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viernes, 12 de enero de 2018

José Alberto Pérez Martínez Esparta Las batallas que forjaron la leyenda Batalla de Coronea, 394 a.C.

   La batalla de Coronea se enmarca dentro de la conocida como Guerra de Corinto (395-387 a.C.). Fue un conflicto de carácter interno que enfrentó de nuevo a varias ciudades de Grecia aliadas entre sí, contra Esparta. Corinto, Tebas, Argos y Atenas, decidieron unir sus fuerzas ante el creciente y cada vez más tiránico poder de Esparta sobre la hélade y aprovechando la estancia del rey Agesilao en Asia, decidieron confabularse y luchar contra su imperio. Tan pronto como las autoridades espartanas tuvieron noticia del suceso, ordenaron a Agesilao retornar de Asia a la mayor urgencia para poner fin a dicha alianza. El proyecto asiático lacedemonio quedó frustrado pero al menos, la victoria en Coronea sirvió a Esparta para prolongar una veintena de años más su hegemonía.

 

  

 Antecedentes

   Como vimos en el anterior capítulo, la victoria de Esparta en la guerra del Peloponeso fue seguida por una política exterior muy activa, dirigida y gestionada por el héroe del momento, Lisandro. Al cabo de unos años y tras la muerte del rey Agis, Agesilao II fue elegido como nuevo monarca de la ciudad lacedemonia (398 a.C.) gracias a la inestimable colaboración del navarco. Este hecho redundó en una profunda amistad entre ambos que permitió continuar acrecentando el imperio espartano que habría de construirse sobre las cenizas del  extinto imperio ateniense.  Con Lisandro gestionando los nuevos territorios griegos, Agesilao tuvo noticias de que  el rey persa preparaba una gran escuadra que expulsaría a los lacedemonios del mar. Para hacer frente a tal desafío, Agesilao solicitó de los espartanos la concesión de 30 generales y consejeros espartanos, 2000 neodamodes y 6000 aliados. Aquel hecho suponía un hito sin precedentes en la historia de Esparta. Por primera vez un monarca espartano se decidía a poner un pie en Asia no sabemos si con el único fin de abortar la expedición de Tisafernes o albergando también la posibilidad de anexionar más territorios al nuevo imperio espartano. De la manera que fuere, en vista de la superioridad numérica que mostraban las tropas persas, Agesilao tuvo que valerse del engaño para contrarrestar su inferioridad, e hizo creer a Tisafernes que se dirigía a Caria con sus tropas cuando verdaderamente se estaba dirigiendo a Frigia. Cuando los soldados persas llegaron a su destino, Caria, se enteraron de que Frigia había sido invadida por Agesilao. Sin duda, aquello supuso un duro golpe para Tisafernes que vio como el monarca espartano comenzaba de una manera inmejorable su singladura en tierras asiáticas. A pesar de los prometedores comienzos que la expedición estaba dando a los espartanos, Agesilao no quiso confiarse y trató de elevar el número de soldados de su ejército. Para ello, regresó a su centro de operaciones en Éfeso y reclamó a los más acomodados que entregaran un caballo y un jinete armado con el beneplácito de quedar exentos de participar en la expedición. Y así fue como los más ricos reunieron cerca de 2000 caballeros que pasaron a engrosar las filas de Agesilao. Su siguiente destino sería Lidia. Mientras Tisafernes, inmerso aún en el engaño del que había sido víctima, dedujo que de nuevo el monarca espartano estaba jugando al despiste, y decía dirigirse a Lidia cuando en verdad se dirigiría a Caria, por ser éste un terreno más apto para los ejércitos de infantería y no para los abundantes en caballería. Sin embargo, Tisafernes no pudo estar más equivocado. Agesilao terminó dirigiéndose a Lidia lo que obligó a las tropas del sátrapa persa a corregir su marcha y poner rumbo a este último lugar. No obstante, la precipitación con la que hubo que reformular los planes, hizo que las tropas persas llegaran a Sardes totalmente exhaustas y poco aptas para entrar en combate. Agesilao que presumiblemente habría previsto una situación así, se apresuró a presentar combate antes de que éstas pudieran rehacerse y el resultado, como era de esperar, fue la apabullante derrota que infligió al ejército de Tisafernes. Dos derrotas tan humillantes y correlativas en el tiempo, tenían que desembocar forzosamente, en drásticas consecuencias para infortunio del sátrapa. El Gran Rey de Persia no podía tolerar semejante humillación en sus propias tierras, por lo que se apresuró a enviar a un tal Tritaustes con orden de decapitar a Tisafernes. El enviado cumplió al punto con sus exigencias.

 

   En el bando espartano, sin embargo, todo era optimismo e ilusión. El monarca había completado con éxito la misión de destruir la gran armada que contra Grecia quería enviar Tisafernes y forzar el llamamiento a la paz que el Gran Rey, por boca de Tritaustes, se vio obligado a hacer. Aquello fue síntoma de debilidad y parecía que el mismísimo imperio persa se estuviera antojando como un poderoso acicate para continuar adelante con la marcha. No había motivos para retornar a Grecia. El éxito estaba siendo rotundo y parecía que la posibilidad de que Agesilao consiguiera algo más grande que lo que pretendía inicialmente, se hizo cada vez más real. En Esparta, por el momento, se decidió distinguir a Agesilao con la navarquía, el más alto rango de la flota y así, por primera vez en la historia, un monarca espartano aunaba en su persona los cargos militares más elevados de la ciudad lacedemonia, a saber, infantería y flota.

 

   Mientras todos estos felices acontecimientos se sucedían, la amistad entre Agesilao y Lisandro comenzó a resentirse. El monarca, cansado de las lisonjas y distinciones que todo el mundo dedicaba a éste, cambió su actitud hacia su persona y se volvió más distante y estricto. Este repentino cambio de humor llamó la atención de Lisandro que no dudó en reunirse con él a fin de tratar esta cuestión. Lo único que trascendió de aquella reunión de importancia fue la caída en desgracia del otrora exitoso navarco, y su partida a Grecia a luchar contra los tebanos. Puede que a raíz de esta amarga reunión, Lisandro tramara una oscura conspiración para derribar la monarquía espartana y convertirla en una institución accesible para todo el mundo. Pero aunque así fuera, tal complot nunca llegó a ver la luz. En 395 a.C. Lisandro, encabezando una expedición lacedemonia contra los tebanos en Haliarto, fue muerto.

 

   Una vez apartada la incómoda figura de Lisandro, Agesilao se preparó para seguir acometiendo nuevas etapas de su flamante campaña en Asia. Lo siguiente que hizo fue acudir a los territorios de Farnabazo, quien en otro tiempo había ayudado a los espartanos a vencer a los atenienses y establecerse allí con sus tropas. Aquellas tierras le valieron al monarca no pocas riquezas, además de esclavos y caballos que, sin duda, engrandecieron el poderío espartano en un lugar que solo unos años antes se consideraba inaccesible e inhóspito. Su establecimiento en aquellos parajes, obligaron a Farnabazo a estar mudándose con frecuencia hasta que finalmente, optó por escribirle en virtud de la ayuda que en el pasado les había prestado. No podía comprender por qué lo trataban de aquella manera tan insidiosa, obligándole a huir constantemente de su propio país, además de talarlo y devastarlo. De aquella misiva, Farnabazo logró una entrevista con el monarca lacedemonio quien le explicó que le infligía tal tratamiento en virtud de sumisión al Gran Rey de Persia.

 

 La precipitada expiración del proyecto asiático.

 

   Preparando Agesilao lo que supondría el golpe definitivo al imperio persa, una nueva revuelta de considerables proporciones estalló en el interior de Grecia. Cuatro ciudades, Atenas, Tebas, Corinto y Argos habían decidido unir sus fuerzas para sacudir los cimientos del imperio espartano. El descontento causado por la crudeza con la que los espartanos habían tratado a los nuevos territorios griegos sometidos, había canalizado en un odio visceral hacia todo lo lacedemonio. De hecho, la amenaza se tornó tan seria que fueron los propios éforos los que decidieron enviar un emisario a Asia con un decreto que obligaba a Agesilao a abandonar el proyecto asiático y retornar a Grecia tan pronto como fuera posible.

 

  

 La batalla

   Cuando Agesilao retornó a Grecia, llegó al campo de batalla donde se le unió otra compañía lacedemonia procedente de Corinto, que vino a engrosar un ejército en el que también se hallaba ya un cuerpo de Neodamodes, más algunas tropas aliadas  de las ciudades griegas de Asia y Europa. Frente a él, las tropas aliadas de beocios, atenienses, corintios, argivos, eubeos, enianos y locrios. Según Jenofonte, el número de Peltastas era mayor en el bando de Agesilao, lo cual resulta llamativo por haber sido ésta tradicionalmente una unidad muy superficial dentro del ejército espartano. Ello nos daría una idea de la significativa mejora y modernización que el monarca espartano habría llevado a cabo en el seno del ejército lacedemonio. Tal desequilibrio no parecía existir en la caballería, donde los contendientes parece que estuvieron muy igualados. El bando espartano sumaría un total de unos 15000 hoplitas mientras que el bando aliado unos 20000.  Los dos ejércitos se encontraron en la llanura de Coronea, quedando la parte más cercana al Cefiso para los soldados de Agesilao y la parte del monte Helicón para los aliados. Agesilao ocupó junto a sus hombres el ala derecha de la formación, llevando así el peso del combate. En el bando aliado, los tebanos ocuparon también la derecha, dejando la izquierda para los argivos. Ambas formaciones comenzaron a marchar una contra otra de manera silenciosa. Solo cuando estaban a una corta distancia, los tebanos rompieron el silencio echándose a la carrera contra los que tenían en frente. En el ala opuesta, parte del bando que se hallaba junto a Agesilao y bajo el mando de Herípidas, puso en fuga a sus contrarios, pero los argivos, a los que correspondía luchar contra el núcleo duro comandado por el mismo monarca, decidieron huir al Helicón y evitar la más que segura derrota. Aquel gesto fue interpretado como el preludio de una fácil victoria. Sin embargo, alguien avisó de que los tebanos, en el ala contraria, habían partido en dos a los orcomenios, por lo que la formación estaba en grave peligro. Agesilao no dudó en marchar contra ellos eligiendo el medio más peligroso ya que los tebanos, viendo huir a sus aliados argivos, se forzaron a avanzar a fin de cerrar los huecos entre los suyos. Según Jenofonte, el monarca espartano prefirió “chocar” de frente contra los escudos tebanos que dejarlos avanzar y perseguirlos, lo que convirtió aquella lucha en una auténtica carnicería. Se luchó, se avanzó, se retrocedió y se murió. El propio Agesilao fue herido de gravedad en el campo de batalla y tuvo que ser retirado a fin de tratar sus heridas. Unos 80 enemigos se refugiaron en el templo de Atenea pero el monarca dio orden de no atacarlos y erigir un trofeo al día siguiente.

 

  

 Consecuencias

   Como dijimos al comienzo, la batalla de Coronea de 394 a.C. fue una batalla que se produjo en el contexto de una contienda mayor como fue la Guerra de Corinto que se prolongó hasta 387 a.C. A pesar del favorable inicio que obtuvo Esparta en esta guerra, las tropas aliadas entre las que destacaron los atenienses al mando de Ifícrates y los tebanos, lograron sin embargo, equilibrar la situación de fuerza en Grecia y concretamente, éstos últimos se erigieron como auténtico rival de Esparta no solo durante esta guerra, sino incluso más adelante hasta la batalla de Leuctra. En la misma Coronea ya dieron muestras de tener gran arrojo estando a punto de matar al rey de los espartanos. Aunque Esparta, merced de nuevo a la ayuda persa logró estabilizar la situación hegemónica en Grecia, contempló con inquietud cómo los tebanos, en especial a partir de la aparición de Epaminondas, llegaron a liderar con descaro la facción opositora a Esparta. Aunque Ageslao trató de aislarlos tras la Paz de Antálcidas en 387 a.C para infligirles un severo castigo más tarde, fracasó estrepitosamente  al tratar de someterlos continuamente. Se le llegó a reprochar el haberles enseñado a defenderse bien por haber llevado contra ellos tantas campañas de castigo. El correctivo recibido en Leuctra en 371 a.C. no vino sino a confirmar los augurios que vaticinaban un cambio de liderazgo en Grecia en favor de la ciudad beocia. Tras aquella derrota, Agesilao no solo tuvo que hacer frente a nuevas amenazas externas, sino también a algunas revueltas intestinas en la propia Esparta que, por cierto, a punto estuvo de ser ocupada por los tebanos. Aquello constituyó un hito sin precedentes. Esparta carecía de muros porque nunca había tenido a los enemigos tan cerca y el revuelo que la presencia enemiga causó en la ciudad parece haber sido grande. Sin embargo, el invierno jugó a favor de los espartanos e impidió a los tebanos cruzar el Eurotas, obligando a Epaminondas a ordenar la retirada. Pero tan solo unos años después en 362 a.C. el mismo general tebano quiso establecer definitivamente una hegemonía en Grecia bajo liderazgo de su ciudad, por lo que acudió al Peloponeso a minar la influencia espartana. Los atenienses, recelosos del creciente poder tebano decidieron cambiar de bando y unirse a Esparta para luchar contra lo que se presumía la inevitable égida beocia. Y así fue como en ese mismo año, espartanos y tebanos volvieron a enfrentarse en la batalla de Mantinea. Aunque Epaminondas puso en fuga a los espartanos, su propia muerte hizo que esta victoria no fuera completa y más que una hegemonía tebana, lo que resultó de dicha disputa fue una Grecia débil y propicia para ser conquistada por una potencia extranjera. Ésta tendría lugar unos años más tarde con la llegada del glorioso Alejandro Magno.  Tras la derrota en Mantinea, Esparta se enfrentó no solo a la consolidación de su fracaso como imperio, sino también a unas finanzas maltrechas a causa de su expansiva política militar. Como consecuencia de este hecho, Agesilao, ya anciano, se vio obligado a marchar a Egipto a cambio de dinero, apoyando una sublevación que a la larga sería la última aventura de este inveterado monarca espartano. Cuatro años más tarde, en 358 a.C. y durante la travesía que habría de llevarle de regreso a casa tras su periplo africano, Agesilao perdió la vida y con su muerte se cerró definitivamente una de las etapas más gloriosas de la historia de Esparta.

 



EPÍLOGO

 


   La batalla de Coronea  de 394 a.C. fue la última de las grandes batallas que Esparta libró en su historia. Por supuesto que más adelante, incluso en el mismo siglo IV a.C. Esparta obtuvo algunas victorias menores, pero éstas no resultaron lo suficientemente trascendentes como para ser recogidas en esta obra. De hecho, en mi opinión, la victoria en Coronea no supuso más que  la llegada a la cima de una montaña de la que ahora Esparta, tenía que comenzar a descender. A pesar de que el imperio espartano prolongó su hegemonía hasta la batalla de Leuctra de 371 a.C. la sociedad lacedemonia ya había desarrollado una metástasis letal muchos años antes. El anquilosamiento de todas sus estructuras políticas y sociales, la sempiterna escasez de dinero, la progresiva pérdida de hombres del cuerpo ciudadano y la conflictividad entre los diferentes estamentos oligárquicos, no hicieron sino debilitar desde dentro la ciudad que había logrado armar un imperio más o menos estable a la conclusión de la guerra del Peloponeso (404 a.C.). Las ansias imperialistas de Agesilao y la falta de reformas internas que hubieran flexibilizado la economía, terminaron por dar la puntilla a unos espartanos que en Leuctra no hicieron sino confirmar lo que era ya un hecho innegable: la debilidad de una ciudad que no fue capaz de consolidar el imperio heredado de la otrora grandiosa Atenas. Por este motivo, la ascendente aunque fugaz fuerza de otra ciudad griega, Tebas, con las suficientes ansias por destronar a los espartanos de su lugar de privilegio en Grecia, fue bastante para desplazar de la primera línea de la política griega a los aguerridos lacedemonios que fueron testigos de cómo, su legendario pasado quedaría borrado años más tarde y de un plumazo por la insolencia de una nueva y fulgurante fuerza de la naturaleza: la Macedonia de Alejandro Magno.

José Alberto Pérez Martínez Esparta Las batallas que forjaron la leyenda Batalla de Egospótamos, 405 a.C.

   Batalla de Egospótamos, 405 a.C.

 

   La derrota de Calicrátidas en la batalla de Arginusas  en 406 a.C. había vuelto a acercar los acontecimientos al empate técnico, algo que Esparta trataba de evitar por todos medios. Quería aprovechar y prolongar los efectos positivos de su victoria en Notio sobre el ateniense Alcibíades, pero un problema de corte legal como era la imposibilidad de reelegir como navarco a aquel que les había brindado semejante victoria, les obligó a buscar una solución que solo podría hallarse en complicados malabarismos jurídicos. Pero no cabía otra opción. Tanto los hombres que habían combatido bajo su mando en Notio, como los persas que financiaban la flota espartana, presionaban para que Lisandro fuera repuesto en el mando. Así que entonces hallaron la solución en una curiosa fórmula: nombraron como navarco a Araco, mientras que Lisandro fue nombrado su secretario (epistoleus). En realidad, todo fue una especie de ficción legislativa; todos supieron que sería Lisandro quien ejercería el poder a la sombra.

 

  

 Antecedentes

   Después del éxito de Notio en 406 a.C. la navarquía de Lisandro expiró y su cargo pasó a manos de Calicrátidas. Por los hechos relatados en Jenofonte y Plutarco, no parece haber sido una transición amistosa. Nos cuenta Jenofonte que cuando cedió el testigo a Calicrátidas le hizo saber que le cedía el mando “siendo dueño de los mares” y por supuesto, no se abstuvo de hacerle alguna sugerencia para su mandato menospreciando sus cualidades. Además hizo referencia a los problemas por los que tuvo que pasar Calicrátidas a fin de conseguir el dinero de Ciro para pagar a la tropa (Xen. Hell. 1, 6) afirmando que el dinero que había para hacerlo, ya se había encargado Lisandro de devolvérselo al príncipe persa con el fin de que fuera el propio Calicrátidas quien se lo pidiera. En base a su amistad, Ciro dilató la entrega todo lo que pudo hasta que Calicrátidas cansado, marcho a Mileto para pedir un adelanto con el fin de poder entrar en combate. Una vez superados estos escollos iniciales, todavía tuvo que hacer frente a un problema aún mayor. En ese momento, el enemigo al que tuvo que enfrentarse, no fueron los atenienses sino sus mismos tripulantes que, a la sazón, habían combatido junto a Lisandro en Notio y se resistían a aceptar tranquilamente el nuevo nombramiento. Plutarco afirma que Lisandro se habría procurado una numerosa clientela afín a su persona a la que premiaría por su fidelidad, es decir, había hecho venir a aquellos aliados que por sus servicios, su valor y su distinción se habían ganado un sitio cerca de él y les habría conminado, además, a crear sus propias cofradías, ser prósperos en los negocios y mutar a los gobiernos democráticos de sus patrias respectivas. Por este motivo no es difícil explicar que desde el primer día, aquellos soldados boicotearan la labor de Calicrátidas en el mando de las naves a través de críticas y comentarios hirientes. A cambio de hacer todo esto, les premió con los mayores honores y distinciones. Con semejante caldo de cultivo, no es difícil imaginar que para el momento en que Calicrátidas se enfrentó a Conón en Mitilene, el ambiente entre la tropa no sería el más idóneo para plantar batalla. A pesar de las adversas circunstancias, logró unir 50 naves más a las 90 heredadas de Lisandro y además, ingenió un exitoso sitio a Conón, al mando de la flota ateniense, que no pudo pedir auxilio a Atenas. Sin embargo, todo terminó cuando éste logró que una nave ateniense escapara de su control y diera la voz de alarma. Las naves atenienses de refuerzo se prepararon y marcharon hacia Samos, derrotando y dando muerte a Calicrátidas en la batalla de las islas Arginusas en 406 a.C.

 

   La repercusión de aquella derrota en el bando peloponesio debió de ser grande. Los quiotas y el resto de aliados enviaron noticias de lo ocurrido a Lacedemonia y reclamaron abiertamente el retorno de Lisandro a la armada. Sin embargo, un laberinto jurídico impedía que tal hecho pudiera producirse tan fácilmente. El cargo de navarca tenía un año de duración no prorrogable y Lisandro ya había completado el suyo. Sin embargo, el gobierno de Esparta era plenamente consciente de la situación y sabía que no atender a las peticiones de los aliados les conllevaría una más que ostensible división interna e incluso un amotinamiento por parte de las ciudades aliadas. Por tanto, el dilema para Esparta no era menor. Sin quererlo, se hallaban ante una situación que les planteaba saltarse la legalidad vigente para atender a circunstancias sobrevenidas o mantenerse fieles a su ordenamiento. Así, en un alarde de ingenio, la asamblea optó por una solución sin precedentes; nombró navarco a Araco y Lisandro obtuvo el cargo de secretario de éste. Los asamblearios sabían que el poder a la sombra sería ejercido por éste, mientras que el primero se limitaría a cumplir sus órdenes. Su decisión, finalmente, no pudo resultar más acertada.

 

  

 La batalla

   Resuelto con éxito el problema de la navarquía y oficializado el nombramiento, la alianza con Persia volvió a funcionar en el momento que más falta hizo. La flota había sido destruida casi por completo, pero la buena amistad que Lisandro seguía manteniendo con Ciro, permitió que éste enviara una nueva remesa de dinero (Xen. Hell. 2, 1, 11) mientras el primero ordenaba construir más naves en Antandro. Llama la atención el hecho de que, al igual que la primera vez que Lisandro le pidió dinero a  Ciro, éste reaccionó haciendo alusión al gran esfuerzo económico que estaban realizando tanto él como el rey, una vez más el príncipe persa le afirmara haber gastado ya todo su dinero, tanto el suyo como el de su padre (Xen. Hell. 2, 1, 11-12) aunque ahora como entonces, terminara dándoselo. Poco después señala Jenofonte que Ciro tuvo que marchar a ver a su padre enfermo, no sin advertirle antes que tenía mucho más dinero para entregarle, además de pedirle que se asegurase de luchar contra los atenienses cuando tuviera la certeza de tener más naves que ellos (Xen. Hell. 2, 1, 13-14). Puede que Ciro estuviera tratando de contener su deseo de mostrar abiertamente su apoyo a Lisandro en primera estancia a fin de que éste no sintiera que tenía a Ciro bajo su control. Sin embargo, como dijimos más arriba, puede que la propia inexperiencia del príncipe le hiciera no poder reprimir lo que de hecho quería hacer. Al fin y al cabo, a él también le interesaba, no solo una victoria de los espartanos, sino también una resolución rápida del conflicto. Más ahora cuando su padre estaba enfermo y el mismo debía retirarse durante un tiempo para ir a verle. En cualquier caso, lo que sí estamos en condiciones de afirmar es que todos los pagos que Lisandro pudo realizar, especialmente a la tropa, debieron suponer una fuerte inyección de moral e influir en la buena predisposición de los soldados a luchar. Sabemos que gracias a esa entrada de ingresos, Lisandro puso trierarcos al frente de cada trirreme y pagó el sueldo adeudado a la tripulación. Más adelante refiere Jenofonte que el dinero que tomó en segunda estancia lo repartió entre el ejército (Xen. Hell. 2, 1, 13-15).

 

  

 

   En medio de este ambiente de optimismo y ya en 405 a.C. marchó a Caria, tomó Cedreas y más adelante, Lámpsaco, tradicional aliada de los atenienses. Un éxito éste que les brindaba la oportunidad de controlar la Propóntide, acercarse a Bizancio y Calcedonia, vigilar el Bósforo y, sobre todo, dinamitar el comercio ateniense con el Mar Negro. Además, Lisandro tenía conocimiento de que aquella ciudad era próspera y sus recursos de vino, trigo y otros eran abundantes. Así que al mismo tiempo que él se aproximó por mar, los abidenos y otros pueblos dirgidos por el lacedemonio Tórax, la rodearon por tierra. Cuando dio la orden, la ciudad fue asaltada por la fuerza y saqueada por los soldados. Al parecer, solo las personas libres, por orden de Lisandro, fueron liberadas.

 

   Por su parte, los atenienses, con 180 naves, pusieron rumbo a Sesto ante la gravedad de la situación a fin de avituallarse y prepararse para una batalla que intuían larga. Una vez hechos sus preparativos, partieron hacia Egospótamos, situada en frente de Lámpsaco, y allí hicieron noche. Alcibiades que tras la batalla de Notio había vuelto a caer en desgracia en Atenas y había sido relevado del mando, se entrevistó con los nuevos comandantes atenienses y les sugirió que dispusieran la flota en Sesto en lugar de permanecer en Egospótamos, ya que allí tendrían puerto y aprovisionamiento en condiciones y más cerca. Sin embargo, estos generales desoyeron sus sugerencias y le ordenaron marcharse. La flota ateniense se fue directa a por Lisandro y la flota espartana, tratando de sonsacar a sus naves al combate. Pero cuando vieron que éste rehusaba la lucha, volvieron a sus puestos, desmontando de los barcos y dispersándose por el Quersoneso. Eso era exactamente lo que esperaba Lisandro. Siendo consciente del poderío ateniense en el mar, prefirió esperar y observar a las tropas atenienses. Durante varios días, envió galeras exploradoras para que le informasen de todo cuanto los atenienses hacían una vez retornados al puerto.  Los atenienses, al verlos, se alineaban en disposición de comenzar la lucha pero transcurrido un tiempo prudencial y al ver que Lisandro no salía, decidían retornar a Egospótamos. Era entonces cuando Lisandro ordenaba a las naves más rápidas que les siguieran hasta que desembarcaran y tomaran buena nota de todo lo que veían para más tarde, relatarle lo sucedido. Y así se hizo durante cuatro días consecutivos. Sabiendo que los atenienses se apeaban de las naves, al quinto día esperó a que éstas anclaran como de costumbre y cuando la tripulación estaba en gran parte dispersa por tierra, atacó. Ordenó a las naves peloponesias que servían de avanzadilla, que cuando retornaran de la persecución, más o menos hacia la mitad del recorrido, levantaran un escudo. Ésta sería la señal para que tanto la flota que permanecía inmóvil como el ejército de tierra dirigido por Tórax, acudieran a toda prisa hacia las posiciones atenienses con el fin de sorprenderles mientras se dispersaban por aquellas tierras en dirección a Sesto. Una vez que las naves atenienses habían desembarcado ya en tierra firme y sus hombres iban abandonando progresivamente las naves a fin de avituallarse en las ciudades próximas, el ateniense Conón pudo avistar a todo el ejército peloponesio cayéndoles por la espalda. Apoyado por la infantería de Tórax desde tierra, Lisandro pulverizó a la flota ateniense y la sumió en el caos. A pesar de los llamamientos para volver a las naves, los hombres estaban tan dispersos que no pudieron hacer nada. Habían sido sorprendidos. El hecho de haber estado tan lejos de una base más segura, terminó siendo determinante. Solo la nave de Conón pudo hacerse a la mar y huir de allí. El resto de las naves atenienses fueron apresadas en la misma playa por Lisandro y su tripulación protagonizó una desbandada general hacia otras ciudades o fortificaciones para ponerse a salvo. A pesar de esta huida, muchos de ellos fueron hechos prisioneros. Con aires victoriosos, Lisandro se apresuró a enviar noticias de lo acontecido a Esparta y “despachar” a los soldados atenienses de diversas maneras.

 

   La primera cuestión que habría que tratar en esta derrota sería la de por qué la flota ateniense tomó la decisión de atracar en una playa desierta. Los atenienses ya habían demostrado en Notio su deseo de atraer a la lucha a Lisandro buscando una victoria definitiva. Puesto que fracasaron tanto en el primer intento como en el segundo, protagonizado por Alcibiades, una vez más se vieron obligados a hacer exactamente lo mismo. Debían atraer a Lisandro a un combate lo más pronto posible a fin de acabar con su influencia en el Helesponto antes de que se les acabaran los fondos. Si hubieran atracado en Sesto, no habrían podido ejecutar esta opción porque Lisandro estaba más al norte, en Lámpsaco y, sobre todo, nada le obligaba a buscar combate. Eran los atenienses los que tendrían que salir de Sesto y navegar hasta encontrarse con los peloponesios. Eso supondría gastar mayores energías que el enemigo que esperaba pacientemente. Ese es el motivo por el que los atenienses se vieron obligados a buscar un anclaje más al norte, concretamente en frente de Lisandro.

 

  

 Consecuencias

      La primera y más importante consecuencia de la batalla de Egospótamos fue el hundimiento ateniense y la victoria de Esparta en la guerra del Peloponeso, certificada al año siguiente en 404 a.C. A pesar de la promesa de Lisandro a Ciro de no luchar hasta que él volviera con más naves para enfrentarse a los atenienses, los acontecimientos precipitaron el combate y en este caso, el bando peloponesio no requirió más ayuda de su gran valedor. Las relaciones entre Esparta y Persia en una alianza anti ateniense habían dado los frutos que se esperaban. En mi opinión, a pesar de que este hecho debía haberse producido antes, la entrada de Persia en el conflicto fue determinante. Esparta se caracterizó siempre por su escasez de fondos y nunca habría sido capaz de mantener y reparar una flota semejante como la que le valió la victoria. El dinero tanto de Tisafernes en primer lugar, como de Farnabazo más tarde, como el de Ciro finalmente, no solo lograron que el número de naves peloponesias se equiparara al ateniense, sino que además, permitió que la reparación de éstas en caso de derrota se produjera a gran velocidad. Dudo que Esparta únicamente, incluso con el apoyo de Corinto hubiera sido capaz de encontrar un camino alternativo para igualar a Atenas en su poderío naval, utilizando exclusivamente recursos propios. Tal y como se desarrolló el conflicto tras los hechos de Sicilia (si no ya desde Esfacteria) ambos bandos tuvieron claro que la guerra que se estaba librando sería una guerra que tendría que decidirse en el mar. De nada le serviría por tanto a Esparta poseer la mejor infantería puesto que, como ya habían demostrado los atenienses recién comenzado el conflicto, no albergaban ninguna intención de presentar batalla terrestre.

 

     Sin embargo, el hecho de que la llegada de fondos procedentes de Persia tuviera un papel determinante en la victoria de Esparta, no ha de desmerecer el papel que ésta tuvo en la consecución de la victoria. Como vimos, ni en el momento en que Esparta y Persia celebraron sus tratados de colaboración, ni tiempo después, se produjo la tan ansiada victoria. Los medios llegaban pero no eran bien gestionados por parte de los peloponesios, algo que se agravó aún más por las intrigas de Alcibiades con Tisafernes, quien optó por reducir significativamente su apoyo logístico a Esparta. Sin embargo, no serviría de excusa el hecho de que Tisafernes se retrasara en los pagos. Para el momento en que Farnabazo decidió tutelar a los peloponesios ocupando el lugar de Tisafernes, los medios volvieron a llegar, pero el resultado fue el mismo o peor: las derrotas en Cinosema, Abidos y Cícico. Ello quiere decir, que no solo los fondos de los persas eran elemento imprescindible, sino también alguien que supiera cómo utilizarlos. La gestión que Lisandro hizo tanto de estos medios como de sus relaciones personales con Ciro, fue simplemente excepcional. Lejos de entrar a juzgar su valía como estratega, ha de reconocérsele el mérito de haber hecho un uso apropiado de éstos que finalmente condujo a la victoria y la conclusión de la guerra que, por añadidura, era lo que se esperaba.

 

   En lo que respecta a Lisandro, podríamos decir que su popularidad alcanzó cotas inimaginables no solo en Esparta sino en toda Grecia, lo que le llevó a convertirse en el auténtico director de la política exterior espartana desde los años finales del siglo V a.C. hasta su muerte en 395 a.C. La imagen que trascendió de él, sin embargo, no puede decirse que fuera todo lo ideal que cabe esperar de un héroe, si bien es cierto que las circunstancias en las que fundó el imperio espartano tampoco le permitieron obrar de otra manera. Con el imperio ateniense finiquitado y ya sin el apoyo financiero persa, Lisandro se propuso asumir para Esparta todos los territorios que componían el vasto imperio comercial fundado por los atenienses un siglo antes en la creencia de que éstos le proveerían a su ciudad de las riquezas suficientes para sostener el nuevo imperio espartano. Sin embargo, las formas que desplegó a la hora de gestionar todos estos territorios, pronto le granjearon una reputación de tirano y déspota causando un profundo malestar en toda Grecia que terminó por cansar incluso al propio rey Agesilao y a las autoridades de Esparta. Los regímenes oligárquicos o decarquías que estableció en diferentes territorios al frente de los cuales colocó a gobernadores militares o harmostas, no estuvieron exentos de polémica tanto por el nombramiento de esos mismos gobernadores (por lo general, amigos y gente cercana) como por la brutalidad con la que en ocasiones se aplicó Lisandro para imponer sus dictados. Las quejas de las poblaciones sometidas no se hicieron esperar y las autoridades espartanas empezaron a recibir con preocupación tales noticias. Especialmente cruento fue el trato que “dispensó” pasando por la espada a más de 3000 atenienses e imponiéndolos un severo bloqueo de suministros que a poco estuvo de acabar con la vida de muchos más. El régimen de Lisandro se puede decir que estuvo marcado por el terror y el odio visceral hacia los enemigos. Sin embargo, los que le acusaron no solo señalaron este aspecto tan sanguinario de su carácter sino también al que se refiere a la violación de uno de los principios más puros sobre las que se cimentaba la filosofía de vida espartana: el desprecio al dinero y la riqueza. Como dijimos anteriormente, el botín de guerra que Lisandro logró con esta victoria, fue abundante y sirvió para aliviar las numerosas necesidades del tesoro espartano, siempre famélico. Y más ahora sin el apoyo financiero persa. Plutarco fue contundente a la hora de atribuirle a él la introducción en Esparta del gusto por la opulencia y la riqueza material entre los ciudadanos y Jenofonte en el mismo sentido se quejaba de que no se podría afirmar que los espartanos de esa época tuvieran tan asimilados los principios licurgueos que inspiraron la ciudad en sus comienzos. Uno de los casos más sonados fue el del general Gilipo, héroe de Sicilia, que fue descubierto apropiándose de parte de un botín que tenía que trasladar en su totalidad a Esparta.  A pesar de estos sucesos, Lisandro aún siguió ocupando un lugar destacado en la política espartana, especialmente cuando influyó en la elección del rey Agesilao para suceder al difunto rey Agis. La sincera amistad (o el amor) que monarca y héroe mantuvieron durante los primeros años de reinado, pronto quedó ensombrecida cuando en las primeras fases de la campaña de Asia, Agesilao sintió que el auténtico protagonista allá donde iban, era Lisandro y no él. Veía con recelo cómo Lisandro trataba, negociaba, y parlamentaba con las élites locales como si se tratara del mismísimo rey de Esparta.  Cansado de las adulaciones y agasajos que éste recibía, Agesilao comenzó a construir una tupida red de gentes próximas a él, haciendo valer su cargo como monarca para marginarlo del poder. Tan pronto como Lisandro se dio cuenta del trato despectivo que comenzaba a recibir por parte del monarca y sus acólitos, decidió marchar lejos para expiar su culpa. El mismo Agesilao, creyendo oportuno su alejamiento, estuvo de acuerdo en que marchara a luchar contra los tebanos en Haliarto, donde finalmente halló la muerte.

 

   Con su pérdida, la política espartana quedó en manos de Agesilao, un monarca que protagonizaría una de las etapas más bélicas de la historia de Esparta y que terminaría con nuevos enfrentamientos en el interior de Grecia a causa de la actitud imperialista y despótica de la ciudad lacedemonia. Semejante programa militar no fue solo el causante de un profundo malestar que derivó en un odio generalizado hacia Esparta, sino que además, también dio la puntilla económica a una maltrecha y agonizante sociedad que daría su última “bocanada” en Leuctra en 371 a.C.


 


Mapa de la Batalla de Egospótamos.

José Alberto Pérez Martínez Esparta Las batallas que forjaron la leyenda Batalla de Notio 406 a.C.

 

   Batalla de Notio 406 a.C.

  La batalla de Notio, una vez más protagonizada por espartanos y atenienses, supone otra decisiva victoria de los primeros en el último tramo de la Guerra del Peloponeso. Por un lado, supone una pequeña recuperación tras un largo período de estancamiento en el que se podría decir que Esparta experimenta un ligero retroceso con respecto a Atenas desde la victoria en Sicilia y la ocupación de la fortaleza de Decelia. Por otro lado, marca el viraje definitivo en las relaciones de Esparta con Persia que, a la sazón, se habían enturbiado a causa de un Tisafernes convertido en la marioneta del ateniense Alcibiades. Esa mejora de las relaciones entre Esparta y Persia tendrán, sin embargo, un protagonista de excepción, Lisandro, que de aquí a la conclusión de la guerra, será el auténtico hombre fuerte de la política lacedemonia y el gran artífice de su victoria en la guerra.


 Antecedentes

  Los años transcurridos entre 415 y 411 a.C. son los más difíciles para el bando ateniense. En primer lugar, Demóstenes y Nicias, estrategos atenienses, fueron duramente derrotados durante la campaña de Sicilia por los siracusanos apoyados por Esparta. No solo la derrota sino el modo en que se produjo, con una retirada y una masiva pérdida de hombres y barcos en el campo de batalla, sumió a Atenas en el más profundo de los pesimismos. Además, el que por entonces había sido depositario de la total confianza de los atenienses, Alcibíades, fue condenado en ausencia por un presunto sacrilegio y terminó recalando en la enemiga Esparta, donde tuvo una calurosa acogida. Tras este fatal desenlace en Sicilia solo dos años más tarde los atenienses fueron testigos de cómo eran “sitiados” por los espartanos muy cerca de su propio territorio: Decelia. Aquel lugar era de vital importancia para Atenas puesto que constituía la principal ruta de suministros para la ciudad. La mayor parte del abastecimiento de cereales se producía a través de aquel promontorio y su ocupación significaba que la única alternativa era la del cabo Sunio, al sur de Atenas, provocando la carestía de los alimentos y agravando la crisis de la ciudad que, poco a poco, veía como su tesoro público mermaba significativamente. Probablemente la peor de las noticias de este evento para los atenienses fuera enterarse de que había sido el mismo Alcibíades quien había animado a los espartanos a ocupar dicho lugar por saber que era de vital importancia para la ciudad. A diferencia de las primeras invasiones del Ática destinadas a devastar los campos atenienses, ésta si era especialmente dañina porque de aquí procedía la mayor parte del suministro de grano de Atenas. Además, su posición privilegiada en un alto, daba la posibilidad a los espartanos de tener la visión de todos los territorios que circundaban Atenas y, en consecuencia, ver con anticipación todos los movimientos del enemigo.

 

     Evidentemente, estos dos graves contratiempos no pasaron desapercibidos para el resto de ciudades griegas que pronto comenzaron a abandonar sus alianzas con Atenas y tampoco para el imperio persa, que vio una oportunidad única de reducir por fin al imperio ateniense de manera definitiva. Todo parecía allanarse, por tanto, para Esparta en su camino hacia la victoria. Pero la alianza con Persia, de la que tantos rendimientos se esperaban, se complicó hasta el extremo de alargar la guerra merced a las ambigüedades de éstos y los engaños y maquinaciones del ilustre Alcibíades.

 

   Esparta, por su parte, se mostraba exultante tras la victoria en Sicilia y el “cortejo” de los persas. Muchos de sus ciudadanos sintieron que disfrutarían de una mayor riqueza, que Esparta sería más poderosa y más grande y que las familias de algunos particulares verían por fin su prosperidad acrecentada (Diod. 11, 50). La alianza con Persia que podía proveerla tanto de dinero como de naves, era excepcionalmente interesante. El ofrecimiento persa se materializó a través de dos embajadas a Esparta: una desde Quíos y Eritras, al frente de la cual viajaba Tisafernes y otra al frente de la cual viajaba Farnabazo, sátrapa de la provincia helespontina del imperio. Ambas solicitaban la ayuda espartana para encender la rebelión contra Atenas, del mismo modo que antes lo habían hecho los eubeos y los lesbios. Así fue como se concluyó el tratado de Epílico, que arrancaba el compromiso de una “amistad duradera” entre lacedemonios y persas (Andoc. 29). Esparta finalmente se decantó por enviar naves a Quíos, y con Alcibíades y Calcideo al mando, lograron no solo la sublevación de ésta sino también un amplio eco entre otras ciudades próximas como Eritras, Clazómenas, Heras y Lebedo. Pero si hubo alguien que jugó un papel destacado a la hora de hacer realidad ese tratado entre Esparta y Persia, fue el prófugo ateniense Alcibiades. El hecho de que hubiera sido él el autor intelectual de la victoria de Sicilia y la exitosa fortificación de Decelia, le habían granjeado un gran prestigio en Esparta, cuyo máximo consejo se avenía con facilidad a escuchar sus propuestas. Sin embargo, los prometedores comienzos de la colaboración pronto vendrían a debilitarse merced a un asunto de alcoba que involucraba al mismo Alcibiades y a la esposa del rey espartano Agis, Timaea, con la que se dice mantuvo un apasionado romance. Como resultado de semejante affaire, el ateniense se vio obligado a huir de Esparta al saberse perseguido por la orden de captura que el monarca espartano emitió contra su vida. Su destino fue, precisamente, la corte de Tisafernes. Recordemos que Alcibíades había sido condenado en Atenas años antes y tras perder la protección de Agis, ahora se le unía la de Esparta. Pero si Alcibíades quedaba en una delicada situación, Esparta tampoco salía bien parada de su marcha. La estrecha relación que Alcibiades y Tisafernes empezaron a cosechar, derivó en las maquinaciones del primero para que el segundo no siguiera apoyando tan decididamente a la ciudad lacedemonia. Le explicó que lo que más interesaba a los persas era el equilibrio de fuerzas entre Esparta y Atenas en el Egeo, ya que la victoria de una podía significar un aumento de poder que pudiera hacer sombra al suyo. Así que instó a Tisafernes a reducir y dilatar la financiación de los lacedemonios y prolongar la guerra entre ellos. Los persas se dilataron bastante en pagar los sueldos a los peloponesios y, además, se estaban planteando la posibilidad de reducirles el salario. Lo que sí está claro es que Tisafernes entregó a Alcibíades toda su confianza (Thuc. 45, 2 // 46, 5) y a partir de entonces, la alianza perso-peloponesia comenzó a peligrar. Según Kagan, para Tisafernes la ayuda al bando peloponesio no había ido como esperaba. Él estaba convencido de una rápida expansión de la rebelión por toda jonia y una temprana conclusión de la guerra. Al no ser así, ésta se alargaría en el tiempo y requeriría de más tropas y más fondos. Para Esparta la pérdida del apoyo de Tisafernes significaba retroceder ampliamente. Los atenienses seguían dominando los mares y un enfrentamiento naval estaría claramente decantado a favor de Atenas como terminaría demostrándose.

 

     A pesar de ello, Esparta y Persia renovaron su alianza. A instancias de Terímenes, el tratado previo fue revisado y los espartanos lograron retocar algunos puntos que consideraban necesarios vista la experiencia previa. Puede que el tratado anterior no fuese equitativo, pero sí necesario. Los peloponesios apenas podían avanzar sin la ayuda de los persas y valga como prueba las empresas de Astíoco, navarco lacedemonio, poco antes del segundo tratado con Tisafernes. Desde Quíos había tratado de apagar cualquier intento de rebelión tomando rehenes y atacando todos los posibles puntos de resistencia ateniense, aunque finalmente no tuvo éxito. Sus estrategias fracasaron y además, el tiempo obró en su contra. Por otro lado, los lesbios solicitaron su ayuda para formar su rebelión. Sin embargo, las disensiones internas encabezadas por Corinto dieron al traste con dicha iniciativa. En un segundo intento por prender la mecha de la rebelión en Lesbos, Astíoco invitó a Pedárito, gobernador espartano de Quíos, a unirse a la empresa. Sin embargo, éste la rechazó lo que obligó a Astíoco a abandonar su plan. Unas veces por inferioridad naval, otras veces por disensiones internas, estaba claro que el bando peloponesio no estaba preparado todavía para presentar una candidatura seria a la victoria. Y eso a pesar de que la flota ateniense pasaba por sus momentos más bajos. Para el bando peloponesio no tener de su lado al imperio era como caminar sin guía por una senda oscura. Por ello, cuando la actitud de Tisafernes fue la de distanciarse del bando peloponesio, surgieron los problemas. En primer lugar, porque el imperio era la principal fuente de financiación de los marinos peloponesios y los constantes retrasos en los pagos perjudicaron gravemente a la moral de la tropa lo que irremediablemente desembocó en no pocas quejas públicas por parte de éstos. En segundo lugar, el papel que estaba desempeñando Astíoco, totalmente adherido y confiado de la buena voluntad de Tisafernes, tampoco jugó a su favor. Los propios peloponesios y especialmente los siracusanos, criticaban su falta de decisión y el hecho de haber dejado pasar varias oportunidades de asestar un duro golpe a los atenienses cuando no atacó su flota en el momento más adecuado. Precisamente, la excusa del supuesto envío de una flota fenicia prometida por Tisafernes fue lo que terminó por precipitar la ruptura de facto de Esparta con el sátrapa persa. Como relata Tucídides, parece que Astíoco se empeñó en esperar este refuerzo de barcos para atacar a los atenienses. Pero parece que, de hecho, él era el único que creía en la existencia de esa flota de apoyo. Por un lado, los peloponesios lo interpretaron como un gesto de cobardía para dilatar o evitar un ataque a la flota enemiga. Y, por otro lado, es muy probable que para ese momento Tisafernes ya se hubiera convencido de lo positivo que sería seguir el consejo de Alcibíades de no apoyar a ningún bando en concreto, por lo que no creo que estuviera entre sus planes enviar una flota (Thuc. 8, 88).  Después de esta enésima indecisión de Astíoco, se produjo en Samos una consecuencia inevitable. Tras regresar a Mileto, eludiendo una vez más el combate con los atenienses, fue presionado para que llevara a cabo una acción definitiva.  Clearco, capitán de cuarenta naves, marchó a informar de lo que estaba aconteciendo al sátrapa de Anatolia septentrional Farnabazo, quien había prometido pagarles el total de lo que se les adeudaba si le ayudaban a rebelar, todas las villas que tenían los atenienses en su provincia. La respuesta no se hizo esperar. La consecuencia de esta colaboración con Farnabazo la tenemos, en primer lugar, en que la paga de los soldados es satisfecha y, por otro lado, la armada peloponesia por fin se resuelve a una acción bélica, una vez que las naves de Míndaro han alcanzado hábilmente el Helesponto. Sin embargo, a pesar de la aparente mejoría de la situación de los soldados y la determinación de Míndaro a vencer en la batalla, los cambios no se traducen en una victoria y los desesperados atenienses, a pesar de la convulsa situación interna que vivían en los últimos tiempos, logran derrotar a la escuadra peloponesia en la batalla de Cinosema en 411 a.C. Esta victoria supuso un respiro para ellos, ya que, como dice Kagan, en caso de haber sido derrotados y perdida su flota, no habrían tenido tiempo para construir una nueva debido a la ausencia de fondos. La conclusión más importante de esta batalla es que, como dijimos al comienzo y como también confirma Kagan, Esparta gozaba ya de todo el apoyo material y logístico del imperio, pero le faltaba la singladura de la experiencia. Veintiún barcos peloponesios fueron capturados y el resto puesto en fuga hacia Abidos donde tenían su base en el Helesponto. Mientras, gracias a esta victoria, Atenas alargó su presencia en la contienda y recuperó Cícico que le permitió obtener dinero (Thuc. 8 ) y prepararse para un nuevo enfrentamiento.

 

     Esparta que no había sabido aprovechar esta primera oportunidad para dar un golpe de efecto a la guerra, no tardó en recomponerse e intentar una nueva acción encaminada al mismo resultado. Ello se desprende de lo dicho por Tucídides donde relata la toma de naves enemigas por parte de los peloponesios en Eleunte, seguramente a fin de rearmarse. Recordemos que éstos habían perdido veintiuna trirremes en la anterior contienda, lo que le restaba superioridad numérica con respecto a los atenienses. Puede que contrariados por la derrota, el bando peloponesio optara, además, por traer la flota de Dorieo, que se componía de catorce naves, hasta el Helesponto. Este oficial siracusano estaba embarcado tratando de aplacar una rebelión en Rodas, mientras sus movimientos estaban siendo vigilados por Alcibiades desde Samos. Cuando las naves de Dorieo fueron avistadas, los atenienses lograron bloquearlo y desviarle hasta la costa de Reteo, lo que provocó la salida precipitada de Míndaro y Farnabazo en su ayuda con ochenta y cuatro naves. Es importante reseñar como, tras haber perdido veintiún barcos en Cinosema, la flota peloponesia reaparece con un número incluso mayor que el anterior de naves preparadas para la lucha, concretamente noventa y siete (ochenta y cuatro de Míndaro y catorce de Dorieo) Cuando Kagan mencionaba que de haber perdido en Cinosema la flota ateniense habría estado abocada a la derrota final, se justifica diciendo que no habrían tenido ni tiempo ni fondos para reconstruir una nueva flota, y, sin embargo, los peloponesios, en apenas unos meses lograron restablecer prácticamente el mismo número de naves que tenían antes de la misma batalla (sin contar las de Dorieo). Esto solo puede explicarse por el apoyo que estaba recibiendo de Persia. Aunque es cierto que Tucídides refiere la toma de naves enemigas en Eleunte, es imposible imaginar que no se utilizaran fondos para reparar o incluso construir algunas de ellas. Y esos fondos provendrían de Persia, sin lugar a dudas.

 

    En cualquier caso, ambas flotas mantuvieron una lucha igualada hasta la aparición de Alcibiades con diez y ocho naves más, lo que elevó el número de naves atenienses a noventa y dos. Con un número de naves parejo, la experiencia ateniense volvió a decantar la balanza y al anochecer, el propio Míndaro optó por retirarse a Abidos y gracias a eso y a la oscuridad, evitó un desastre mayor. Los atenienses tomaron treinta naves peloponesias y quince que habían perdido en Cinosema (Xen. Hell. 1, 1, 6). Una vez más, la logística que los persas estaban brindando a la escuadra peloponesia se tornaban inútiles. De haber podido, los atenienses podían haber aniquilado casi por completo a la escuadra perso-peloponesia en aquella misma acción. Sin embargo, las rebeliones internas (caso de Eubea) a las que tenía que hacer frente y la ausencia de financiación les impidieron asestar el golpe definitivo. Solo la aparición, más tarde de Terámenes con veinte naves de Macedonia y Trasibulo con otras veinte (Xen. Hell. 1, 1, 12) les permitió replantearse la posibilidad de navegar hacia Cícico (donde se había reubicado la flota peloponesia) y enfrentarse de nuevo a Míndaro y Farnabazo. Ese lapsus de tiempo le valió a los peloponesios para que, una vez más, gracias al apoyo logístico persa, pudieran recomponer su flota y prepararse para otro nuevo asalto, el tercero casi consecutivo.

 

    Éste tuvo lugar en la primavera de 410 a.C. y una vez más, se demostró la pericia de Atenas en el mar. Sin saber Míndaro la cantidad de barcos que el enemigo había conseguido reunir (Xen. Hell. 1, 1, 15), se percató de cuarenta pero no contó con otros tantos de la flota Cardia (Diod. 12, 39, 4). Según Kagan, Míndaro cayó en la trampa pensando que tenía una superioridad de dos a uno. Simulando una retirada, Alcibiades -al que Atenas le había permitido de manera excepcional dirigir su armada- atrajo a su flota lejos de la costa y entonces giró en redondo. Míndaro logró acercarse a la costa para recibir el apoyo del ejército de tierra de Farnabazo lo que equilibró en parte la contienda. Sin embargo, la llegada de Terámenes con tropas terrestres para apoyar al resto de la escuadra ateniense terminó por doblegar a la fuerza combinada perso-peloponesia y al propio Míndaro, que perdió la vida luchando. Aquella doble victoria en tierra y mar redundó en la buena moral del bando ateniense que atrapó a todas las naves enemigas excepto las siracusanas y puso en fuga a los peloponesios que perdieron Cícico y con ello su influencia en el Helesponto. Los detalles de la batalla quedaron ampliamente relatados por Diodoro (13, 50-52). Es fácil hacerse a la idea de lo que el resultado supuso para ambos bandos. Mientras los atenienses celebraron la victoria llenos de ánimo, en el bando peloponesio cundió la desolación. Ello queda atestiguado por la carta enviada por Hipócrates a Esparta en la que afirmaba que las naves estaban perdidas, Míndaro muerto y los hombres hambrientos apostillando que no sabían qué hacer (Xen. Hell. 1, 1, 23). Parece bastante normal teniendo en cuenta que no solo habían fracasado en el mar que era el terreno en el que estaban obligados a ganar si querían vencer en la guerra, sino que en la última contienda también habían caído en tierra. El optimismo tras la sustitución de Tisafernes por Farnabazo se había tornado en un evidente pesimismo y la victoria que antes parecía más segura y cercana por poder presentar una candidatura seria a dominar el mar, corría el peligro de volver al punto de inicio y el empate técnico entre ambas potencias. Ni el dinero, ni la flota ni el apoyo persa se habían traducido en la superioridad esperada. Más bien al contrario, la escuadra peloponesia había perdido el control del Helesponto y la amenaza que se cernía sobre la principal ruta de suministro de grano para Atenas, se había disipado. Es decir, Esparta estaba ahora más lejos de su objetivo que hacía apenas un año a pesar de contar con mayor apoyo logístico.

 

    De nuevo, las relaciones de Esparta con Persia, que habían mejorado desde la elección de Farnabazo y el alejamiento de Tisafernes, volvieron a jugar un papel fundamental para evitar lo que hubiera sido la retirada definitiva de Esparta de la contienda marítima. De no haber tenido el apoyo económico persa, no es difícil imaginar que, tras haber perdido la flota entera, los peloponesios habrían tenido que regresar a casa no solo sin conseguir una victoria que se resistía sino además, con pocas expectativas de regresar pronto al combate ya que el monto para reconstruir una flota de aquellas dimensiones, superaría con creces las posibilidades financieras de toda la Liga del Peloponeso. Como veremos, ni siquiera las buenas intenciones de Farnabazo convencerían a los peloponesios para volver pronto a pelear. Sin embargo, el hecho de que el imperio persa estuviera decidido a invertir gran parte de sus esfuerzos en derrotar a Atenas, hizo que Farnabazo, recién consumada la derrota, alentara a sus aliados peloponesios y los proveyera de equipamiento para dos meses además de mantas (Xen. Hell.1, 1, 24). A diferencia de Tisafernes, la tutela de Farnabazo se estaba caracterizando por el pago puntual y regular de la soldada, lo que influía en el ánimo de los peloponesios. Además de eso, se reunió con los trierarcos y ordenó reconstruir cada uno de los barcos que se hubieran perdido en los astilleros de Antandros (Xen. Hell 1, 1,25).

 

     A pesar de estos esfuerzos de Farnabazo, los peloponesios habían perdido casi ciento cincuenta y cinco trirremes en apenas unos meses, lo que hacía deseable un período de paz. Así fue como Esparta acudió a Atenas con una propuesta de paz en la que se preveía la devolución de territorios y el canje de prisioneros (Diod.12, 52, 3). Puede que movidos por un exultante optimismo los atenienses la rechazaron. Si analizamos fríamente es una postura lógica. Como afirma Kagan, las relaciones con Tisafernes estaban prácticamente rotas y la derrota de Cícico que habría sorprendido al mismo Farnabazo, podía hacer que el rey persa optara por abandonar el apoyo que ofrecía a Esparta y preocuparse de otras zonas calientes de su imperio. Además hay que recordar que la iniciativa espartana de pedir la paz a Atenas sin contar con Persia suponía una violación de sus acuerdos, lo que empujaba aún más a la ruptura total de relaciones entre ambos.

 

 El resurgir de Esparta: Lisandro y Ciro

 

   A pesar de que debido a los malos resultados obtenidos la colaboración de Persia y Esparta estaba a punto de disolverse, el Gran Rey de Persia quiso dejar clara su total adscripción al bando peloponesio y para ello, comenzó a adoptar medidas encaminadas a reforzar esa alianza y concluir la guerra cuanto antes. Se apresuró a enviar a su hijo Ciro como káranos (Comandante supremo de las fuerzas militares) poniéndose al frente de todas las tierras de la costa (Xen. Hell. 1, 4, 3). Con Farnabazo en un segundo plano y Tisafernes apartado del mando, ahora sería Ciro quien se encargaría de guiar la colaboración de Persia con Esparta. El príncipe Ciro, por su parte, tenía sus propias aspiraciones. Ello no quiere decir que no estuviera interesado en apoyar a Esparta, pero era evidente que sus miras (junto con las de su madre Parisatis) estaban puestas en el trono de Persia, donde tenía no pocos enemigos. Ello le habría llevado a concebir el apoyo a Esparta como una suerte de inversión a largo plazo en su carrera hacia el trono. La oposición que su candidatura despertaría en su propio país podría quedar silenciada con el apoyo de una potencia extranjera.

 

   Si la entrada del imperio persa en favor del bando peloponesio resultó definitiva, el nombramiento de Lisandro como navarco también lo fue, al menos en la misma proporción. Las principales fuentes, Plutarco y Jenofonte, atribuyen el mérito de esa providencial ayuda a este singular espartano. Las calculadas gestiones que realizó para ganarse a Ciro, según estos escritores resultaron determinantes a la hora de decantar la guerra hacia un bando concreto.

 

   Desconocemos la fecha exacta de su nacimiento por lo que sería difícil tratar de determinar su edad. Su nacimiento fue fruto de la unión entre Aristócrito y una mujer hilota. Por tanto, Lisandro sería un mothax, una clase social inferior a los homoioi o espartiatas, resultante de la unión entre un espartiata y una mujer esclava. Este hecho no le libraría pues, de pasar una infancia que habría transcurrido en la más absoluta pobreza según nos informa Plutarco. Parece bastante cierto, además, que Lisandro fue un niño aplicado, obediente a sus superiores y moderado en sus pasiones. Como bien señala Plutarco, el único deseo que Lisandro no se preocupó en contener fue aquel que le serviría para ser honrado y recordado de por vida a la par de aquel que le entregara a Esparta el dominio de toda Grecia.  Además de un niño disciplinado se dice de él que también tuvo la virtud de la humildad y el desprecio por lo material, otras más de las atribuciones que se esperaban de un buen espartano. Plutarco nos dice que fue “más obsequiador que los poderosos” y que habiendo colmado a Esparta de riquezas con oro y plata después de la guerra, no guardó nada para sí mismo. Recordemos que tradicionalmente Esparta se había caracterizado por un sistema de vida austero y poco apegado a lo material. Por eso, cuando Plutarco dice que “llenó Esparta de riqueza” también añade “de codicia”. Muchos creen y, entre ellos Plutarco, que uno de los grandes males de Esparta fue el haber admitido todas las riquezas que le fueron entregadas tras la guerra. Señalan este hecho como el principio de su decadencia. Sin embargo, analizando los datos de manera fría y distante, podemos comprobar como el término de la guerra supuso para Esparta los años de mayor prosperidad ya que, gracias a ese dinero consiguió construir una flota capaz de enfrentarse a la ateniense y además, fue capaz de continuar su expansión hacia el este, presentándose en Asia con nuevas unidades militares que hasta entonces no se le conocían. Esparta, gracias a la victoria de Lisandro supo adaptarse a su nueva situación y sacar provecho de ella durante décadas.

 

   Con un Ciro que, a la sazón rondaría los 16 o 17 años, totalmente respaldado por el Gran Rey para apoyar a los lacedemonios y con un Lisandro dispuesto a encumbrar a Esparta hasta cotas nunca antes conocidas, la nueva colaboración resultó excepcionalmente fructífera. El joven heredero llenó de dinero las arcas espartanas y preparó los suficientes barcos como para que Esparta contara con una flota realmente competitiva y dispuesta a disputar el poderío en el mar a los atenienses. Reforzar la infantería habría servido de poco, ya que por lo visto anteriormente, las batallas más importantes se disputarían en el mar. Acerca de la entrevista que ambos mandatarios mantuvieron, es bueno rememorarla con las palabras del mismo Jenofonte: “(Lisandro) éste llegó a Rodas, tomó allí unas naves y partió para Cosa y Mileto, y desde aquí para Éfeso, y permaneció allí con setenta naves hasta que Ciro llegó a Sardes. Después que llegó, fue a verle con los embajadores a Lacedemonia. Allí entonces criticaban a Tisafernes por lo que había hecho y pedían a Ciro mismo que tomase más interés por la guerra. Ciro dijo que su padre le había ordenado eso y que él mismo no tenía otras intenciones que realizar todo; que había venido con quinientos talentos y que, si éstos no bastaban emplearía sus propios bienes, además de los que su padre y si también éstos eran insuficientes, destruiría el trono sobre el que estaba sentado, que era de oro y plata. Ellos le elogiaban por ello y le instaban a fijar un sueldo de una dracma ática diaria por tripulante, explicando que si el sueldo fuera éste, los remeros atenienses dejarían las naves y él gastaría menos dinero. Ciro dijo que ellos tenían razón pero que no podía hacer más de lo que el rey le ordenó; que había además unos convenios redactados así, dar treinta minas a cada nave al mes, cuantas quieran equipar los lacedemonios. Lisandro se calló entonces. Pero después de la cena, cuando Ciro brindó por él qué le agradaría más que hiciese, dijo: “Que añadas un óbolo al sueldo de cada tripulante”. Desde ese momento el sueldo fue de cuatro óbolos; antes de un trióbolo. Además, pagó lo que debía y adelantó el sueldo de un mes, de modo que el ejército estaba mucho más dispuesto.

 

       La reunión sirvió principalmente para que Ciro confirmara el respaldo del imperio a la causa peloponesia de manera rotunda. Por un lado quería poner fin al período de inestabilidad que habían supuesto los años de colaboración con Tisafernes y, por otro, deseaba que el conflicto entre los griegos concluyera de una vez por todas. Tanto Ciro como su padre fueron de la opinión de que les sería más cercano a sus intereses que fueran los peloponesios los que salieran mejor parados de semejante guerra civil ya que, el imperio marítimo ateniense siempre podría constituir un obstáculo a su propia existencia y estabilidad, amén de las afrentas causadas en el pasado. Ni los ruegos de los atenienses que enviaron embajadores a Ciro ni las insistencias de Tisafernes fueron escuchadas por el Gran Rey o por su hijo. El imperio había tomado una decisión y esta parecía irrevocable.

 

  

 

 La batalla

   Para Alcibíades, Notio tenía un gran atractivo  y es que, aunque no podía ser considerada como una base naval al uso, era un lugar desde donde realizar incursiones contra Éfeso, la base espartana. Además, podía romper la comunicación de esta ciudad con Quíos a fin de evitar la presencia espartana en el Helesponto.

 

  Por su parte, una de las primeras medidas adoptadas por Lisandro una vez comenzada la campaña, fue reunir una flota de 90 naves que estaban en Éfeso y prepararlas para entrar en combate. A pesar de esa ligera ventaja numérica, Lisandro no se precipitó. Por un lado, el tiempo estaba de su parte y su programa de entrenamiento de las tropas se había revelado lo suficientemente efectivo como para armar una flota eficaz. Por supuesto, todo ello conjugado con un notable aumento de salarios de los marinos merced a las donaciones de Ciro. Esto repercutió no solo en la buena moral de los soldados espartanos, sino también en que vació las naves enemigas de marineros, que solo atendían a razones económicas para luchar por uno u otro bando. Este hecho, sin embargo, debió de urgir a actuar al bando ateniense, antes de ver disminuidos sus efectivos sobremanera y arriesgarse a una derrota. Parece que Alcibiades intentó una y otra vez sin éxito que Lisandro saliera a presentar batalla, pero el lacedemonio no estaba dispuesto a arriesgar más de lo necesario y mantuvo su frialdad. Tras un mes de repetidos intentos, Alcibiades marchó de Notio para apoyar a la flota de Trasibulo en el asedio a Focea. Esta maniobra entendió que podría motivar la salida de Lisandro al combate, ya que la toma de Focea podría significar retener un excelente lugar desde el que lanzar ataques sobre otras ciudades de interés para Esparta. Por eso Alcibiades llevó solo naves de transporte y dejó en Éfeso al grueso de sus tropas a cargo de Antíoco, que pilotaba su nave. Parece que dicho nombramiento fue bastante polémico ya que Antíoco no ostentaba uno de los grandes rangos y semejante flota habría requerido de la experiencia de otro gran general al mando. La única orden expresa que Antíoco recibió de Alcibíades fue la de no atacar a Lisandro bajo ningún concepto. Aunque en un principio no tenía orden en tal sentido, Antíoco zarpó de Notio, ciudad próxima a Éfeso y se dejó ver con dos naves demasiado cerca de las de Lisandro. Este hecho debió de ser considerado una provocación por el navarca espartano que lanzó varias naves en su persecución. Sin embargo, este gesto no fue producto de la precipitación. Lisandro llevaba meses estudiando a la flota ateniense, gracias a las noticias que determinados desertores le pasaban. Además, también estaba al tanto de lo ocurrido en la batalla de Cícico, por lo que era buen conocedor de sus maniobras. Precisamente Antíoco quiso emular lo realizado por Alcibiades en Cícico, tratando de atraer a Lisandro a la batalla con el señuelo de una pequeña flota de avanzadilla que, más tarde y por sorpresa, sería reforzada por el resto de trirremes. De esa manera, calculaba Antíoco, las tropas de Lisandro saldrían del puerto a capturar la pequeña flota mientras el grueso de las naves atenienses bloquearía un hipotético regreso al puerto de éstas. Bloqueados ya en alta mar, a Lisandro no le quedaría otra opción que plantar batalla. Sin embargo, estos cálculos se hicieron sin tener en cuenta al genio militar que se hallaba encabezando las tropas espartanas. El barco de Lisandro se fue directo a por el de Antíoco y lo hundió. Las otras nueve naves que componían esa flotilla de anzuelo, se dieron a la fuga ante el espanto que les produjo la caída de su líder. En medio del caos y la confusión, la flota espartana comenzó a perseguir y dar caza a los huidizos atenienses. Las pocas naves de apoyo que habían quedado en el puerto de Notio se vieron obligadas a salir apresuradamente a ayudar al malogrado Antioco, lo que es probable que influyera en su desordenada formación. Aquello terminó costando a los atenienses una dolorosa derrota además de 22 trirremes y varios prisioneros. Enterado Alcibiades, regresó inmediatamente de Focea tres días después y trató de enmendar el error de su lugarteniente intentando sin éxito que la flota de Lisandro, ya recogida de nuevo en Éfeso, saliera a combatir. Pero Lisandro se mantuvo frío e inteligente. El número de barcos atenienses sobrepasaba en mucho a sus naves y habría supuesto una imprudencia sin sentido salir a pelear. En lugar de eso, prefirió atrincherarse y esperar acontecimientos, si bien le dio tiempo a erigir un trofeo en Notio para conmemorar su victoria.

 

  

 Consecuencias

   A pesar de la inyección de moral que para el bando espartano supuso aquella victoria, sus positivas consecuencias no tuvieron un eco inmediato. Lo que podría haber supuesto el inicio del fin de la guerra, todavía tuvo que dilatarse más por una cuestión puramente formal del ejército espartano. Y es que Lisandro había comandado la flota espartano bajo el título de navarco, cargo que por definición, solo podía desempañarse por espacio de un año no reelegible. Al poco de finalizar la batalla, la navarquía de Lisandro expiró y en su lugar fue elegido Calicrátidas. La valía de este gallardo general lacedemonio nunca debería ponerse en duda, pero su derrota frente a los atenienses en la siguiente batalla en la que ambas escuadras se enfrentaron (Batalla de Arginusas 406 a.C.) no solo le costó la vida, sino que emplazó a las autoridades espartanas a buscar una solución jurídica urgente a fin de reponer en su antiguo puesto al ya querido y victorioso Lisandro. Lograr ese equilibrio favorable en la guerra, le había llevado a Esparta demasiados años y bajo ningún concepto deseaban que la contienda volviera a igualarse.