sábado, 23 de diciembre de 2017

Canfora Luciano.-El mundo de Atenas:Introducción (6). LOS CUATRO HISTORIADORES DE ATENAS

La historia del gran siglo de Atenas nos ha llegado a través de cuatro testimonios atenienses fundamentales —Tucídides, Jenofonte, Platón, Isócrates—, tres de los cuales, de uno u otro modo, están ligados al socratismo. Platón y Jenofonte fueron amigos y seguidores de Sócrates. Isócrates aparenta ser un nuevo Sócrates: no hace política pero da consejos de política; se presenta como enemigo de los sofistas. Los otros tres muestran o dejan ver claramente su propia renuncia a la política. Platón, en la Carta séptima, describe con cautela e ironía su única experiencia política ateniense, al principio del gobierno de los Treinta. Jenofonte no tomó el camino de la política hasta que Critias subió al poder. Sólo entonces se comprometió, evidentemente con la esperanza de que la eunomia fuese representada por aquellos hombres; después de lo cual debió ocuparse en poner distancias apologéticas respecto de los peores aspectos de ese gobierno, en el cual había militado. El único que intentó hacer política con convicción, «en la ciudad democrática»[187] y posteriormente con los Cuatrocientos, fue Tucídides. De los cuatro es el único historiador verdadero que tuvo además una obstinada y activa vida política.
¿En qué sentido los otros tres merecen el título de historiadores del gran siglo de Atenas? Isócrates y Platón han diseminado en sus obras referencias al funcionamiento y a la historia de la ciudad y a los grandes políticos que la habían dirigido; Platón se divierte en el Menéxeno acuñando una contrahistoria grotesca de Atenas. Pero Isócrates hizo mucho más. No sólo trató reiteradamente de la historia de Atenas en el Panegírico y en el Panatenaico, sino que además inventó un objeto literario nuevo, el opúsculo político, en forma de oratoria ficticia, cuajado de referencias históricas. La invención de este nuevo objeto literario, que demuestra que la asamblea popular en cuanto tal tiene cada vez menos peso, posee numerosas implicaciones: significa, entre otras cosas, que el público de Isócrates no se limita al de la ciudadd. De hecho, Isócrates extendió su influencia a personajes no atenienses; desde su punto de vista no está fuera de lugar dirigirse como consejero espontáneo a poderosos extranjeros, como el tirano de Siracusa o el soberano de Macedonia. Fuera de Atenas encontró a muchas de sus amistades, a algunos de los cuales sugirió un camino más específico, por ejemplo impulsando hacia la historiografía a Teopompo de Quíos y a Éforo de Cumas. El hecho de que para éstos el impulso hacia la historiografía viniera de Isócrates, como Cicerón repite varias veces sobre la base de fuentes que obviamente no declara, fue puesto en duda, a principios del siglo XX, sin motivos serios, pero quizá por la fascinación que ejerce la hipercrítica sobre los eruditos. Hoy se puede afirmar tranquilamente que la noticia conocida por Cicerón a través de la tradición no ha sido cuestionada por ninguna documentación posterior.
El primer trabajo historiográfico al que Teopompo se entrega, las Helénicas, es una nueva continuación de Tucídides. Es posterior a la realizada por Jenofonte al regresar a Grecia (394 a. C.) y se perfila, en base a los fragmentos de los que disponemos, como deliberada rectificación de lo que Jenofonte había realizado. El sello macroscópico de tal obra de revisión y refutación está en la amplitud misma de las Helénicas de Teopompo (once o, según Diodoro, doce libros frente a los dos, o tres si se sigue el papiro Rainer, jenofónteos que componen sus Helénicas); la otra señal de desacuerdo radical está en la adopción de un punto de llegada distinto: el renacimiento de Atenas debido a Conón (padre de Timoteo y amigo de Isócrates), además de Persia, o bien en 394 contra 404. Por su parte, Isócrates no había ahorrado dardos dirigidos a Jenofonte en el Panegírico, donde habla de aquellos que se habían convertido en «siervos de un esclavo», es decir, Lisandro, harmosta de Atenas en 404, o cuando define como «desechos de las ciudades griegas» a los Diez Mil que se enrolaron con Ciro.
Jenofonte llegó a ser historiador por casualidad. Poseedor del legado tucidídeo, lo hizo público. Inventaría después, él también, un objeto literario nuevo al escribir la Anábasis —historia memorialística de un periodo que no llega a los tres años y que abarca siete libros, densos de hábiles reconstrucciones apologéticas— y sólo mucho más tarde había emprendido el relato de la guerra entre Esparta y Persia bajo el mando de Agesilao, en la que él mismo había participado; en la práctica, era una continuación de la Anábasis.[188] En fin, mucho más tarde narraría el conflicto espartano-tebano y la crisis de la hegemonía espartana en el Peloponeso. Su principal actividad literaria, a la que pensaba dejar ligado su nombre, era la del filósofo socrático y también la del escritor técnico.
Pero su iniciativa de poner en circulación la obra de Tucídides, «en vez de apropiársela», como dice el antiguo biógrafo, fue el acontecimiento principal en la historia de la historiografía griega. No sólo porque salvó la más imponente historia política de aquella época, sino porque volvió operativo un modelo que sería decisivo, al que él mismo se adaptó con grandes dificultades. Sobre todo creó un caso político-historiográfico, ante el que reaccionaron en diversa medida, más o menos en el mismo periodo de tiempo, los otros dos: Isócrates y Platón. Estaba en juego la interpretación del gran siglo, de la política de Pericles, de la justicia o iniquidad del imperio y de las razones de su caída. Isócrates escogió la vía de defender las razones del imperio ateniense hasta el final (desde el Panegírico al Panatenaico); Platón, por el contrario, prefirió revisar el origen del mal ya en los «grandes» que habían creado ese imperio, empezando por Temístocles, o lo habían transformado en tiranía, empezando por Pericles.
La difusión de la obra tucidídea realizada por Jenofonte ocasionó reacciones inmediatas. En su epitafio ficticio, Lisias parafrasea así las palabras del Pericles tucidídeo («nos bastará con haber obligado a todo el mar y a toda la Tierra a ser accesibles a nuestra audacia, y con haber dejado por todas partes monumentos eternos en recuerdo de males y bienes»):[189] «No hay tierra ni mar en el que nosotros, los atenienses, no seamos expertos; por todas partes, quien llora su propia desventura canta a la vez un himno a nuestras virtudes bélicas.»[190] Es evidente aquí la alusión a las palabras del Pericles tucidídeo, el cual en efecto dice justo antes que Atenas «no necesita un Homero que nos haga el elogio». Las correspondencias entre ambos pasajes —uno puesto como conclusión, el otro al principio— son a tal punto visibles y precisas («hemos conquistado toda tierra y todo mar», «por todos lados hemos dejado huellas tan grandes como dolorosas», «no necesitamos un Homero que nos haga el elogio», «el llanto de nuestras víctimas es el canto que alaba nuestras gestas») que la voluntad alusiva de Lisias hacia el epitafio perícleo-tucidídeo parece consolidada.[191] Dado que el epitafio es objeto de alusiones por parte de Platón (Menéxeno) y de Isócrates (Panegírico) en el mismo periodo de tiempo, la de Lisias es una confirmación ulterior del hecho de que la obra tucidídea fue conocida hacia finales del año 390, y que el epitafio que ella contiene causó tal impacto como para provocar tres reacciones por parte de los historiadores más relevantes, por diversas razones, en el panorama político cultural ateniense. Era también para ellos una de las partes más significativas y, quizá, el balance de toda la obra que póstumamente se conocía y comenzaba a circular gracias a Jenofonte.
La experiencia biográfica y política de la que mana la historiografía ateniense ayuda a comprender algunas de sus características dominantes. De la circunstancia de encontrarse en la «oposición» respecto del poder democrático y, por tanto, en situación de tener que interpretar cada vez (si no enmascarar) el discurso político, estos autores han extraído una doble orientación siempre en dependencia del habitus mental orientado a separar las palabras de las cosas y a ver a éstas más allá y por debajo de aquéllas. Es una visión sustancialmente realista de la dinámica histórica (y, antes aún, de la política). Es un compromiso analítico dirigido a descubrir la necesidad de los hechos históricos (y, antes aun, de los políticos). Una tercera característica se deriva de las otras dos: un hábito mental revisionista respecto de los idòla de la consolidada y tradicional narración de la historia ciudadana (el equivalente historiográfico de aquello que terminó por ser la patrios politeia, controvertido fetiche, en el plano constitucional). Sobre este terreno Isócrates es equívoco: en el Areopagítico consigue tejer a la vez el elogio del orden político espartano (§ 61) como «óptima constitución» por su condición de «democrática» y el elogio del magnífico equilibrio demostrado por los atenienses en el momento de la caída de la segunda oligarquía (403), todo ello en el cuadro de una propuesta decididamente restauradora como la restitución del Areópago, depuesto de sus poderes, en su momento, por la reforma de Efialtes.
Aunque influido por simpatías políticas o más genéricamente ideológicas, estos historiadores buscan ponerse en la óptica del observador que da a cada uno lo suyo, que sabe repartir errores y razones, pero sobre todo que quiere —y sabe— mirar por debajo de los hechos. Un legado que la historiografía moderna, humanística, de explícita e intencionada inspiración clásica, no ha perdido.
En ello reside su fuerza. Forma parte de este realismo la atención reservada al conflicto entre las clases sociales como motor de la historia. Una característica esta que los historiadores antiguos no tenían razones para esconder, no existiendo el temor de que se les reprochara. Por otra parte, los historiadores modernos de la Antigüedad, muy familiarizados con las fuentes, dedujeron sin complejos, de las fuentes que tan egregiamente frecuentaban, un punto de vista muy trascendental. Cuando un Fustel de Coulanges, en su «Thèse» sobre Polibio (1958), abre diciendo: «En todas las ciudades griegas había dos clases: los ricos y los pobres», no hace otra cosa que reconstruir lo que Platón y Aristóteles pusieron en primer plano en sus obras políticas, y Demóstenes en algunos de sus discursos (la «Cuarta filípica», por ejemplo).
El descubrimiento de las causas profundas y decisivas, aunque no siempre visibles, de los hechos históricos se basa a su vez en el supuesto de que una concatenación «necesaria» de causas que no pueden no tener esos efectos está en la base de ellos. Con Tucídides entra en escena, y se impone, la noción de «necesidad» histórica; desde el prólogo, en cuyas frases conclusivas aparece esa comprometida declaración enunciada en primera persona: «La causa más verdadera, aunque nunca se manifiesta en las declaraciones, creo que la constituye el hecho de que los atenienses al hacerse poderosos e inspirar miedo a los troyanos los obligaron a luchar[192] Esta idea de «necesidad» vuelve también en el nuevo prólogo que preanuncia la reapertura del conflicto y el carácter «inevitable» de la rotura de la paz de Nicias («obligados [ἀναγκασθέντες] a romper el tratado acordado después de los diez años, se encontraron de nuevo en una situación de guerra declarada»).[193] Pericles en persona dirá, en el discurso que Tucídides le hace pronunciar justo antes del principio de las hostilidades: «Es preciso saber, sin embargo, que la guerra es inevitable.»[194] Jenofonte, en el «diario» de la guerra civil, hará decir a Critias, empeñado en explicar por qué los Treinta mandan a la muerte a tanta gente desde que accedieron al poder, que «donde hay cambios de régimen en todas partes ocurre eso, porque Atenas es la ciudad más poblada de Grecia y porque durante mucho tiempo el pueblo se ha mantenido en el poder».[195]
Tucídides elabora también la teoría de que se pueden estudiar los «síntomas» de los hechos históricos. Lo dice a propósito de la reconstrucción del pasado más remoto, en la denominada «arqueología»; lo dice a propósito de la estrecha concatenación, en cualquier lugar en que se produzca un conflicto, entre guerra externa y guerra civil;[196] y lo reafirma, casi en los mismos términos, cuando explica el gran espacio que dedica a los síntomas de la peste. En la base está la idea, tomada de la sofística, de la inmutabilidad sustancial de la naturaleza humana.[197]
 [187] [Jenofonte], Sobre el sistema político ateniense, II, 20. <<
[188] Frente a una obra de carácter compuesto, como las Helénicas, un gran intérprete como Jacob Burckhardt supo poner en primer plano una consideración genética y analítica. Incluso en el ámbito de un sintético perfil de historia cultural, ponía de relieve la profunda diferencia (y esgrimía la hipótesis de un origen distinto) de los primeros dos libros de las Helénicas respecto del resto de la obra. En esos libros iniciales —observaba— la materia es expuesta «de modo tan rico y sugestivo que se ha podido pensar en una utilización de material tucidídeo». Y añadía: «Del libro III en adelante nos encontramos frente a un diario del cuartel general espartano» (Griechische Kulturgeschichte [1872-1875], II). <<
[189] Tucídides, II, 41, 4. <<
[190] Lisias, Epitafio, 2. <<
[191] Véase el detalle en M. Nouhaud, L’utilisation de l’histoire par les orateurs attiques, Les Belles Lettres, París, 1982, p. 113. <<
[192] Ἀναγκάσαι ἐς τὸ πολεμεῖν (Tucídides, I, 23, 6). <<
[193] Tucídides, V, 25, 3. <<
[194] Tucídides, I, 144, 3: εἰδέναι δὲ χρὴ ὅτι ἀνάγκη πολεμεῖν. <<
[195] Jenofonte, Helénicas, II, 3, 24. <<
[196] Tucídides, III, 82, 2. <<
[197] Tucídides, I, 22, 4; II, 48; III, 82, 2. <<


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