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lunes, 8 de enero de 2018

VALERIO MASSIMO MANFREDI LA TUMBA DE Alejandro EL ENIGMA:3 Las causas de la muerte

Los correos partieron de Babilonia en todas las di­recciones y muy pronto el mundo se quedó atónito ante la noticia de la muerte de Alejandro. Un aconteci­miento que nadie esperaba y para el que nadie estaba preparado. Alejandro no había cumplido aún los trein­ta y tres años y ni siquiera él esperaba morir. Prueba de ello es el hecho de que hasta el final siguió reuniendo al Estado Mayor y preparando la expedición a Arabia. Corno hemos adelantado, solamente un año antes du­rante el asalto a la fortaleza de los malios, una pobla­ción del actual Pakistán, había sido herido gravemente en un pulmón y su vida pendió de un hilo durante tres meses. También entonces el ejército había pretendido verlo porque no creía ya en las palabras de sus compa­ñeros, que aseguraban que seguía con vida. Alejandro tuvo que pasarles revista a caballo sosteniéndose a du­ras penas sobre la silla.
            Por desgracia para él, y cabría decir que para el mundo, esta vez su físico no aguantó y su gigantesca obra quedó incompleta. Ya desde entonces la gente se preguntó sobre las causas de la muerte de un joven que parecía inmortal, que había sobrevivido a muchas y graves heridas, que había afrontado esfuerzos inmensos y excesos no menos perjudiciales para su organismo. En diez años de campañas ininterrumpidas había recorri­do a pie y a caballo diecisiete mil kilómetros, atravesado cadenas montañosas consideradas infranqueables, afron­tado situaciones climáticas extremas: las arenas ardien­tes de los desiertos africanos, las estepas de Oriente Me­dio, las cimas nevadas del Hindu Kush, las interminables lluvias monzónicas de la India. Había caído enfermo varias veces, pero siempre se había recuperado. Parecía que nada pudiera doblegarle. Por tanto, enseguida se pensó en el veneno.
            Diodoro, cuyas fuentes son múltiples y no siempre identificables, refiere que, según algunos, Alejandro ha­bría sido envenenado por orden de Antípatro, su lugar­teniente en Europa.1 El rey, en efecto, había encargado a Crátero traer de vuelta a la patria a los soldados li­cenciados y transmitirle a Antípatro la orden de reunir­se con él en Babilonia con un nuevo ejército reclutado en Macedonia y en Grecia. La orden podía sonar ex­traña. ¿Por qué no confiar a su virrey en Macedonia un encargo tan banal como un simple traslado de tropas? Antípatro sabía muy bien que la reina madre Olimpia-de lo odiaba y escribía continuamente cartas al hijo para quejarse de las humillaciones que recibía de él. No cabía, pues, excluir que el rey quisiera contentar a su madre sacrificando al viejo y siempre fiel general. El veneno habría viajado oculto en el casco de un mulo, el único receptáculo adecuado para aquella sustancia corrosiva, y habría sido llevado por Yolas, el hijo de Antípatro, o por su otro hijo, Casandro. Se trataría de un veneno de acción lenta para no despertar sospechas. Una fuente muy tardía, Paulo Orosio, acepta incluso la hipótesis del veneno atribuyendo la muerte de Alejan­do a la acción de la sustancia tóxica.2 Alejandro, dándo­se cuenta de ello, habría tratado de vomitar y uno de sus compañeros, para ayudarle, le habría hecho cosqui­llas en la garganta con una pluma impregnada también de veneno. Tal habladuría identificaba incluso a Aristó­teles como la persona que había aconsejado esta acción a Yolas. El móvil habría sido la intención de castigar a Alejandro por haber hecho dar muerte a su sobrino Calístenes.
            En realidad, la mayoría de las fuentes antiguas, in­cluidas las más fiables, rechazan la hipótesis como im­probable, aunque no están en condiciones de explicar las causas de la muerte de Alejandro. Nosotros los mo­dernos, pudiendo contar con el informe médico de la corte que es presumiblemente exacto, podemos por el contrario intentar un diagnóstico, porque nuestros co­nocimientos científicos son inmensamente más avanza­dos que los de los médicos de Alejandro.
            Los modernos, al igual que los antiguos, están divi­didos entre quienes (pocos) creen en el veneno y quie­nes (los más) piensan en una causa natural. Hace más de veinte años, una biografía de Alejandro de Mario Attilio Levi incluía en el apéndice el análisis del profesor Antonio Pecile, el cual ilustraba las características toxicológicas del anhídrido arsénico, un compuesto de arsénico conocido en la Antigüedad.3 El arsénico, en contacto con la humedad del aire, puede dar origen al anhídrido arsénico, que tiene el aspecto de un polvo blanco impalpable, de hecho inodoro y casi insípido, fácil por tanto de confundirse en los alimentos y en las bebidas de sabor más intenso. En pequeñas dosis, entre los cuarenta y los sesenta miligramos, produce síntomas no muy evidentes. En dosis más elevadas, entre los se­senta y los ciento veinte miligramos, produce reaccio­nes más violentas con vómitos y diarrea y conduce en un tiempo bastante breve a la muerte. Por lo que se re­fiere a nuestro caso, se trataría de un suministro reitera­do que habría provocado un «efecto de caída», es decir, de acumulación progresiva.
            El profesor Pecile no afirma que Alejandro murie­ra envenenado con arsénico, pero es evidente que considera la posibilidad a partir de los síntomas referi­dos por las fuentes. En particular, le parece que la apa­rición de fiebre alta es propia del envenenamiento con arsénico, a menudo confundido con una infec­ción. Además, considera que una cierta remisión de los síntomas entre el tercer y el cuarto día de la apari­ción del primer malestar es propia de ese tipo de en­venenamiento. Los vómitos y la diarrea pueden, en efecto, expeler buena parte del veneno y dar la impre­sión de que el paciente está mejor. A veces se produ­cen incluso manifestaciones de una cierta euforia. El suministro de otras dosis lleva, sin embargo, a agravarse la patología también con episodios de delirio y lue­go a la muerte.
            En el caso en cuestión, esta hipótesis parece poco convincente. En primer lugar, es necesario tener en cuenta que Alejandro había descubierto ya al menos dos conjuras y por tanto el riesgo mortal de un inten­to posterior debía disuadir a cualquiera: ¿para qué afrontar el riesgo de ser descubiertos y torturados has­ta la muerte cuando en el fondo la vida con Alejandro deparaba a sus compañeros más ventajas que desventa­jas? Sin contar que muchos de sus amigos le querían y le eran sinceramente fieles. Nuestras fuentes, además, no hacen referencia a vómitos ni a diarrea alguna y tam­poco hablan de delirio, sino simplemente de un dolor imprevisto y tan agudo como para hacer gritar a Ale­jandro, después una fiebre cada vez más alta hasta el coma y, finalmente, la muerte.
            Existe también otra hipótesis de envenenamiento debida, se supone, a la ingesta en dosis excesivas de eléboro, una sustancia usada en la Antigüedad contra muchos males, que resulta tóxica si se toma en dosis excesivas. La hipótesis es puramente especulativa y de hecho infundada, poco más que un hallazgo periodís­tico.
            Pero entonces, ¿qué mató a Alejandro? Hay más de una hipótesis.
            Según algunos, habría contraído un tipo de malaria perniciosa mientras navegaba por las zonas pantanosas del sur. Pero ¿cómo es que ningún otro de sus compa­ñeros que le siguieron contrajo la enfermedad? Otros piensan también que Alejandro habría contraído la in­fección años antes en Asia Central y que la última re­caída habría sido fatal para él, debilitado como estaba tanto por las fatigas soportadas en diez años de campa­ñas como por los desórdenes a los que se había entre­gado en Babilonia. Se trata de teorías verosímiles, pero no demostrables.
            Otra hipótesis fue recientemente aventurada por Philip A. Mackowiak, director del Departamento de Medicina del Baltimore Veterans Affairs Medical Cen­ter, en el marco de una curiosa investigación4 que em­prendió para tratar de desvelar las causas de la muer­te de personajes famosos del pasado: desde Herodes el Grande hasta Mozart, pasando por Pericles, Alejandro o Napoleón. En particular, lo que habría causado la muer­te del caudillo macedonio habría sido una fiebre tifoi­dea. También en este caso el tifus habría provocado una fuerte diarrea y vómitos, mientras que estos síntomas no resultan de las fuentes. El diario de la corte refiere unas comidas ligeras tomadas por Alejandro, pero no dice nada más. La única alusión al vómito es la ya men­cionada que habría sido provocado por una pluma y que no hace al caso.5
            El doctor J. S. Marr del Departamento de Cardiolo­gía de Richmond, Virginia, señaló un testimonio de Plutarco6 que cuenta otro presagio de infortunio: mien­tras Alejandro se encontraba en las cercanías de Babilo­nia, vio a un grupo de cuervos agredirse unos a otros y algunos caer muertos a sus pies. Un fenómeno también este totalmente natural y que el doctor Marr interpreta como una infección aviar del virus West Nile, transmiti­do por los mosquitos a los pájaros y de estos, quizá, a los humanos. Aunque confinado en un área al oeste del Nilo, el virus se difundió también a otras zonas y el doctor Marr tuvo ocasión de observarlo también en Esta­dos Unidos. El comportamiento de los pájaros infecta­dos era como el descrito por Plutarco, pero en caso de transmisión del virus a seres humanos, provoca una fie­bre altísima que a su vez produce encefalitis, que con­duce en algunos días a la pérdida de la vista y el habla, luego al coma y, finalmente, a la muerte.
            Las observaciones del doctor Marr son bastante convincentes y coinciden en parte con la sintomatología descrita por nuestras fuentes. Además, el detalle de los cuervos que caen muertos a los pies de Alejandro es muy sugestivo, pero también aquí nos encontramos ante una grave enfermedad infecciosa que habría teni­do que contagiar a otros, hecho del que no hay ningún indicio en el testimonio de los textos antiguos. El pro­pio doctor Charles Calisher, que se ha dedicado a la in­vestigación junto con Marr, declara que este diagnósti­co no puede hacerse con precisión y que la encefalitis es una hipótesis como otra cualquiera.
            Lo que provocó la muerte de Alejandro, en suma, tiene que ver con él y nada más que con él.
            Volvamos entonces a la descripción de Diodoro.
            Alejandro pasó una jornada de intensos festejos co­miendo y bebiendo sin medida, y cuando se dispone a retirarse exhausto, llega un enviado de parte de su ami­go Medio que le invita a otra fiesta en su casa: Alejandro acepta y continúa con la francachela incluso du­rante la noche siguiente. En un momento dado se toma de un trago la «copa de Heracles», o sea, una enorme jarra de vino sin mezcla de agua. Inmediatamente des­pués grita como si hubiese recibido un golpe fortísimo y es llevado en volandas por los amigos a sus habitacio­nes, donde lo ponen sobre el lecho; pero el dolor más que disminuir va en aumento, y se decide llamar a los médicos.
            Es a partir de este episodio, en nuestra opinión, y no de otro cuando se inicia el decurso de la enfermedad mortal de Alejandro. Es muy interesante lo que cuenta Plutarco al respecto. En el intento de refutar ese testi­monio, lo cita de modo aún más preciso de lo que lo hace Diodoro: «Y empezó a sentir calentura. No es cierto que hubiera tomado la copa de Heracles, ni que le hubiera entrado repentinamente un gran dolor en la espalda (u£iá9p£VOv), como si le hubieran traspasado con una lanza, porque estas son circunstancias que cre­yeron algunos que deben añadir, inventando este de­senlace trágico y patético, como si fuera el de un in­menso drama. Aristóbulo dice sencillamente que le dio una fuerte fiebre, y que teniendo una gran sed bebió vino y que por eso entró en delirio y murió».
            La fuente que Plutarco pretende refutar probable­mente sea la misma que Diodoro en cambio acepta y que habla de un dolor semejante a una lanzada. Para nosotros, en cualquier caso, el testimonio de Aristóbu­lo citado por él como fiable no tiene sentido. Para él la causa de la muerte es el hecho de que Alejandro bebe vino para aplacar la sed que le produce la fiebre, pero no se pregunta por qué tenía fiebre. Por otra parte, Aristóbulo era ingeniero y no médico.
            Así pues, si en cambio damos por bueno el hecho del dolor imprevisto y fortísimo como una lanzada en la espalda, hay que pensar en un suceso acaecido y traumático extremadamente doloroso que posterior­mente habría producido la fiebre alta. Este síntoma, es decir, la sensación de sentirse traspasado por una hoja, ha sido descrito exactamente de ese modo por los pa­cientes que sufren una pancreatitis aguda. Con toda probabilidad fue esta la patología que llevó a la muerte al soberano macedonio y la hipótesis ha sido sostenida por diferentes autores, entre ellos, recientemente, C. N. Sbarounis7 del Hippokration Hospital de Salónica. Vea­mos cómo.
            Durante los festejos del primer día, Alejandro come y bebe sin medida, se podría decir que hasta el límite de lo que es posible aguantar; tanto es así que se siente exhausto y quiere acostarse, pero llega la invitación de Medio y es incapaz de resistirse a ella. Continúa, por tanto, ingiriendo comida en cantidades exageradas y toma vino sin mezcla de agua en abundancia, y al final la última bravata: la copa de Heracles. Ya estimulado en exceso en la actividad enzimática en ese momento, el páncreas se licúa y el jugo pancreático, más que verter­se en el duodeno, se expande por la cavidad peritoneal y la agrede. He aquí el dolor desgarrador como una punta de lanza que penetra en la carne. La percepción del dolor en la espalda se explica por el hecho de que el páncreas tiene una ubicación retroperitoneal y, por consiguiente, el dolor se percibe más hacia la espalda que hacia la pared anterior del abdomen. La consecuen­cia casi inmediata es la de una peritonitis aguda, pero luego, con el paso de los días, las enzimas del páncreas atacan también el intestino perforándolo, de modo que su contenido se derrama en la cavidad abdominal pro­vocando una infección devastadora, de ahí la fiebre al­tísima que no le da tregua. Al final se produce la pérdi­da del habla, el coma y la muerte.
            Otra hipótesis verosímil podría ser la rotura de la vesícula biliar, que coincide con el fortísimo dolor en el costado derecho, y una ictericia evidente. Sin em­bargo, no se ha encontrado rastro de ello en las fuentes; es más, su colorido siempre se describe como rosado e inmutable incluso después de la muerte. Puede ser un detalle hagiográfico, pero puede ser también una ob­servación realista.
            Un investigador inglés, W.W.Tarn, ha dicho de Ale­jandro: «Al final murió de una enfermedad que habría podido perdonarle si él hubiese sabido perdonarse al­guna vez a sí mismo».8 Nada más cierto si considera­mos que la causa de su muerte fue la que acabamos de describir. El caudillo macedonio se venía entregando desde los dieciséis años a desórdenes inauditos, esfuer­zos sobrehumanos, heridas y traumas de todo tipo, no solo físicos sino también psicológicos. Un comporta­miento más mesurado le habría evitado probablemen­te la muerte. Al menos ese tipo de muerte.
            Por lo que sabemos, durante las campañas militares Alejandro era de hecho muy austero, en el comer, en el beber y quizá también en el sexo. La tensión emocio­nal y el estrés le mantenían concentrado solamente en el objetivo. Esa tensión debía de ser tan espasmódica que, cuando cesaba, todos los frenos inhibidores desa­parecían y perdía de hecho el control de sí mismo.
            Es famosa la anécdota presente en la mayor parte de las fuentes, y por tanto presumiblemente verídica, que refiere sus últimas palabras. Siendo evidente que ya no se recuperaría, Pérdicas le habría preguntado: «¿A quién dejas tu reino?». Alejandro le habría entregado su anillo ron el sello real respondiendo: tw kratistw, que signi­fica «al mejor» pero también «al más fuerte».
            Una respuesta ambigua como quien la había pro­nunciado.


1.           Diodoro, XVII, 118: «Así, por medio de su propio hijo que era el copero del rey, envenenó a este». El Pseudo Calístenes, III, 31, se remite proba­blemente a la misma fuente con una variante: el hijo de Antípatro entrega el veneno a Yolas, copero de Alejandro.
2.     Orosio, III, 20, 4, atribuye sin embargo el enve­nenamiento de Alejandro «a un ministro suyo cuya avi­dez él no había sabido castigar adecuadamente».
3.     Levi, 1994, pp. 415-417.
4.           Mackowiak, 2007.
5.           Pseudo Calístenes, op. cit.
6.     Marr, Calisher, 2003, mencionan escrupulosa­mente todas las hipótesis anteriores confrontándolas con los síntomas descritos por las fuentes, optando al final por una infección de West Nile encephalitis virus. En par­ticular, basándose en Plutarco, Alejandro, 73,2: «Cuando ya tocaba las murallas vio muchos cuervos que peleaban y se herían unos a otros, de los cuales algunos cayeron donde estaba», por cuanto el virus pudo infectar a los pájaros y estos a los hombres por medio de la picadura de los mosquitos.
7.     Sbarounis, 1997.

8.           Tarn, 1970.

VALERIO MASSIMO MANFREDI LA TUMBA DE Alejandro EL ENIGMA:1 Retorno a Babilonia

La muerte de Alejandro Magno, como la de Jesús, la de Julio César y la de Sócrates, es uno de esos acontecimientos negativos en sí mismos que sin em­bargo tuvieron un impacto enorme en la historia de la Humanidad. Tres de cuatro de estos personajes fueron considerados divinidades después de su muerte, aunque de manera y con significados distintos. La desapari­ción de estos hombres, en suma, no fue aceptada por sus contemporáneos, que quisieron creer en su existencia diferente y más elevada tras el final de su aventura hu­mana. De todos ellos, solo Jesús todavía es considerado Dios por millones de personas, porque su mensaje de amor, de perdón, de paz, de visión eterna del devenir humano, así como el hallazgo de su sepulcro vacío, atestiguado por las fuentes evangélicas tres días después de su muerte en la cruz, cargaron su figura de unos poderosísimos valores místicos y escatológicos.
            Sócrates, aunque solo y exclusivamente humano, está de algún modo próximo a él en cuanto intenso y profundo pensador, hombre no violento y también mártir de una violencia inmotivada y ciega.
            Otra cosa es el caso de César, fundador de un im­perio plurisecular, y más aún el de Alejandro, que mu­rió joven y en el apogeo de la gloria y del poderío des­pués de haber llevado a cabo hazañas sobrehumanas, dando pie a una leyenda destinada a durar milenios. La Biblia misma le nombra en el libro de los Macabeos con palabras de atónita admiración:1 Et siluit terra in conspecto eius, «Y la tierra enmudeció con su presencia».
            Nadie antes que él había realizado semejantes haza­ñas; nadie había llegado con un ejército a tan lejana distancia de su país; nadie había concebido nunca un plan político de tales proporciones, y, finalmente, nadie había sido nunca consciente como él de las consecuen­cias que ese plan tendría en el futuro de la Humanidad. Su muerte precoz y en la cima de la fortuna desenca­denó el imaginario colectivo y provocó una serie de interrogantes sobre cómo sería el mundo si él hubiese podido consolidar su construcción y reunir la mayor parte del género humano bajo su égida. El eco de sus hazañas se multiplicó de forma desmesurada hasta reso­nar en los poemas medievales y en las canciones de los griot de Guinea, su imagen esculpida en mármol, pinta­da en los frescos, resplandeciente en los mosaicos, inva­dió el mundo entero de entonces. El arte promovido y difundido por él era reconocible aún tres siglos después en los valles impracticables de Afganistán y del Hindu Kush: el estilo Gandhara. Y todavía hoy se sigue trans­mitiendo entre las tribus montañesas que los caballos de aquellas tierras son descendientes de Bucéfalo, el se­mental de Alejandro.
            Existe una tradición según la cual hace unas pocas décadas, en las noches de tempestad, las mujeres de las islas griegas, en espera angustiosa de los maridos que permanecían mar adentro en sus barcas, se dirigían a la orilla del mar y gritaban con grandes voces para domi­nar el fragor de las espumosas olas: «Pou ine o Magálexandros?», «¿Dónde está el gran Alejandro?». Y respon­dían con la misma fuerza: «Zi ke vasilevi!», «¡Vive y reina!», como si ese nombre poderoso tuviese la virtud de calmar la furia de los golpes de mar.2
            Ni Aquiles, ni Teseo o Heracles, ni Rómulo o Eneas, ni mucho menos César o Escipión tuvieron nunca un tributo semejante del pueblo. ¿Cuál fue, pues, la causa de ello? La muerte precoz, como se ha dicho antes, precisamente en el momento en que se disponía a completar su obra, la conciencia de que él era el único en condiciones de llevarla a cabo, la fe en la idea de que un mundo plasmado por él sería mejor que cualquier otro, pero sobre todo el carisma, el don natural que hacía que todos le amasen: tanto los hom­bres como las mujeres, los perros y los caballos, y los dioses si existían. Su capacidad de soñar y de enamo­rarse de su sueño hasta el punto de renunciar a todo para hacerlo verdadero y creíble, incluida su patria na­tal, y establecerse en el bochorno permanente de una capital cenagosa, que se extiende a orillas de un río fangoso, y de olvidar para siempre los abetos azules y las fuentes cristalinas de sus montañas.
            Y también el coraje temerario, la fuerza inagotable con la que había abatido en el campo de batalla a ad­versarios mucho más excelentes que él, la resistencia sobrehumana que le había permitido sobrevivir a heri­das devastadoras que habrían acabado con cualquiera. A esta verdad se añadía la hagiografía: el perfume natural de su piel aún perceptible después de días de descansar sin vida en su féretro, la armonía de la voz, el ojo negro y el ojo azul que habían de inspirar los versos de un poeta casi veintitrés siglos después:

Piange dall'occhio ñero como norte
Piange dall'occhio azzurro como cielo.3

[Llora por el ojo negro como muerto
llora por el ojo azul como cielo.]

            Ilustres académicos han declarado en privado que si el mundo hubiera sido el de Alejandro más que el de Augusto, la Humanidad habría conocido la civilización de la armonía y del arte, de la fantasía y del equilibrio; un mundo en el que el agonismo habría sustituido a la violencia, la filosofía habría reinado en lugar de la ley. Sueños, también estos, inconfesables en las páginas de la comunicación científica, pensamientos que si por una parte tienen quizá un fondo de verdad, por otra son síntomas en cualquier caso de una fe más que de una ciencia. Se tiene confianza en los hombres, pero solo se tiene fe en los dioses.
            Por todas estas razones y también por la imagen que Alejandro supo forjar y difundir de sí mismo en vida, la preocupación meticulosa que sintió por su pro­pia apariencia física, confiada a genios como el pintor Apeles y al escultor Lisipo, su persona tomó al poco de su muerte el carácter de una reliquia melancólica, sím­bolo de la añoranza por un mundo nunca construido y solo soñado, de un imperio desmembrado y destruido antes de nacer, de un niño frágil e indefenso por cuyas venas corría su sangre y que de haber vivido se habría llamado Alejandro IV.
            En torno a su cuerpo, crisálida disecada, se desarro­lló todo un culto; nació una dinastía fundada por uno de sus generales, que se proclamó su guardián en la tie­rra de Egipto, en la ciudad fundada por él y que lleva­ba su nombre: Alejandría. Ptolomeo, el primero de esos reyes, compañero y custodio del cuerpo del héroe con­quistador, fue el autor de la más importante y acredita­da biografía de Alejandro y de su empresa. La tumba se alzaba a escasa distancia de su palacio, en la necrópolis real, y cada vez que Ptolomeo entraba solo en aquel mausoleo y contemplaba pensativo el aspecto del ami­go extinguido, del rey momificado, no podía dejar de recordar las visiones febriles que habían poblado su mente, el relámpago insostenible de sus ojos, la voz im­periosa en el mando y afable en la conversación, es­tridente en la cólera irrefrenable. Debió de asombrarse y sentir vértigo por la inmensa distancia que separaba el tumulto impetuoso de una vida que había conocido y compartido, de la absoluta, árida inmovilidad de la muerte que tenía delante. Y, sin embargo, mientras envejecía cada día y se daba cuenta de que tampoco él volvería a la patria, que nunca volvería a ver los abetos curvados bajo el peso de la nieve ni sentiría el aroma de las rosas de Pieria en primavera, Alejandro seguía sien­do joven como todos los héroes, para siempre en la memoria de quien le había conocido, amado, envidia­do y quizá odiado.
            Escribió su historia, la mejor y más cuidada de cuantas se escribieron sobre él, porque en ese momen­to de su vida, a la cabeza del más poderoso de los rei­nos de los Sucesores, Ptolomeo podía permitirse ser razonablemente sincero. También para él llegó el mo­mento de ser enterrado en un túmulo de la necrópolis real, no lejos de su amigo que ya descansaba en ella desde hacía casi cuarenta años.
            La historia de la tumba de Alejandro y de las infini­tas fantasías que la rodearon es la historia de un mito confiado a la eternidad en la oscuridad del sepulcro, le­yenda hasta el día de hoy, símbolo de la ilusión de que ese cuerpo pueda ser aún encontrado.
            Estas páginas cuentan la historia de ese mito, del largo olvido que se hizo sobre el lugar que albergaba el sepulcro y de su renacer después de la campaña napo­leónica de Egipto a finales del siglo XVIII. El mito se originó con su muerte, que le sorprendió a su vuelta de la gigantesca campaña de Oriente.
Alejandro llegó a Babilonia a principios del verano de 324 a.C., un verano bochornoso y húmedo en una metrópolis hacinada y asfixiante. Había concluido su empresa. Más allá de toda expectativa e imaginación, el joven rey había sometido a todos los reinos del mundo conocido y solo se había detenido cuando su ejército, a orillas del Hífasis en la India, se había negado a pro­seguir. Los soldados, agotados por el clima tropical, por las lluvias monzónicas, por los parásitos, por los comba­tes continuos, por las marchas extenuantes, por heridas y enfermedades, ya no eran capaces de seguir los sue­ños y las quimeras de su caudillo.
            Alejandro, aunque marcado gravemente también él por heridas en todas partes del cuerpo y, desde hacía diez años, por descuidar su salud de forma inaudita, ha­bía aceptado volver sobre sus pasos tras una larga prue­ba de resistencia física y en contra de su voluntad, pero también el regreso no fue cosa de poca monta. Mien­tras la flota de Nearco navegaba por la costa meridio­nal de Persia, el ejército avanzaba a través del desierto salado de Dasht-e-kabir, todavía hoy muy duro y ex­tremadamente peligroso.
            La flota no tardó en perder contacto con el ejército que tuvo así que volverse completamente autosuficiente para el abastecimiento de comida y de agua y afron­tar dificultades terribles en cada etapa de su larguísimo viaje. Habían de reencontrarse al final, por pura casua­lidad, cuando dos grupos de reconocimiento, el uno de la flota y el otro del ejército, se toparon en la playa.
            Alejandro perdió miles de hombres más en esa em­presa imposible, pero compartió con ellos el hambre y la sed, las fatigas, las vigilias, los enfrentamientos. Era el tipo de comportamiento que había de alimentar su le­yenda y por el que sus hombres le habían seguido du­rante años y años sin rechistar ni quejarse.
            Llegado el rey a Babilonia, encontró una situación nada fácil. Muchos de sus gobernadores macedonios se habían entregado a todo tipo de excesos: arbitrarie­dades, malversaciones, corrupciones, prevaricaciones, pensando evidentemente que Alejandro no regresaría jamás del interior de Asia. Su tesorero Hárpalo huyó incluso con una parte del tesoro real. Alejandro castigó a los culpables de modo ejemplar y puso en marcha una serie de reformas con el propósito de integrar en el ejército macedonio y en la burocracia administrativa a los aborígenes persas y babilonios. Luego decidió li­cenciar a los veteranos macedonios, que serían sustitui­dos por persas, pero esto fue interpretado por el ejército como una humillación intolerable y estalló un motín. Durante días, Alejandro se negó a recibir a los repre­sentantes de sus soldados; luego se decidió a hablar. El suyo fue un discurso memorable, áspero en muchos as­pectos, pero pronunciado con una participación emo­tiva que tocó directamente el corazón de sus hombres. Alejandro quería en realidad despedir a sus veteranos enfermos o heridos o, de algún modo, no aptos ya para el combate, pero no podía tolerar el tener que rendir cuentas a sus súbditos de las propias decisiones. En cualquier caso, él tenía un elemento fortísimo e incon­trovertible que esgrimir en su propia defensa: «[...] No he tomado nada para mí, y nadie puede echarme en cara que esconda tesoros [...] Como la misma comida que coméis vosotros [...], me despierto antes que vo­sotros cuando todavía dormís tranquilos en vuestros catres. Alguno de vosotros podría pensar que mientras vosotros habéis llevado a cabo estas conquistas con mil fatigas y padecimientos, yo me apropiaba de ellas sin ningún esfuerzo. Pero ¿quién de vosotros está conven­cido de haber soportado más fatigas por mí que yo por él? Oídme, que aquel de vosotros que tenga heridas se desnude y las muestre. También yo mostraré las mías. Porque no hay ni una parte de mi cuerpo, por delante al menos, que no tenga cicatrices; no hay arma corta o arrojadiza que no me haya dejado una señal. Sí, he sido traspasado por flechas, golpeado por una catapulta, he­rido por piedras y mazas, por vosotros, por vuestra glo­ria y por vuestra riqueza. Os he guiado victorioso a través de cada tierra, de cada río, montaña y llanura [...] y mientras yo os he guiado ninguno de vosotros ha muerto huyendo [,..]».4
            Se encerró de nuevo, enojado, en su alojamiento.
            Su relación con el ejército era de tipo muy perso­nal, podría decirse que pasional. Ninguno de los dos podía vivir sin el otro, aunque el ejército no era una persona individual, sino una pluralidad muy articulada y variable. El hecho de que Alejandro no quisiera ha­blar con sus soldados, que no quisiera recibirlos, se hizo intolerable para ellos. Después de cinco días de angus­tia, al final se dirigieron a él, sin armas, cubiertos úni­camente con la túnica, igual que siervos; una forma de humillarse a sus ojos, para pedir perdón.
            Al final Alejandro cedió y habló de nuevo. Les garantizó una pensión vitalicia, una condecoración al va­lor militar que podían llevar en los actos oficiales, el derecho a sentarse en las primeras filas del teatro, en las carreras y en los juegos. Garantizó a las viudas de sus soldados caídos en la batalla un decoroso sustento; a sus huérfanos, el mantenimiento hasta que alcanzaran la mayoría de edad.
            Así se despidió Alejandro de ellos cuando partían para volver a sus hogares. Habían partido juntos de su tierra: grandes llanuras recorridas por ríos de agua cris­talina, montañas cubiertas de abetos, terrenos poblados de robles y de fresnos de los que se habían sacado las astas de sus invencibles picas; ellos volverían afrontando la última marcha de casi tres mil kilómetros: Caldea, Arabia, Siria, Fenicia, Cilicia, Capadocia, Frigia, Misia, Caria, Tróade, Tracia...
            Alejandro no.
            Él ya no volvería nunca más. Pero sus soldados, al regresar, habrían de difundir su leyenda por cada aldea, por cada casa, por cada puerto. Cada uno de ellos con­taría las hazañas de su propia compañía y las del caudi­llo, de cómo lo había visto, escuchado, seguido, aclama­do, querido y maldecido.
            Meses antes, mientras atravesaba la Persia sudoriental, su gurú indio Cálano (imposible reconstruir el nombre hindú original) fue presa de un extraño males­tar, más espiritual que físico, a lo que parece. Un mal que no le daba tregua, una especie de agudo sufri­miento de vivir. Nada servía contra ese malestar miste­rioso. Hizo levantar una pira, se hizo adornar y perfumar, poner collares de flores entorno al cuello y luego conducir en una litera hasta el lugar del funeral. Allí fue puesto en la pira y ordenó prenderle fuego. Y cuentan las fuentes que, mientras las llamas le envolvían, vuelto hacia Alejandro habría gritado: «¡Nos volveremos a ver en Babilonia!».5
            Una profecía post euentum, se dirá. Es posible, como es posible que el episodio tal como fue transmitido pueda revelar el sentido de un malestar extendido, de un sombrío presentimiento que gravitaba como una capa de plomo sobre el ejército y sus generales. Poco después, Alejandro perdió también a Hefestión, su ami­go y amante, probablemente por una apendicitis que hoy sería resuelta sin mayores problemas y que para él fue fatal. Como lo fue para el médico que le dejó solo para ir a las carreras de caballos.
            Alejandro le hizo pasar por las armas. Luego celebró un funeral grandioso, levantando una pira tan alta como un palacio de siete pisos adornado de paneles esculpi­dos con escenas mitológicas, con prótomos de anima­les y de monstruos fantásticos. Todo había de arder; en pocos minutos la inmensa construcción se disolvería en cenizas y pavesas y su teatral dolor reforzaría y trans­mitiría un mensaje propagandístico repetido en mu­chas ocasiones: Alejandro era el nuevo Aquiles como Hefestión era el nuevo Patroclo. Aunque Patroclo ha­bía muerto en la batalla llevando las armas de su amigo y Hefestión, en cambio, por haberse atiborrado de co­mida y de vino cuando tendría que haber seguido una dieta rigurosa.
            Finalmente Alejandro entró en Babilonia, a pesar de que los sacerdotes caldeos le dijeron que se mantuvie­ra alejado.
            La muerte de los grandes está siempre precedida por sombríos presagios.

1.     Macabeos, 1, 3.Trad, de la Vulgata.
2.     La historia de esta tradición es tratada en Stoneman, 2008, pp. 143-148, y en la bibliografía posterior.
3.     G. Pascoli, Poemi conviviali, Aléxandros, V, 2-3.
4.     Arriano, VII, 9-10, passim.

5.     Arriano, VII, 3; Diodoro, XVII, 107. Según Plu­tarco, Alejandro, 70, 6, se trató nada más que de unos te­rribles dolores de vientre.