domingo, 24 de diciembre de 2017

Atlas histórico del mundo griego antiguo Adolfo J Domínguez José Pascual Capítulo 12 Esparta

Es un hecho cierto, cuando se estudia la antigua historia de Grecia, que las informaciones que conocemos de las más de mil póleis que existieron no son siempre equivalentes en número, cantidad y calidad. Ello se debe a una multiplicidad de factores entre los que se encuentran, sobre todo, razones de índole histórica, a saber, el mayor o menor poder que unas u otras ciudades acumularon en determinados momentos; ello determinó tanto que los autores antiguos dedicaran su atención preferente a ellas como que pudiesen acumular mayor cantidad de recursos, lo que podía traducirse en un mayor esfuerzo constructivo o epigráfico, lo que suele producir una mayor cantidad de restos arqueológicos o testimonios epigráficos a disposición del historiador. Aunque este último no es el caso de Esparta, sí lo es el primero de ellos. Las ciudades que destacarán en la complicada situación por la que atraviese la Hélade durante el Clasicismo avanzado y, de modo muy especial, Esparta y Atenas, son las que reciben la mayor parte de la atención de nuestras fuentes, por lo que su historia nos es mejor conocida.
A partir de este capítulo y, en los dos sucesivos, daremos un breve panorama de tres de estas importantes ciudades durante el período arcaico. Empezaremos por Esparta y continuaremos por Atenas y Corinto.
Lo primero que llama la atención, si observamos el plano adjunto de la ciudad de Esparta, es la escasa relevancia de los restos materiales que de ella se conservan. En efecto, y como recoge un pasaje de Tucídides, que ha terminado por convertirse en un tópico, "si se despoblara la ciudad de los lacedemonios y quedaran los templos y las plantas de las construcciones, me imagino que andando el tiempo los venideros dudarían mucho de su fuerza comparándola con su fama... [porque] como la ciudad no está construida formando unidad, ni tiene templos ni edificios lujosos... aparecería inferior" (Th., 1.10). Ése será uno de los rasgos característicos de la pólis de Esparta durante su historia, su escasa monumentalización, que no se iniciará, e incluso entonces de forma tímida, hasta la época helenística y romana.
La causa principal de la escasa relevancia de Esparta desde el punto de vista de su aspecto urbano viene determinada, sobre todo, por su propia estructura política y organizativa durante el período arcaico, así como por los avatares que condujeron a la formación de la pólis. La preocupación extraordinaria de la Esparta arcaica por controlar su gran territorio y por desarrollar unas formas de vida próximas a unos ideales de autarquía campesina les hace, en cierto modo, despreciar lo que otras ciudades veían en ese mismo período como algo deseable: las construcciones públicas que diesen prestigio y lustre a la ciudad y sirviesen como símbolo viviente del auge y desarrollo de la misma. Así pues, cuando muchas ciudades de Grecia empiezan ya a partir del siglo VII y, en especial, en el siglo VI a dotarse de obras públicas, infraestructuras y santuarios monumentales, Esparta no seguirá por ese camino y permanecerá anclada en unas formas de vida, en un orden (kosmos) voluntariamente arcaizante.
Eso no quiere decir que en Esparta no hubiese lugares de especial relevancia, sobre todo de tipo religioso pero sin que puedan competir en esplendor y monumentalidad con los que conocemos en otros lugares de Grecia; el plano de la página siguiente muestra cuatro de las cinco aldeas originarias que dieron lugar mediante un proceso conocido como sinecismo a la pólis de los lacedemonios. Se trata de Pitana, Mesoa, Limnas y Cinosura (Paus., 3.16.9), que se extendían por una zona delimitada por unas cuantas colinas y por una zona de valle entre la orilla derecha del río Eurotas y la izquierda de uno de sus afluentes, el Cnación. El área se hallaba en el punto en que el río principal, el Euro- tas, entraba en la gran llanura laconia, un extenso territorio de forma triangular, cuyo vértice septentrional lo constitutía la ciudad de Esparta, estando limitada al este por el Par- non y al oeste por el Taigeto. Al sur, eran las costas del golfo de Laconia las que ponían fin a esta gran y fértil extensión de tierra.
Pero la pólis de Esparta se componía de una quinta entidad, Amiclas, que se hallaba a unos cinco kilómetros al sur de las otras cuatro aldeas originarias y que fue forzada a integrarse en la nueva ciudad algún tiempo después de que aquéllas se unificasen (Paus., 3.2.6); sus habitantes, miembros de pleno derecho de la entidad política resultante, siguieron viviendo separados de sus conciudadanos y los habitantes de las otras cuatro antiguas aldeas continuaron conservando también sus lugares de residencia sin realizar ningún intento de construir un centro urbano común. Como decíamos antes, son sobre todo los lugares de culto los que enmarcan lo poco que conocemos de la ciudad de Esparta aun cuando, por noticias de las fuentes literarias, sabemos que había también lugares de significado político (por ejemplo, el sitio en el que se reunía la Asamblea) (Plu., Lyc., 6.1-2), aunque no hayan sido localizados.

En una pequeña elevación próxima al cauce del Eurotas se localizaba la acrópolis de Esparta, en cuya cima se encontraba el santuario de la divinidad protectora de la ciudad, Atenea Poliuco o Calcieco (Paus., 3.17.2), del que apenas se conocen algunos restos. Un centro de culto de gran importancia fue el santuario de Ortia, divinidad que sería con el tiempo identificada con Ártemis, que se hallaba a poca distancia del Eurotas, en el territorio de la aldea de Limnas. Fue excavado desde principios del siglo XX y ello ha permitido conocer algo de su historia. El culto allí se inició con toda probabilidad en el siglo IX si no antes, aunque las primeras construcciones estables datan de finales del siglo VIII; durante el siglo VII el santuario parece haberse convertido en un centro de gran importancia, y abundan las ofrendas realizadas en marfil y, sobre todo, una impresionante colección de figurillas de plomo, muchas de las cuales representan a hoplitas, mientras que otras muestran imágenes de la diosa y de las ofrendas dedicadas a ella. Durante el siglo VI el santuario es ampliado, aunque las ofrendas que en él se hallan parecen ir mostran-do un empobrecimiento paulatino, tal vez como consecuencia de la nueva orientación que Esparta irá adoptando a lo largo de ese siglo. En el lugar que ocupó el recinto sacro se construyó en época romana un teatro. En este santuario se llevaban a cabo ritos cruentos, incluyendo flagelaciones rituales, y parece haber desempeñado un papel importante en la educación de los jóvenes.
Otro santuario importante de Esparta fue el dedicado a Menelao, el mítico rey espartano marido de Helena que combatió en Troya para recuperar a su esposa. Se trata en este caso de un recinto que se encontraba fuera de la ciudad, en la otra orilla del río Eurotas y a cerca de dos kilómetros de distancia de ella. Parece que en época micénica en este entorno se halló un palacio, algunos de cuyos restos han sido identificados; el sitio permaneció desocupado desde fines del período micénico hasta finales del siglo VIII, cuando vuelven a aparecer señales de ocupación, esta vez de carácter religioso. Es posible que a partir de este momento allí situase la naciente pólis espartana las tumbas de Menelao y de Helena, y que desempeñasen también un papel importante en el culto los hermanos de ésta, Cástor y Pólux, también conocidos como los Dióscuros; estas advocaciones quedan atestiguadas sin lugar a duda por la epigrafía y la iconografía. El santuario estuvo en uso durante todo el período arcaico, sufriendo importantes restauraciones a fines del siglo V; en las excavaciones se halló también una gran cantidad de ofrendas votivas.
El último de los grandes símbolos religiosos de Esparta estaba en Amiclas, centro al que ya nos hemos referido. Allí se alzó un santuario dedicado a Apolo, cuya estatua se hallaba circundada por un inmenso trono de decoración muy elaborada, que se dataría a finales del siglo VI (Paus., 3.18.9-16); allí también se veneraba al héroe Jacinto. Las excavaciones arqueológicas han recuperado parte del trazado del templo, pero ni huella del trono ni de la estatua de Apolo o de la tumba de Jacinto.
No son, por supuesto, éstos los únicos puntos de interés que tuvo la Esparta arcaica, pero salvo algún que otro hallazgo esporádico y no demasiado documentado, son los únicos que han dejado huella visible; algunos depósitos de carácter doméstico sugieren una concentración de la población en la parte norte del área urbana. Esparta se caracterizó por un desarrollo histórico bastante peculiar, con relación a otras póleis arcaicas. Para empezar, la pólis no surgió como puesta en común de los intereses de todas las comunidades y entidades prepolíticas que existían en Lacedemonia, sino que apareció como un acuerdo limitado a cuatro de ellas, que decidieron integrar a una quinta, Amiclas, pero excluyendo a las demás. En este proceso, parte de la población de Laconia perdió su libertad, junto con sus tierras, a manos del nuevo grupo dirigente (serían los hilotas), mientras que otras comunidades conservarían parte de su autogobierno, pero estarían obligadas a obedecer las órdenes emanadas de la nueva pólis, a la que pertenecían, pero de cuyos derechos plenos no participaban. Estas comunidades serían las ciudades periecas; contribuían al mantenimiento económico de la pólis lacedemonia, formaban parte de sus fuerzas armadas y tenían cierta capacidad de dirimir asuntos internos pero estaban sujetas a las decisiones tomadas por las autoridades de Esparta, de las cuales no podían formar parte.
Por otro lado, Esparta también iniciará pronto (ya durante la segunda mitad del siglo VIII) una política de invasión del territorio que lindaba por el oeste con el suyo, la Mese- nia; esta opción determinará una preocupación casi permanente por la seguridad ante el peligro de sublevaciones y revueltas, que se materializarán en varias guerras libradas durante los siglos VIII y VII. Además, ligado a los conflictos internos que implican las guerras de Mesenia, Esparta irá desarrollando su propia identidad política. Así, es posible que disputas por la participación de los ciudadanos en los beneficios de la conquista tras la Primera Guerra de Mesenia (tercer cuarto del siglo VIII) estén detrás del proceso de desposesión de derechos que provocará la fundación de la colonia de Tarento hacia 706. Del mismo modo, la legislación que se atribuía a la oscura figura de Licurgo y que, en último término, consagraba un orden político en el que viejas instituciones de cuño aristocrático (la realeza dual, el consejo de ancianos o gerusia) coexistían con una asamblea popular que debía reunirse con periodicidad, es el resultado de los desequilibrios sociales producidos por la conquista, pero también de la necesidad de garantizar la adhesión de los grupos no privilegiados para mantener el statu quo alcanzado.
El éxito de esta temprana empresa espartana, unido a la solución, siquiera temporal, de las tensiones sociales, se manifiesta en un período de especial florecimiento en la ciudad; como vimos con anterioridad, la primera monumentalización del santuario de Árte- mis Ortia y la del Meneleo pueden datarse en los años finales del siglo VIII, y muestran con toda probabilidad el agradecimiento que la pólis espartana ofrece a sus dioses por el apoyo logrado durante la guerra. Durante el siglo VII Esparta se verá enfrentada de nuevo a los mesenios a lo largo del segundo tercio del siglo; se suele aceptar que fue para hacer frente de forma más eficiente al peligro por lo que Esparta acabó por introducir el sistema hoplítico, de lo que quedan elocuentes huellas en el poeta Tirteo. También los conflictos con Argos serán importantes, aunque Esparta conseguirá hacerse con el control de la Cinuria, territorio que ambas póleis se disputaban.
Durante el siglo VII y el siguiente Esparta parece haber prosperado poniendo en práctica los ya mencionados ideales de una ciudadanía, minoritaria dentro del conjunto representado por Lacedemonia y Mesenia, que vivía de los productos que un campesinado dependiente, los hilotas, les proporcionaba, y que podían dedicar buena parte de su tiempo a la instrucción militar. El germen de lo que en época clásica constituirá la rígida ago- ge o educación espartana surge ya en estos siglos, si bien no con la severidad que la misma alcanzará con el tiempo. Esta sociedad no parece haber sido ilustrada en demasía, a pesar de que poetas y otros artistas vivieron y surgieron de ella; la forma de vida, cada vez más apegada de manera voluntaria a una simplicidad extraordinaria, donde los valores de la autarquía económica y la excelencia personal y colectiva en el combate eran los que predominaban no requería de demasiados lujos y comodidades. Ello explica la limitada monumentalización del área urbana e, incluso, la propia indefinición de la misma.
No tenemos demasiados datos de la organización interna espartana durante el siglo VII; hemos de pensar que la constitución ancestral atribuida a Licurgo sigue funcionando sin demasiados problemas, en parte porque las tensiones sobre la ciudadanía no debían de ser numerosas y el sistema político, aunque no dejaba demasiados resquicios a la participación, cumplía los mínimos requisitos formales para satisfacer las aspiraciones del pueblo. La principal magistratura que los ciudadanos podían desempeñar, puesto que la realeza le estaba confiada en exclusiva a los miembros de dos familias, los Agiadas y los Euripóntidas, considerados descendientes de Heracles, y la gerusia o consejo de ancianos cooptaba a sus miembros en caso de vacante de entre las mejores familias, era el eforado. Los cinco éforos, cuyo origen en el ordenamiento espartano no es fácil de conocer, parecen ir ganando atribuciones de control de los otros órganos a lo largo del siglo VI, y a partir de la época clásica se convertirán en un elemento imprescindible en el delicado equilibrio de poderes que, en ese momento, afectará a la pólis espartana.
El siglo VI es también un período importante; además de un florecimiento de las artes y los oficios (encomendados bien a extranjeros, bien a periecos) y una mayor proyección exterior de la ciudad, Esparta empieza a constituir lo que en época clásica se convertirá en su principal instrumento de poder, la llamada Liga del Peloponeso. Surgida al principio como acuerdos bilaterales entre Esparta y otras ciudades aliadas, le garantizará apoyo en caso de conflicto, pero le obligará también a prestar ayuda militar a sus aliados, lo que con el tiempo le llevará a asumir compromisos que no encajaban bien con los intereses inmediatos de su población. La tensión que surgirá entre estos compromisos y las formas de vida de los espartanos, que cada vez se apegarán más a los privilegios derivados de su posición dentro de una Lacedemonia que trabajaba para que los mismos pudieran mantenerse, provocará una auténtica esquizofrenia. Ello, unido a la amenaza, real o imaginada, que representaban las poblaciones sometidas (hilotas, mesenios), determinarán que Esparta se convierta en un auténtico fósil viviente, cuyas estructuras políticas e incluso mentales, quedarán anquilosadas en un pasado más imaginado que real, que será descrito con tintes de admiración no sólo por muchos autores antiguos sino por una parte no despreciable de la intelectualidad europea a partir del siglo XVIII.

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