir que esta formación táctica fue inventada poco antes de 650 a.C. Las claves de la formación eran la parte izquierda del escudo argivo que sobresalía, proporcionando cobertura a un hombre que se encontrase a la izquierda del hombre que llevaba el escudo, y la naturaleza del terreno griego.
Cuando miles de hombres formaban en filas precisas, una detrás de la otra, de manera que los hombres en las filas sucesivas se encontraban con precisión detrás de un hombre en la fila delantera —formando columnas de hombres uno detrás del otro, a la vez que filas de hombres uno al lado del otro— el resultado fue una unidad organizada de soldados que presentaba un muro de escudos sin fisuras al enemigo que tenía delante, puesto que cada hombre en la línea de vanguardia 110 sólo estaba protegido por su propio escudo sino también, en su lado derecho, por la porción que se proyectaba del escudo del hombre a su derecha. Los escudos, y el resto de la armadura, y las filas sucesivas de hombres dispuestos a dar un paso adelante y rellenar cualquier hueco en la línea de vanguardia, significaba que una falange de hoplitas era extremadamente difícil de vencer siempre que no se la pudiera flanquear y su retaguardia permaneciera segura. Y como el terreno griego consiste básicamente en llanuras pequeñas y estrechas separadas entre ellas por barreras montañosas y brazos de mar, y cortadas por barrancos, resultaba bastante fácil formar una falange, sin importar su tamaño, en un lugar en el que hubiera tanto un terreno llano para luchar, como barreras naturales a ambos lados que protegiesen sus flancos vulnerables.
Varios miles de hombres equipados como hoplitas y formados en falange podían resistir prácticamente en cualquier punto de Grecia, siempre que escogiesen el terreno adecuado; y mientras resistieran con firmeza eran prácticamente invencibles, excepto por otra falange de hoplitas mucho más disciplinados. Este tipo de guerra no proporcionaba la oportunidad para ningún tipo de heroicidades individuales ni para la épica de la guerra homérica. En su lugar se basaba en la solidaridad comunitaria, en una disciplina de hierro y en el coraje obstinado de mantener el terreno bajo presión, más que en el valor brillante de dos campeones en pleno duelo. Se trataba de una forma de hacer la guerra intrínsecamente igualitaria, puesto que cada guerrero hoplita tenía más o menos el mismo valor, y cada uno de ellos tenía la misma tarea: mantener la posición en la fila y en la columna de manera que la formación se mantuviera intacta. Era la formación ideal para la «clase media» de griegos independientes de las ciudades-estado: expresaba perfectamente su sentido de pertenencia y de compromiso con su comunidad y todo lo que representaba, y su voluntad como miembros activos de sus comunidades a levantarse en defensa de la polis. Cuando dos de estas falanges se encontraban en la batalla, el combate era esencialmente un pulso de empujones cuando las dos líneas de vanguardia se encontraban y presionaban los escudos los unos contra los otros, y literalmente intentaban empujar al enemigo hacia atrás. Evidentemente se intentaban lanzazos por encima o por debajo del escudo enemigo, pero eran de una efectividad limitada porque sabemos que las bajas en la mayoría de las batallas hoplitas fueron reducidas: los guerreros iban demasiado bien protegidos para ser vulnerables. Por otro lado, si una falange hoplita en el terreno adecuado se enfrentaba a una fuerza con un equipo más ligero, lo más sencillo era que pasase como un rodillo por encima y a través de esa fuerza más ligera; y las cargas de caballería eran inútiles contra una falange hoplita siempre que se produjeran de frente (no desde un lado) y mientras la falange mantuviera el terreno. Enfrentados al extenso muro de escudos sin fisuras, los caballos sencillamente rehusaban y se negaban a cargar directamente contra un obstáculo que no veían forma de superar o atravesar.
Resulta evidente que la formación en falange debió ser inventada e introducida por algún reformador. Formar una unidad disciplinada de filas y columnas precisas, y avanzar hacia el combate en semejante formación es una actividad totalmente artificial. Los hombres no se alinean de forma natural entre ellos formando líneas precisas, o forman filas disciplinadas, como demuestra a primera vista cualquier multitud. Alguien tuvo que imponer este orden, de la misma forma que cualquier otra innovación artificial en la táctica militar a lo largo de la historia ha sido la obra de un reformador: por ejemplo, la formación en cohorte en la táctica militar romana fue impuesta por Cayo Mario, y la instrucción y las formaciones de la guerra moderna fueron inventadas e impuestas a finales del siglo XVI y principios del siglo XVII por generales como Mauricio de Nassau y Gustavo Adolfo. En la Grecia del siglo IV a.C. sabemos que la nueva falange de sarisas de los macedonios fue invernada e impuesta por el rey Filipo II. Un reformador militar tan destacado e inventivo debió encontrarse tras la primera falange hoplita en la historia griega, pero no sabemos quién fue, ni cuándo ni dónde estableció este sistema militar que tuvo tanto éxito.
Como suposición resulta posible que uno de los primeros tiranos fuera el responsable, quizá Fidón de Argos o Cípselo de Corinto, porque dos de las piezas principales del equipo hoplita —el escudo y el yelmo— están asociados con estas ciudades. Fuera quien fuese el que creó la falange hoplita, fue un éxito extraordinario, y a mediados del siglo VI era la formación militar dominante en la forma de hacer la guerra griega, y lo siguió siendo durante dos siglos hasta el nuevo sistema militar de los grandes reyes macedonios Filipo II y Alejandro Magno. Además de su rápida popularidad y éxito en las guerras griegas propiamente dichas, la excelencia del sistema hoplita de táctica militar está comprobada por la popularidad de los hoplitas griegos como mercenarios fuera de Grecia. Los faraones egipcios Necao II y Psamético II a finales del siglo VII y principios del siglo VI ya emplearon a numerosos hoplitas griegos en sus ejércitos, y a mediados del siglo VI el faraón Ahmosis se apoyaba en alrededor de 30.000 hoplitas griegos como núcleo de su ejército. También se sabe que el gran gobernante babilonio Nabucodonosor empleó a mercenarios griegos durante sus campañas palestinas en la década de 580.
En consecuencia, a mediados del siglo VI, cuando el poder persa empezó a extender su dominio en el Oriente Medio y Cercano, el sur y el este de Grecia eran el hogar de docenas de ciudades-estado independientes y que competían entre ellas y se encontraban en pleno florecimiento político, económico, militar y cultural. Políticamente, estas ciudades-estado se apoyaban en una numerosa «clase media» de ciudadanos que disfrutaban de un nivel limitado pero importante de participación política en su propio gobierno: magistrados y consejos de estado se siguieron reclutando entre las aristocracias tradicionales, aunque con una participación creciente de las familias recientemente enriquecidas, pero en cierto sentido eran nombrados y responsables ante la ciudadanía general, que expresaban sus preocupaciones y opiniones en reuniones públicas más o menos regulares.
Desde el punto de vista económico, los griegos se habían desarrollado más allá de cualquier reconocimiento desde sus inicios de agricultura y ganadería de subsistencia en los siglos IX y VIII. Especializados en cultivos comerciales que hacían la agricultura mucho más productiva y rentable, los mecanismos de intercambio y las redes comerciales permitieron que los griegos pudieran disponer de sus cosechas comerciales con facilidad y rentabilidad, y abastecer sus variadas necesidades con bienes importados, comprados con los beneficios de sus cultivos industriales. Navegantes y mercaderes griegos llenaron las cuencas del Mediterráneo y del mar Negro, rivalizando y en algunas regiones y en algunos aspectos suplantando a los fenicios como los grandes intermediarios en el comercio este-oeste y norte-sur en estos mares, y alimentando así un crecimiento económico sostenido. Y una clase de artesanos próspera y cada vez más numerosa producía objetos en metal, cerámica, madera y cuero. Estos bienes no sólo satisfacían un apetito creciente por dichos productos entre la propia población de las tierras griegas, cada vez más grande y acomodada, sino que también se volvieron cada vez más populares entre las poblaciones no griegas del este y del oeste, del norte y del sur, gracias a la habilidad creciente de los artesanos griegos y la calidad de sus productos. Desde el punto de vista militar, como acabamos de ver, la clase media griega había formado la columna vertebral de una nueva e igualitaria milicia ciudadana que era —en su equipo, formación táctica y disciplina— de primerísima calidad; y, como consecuencia, los soldados griegos eran cada vez más buscados como mercenarios. Su estatus como soldados autoequipados y fuertemente armados de una milicia ciudadana fue crucial para la participación política de estas clases medias griegas en sus propias ciudades-estado.

DESARROLLO CULTURAL

Sin embargo, aún tenemos que echar un vistazo al desarrollo cultural de los griegos, aunque empezamos esta visión general con una reflexión sobre cómo consideraban los griegos a dos gigantes culturales: Homero y Hesiodo. Aunque muchos poetas griegos siguieron escribiendo poesía épica después de Hesiodo, poca de ella ha sobrevivido y la opinión general sobre su valor literario, con la excepción de unos pocos de los llamados «Himnos Homéricos», ha sido muy crítica. La cultura poética griega se alejó fie la composición épica hacia la creación de una poesía lírica de menor extensión. Vale la pena resaltar que la palabra «lírica» debe entenderse en su sentido literal: los poemas escritos en esta época (los siglos VII y VI) eran las letras de canciones que se solían cantar con el acompañamiento de una lira (un instrumento de cuerda, una especie de guitarra antigua) o de un instrumento de viento llamado nulos que, aunque se traduce habitualmente como «flauta», era en realidad una especie de flauta doble con doble lengüeta, como si una persona estuviera tocando al mismo tiempo dos flautas dulces o flautines. En consecuencia, los poetas de esta época se pueden comparar no tanto con los poetas literarios modernos como T. S. Eliot o Alien Ginsberg, sino más bien con autores de canciones como Bob Dylan o Joni Mitchell. La música escrita por estos primeros poetas griegos desgraciadamente no ha sobrevivido; pero siempre debemos recordar que su poesía era cantada, y que su fama se extendió por todo el mundo griego gracias a los intérpretes musicales y no porque sus poemas fueron leídos de una página escrita.
El primero de estos nuevos cantantes/poetas cuyo nombre y fama ha sobrevivido fue Arquíloco de Paros, que vivió en la primera mitad del siglo VII y escribió canciones sobre sus experiencias en el amor, en la amistad y en la guerra desde un punto de vista decididamente individual y a veces controvertido. Esto no quiere decir que los poemas que han sobrevivido sean literalmente autobiográficos, como tampoco lo son siempre y completamente autobiográficas las canciones de los letristas actuales. Pero sus canciones reflejan sus propias ideas y experiencias de la vida y del mundo, y a partir de ellas podemos comprender el tipo de vida que llevaba Arquíloco, aunque no necesariamente los acontecimientos y las experiencias particulares de su vida.
Después de Arquíloco, otros muchos compositores de canciones siguieron su ejemplo de escribir canciones que reflejasen sus ideas, opiniones y experiencias, y encontraron audiencias entusiastas para su obra. Terpando y Arión de Lesbos fueron famosos por sus innovaciones en la música, pero por aclamación general los más grandes de los nuevos poetas fueron Safo y Alceo de Mitilene en Lesbos, ambos activos a principios del siglo VI; Alemán de Esparta en la segunda mitad del siglo VII; Estesícoro de Himera en Sicilia, muy probablemente un contemporáneo de Alemán aunque más joven; Mimnermo de Colofón e Hiponacte de Éfeso, activos aparentemente a finales del siglo VII y principios del siglo VI; Íbico de Rhegion y Anacreonte de Teos, que escribieron en la segunda mitad del siglo VI; y Simónides de Ceos y Píndaro de Tebas, poetas de finales del siglo VI y principios del siglo V. Se podrían citar otros muchos nombres —Tirteo, Solón, Teognis, Baquílides y otros muchos— pero la cuestión es que existía una cultura floreciente de letristas populares, cuyas canciones se difundieron rápidamente por el mundo griego, interpretadas en festivales ptiblieos y en fiestas privadas, dando testimonio de una sociedad que apreciaba el fuerte individualismo y que con frecuencia lanzaba una mirada crítica sobre las ideas y las costumbres recibidas.
Por ejemplo, tanto Arquíloco como Alceo transgredieron las convenciones al proclamar que habían tirado sus escudos en batalla, con el objetivo de facilitar su huida cuando sus fuerzas habían sido derrotadas. La opinión común insistía en que era una vergüenza y una desgracia perder el escudo, que el guerrero de verdad mantenía el terreno y conservaba el escudo, encarándose al enemigo, y que prefería la muerte a la huida y la desgracia. Arquíloco proclama descaradamente un punto de vista alternativo:
Un sayo ostenta hoy el brillante escudo
que abandoné a pesar mío junto a un florecido arbusto.
Pero salvé la vida. ¿Qué me importa ese escudo?
¡Peor para él! Uno mejor me consigo.
Claramente, la moraleja es que sólo se tiene una vida y que tirarla por la borda por una cuestión de honor es una tontería. Las audiencias griegas disfrutaban y cantaban las canciones de Arquíloco, y apreciaban la reflexión que realizaba; pero no cambiaron la opinión común de que era una vergüenza perder el escudo. Se trata de una cultura rara que permite, e incluso desea, escuchar y alabar las críticas a sus valores y creencias más apreciadas, especialmente por parte de individuos que no ejercen ningún puesto de poder o respeto y que no aportan ninguna autoridad más allá de sus opiniones personales. Aun así, esto es lo que ofrecen la mayor parte de los letristas más populares de esta época.
Quizá más sorprendente que el caso de Arquíloco y Alceo minando la noción tradicional del honor militar, porque después de todo eran todos hombres —y en el caso de Alceo, al menos, un aristócrata— es el de la poetisa Safo. Porque Safo, sorprendentemente, era una mujer, cuya voz fue escuchada a pesar de la naturaleza fundamentalmente patriarcal de su sociedad. Safo también cuestionaba la visión marcial prevaleciente sobre el honor y la belleza. En un poema sobre el amor, revindicaba que todos aquellos que pensaban que la visión más bella que se pudiera tener era un grupo de soldados marchando, o un escuadrón de caballería, o los barcos en el mar, o incluso todos los carros de guerra de Lidia, estaban equivocados: la visión más bella es el rostro de la mujer que se ama, e ilustra esta opinión refiriéndose a la belleza de Helena de Troya, famosísima y causante de una guerra. Resulta obvio que las personas que consideraban la infantería o la caballería, los barcos de guerra o los carros, como la visión más bella, eran los hombres de su época, hombres griegos de clase alta o media imbuidos de la ética marcial de Homero. Safo no sólo se atreve a meterse con ellos y a rechazar su visión, sino que desaprueba sus ideas desde su misma tradición mitificada y reverenciada: porque, por supuesto, Homero celebró la misma guerra que la belleza fabulosa de Helena había provocado.
En definitiva, estos antiguos autores de canciones componían sus canciones sobre temas cotidianos —asuntos amorosos, peleas, fiestas, viajes, luchas políticas, vida militar— y eran ávidamente escuchados, siendo famosos en su propia época, y reverenciados a lo largo de toda la historia griega posterior. Y quizá el aspecto más destacado de todos ellos es que hablaron completamente con sus propias voces y con su propia autoridad. Hesiodo ya se había atrevido a criticar a la aristocracia de su época, y a expresar sus propias ideas y opiniones, pero se amparaba en la autoridad de las Musas, diosas de la música, que le habían enseñado cómo y qué cantar. En Israel, los profetas y los reformadores religiosos se atrevían a criticar a los gobernantes y las políticas de su época, pero pretendían que no estaban expresando sus ideas, sino la palabra de Dios. Los líricos arcaicos de Grecia en su mayor parte no presentaron dichas pretensiones: se presentaron a la audiencia tal como eran, hombres y mujeres griegos (además de Safo, estaban Corina y Praxila, por ejemplo) al igual que sus oyentes, a los que valía la pena escuchar sencillamente por lo que tenían que decir como miembros de una sociedad libre en la que la voz del individuo tenía derecho a expresarse.
Las canciones de estos poetas tremendamente individualistas fueron un componente integral de la cultura popular de los elementos más adinerados de la sociedad griega. A los griegos les gustaba reunirse cuando podían en grupos de amigos y familiares, para cenar juntos y disfrutar de una velada de convivencia bebiendo vino y entreteniéndose: los llamados simposio, literalmente «beber juntos». El entretenimiento en estas fiestas, que eran una parte crucial de la vida social griega —cumpliendo la misma función que ir a un restaurante y después ir a ver una película, un concierto o una obra de teatro, o ir a una fiesta en la vida social moderna—, a veces lo proporcionaban artistas profesionales. Bailarines, músicos, juglares y acróbatas, y otros por el estilo eran contratados por patronos ricos para entretener a sus invitados al simposio. Pero casi siempre, y con frecuencia exclusivamente, se esperaba que los invitados se entretuvieran los unos a los otros con una historia o una discusión sobre los últimos acontecimientos o ideas políticas, o con canciones.
Participantes ambiciosos y con talento es posible que compusiesen canciones propias para interpretarlas en las fiestas, pero con mayor frecuencia (inevitablemente) se cantaban las canciones más populares del momento. Cuando se le pasaba la lira, un invitado podía tañer una canción de Arquíloco o Anacreonte, Safo o Simónides, y de esta manera las canciones se convirtieron en parte integral de la cultura griega y de la conciencia griega. Los griegos de las ciudades-estado, en especial los de clase alta, viajaban frecuentemente por negocios, para asistir a festivales o sencillamente para visitar a «clientes-amigos» (xenoi) en otras comunidades, y regresaban con las últimas canciones y los nombres de los poetas más de moda. Y los mismos poetas/compositores de canciones viajaban, en algunos momentos, extensamente: Arión realizó una gira de conciertos muy famosa y de gran éxito por las colonias en Italia y Sicilia, por ejemplo, como nos cuenta Herodoto en su conocido relato; Íbico y Anacreonte se trasladaban de comunidad en comunidad buscando patrocinio; Simónides y Píndaro se podían encontrar por todas partes en Grecia ejerciendo su oficio de compositores de canciones.
Junto con estas interpretaciones esencialmente privadas, muchas canciones fueron compuestas e interpretadas en acontecimientos públicos. Safo era especialmente famosa por sus canciones nupciales, interpretadas por coros de doncellas y jóvenes en bodas en toda Grecia. Píndaro y Simónides escribieron canciones corales para que las interpretasen coros de hombre jóvenes para alabar a los ganadores atléticos que habían conseguido fama al vencer en uno y otro de los eventos durante los Juegos Olímpicos (o los Juegos Píticos en Delfos, o los juegos Ístmicos o Nemeos). Sobre todo, se trataba de los festivales religiosos de celebración regular, repartidos a lo largo de todo el año griego, en los que los coros de hombres jóvenes (o aveces mujeres jóvenes) cantaban y bailaban en honor de los dioses. Alemán y Estesícoro eran especialmente famosos por sus canciones corales escritas para estos festivales. Y estas canciones corales más grandiosas compartían las mismas características de individualismo e interés en la vida cotidiana como las letras más personales: en una de las famosas «Canciones de la doncella» de Alemán, las muchachas del coro no cantan sólo las historias míticas en honor de los dioses, sino también los chismes de la vida cotidiana: qué muchacha es más bella, quién está enamorado de quién, y cosas por el estilo.
La expresión última de este individualismo griego característico llegó en el siglo VI, con la aparición de la filosofía racional. Empezando con Tales de Mileto en la década de 580, una serie de pensadores griegos, muchos de ellos procedentes de las ciudades de Jonia en la Grecia oriental (a lo largo de la costa de Asia Menor), se atrevieron a cuestionar las ideas tradicionales de cómo fue creado el mundo y de qué estaba compuesto; qué es la vida y qué son dios o los dioses. Como la mayoría de ellos eran de Jonia, estos filósofos reciben con frecuencia el nombre de racionalistas jonios, un término más útil que «filósofos pre-socráticos» que también se suele utilizar, porque les caracteriza con un elemento clave: son esencialmente racionalistas. Estos hombres no se sintieron satisfechos con las explicaciones religiosas y míticas tradicionales sobre la forma en que funciona el mundo. En lugar de apelar a la autoridad de dios o de los dioses, querían explicar y comprender el mundo en sus propios términos, mediante el uso de su propia razón. Tales observó que la materia tiene tres formas básicas —sólida, líquida y gaseosa; o en sus palabras, tierra, agua y aire— y teorizó que la forma intermedia, líquida, debía ser la más esencial. En consecuencia, también argumentó que toda la vida debía tener sus orígenes en el agua, es decir, en el mar, y que los humanos debían proceder originalmente del mar. Uno de sus discípulos, Anaximandro, reunió datos sobre la forma del mundo y sobre esa base dibujó el primer mapa conocido del mundo, que grabó en una lámina de bronce.
A finales del siglo VI, Jenófanes de Colofón se atrevió a teorizar sobre los dioses, argumentando que resultaba irracional para los griegos adorar a unos dioses que se parecían y se comportaban como los humanos. Afirmó que semejante antropomorfismo era absurdo, y sugirió que si los caballos y las vacas pudieran pensar y tuvieran manos para esculpir estatuas, concebirían dioses que tendrían el aspecto de caballos y vacas. Jenófanes planteaba en su lugar un dios perfecto, que como epítome de perfección debía ser singular y único, porque el singular es más perfecto que el plural. Este dios único y perfecto debía ser muy diferente de los imperfectos humanos. Como las formas corpóreas están sujetas a cambios y deterioro, dios (siendo perfecto) no podía tener una forma corpórea, sino que debía ser mente pura, la esencia de la razón pura. Esta concepción de dios tendría, por supuesto, una larga historia en la religión de Occidente y el Cercano Oriente: Jenófanes se encuentra al principio de la teología monoteísta, y las tres grandes tradiciones monoteístas de Occidente y Oriente, judaísmo, cristianismo e islam, nombrándolas en orden cronológico, tomaron prestadas muchas de sus ideas, aunque seguramente sin ser conscientes de ello. Sin embargo, a diferencia de los profetas y los teólogos de dichas religiones, Jenófanes se atrevió a presentar estas ideas como fruto de su razonamiento humano: no reclamaba ningún mandato divino para sus ideas, no pretendía ser el «portavoz de dios».
A finales del siglo VI y principios del siglo V, Heráclito de Éfeso concibió el principio del relativismo. Expresó sus puntos de vista en breves comentarios aforísticos, que escribió en un libro que según la tradición dedicó en el templo de Artemisa en Éfeso. Heráclito observó que no existe una realidad última que podamos conocer porque todas las cosas que observamos están en cambio constante, en flujo constante: todas las cosas fluyen (panta rhei), según sus palabras. Por eso el cambio es una característica esencial del mundo, de nuestra realidad: uno no puede bañarse dos veces en el mismo río, según su famosa frase. Y la realidad de cada personas es ligeramente diferente a la de cualquier otra, porque todas las personas perciben la realidad desde su punto de vista propio y único. Cómo concibe cada uno una cosa concreta, y en consecuencia también cómo lo nombra, qué considera que es, depende de su posición en la realidad con respecto a ella: la subida y la bajada son lo mismo, en palabras de Heráclito. Por eso la realidad es relativa, no es un absoluto; la realidad es cambio, no permanencia; los humanos no pueden conocer verdaderamente la realidad, sólo pueden conocer lo que ellos mismos perciben que es la realidad.
En definitiva, la alta cultura de Grecia, literaria e intelectual, estaba abriendo nuevos caminos, impulsada por el espíritu competitivo y el individualismo que eran tan característicos de los griegos. Al mismo tiempo los griegos estaban construyendo templos monumentales en piedra de una gracia y un sentido de la proporción remarcables, además de tener un gran tamaño y ser impresionantes: el templo de Artemisa en Éfeso que fue considerado una de las maravillas del mundo antiguo; el templo de Hera en Sainos, el templo de Apolo en Dídima, y otros numerosos templos de la península griega y en las colonias occidentales.
Los griegos estaban creando estatuas de hombres y mujeres que anatómicamente eran cada vez más correctas, en su interés por reflejar el ideal físico de la masculinidad y de la joven feminidad. Crearon pinturas de una sensibilidad psicológica única: sólo nos han llegado restos de estas pinturas en las vasijas de lujo que nos dan una idea de lo que era capaz la pintura griega, pero en el arte de un maestro como el famoso Exequias se puede ver que nuestra pérdida, al no tener prácticamente pinturas griegas de gran tamaño de esta época, es muy grande. Sin embargo, un estado griego se situó fuera de esta efervescencia cultural del siglo VI, y también le dio la espalda al desarrollo económico, social y político; aunque lo hizo sin apartarse de la corriente principal de la vida griega y, aun más, convirtiéndose en uno de los bastiones centrales de la helenidad. Me refiero, por supuesto, a los espartanos, y ninguna visión general de los antiguos griegos en vísperas de las guerras con Persia estaría completa sin una descripción de este estado tan especial y su historia.

LOS ESPARTANOS

En los siglos VIII y VII, los espartanos no eran demasiado diferentes de las otras comunidades griegas en desarrollo. La ciudad de Esparta fue fundada probablemente alrededor de principios del siglo VIII, cuando cuatro aldeas situadas en la orilla oriental del río Eurotas se fundieron en una sola comunidad. Una característica muy poco habitual de Esparta se puede explicar por su origen: los espartanos tuvieron a lo largo de toda su historia una monarquía dual, con dos familias reales —los Agíadas y los Euripóntidas— cada una de las cuales proporcionaba simultáneamente un rey. Lo más probable es que éstas fueran las familias dominantes en dos de las aldeas que se unieron para formar Esparta. Desde su ubicación sobre algunas colinas que dominaban el valle del Eurotas, los espartanos controlaban dos de las mejores llanuras agrícolas de la región de Lacedemonia, el rincón sudoriental del Peloponeso. Desde esta posición eran capaces de dominar y controlar estas llanuras, y su posesión convertía a los espartanos en la comunidad más grandes y poblada de Lacedemonia. En consecuencia, en el tercer cuarto del siglo VIII los espartanos habían conseguido unir y dominar toda Lacedemonia.
Al unificar la región, los espartanos impusieron al resto de los lacedemonios —excepto a la aldea de Amiclai a unos pocos kilómetros al sur de la propia Esparta— uno de los dos estados de subordinación. Los habitantes libres de los otros pueblos y aldeas de ciertas dimensiones siguieron siendo libres, pero quedaron políticamente supeditados a los espartanos, sin voz en el gobierno de la polis de los lacedemonios, como los espartanos llamaban a su estado. Estos lacedemonios libres pero políticamente subordinados eran llamados perioikoi, que significa «los que viven en los alrededores», es decir, los que vivían alrededor de la propia Esparta, la perspectiva siempre es desde Esparta. La población rural de Lacedemonia y unos pocos pueblos menos favorecidos fueron reducidos a una condición parecida a la esclavitud y semejante a la de los siervos medievales: se les conocía como ilotas. Los ilotas mantenían una vida familiar normal y vivían en sus propias pequeñas comunidades, pero pertenecían a su amos espartanos que eran los propietarios de la tierra que cultivaban, y estaban obligados a pagar la mitad de su producción a los amos espartanos, además de tener la obligación de desarrollar otras actividades para ellos.
Es necesario señalar que estas poblaciones y situaciones de esclavitud no eran tan inhabituales en la Grecia más antigua. En Creta existían personas en situación de servidumbre llamadas klarotai; Argos tenía un grupo de población no libre llamados los gymnetes (literalmente, los «desnudos»); y en Tesalia se tienen noticias de una población servil llamada los penestai, por poner unos ejemplos. Lo que fue totalmente inusual en Esparta fue la persistencia y la brutalidad de la situación de servidumbre de los ilotas.
Aunque al unir de esta forma a toda Lacedemonia los espartanos habían creado uno de los estados más grandes en Grecia, no estaban satisfechos. En el último cuarto del siglo VIII, los espartanos empezaron a invadir y a intentar subordinar las regiones vecinas del Peloponeso hacia el oeste: Mesenia. Los mesemos controlaban algunas de las mejores tierras de cultivo en Grecia, y con parte de la tasa de precipitaciones anuales más altas de Grecia (puesto que los vientos que traen la lluvia a Grecia proceden mayoritariamente del oeste), disponían de condiciones muy favorables para la agricultura. A lo largo de una lucha de 20 años, según el poeta espartano Tirteo que vivió a mediados del siglo VII, los espartanos tuvieron éxito en controlar la mayor parte de Mesenia, reduciendo la gran parte de los habitantes de Mesenia al estado de ilotas. Los ilotas mesenios, como sus homónimos lacedemonios, no eran propietarios de sus tierras y debían pagar a sus amos espartanos la mitad de todo lo que producían, como afirma Tirteo. Tras una oscura lucha interna en Esparta —en cuyo transcurso un grupo de espartanos fueron expulsados para fundar la colonia de Tarento en el sur de Italia antes del año 700— parece que la mayor parte de la tierra mesenia fue distribuida de forma bastante equitativa entre los espartanos libres, de manera que cada uno de ellos se convirtió en un terrateniente que no necesitaba trabajar para vivir, teniendo unos ingresos amplios procedentes del trabajo de sus ilotas mesenios.
La amargura de los mesenios, reducidos a una situación de esclavitud de subsistencia y explotados por sus amos espartanos, se puede imaginar con facilidad. Durante un tiempo, los espartanos vivieron con bastante comodidad con esta situación. Participaron totalmente en la cultura de los griegos: la cerámica y los objetos de bronce laconios (es decir, espartanos) eran muy apreciados en Grecia e incluso en el área mediterránea, aunque lo más probable es que estos objetos fueran producidos por los perioikoi más que por los espartanos en sentido estricto. Dos de los más notables poetas antiguos, Alemán y Tirteo fueron espartanos, y en la poesía de Alemán encontramos una gracia, una alegría, un sentido del goce de la vida que ya no se encuentran en la Esparta de los siglos VI y V.
Además, los espartanos crearon, al menos para ellos mismos, un sistema político que era de lo más avanzado del desarrollo político griego en la primera mitad del siglo VII. El monopolio del poder y los privilegios de la aristocracia tradicional desaparecieron sin tener que recurrir a un tirano. Las familias aristocráticas aparentemente retuvieron el privilegio de proporcionar los miembros del consejo de estado, la gerousia (ancianos), llamados así porque el mínimo de edad para pertenecer a ella eran 60 años. Todos lo miembros de la gerousia —excepto los dos reyes que eran miembros ex officio— eran elegidos por los espartanos ordinarios entre aquellos que eran elegibles; y una vez elegidos su pertenencia era vitalicia. Parece que la gerousia dirigió la política espartana y funcionó como una especie de corte suprema. Pero la autoridad suprema en el estado espartano residía en la asamblea de todos ciudadanos de Esparta, que se reunía a intervalos regulares y votaban sí o no a las propuestas que les presentaba la gerousia. En esta época (principios del siglo VII) era un sistema bastante avanzado que anticipaba el gobierno participativo por parte de los ciudadanos, dentro de sus límites, es decir, que sólo agrupaba a los espartanos propiamente dichos, o espartiatas que es como se llamaban a sí mismo el grupo de ciudadanos con plenos derechos.
Sin embargo, hacia el tercer cuarto del siglo VII, los espartanos atravesaron una grave crisis que provocó cambios profundos en su sociedad, que los transformaron en el pueblo duro y militarista que conocemos de las fuentes del siglo V, y se apartaron completamente de todo desarrollo cultural, económico y político posterior en el mundo griego. Esta crisis fue una gran revuelta de los ilotas mesenios en la que los mesenios estuvieron muy cerca de recuperar su independencia. El poeta Tirteo, que vivió durante esta revuelta, sugiere que debieron existir algunos derrotistas en Esparta, dispuestos a ceder el control sobre Mesenia, pero Tirteo espoleó a sus conciudadanos espartanos a no rendirse sino a conservar lo que habían ganado sus abuelos. Al final, los espartanos vencieron y recuperaron el control de toda Mesenia. Como consecuencia de esta revuelta que había estado a punto de tener éxito, los espartanos reformaron su forma de vida con un objetivo en mente: convertirse en los guerreros supremos de manera que pudieran mantener el yugo sobre los ilotas en cualquier circunstancia, y para eso se liberaron de cualquier necesidad de trabajo físico. Para aquellos en el mundo moderno que aún admiran a los espartanos, como hicieron muchos pueblos a lo largo de la historia, vale la pena subrayar en lo que se fundamentaba la «gloriosa» forma de vida espartana: una explotación despiadada de una clase subordinada conquistada y el rechazo de la necesidad de dedicarse al trabajo productivo. El secreto espartano, y el éxito del mito del legislador Licurgo, que supuestamente creó el sistema espartano de la nada se pierde en la niebla de la prehistoria, de manera que en la actualidad resulta imposible vislumbrar el proceso y la cronología de la autorreforma espartana. Pero podemos ver el resultado del proceso en la descripción de los espartanos y de la forma de vida espartana en los escritos del siglo V y posteriores.
Cada año los espartiatas elegían entre ellos a cinco magistrados llamados Ephoroi (éforos o «supervisores»), que jugaron un papel muy importante en el sistema espartano reformado, siendo básicamente los magistrados supremos del estado espartano. Cada año presidían dos ceremonias religiosas: en una, los dos reyes juraban ante los éforos, como representantes de los espartiatas, que gobernarían de acuerdo con la ley, y después los éforos juraban en nombre de los espartiatas que mantendrían a los reyes en su cargo, con todos los privilegios y poderes, siempre que mantuvieran lo que habían jurado. Con esto, los éforos se convertían efectivamente en supervisores y jueces de los reyes. Los reyes eran acompañados por lo menos por dos éforos cuando se ocupaban de asuntos públicos, que les aconsejaban, y los podían acusar si creían que los reyes no habían estado a la altura que se requería de ellos. Se conoce una serie de estas acusaciones de los siglos V y IV, y algunos reyes fueron depuestos y exiliados como resultado de los juicios.
En la otra ceremonia, los éforos, actuando de nuevo en representación de los espartiatas, declaraban formalmente la guerra a los ilotas. Así, a lo largo de la mayor parte de este largo período de los siglos VI, V y IV el estado espartano estuvo formalmente en guerra con la mayor parte de su propia población: los ilotas superaban en número a los espartiatas por siete a uno o incluso más. El sentido de esta declaración de guerra anual era convertir, jurídica y religiosamente, a los ilotas en enemigos extranjeros a los que, según las reglas de la guerra, se les podía someter a cualquier trato, incluyendo la muerte. Los espartiatas siempre tuvieron miedo de la posibilidad de una revuelta ilota, y utilizaron el terror puro y la brutalidad para mantener sometidos a los ilotas.
La forma de vida espartiata estaba pensada exclusivamente para producir soldados extraordinarios que estuvieran dispuestos, a la primera señal, para emprender la acción contra los ilotas en defensa de los privilegios espartiatas. Cuando nacía un bebé espartiata, era inspeccionado por los «ancianos de la tribu» para comprobar su disposición física. Un bebé que mostrase cualquier deformidad o una debilidad obvia era arrebatado a sus padres y expuesto para que muriera en una colina cercana a Esparta: el estado espartano sólo criaba a niños sanos de los que se podía esperar que crecieran para convertirse en guerreros fuertes o, si eran niñas, madres saludables. Una vez pasada la inspección, el bebé era criado por la madre hasta que cumplía los siete años. Con esa edad, los muchachos espartiatas eran separados de sus hogares y llevados a vivir en cuarteles en los que eran sometidos a la agoge, el sistema de entrenamiento espartiata.
El entrenamiento del muchacho espartiata le inculcaba dureza, indiferencia al frío, al dolor y al hambre, una disciplina rígida, buena forma física y resistencia, y familiaridad con las armas, la armadura y las tácticas del guerrero hoplita y la falange. El sistema de entrenamiento era extremadamente brutal, y los muchachos eran observados con atención en busca de cualquier signo de debilidad o indisciplina. Cualquier señal podía llevar a que se considerase que el muchacho había fracasado en la agoge, en cuyo caso no podría obtener la ciudadanía espartiata plena al llegar a la edad adulta: durante toda su vida sería considerado un hypomeion (un menor). Los chicos espartiatas crecían bajo un estilo de disciplina militar: oficiales especiales estaban a cargo de los muchachos y del entrenamiento; cualquier espartiata adulto era automáticamente un superior del chico y le podía dar órdenes; los muchachos mayores, si no había oficiales o adultos presentes, estaban al mando de los más jóvenes; y dentro de las clases de edad de los chicos, los que lo hacían mejor en la agoge eran elevados a la categoría de oficiales del resto. Así, siempre había una cadena de mando, y un muchacho espartiata siempre estaba bajo disciplina. Resulta bastante fácil imaginar todos los rituales de iniciación y las novatadas que debían prevalecer inevitablemente en estos acuartelamientos juveniles, y como eran toleradas, si no fomentadas, como parte del proceso de endurecimiento.
Los muchachos sólo eran alimentados adecuadamente, vestidos con escasez, y se les daba una sola sábana y el derecho a cortar cañas de la orilla del río para hacerse la cama. En consecuencia, casi siempre estaban hambrientos, pasaban frío con frecuencia, e inevitablemente siempre estaban incómodos. Pero se les animaba a completar su alimentación y otras necesidades con el robo de todo lo que pudiesen, con la advertencia de que si los atrapaban serían sometidos a un duro castigo mediante azotes. El objetivo de esto era que, como soldados, tendrían que vivir con frecuencia sobre el terreno en territorio enemigo, forrajeando para obtener suministros y con el peligro de que los matasen si los pillaba el enemigo. De esta manera se les enseñaba de muchachos a robar y a que no los atrapasen. Cada año durante el festival de Artemisa Ortia, en un templo que se encontraba a las afueras de la ciudad de Esparta, los chicos eran sometidos a un ritual especial de brutalidad. Se disponían quesos en el altar de la diosa y los muchachos mayores formaban armados con palos a lo largo del camino que conducía al altar. Los chicos más jóvenes tenían que «correr el pasillo» para recoger los quesos del altar. El muchacho que conseguía más quesos y, en consecuencia, soportaba mayor castigo, era el vencedor.
A los 18 años, los muchachos finalmente se graduaban de la agoge y se convertían en guerreros y ciudadanos espartiatas, si se consideraba que habían completado con éxito la agoge. Esta evaluación la expresaban los espartiatas adultos de una forma muy especial. Se requería que para conseguir la plena ciudadanía cada espartiata fuera miembro de un grupo militar de comida en común, llamado syssition o phidition. A lo largo de su vida, excepto que estuviera fuera en servicio oficial o tuviera un permiso especial para ocuparse de un asunto personal u otras cuestiones por el estilo, el hombre espartiata comía con su grupo de banquete. Estos grupos eran transversales al sistema de clases por edades de la agoge, uniendo a espartiatas de diferentes edades y generaciones, y se accedía a la membresía de uno de estos grupos por invitación. Un joven espartiata que no conseguía que lo invitasen a ningún grupo de banquete se consideraba que no había actuado adecuadamente durante la agoge y se le privaba permanentemente de la ciudadanía espartiata completa. Como miembro de un grupo, se esperaba que el espartiata proporcionara una cantidad fijada de alimentos básicos para sus cenas, y la imposibilidad de proporcionar la contribución mensual provocaba la expulsión del grupo y la pérdida de la ciudadanía plena.
Las cenas espartanas eran famosas por su minimalismo. La comida básica de cada velada consistía en una especie de guiso, cuyos ingredientes principales eran alubias, sangre de cerdo y cebada, un basto pan campesino y vino. Nos ha llegado una historia de un hombre de la ciudad de Sibaris en el sur de Italia, famosa por su riqueza y lujo, que visitaba Esparta y fue invitado a cenar con uno de estos grupos. Para sorpresa de sus anfitriones, el sibarita se comió la cena con bastante rapidez. Sin embargo, cuando le preguntaron qué pensaba de la típica cena espartana, contestó que finalmente había comprendido una cuestión que hasta ese momento siempre le había intrigado, es decir, ¡por qué los espartanos no tenían miedo a morir! Con la perspectiva de tener esto para cenar todas las noches, ¿quién iba a tener apego a la vida?
Sin embargo, la graduación de la agoge no significaba que un joven espartiata podía abandonar el cuartel y volver a casa. De los 18 a los 30 años los espartiatas formaban el «ejército permanente» del estado espartano, viviendo en acuartelamientos bajo disciplina, dispuestos a movilizarse para el servicio activo en cualquier momento. Incluso cuando no había ninguna guerra en marcha —algo raro en la historia espartana— salían de maniobras por Lacedemonia y Mesenia, donde se les animaba a hostigar a cualquier ilota que no pareciera completamente intimidado y servil. De hecho, los muchachos que habían superado la agoge como los mejores eran reclutados para una unidad de élite llamada la kryfjteia (literalmente, el grupo secreto), cuya tarea era moverse de incógnito por Mesenia, sin dejarse ver y observando a los ilotas. Se sabe que ilotas inusualmente fuertes o de carácter desaparecían misteriosamente: se intuía que la krypteia se los había llevado y que nunca más se les volvería a ver. Aterrorizar a los ilotas era una preocupación constante de los espartiatas. Se animaba a los espartiatas adultos a que se casasen jóvenes y empezasen a tener hijos; pero no podían vivir con sus esposas hasta que, a la edad de 30 años, hubieran superado su etapa de servicio activo y pudiesen regresar a casa y emprender una vida hogareña: si eso era posible para hombres que vivían en acuartelamientos en compañía masculina desde los 7 años, y seguían teniendo la obligación de cenar cada noche con sus compañeros de banquete.
En la vida espartana no había lugar para actividades de creatividad cultural, para actividades intelectuales o para cualquier otra actividad de ese tipo. Después de Alemán y Tirteo en el siglo VII, Esparta no volvió a producir otro poeta del que nos hayan llegado noticias; Esparta no produjo dramaturgos o filósofos; no hubo historiadores, arquitectos o escultores espartanos, al menos ninguno de renombre, ninguno durante la época de dominio espartano del siglo VI a principios del siglo IV. Desde el punto de vista cultural, Esparta murió cuando impuso la agoge, y el entretenimiento y la vida cultural giraba alrededor de las actividades «masculinas» del ejercicio y del atletismo (en los que sobresalieron los espartanos), la caza y la recitación o el canto de viejos poemas y canciones tradicionales, en especial de Homero y Tirteo. En Esparta no se fomentaba la libertad de palabra o de pensamiento. En su lugar lo que se apreciaba era un rígido conformismo: según la leyenda, el sistema espartano había sido creado por el gran héroe Licurgo y era perfecto. Sin ninguna invención o desviación, no se necesitaba nada nuevo.
Por supuesto, existía algo en lo que los espartanos eran extraordinariamente buenos, lo que no resulta sorprendente porque se pasaban la vida trabajando para ser los mejores en ello: el estilo de guerra hoplita. El principio espartano sobre la guerra es famoso y popularmente sencillo: conquistar o morir. Cuando un espartano partía a la guerra, su madre o esposa le entregaba el escudo con las palabras: vuelve con él, o sobre él. El significado era (pie volviera victorioso y cargando con el escudo; o muerto y que lo trajesen de vuelta sobre el escudo. Un espartano que fracasaba, que perdía y/o huía, no debía regresar a Esparta de ninguna manera: nadie lo recibiría o le hablaría. En una comunidad griega de ciudades-estado en la que los guerreros hoplitas eran soldados de una milicia ciudadana, que sólo tomaban las armas cuando se presentaba la necesidad, los espartanos sobresalían como profesionales rodeados de aficionados, puesto que los espartanos se dedicaban completamente al entrenamiento como hoplitas. Una anécdota famosa ilustra este hecho.
A principios del siglo IV, el rey espartano Agesilao estaba al mando de un ejército de espartanos y aliados, en el cual los aliados formaban una mayoría aplastante. Viendo esto, los jefes aliados se quejaron ante Agesilao que sólo él tuviera el mando y argumentaron que puesto que ellos, los aliados, proporcionaban la mayor parte de los soldados, ellos debían participar en el mando por turnos. En respuesta, Agesilao reunió una asamblea de todo el ejército y se dirigió a las tropas. Ordenó a todos los hombres que eran alfareros que se sentasen: muchos soldados aliados lo hicieron. Entonces Agesilao dio la misma orden a todos los hombres que eran carpinteros y herreros, y así toda una lista de formas de ganarse la vida. Finalmente, todos los aliados estaban sentados, sólo los espartanos seguían de pie. Entonces Agesilao preguntó quiénes de los presentes eran soldados, y los espartanos se sentaron. Agesilao se volvió hacia los jefes aliados y les explicó que los espartanos no proporcionaban la mayor parte de los soldados del ejército; proporcionaban los únicos soldados del ejército, y por eso los espartanos siempre estaban al mando.
De hecho, desde mediados del siglo VI y durante cerca de 200 años los espartanos no sólo disfrutaron de una reputación de invencibles en el campo de batalla, sino que en realidad nunca habían sido vencidos en una batalla campal, hasta la batalla de Leuctra en 371. En una serie de campañas a lo largo del Peloponeso, los espartanos derrotaron uno a uno y obligaron a cerrar alianzas con Esparta a todas las ciudades y comunidades peloponesias, excepto los argivos. Las alianzas eran invariablemente muy simples en su forma: la ciudad o la comunidad en cuestión se comprometía a tener «los mismos amigos y enemigos que los lacedemonios», es decir, juraban seguir el ejemplo de esparta en política exterior y en la guerra. De esta forma, a finales del siglo VI, los espartanos habían establecido el dominio sobre todo el Peloponeso, y podían recurrir a las fuerzas militares de cada estado peloponesio cuando lo deseasen para que luchasen a su lado en la guerra. Hubo una excepción: los argivos.
Aunque los espartanos habían derrotado a los argivos en una gran batalla a mediados de siglo, y les habían arrebatado una parte sustancial del territorio argivo —la región llamada Tireatis— en calidad de botín, los espartanos no tuvieron éxito en forzar a los argivos a una alianza. Excepto por eso, su control sobre el Peloponeso era completo a finales de siglo, y esta red de alianzas bajo dominio espartano recibe por parte de los historiadores el nombre de Liga del Peloponeso. Esto resulta un poco confuso porque en realidad no era una liga, sino sólo un sistema para justificar el predominio espartano. La mayor virtud del sistema desde la perspectiva espartana era que, si se rebelaban los ilotas, no podrían recurrir a nadie en todo el Peloponeso en busca de ayuda o alianza, porque todos eran ya aliados de los espartanos. Sin embargo, más allá de esto, el sistema de alianza espartano era la estructura militar más grande en el mundo griego: a través de él, los espartanos podían movilizar con facilidad a más de 20.000 hoplitas cuando los necesitaban, además de los 9.000 espartiatas de esta época y miles de perioikoi capaces de servir como hoplitas.
Poco más o menos alrededor de 520, cuando el poder de Persia se estaba extendiendo en Asia, un nuevo y joven rey subió al trono en la línea agíada de Esparta. Su nombre era Cleómenes y resultó ser un gobernante muy destacado, aunque al final también controvertido. Durante unos treinta años fue claramente la personalidad dominante en Esparta. Casi cada historia que explica Herodoto sobre los espartanos en esta época, de 520 a 490, implica a Cleómenes, y normalmente en un papel dirigente. Lo encontramos por primera vez en 519, cuando aparentemente estaba intentando involucrar a Megara, que se encontraba a las puertas del Peloponeso, en el sistema de alianza de Esparta. Se pusieron en contacto con él enviados de los plateos, en el sur de Beoda, que, bajo presión de los expansionistas tebanos, buscaban la alianza con los espartanos para su protección. Sin embargo, en lugar de aceptarlos como aliados, Cleómenes, quizá por motivos maquiavélicos, aconsejó a los plateos que buscasen la alianza con los atenienses, que estaban mucho más cerca de Platea. Los atenienses aceptaron, iniciando una alianza con los plateos que duraría siglos, pero iniciando también una amarga hostilidad con los poderosos tebanos, que muchos sospechan que era el objetivo de Cleómenes. Entre 510 y alrededor de 506, Cleómenes estuvo profundamente involucrado en los acontecimientos que rodearon el final de la tiranía pisistrátida en Atenas, y el inicio de la democracia ateniense. Hablaremos con más profundidad de este tema en el capítulo 3, pero con ello se inició una época de hostilidad entre los atenienses y los espartanos, y dentro de Esparta una enemistad entre Cleómenes y su co-rey de la línea euripóntida, Demarato, que resultó ser fatal. En 499 fue de nuevo Cleómenes el que se reunió, y rechazó las peticiones, del líder jonio Aristágoras, cuando buscó la ayuda espartana para la revuelta jonia, como veremos en el capítulo 4. Los intentos de alejar a los espartanos del Peloponeso y de la amenaza de sus ilotas nunca tuvieron éxito en esta época.
El mayor logro de Cleómenes como rey de Esparta estuvo en la guerra contra los argivos en 494. Esparta y Argos eran viejos y perennes rivales y enemigos. Los espartanos habían derrotado decisivamente a los argivos a mediados del siglo VI, y se había firmado una paz tras la victoria espartana. Pero cada pocas décadas los argivos probaban de nuevo fortuna en la guerra contra los espartanos, y en la década de 490 fue Cleómenes, como la personalidad dominante en Esparta, quien tomó el mando contra ellos. En lugar de marchar por tierra a través del territorio de Tegea en Arcadia, o a través de Tireatis en territorio argivo, Cleómenes demostró su inteligencia estratégica al reunir barcos y transportar por mar a su ejército hasta territorio argivo, desembarcando en la costa de la Argólida, cerca de Nauplión. Esto tomó por sorpresa a los hombres de Argos, que no pudieron impedir el desembarco de Cleómenes; pero condujeron a toda su fuerza hoplita hasta Nauplión y se enfrentaron allí al ejército espartano de Cleómenes. Durante muchos días, los dos ejércitos se prepararon cada mañana para la batalla en un lugar llamado Sepeia, pero ninguna de las dos partes quería tomar la iniciativa de avanzar contra el enemigo. Después de formar durante unas pocas horas en formación de falange, esperando que los argivos hicieran un movimiento, Cleómenes ordenaba a su hombres que rompieran filas y regresaran al campamento a comer algo. Sin embargo, tras unos cuantos días de esta rutina, se dio cuenta de que los argivos, en cuanto ordenaba a sus trompeteros que hicieran sonar la señal para que sus hombres se fueran a comer, también rompían fila y regresaban a su campamento. Se aprovechó de esta situación ordenando a sus hombres que cuando los trompeteros hicieran sonar el toque para ir a comer, en lugar de romper la formación debían cargar contra los argivos. Al día siguiente, cuando sonó el toque para ir a comer, los argivos bajaron los escudos y se empezaron a dar la vuelta para irse, cuando vieron que la falange espartana avanzaba al ataque. Esto cogió a los argivos por sorpresa y estalló el pánico: los argivos corrieron y Cleómenes ganó una victoria aplastante.
Como ocurría habitualmente en las batallas hoplitas, la mayor parte de los argivos huyeron: dejando caer los escudos, librándose de los yelmos y (quizá) de las grebas, se volvían mucho más ligeros y móviles que sus enemigos que aún llevaban todo el equipo, de manera que los superaban fácilmente en velocidad. De aquí la asociación en el pensamiento griego entre la pérdida del escudo y la derrota, la huida, y por extensión también la cobardía. Sin embargo, en este caso, en vez de correr todo el camino de vuelta a la ciudad de Argos y refugiarse detrás de sus muros, muchos de los argivos en retirada se refugiaron en una cueva sagrada que se encontraba en las cercanía, uno de esos lugares de árboles y matorrales primigenios, bajo la protección de un dios o héroe, que punteaban todo el paisaje griego. Se cuenta que unos 6.000 argivos se refugiaron en esta cueva, y Cleómenes decidió que su victoria fuera decisiva no dejando escapar a estos argivos. Al principio atrajo a muchos argivos para que salieran de la gruta al conocer sus nombres de esclavos capturados y llamándolos con el pretexto de que sus familias habían enviado un rescate por ellos. Todos los que salieron fueron asesinados, pero el resto de los argivos descubrió pronto el truco y dejaron de salir. Cleómenes no quería ofender a la deidad de la gruta, ni tampoco quería dejar allí a los argivos; de manera que ordenó a los ilotas que incendiaran la cueva, dando a los argivos la alternativa de salir corriendo para que los matasen o quedarse y morir quemados. En consecuencia, la mayoría de los 6.000 argivos murieron y este golpe al potencial humano argivo fue tan devastador que Argos tardó 30 años en recuperarse. Sorprendentemente, a pesar de haber debilitado tan drásticamente a los argivos, Cleómenes no intentó capturar la ciudad de Argos, por lo cual fue acusado por los éforos ante la gerousia cuando regresó a casa, pero consiguió que lo declarasen inocente al dar una explicación religiosa a su decisión de no atacar Argos. Los espartanos fueron siempre especialmente escrupulosos con las observancias religiosas.
En definitiva, esta victoria en Sepeia en 494 marcó el punto culminante del éxito de Cleómenes y de su influencia en Esparta. Después de esta batalla, fue la creciente amenaza de Persia lo que empezó a preocupar a los líderes griegos, puesto que Mileto había caído, la revuelta jonia estaba derrotada y los persas volvían visiblemente su atención para expandir su poder hacia la otra orilla del Egeo, hacia Grecia. Como líderes del Peloponeso, la actitud de los espartanos hacia Persia sería de importancia crítica. Si decidían resistir a Persia, las fuerzas que pudieran dirigir harían posible un enfrentamiento con el ejército persa; si decidían someterse, la conquista persa de Grecia sería inevitable. Pero la sumisión no formaba parte del carácter espartano: al menos su terrible sistema educativo tenía esta virtud, que bajo su influencia los espartanos no se someterían mansamente a nadie sin luchar, y si se llegaba a eso caerían luchando con valentía hasta el final antes que rendirse.
En 491, el rey persa Darío envió embajadores por toda la península griega para pedir la tierra y el agua, los elementos formales de la rendición ante el dominio persa. La mayoría de los estados griegos ofrecieron las prendas, pero los espartanos rechazaron la demanda y tampoco permitieron que sus aliados ofrecieran las suyas. Cuando los atenienses, que habían rechazado someterse, supieron que Egina, su enemiga, había ofrecido la tierra y el agua, aunque era aliada de Esparta, se quejaron ante Esparta, y fue Cleómenes el que recibió la queja. Ahora, bajo la amenaza mucho más grave del poder persa, dejó de lado la hostilidad hacia los atenienses y ordenó que Egina retirase las prendas de rendición ante Persia y que entregasen rehenes a los atenienses para garantizar su buen comportamiento (es decir, en contra de Persia) en el futuro.
Cleómenes estaba acostumbrado a imponer su voluntad en Esparta durante décadas, pero ahora intervino su co-rey Demarato. Los dos hombres habían estado en conflicto con anterioridad, quince años antes por la política hacia Atenas en 506, y ahora resultaba evidente que Demarato estaba animando a los eginos para que se resistiesen a las demandas de Cleómenes. Cuando Cleómenes visitó Egina en persona, los líderes eginos le dijeron a la cara, según Herodoto, que sólo obedecerían si los dos reyes espartanos daban la orden, lo que dejaba claro que Demarato se encontraba detrás de su negativa. Esto se ha visto a menudo como un conflicto personal entre dos líderes rivales; sin embargo, Cleómenes y Demarato llevaban en ese momento gobernando juntos durante la mayor parte de los últimos veinte años y el único desacuerdo entre ellos del que nos ha llegado noticia se había producido hacía mucho tiempo. Parece mucho más probable que el conflicto fuera político y que al animar a los eginos, Demarato revelase su opinión de que una resistencia directa contra Persia era poco inteligente. Sin embargo, Cleómenes no era de los que se dejaba obstaculizar: a pesar del hecho de que Demarato había sido rey durante tanto tiempo, lanzó sospechas sobre la legitimidad de Deinarato, y sobornó al oráculo de Delfos para que negase el nacimiento legítimo de Demarato cuando los espartanos le pidieron consejo.
En consecuencia, Demarato fue depuesto y reemplazado como rey por su primo Leotíquidas. Y acompañado por Leotíquidas, Cleómenes pudo visitar Egina e imponer sus órdenes de rescindir la sumisión a Persia y que entregaran rehenes. Al principio, Demarato permaneció en Esparta: se encontraba bajo estrecha vigilancia. Pero cuando Leotíquidas se burló de él por la pérdida de su estatus, consiguió escabullirse y huyó a la corte del rey persa, donde se convirtió en consejero para asuntos griegos y más tarde (480) acompañó al rey Jerjes durante su invasión de Grecia. Herodoto, que aparentemente conoció a algunos de los descendientes de Demarato, lo trata con una extraña simpatía; pero analizando los hechos parece claro que Demarato no fue nada más que un traidor a Esparta y a la causa de la libertad griega. En el mejor de los casos quizá le podamos conceder crédito a su creencia de que la sumisión a Persia era el único curso seguro para Esparta y para los griegos.
Sin embargo, el asunto Demarato resultó tener un gran pero. Por el momento, hubo un gran acuerdo entre los atenienses y los espartanos para colaborar en su resistencia al ataque persa, simbolizado en la visita de Cleómenes a Atenas para «enterrar el hacha» y entregar a los rehenes eginos en manos atenienses. Pero, poco después, salió a la luz el hecho que Cleómenes había sobornado a la pitia en Delfos, lo que debilitó totalmente su posición en Esparta. Cleómenes se vio forzado a huir, refugiándose en Tesalia, y después en Arcadia en el Peloponeso. En consecuencia, cuando los persas finalmente iniciaron la invasión y desembarcaron en el Ática, Cleómenes no se encontraba al frente de Esparta, y los espartanos vacilaron sobre qué ayuda enviar y cuándo, como veremos más adelante. Cleómenes mismo fue imitado a regresar a Esparta, pero una vez allí fue repentinamente arrestado por loco y tuvo un final horripilante —y según los informantes de Herodoto— mediante suicidio. Muchos historiadores ponen esto en duda y sospechan que los enemigos de Cleómenes lo quitaron de en medio. Cuando se produjo la gran invasión persa de 480, en consecuencia, fue no Cleómenes sino su medio hermano Leónidas quien dirigió a los espartanos. Mientras tanto, en 490, los atenienses acabaron enfrentándose solos a los persas. Todo este asunto ilustra la fragilidad de la cooperación griega, y la voluntad de los espartanos de apoyar a otros griegos: el destino de líderes individuales podía cambiar radicalmente lo que los espartanos estaban dispuestos a hacer o no.
En definitiva, así era Grecia en vísperas del conflicto persa: una sociedad vibrante y en desarrollo de ciudades-estado y otras comunidades, creciendo económicamente, expandiéndose desde el punto de vista demográfico, dando nuevos pasos adelante en logros políticos y culturales. Pero también una sociedad que seguía siendo profundamente frágil por la desunión endémica que sufría, una desunión entre ciudades rivales y dentro de ellas entre líderes y facciones rivales. La fortaleza más importante de los griegos radicaba en su sistema militar formado por hoplitas, que se basaba en el compromiso y la disciplina de miles de ciudadanos guerreros griegos que estaban dispuestos, en principio, a salir al campo de batalla y poner su vida en juego para defender su forma de vida libre. Pero ¿realmente serían capaces de hacerlo? Casi todo dependía de lo que decidieran hacer los espartanos, los guerreros hoplitas más diestros y líderes del sistema de alianza más fuerte en Grecia. ¿Presentarían batalla? Los ojos y las esperanzas de todos los griegos que querían evitar la sumisión a Persia se centraban en ellos, pero después de todo, la batalla decisiva no la acabarían librando los espartanos.

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