La historia del gran siglo de
Atenas nos ha llegado a través de cuatro testimonios atenienses fundamentales
—Tucídides, Jenofonte, Platón, Isócrates—, tres de los cuales, de uno u otro
modo, están ligados al socratismo. Platón y Jenofonte fueron amigos y
seguidores de Sócrates. Isócrates aparenta ser un nuevo Sócrates: no hace
política pero da consejos de política; se presenta como enemigo de los
sofistas. Los otros tres muestran o dejan ver claramente su propia renuncia a
la política. Platón, en la Carta séptima,
describe con cautela e ironía su única experiencia política ateniense, al
principio del gobierno de los Treinta. Jenofonte no tomó el camino de la
política hasta que Critias subió al poder. Sólo entonces se comprometió,
evidentemente con la esperanza de que la eunomia
fuese representada por aquellos hombres; después de lo cual debió ocuparse en
poner distancias apologéticas respecto de los peores aspectos de ese gobierno,
en el cual había militado. El único que intentó hacer política con convicción,
«en la ciudad democrática»[187] y posteriormente con los
Cuatrocientos, fue Tucídides. De los cuatro es el único historiador verdadero
que tuvo además una obstinada y activa vida política.
¿En qué sentido los otros tres
merecen el título de historiadores del gran siglo de Atenas? Isócrates y Platón
han diseminado en sus obras referencias al funcionamiento y a la historia de la
ciudad y a los grandes políticos que la habían dirigido; Platón se divierte en
el Menéxeno acuñando una
contrahistoria grotesca de Atenas. Pero Isócrates hizo mucho más. No sólo trató
reiteradamente de la historia de Atenas en el Panegírico y en el Panatenaico,
sino que además inventó un objeto literario nuevo, el opúsculo político, en
forma de oratoria ficticia, cuajado de referencias históricas. La invención de
este nuevo objeto literario, que demuestra que la asamblea popular en cuanto
tal tiene cada vez menos peso, posee numerosas implicaciones: significa, entre
otras cosas, que el público de Isócrates no se limita al de la ciudadd. De
hecho, Isócrates extendió su influencia a personajes no atenienses; desde su
punto de vista no está fuera de lugar dirigirse como consejero espontáneo a
poderosos extranjeros, como el tirano de Siracusa o el soberano de Macedonia.
Fuera de Atenas encontró a muchas de sus amistades, a algunos de los cuales
sugirió un camino más específico, por ejemplo impulsando hacia la
historiografía a Teopompo de Quíos y a Éforo de Cumas. El hecho de que para
éstos el impulso hacia la historiografía viniera de Isócrates, como Cicerón
repite varias veces sobre la base de fuentes que obviamente no declara, fue
puesto en duda, a principios del siglo XX, sin motivos serios, pero quizá
por la fascinación que ejerce la hipercrítica sobre los eruditos. Hoy se puede
afirmar tranquilamente que la noticia conocida por Cicerón a través de la
tradición no ha sido cuestionada por ninguna documentación posterior.
El primer trabajo historiográfico
al que Teopompo se entrega, las Helénicas,
es una nueva continuación de Tucídides. Es posterior a la realizada por
Jenofonte al regresar a Grecia (394 a . C.) y se perfila, en base a los
fragmentos de los que disponemos, como deliberada rectificación de lo que
Jenofonte había realizado. El sello macroscópico de tal obra de revisión y
refutación está en la amplitud misma de las Helénicas
de Teopompo (once o, según Diodoro, doce libros frente a los dos, o tres si se
sigue el papiro Rainer, jenofónteos que componen sus Helénicas); la otra señal de desacuerdo radical está en la adopción
de un punto de llegada distinto: el renacimiento de Atenas debido a Conón
(padre de Timoteo y amigo de Isócrates), además de Persia, o bien en 394 contra
404. Por su parte, Isócrates no había ahorrado dardos dirigidos a Jenofonte en
el Panegírico, donde habla de
aquellos que se habían convertido en «siervos de un esclavo», es decir,
Lisandro, harmosta de Atenas en 404, o cuando define como «desechos de las
ciudades griegas» a los Diez Mil que se enrolaron con Ciro.
Jenofonte llegó a ser historiador
por casualidad. Poseedor del legado tucidídeo, lo hizo público. Inventaría
después, él también, un objeto literario nuevo al escribir la Anábasis —historia memorialística de un
periodo que no llega a los tres años y que abarca siete libros, densos de
hábiles reconstrucciones apologéticas— y sólo mucho más tarde había emprendido
el relato de la guerra entre Esparta y Persia bajo el mando de Agesilao, en la
que él mismo había participado; en la práctica, era una continuación de la Anábasis.[188] En fin, mucho
más tarde narraría el conflicto espartano-tebano y la crisis de la hegemonía
espartana en el Peloponeso. Su principal actividad literaria, a la que pensaba
dejar ligado su nombre, era la del filósofo socrático y también la del escritor
técnico.
Pero su iniciativa de poner en
circulación la obra de Tucídides, «en vez de apropiársela», como dice el
antiguo biógrafo, fue el acontecimiento principal en la historia de la
historiografía griega. No sólo porque salvó la más imponente historia política
de aquella época, sino porque volvió operativo un modelo que sería decisivo, al
que él mismo se adaptó con grandes dificultades. Sobre todo creó un caso
político-historiográfico, ante el que reaccionaron en diversa medida, más o
menos en el mismo periodo de tiempo, los otros dos: Isócrates y Platón. Estaba
en juego la interpretación del gran siglo, de la política de Pericles, de la
justicia o iniquidad del imperio y de las razones de su caída. Isócrates
escogió la vía de defender las razones del imperio ateniense hasta el final
(desde el Panegírico al Panatenaico); Platón, por el contrario,
prefirió revisar el origen del mal ya en los «grandes» que habían creado ese
imperio, empezando por Temístocles, o lo habían transformado en tiranía,
empezando por Pericles.
La difusión de la obra tucidídea
realizada por Jenofonte ocasionó reacciones inmediatas. En su epitafio
ficticio, Lisias parafrasea así las palabras del Pericles tucidídeo («nos
bastará con haber obligado a todo el mar y a toda la Tierra a ser accesibles a
nuestra audacia, y con haber dejado por todas partes monumentos eternos en
recuerdo de males y bienes»):[189] «No hay tierra ni mar en el que
nosotros, los atenienses, no seamos expertos; por todas partes, quien llora su
propia desventura canta a la vez un himno a nuestras virtudes bélicas.»[190]
Es evidente aquí la alusión a las palabras del Pericles tucidídeo, el cual en
efecto dice justo antes que Atenas «no necesita un Homero que nos haga el elogio». Las correspondencias entre ambos pasajes
—uno puesto como conclusión, el otro al principio— son a tal punto visibles y
precisas («hemos conquistado toda tierra y todo mar», «por todos lados hemos
dejado huellas tan grandes como dolorosas», «no necesitamos un Homero que nos
haga el elogio», «el llanto de nuestras víctimas es el canto que alaba nuestras
gestas») que la voluntad alusiva de Lisias hacia el epitafio perícleo-tucidídeo
parece consolidada.[191] Dado que el epitafio es objeto de alusiones
por parte de Platón (Menéxeno) y de
Isócrates (Panegírico) en el mismo
periodo de tiempo, la de Lisias es una confirmación ulterior del hecho de que
la obra tucidídea fue conocida hacia finales del año 390, y que el epitafio que
ella contiene causó tal impacto como para provocar tres reacciones por parte de
los historiadores más relevantes, por diversas razones, en el panorama político
cultural ateniense. Era también para ellos una de las partes más significativas
y, quizá, el balance de toda la obra que póstumamente se conocía y comenzaba a
circular gracias a Jenofonte.
La experiencia biográfica y
política de la que mana la historiografía ateniense ayuda a comprender algunas
de sus características dominantes. De la circunstancia de encontrarse en la
«oposición» respecto del poder democrático y, por tanto, en situación de tener
que interpretar cada vez (si no enmascarar) el discurso político, estos autores
han extraído una doble orientación siempre en dependencia del habitus mental orientado a separar las
palabras de las cosas y a ver a éstas más allá y por debajo de aquéllas. Es una
visión sustancialmente realista de la dinámica histórica (y, antes aún, de la
política). Es un compromiso analítico dirigido a descubrir la necesidad de los hechos históricos (y,
antes aun, de los políticos). Una tercera característica se deriva de las otras
dos: un hábito mental revisionista respecto de los idòla de la consolidada y tradicional narración de la historia
ciudadana (el equivalente historiográfico de aquello que terminó por ser la patrios politeia, controvertido fetiche,
en el plano constitucional). Sobre este terreno Isócrates es equívoco: en el Areopagítico consigue tejer a la vez el
elogio del orden político espartano (§ 61) como «óptima constitución» por su
condición de «democrática» y el elogio del magnífico equilibrio demostrado por
los atenienses en el momento de la caída de la segunda oligarquía (403), todo
ello en el cuadro de una propuesta decididamente restauradora como la
restitución del Areópago, depuesto de sus poderes, en su momento, por la
reforma de Efialtes.
Aunque influido por simpatías
políticas o más genéricamente ideológicas, estos historiadores buscan ponerse
en la óptica del observador que da a cada uno lo suyo, que sabe repartir
errores y razones, pero sobre todo que quiere —y sabe— mirar por debajo de los
hechos. Un legado que la historiografía moderna, humanística, de explícita e
intencionada inspiración clásica, no ha perdido.
En ello reside su fuerza. Forma
parte de este realismo la atención reservada al conflicto entre las clases
sociales como motor de la historia. Una característica esta que los
historiadores antiguos no tenían razones para esconder, no existiendo el temor
de que se les reprochara. Por otra parte, los historiadores modernos de la
Antigüedad, muy familiarizados con las fuentes, dedujeron sin complejos, de las
fuentes que tan egregiamente frecuentaban, un punto de vista muy trascendental.
Cuando un Fustel de Coulanges, en su «Thèse» sobre Polibio (1958), abre
diciendo: «En todas las ciudades griegas había dos clases: los ricos y los
pobres», no hace otra cosa que reconstruir lo que Platón y Aristóteles pusieron
en primer plano en sus obras políticas, y Demóstenes en algunos de sus
discursos (la «Cuarta filípica», por ejemplo).
El descubrimiento de las causas
profundas y decisivas, aunque no siempre visibles, de los hechos históricos se
basa a su vez en el supuesto de que una concatenación «necesaria» de causas que
no pueden no tener esos efectos está en la base de ellos. Con Tucídides entra
en escena, y se impone, la noción de «necesidad» histórica; desde el prólogo,
en cuyas frases conclusivas aparece esa comprometida declaración enunciada en
primera persona: «La causa más verdadera, aunque nunca se manifiesta en las
declaraciones, creo que la constituye el hecho de que los atenienses al hacerse
poderosos e inspirar miedo a los troyanos los
obligaron a luchar.»[192] Esta idea de «necesidad» vuelve también
en el nuevo prólogo que preanuncia la reapertura del conflicto y el carácter
«inevitable» de la rotura de la paz de Nicias («obligados [ἀναγκασθέντες] a
romper el tratado acordado después de los diez años, se encontraron de nuevo en
una situación de guerra declarada»).[193] Pericles en persona dirá,
en el discurso que Tucídides le hace pronunciar justo antes del principio de
las hostilidades: «Es preciso saber, sin embargo, que la guerra es inevitable.»[194]
Jenofonte, en el «diario» de la guerra civil, hará decir a Critias, empeñado en
explicar por qué los Treinta mandan a la muerte a tanta gente desde que
accedieron al poder, que «donde hay cambios de régimen en todas partes ocurre
eso, porque Atenas es la ciudad más poblada de Grecia y porque durante mucho
tiempo el pueblo se ha mantenido en el poder».[195]
Tucídides elabora también la
teoría de que se pueden estudiar los «síntomas» de los hechos históricos. Lo
dice a propósito de la reconstrucción del pasado más remoto, en la denominada
«arqueología»; lo dice a propósito de la estrecha concatenación, en cualquier
lugar en que se produzca un conflicto, entre guerra externa y guerra civil;[196]
y lo reafirma, casi en los mismos términos, cuando explica el gran espacio que
dedica a los síntomas de la peste. En la base está la idea, tomada de la
sofística, de la inmutabilidad sustancial de la naturaleza humana.[197]
[188] Frente a una obra de carácter compuesto, como las Helénicas, un gran intérprete como Jacob Burckhardt supo poner en primer plano una consideración genética y analítica. Incluso en el ámbito de un sintético perfil de historia cultural, ponía de relieve la profunda diferencia (y esgrimía la hipótesis de un origen distinto) de los primeros dos libros de las Helénicas respecto del resto de la obra. En esos libros iniciales —observaba— la materia es expuesta «de modo tan rico y sugestivo que se ha podido pensar en una utilización de material tucidídeo». Y añadía: «Del libro III en adelante nos encontramos frente a un diario del cuartel general espartano» (Griechische Kulturgeschichte [1872-1875], II). <<
[189] Tucídides, II, 41, 4. <<
[190] Lisias, Epitafio, 2. <<
[191] Véase el detalle en M. Nouhaud, L’utilisation de l’histoire par les orateurs attiques, Les Belles Lettres, París, 1982, p. 113. <<
[192] Ἀναγκάσαι ἐς τὸ πολεμεῖν (Tucídides, I, 23, 6). <<
[193] Tucídides, V, 25, 3. <<
[194] Tucídides, I, 144, 3: εἰδέναι δὲ χρὴ ὅτι ἀνάγκη πολεμεῖν. <<
[195] Jenofonte, Helénicas, II, 3, 24. <<
[196] Tucídides, III, 82, 2. <<
[197] Tucídides, I, 22, 4; II, 48; III, 82, 2. <<
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