sábado, 13 de enero de 2018

Filemón y Baucis

A Zeus, el más poderoso de los dioses, le gustaba bajar a la Tierra. Disfrazado de simple viajero, se mezclaba entonces entre los humanos para observarlos, ponerlos a prueba o seducirlos...
Aquel día, acompañado de su hijo Hermes, que también era su cómplice, caminaba por las rutas de Frigia. Como caía la no­che, las dos divinidades entraron en un pueblo de casas de rica apariencia.
—¡Ya era hora! —exclamó Hermes señalando el cielo, donde se acumulaban las nubes.
Zeus se encogió de hombros. La lluvia no le preocupaba, y la tormenta aún menos: ¿acaso él no comandaba el rayo?
—¡Bueno! —exclamó—, he aquí un pueblo que me parece próspero. Veamos si sus habitantes nos ofrecen un techo...
Justamente, el dueño de una lujosa mansión estaba por entrar en su morada. Zeus se dirigió a él:
—Noble señor, ¿aceptarías brindar hospitalidad a estos dos viajeros rendidos?
El hombre apenas miró a los desconocidos. Se apresuró a en­trar en su casa y cerró la puerta, cuyo pestillo de madera cayó pesadamente. Ante el rostro desconcertado de su padre, Hermes estalló en una carcajada. Señaló sus vestimentas y dijo:
—¡Hay que decir que con estas ropas ridículas no inspiramos demasiado respeto! ¿Quién creería que son dioses los que se es­conden detrás de estos harapos?
Llamaron a la puerta de la segunda casa, cuya fachada era tan opulenta como la de la primera. Transcurrió un largo rato hasta que apareció, en el hueco de la puerta, el rostro de un hombre maduro. Bordados de plata adornaban su túnica.
—¿Qué pasa? —gruñó mirándolos de arriba abajo desconfiado—. ¿Quiénes son ustedes?
—Extranjeros que pedimos...
—¿Extranjeros? ¡Sigan de largo!
Con estas cálidas palabras, el dueño de casa les cerró la puerta en la cara. Ya comenzaban a caer las gotas de lluvia.
—Padre —dijo Hermes—, ¿no crees que deberíamos regresar al Olimpo? Mis sandalias aladas...
—Llama a esta otra puerta.
Suspirando, Hermes obedeció. Esta vez, les abrió un joven esclavo1; su expresión era temerosa y, sobre sus hombros, se adi­vinaban marcas de latigazos.
—¡Ah, joven! —exclamó Zeus—. Mi hijo y yo estamos extenuados. ¿Tu amo nos concedería su hospitalidad?
Los dioses vieron en la sala principal una enorme mesa bien provista alrededor de la cual numerosos comensales celebraban un festín. Se oían cantos y risas. El joven esclavo les susurró:
—¡Ay, las consignas son estrictas! Sólo debo dejar entrar a los invitados. Mi amo odia a los intrusos.
—No se enterará de nada —dijo Hermes, sacando una moneda de su bolsillo—. Seremos discretos. ¡Y un lugar en el establo nos bastará!
—Imposible... Oh, creo que ahí viene. ¡Aléjense antes de que los eche con sus perros!
La lluvia, ahora, era intensa.
—Padre —protestó Hermes—, ¿por qué obstinarnos? ¡Vistamos, al menos, nuestros mejores trajes! Ya que no logramos despertar compasión, inspiremos confianza.
—De ninguna manera. Quiero saber hasta dónde llegan el egoísmo y la arrogancia de la gente de este pueblo.
Al cabo de una hora, ya sabían a qué atenerse: ninguno de los habitantes del pueblo los había invitado a entrar. A veces, se habían limitado a gritarles, desde detrás de la puerta cerrada, que busca­ran hospitalidad en otro sitio; otras veces, a pesar de que luces y voces indicaban que la vivienda se hallaba habitada, no habían obtenido respuesta a sus llamados y a sus repetidos golpes.
Zeus se sentía herido.
—¿Cómo castigar a estos groseros?
—Nos estamos empapando. ¡Regresemos al Olimpo!
—Espera. Todavía, queda una última casa...
—¿Esa choza miserable, a un lado del camino?
—Mira: se filtra una pálida luz por la ventana.
Se acercaron y llamaron a la puerta. Les abrió una pareja de ancianos. A juzgar por su delgadez, no debían saciar su hambre todos los días. Pero su rostro expresaba dulzura y calma. La mu­jer, preocupada, les dijo enseguida:
—¡Desdichados, afuera bajo la lluvia, a esta hora! Entren rápido a secarse.
Los dioses disfrazados se instalaron frente a la chimenea. El dueño de casa tomó el último leño de una magra pila de madera para arrojarlo al hogar y reavivar el fuego. Zeus hizo notar a su hi­jo el altar doméstico donde habían depositado algunas ofrendas, prueba de que esos humanos honraban, a menudo, a los dioses.
—Cuando hayan entrado en calor —dijo su anfitrión mostran­do la mesa—, compartirán nuestra comida. Desgraciadamente, se­rá modesta: no tenemos más que un poco de sopa y pan para ofrecerles. ¿Baucis, puedes agregar dos cuencos?
La anciana obedeció mientras su marido partía el pan en cuatro, reservando las partes más grandes para sus invitados.
—¿Filemón? —exclamó de golpe la mujer—. Estoy pensando: nuestro ganso...
—Tienes razón, Baucis —respondió el anciano sonriendo—. No nos atrevíamos a matarlo, ¡pero esta es una buena ocasión!
Conmovidos por la amabilidad de su anfitrión, los dioses quisieron impedírselo, pero este ya había salido en su busca. Al volver, sostenía por las patas a un ganso tan delgado como sus dueños. El animal, que debía comprender lo que le esperaba, chillaba con desesperación.
Hasta entonces, Zeus y Hermes no habían reaccionado. De común acuerdo, decidieron revelar su identidad. Cambiaron de repente sus harapos empapados por trajes secos y dignos de su condición. Sus anfitriones, todavía, no habían visto nada de ese prodigio: ¡estaban demasiado ocupados corriendo detrás de su ganso! En efecto, el ave se les acababa de escapar y corría revo­loteando por la habitación. ¡Y tenía más energía que los dos ancianos que se habían lanzado tras él! Finalmente, terminó por refugiarse entre las piernas de los dioses, sentados cerca del hogar. Fue recién en ese instante cuando Filemón y Baucis nota­ron los lujosos ropajes de sus visitantes y la nobleza de su porte. Estupefactos, comprendieron que no habían albergado a dos viajeros comunes y se prosternaron a sus pies. Con voz temblo­rosa, Filemón balbuceó:
—¡Nobles señores, sé que esta pobre cena es indigna de ustedes! Si me ayudaran a recuperar el ganso...
—Generoso Filemón —dijo Zeus levantándose—, me niego a que sacrifiques a este animal. Y a ti, Baucis, te agradezco esta comida que querías compartir con nosotros. ¡Que esté a la al­tura de su acogida!
En un segundo, la mesa se cubrió de carnes jugosas, de aves asadas y de vajilla de plata que desbordaba de delicados manja­res. Los dos ancianos, que jamás habían visto nada parecido, abrieron desmesuradamente los ojos.
—Sepan, Filemón y Baucis, que se encuentran ante Zeus y Hermes. Esta noche, compartirán la cena habitual de los dioses...
Los ancianos asistieron, sin duda, al festín más grande de sus vidas. Pero si Zeus y Hermes habían querido recompensar la hospitalidad de la pareja, también buscaban castigar la ingrati­tud de aquellos que se la habían negado. Una vez terminada la comida, condujeron en la oscuridad a Filemón y a Baucis fuera de la cabaña. Dóciles y temblorosos, unieron sus manos como si temieran perderse.


La lluvia había cesado. Aunque, en realidad, sólo había dejado de caer sobre sus cabezas y, en cambio, parecía haberse redoblado en la llanura que acababan de abandonar. Con su índice que se­ñalaba las nubes, Zeus hizo resurgir los rayos; tronó el cielo; y un verdadero diluvio se abatió sobre el pueblo. Abrazados uno a otro, Filemón y Baucis se preguntaban acerca del destino que los dio­ses les reservaban.
Cuando llegó el alba, ya no quedaba nada del pueblo. Y una vez que las aguas se retiraron, sólo emergió el techo de una choza.
—¡Nuestra cabaña! —exclamaron Filemón y Baucis.
—¡Que, de ahora en más, sea un templo! —decretó Zeus.
De inmediato, delante de los ojos pasmados de los ancianos, la pobre casucha se transformó en un magnífico monumento de columnas de mármol.
—Ahora —les dijo Zeus—, quiero demostrarles mi agradeci­miento. ¡Expresen sus deseos, y se cumplirán!
Sorprendidos, Filemón y Baucis se consultaron con la mirada.
—Dios poderoso —respondió, al fin, Filemón—, déjanos conver­tirnos en los guardianes de este templo, así podremos honrarte durante mucho tiempo.
Hermes no pudo evitar una broma:
—¿Mucho tiempo? ¿Pero cuántos años más esperas vivir?
—Y bien, gran Zeus —agregó entonces la anciana Baucis—, permíteme sumar un deseo al de mi esposo: me gustaría vivir todavía la mayor cantidad de tiempo posible junto a él.
Zeus reflexionó. Buscaba la manera de complacer el extraño pedido de aquellos ancianos. Sólo los dioses —y, en muy rara oca­sión, los héroes— podían aspirar a la inmortalidad.
—¿Cómo? —se asombró Hermes—. ¿No están cansados el uno del otro?
—No —respondió Baucis sonriendo—. Cuando nos conocimos y nos enamoramos, no éramos más que niños. Desde entonces, jamás nos hemos separado.
—Y durante todos estos años —preguntó Zeus—, ¿no sintieron ganas de separarse después de una pelea...?
—No —confesó Filemón—. La Discordia, esa divinidad malhe­chora, nos ha evitado siempre.
De repente, Zeus comprendió por qué esa pareja enternecedora los había albergado tan espontáneamente: los ancianos se amaban. Quizá, residía allí el secreto de su hospitalidad. Quien no puede brindar amor a quien está a su lado, ¿cómo podría brindarlo a desconocidos? Al unísono, los ancianos concluyeron:
—¡Nuestro deseo más entrañable es morir al mismo tiempo!
Hermes dirigió a su padre una mirada divertida. Por una vez, simples humanos daban a los dioses una lección de humildad. Zeus, en efecto, se peleaba a menudo con Hera, su esposa...
—¡Que así sea! —decretó Zeus, tan conmovido como impresio­nado—. Me comprometo, Filemón y Baucis, a cumplir sus deseos.
Entonces, atravesó el cielo un rayo enceguecedor.
Cuando, por fin, los dos ancianos pudieron abrir los ojos, estaban solos en la colina.
Aún turbados por los recientes acontecimientos, dudaron lar­go tiempo antes de retornar a la llanura donde se erigía el templo que sería su nueva morada. Y al llegar, tuvieron la sorpresa de ser recibidos por un ave que avanzaba hacia ellos contoneándose con satisfacción.
En su generosidad, Zeus había salvado al ganso.



Pasaron los años.
Tan fieles a su palabra como a su amor, Filemón y Baucis fueron hasta el fin los guardianes del templo de Zeus. Los pe­regrinos que volvían año tras año comprobaban, asombrados, que el paso del tiempo no tenía poder alguno sobre esos ancia­nos acogedores y generosos.
Pero como Filemón y Baucis eran simples mortales, fue nece­sario que Zeus pusiera término a sus vidas. Un día que estaban tomados de la mano cerca del templo, constataron que sus cuer­pos se iban endureciendo como si fueran de piedra. Al poco tiempo, eran incapaces de moverse. Este hecho no alteró la sere­nidad de ambos.
—Creo que es el fin —dijo Filemón—. Baucis, te amo.
—Es el fin —respondió Baucis—. Te he amado siempre.
Fueron las últimas palabras que pronunciaron.
Poco a poco, sus cuerpos se cubrieron de corteza. Sus rostros se transformaron en follaje. Sus manos se convirtieron en ramas y sus dedos, en otras ramas, pero más pequeñas. Y, puesto que se encontraban muy cerca uno del otro, sus follajes se enlazaron en el mismo tierno verdor.
Se volvieron tan altos y tan bellos que, enseguida, sus sombras confundidas recubrieron el templo.
¿Cuántos siglos vivieron así, uno junto a otro? Nadie lo sabe. Con el tiempo, el templo todo terminó por convertirse en ruinas. Pero aún hoy, donde se encontraba Frigia, dicen que se puede ver un viejo tilo junto a un roble milenario.
Viajero, si un día pasas por allí, y ves un tilo y un roble cerca de algunas antiguas piedras, piensa que la vegetación es como la hospitalidad: se cultiva y se renueva. Y recuerda la historia de Fi­lemón y de Baucis.


La historia de Filemón y de Baucis la relata el poeta latino Ovidio (siglo i) en sus Metamorfosis.



1 Los esclavos eran, generalmente, prisioneros de guerra y, muy a menudo los amos los maltrata­ban abusando de su poder.

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