CAPÍTULO I. REBELIÓN DE LOS SOGDIANOS
Pocos días después de esto, llegaron embajadores ante Alejandro de parte de los llamados escitas abianos, a quienes elogió Homero en su poema[14], llamándolos los más justos de los hombres. Esta nación vive en Asia y es independiente, principalmente a causa de su pobreza y su amor a la justicia. También mandaron una misión diplomática los escitas de Europa, que son el pueblo más grande que vive en ese continente. Alejandro envió a algunos de los Compañeros con ellos para acompañarles en su retorno a sus hogares, con el pretexto de concluir los menesteres relativos a una alianza amistosa; pero el verdadero objetivo de la misión era espiar. Debían conocer de primera mano las características naturales de los territorios escitas, el número de los habitantes y sus costumbres, así como el armamento que poseían para expediciones militares.
Alejandro trazó un plan para fundar cerca del río Tanais una ciudad que llevaría su nombre, porque el sitio le parecía adecuado para que la ciudad adquiriese grandes dimensiones. También tomó en consideración que al estar emplazada en un lugar estratégico, serviría como una base de operaciones ideal para la invasión de Escitia, en caso de que eventualmente esto llegara a ocurrir. No solamente eso, sino que también sería un baluarte para defender el país de las incursiones de los bárbaros que moraban en la ribera opuesta del río. Por otra parte, pensaba que la ciudad se convertiría en una muy populosa, por la cantidad de personas que vendrían a colonizar la zona, y por motivo de la celebridad del nombre que se le pondría. Mientras se ocupaba de esto, los bárbaros que habitaban cerca del río se abalanzaron sobre las tropas macedonias que guarnecían los pueblos, y las aniquilaron; tras lo cual se dieron a la tarea de fortificar las mismas ciudades para su mayor seguridad. La mayoría de los sogdianos estaban con ellos en esta revuelta, soliviantados todos ellos por los hombres que habían detenido a Besos. Dichos hombres eran tan enérgicos en sus prédicas que incluso convencieron a algunos de los bactrianos de unirse a la rebelión; ya sea porque le tenían miedo a Alejandro, o porque los sediciosos les convencieron de la autenticidad del motivo que alegaban para levantarse en armas: que Alejandro había enviado instrucciones a los gobernantes de ese país de reunirse para un consejo en Zariaspa, la ciudad principal. La reunión, juraban los caudillos del alzamiento, no la había convocado para nada bueno.
CAPÍTULO II. ALEJANDRO CAPTURA CINCO CIUDADES EN DOS DÍAS
Cuando Alejandro fue informado de ello, dio instrucciones a la infantería, destacamento por destacamento, para tener preparadas las escaleras que cada uno tenía asignadas. Luego, comenzó la marcha a través del campo, avanzando hasta la ciudad más cercana, el nombre de las cual era Gaza; los bárbaros, se decía, habían huido en busca de refugio a siete ciudades. Envió, pues, a Crátero a la más grande de ellas, Cirópolis, en la que la mayoría de los bárbaros se habían cobijado. Las órdenes de Crátero fueron de acampar cerca de la ciudad, cavar un hondo foso alrededor de ella, rodearla de una empalizada, y plantar cerca de ella la maquinaria de asalto que fuese necesario utilizar; de modo que los hombres de esta ciudad, concentrada toda su atención en las fuerzas que los acechaban, no estuvieran en condiciones de mandar refuerzos a las otras ciudades.
Tan pronto como Alejandro hubo llegado a Gaza, no perdió tiempo en dar la señal a sus hombres de colocar las escaleras contra la muralla de la ciudad y tomarla al primer intento, ya que estaba hecha solamente de tierra y no era para nada alta. Simultáneamente con el asalto de la infantería, los honderos, arqueros y lanzadores de jabalina atacaron a los defensores de la muralla, ayudados por la andanada de proyectiles de la artillería. La muralla se despejó por la abrumadora cantidad de disparos de las catapultas, por lo que fijar las escaleras contra la pared y que los macedonios la escalasen fue cuestión de minutos. Los soldados mataron a todos los hombres, de acuerdo con el mandato de Alejandro, pero a las mujeres, los niños y otros bienes se los llevaron como botín. Desde allí, Alejandro marchó de inmediato a la ciudad vecina desde la ya capturada, y la tomó de la misma manera y en el mismo día; dando a los cautivos el mismo trato que a los de la previa. Luego, se dirigió hacia la tercera ciudad, y la conquistó al día siguiente, de nuevo en el primer asalto.
Como tenía a la infantería ocupada en estos menesteres, envió a su caballería a las dos ciudades colindantes, con órdenes de vigilar estrechamente a los hombres dentro de ellas. No debían permitir que, cuando éstos se enteraran al mismo tiempo de la captura de las ciudades próximas y de que las suyas serían las siguientes, se fugaran e hicieran imposible su captura para los macedonios. Resultó tal como lo había conjeturado; el envío de la caballería se hizo en el momento preciso. Y es que, cuando los bárbaros que ocupaban las dos ciudades aún no capturadas vieron el humo que salía de la ciudad de enfrente de ellos, que estaba siendo incendiada — y, además, algunos hombres escaparon de esta calamidad, y se convirtieron en los portadores de las malas noticias que habían presenciado —; comenzaron todos a huir en tropel de ambas ciudades, lo más rápido que cada uno pudiese. Pero fueron a estrellarse con el densamente desplegado cuerpo de la caballería macedonia, que los esperaba en orden de batalla; la mayoría de ellos fueron despedazados por los jinetes.
CAPÍTULO III. LA TOMA DE CIRÓPOLIS — LOS ESCITAS SE REBELAN
Habiendo capturado las cinco ciudades y reducido a su población a la esclavitud en dos días, Alejandro fue a Cirópolis, la ciudad más grande del país. Estaba fortificada con una muralla más alta que aquellas de las demás ciudades, ya que había sido fundada por Ciro. La mayoría de los bárbaros de esta región, que eran los más fieros, habían huido allí a refugiarse; por ello, no les fue posible a los macedonios capturarla tan fácilmente o al primer asalto. Persistiendo, Alejandro hizo que llevasen sus máquinas de sitio hasta la muralla, con la determinación de echarlas abajo de esta manera, o abrir brechas dondequiera pudieran hacerse. En un momento dado, observó que el cauce del río, que fluye a través de la ciudad cuando está henchido por las lluvias de invierno, estaba en ese momento casi seco y no llegaba hasta la muralla; aquello permitiría infiltrarse a sus soldados por un pasaje por el que se penetraba en la ciudad. Por él entró el rey con sus escoltas reales, los hipaspistas, los arqueros y agrianos; siguiendo en secreto el camino que llevaba dentro de la ciudad, a lo largo del canal. En un primer momento, se coló con unos pocos hombres mientras los bárbaros tenían la vista puesta en las máquinas de asalto y los que les atacaban desde ese sector. Ya en el interior, hizo abrir las puertas que estaban frente a esta posición, facilitando la entrada en tropel del resto de sus soldados. Los bárbaros, a pesar de ser conscientes de que su ciudad ya estaba en poder del enemigo, se volvieron, sin embargo, en contra de Alejandro y los suyos, en un desesperado contraataque en el que el mismo Alejandro recibió un violento golpe en la cabeza y el cuello con una piedra, y Crátero fue herido por una flecha; como también lo fueron muchos otros oficiales. A pesar de esto, los macedonios lograron expulsar a los bárbaros fuera de la plaza del mercado donde se concentraban. En el entretiempo, los que se hallaban asediando la muralla, la tomaron ahora que estaba vacía de defensores. En la captura de la ciudad, perecieron cerca de 8.000 de los 15.000 enemigos que luchaban en ella; el resto corrió a atrincherarse en la ciudadela. Alejandro y sus soldados acamparon alrededor de ésta, y la sitiaron durante un día; los defensores se rindieron por la falta de agua.
La séptima ciudad la tomó al primer intento. Ptolomeo dice que sus habitantes se rindieron; pero Aristóbulo afirma que esta ciudad fue tomada también por la fuerza, y que se mató a todos los que fueron capturados en la misma. Ptolomeo también dice que él distribuyó los cautivos entre el ejército, y ordenó mantenerlos vigilados y encadenados hasta que los macedonios salieran del país, por lo que ninguno de los que habían participado en la sublevación fue dejado atrás. Mientras tanto, un ejército de los escitas asiáticos arribó a la orilla del río Tanais, porque la mayoría de estas tribus habían oído que algunos de los bárbaros en el lado opuesto del río se habían rebelado contra Alejandro. Tenían la intención de atacar a los macedonios al menor atisbo de un movimiento rebelde digno de consideración. También llegaron nuevas de que Espitamenes tenía acorralados a los hombres que habían quedado en la ciudadela de Maracanda. Contra él, Alejandro despachó a Andrómaco, Menedemo y Carano con 60 Compañeros de caballería, unos 800 de la caballería mercenaria bajo el mando de Carano, y 1.500 de infantería mercenaria. Sobre éstos colocó como oficial de mayor rango al intérprete Farnuques, quien, aunque licio de nacimiento, era fluente en la lengua de los bárbaros de este país, y en otros aspectos también parecía saber tratarlos sabiamente.
CAPÍTULO IV. DERROTA DE LOS ESCITAS EN EL JAXARTES
En veinte días, la ciudad fortificada estuvo terminada, y en ella se establecieron algunos de los mercenarios griegos y los bárbaros de los alrededores que se ofrecieron voluntariamente a ser participes de ello, así como los macedonios de su ejército que ya no eran aptos para el servicio. Alejandro ofreció, al terminar de organizar todo, un sacrificio a los dioses según era habitual, y se celebraron competiciones de equitación y gimnasia. Enseguida comprobó que los escitas no se habían retirado aún de la orilla del río, sino que se estaban dedicando a acribillar a flechazos a quien se acercase al río, que no era ancho por este lado, y pronunciaban palabras soeces en su lengua bárbara para insultar a Alejandro. Le gritaban que se atreviera a enfrentar a los escitas, porque si lo hacía iba a enterarse de cuál era la diferencia entre ellos y el resto de los bárbaros asiáticos. Al rey le escocían estas provocaciones. Habiendo decidido cruzar a combatirles, comenzó a preparar las pieles para el paso del río. Pero cuando ofreció el sacrificio con vistas a la travesía, las víctimas dieron auspicios desfavorables, y, aunque exasperado por esto, debió contenerse y quedarse donde estaba. Sin embargo, como los escitas no desistían de seguirle vilipendiando, volvió a ofrecer un sacrificio con el fin de propiciar el cruce; otra vez Aristandro le dijo que los augurios aún presagiaban peligro para la persona del monarca. Pese a esto, Alejandro dijo que era mejor para él arrostrar un peligro extremo que, después de haber dominado casi toda Asia, convertirse en el hazmerreír de los escitas, como en los días de antaño lo fuera Darío, el padre de Jerjes. Aristandro se negó a reinterpretar la voluntad de los dioses en contra de las revelaciones expresadas en el ritual, simplemente porque Alejandro deseara escuchar lo contrario.
Cuando las pieles quedaron listas para usarlas como botes, el ejército se plantó cerca del río totalmente equipado. Las piezas de la artillería, a la señal convenida, comenzaron a disparar contra los escitas que patrullaban a caballo por la orilla del río. Algunos de ellos fueron heridos por los proyectiles, y un jinete fue alcanzado por uno que le perforó su escudo de mimbre y su coraza, y lo tumbó del caballo. Los demás, amedrentados por la catarata de proyectiles que les caía desde una distancia tan grande y por la muerte de su campeón, se retiraron un poco de la orilla. Al ver Alejandro que los adversarios se hundían en la confusión por efecto de las descargas de las catapultas, se apresuró a cruzar el río en primera línea, con las trompetas sonando ensordecedoramente, y el resto del ejército le siguió. Hizo que desembarcaran en primer lugar los arqueros y honderos, para que se dedicasen a cumplir su orden de disparar sucesivas andanadas de flechas y piedras contra los escitas, para evitar que se acercasen a la falange de infantería que emergía de las aguas hasta que toda la caballería hubo cruzado. Cuando éstos ya estuvieron en la orilla en densa formación, puso en enseguida en movimiento contra los escitas una hiparquía de la caballería griega auxiliar y cuatro escuadrones de lanceros. A éstos fueron a recibir los escitas en gran número y a caballo, caracoleando en torno a ellos en círculos, e hirieron a muchos de ellos, ya que eran pocos en número; ellos mismos pudieron escapar indemnes luego. Alejandro juntó entonces a los arqueros, los agrianos y otras tropas ligeras de las que mandaba Balacro con la caballería, y los capitaneó contra el enemigo. Tan pronto estuvieron a un palmo de chocar, ordenó ir a atacarlos a tres hiparquías de la caballería de los Compañeros y los lanceros montados. El resto de la caballería, que él mismo dirigía, realizó una carga rápida, con los escuadrones alineados en columna. Ante esto, el enemigo ya no fue capaz como antes de cabalgar en círculos para envolverlos, pues al mismo tiempo la caballería y la infantería ligera se agolpaban sobre ellos y los atenazaban, y no les permitían dar rodeos para ponerse a salvo. Acto seguido, la desbandada de los escitas se hizo evidente. Cayeron 1.000 de ellos, incluyendo Satraces, uno de sus jefes; solamente 150 fueron capturados.
A medida que avanzaba la persecución de éstos, una terrible sed se apoderó de todo el ejército a causa de la veloz cabalgata y la fatiga debida al excesivo calor. El mismo Alejandro, sin siquiera descabalgar, bebió del agua disponible en el lugar. Pronto padeció una diarrea incontenible, porque el agua era mala, y por esta razón no pudo proseguir la cacería de todos los fugitivos escitas. De lo contrario, creo yo que todos ellos habrían perecido en la huida si Alejandro no hubiera caído enfermo. Éste fue llevado de vuelta al campamento, en una condición lastimosa y peligrando su vida. De esta manera, se cumplió la profecía de Aristandro.
CAPÍTULO V. ESPITAMENES DESTRUYE UN EJÉRCITO MACEDONIO
Poco después, llegaron los enviados del rey de los escitas a pedir disculpas por lo sucedido, y afirmar que la responsabilidad de lo que se había hecho no recaía en el gobierno escita, sino en ciertos hombres que vivían del saqueo, a la manera de los bandidos. Su rey, aseguraron éstos, estaba predispuesto a obedecer las condiciones que se establecieran en un tratado. Alejandro les envió de vuelta con una respuesta cortés para su gobernante; no le parecía honorable abstenerse de emprender una expedición en su contra si luego desconfiara de él, y ese momento no era una buena ocasión para hacerlo.
Los macedonios de la guarnición de la ciudadela en Maracanda, al verse asediados por Espitamenes y sus partidarios, hicieron una incursión y mataron a algunos de los enemigos y rechazaron al resto; retirándose de inmediato a la ciudadela sin ninguna pérdida. Cuando Espitamenes fue avisado de que los hombres enviados por Alejandro a Maracanda estaban acercándose, levantó el sitio de la ciudadela y se retiró a la capital de Sogdiana[15]. Farnuques y los oficiales que le acompañaban, deseosos de expulsarlo por completo, lo siguieron en su retirada hacia las fronteras de Sogdiana, y sin la debida reflexión lanzaron un ataque conjunto contra los escitas nómadas. Luego, tras recibir un refuerzo de 600 jinetes escitas, Espitamenes se envalentonó aún más por los refuerzos adicionales de aliados escitas que llegarían pronto, y salió a encontrarse con los macedonios que avanzaban sobre él. Envió a sus hombres a un lugar llano cerca del desierto escita, pues no estaba dispuesto a esperar a que el enemigo lo atacara primero; dirigió a su caballería en círculos, sin dejar de descargar una profusión de flechas sobre la falange de infantería. Cuando las fuerzas de Farnuques contraatacaron, los contrarios escaparon con soltura, porque sus caballos eran más veloces y más resistentes, mientras que los caballos de Andrómaco se hallaban vapuleados por las interminables marchas, así como por la falta de forraje; los escitas podían embestir furiosamente contra ellos cada vez que se detenían o se retiraban. Muchos de los macedonios fueron heridos por las flechas, y algunos fallecieron por eso. Para continuar mejor protegidos, los soldados macedonios se dispusieron en formación de cuadrado, y caminaron hacia el río Politimeto, donde había una cañada boscosa cerca; en ese ambiente, ya no sería fácil para los bárbaros seguir abatiéndolos a flechazos y la infantería propia sería más útil y maniobrable.
Pero Carano, el hiparco de la caballería, intentó cruzar el río sin comunicárselo a Andrómaco, a fin de posicionar a la caballería en un lugar seguro en el otro lado. La infantería lo siguió sin que hubiese gritado una palabra; descendieron al río en estado de pánico, y bajaron por las riberas escarpadas sin ningún tipo de disciplina. Cuando los bárbaros se dieron cuenta del error de los macedonios, saltaron aquí y allá en dirección al vado, con todo y los caballos. Algunos de ellos envolvieron y capturaron a los que ya habían cruzado y estaban saliendo del agua; otros se situaron justo enfrente de los que estaban cruzando, y los hicieron rotar de regreso al río, mientras que otros les asaeteaban desde los flancos, y otros más ponían en apuros a los que acababan de entrar en el vado. Los macedonios, así rodeados y defendiéndose a duras penas en todos los frentes, huyeron para refugiarse en una de las pequeñas islas en medio del río, donde fueron rodeados por completo por los escitas y la caballería de Espitamenes. Todos cayeron bajo la lluvia de flechas, con excepción de unos pocos a los que se los redujo a la esclavitud. Todos éstos fueron posteriormente asesinados.
CAPÍTULO VI. ESPITAMENES SE REFUGIA EN EL DESIERTO
Sin embargo, Aristóbulo dice que la mayor parte de este ejército fue destruido en una emboscada. Los escitas se habían escondido en un bosquecillo, y habían caído sobre los macedonios desde sus escondrijos en el momento en que Farnuques renunciaba al mando a favor de los oficiales macedonios que habían sido enviados con él, con el argumento de no ser un experto en asuntos militares; Alejandro, alegaba él, le había encomendado la misión de ganarse a los bárbaros para su causa, no la de tomar el mando supremo durante las batallas. En cambio, adujo él, los oficiales macedonios presentes eran Compañeros del rey. Pero Andrómaco, Menedemo y Carano se negaron a aceptar el mando supremo; en parte porque no les parecía correcto alterar a conveniencia las instrucciones dadas por Alejandro, y en parte porque en el punto más crucial de la misión no estaban dispuestos a que, si todo resultara en una derrota, uno sólo tuviera que cargar con la culpa de manera individual, sino que todos de manera colectiva debían ser responsables por cualquier debacle mientras ejercían el mando. En esta confusión y desorden, cayeron los bárbaros sobre ellos y los pasaron a todos por la espada; no más de 40 jinetes y 300 soldados de a pie salvaron la vida.
Cuando el informe de esta masacre llegó a oídos de Alejandro, a éste le angustió la pérdida de sus soldados, y resolvió marchar a toda velocidad a dar alcance a Espitamenes y sus huestes bárbaras. Tomó a la mitad de la caballería de los Compañeros, todos los hipaspistas, arqueros, agrianos, y los más ligeros hombres de la falange, y se dirigió con ellos hacia Maracanda, donde se sabía que Espitamenes había vuelto y estaba sitiando una vez más a los hombres en la ciudadela. Después de haber viajado 1.500 estadios en tres días, en las proximidades del amanecer del cuarto día llegó cerca de la ciudad; pero a Espitamenes le habían advertido de la cercanía de Alejandro y no se quedó, sino que abandonó la ciudad y huyó. Alejandro le persiguió casi pisándole los talones. Llegando al lugar donde se había librado la batalla, enterró a sus soldados lo mejor que las circunstancias lo permitían, y luego siguió el rastro de los fugitivos hasta el desierto. Volviendo de allí, quemó toda esa tierra hasta reducirla a un yermo, y mató a los bárbaros que habían huido para refugiarse en los lugares fortificados, porque se había enterado de que también ellos habían tomado parte en la emboscada a los macedonios.
Alejandro atravesó todo el territorio que riegan las aguas del río Politimeto en su curso; el territorio más allá del lugar donde las aguas de este río desaparecen es un desierto, porque a pesar de que tiene abundancia de líquido, éste desaparece en la arena. Otros ríos grandes y perennes en esa región desaparecen de una manera similar, como ser: el Epardo, que pasa por la tierra de los mardianos, el Ario, que da el nombre al país de los arios, y el Etimandro, que fluye a través del territorio de los Euergetae. Todos éstos son ríos de un tamaño tal que ninguno de ellos es menor que el río Peneo tesalio, que fluye a través de Tempe y desemboca en el mar. El Politimeto es demasiado grande para ser comparado con el río Peneo.
CAPÍTULO VII. LA CONDENA DE BESOS
Y habiendo realizado esto, Alejandro llegó a Zariaspa, donde permaneció hasta muy avanzado el invierno. En ese tiempo, se le acercaron Fratafernes, el sátrapa de Partia, y Estasanor, que había sido enviado a la satrapía de los arios para detener a Arsames. A éste le traían con ellos en cadenas, como también a Barzanes, a quien Besos había nombrado sátrapa de la tierra de los partos, y a algunos otros de los que en esos días se habían unido a la revuelta de Besos. Al mismo tiempo, llegaron desde la costa Epocilo, Melamnidas y Ptolomeo, el general de los tracios, que habían escoltado hasta el mar a los aliados griegos y el tesoro que se envió con Menes. Otros que arribaron fueron Asandro y Nearco, al frente de un ejército de mercenarios griegos. Asclepiodoro, sátrapa de Siria, y Menes, su lugarteniente, también llegaron desde la costa con otro ejército.
Alejandro llamó a conferenciar a todos los que habían llegado, y presentó a Besos ante ellos. La acusación presentada contra éste fue de haber traicionado a Darío. El rey ordenó que su nariz y ambas orejas le fueran cortadas, y que se le escoltara hasta Ecbatana para ser condenado a muerte por la asamblea de los medos y persas. Yo no apruebo esta pena excesiva; por el contrario, considero que la mutilación de las características más prominentes del rostro es una costumbre bárbara, y estoy de acuerdo con quienes dicen que a Alejandro se le indujo a satisfacer su deseo de emular el esplendor medo y persa, y a tratar a sus súbditos como a seres inferiores, según la costumbre de los reyes de aquellos países. Tampoco puedo en manera alguna encomiar que haya trocado el modo de vestir de Macedonia, que sus ancestros habían adoptado, por el estilo medo; especialmente por lo que era él: un descendiente de Heracles. Además, no se avergonzaba de haber sustituido la diadema que el conquistador había llevado durante tanto tiempo, por la corona enhiesta de los persas conquistados. Ninguna de estas cosas las apruebo. Empero, considero que los grandes logros de Alejandro demuestran — si alguna cosa deben demostrar — que si un hombre tuviera una vigorosa constitución física, fuese de ilustre ascendencia y más exitoso militarmente que el mismo Alejandro, y, más aún, si incluso llegase a rodear Libia así como toda Asia, y hacerlas caer bajo su dominio como Alejandro de hecho planeaba; si pudiese añadir la posesión de Europa a la de Asia y Libia, todas estas cosas no fomentarían la felicidad de este hombre, a menos que al mismo tiempo tal hombre poseyera un firme autocontrol, pese a haber llevado a cabo las impresionantes hazañas ya enumeradas.
CAPÍTULO VIII. EL ASESINATO DE CLITO
Aquí también voy a dar cuenta de la trágica suerte de Clito, hijo de Dropidas, y de la desgracia en la que se sumió Alejandro debido a la misma. A pesar de que ocurrió un poco después de lo que narro, no queda aquí fuera de lugar. Los macedonios tenían un día consagrado a Dioniso, y en ese día Alejandro se afanaba en ofrecer sacrificios al dios cada año sin falta. Pero dicen que en esta ocasión fue negligente con Dioniso, y que en lugar de para él los sacrificios fueron para los Dioscuros, pues por alguna u otra razón se había decantado por venerar a los mellizos divinos. En esta ocasión, el consumo de vino se prolongó más de la cuenta — porque Alejandro había adoptado varias innovaciones en sus costumbres, incluso en lo que se refiere a la bebida, imitando la costumbre de los extranjeros —, y en medio de la juerga se planteó un debate acerca de los Dioscuros: cómo su paternidad se le había quitado a Tíndaro y adscrito a Zeus. Algunos de los presentes, por halagar a Alejandro, sostenían que Polideuces y Cástor no eran en absoluto dignos de compararse con él, que había llevado a cabo tantas hazañas. Esta clase de hombres siempre han corrompido el carácter de los reyes, y nunca dejarán de estropear los intereses de aquellos que reinan. Embriagados como estaban, otros no se abstuvieron ni de compararlo con Heracles; argumentaban que sólo la envidia era lo que impedía a los héroes aún vivos recibir de parte de sus asociados los honores correspondientes.
Es bien sabido que Clito, desde hacía mucho tiempo, andaba disgustado con Alejandro debido al cambio en su estilo de vida a favor de una imitación de los reyes extranjeros, y le fastidiaban los que le obsequiaban con palabras lisonjeras. En ese momento, con los ánimos candentes por el vino, no les permitió insultar a las divinidades ni que, menospreciando las proezas de los héroes antiguos, le confiriesen a Alejandro un galardón que no merecía ni una venia amable. Afirmó Clito que las obras de Alejandro no eran, de hecho, ni tan grandes ni tan maravillosas como las representaban sus aduladores; no las había conseguido por sí mismo, sino que en su mayor parte el mérito era de los macedonios. Las palabras de este discurso lastimaron a Alejandro. Yo opino que lo dicho no fue para nada loable, porque creo que en una borrachera lo recomendable habría sido, en lo que a Clito concernía, haber guardado silencio y no cometer el error de caer en la zalamería como los demás. Pero a algunos les dio por mencionar las gestas de Filipo sin ejercitar un raciocinio adecuado para sopesarlas, sino que declararon que éste no había realizado nada grande o extraordinario, y esto satisfizo a Alejandro. En este punto, Clito ya no fue capaz de contenerse; comenzó a enumerar los logros de Filipo poniéndolos en el escalón más alto, y a menospreciar a Alejandro y sus actuaciones. Bastante embriagado ya, Clito hizo otras declaraciones insolentes en gran medida, e incluso le injuriaba con recriminaciones, porque, a decir verdad, le había salvado la vida durante la batalla de caballería librada contra los persas en el Gránico. Por ello, extendiendo con altanería su mano derecha, exclamó: "Esta mano, Alejandro, es la que te salvó en esa ocasión.
Alejandro ya no pudo soportar la insolencia del muy borracho Clito. Se levantó de un salto para abalanzarse contra él con furia, y se vio refrenado por sus amigos íntimos. Como Clito no desistía de sus comentarios insultantes, Alejandro gritó una orden de comparecencia para los hipaspistas; pero como nadie le obedeció, dijo que lo habían rebajado a la misma posición que Darío cuando fue tomado como rehén por Besos y sus partidarios, y que ahora era rey sólo de nombre. Sus Compañeros ya no fueron capaces de retenerle más tiempo, porque según algunos se volvió a levantar de un salto y le arrebató la jabalina a uno de la escolta real — según otros, una pica larga perteneciente a uno de sus guardias ordinarios —, con la que golpeó y mató a Clito.
Aristóbulo no dice cómo se originó la riña de borrachos, pero afirma que la culpa fue enteramente de Clito, a quien, cuando Alejandro se enfureció tanto como para dar un brinco hacia él con intenciones de matarlo, se lo llevó fuera el escolta real Ptolomeo, hijo de Lago, por la puerta de entrada hasta más allá del muro y el foso de la ciudadela, donde se produjo la pelea. Añade que Clito no pudo controlarse, pues al rato regresó de nuevo, y encarando a Alejandro, que gritaba llamándolo, exclamó: " ¡Alejandro, aquí está Clito!”
Entonces fue golpeado con la sarisa y cayó muerto.
CAPÍTULO IX. EL DOLOR DE ALEJANDRO POR LA MUERTE DE CLITO
Creo yo que Clito es merecedor de una severa censura por comportarse desvergonzadamente con su rey, y al mismo tiempo me compadezco de Alejandro por esta desgracia, porque en esa ocasión él se mostró esclavo de dos vicios: la ira y la embriaguez, por ninguno de los cuales es conveniente para el hombre prudente ser esclavizado. Mas, por otro lado creo que su comportamiento posterior es digno de alabanza, ya que inmediatamente después de haber cometido el crimen, él mismo reconoció que era uno horrible. Algunos de sus biógrafos dicen incluso que apoyó la sarisa contra la pared con la intención de caer sobre ella, pensando que era indigno de seguir viviendo ahora que había matado a un amigo bajo el influjo del vino. La mayoría de los historiadores no mencionan esto; dicen sólo que se fue a la cama y se quedó allí sin dejar de lamentarse, llamando a Clito por su nombre y a su hermana Lanice, hija de Dropidas, que había sido su nodriza. Exclamaba que, ahora que se había convertido en todo un hombre, la única recompensa que le había otorgado por sus nobles servicios durante su crianza era que ella hubiera vivido para ver a sus hijos morir luchando en su nombre, y ahora el asesinato de su hermano por la propia mano del rey. No dejaba Alejandro de referirse a sí mismo como el asesino de sus amigos, repitiéndolo una y otra vez. Durante tres días, se abstuvo de comida y bebida, y no prestó atención a su apariencia personal.
Algunos de los adivinos fueron a revelarle que la ira vengadora de Dioniso había sido la causa de su conducta, porque se había pasado por alto el sacrificio a la deidad. Por fin, con gran dificultad pudieron sus amigos convencerle de probar alimento y prestar la debida atención a su persona. Luego, se dedicó a cumplir con el sacrificio a Dioniso, ya que no estaba del todo mal dispuesto a atribuir la calamidad más a la ira vengadora del dios que a su propio envilecimiento. Considero que Alejandro merece muchos elogios por esto, por no perseverar obstinadamente en el mal, o peor aún, convertirse en defensor de la injusticia que se había hecho. Muy al contrario, confesó que había cometido un delito, pues era un mortal y no un dios.
Hay algunos que dicen que Anaxarco, el sofista, fue convocado a la presencia de Alejandro para darle consuelo. Al verle en su tienda, acostado y gimiendo, se rió de él y le dijo que Alejandro no comprendía que los hombres sabios de la antigüedad por esta razón consideraban a la Justicia como la consejera de Zeus. Todo lo que hizo el dios fue hecho con justicia, y por tanto también lo que fue hecho por el Gran Rey debía ser considerado justo; en primer lugar por el propio rey, y luego por el resto de los hombres. Dicen que Alejandro se sintió muy consolado por estas palabras. Sin embargo, yo afirmo que Anaxarco le hizo a Alejandro un gran daño, aún mayor que aquella tragedia por la que entonces se sentía tan afligido; si es que realmente creía que ésa puede ser la opinión de un hombre sabio, que en verdad es propio de un rey llegar a conclusiones precipitadas y actuar injustamente, y que todo lo que un rey lleva a cabo debe ser considerado justo, sin importar cómo se hace. Y es que hay un relato que asegura que Alejandro deseaba ver a los hombres prosternarse ante él como ante un dios, con la idea de que Amón era su padre en vez de Filipo; y que ahora mostraba abiertamente su admiración por las costumbres de los persas y medos, cambiando el estilo de su vestido y modificando el protocolo general de su corte. No faltaron quienes se apresuraron a satisfacer sus deseos en lo que respecta a estas cuestiones, por pura adulación, entre ellos Anaxarco, uno de los filósofos que asistían a su corte, y Agis de Argos, poeta épico de oficio.
CAPÍTULO X. DIFERENCIAS ENTRE CALÍSTENES Y ANAXARCO
Se cuenta que Calístenes de Olinto, quien estudió filosofía con Aristóteles y era algo brusco en sus modales, no estaba de acuerdo con esta conducta, y yo, en lo que se refiere a esto, estoy totalmente de acuerdo con él. Pero el siguiente comentario suyo, si es que se ha registrado correctamente, no lo veo apropiado en absoluto: declaró que Alejandro y sus hazañas dependían de él y la historia que estaba escribiendo, y que él no había venido con éste para labrarse una reputación, sino para hacerle célebre a los ojos de los hombres; por consiguiente, cualquier consideración de Alejandro como divinidad no dependía de la aseveración fantasiosa de Olimpia acerca de la autoría de su nacimiento, sino de lo que pudiera reportar su biografía del rey a la humanidad. Hay algunos escritores que afirman que en una ocasión le preguntó Filotas cuál era el hombre a quien reverenciaba especialmente el pueblo de Atenas, y que él respondió: "Harmodio y Aristogitón, porque eliminaron a uno de los dos tiranos y pusieron fin a la tiranía.”
Filotas volvió a preguntar: "Si ocurriera ahora que un hombre matase a un tirano, ¿a cuál de los Estados griegos preferirías tú que él huyera para preservar su vida?"
Calístenes respondió de nuevo: "Si no se refugia primero en cualquier otra parte, es entre los atenienses que un exiliado encontrará su salvación; porque ellos hicieron la guerra en nombre de los hijos de Heracles contra Euristeo, que en ese tiempo gobernaba como tirano en Grecia.
En cuanto a cómo se resistió a la ceremonia de la prosternación ante Alejandro, el que sigue es el relato más aceptado: Alejandro y los sofistas, además de los más ilustres de los persas y los medos que estaban presentes para servir al rey, se pusieron de acuerdo en que este tema debía ser sacado a colación durante un banquete. Anaxarco comenzó la discusión diciendo que él consideraba a Alejandro mucho más digno de ser considerado un dios que cualquier Dioniso o Heracles; no sólo debido a las muy numerosas y monumentales gestas que había realizado, sino también porque Dioniso era sólo un tebano, una ciudad no relacionada en modo alguno con los macedonios, y Heracles era un argivo, no del todo relacionado con ellos, salvo en que Alejandro trazaba sus orígenes hasta él. Agregó que los macedonios debían, con mayor justicia, gratificar a su rey con honores divinos. No había ninguna duda sobre que, cuando él dejara de caminar entre los hombres, sería venerado como un dios. Cuánto más justo era entonces que le adorasen ahora, en vida, que después de su muerte, cuando ya no sería de provecho para él.
CAPÍTULO XI. CALÍSTENES SE OPONE A LA PROPUESTA DE PROSTERNARSE ANTE ALEJANDRO
Cuando Anaxarco hubo terminado de pronunciar estas palabras y otras de naturaleza similar, los que estaban al tanto del plan aplaudieron su discurso, y quisieron comenzar enseguida la ceremonia de la prosternación. La mayoría de los macedonios, sin embargo, se enfadaron por el lenguaje empleado y guardaron silencio. En ese momento, Calístenes se puso de pie y dijo: "Anaxarco, declaro abiertamente que no hay honor que Alejandro no sea digno de recibir, siempre y cuando sea coherente con su estatus de humano; puesto que los hombres han hecho distinciones entre los honores que se deben a los hombres y los reservados a los dioses de muchas maneras diferentes, como por ejemplo: construyéndoles templos y erigiéndoles estatuas. Además, para los dioses se seleccionan recintos sagrados donde sacrificios se les ofrendan, y libaciones se realizan para ellos. También los himnos son compuestos en honor de los dioses, y los panegíricos son los que corresponden a los hombres. Sin embargo, la mayor distinción se hace por la costumbre de la prosternación. En efecto, es la práctica que los hombres besen a quienes saludan, pero debido a que una deidad se encuentra en un plano superior, no es lícito siquiera tocarle, y ésa es, sin duda, la razón por la que nosotros le honramos mediante la postración. Compañías de danzarines corales también son escogidas para los dioses, y cantan himnos en su honor. Y esto no es nada fuera de lo común, ya que ciertos homenajes están especialmente asignados a algunos de los dioses, y otros diferentes a otros dioses; y, por Zeus, las honras asignadas a los héroes son muy distintas de las que se les rinde a los dioses. No es, pues, razonable equivocar todas estas distinciones indiscriminadamente, exaltando al ser humano a un rango por encima de su condición mediante la acumulación extravagante de honores, y degradando a los dioses, según esté en poder de los mortales, a un nivel impropio mediante la concesión de honores iguales a los que se confieren a los hombres.”
Dijo asimismo que Alejandro no soportaría la afrenta si a algún individuo de a pie reclamase para sí los honores exclusivos del rey de forma injusta; ya sea por elección o votación a mano alzada. Mucho más justo era, entonces, que los dioses se indignaran con aquellos mortales que usurpasen los honores divinos, o que permitieran con complacencia que otros se los concedieran. Continuó así: "Alejandro no sólo parece ser, sino que lo es en realidad y más allá de todo reparo, el más valiente de los valientes y el más majestuoso de los reyes, y de los generales el más digno de mandar un ejército. ¡Oh Anaxarco! Tú tienes la responsabilidad, más que cualquier otro hombre, de convertirte en el defensor acérrimo de estos argumentos ya aducidos por mí, y en el oponente de quienes están en contra; siendo como eres un asociado del rey con el propósito de dedicarte a la filosofía y la enseñanza. Por lo tanto, era inapropiado que comenzaras esta discusión, cuando tú has debido recordar que no estás asociado ni prestas asesoramiento a Cambises o Jerjes, sino al hijo de Filipo, que remonta su origen a Heracles y Éaco; cuyos antepasados??vinieron a Macedonia desde Argos y han continuado gobernando a los macedonios hasta hoy, no por la fuerza, sino por la ley. Ni siquiera al propio Heracles aún en vida le concedieron los griegos honores divinos, e incluso después de su muerte no los recibió hasta que el oráculo del dios en Delfos hubo decretado que los hombres debían venerar a Heracles como a un dios. Sin embargo, si porque la discusión se lleva a cabo en la tierra extranjera deberíamos adoptar la forma de pensar de los extranjeros, yo te ruego, Alejandro, que reflexiones en tu deber respecto a Grecia, por cuyo bienestar esta expedición ha sido llevada a cabo por ti, para unir Asia a Grecia.”
“Por lo tanto, toma esto en consideración, si quieres volver allí y obligar a los griegos, que son los hombres más celosos de su libertad, a realizar la prosternación en tu honor, o si quieres mantener al margen a Grecia, e imponer esta clase de homenaje en Macedonia solamente. O, en tercer lugar, si quieres marcar la diferencia en todos los aspectos en cuanto a los honores que se te deben, a fin de ser honrado por los griegos y los macedonios como un ser humano y a la manera acostumbrada de los helenos; y sólo por los extranjeros a la usanza extranjera, como es la prosternación. Cuando se argumenta que Ciro, hijo de Cambises, fue el primer hombre ante quien se realizó esto de la prosternación, y que después esta ceremonia degradante continuó en boga entre los persas y los medos, debemos tener en cuenta que los escitas, hombres pobres pero independientes, vencieron a aquel Ciro; que otros escitas nuevamente castigaron a Darío, como los atenienses y los lacedemonios hicieron con Jerjes, como Clearco y Jenofonte con sus 10.000 seguidores hicieron con Artajerjes. Y, por último, que Alejandro, aunque no honrado mediante la prosternación, ha conquistado a este Darío.
CAPÍTULO XII. CALÍSTENES REHÚSA PROSTERNARSE
Al hacer éstas y otras observaciones por el estilo, Calístenes enojó a Alejandro, pero acertó con toda exactitud en relación con los sentimientos de los macedonios. Cuando el rey percibió esto, envió a decir a los macedonios que se evitaría hacer cualquier mención de la ceremonia de la prosternación en el futuro. Después del silencio, se produjo una breve discusión, y el más encumbrado de los aristócratas persas se levantó de su asiento y se prosternó delante de él; los demás lo imitaron, alineados según sus rangos. Durante la ceremonia, uno de los persas realizó la ceremonia de una manera torpe, provocando las carcajadas descorteses de Leonato, uno de los Compañeros, que consideró ridícula aquella postura. Alejandro en ese momento se enfureció con él por esto, aunque más tarde se reconcilió con él.
El siguiente relato también ha quedado registrado: Alejandro bebió de una copa de oro a la salud del círculo de invitados presentes, y se la entregó primeramente a aquellos con quienes tenía concertada la ceremonia de la prosternación. El primero que bebió de la copa se levantó, realizó la postración, y recibió un beso del monarca. La ceremonia continuó de uno en uno en el orden de importancia de cada quien. Al llegarle el turno de brindar a Calístenes, éste se levantó y bebió de la copa, y luego se acercó con la intención de besar al rey sin llevar a cabo el acto de prosternarse. Alejandro había estado enfrascado en una conversación con Hefestión, y por eso no había observado si Calístenes había cumplido con la ceremonia correctamente o no. Pero cuando se acercaba a Calístenes para darle un beso, Demetrio, hijo de Pitonax, uno de los Compañeros, le hizo notar que éste no se había postrado. Así que el rey no le permitió darle un beso, tras lo cual el filósofo dijo: "Me voy sólo con la pérdida de un beso".
Yo de ninguna manera apruebo cualquiera de estos procedimientos, pues éstos ponen de manifiesto la arrogancia de Alejandro en la presente ocasión y el carácter grosero de Calístenes. Creo que, en lo que se refiere a lo dicho por el último, habría sido suficiente con que diera su opinión con discreción, alabando en lo posible las hazañas del rey, con quien nadie pensaba que era una deshonra asociarse. Por ello, considero que no sin razón Calístenes se hizo odioso a los ojos de Alejandro debido a las licencias fuera de foco a las que se entregaba al discursear, así como por la atroz fatuidad de su conducta. Supongo que ésa era la razón por la cual se creyó tan fácilmente a quienes más tarde lo acusaron de participar en la conspiración contra Alejandro planificada por sus pajes, y también a los que afirmaron que habían sido incitados a complotar por él. Los detalles de esta conjura serán conocidos a continuación.
CAPÍTULO XIII. LA CONSPIRACIÓN DE LOS PAJES
Era una costumbre introducida por Filipo que los hijos de los macedonios que habían ocupado un alto cargo, tan pronto como llegaran a la edad de la pubertad, debían ser seleccionados para asistir a la corte del rey. A estos jóvenes les eran confiados todo tipo de menesteres relacionados con el cuidado de la persona del rey, y debían velar por su seguridad mientras dormía. Cuando el rey salía, algunos de ellos recogían los caballos de manos de los mozos de cuadra y se los llevaban, y otros le ayudaban a montar a la usanza persa. También acompañaban al rey en perseguir a los animales durante la cacería. Uno de estos jóvenes era Hermolao, hijo de Sopolis, que parecía aplicar su mente al estudio de la filosofía, y cultivaba la amistad de Calístenes para tal propósito. Hay una historia sobre dicho joven en la que se cuenta que durante una partida de caza el jabalí se abalanzó sobre Alejandro, y que se le anticipó Hermolao lanzando un venablo a la bestia, que fue herida y muerta. Alejandro, perdida la oportunidad de distinguirse al llegar un poco tarde, se indignó con Hermolao. En su ira, ordenó que fuese flagelado a la vista de los demás pajes, y también lo privó de su caballo.
Sintiéndose resentido por la humillación por la que se le había hecho pasar, Hermolao se lo contó todo a Sóstrato, hijo de Amintas, que tenía la misma edad y era amante suyo. Le dijo a éste que la vida sería insoportable para él, a menos que se vengara de Alejandro por la afrenta. Convenció con facilidad a Sóstrato de secundarle en su plan, dado que estaba unido a él en una relación amorosa. Entre ambos ganaron para su causa a Antípatro, hijo de Asclepiodoro, sátrapa de Siria; a Epimenes, hijo de Arseas, Anticles, hijo de Teócrito, y a Filotas, hijo de Carsis de Tracia. Acordaron dar muerte al rey atacándole en su cama mientras dormía, en la noche del turno de guardia que le correspondía a Antípatro.
Algunos dicen que esa noche Alejandro se la pasó bebiendo hasta el amanecer de manera fortuita; empero Aristóbulo ha dejado una historia diferente. Dice él que una mujer siria, que se decía inspirada por los dioses y poseía dotes adivinatorias, solía seguir a Alejandro de cerca. Al principio, su presencia era motivo de guasa para Alejandro y sus cortesanos; pero al ver que todo lo que ella predecía por inspiración divina resultaba ser verdad, dejaron de tomarla a la ligera, y se le permitió tener libre acceso a él tanto por la noche como durante el día. A menudo velaba por la seguridad del rey cuando estaba dormido. Y, de hecho, en aquella ocasión, cuando se retiraba de la fiesta se reunió con él; estaba bajo la inspiración de la divinidad en ese mismo momento, y le rogó al rey que regresara a ella y bebiera toda la noche. Alejandro, pensando que había una mano divina en la recomendación, así lo hizo y siguió en el banquete. Por esto fue que el plan urdido por los pajes se derrumbó.
Al día siguiente, Epimenes, hijo de Arseas, uno de los que tomaron parte en la conjura, le confesó la trama a Caricles, hijo de Menandro, que se había convertido en su amante; y Caricles a su vez se lo contó a Euríloco, hermano de Epimenes. Euríloco fue a la tienda de Alejandro y le relató todo el asunto a Ptolomeo, hijo de Lago, uno de los escoltas reales de más confianza. Éste se lo dijo a Alejandro, quien ordenó arrestar a todos los hombres cuyos nombres mencionó Euríloco. Éstos, sometidos a tortura, confesaron su participación en el complot, y dieron los nombres de algunos otros implicados.
CAPÍTULO XIV. EJECUCIÓN DE CALÍSTENES Y HERMOLAO
Aristóbulo dice que los jóvenes aseguraron que fue Calístenes quien instigó este audaz intento de asesinato, y Ptolomeo lo confirma. La mayoría de los escritores, sin embargo, no está de acuerdo con ellos, sino que interpretan que Alejandro estuvo dispuesto a creer sin esfuerzo lo peor de Calístenes, por el odio que ya sentía hacia él, y porque Hermolao era conocido por su muy estrecha relación con aquél.
Algunos autores también han registrado los siguientes datos: Hermolao fue llevado ante el consejo de los macedonios, a quienes les confesó que había conspirado contra la vida de Alejandro porque ya no era posible que un hombre libre soportara su insolente tiranía. Relató todos los actos de despotismo de éste: la ejecución ilegal de Filotas, la todavía más ilegal de su padre Parmenión y de los otros condenados a muerte en ese tiempo, el asesinato de Clito en un momento de embriaguez; la admisión de la vestimenta meda, la introducción de la ceremonia de la prosternación, que había sido planeada de antemano y la que, no obstante, luego no revocó, y las borracheras a las que el rey se estaba aficionando y el sueño aletargado que de ellas deriva. Dijo que no sintiéndose ya capaz de tolerar estas cosas, quiso liberarse a sí mismo y liberar a los macedonios.
Los mismos autores registran que Hermolao y los que habían sido arrestados con él fueron apedreados hasta la muerte por los que estaban presentes. Aristóbulo dice que a Calístenes lo llevaba consigo el ejército en sus desplazamientos, cargado con grilletes, y que después murió de muerte natural; pero Ptolomeo, hijo de Lago, dice que fue sometido a torturas y luego ahorcado. Como se puede ver, incluso estos autores, cuyas narrativas son muy dignas de confianza, y que en el momento de los hechos eran acompañantes cercanos de Alejandro, no nos dan descripciones de estos hechos tan bien conocidos que sean coherentes entre sí; ni de las circunstancias que no podrían haber escapado a su atención. Otros escritores han dado muchos detalles de varios de estos mismos procedimientos que son incompatibles entre sí, pero creo que he escrito más que suficiente sobre este tema. A pesar de que este acontecimiento tuvo lugar poco después de la muerte de Clito, lo he descrito junto a lo que le pasó a Alejandro en relación con aquel general, porque, a efectos de la narrativa, los considero muy estrechamente conectados entre sí.
CAPÍTULO XV. ALIANZA CON LOS ESCITAS Y CORASMIANOS
Otra embajada de los escitas de Europa llegó a Alejandro, acompañada por los embajadores que él había enviado a esa gente, porque el rey que los gobernaba en el tiempo en que fueron enviados había fallecido y su hermano reinaba en su lugar. El propósito de la embajada era reafirmar ante Alejandro que los escitas estaban dispuestos a hacer cualquier cosa que dispusiera. Traían para presentarle, de parte de su rey, los obsequios que entre ellos se consideran más valiosos. Dijeron que su monarca estaba dispuesto a dar su hija en matrimonio a Alejandro, con el fin de cimentar la amistad y alianza con él; pero si Alejandro declinaba casarse con la princesa de los escitas, estaba dispuesto, en todo caso, a dar las hijas de los sátrapas de los territorios escitas y las de otros hombres poderosos de este mismo pueblo a los más fieles oficiales macedonios. También mandaba a decir que vendría en persona si se le ordenaba, a escuchar de boca de Alejandro cuáles eran sus órdenes. Por las mismas fechas llegó a ver a Alejandro el rey de los corasmianos, Farasmanes, con 1.500 jinetes. Éste juraba proceder de los confines de las naciones de la Cólquide y de las mujeres llamadas Amazonas; le dijo a Alejandro que, si se sintiera inclinado a invadir estas naciones para subyugar a las razas de aquella región, cuyos territorios se extendían hasta el mar Euxino, él se comprometía a actuar como su guía a través de las montañas y a abastecer a su ejército de lo necesario.
Alejandro dio una respuesta educada a los embajadores de los escitas, adaptada a las exigencias de ese momento en particular; añadiendo que no había necesidad de una boda con la noble escita. A Farasmanes le cubrió de elogios, y aceptó su amistad y pactó una alianza con él; pero le dijo que por ahora no era conveniente para él marchar hacia el mar Euxino. Después, presentó a Farasmanes como amigo suyo al persa Artabazo, a quien había confiado el gobierno de los bactrianos, y a todos los otros sátrapas que eran sus vecinos, y lo envió de vuelta a sus dominios. Dijo Alejandro en esa ocasión que su mente en ese momento estaba absorbida por el deseo de conquistar los pueblos indios, porque cuando lograra someterlos poseería la totalidad de Asia. Agregó que en cuanto Asia en su conjunto se encontrase en su poder, iba a regresar a Grecia, y, desde allí, comenzaría una expedición con todas sus fuerzas navales y terrestres hacia el extremo oriental del Ponto Euxino a través del Helesponto y la Propóntide. Deseaba que Farasmanes mantuviera en reserva el cumplimiento de su presente promesa hasta entonces.
El rey macedonio volvió al río Oxo con la intención de internarse en Sogdiana, porque las noticias que le presentaron acerca de los sogdianos decían que muchos de éstos habían huido a refugiarse en sus fortalezas, y se negaban a someterse al sátrapa que los debía gobernar en nombre de los macedonios. Mientras estaba acampando cerca del río Oxo, un manantial de agua y cerca de él otro de aceite brotaron del suelo, no lejos de la tienda de campaña de Alejandro. Cuando este prodigio se lo señalaron a Ptolomeo, hijo de Lago, uno de los escoltas reales, éste se lo comunicó a Alejandro, quien ofreció los sacrificios que los videntes consideraron apropiados para tal fenómeno. Aristandro afirmó que la fuente de aceite era un signo de penalidades, pero que también significaba que después de estos esfuerzos llegaría la victoria.
CAPÍTULO XVI. SUBYUGACIÓN DE SOGDIANA — REVUELTA DE ESPITAMENES
Alejandro cruzó el río con una parte de su ejército y entró en Sogdiana, dejando a Poliperconte, Atalo, Gorgias y Meleagro entre los bactrianos, con indicaciones de vigilar esta tierra, para evitar que los bárbaros de la región se inclinaran por insurreccionarse, y para someter a obediencia a los que ya se habían rebelado. Dividió el ejército que tenía con él en cinco secciones: la primera bajo el mando de Hefestión, la segunda bajo el de Ptolomeo, hijo de Lago, un escolta real de su entera confianza; la tercera fue para Pérdicas, y para Coeno y Artabazo el mando conjunto de la cuarta; él mismo tomó la quinta división de sus fuerzas, y con ella penetró en aquella tierra en dirección a Maracanda. Las otras también avanzaron como a cada una le pareció viable, reduciendo a la fuerza algunos bastiones adonde habían huido para refugiarse los bárbaros, y capturando otros que se rindieron a ellos aceptando acuerdos de capitulación. Cuando todas sus fuerzas alcanzaron Maracanda, después de atravesar la mayor parte del territorio de los sogdianos, Alejandro envió a Hefestión a establecer colonias helénicas en las ciudades de Sogdiana. También envió a Coeno y Artabazo a Escitia, porque se le informó que Espitamenes había ido a refugiarse allí. Por su lado, él y el resto de su ejército atravesaron Sogdiana, y redujeron sin problemas todas las plazas fuertes que seguían en poder de los rebeldes.
Mientras Alejandro ocupaba su tiempo en esto, Espitamenes y algunos exiliados sogdianos que le acompañaban huyeron a la tierra de los escitas llamados masagetas. Y después de haber conseguido 600 jinetes de esta nación, fueron a capturar una de las muchas fortalezas de Bactriana. Cogieron desprevenidos al jefe de la guarnición de esta fortaleza, que no esperaba ninguna manifestación hostil, y sobre los que hacían la guardia con él; pasaron a cuchillo a los soldados, y al jefe de la fortaleza lo mantuvieron en custodia. Envalentonado por la exitosa toma de esta fortaleza, Espitamenes se acercó a Zariaspa unos días después; sin embargo, decidió no atacar la ciudad, y se marchó tras recoger una gran cantidad de botín.
Pero en Zariaspa habían sido acogidos algunos de los Compañeros de caballería, dejados atrás por estar enfermos; con ellos estaba Peitón, hijo de Sosicles, quien había sido encomendado para supervisar a los muchos criados y asistentes de la casa real en Zariaspa, y Aristónico el arpista también. Estos hombres, al enterarse de la incursión de los escitas, y estando ya recuperados de su enfermedad, tomaron las armas y montaron en sus caballos. Seguidos de 80 jinetes mercenarios griegos, que habían sido dejados atrás para guarnecer Zariaspa, y algunos de los escuderos reales, salieron a enfrentar a los masagetas. Se cernieron sobre los escitas sin que ellos alcanzaran siquiera a sospechar del ataque que les iba a caer; les arrebataron todo el botín en el primer ataque y mataron a muchos de los que intentaban ponerlo fuera del alcance. Sin embargo, como no había nadie al mando, se volvieron sin ningún tipo de orden y fueron arrastrados a una emboscada tendida por Espitamenes y otros escitas. Perdieron a siete de los Compañeros, y 60 de la caballería mercenaria. Aristónico el arpista fue muerto también allí, no sin antes haber dado amplia muestra de su valentía, más allá de lo que podría haberse esperado de un músico. Peitón, malherido, fue tomado prisionero por los escitas.
CAPÍTULO XVII. DERROTA Y MUERTE DE ESPITAMENES
Cuando esta noticia llegó a Crátero, éste partió a marchas forzadas en busca de los masagetas, quienes, al saber que venía contra ellos, huyeron tan rápido como pudieron hacia el desierto. Yendo detrás de ellos a poca distancia, alcanzó a los mismos hombres y a más de 1.000 jinetes masagetas no muy lejos del desierto. Una feroz batalla se produjo, de la que los macedonios salieron victoriosos. De los escitas, 150 jinetes fueron muertos, pero el resto de ellos escapó al desierto, adonde era imposible que los macedonios los siguieran.
En esos días, Alejandro relevó a Artabazo de la satrapía de los bactrianos a petición propia, sobre la base de su avanzada edad, y Amintas, hijo de Nicolao, fue nombrado sátrapa en su lugar. Coeno se quedó con las unidades de éste y de Meleagro, unos 400 de la caballería de los Compañeros, y todos los arqueros a caballo, además de los bactrianos, sogdianos y otros que hasta ese momento comandaba Amintas. Todos ellos estaban bajo órdenes estrictas de obedecer a Coeno, y pasar el invierno en Sogdiana, con el fin de proteger al país y detener a Espitamenes; si es que de algún modo pudieran atraerlo a una emboscada, ya que éste andaba vagando durante el invierno.
Tomando consciencia Espitamenes de que todas las plazas se hallaban ocupadas por una guarnición de macedonios, y que pronto no habría ni una vía de escape abierta para él; giró para arremeter contra Coeno y las tropas que traía, pensando que por ese lado estaría en mejores condiciones de vencer. Llegando a Bagas, un lugar fortificado en Sogdiana, situado en los límites entre las tierras de los sogdianos y los escitas masagetas, persuadió sin dificultades a 3.000 jinetes escitas de unirse a él en una invasión de Sogdiana. No cuesta nada convencer a estos escitas de participar en una guerra tras otra, porque viven en medio de una aplastante pobreza, y, aparte, no tienen ciudades o domicilios establecidos; nada poseen que sea causa de ansiedad como quienes tienen un hogar que es lo más querido para ellos.
Cuando Coeno se hubo cerciorado de que Espitamenes avanzaba con su caballería, se dirigió a su encuentro con su ejército. Un choque espantoso fue el resultado, del que los macedonios fueron los vencedores. De la caballería bárbara, más de 800 cayeron en la batalla; Coeno perdió sólo 25 jinetes y doce soldados de a pie. La consecuencia fue que los sogdianos que todavía eran leales a Espitamenes, así como la mayoría de los bactrianos, lo abandonaran durante la huida y fueran a entregarse a Coeno. Los masagetas, frustrados por el mal resultado de la batalla, saquearon el bagaje de los bactrianos y sogdianos que estaban sirviendo en el mismo ejército que ellos; luego huyeron al desierto en compañía de Espitamenes. Pero cuando se les informó que Alejandro estaba a punto de iniciar la marcha al desierto, le cortaron la cabeza a Espitamenes y se la enviaron al rey, con la esperanza de que mediante este hecho se apartaría de la idea de perseguirlos.
CAPÍTULO XVIII. OXIARTES ES SITIADO EN LA ROCA SOGDIANA
Retornó Coeno a reunirse con Alejandro en Nautaca, como también lo hicieron Crátero, Fratafernes, el sátrapa de los partos, y Estasanor, el sátrapa de los arios, habiendo terminado de poner en práctica todas las órdenes que Alejandro les había dado. El rey hizo que su ejército descansara alrededor de Nautaca, porque ya era pleno invierno, pero envió a Fratafernes a la tierra de los mardianos y tapurianos para buscar a Autofrádates, el sátrapa, porque, aunque muchas veces había sido convocado, no parecía sentir que fuese su obligación comparecer. También envió a Estasanor a Drangiana, y a Atropates donde los medos, con el nombramiento de sátrapa de Media, porque Oxodates se mostraba desafecto. A Estamenes lo envió a Babilonia, porque le habían anunciado que el gobernador de Babilonia, Maceo, acababa de morir. A Sopolis, Epocilo y Menidas los destinó a Macedonia, para que de allí reclutaran un ejército de compatriotas.
Con los primeros brotes primaverales, Alejandro avanzó hacia la Roca Sogdiana, donde, según le habían contado, muchos sogdianos habían huido a guarecerse. Entre ellos se decía que estaban la esposa e hijas de Oxiartes, el bactriano, que las había dejado por su seguridad en ese lugar, como si en verdad fuera inexpugnable. Lo hizo porque él también se había alzado contra Alejandro. Si esta roca fuera capturada, era obvio que no les quedaría nada más a los sogdianos que deseaban deshacerse de su juramento de lealtad al macedonio. Cuando Alejandro se acercó, le pareció que los riscos eran muy empinados por los cuatro costados, como para desanimar un asalto, y, además, los bárbaros habían almacenado provisiones para un largo asedio. La gran cantidad de nieve que había caído ayudaba a que el acercamiento fuese más difícil para los macedonios; al mismo tiempo que mantenía a los bárbaros bien provistos de agua para beber. No obstante todo esto, el rey resolvió asaltar el lugar, porque ciertas palabras pronunciadas con desdeñosa petulancia por los bárbaros le habían lanzado a un estado de férrea perseverancia, alimentada por la cólera.
Y era porque, cuando se les invitó a venir a negociar los términos de la capitulación y se les planteó a modo de incentivo que si entregaban el lugar se les permitiría retirarse con salvoconducto a sus hogares, ellos se echaron a reír, y en su lengua bárbara le contestaron a Alejandro que se buscara soldados alados que pudiesen capturar la roca por él, ya que ellos no sentían aprensión alguna a causa de sus amenazas. Alejandro reaccionó emitiendo una proclama acerca de que el primer soldado que escalara la roca tendría una recompensa de doce talentos, el que llegase junto a él recibiría el segundo premio, y el tercero otro premio, y así sucesivamente en orden de llegada; de modo que la recompensa última sería de trescientos dáricos para el último en pisar la cima. Este anuncio inflamó todavía más el coraje de los macedonios, que desde siempre habían sido muy competitivos a la hora de comenzar un asalto.
CAPÍTULO XIX. ALEJANDRO CAPTURA LA ROCA SOGDIANA Y CONTRAE NUPCIAS CON ROXANA
Dieron un paso adelante todos los hombres que habían adquirido mucha práctica en escalar acantilados en asedios precedentes, en número de 300. Estaban provistos con las pequeñas estacas de hierro con que fijaban al suelo sus tiendas de campaña, las cuales pensaban fijarlas en la nieve dondequiera ésta estuviese tan endurecida como para poder soportar el peso; o en la roca, allí donde exhibiese un espacio libre de nieve. Atando fuertes cuerdas hechas de lino a los extremos, estos hombres avanzaron durante la noche hacia la parte más escarpada de la roca, que era también la más desprotegida; clavaron algunas de estas estacas en la piedra donde era visible, y otros en la nieve donde por lo menos parecía que no se fuera a romper. Así todos se izaron sobre el peñón, unos por una cara y otros por otra. Treinta de ellos murieron en el ascenso; se precipitaron al vacío y cayeron en varias partes cubiertas de nieve, ni siquiera sus cuerpos se encontraron para su entierro. Los demás, sin embargo, llegaron a la cima de la montaña al comienzo de la madrugada, y habiendo tomado posesión de ella, agitaron banderas de lino en dirección al campamento de los macedonios, tal como Alejandro les había mandado hacer. Ahora éste envió un heraldo para gritar a los centinelas de los bárbaros que se rindieran de una vez, sin más demora, puesto que había encontrado sus "hombres alados" y éstos acababan de conquistar las cumbres de la montaña. El heraldo, al mismo tiempo que gritaba, señaló a los soldados en la cresta de la roca.
Los bárbaros quedaron pasmados por lo inesperado de la vista; sospechando que los hombres que ocupaban los picos eran más numerosos de lo que realmente eran y que estaban completamente armados, se rindieron incondicionalmente. Estaban espantadísimos por la visión de aquellos pocos macedonios.
Las esposas y los hijos de muchos hombres importantes fueron capturados allí, incluidos los de Oxiartes. Este jefe tenía una hija, una doncella en edad de casarse, de nombre Roxana; de ella los hombres que sirvieron en el ejército de Alejandro afirmaban que era la más hermosa de todas las mujeres asiáticas, con la única excepción de la esposa de Darío. También dicen que tan pronto como Alejandro la vio, se enamoró de ella. Pero, a pesar de que estaba enamorado de ella, se negó a emplear la violencia con ella como con una cautiva; y no creo yo que fuera un insulto a su dignidad el tomarla por esposa. Esta conducta de Alejandro creo que merece más bien alabanzas que críticas. Por otra parte, en lo que respecta a la esposa de Darío, de quien se decía era la mujer más bella de Asia, Alejandro o bien no albergaba ninguna pasión por ella, o bien ejercía un firme control sobre sí mismo, aunque él era joven y estaba a poca distancia de la cumbre del éxito, cuando los hombres suelen actuar con insolencia y violencia. Por el contrario, él actuó con modestia y preservó el honor de la reina, demostrando compostura al refrenar sus pasiones, y, al mismo tiempo, evidenciando un sano deseo de obtener una buena reputación.
CAPÍTULO XX. MAGNANIMIDAD DE ALEJANDRO CON LA FAMILIA DE DARÍO
En relación con este tema, hay una historia que dice que, poco después de la batalla que se libró en Issos entre Darío y Alejandro, el eunuco que fue preceptor de la esposa de Darío escapó y vino a él. Cuando Darío vio a este hombre, su primera pregunta fue si sus hijos, esposa y madre estaban vivos. Al contestársele que no sólo estaban todos vivos, sino que las mujeres seguían siendo llamadas reinas, y disfrutaban de la misma pompa y atención personal a las que se habían habituado con Darío; él se apresuró a hacer una segunda pregunta: si su esposa era todavía una mujer casta. Cuando comprobó que así era, preguntó de nuevo si Alejandro había empleado algún tipo de violencia con ella para satisfacer su lujuria. El eunuco pronunció primero un juramento, y dijo: "Oh rey, tu mujer sigue tal como tú la has dejado. Alejandro es el mejor y más continente de los hombres."
Entonces Darío extendió las manos al cielo y oró de la siguiente manera: "Oh padre Zeus, que posees el poder para dictaminar los asuntos de los soberanos de los hombres: conserva ahora para mí todo el imperio de los persas y los medos tal como me lo concediste. Pero si yo debo dejar de ser el rey de Asia por tu voluntad, en todo caso, no entregues el poder que yo poseía a ningún otro hombre sino a Alejandro.”
Así pues, considero yo que ni siquiera para sus enemigos era tal recto proceder una cuestión que les resultara indiferente. Oxiartes, al oír que sus hijos estaban en poder de Alejandro, y que él estaba tratando a su hija Roxana con respeto, se armó de valor y fue a verle. Fue recibido como huésped de honor en la corte del rey, como era natural después de una racha afortunada.
CAPITULO XXI. CAPTURA DE LA MONTAÑA DE CORIENES
Alejandro había terminado su campaña entre los sogdianos, y ahora estaba en posesión de la roca; se dirigió hacia la tierra de los paretacenos, porque muchos de estos bárbaros, se decía, se habían hecho fuertes en otra fortaleza montañosa en ese país. Ésta era llamada la Roca de Corienes, y el mismo Corienes con muchos otros jefes habían huido en busca de refugio allí. La altura de esta roca era de unos veinte estadios, y su circunferencia era de alrededor de sesenta. Existían precipicios en todos sus lados, y sólo había una vía de ascenso hacia ella, que era estrecha y nada sencilla de escalar, y había sido construida así por la naturaleza del lugar. Era, por tanto, difícil subir a ella, incluso con los hombres dispuestos en fila india y sin que nadie les cerrase el paso. Un profundo barranco existía adjunto a la roca y la rodeaba por completo; de manera que quien pretendiera liderar un ejército contra ella debía antes construir una calzada de tierra sobre este barranco, para iniciar su escalada desde el nivel del suelo y llevar a sus tropas a asaltar la fortaleza en sí.
A pesar de todo esto, Alejandro perseveró en la empresa. A estos niveles de audacia había llegado tras una extensa retahíla de triunfos a lo largo de los años, y pensaba que ya ningún lugar era inaccesible para él, y tampoco imposible de ser capturado. Se cortaron, pues, los recios árboles de pino que eran muy abundantes y cubrían toda la montaña; con ellos hizo fabricar escalas, para que los soldados se sirvieran de ellas para descender a la quebrada, porque de lo contrario era imposible para ellos hacerlo. Durante el día, él mismo supervisaba el trabajo, manteniendo a la mitad de su ejército comprometido en él; y durante la noche, algunos de la escolta real — Pérdicas, Leonato, y Ptolomeo, hijo de Lago — le relevaban en el turno con la otra mitad del ejército, dividido en tres partes para realizar el trabajo asignado a cada una durante las horas nocturnas. Pero aunque todas las tropas se dedicaban a esta labor, apenas pudieron completar no más de veinte codos en un día, y no tanto en una noche; tan difícil era el lugar para aproximarse a él, y era bien complicado el trabajo. Descendiendo por el barranco, los soldados fijaron las estaquillas en la parte más puntiaguda y más estrecha del mismo, distantes unas de otras lo necesario para tener la resistencia requerida para soportar el peso de lo que llevarían encima. Sobre éstas se colocaron vallas hechas de sauce y mimbre, a manera de un puente; lo comprimieron todo junto, y cargaron tierra por encima. De esta forma, el ejército podría acercarse a la roca a nivel del suelo.
Al principio los bárbaros se burlaban, como si el intento fuese a ser abortado por completo. Pero cuando las flechas empezaron a llegar a la roca, no fueron capaces de hacer retroceder a los macedonios, aunque ellos mismos estaban en un nivel más alto; es que los primeros habían construido unas pantallas para desviar los proyectiles, por lo que podían proseguir con sus afanes sin recibir lesión alguna. Corienes se asustó con lo que estaban haciendo, y envió un heraldo a Alejandro a implorarle que enviara a Oxiartes ante él. Alejandro así lo hizo. Oxiartes, a su llegada, convenció a Corienes de encomendarse a sí mismo y a la fortaleza a la buena voluntad de Alejandro porque, le dijo, no había nada que Alejandro y su ejército no pudiesen tomar por asalto. Y como él mismo había acordado un pacto de fidelidad y amistad con él, elogió al rey por su honor y su justicia en términos excelsos, aduciendo otros ejemplos, y sobre todo su propio caso, como pruebas de sus argumentos. Por estas aclaraciones, Corienes fue persuadido por entero, y bajó donde Alejandro acompañado por algunos de sus parientes y compatriotas. Cuando llegó, el rey dio respuestas educadas a sus preguntas, y lo retuvo con él después de que le jurase su fidelidad y amistad. También le pidió que enviara a la roca a unos cuantos de los que estaban con él, a ordenar a sus hombres que entregasen el lugar; y, en efecto, la fortaleza fue entregada por los que en ella se refugiaban. Enseguida Alejandro se llevó a 500 de sus hipaspistas, y se acercó a obtener una visión desde adentro de la roca. Estaba tan lejos de querer infligir cualquier vejación o tratamiento duro a Corienes, que confió en él colocándole de nuevo en su puesto en la fortaleza, y le hizo el gobernante de todo lo que había poseído antes.
Sucedió que el ejército había sufrido muchas penurias por la crudeza del invierno; una gran cantidad de nieve había caído durante el asedio, y, al mismo tiempo, los hombres se vieron en grandes apuros por la falta de provisiones. Pero Corienes dijo que iba a dar suministros al ejército para dos meses, y fue tienda por tienda entregando a cada hombre trigo, vino y carne salada de los depósitos de la fortificación. Cuando hubo repartido todo esto, les dijo que no había agotado ni la décima parte de lo que tenían almacenando para el asedio. Por ello, Alejandro lo elevó a honores aún mayores, pues había entregado la roca no por obligación, sino a partir de su propia inclinación.
CAPÍTULO XXII. ALEJANDRO LLEGA AL RÍO KABUL Y RECIBE EL HOMENAJE DE TAXILES
Después de realizar esta hazaña, Alejandro fue a Bactra, pero envió a Crátero con 600 de los Compañeros de caballería y su propia unidad de infantería, más las de Poliperconte, Atalo y Alcetas, contra Catanes y Austanes, los únicos rebeldes que aún permanecían en el territorio de los paretacenos. Crátero salió victorioso de la batalla que se libró contra ellos; Catanes cayó luchando, y Austanes fue apresado y llevado ante Alejandro. De los bárbaros, unos 120 jinetes y alrededor de 1.500 soldados de a pie fueron muertos. Crátero, habiendo cumplido su tarea, también fue a Bactra; allí fue donde tuvo lugar el infortunio relacionado con Calístenes y los escuderos.
Ahora que la primavera iba llegando a su fin, Alejandro decidió que el ejército debía avanzar de Bactra hacia la India; dejaría a Amintas en la tierra de los bactrianos con 3.500 jinetes y 10.000 soldados de infantería. Cruzó el Cáucaso en diez días y llegó a la ciudad de Alejandría, que él mismo había fundado en el territorio llamado Paropamisades durante su primera expedición a Bactra. Destituyó del puesto de gobernador de la ciudad a quien hasta entonces lo ocupaba, porque consideraba que no gobernaba eficientemente. También estableció en Alejandría a miembros de las tribus vecinas, y los soldados que no se encontraban ya aptos para el servicio, además de los primeros pobladores. Ordenó a Nicanor, uno de los Compañeros, quedarse para hacerse cargo de los asuntos de la ciudad. Además, a Tiriaspes lo nombró sátrapa de Paropamisades y del resto del país hasta el río Cofen[16]. Al llegar a la ciudad de Nicea, ofreció sacrificios a Atenea, y luego avanzó hacia el Cofen; enviando más tarde un heraldo a interesarse por Taxiles y los jefes de este lado del río Indo, para hacer la petición de que vinieran a su encuentro cuando les resultase conveniente. Taxiles y los otros jefes obedecieron y vinieron a reunirse con él, con los obsequios que son de mayor valor entre los indios. También prometieron presentarle los elefantes que tenían con ellos, veinticinco en total.
Aquí el rey dividió su ejército; envió a Hefestión y Pérdicas a la tierra de Peucelaotis, hacia el río Indo, con las unidades de Gorgias, Clito[17] y Meleagro, la mitad de los Compañeros de caballería, y toda la caballería de los mercenarios griegos. Les dio instrucciones de capturar las ciudades y pueblos en su ruta, por las armas o por capitulación; y, cuando llegaran al río Indo, hacer los preparativos necesarios para el paso del ejército. Con ellos marcharon también Taxiles y los otros jefes. Cuando las tropas macedonias llegaron al río Indo, ejecutaron enseguida las órdenes de Alejandro. Pero Astes, el gobernante de Peucelaotis, aprovechó para iniciar una revuelta; sólo consiguió quedar él mismo arruinado, y llevar a la ruina también a la ciudad a la que había escapado en busca de refugio. Hefestión la tomó tras asediarla durante treinta días, y Astes mismo fue asesinado. Sangeo, que hace algún tiempo había tenido que huir de Astes y buscar protección con Taxiles, fue designado para hacerse cargo de la ciudad. Esta deserción fue una demostración de su lealtad hacia Alejandro.
CAPÍTULO XXIII. BATALLA CONTRA LOS ASPASIOS
Alejandro ahora tomó el mando de los hipaspistas, la caballería de los Compañeros, con la excepción de los que habían ido con Hefestión, las unidades de los llamados Compañeros de a pie, los arqueros, agrianos y los lanzadores de jabalina montados, y avanzó con ellos hacia las tierras de los aspasios, gureos y asacenios; marchando por un camino montañoso y agreste a lo largo del río llamado Coes. Lo cruzó con dificultad, y luego ordenó que el cuerpo principal de su infantería lo siguiera a paso regular, mientras él con toda la caballería y 800 de la infantería macedonia, a quienes hizo montar a caballo con sus escudos de infantería, continuarían a marchas forzadas; había recibido informes de que los bárbaros que habitaban en esa zona habían huido a la seguridad de las montañas que se extienden por esas tierras, en las que muchas de sus ciudades estaban situadas y eran lo suficientemente fuertes para resistir un sitio. Decidió atacar la primera de estas ciudades que se encontraba en su camino. Él dirigió en persona el primer asalto sin perder tiempo, hizo retroceder a los hombres a los que se encontraban desplegados enfrente de la ciudad, y los obligó a encerrarse en ella. Alejandro fue herido por un dardo que penetró a través de la coraza en su hombro, pero la herida no resultó preocupante, pues su coraza impidió que la flecha penetrara muy profundamente en su hombro. Leonato y Ptolomeo, hijo de Lago, también resultaron heridos.
Luego acamparon cerca de la ciudad, en el lugar donde la muralla parecía más fácil de asaltar. Al amanecer del día siguiente, los macedonios se abrieron paso a través del primer muro, que no había sido sólidamente cimentado. La ciudad estaba protegida por una muralla doble. En el segundo muro, los bárbaros mantuvieron su posición por un corto tiempo, porque muy pronto las escalas se fijaron a él, y los defensores, cayendo heridos por las flechas disparadas desde todas partes, ya no pudieron sostenerse allí. Se precipitaron por las puertas hacia fuera de la ciudad, a las montañas. Algunos de ellos murieron en la desbandada, pues los macedonios, enfurecidos porque habían herido a Alejandro, mataron a todos los que tomaron prisioneros. La mayoría de ellos, sin embargo, escapó a las montañas, que no estaban lejos de la ciudad. Después de haber reducido esta ciudad a escombros, Alejandro se dirigió a otra, llamada Andaca, de la que se apoderó al optar ésta por la rendición voluntaria. Salió de allí con Crátero y los otros oficiales de la infantería, para capturar todas las demás ciudades que no querían capitular por su propia voluntad; y para poner los asuntos de todo este país en el orden que era más idóneo para él según las circunstancias.
CAPÍTULO XXIV. OPERACIONES CONTRA LOS ASPASIOS
Alejandro marchaba con los hipaspistas, los arqueros, los agrianos, las unidades de Coeno y Atalo, el Escuadrón Real de caballería, unas cuatro hiparquías de la caballería de los Compañeros, y la mitad de los arqueros montados; avanzaba hacia el río Euaspla, donde se hallaba el jefe de los aspasios. Tras un largo viaje, llegó a la ciudad en el segundo día. Cuando los bárbaros pudieron constatar que se estaba acercando, prendieron fuego a la ciudad y escaparon a las montañas. Pero las tropas de Alejandro siguieron de cerca a los evadidos hasta las montañas, y mataron a muchos de ellos antes de que lograran subir a los lugares de difícil acceso.
Ptolomeo, hijo de Lago, observando que el jefe de los indios de esa región estaba en cierta colina, y que algunos de sus guardias estaban a su alrededor, decidió perseguirlo a caballo, aunque tenía con él muchos menos hombres. A medida que ascendía por la colina, se le iba haciendo fatigoso a su caballo galopar promontorio arriba. Dejó, pues, su montura allí, entregándosela a uno de los hipaspistas para que se la llevara. Luego persiguió al indio a pie, sin pararse a consideraciones. Cuando el último se percató de que Ptolomeo se le venía encima, se volvió, y lo mismo hicieron sus guardias con él. El indio más cercano a Ptolomeo golpeó a éste en el pecho, intentando atravesar su coraza con una lanza larga; pero el peto frenó el impacto del lanzazo. Ptolomeo reaccionó golpeando al indio directamente en el muslo, lo derribó y lo despojó de sus armas. Cuando sus guardias vieron que su líder yacía muerto, ya no se mantuvieron unidos y se disgregaron; pero los hombres de las montañas, al ver el cadáver de su jefe siendo llevado por el enemigo, fueron presa de la indignación, y corriendo hacia la colina empezaron una lucha desesperada por recuperarlo. En ese instante, el mismo Alejandro apareció por la colina con la infantería, que se había apeado de los caballos. Éstos cayeron sobre los indios, los echaron de vuelta a las montañas después de un encarnizado combate, y conservaron la posesión del cadáver.
Cruzando por las montañas, Alejandro descendió a una ciudad llamada Arigeo, y encontró que ésta había sido incendiada por los habitantes, que habían huido después. Allí llegó Crátero con su ejército, habiendo llevado a cabo todas las órdenes del rey. Porque a éste la ciudad le pareció estar construida en un lugar idóneo, ordenó al general que la reconstruyera, fortificase también, e instalara en ella a tantas personas del vecindario como estuviesen dispuestas a vivir allí, junto con los soldados que ya no estaban en óptimas condiciones para guerrear. Más tarde, avanzó hasta el lugar donde estaba enterado de que la mayoría de los bárbaros de la zona se estaban refugiando. Al llegar a una determinada montaña, acampó al pie de la misma.
Entretanto Ptolomeo, hijo de Lago, enviado por Alejandro en una expedición de forrajeo, recorrió una distancia considerable con unos pocos hombres para hacer un reconocimiento; a su vuelta, mandó a decir al rey que había observado muchas más fogatas en el campamento de los bárbaros que en el de Alejandro. Pero éste no creyó que las hogueras de los enemigos fueran tantas. Sin embargo, descubrieron que se debía a que todos los bárbaros de la comarca habían sumado sus fuerzas en un solo ejército. Dejó entonces una parte del suyo allí, cerca del monte, acampados como estaban; tomando sólo a los hombres necesarios, como le pareció de acuerdo con los informes que había recibido, se dirigió al campamento contrario. Tan pronto divisó los fuegos cerca de él, dividió su ejército en tres partes. Una la puso bajo Leonato, otro de sus escoltas reales de confianza, juntando las unidades de Atalo y Balacro a las suyas. La segunda división se la dio a Ptolomeo, hijo de Lago; incluía a la tercera parte del agema, las unidades de Filipo y Filotas, dos quiliarquías de caballería, los arqueros, los agrianos, y la mitad de la caballería. A la tercera división, él mismo la dirigió hacia el lugar donde la mayoría de los bárbaros eran visibles.
CAPÍTULO XXV. DERROTA DE LOS ASPASIOS — ATAQUE CONTRA LOS ASACENIOS Y GUREOS
Cuando los enemigos que ocupaban los puestos más elevados se percataron de que los macedonios se acercaban, descendieron a la llanura, envalentonados por su superioridad numérica y menospreciando a los macedonios porque eran sólo unos pocos. El enfrentamiento fue sangriento, pero Alejandro obtuvo la victoria sin complicaciones. Los hombres de Ptolomeo no se desplegaron en formación en la parte llana, porque los bárbaros ocupaban una colina. Por eso, Ptolomeo ordenó la formación de sus unidades en columna, las condujo hasta el punto en la colina que parecía más atacable y no daba lugar a que lo rodeasen por completo, pero dejaba espacio para que los bárbaros pudieran huir si estaban dispuestos a hacerlo. Allí también se produjo un choque violento con estos hombres, por la naturaleza difícil del terreno, y porque los indios no eran como los otros bárbaros de esta región. Son mucho más fuertes que sus vecinos. Estos hombres también fueron expulsados??de la elevación por los macedonios. De similar manera procedió Leonato con la tercera división del ejército, y sus hombres también derrotaron a los opuestos. Ptolomeo dice que todos los adversarios fueron capturados; ascendían a un número superior a 40.000, y además 230.000 bueyes se añadieron al botín, de los cuales Alejandro escogió a los mejores, aquellos que sobresalían tanto en belleza como en tamaño, con el deseo de enviarlos a Macedonia para arar la tierra.
Desde allí marcharon hacia la tierra de los asacenios, porque el rey recibió la noticia de que dicha tribu había hecho preparativos para una guerra contra él; tenían 20.000 de caballería, más de 30.000 de infantería y 30 elefantes. Cuando Crátero hubo fortificado escrupulosamente la ciudad para cuya fundación se había quedado atrás, trajo a sus tropas de la infantería pesada donde Alejandro; sin olvidar la maquinaria militar, en caso de que fuera necesario poner sitio a cualquier lugar. Alejandro pudo entonces marchar contra los asacenios a la cabeza de la caballería de los Compañeros, los arqueros montados, las unidades de Coeno y Poliperconte, los agrianos, la infantería ligera, y los arqueros de a pie. Atravesando la tierra de los gureos, cruzó el río que da nombre a esta tierra, el Gureo, con dificultad debido a su profundidad y porque su corriente era rápida; las piedras en el fondo del río eran redondas, y hacían tropezar a quienes posaban los pies sobre ellas. Al saber los bárbaros que Alejandro se acercaba, no se atrevieron a tomar posición para una batalla en orden cerrado, sino que se dispersaron; uno por uno volvieron a las distintas ciudades que habitaban, con la determinación de preservar éstas por medio de una decidida resistencia.
CAPÍTULO XXVI. ASEDIO DE MASAGA
En primer lugar, Alejandro dirigió a sus fuerzas contra Masaga, la mayor de las ciudades en ese territorio. Al aproximarse a las murallas, los bárbaros, ensoberbecidos por los 7.000 mercenarios que habían obtenido como refuerzos de los indios más distantes, se abalanzaron a la carrera contra los macedonios que se disponían a asentar su campamento. Alejandro, al ver que la batalla estaba a punto de desarrollarse cerca de la ciudad, se puso ansioso por atraerlos más lejos de sus murallas; de este modo, si los ponía en fuga, como creía que sucedería, no podrían escapar con desenvoltura para refugiarse en la ciudad, tan cercana. Por tanto, cuando vio a los bárbaros corriendo hacia él, ordenó a los macedonios dar la vuelta, y retirarse a una cierta colina distante unos siete estadios del lugar donde había decidido acampar. Los enemigos se envalentonaron aún más, como si los macedonios ya hubiesen cedido terreno; se precipitaron sobre ellos sin ningún tipo de orden.
Cuando las flechas empezaron a caerles encima, Alejandro dio la señal convenida para que sus hombres giraran, y su falange arremetiera contra los adversarios al trote. Sus lanceros a caballo, los agrianos y los arqueros fueron los primeros en correr hacia adelante y liarse en combate con los bárbaros; el mismo rey capitaneó la falange detrás de ellos en orden y a paso regular. Los indios se sobresaltaron ante esta maniobra inesperada, y tan pronto como la batalla se convirtió en un conflicto hombre a hombre, cedieron y huyeron a la ciudad. Alrededor de 200 de ellos fueron abatidos, y el resto se encerró dentro de los muros. Alejandro llevó a su falange hasta la muralla, donde poco después recibió una herida leve de flecha en el tobillo. Al día siguiente hizo llevar sus máquinas de asedio, las que fácilmente desprendieron un buen pedazo de la muralla. Pero los indios rechazaron gallardamente a los macedonios que estaban tratando de forzar la entrada por la brecha abierta, y Alejandro tuvo que llamar al ejército a retroceder ese día. Al siguiente, los macedonios se dedicaron a asaltar los muros con más vigor; una torre de madera había sido arrimada a las murallas, desde la cual los arqueros disparaban contra los indios, y, además, un montón de proyectiles eran lanzados desde las catapultas, lo que hizo retroceder a una gran distancia a los defensores. No obstante, ni siquiera así fueron capaces los macedonios de abrirse camino dentro de la ciudad.
En el tercer día, Alejandro acercó a la falange de nuevo, y después de lanzar una pasarela desde una de las torres a la parte de la pared donde estaba la brecha, llevó a través de ella a los hipaspistas que habían capturado Tiro de similar manera. Pero como muchos de ellos subieron a la vez, impulsados??por su ardor, el puente recibió un peso demasiado grande y se rompió en pedazos; todos los macedonios cayeron a tierra con él. Los bárbaros, al ver lo que estaba ocurriendo, elevaron un ensordecedor grito, y les dispararon desde la muralla una buena cantidad de piedras, flechas, y todo lo que tenían a mano o podían arrancar en ese momento. Otros salieron por las pequeñas puertas ubicadas entre las torres de la muralla, y atacaron a los todavía aturdidos soldados que habían sido arrojados al suelo al caer la pasarela.
CAPÍTULO XXVII. CONTINÚA EL SITIO DE MASAGA — EL ASEDIO DE ORA
Alejandro envió ahora a Alcetas con su propia unidad a recuperar a los hombres que habían sido gravemente heridos, y llamar a retirada a aquellos que todavía estaban peleando con el enemigo. En el cuarto día, apoyó otra vez una nueva pasarela contra la pared en la misma manera que la anterior, desde otra torre.
Los indios, siempre y cuando su jefe permaneciera con vida, se defendían con arrojo; pero al rato éste fue alcanzado y matado por un proyectil lanzado desde una catapulta. Y como ya una buena parte de sus tropas se habían reducido en el sitio, que había continuado sin pausa, además de que la mayoría de ellos estaban heridos e incapacitados para seguir combatiendo, los defensores recurrieron al envío de un heraldo ante Alejandro. Éste se alegró de poder perdonar las vidas de hombres tan bravos; llegó a un acuerdo con los mercenarios de la India con esta condición: debían enrolarse en las filas de su ejército y servir como soldados suyos. Entonces, todos ellos salieron de la ciudad cargando sus armas, y acamparon sobre una colina que se hallaba frente al campamento de los macedonios; por la noche, decidieron salir corriendo y regresar a sus moradas, porque no estaban dispuestos a tomar las armas contra sus compatriotas indios. Cuando la inteligencia macedonia informó de esto a Alejandro, éste colocó la totalidad de su ejército alrededor de la colina durante la noche; interceptaron a los aspirantes a fugitivos en pleno escape y los mataron a todos. A continuación, se dirigieron a tomar la ciudad por asalto, desnuda de defensores como había quedado, y capturaron a la madre y la hija de Asacenio. En todo el sitio, unos 25 de los hombres de Alejandro murieron luchando.
Desde allí despachó a Coeno a Bazira, convencido de lo acertado de su propia opinión de que los habitantes se rendirían cuando se enteraran de la captura de Masaga. También mandó a Atalo, Alcetas y Demetrio, un hiparco de la caballería, a otra ciudad llamada Ora, con instrucciones de bloquearla hasta que él llegase. Los hombres de esta ciudad salieron a enfrentar a las fuerzas de Alcetas; pero los macedonios los derrotaron sin esfuerzo y los echaron dentro de la ciudad. Mas los asuntos en Bazira no se resolvieron a favor de Coeno: sus habitantes no daban ni la más remota señal de querer capitular, confiados como estaban en la capacidad de resistencia de aquélla, porque no sólo estaba situada en un promontorio, sino que también estaba muy bien fortificada por todos sus costados.
Cuando Alejandro supo esto, se puso en marcha hacia Bazira. En el camino, comprobó que algunos de los bárbaros del vecindario estaban a punto de entrar en la ciudad de Ora a escondidas, enviados allí por el jefe Abisares para tal propósito; tuvo que desviarse para ir por primera vez a Ora. Mandó un mensaje a Coeno ordenándole que fortificara cierta posición estratégica para servir como base de operaciones contra la ciudad de Bazira, y más adelante fue a reunirse con él llevando al resto de su ejército; no sin antes haber dejado en el lugar de partida a una guarnición con tropas suficientes para impedir a los habitantes disponer a su antojo de las tierras de los alrededores. Al ver los hombres de Bazira que Coeno se alejaba con la mayor parte de su ejército, sintieron desprecio por los macedonios, considerándolos incapaces de lidiar con ellos; decidieron, pues, salir a la llanura. Se produjo una aparatosa colisión entre ambas tropas, en la que 500 de los bárbaros cayeron, y más de 70 fueron tomados prisioneros. El resto, que huyeron de vuelta a la ciudad, quedaron ahora aislados del exterior por los hombres en el fuerte macedonio. El asedio de Ora al final resultó ser un asunto sencillo para Alejandro; tan pronto atacó las murallas en el primer asalto, se apoderó de la ciudad y capturó los elefantes que habían quedado allí.
CAPÍTULO XXVIII. LA CAPTURA DE BAZIRA — AVANCE HACIA AORNOS
Cuando los hombres de Bazira escucharon esta noticia, desconfiaron de poder resistir; abandonaron la ciudad alrededor de la medianoche, y huyeron a refugiarse en una fortaleza rocosa, como los otros bárbaros estaban haciendo. Todos los habitantes abandonaron las ciudades, y comenzaron a afluir a la roca que se encuentra en esa tierra y se llama Aornos. Esta roca es objeto de leyendas en esta tierra; de ella se cuenta que fue inexpugnable incluso para Heracles, el hijo de Zeus. Yo no puedo precisar, en cualquier caso, si el Heracles de Tebas — o el de Tiro, o el egipcio — penetró alguna vez en la India o no, pero me inclino a pensar que no llegó tan lejos; todo esto puede deberse a que los hombres acostumbran a magnificar las dificultades de las empresas ya de por sí difíciles, a un grado tal que les permita afirmar que ésta o aquélla habría sido irrealizable hasta para Heracles. Por ello, me decanto por concluir que, en lo que respecta a esta roca, el nombre de Heracles se mencionaba simplemente para engalanar la historia. Sea como fuere, se dice que la circunferencia de la roca era de aproximadamente 200 estadios, y su altura era de once estadios en su parte más baja. Sólo había una vía para escalarla, que era artificial y peliaguda. En la cima de la roca había abundancia de agua pura, que fluía de un manantial que brotaba de la tierra; había también mucha madera, y suficiente buena tierra de cultivo para que 1.000 hombres la labraran.
Al saberlo Alejandro, fue presa de un deseo vehemente de capturar esta montaña, sobre todo a causa de la leyenda que circulaba acerca de Heracles. Primero hizo fortificar Ora y Masaga para mantener esa tierra pacificada, y fortificó la ciudad de Bazira. Hefestión y Pérdicas también fortificaron para los macedonios otra ciudad, llamada Orobatis, y dejando en ella una guarnición marcharon hacia el río Indo. Cuando llegaron a ese río, de inmediato comenzaron a poner en práctica las órdenes de Alejandro con respecto a construir un puente sobre él.
Alejandro nombró sátrapa del territorio en este lado del río Indo a Nicanor, uno de los Compañeros; y enseguida se puso al frente del ejército para guiarlo hacia el río, logrando de paso que la ciudad de Peucelaotis, que estaba situada no muy lejos de él, capitulara sin luchar. En esta ciudad destinó una guarnición de macedonios, bajo el mando de Filipo. Y después se dedicó a doblegar algunas otras ciudades pequeñas situadas cerca de dicho río; acompañado todo el tiempo por Cofeo y Asagetes, los jefes de las tribus de este territorio. Al llegar a la ciudad de Embolima, situada cerca de la Roca de Aornos, dejó a Crátero en ella con una parte del ejército, para hacer acopio de la cantidad de cereales que se pudiera en esta ciudad, así como otras cosas necesarias para una estancia larga. Haciendo de ésta su base de operaciones, los macedonios podrían ser capaces de llevar a cabo un largo asedio de la roca; suponiendo que no fuese capturada en el primer asalto. Luego tomó a los arqueros, los agrianos, la unidad de Coeno, y una selección de los más ligeros infantes, así como los hombres mejor armados del resto de la falange; unos 200 de la caballería de los Compañeros y 100 arqueros montados, y avanzó hacia la roca. Por ese día acamparon donde al rey le apareció conveniente; a la mañana siguiente se acercaron un poco más a la roca, y acamparon de nuevo.
CAPÍTULO XXIX. ASEDIO DE AORNOS
A estas alturas, algunos de los nativos vinieron a verle, y, después de rendirse formalmente, se ofrecieron a guiarle hasta un sector de la roca por donde ésta podía ser atacada con menos dificultades, y por la que iba a ser fácil para él capturar el lugar. Con ellos envió al escolta real Ptolomeo, hijo de Lago, al mando de la agrianos, otros soldados ligeramente armados, y unos cuantos hipaspistas escogidos. A este general se le dieron instrucciones de que tan pronto hubiera tomado posesión del lugar, lo rodease con un numeroso contingente de centinelas, e hiciera señales para indicar que la misión había sido cumplida. Ptolomeo procedió a lo largo de un camino montuoso y difícil de transitar, y ocupó la posición sin el conocimiento de los bárbaros. Después de reforzar ésta con una empalizada y una zanja, hizo una señal con fuego en la montaña, desde donde era probable que fuese vista por Alejandro. La llama fue, en efecto, avistada por el rey. Al día siguiente, éste llevó a su ejército hacia adelante; pero como los bárbaros entorpecían su avance, no podía hacer nada más debido a la agreste naturaleza del terreno. Al percatarse los bárbaros de que Alejandro no podía iniciar el asalto, se volvieron para atacar a Ptolomeo. Se desencadenó una tenaz lucha entre ellos y los macedonios. Los indios hacían grandes esfuerzos para derribar la empalizada, y Ptolomeo para preservar su posición. Los bárbaros se llevaron la peor parte en la refriega, y debieron retirarse cuando llegó el anochecer.
Alejandro escogió de entre los desertores de la India a un hombre que le era muy devoto, quien además conocía la localidad, y lo envió de noche donde Ptolomeo con una carta; en ella estaba escrito que en el mismo instante que el rey atacara la roca, Ptolomeo debía caer desde la montaña sobre los bárbaros, y no contentarse con mantener la vigilancia de su posición. De esta manera, al verse los indios presionados desde ambos lados a la vez, dudarían acerca de qué camino tomar. En consecuencia, partieron los macedonios de su campamento al amanecer; el rey los condujo por el camino por donde Ptolomeo había ascendido a hurtadillas, convencido de que si se abriera paso en esta dirección y uniese sus fuerzas a las de Ptolomeo, completar la faena no sería ya complicado para él. Y así es como resultó. Hasta el mediodía, indios y macedonios se mantuvieron enzarzados en un muy disputado combate; los últimos se empeñaban en abrir a como diera lugar un camino para acercarse, y los primeros lanzaban proyectiles contra ellos mientras subían. A medida que pasaba el tiempo, los macedonios no relajaban su empuje, avanzando uno tras otro; los que estaban en la vanguardia se paraban a descansar hasta que sus compañeros de atrás los alcanzaban. Tras descomunales esfuerzos, tomaron posesión del objetivo a primeras horas de la tarde, y pudieron unirse con las fuerzas de Ptolomeo. Ahora unidas ambas tropas, Alejandro las lanzó en un ataque contra la roca misma. Sin embargo, aproximarse a ella era todavía impracticable. Tal fue el resultado final de las fatigas de ese día.
Al clarear la madrugada, el rey emitió una orden para que cada soldado cortara 100 estacas de manera individual. Y cuando esto se hubo hecho, hizo erigir un gran montículo de tierra contra la roca, a partir de la cima de la colina donde habían acampado. Desde este montículo, pensaba él, las flechas y piedras catapultadas desde las piezas de la artillería llegarían hasta los defensores de la roca. Cada hombre del ejército le ayudó en esta tarea de elevar el montículo, que él mismo supervisó en calidad de observador; iba de acá para allá elogiando al soldado que había completado su tarea con entusiasmo y prontitud, y también castigando al que fuese lento pese a la presente urgencia.
CAPÍTULO XXX. CAPTURA DE AORNOS — LLEGADA DE ALEJANDRO AL INDO
En el primer día, su ejército levantó la base del montículo, de un estadio de longitud. Al día siguiente, los honderos empezaron a disparar contra los indios desde la parte ya terminada; con la asistencia de los proyectiles que vomitaban las catapultas, rechazaron las incursiones de los enemigos en contra de los hombres que estaban terminando el montículo. Continuó el trabajo durante tres días sin interrupción, y al cuarto día algunos de los macedonios, abriéndose paso a la fuerza, ocuparon una pequeña elevación que estaba a la altura de la roca. Sin tomar descanso, Alejandro continuó con el terraplén, anhelando conectar el promontorio artificial con la colina que unos pocos de sus hombres ocupaban.
Para entonces los indios, pasmados ante la audacia indescriptible de los macedonios, se habían abierto paso hacia aquella elevación; y viendo que el terraplén estaba unido ya con ella, renunciaron a continuar la resistencia. Enviaron un heraldo a Alejandro, diciendo que estaban dispuestos a renunciar a la roca, si se les concedía una tregua. Pero en realidad planeaban perder el día de forma continua retrasando la ratificación de la tregua, y dispersarse durante la noche, escapando cada quien de regreso a su casa. Alejandro descubrió esta estratagema; les regaló tiempo para iniciar su retirada y para quitar los centinelas apostados por todo el lugar. Permaneció en silencio hasta que comenzaron su fuga; después, se dirigió a la roca con 700 hombres tomados de la escolta real y de los hipaspistas, y fue el primero en escalar la roca por la parte abandonada por el enemigo. Los macedonios ascendieron después de él, unos por una parte, otros por otra distinta. Sus hombres, a la señal convenida, se lanzaron contra los bárbaros en retirada y mataron a muchos de ellos. Otros, corriendo despavoridos, se mataron al saltar por los precipicios. Así fue como la fortaleza que había sido inexpugnable para Heracles fue ocupada por Alejandro. Él ofreció un sacrificio en ella; y luego organizó una guarnición para la fortaleza, cuyo gobierno puso en manos de Sisicoto. Éste había desertado mucho antes de los aliados indios de Besos en Bactra; después de que Alejandro conquistó Bactria, había entrado en su ejército y parecía ser una persona muy de fiar.
Alejandro salió de la roca para invadir la tierra de los asacenios; había sido informado de que el hermano de Asacenio había escapado a las montañas de esta zona, con sus elefantes y muchos de los bárbaros de las tribus vecinas. Llegando a la ciudad de Dirta, no encontró en ella a ninguno de los habitantes, ni en el interior ni en las tierras adyacentes. Al día siguiente, mandó en una misión a Nearco y Antíoco, dos quiliarcas de los hipaspistas; al primero le dio el mando de los agrianos y las tropas de la infantería ligera, y al segundo el mando de su propia quiliarquía y otras dos más. Debían realizar un reconocimiento de la localidad, y probar si podían capturar a algunos de los bárbaros en cualquier sitio de por allí, con el fin de obtener información general del país; el rey estaba especialmente ansioso por saber noticias de los elefantes. Enfiló su marcha hacia el río Indo, con el ejército yendo muy adelantado para abrir un camino para él; de lo contrario, la travesía por esta tierra habría sido complicada. Aquí se apoderó de algunos bárbaros, por los cuales se enteró de que los indios de aquella tierra habían huido por su seguridad a Abisares, pero habían dejado a sus elefantes ramoneando cerca del río Indo.
Ordenó a estos hombres que le mostraran el camino hacia donde los elefantes se hallaban. Muchos de los indios son cazadores de elefantes, y a éstos Alejandro los mantuvo siempre a su servicio y en alta estima, pues salía a cazar elefantes en compañía de ellos. Dos de estos animales murieron durante la cacería, saltando por un precipicio; el resto fueron capturados y colocados con el ejército, montados por sus respectivos conductores. Asimismo, mientras Alejandro marchaba a lo largo del río, se topó con un bosque cuyos árboles daban una madera ideal para la construcción de barcos. Éstos fueron talados por el ejército, y los barcos que fueron construidos navegaron por el río Indo hasta el puente, el que hace un tiempo habían levantado Hefestión y Pérdicas.
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