sábado, 23 de diciembre de 2017

Canfora Luciano.-El mundo de Atenas: XXX. ATENAS AÑO CERO. CÓMO SALIR DE LA GUERRA CIVIL

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Una vez más, en Atenas una asamblea popular derrocó la democracia. Bajo la mirada de Lisandro y con los espartanos en armas en la ciudad, la asamblea eligió a los Treinta: una magistratura extraordinaria que tenía el cometido de escribir una nueva constitución. Fueron elegidos los oligarcas más destacados. Entre ellos, Terámenes, quien, según Lisias, fue además el promotor de la propuesta. Pero esa vez el «coturno» sería rápidamente liquidado por hombres como Critias, más desprejuiciados y quizá también, a diferencia de Terámenes, favorables a la ruptura con el pasado de Atenas, aunque fuera casi imposible. Así empezó el feroz régimen de los Treinta.
Lo que sabemos sobre la rápida y traumática experiencia vivida por Atenas bajo los Treinta se lo debemos a un testigo que fue a la vez protagonista, pero que hace toda clase de esfuerzos por excluir su propia persona de la crónica de ese desventurado gobierno: se trata de Jenofonte, miembro de la caballería bajo los Treinta y cercano, junto a un tal Lisímaco, al mando de la formación, primero bajo los Treinta y después bajo los denominados Diez, la magistratura extraordinaria que tuvo lugar cuando los Treinta se retiraron a Eleusis.
En esta crónica, como sabemos, Jenofonte no pronuncia nunca su propio nombre; cosa comprensible, porque sin duda no era agradable recordar el haber participado de los Treinta, y acaso con cargos de relieve como el mando de la caballería, aunque sea compartido con un hiparco, el único a quien Jenofonte nombra, para hablar de él todo lo mal que se pueda. Por otra parte, años después, Jenofonte escribió un breve tratado sobre el perfecto Comandante de caballería, en el que se expresa como alguien que ha ostentado tal cargo. Es curioso que en los Memorables ponga a Sócrates a dialogar con un hiparco, del que sin embargo no dice el nombre. De todos modos su relato está claramente construido «desde el punto de vista» de la caballería de los Treinta. Sabe incluso que un ataque por sorpresa había pillado a la caballería de los Treinta al alba, mientras los soldados se levantaban y los palafreneros «hacían mucho ruido al almohazar los caballos»; por tanto no puede sino haber sido testigo ocular y partícipe del acontecimiento. Más allá de todo, los únicos combates de los que tenemos noticia son precisamente aquellos en los que estuvo implicada la caballería.
La caballería fue el arma que los Treinta quisieron comprometer principalmente, quizá por el origen social de sus componentes. Cuando Critias concibió, en su creciente crueldad, la masacre de Eleusis, fueron los miembros de la caballería —en particular, nota Jenofonte, el hiparco Lisímaco— quienes se encargaron de la ejecución material del oscuro asunto. Los habitantes de Eleusis fueron obligados a salir en fila por una pequeña puerta de la muralla de la ciudad que daba a la playa, y allí, extramuros, estaban los caballeros formados en dos filas: un mortal pasillo humano del que nadie escapó. Critias habló claro y dijo a los miembros de la caballería: «Si este régimen os place, debéis compartir también sus riesgos», después de lo cual los impulsó, en presencia de la guarnición espartana, a votar en pro o en contra de la condena a muerte de los prisioneros. Jenofonte registra minuciosos detalles sobre los caballeros: que «los palafreneros hacían ruido al almohazar los caballos» (Helénicas, II, 4, 6) y que en los primeros choques con Trasíbulo resultó muerto un caballero de nombre Nicóstrato, apodado «el Bello» (II, 4, 6); que después de la caída del Pireo en manos de los rebeldes «los caballeros dormían en el Odeón junto a sus caballos y escudos» (II, 4, 24); que Lisímaco, uno de los hiparcos, hizo matar a algunos campesinos durante una salida, a pesar de las súplicas de éstos y de las protestas de algunos caballeros (II, 4, 26), y que, a su vez, en una salida los hombres de Trasíbulo «mataron a Calístrato, de la tribu de Leóntide» (II, 4, 27); y así sucesivamente. De los dos hiparcos, ambos integrantes del mando durante los Treinta, nombra a uno solo, Lisímaco, y le endosa las más graves brutalidades con un vago tono de delación: del arresto de los ciudadanos de Eleusis a la masacre de los campesinos desarmados (II, 4, 26: «Lisímaco, el jefe de la caballería, los decapitó»).
Critias murió en un enfrentamiento con los hombres de Trasíbulo, el antiguo adversario de 411, descendido una vez más al campo a luchar contra la oligarquía con un ejército de exiliados. La inesperada derrota y la pérdida del verdadero jefe del régimen dispersaron a los supervivientes de los Treinta. Al describir la escena del «día después», a la que sin duda asistió, Jenofonte parece imitar una escena análoga del relato de Tucídides, la de los Cuatrocientos, «el día después» de la destrucción de la murallas de Eetionea. Abandonados y depuestos por quienes los sostenían, los supervivientes de los Treinta se refugiaron en Eleusis. En Atenas fueron elegidos los Diez, a cuyo mando se sumaron dos hiparcos. La fiel caballería no había seguido el destino de los Treinta; incluso el cruel Lisímaco se quedó con los Diez. Así, también el relato de Jenofonte abandona en este punto a los Treinta a su destino y prosigue narrando cómo terminaron los Diez, cómo los propios espartanos, sobre todo el rey Pausanias por rivalidad hacia Lisandro, los indujeron a una pacificación con Trasíbulo y los suyos; pero sobre todo —es éste una vez más el hilo conductor— nos cuenta qué hicieron los miembros de la caballería en esta última y difícil etapa de la guerra civil. Jenofonte relata todos los detalles acerca de ellos. No confiando en nadie, hacían continuos turnos de guardia. Su temor era obviamente un ataque sorpresa por parte de los hombres de Trasíbulo, ya establecidos en El Pireo. Los caballeros —prosigue— eran los únicos que osaron hacer salidas en armas fuera de la ciudad, y de vez en cuando conseguían sorprender a algún adversario en el campo. En una ocasión se toparon con un grupo de campesinos exoneos; el hiparco Lisímaco los hizo matar, a pesar de que imploraron para salvar su vida. Fue una escena muy penosa, «y muchos caballeros», comenta, «protestaron por ese hecho». En otra ocasión un caballero cayó en una emboscada de los hombres de Trasíbulo y fue asesinado; se llamaba Calístrato y era de la tribu Leóntide. Esta crónica es acaso el único relato en el que se narra también la emboscada de un único caballero, del que se dan el nombre y la tribu. Peor que aquellas monografías acerca de las cuales dirá Polibio que por necesidad agigantan los hechos, y narran incluso los episodios menores y accesorios, «como por ejemplo los choques y combates en los que mueren quizá diez soldados, o incluso menos, y aún menos caballeros» (XXXIX, 12, 2-3).
El fin de los Diez fue impulsado por el rey espartano Pausanias, llamado en ayuda de ellos, pero claramente favorable a Trasíbulo y a la restauración de la democracia en Atenas. Jenofonte, que quizá estuvo entre los miembros de la caballería atenienses que Pausanias sumó a sus propias tropas, lo dice explícitamente: «trataba de que no fuera evidente el hecho de que él era favorable a los de Pireo», pero «mandaba a decirles, a escondidas, qué propuestas debían hacerle llegar». Pausanias detestaba a Lisandro, que habría hecho de una Atenas bajo su control la base de un peligroso poder personal.
La paz impuesta por Pausanias favorecía sustancialmente a los demócratas, quienes en efecto obtendrán el control de la ciudad, mientras reservaba a los irreductibles secuaces de los Treinta y de los Diez la posibilidad de retirarse indemnes a Eleusis. Durante cerca de tres años, Eleusis fue como una pequeña república oligárquica independiente, hasta que, a traición, según lo que sin muchos detalles cuenta Jenofonte en las últimas líneas de su crónica, los demócratas acabaron con ella.
Con el regreso de Trasíbulo y su célebre discurso de pacificación se interrumpe la crónica de Jenofonte.[1039] El discurso pronunciado por Trasíbulo, una vez regresado a Atenas con los suyos y después de haber subido a la Acrópolis para hacer sacrificios a Atenea, es quizá el testimonio directo más importante acerca de la compleja conclusión de la guerra civil.[1040] Singular destino de la página final de las Helénicas: el duro discurso de Trasíbulo termina por aparecer, en la interpretación moderna, como una intervención en favor de la paz.



 2

 

 

La escena en la que Trasíbulo habla frente a la asamblea es posterior a la de la subida a la Acrópolis de parte de los «libertadores» en armas. La única intervención a la que el relato da lugar es precisamente la de Trasíbulo: «Cuando descendieron, convocaron una asamblea [no está claro quién la convocó, porque en este punto el texto es opinable] y Trasíbulo habló». Para los modernos, estas palabras sólo responderían a las obligaciones estipuladas en los acuerdos de paz.
Es sabido cómo terminó la guerra civil. A pesar de las versiones «patrióticas», muy presentes en la oratoria del siglo IV, está claro, sobre todo en la minuciosa crónica jenofóntea, que el peso militar ejercido por la potencia vencedora, es decir Esparta, y sobre todo el desacuerdo entre Pausanias y Lisandro (adversario el primero, partidario de los Treinta el segundo) determinaron, finalmente, la derrota de los Treinta y de los Diez. Trasíbulo y los suyos no ganaron, por tanto, en el campo de batalla, aun cuando obtuvieran significativos éxitos parciales: volvieron, con todos los honores, a la ciudad porque Pausanias decidió abandonar a los Treinta a su destino (y en todo caso les reservó un pequeño territorio autónomo, en Eleusis, ajeno a la autoridad ateniense). Por eso el gozne de la pacificación, es decir, la «amnistía» (= «olvidar los males sufridos e infligidos»), no es sino el resultado previsible de este equilibrio de fuerzas, de este final acordado y tutelado para la guerra civil. La amnistía es coherente con el modo en el que la guerra civil concluyó, pero está en los antípodas de lo que, terminada la ceremonia en la Acrópolis, Trasíbulo dice a los adversarios y a los suyos, en su improvisado mitin.
«Hombres de la ciudad (ὑμῖν ἐκ τοῦ ἄστεως)», término que connotaba en esa época a los partidarios activos o incluso sólo «pasivos» frente a la dictadura, «os aconsejo que os conozcáis a vosotros mismos (γνῶναι ὑμᾶς αὐτούς).» Parece casi una nueva versión (¿o un retorcimiento?) del conocido precepto socrático. También Sócrates —como se sabe— había «permanecido en la ciudad». «Y os podéis conocer sobre todo si reflexionáis acerca de a qué responde vuestro sentimiento de superioridad, que os impulsa a intentar dominarnos. ¿Es que sois más justos? Bien, el pueblo, que es más pobre que vosotros, nunca os ofendió en nada por riquezas, pero vosotros, que sois más ricos que todos, habéis cometido muchas cosas vergonzosas por avaricia. Y ya que de la justicia nada podéis reclamar, mirad, pues, si por vuestro coraje os debéis sentir orgullosos. ¿Y qué mejor juicio de ello habría que cuando luchamos unos con otros? ¿Mas diréis que nos aventajáis en sabiduría política [la γνώμη, palabra típica de la orgullosa reivindicación oligárquica], que nos superáis? ¿Vosotros estaríais dotados de γνώμη, vosotros que, teniendo murallas, armas, dinero y aliados peloponesos, habéis sido acosados por quienes no tenían nada de esto?». Falso, y mucho más chocante aún viniendo de Jenofonte, porque el relato inmediatamente precedente muestra con claridad el papel determinante del rey espartano Pausanias al favorecer la victoria de Trasíbulo y de los suyos.
«¿O es que fundáis sobre los espartanos vuestra pretensión de superioridad? ¿Acaso no veis que han hecho con vosotros como se hace con los perros rabiosos cuando se atan con cadenas? Así lo hacen ellos con vosotros: ¡os han dejado como botín a vuestras víctimas, como botín a nosotros, que hemos sufrido vuestra injusticia, y se han ido!». Declaración amenazadora, en la que se deja entrever que los oligarcas alimentan todavía pretensiones hegemónicas fundadas en un pretendido apoyo espartano y en el que la verdad histórica sobre el papel de Esparta es sacada a la luz de la manera más polémica posible: para eclipsar el hecho de que la partida de los espartanos del Ática podría, a espaldas de las cláusulas de la amnistía, abrir amplios espacios a las venganzas y los castigos personales de los hombres comprometidos con el régimen anterior. Pero inmediatamente después, Trasíbulo se frena. En efecto, agrega: «Sin embargo, camaradas míos [aquí les habla a los suyos, dividiendo en dos al auditorio], al menos a vosotros os exijo que no quebrantéis nada de lo que habéis jurado, mas incluso deis prueba de lo siguiente además de otras cosas buenas: que sois fieles a lo jurado, y piadosos».
Discurso probablemente verídico, y oído por Jenofonte en persona, y sin duda con el recelo de quien había estado con los Treinta y después con los Diez. Discurso muy duro y amenazador, a pesar de la conclusión políticamente dirigida a refrenar los ánimos a los suyos, a los que había instigado hasta ese momento.
Jenofonte ha referido las palabras del adversario por la parte que chocaba más frontalmente con el clima de reconciliación. Ha querido dar relieve a la oratio recta precisamente en la parte polémica y que no dejaba entrever nada bueno. La segunda parte del discurso de Trasíbulo, colmada de las contraseñas del momento, la resume Jenfonte en dos frases, que en realidad corren el riesgo de parecer casi irrisorias después de lo que acabamos de oír. Así es como Jenofonte parafrasea ese final: «Después de exponer esto y otras razones semejantes, y también que no se debía en absoluto promover desórdenes sino servirse de las leyes antiguas, levantó la asamblea».
Sin embargo, es la inmediata continuación del relato lo que vuelve particularmente venenosa y polémica esta reconstrucción his​to​rio​grá​fi​co​me​mo​ria​lis​ta. Acortando los tiempos y falseando drásticamente la cronología, Jenofonte hace de modo que la feroz e inesperada agresión contra «los de Eleusis» (es decir, contra los secuaces de los Treinta que no habían aceptado quedarse en la ciudad después de la pacificación) —agresión que tendrá lugar casi tres años más tarde— es colocada aquí al abrigo de las palabras de Trasíbulo. «Entonces», así continúa el relato jenofónteo, «eligieron a los magistrados y se reemprendió la routine habitual; aunque más tarde, como oyeran rumores de que los de Eleusis pagaban a mercenarios extranjeros, hicieron una expedición en masa contra ellos y dieron muerte a sus estrategos que habían venido para unas conversaciones, y a los amigos y allegados de éstos les persuadieron de reconciliarse».
Es evidente que, de este modo, el discurso de Trasíbulo asume una luz particularmente siniestra, y el acortamiento de la cronología aparece como mínimo intencionada. Equivale a decir: la masacre a traición de los jefes de Eleusis —¡violando el acuerdo de paz, y con el pretexto de simples «rumores» (ἀκούσαντες) del enrolamiento de mercenarios!— no es más que la materialización de la amenaza que Trasíbulo había lanzado al decir: «¿Acaso no veis que han hecho con vosotros como se hace con los perros rabiosos cuando se atan con cadenas? Así lo hacen ellos con vosotros: ¡os han dejado como botín a vuestras víctimas, como botín a nosotros, que hemos sufrido vuestra injusticia, y se han ido!» Trasíbulo, sin duda, había repetido las frases corrientes en los meses de los acuerdos de paz (que no se debían crear disturbios, etc.), pero después había obrado según su auténtica y radical intención, como quedó dramáticamente probado en la emboscada de Eleusis. Por eso Jenofonte refiere las palabras amenazadoras in extenso, tal como las había oído, mientras que las otras, puramente propagandísticas, las parafrasea con un escarnecedor desapego.



 3

 

 

Esta operación funciona, y puede resultar convincente para el lector que no dispone de otras fuentes de información, por cuanto ambos acontecimientos son puestos en completa proximidad. Sólo el descubrimiento de la Constitución de los atenienses de Aristóteles ha puesto en evidencia esta manipulación. Por Aristóteles sabemos que «bajo el arcontado de Xenainetos (= 401/400)» sucedió la emboscada de Eleusis, por tanto unos tres años más tarde:[1041] en concomitancia —podría decirse— con los enrolamientos de mercenarios de los que, en otra obra suya, nos habla el propio Jenofonte: por ejemplo, ese enrolamiento de mercenarios que llevó al propio Jenofonte a Asia, por sugerencia, según parece, del tebano Proxeno.
Pero la errónea cronología propuesta por Jenofonte tuvo éxito en la tradición historiográfica. La atidografía erudita del siglo siguiente, conocida por Aristóteles, puso en orden las fechas, frustrando el tendencioso engaño. Sin embargo, las antigüedades eruditas tienen una tradición distinta de la historiográfica y una influencia menor. Así por ejemplo, Justino (V, 10, 8-10), a pesar de reflejar una tradición del todo adversa a los Treinta y a los Diez, repite sin embargo la cronología ofrecida por las Helénicas. Incluso responsabilizando completamente a «los de Eleusis» de la nueva ruptura, Justino admite que ésta se puso en práctica de inmediato al calor del acuerdo de paz. «Establecida la paz de este modo, unos pocos días después [interiectis diebus], los tiranos se enfurecieron, indignados por el regreso de los exiliados como si ellos mismos hubieran sido relegados al exilio, como si la libertad de los otros implicara la esclavitud para ellos. Por eso agradecieron a los atenienses [bellum inferunt]. Pero, al acudir al diálogo con el ánimo de quien se apresta a retomar las riendas del poder, cayeron en una trampa [per insidias] y fueron capturados y masacrados como víctimas sacrificiales del tratado de paz». La voluntad de presentar a los supervivientes de los Treinta como culpables sin duda lleva al autor (o a su fuente) a imaginar que estos oligarcas derrotados habrían reemprendido las hostilidades.
El elemento «per insidias» no puede, como es obvio, desaparecer; por otra parte no se explica, en el relato de Justino, cómo se pudo haber llegado a un encuentro en que esas insidiae pudieran producirse, si en verdad habían ya retomado las armas, y si ya «inferebant bellum»…
En realidad lo que sucede aquí es que una fuente «filodemocrática» ha elucubrado sobre el dato viciado de Jenofonte, sobre su cronología tendenciosa, que sería desenmascarada (por así decir) por los estudios antiguos, de los que deriva el opúsculo de Aristóteles. La tendenciosa cronología jenofóntea tiene además un objetivo personal, el de esconder un dato evidente a sus contemporáneos y conciudadanos: el hecho de que la cuestión de los «enrolamientos de los mercenarios», señalada como uno de los factores decisivos de la crisis de 401, lo implicaba a él mismo, dado que él se había beneficiado de esos enrolamientos al aceptar, a pesar de la prudencia aconsejada por Sócrates, embarcarse con Proxeno y Ciro para escapar de Atenas.
Sin duda con mayor sensatez que Justino (o que sus fuentes), George Grote —quien escribió antes del descubrimiento de la Athenaion Politeia—, aunque sigue de cerca a Jenofonte, lo armoniza aquí y allá con su propia orientación historiográfica. Así, el discurso de Trasíbulo, aunque Grote lo traduce íntegramente (V, p. 598), se vuelve, en su juicio conclusivo, una «invitación a los camaradas a respetar los juramentos recién hechos, y a observar una armonía sin reservas hacia los nuevos conciudadanos». Por otra parte, la emboscada de Eleusis (en la misma página) viene inmediatamente después de la arenga de Trasíbulo, y es presentada como el castigo evidente infligido a los irreductibles Treinta, quienes, con su intento de conquistar «a mercenary force at Eleusis» (dato que por otra parte Jenofonte sostenía haber oído, ἀκούσαντες, y al que se le confiere categoría de hecho verificado), fueron —escribe Grote— «la causa de su propia ruina». Ejemplo insigne de cómo los modernos se ven inducidos, con frecuencia, a mezclar sus simpatías e intuiciones con noticias provenientes de fuentes unilaterales o parciales.
En cuanto a Jenofonte, el carácter malicioso de su operación queda meridianamente claro en su frase final. Es la célebre frase con la que se cierra el libro, con la que concluía toda la obra, antes de que el relato fuera retomado, años más tarde, en el actual libro III, introducido, como hemos dicho, por un rápido resumen de la Anábasis. La frase final dice, de modo telegráfico y aparentemente impersonal, una cosa terrible: ¡que inmediatamente después de la masacre, los aterrorizados supervivientes de Eleusis fueron obligados a prestar juramente «de no guardar rencor»! Entonces agrega: «y aún ahora se gobiernan pacíficamente unidos y el pueblo permanece fiel a los juramentos». No se nos escapa el amargo sarcasmo de este cierre, a pesar de que a Gaetano De Sanctis, y a otros, le pareció la frase de un Jenofonte que rinde solemne testimonio de su lealtad al demos.
En el relato jenofónteo, Trasíbulo aparece, entonces (como, por otra parte, sucedió en la realidad), como el líder de la democracia radical, el político inclinado a cortar de raíz el mal del que había nacido la tiranía oligárquica. Todo su discurso en la Acrópolis, pronunciado frente a los suyos todavía en armas, suena como una reflexión sobre las características profundas del adversario: sobre las características económicas y culturales del tradicional comportamiento antipopular de esa clase, que en el feroz gobierno de 404/403 había encontrado una repentina y cruenta realización. Por eso Trasíbulo propugna un radical arrasar con todo (que sólo en parte se realizó con la violenta reunificación de Eleusis con el Ática en 401/400).
A pesar de la emboscada de Eleusis, ese «corte de raíz», que Trasíbulo había hecho centellear, no sucedió. La «democracia restaurada», tal como la conocemos a través de las numerosas fuentes del siglo IV, por la oratoria ante todo, fue distinta de la politeia radical de finales del siglo V, a la que se opusieron los oligarcas mediante la trama secreta y el golpe de Estado. En la democracia restaurada, la importante minoría de los no-propietarios, de aquellos que habían arropado a Trasíbulo en El Pireo, tendrá cada vez menos peso. Mucho menos que en los años en los que Cleón y Cleofonte habían dirigido la ciudad posperíclea, encontrando la oposición incondicional de los biempensantes, de Tucídides a Aristófanes.


 [1038] Tucídides, II, 12, 3: «Este día será para los griegos el principio de grandes desgracias». En las Helénicas esto se retoma en la frase «aquel día [el de la destrucción de la muralla] comenzaba la libertad para Grecia». <<
[1039] En este punto, en el paso del segundo al tercer libro de las Helénicas, hay un verdadero hiato. Jenofonte opta por un expeditivo resumen de otro de sus libros, la Anábasis, que finge atribuir a un imaginario Temistógenes Siracusano, después de lo cual pasa a las campañas espartanas en Asia, de las que —como veremos— fue, una vez más, testigo directo. <<
[1040] Jenofonte, Helénicas, II, 4, 39-42. <<
[1041] Aristóteles, Constitución de los atenienses, 40, 4. <<

[1042] Aristóteles, Constitución de los atenienses, 38, 3-4. <<

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