1
Una vez más, en Atenas una
asamblea popular derrocó la democracia. Bajo la mirada de Lisandro y con los
espartanos en armas en la ciudad, la asamblea eligió a los Treinta: una
magistratura extraordinaria que tenía el cometido de escribir una nueva
constitución. Fueron elegidos los oligarcas más destacados. Entre ellos,
Terámenes, quien, según Lisias, fue además el promotor de la propuesta. Pero
esa vez el «coturno» sería rápidamente liquidado por hombres como Critias, más
desprejuiciados y quizá también, a diferencia de Terámenes, favorables a la
ruptura con el pasado de Atenas, aunque fuera casi imposible. Así empezó el
feroz régimen de los Treinta.
Lo que sabemos sobre la rápida y
traumática experiencia vivida por Atenas bajo los Treinta se lo debemos a un
testigo que fue a la vez protagonista, pero que hace toda clase de esfuerzos
por excluir su propia persona de la crónica de ese desventurado gobierno: se
trata de Jenofonte, miembro de la caballería bajo los Treinta y cercano, junto
a un tal Lisímaco, al mando de la formación, primero bajo los Treinta y después
bajo los denominados Diez, la magistratura extraordinaria que tuvo lugar cuando
los Treinta se retiraron a Eleusis.
En esta crónica, como sabemos,
Jenofonte no pronuncia nunca su propio nombre; cosa comprensible, porque sin
duda no era agradable recordar el haber participado de los Treinta, y acaso con
cargos de relieve como el mando de la caballería, aunque sea compartido con un
hiparco, el único a quien Jenofonte nombra, para hablar de él todo lo mal que
se pueda. Por otra parte, años después, Jenofonte escribió un breve tratado
sobre el perfecto Comandante de
caballería, en el que se expresa como alguien que ha ostentado tal cargo.
Es curioso que en los Memorables
ponga a Sócrates a dialogar con un hiparco, del que sin embargo no dice el
nombre. De todos modos su relato está claramente construido «desde el punto de
vista» de la caballería de los Treinta. Sabe incluso que un ataque por sorpresa
había pillado a la caballería de los Treinta al alba, mientras los soldados se
levantaban y los palafreneros «hacían mucho ruido al almohazar los caballos»;
por tanto no puede sino haber sido testigo ocular y partícipe del
acontecimiento. Más allá de todo, los únicos combates de los que tenemos noticia
son precisamente aquellos en los que estuvo implicada la caballería.
La caballería fue el arma que los
Treinta quisieron comprometer principalmente, quizá por el origen social de sus
componentes. Cuando Critias concibió, en su creciente crueldad, la masacre de
Eleusis, fueron los miembros de la caballería —en particular, nota Jenofonte,
el hiparco Lisímaco— quienes se encargaron de la ejecución material del oscuro
asunto. Los habitantes de Eleusis fueron obligados a salir en fila por una
pequeña puerta de la muralla de la ciudad que daba a la playa, y allí,
extramuros, estaban los caballeros formados en dos filas: un mortal pasillo
humano del que nadie escapó. Critias habló claro y dijo a los miembros de la
caballería: «Si este régimen os place, debéis compartir también sus riesgos»,
después de lo cual los impulsó, en presencia de la guarnición espartana, a
votar en pro o en contra de la condena a muerte de los prisioneros. Jenofonte
registra minuciosos detalles sobre los caballeros: que «los palafreneros hacían
ruido al almohazar los caballos» (Helénicas,
II, 4, 6) y que en los primeros choques con Trasíbulo resultó muerto un
caballero de nombre Nicóstrato, apodado «el Bello» (II, 4, 6); que después de
la caída del Pireo en manos de los rebeldes «los caballeros dormían en el Odeón
junto a sus caballos y escudos» (II, 4, 24); que Lisímaco, uno de los hiparcos,
hizo matar a algunos campesinos durante una salida, a pesar de las súplicas de
éstos y de las protestas de algunos caballeros (II, 4, 26), y que, a su vez, en
una salida los hombres de Trasíbulo «mataron a Calístrato, de la tribu de
Leóntide» (II, 4, 27); y así sucesivamente. De los dos hiparcos, ambos
integrantes del mando durante los Treinta, nombra a uno solo, Lisímaco, y le
endosa las más graves brutalidades con un vago tono de delación: del arresto de
los ciudadanos de Eleusis a la masacre de los campesinos desarmados (II, 4, 26:
«Lisímaco, el jefe de la caballería, los decapitó»).
Critias murió en un
enfrentamiento con los hombres de Trasíbulo, el antiguo adversario de 411,
descendido una vez más al campo a luchar contra la oligarquía con un ejército
de exiliados. La inesperada derrota y la pérdida del verdadero jefe del régimen
dispersaron a los supervivientes de los Treinta. Al describir la escena del
«día después», a la que sin duda asistió, Jenofonte parece imitar una escena
análoga del relato de Tucídides, la de los Cuatrocientos, «el día después» de
la destrucción de la murallas de Eetionea. Abandonados y depuestos por quienes
los sostenían, los supervivientes de los Treinta se refugiaron en Eleusis. En
Atenas fueron elegidos los Diez, a cuyo mando se sumaron dos hiparcos. La fiel
caballería no había seguido el destino de los Treinta; incluso el cruel
Lisímaco se quedó con los Diez. Así, también el relato de Jenofonte abandona en
este punto a los Treinta a su destino y prosigue narrando cómo terminaron los
Diez, cómo los propios espartanos, sobre todo el rey Pausanias por rivalidad
hacia Lisandro, los indujeron a una pacificación con Trasíbulo y los suyos;
pero sobre todo —es éste una vez más el hilo conductor— nos cuenta qué hicieron
los miembros de la caballería en esta última y difícil etapa de la guerra
civil. Jenofonte relata todos los detalles acerca de ellos. No confiando en
nadie, hacían continuos turnos de guardia. Su temor era obviamente un ataque
sorpresa por parte de los hombres de Trasíbulo, ya establecidos en El Pireo.
Los caballeros —prosigue— eran los únicos que osaron hacer salidas en armas
fuera de la ciudad, y de vez en cuando conseguían sorprender a algún adversario
en el campo. En una ocasión se toparon con un grupo de campesinos exoneos; el
hiparco Lisímaco los hizo matar, a pesar de que imploraron para salvar su vida.
Fue una escena muy penosa, «y muchos caballeros», comenta, «protestaron por ese
hecho». En otra ocasión un caballero cayó en una emboscada de los hombres de
Trasíbulo y fue asesinado; se llamaba Calístrato y era de la tribu Leóntide.
Esta crónica es acaso el único relato en el que se narra también la emboscada de
un único caballero, del que se dan el nombre y la tribu. Peor que aquellas
monografías acerca de las cuales dirá Polibio que por necesidad agigantan los
hechos, y narran incluso los episodios menores y accesorios, «como por ejemplo
los choques y combates en los que mueren quizá diez soldados, o incluso menos,
y aún menos caballeros» (XXXIX, 12, 2-3).
El fin de los Diez fue impulsado
por el rey espartano Pausanias, llamado en ayuda de ellos, pero claramente
favorable a Trasíbulo y a la restauración de la democracia en Atenas.
Jenofonte, que quizá estuvo entre los miembros de la caballería atenienses que
Pausanias sumó a sus propias tropas, lo dice explícitamente: «trataba de que no
fuera evidente el hecho de que él era favorable a los de Pireo», pero «mandaba
a decirles, a escondidas, qué propuestas debían hacerle llegar». Pausanias
detestaba a Lisandro, que habría hecho de una Atenas bajo su control la base de
un peligroso poder personal.
La paz impuesta por Pausanias
favorecía sustancialmente a los demócratas, quienes en efecto obtendrán el
control de la ciudad, mientras reservaba a los irreductibles secuaces de los
Treinta y de los Diez la posibilidad de retirarse indemnes a Eleusis. Durante
cerca de tres años, Eleusis fue como una pequeña república oligárquica
independiente, hasta que, a traición, según lo que sin muchos detalles cuenta
Jenofonte en las últimas líneas de su crónica, los demócratas acabaron con
ella.
Con el regreso de Trasíbulo y su
célebre discurso de pacificación se interrumpe la crónica de Jenofonte.[1039]
El discurso pronunciado por Trasíbulo, una vez regresado a Atenas con los suyos
y después de haber subido a la Acrópolis para hacer sacrificios a Atenea, es
quizá el testimonio directo más importante acerca de la compleja conclusión de la
guerra civil.[1040] Singular destino de la página final de las Helénicas: el duro discurso de Trasíbulo
termina por aparecer, en la interpretación moderna, como una intervención en
favor de la paz.
2
La escena en la que Trasíbulo
habla frente a la asamblea es posterior a la de la subida a la Acrópolis de
parte de los «libertadores» en armas. La única intervención a la que el relato
da lugar es precisamente la de Trasíbulo: «Cuando descendieron, convocaron una
asamblea [no está claro quién la convocó, porque en este punto el texto es
opinable] y Trasíbulo habló». Para los modernos, estas palabras sólo
responderían a las obligaciones estipuladas en los acuerdos de paz.
Es sabido cómo terminó la guerra
civil. A pesar de las versiones «patrióticas», muy presentes en la oratoria del
siglo IV, está claro, sobre todo en la minuciosa crónica jenofóntea, que
el peso militar ejercido por la potencia vencedora, es decir Esparta, y sobre
todo el desacuerdo entre Pausanias y Lisandro (adversario el primero, partidario
de los Treinta el segundo) determinaron, finalmente, la derrota de los Treinta
y de los Diez. Trasíbulo y los suyos no ganaron, por tanto, en el campo de
batalla, aun cuando obtuvieran significativos éxitos parciales: volvieron, con
todos los honores, a la ciudad porque Pausanias decidió abandonar a los Treinta
a su destino (y en todo caso les reservó un pequeño territorio autónomo, en
Eleusis, ajeno a la autoridad ateniense). Por eso el gozne de la pacificación,
es decir, la «amnistía» (= «olvidar los males sufridos e infligidos»), no es
sino el resultado previsible de este equilibrio de fuerzas, de este final
acordado y tutelado para la guerra civil. La amnistía es coherente con el modo
en el que la guerra civil concluyó, pero está en los antípodas de lo que,
terminada la ceremonia en la Acrópolis, Trasíbulo dice a los adversarios y a
los suyos, en su improvisado mitin.
«Hombres de la ciudad (ὑμῖν ἐκ
τοῦ ἄστεως)», término que connotaba en esa época a los partidarios activos o
incluso sólo «pasivos» frente a la dictadura, «os aconsejo que os conozcáis a
vosotros mismos (γνῶναι ὑμᾶς αὐτούς).» Parece casi una nueva versión (¿o un
retorcimiento?) del conocido precepto socrático. También Sócrates —como se
sabe— había «permanecido en la ciudad». «Y os podéis conocer sobre todo si
reflexionáis acerca de a qué responde vuestro sentimiento de superioridad, que
os impulsa a intentar dominarnos. ¿Es que sois más justos? Bien, el pueblo, que
es más pobre que vosotros, nunca os ofendió en nada por riquezas, pero
vosotros, que sois más ricos que todos, habéis cometido muchas cosas
vergonzosas por avaricia. Y ya que de la justicia nada podéis reclamar, mirad,
pues, si por vuestro coraje os debéis sentir orgullosos. ¿Y qué mejor juicio de
ello habría que cuando luchamos unos con otros? ¿Mas diréis que nos aventajáis
en sabiduría política [la γνώμη, palabra típica de la orgullosa reivindicación
oligárquica], que nos superáis? ¿Vosotros estaríais dotados de γνώμη, vosotros
que, teniendo murallas, armas, dinero y aliados peloponesos, habéis sido
acosados por quienes no tenían nada de esto?». Falso, y mucho más chocante aún
viniendo de Jenofonte, porque el relato inmediatamente precedente muestra con
claridad el papel determinante del rey espartano Pausanias al favorecer la
victoria de Trasíbulo y de los suyos.
«¿O es que fundáis sobre los
espartanos vuestra pretensión de superioridad? ¿Acaso no veis que han hecho con
vosotros como se hace con los perros rabiosos cuando se atan con cadenas? Así
lo hacen ellos con vosotros: ¡os han dejado como botín a vuestras víctimas,
como botín a nosotros, que hemos sufrido vuestra injusticia, y se han ido!».
Declaración amenazadora, en la que se deja entrever que los oligarcas alimentan
todavía pretensiones hegemónicas fundadas en un pretendido apoyo espartano y en
el que la verdad histórica sobre el papel de Esparta es sacada a la luz de la
manera más polémica posible: para eclipsar el hecho de que la partida de los
espartanos del Ática podría, a espaldas de las cláusulas de la amnistía, abrir
amplios espacios a las venganzas y los castigos personales de los hombres
comprometidos con el régimen anterior. Pero inmediatamente después, Trasíbulo
se frena. En efecto, agrega: «Sin embargo, camaradas míos [aquí les habla a los
suyos, dividiendo en dos al auditorio], al menos a vosotros os exijo que no
quebrantéis nada de lo que habéis jurado, mas incluso deis prueba de lo
siguiente además de otras cosas buenas: que sois fieles a lo jurado, y
piadosos».
Discurso probablemente verídico,
y oído por Jenofonte en persona, y sin duda con el recelo de quien había estado
con los Treinta y después con los Diez. Discurso muy duro y amenazador, a pesar
de la conclusión políticamente dirigida a refrenar los ánimos a los suyos, a
los que había instigado hasta ese momento.
Jenofonte ha referido las
palabras del adversario por la parte que chocaba más frontalmente con el clima
de reconciliación. Ha querido dar relieve a la oratio recta precisamente en la parte polémica y que no dejaba
entrever nada bueno. La segunda parte del discurso de Trasíbulo, colmada de las
contraseñas del momento, la resume Jenfonte en dos frases, que en realidad
corren el riesgo de parecer casi irrisorias después de lo que acabamos de oír.
Así es como Jenofonte parafrasea ese final: «Después de exponer esto y otras
razones semejantes, y también que no se debía en absoluto promover desórdenes
sino servirse de las leyes antiguas, levantó la asamblea».
Sin embargo, es la inmediata
continuación del relato lo que vuelve particularmente venenosa y polémica esta
reconstrucción historiográficomemorialista. Acortando los tiempos y
falseando drásticamente la cronología, Jenofonte hace de modo que la feroz e
inesperada agresión contra «los de Eleusis» (es decir, contra los secuaces de
los Treinta que no habían aceptado quedarse en la ciudad después de la
pacificación) —agresión que tendrá lugar casi tres años más tarde— es colocada
aquí al abrigo de las palabras de Trasíbulo. «Entonces», así continúa el relato
jenofónteo, «eligieron a los magistrados y se reemprendió la routine habitual; aunque más tarde, como
oyeran rumores de que los de Eleusis pagaban a mercenarios extranjeros,
hicieron una expedición en masa contra ellos y dieron muerte a sus estrategos
que habían venido para unas conversaciones, y a los amigos y allegados de éstos
les persuadieron de reconciliarse».
Es evidente que, de este modo, el
discurso de Trasíbulo asume una luz particularmente siniestra, y el
acortamiento de la cronología aparece como mínimo intencionada. Equivale a
decir: la masacre a traición de los jefes de Eleusis —¡violando el acuerdo de
paz, y con el pretexto de simples «rumores» (ἀκούσαντες) del enrolamiento de
mercenarios!— no es más que la materialización de la amenaza que Trasíbulo
había lanzado al decir: «¿Acaso no veis que han hecho con vosotros como se hace
con los perros rabiosos cuando se atan con cadenas? Así lo hacen ellos con
vosotros: ¡os han dejado como botín a vuestras víctimas, como botín a nosotros,
que hemos sufrido vuestra injusticia, y se han ido!» Trasíbulo, sin duda, había
repetido las frases corrientes en los meses de los acuerdos de paz (que no se
debían crear disturbios, etc.), pero después había obrado según su auténtica y
radical intención, como quedó dramáticamente probado en la emboscada de
Eleusis. Por eso Jenofonte refiere las palabras amenazadoras in extenso, tal como las había oído,
mientras que las otras, puramente propagandísticas, las parafrasea con un
escarnecedor desapego.
3
Esta operación funciona, y puede
resultar convincente para el lector que no dispone de otras fuentes de
información, por cuanto ambos acontecimientos son puestos en completa
proximidad. Sólo el descubrimiento de la Constitución
de los atenienses de Aristóteles ha puesto en evidencia esta manipulación.
Por Aristóteles sabemos que «bajo el arcontado de Xenainetos (= 401/400)»
sucedió la emboscada de Eleusis, por tanto unos tres años más tarde:[1041]
en concomitancia —podría decirse— con los enrolamientos de mercenarios de los
que, en otra obra suya, nos habla el propio Jenofonte: por ejemplo, ese
enrolamiento de mercenarios que llevó al propio Jenofonte a Asia, por
sugerencia, según parece, del tebano Proxeno.
Pero la errónea cronología
propuesta por Jenofonte tuvo éxito en la tradición historiográfica. La
atidografía erudita del siglo siguiente, conocida por Aristóteles, puso en
orden las fechas, frustrando el tendencioso engaño. Sin embargo, las
antigüedades eruditas tienen una tradición distinta de la historiográfica y una
influencia menor. Así por ejemplo, Justino (V, 10, 8-10), a pesar de reflejar
una tradición del todo adversa a los Treinta y a los Diez, repite sin embargo
la cronología ofrecida por las Helénicas.
Incluso responsabilizando completamente a «los de Eleusis» de la nueva ruptura,
Justino admite que ésta se puso en práctica de inmediato al calor del acuerdo
de paz. «Establecida la paz de este modo, unos
pocos días después [interiectis
diebus], los tiranos se enfurecieron, indignados por el regreso de los
exiliados como si ellos mismos hubieran sido relegados al exilio, como si la
libertad de los otros implicara la esclavitud para ellos. Por eso agradecieron a los atenienses [bellum inferunt]. Pero, al acudir al diálogo con el ánimo de quien
se apresta a retomar las riendas del poder, cayeron en una trampa [per insidias] y fueron capturados y
masacrados como víctimas sacrificiales del tratado de paz». La voluntad de
presentar a los supervivientes de los Treinta como culpables sin duda lleva al
autor (o a su fuente) a imaginar que estos oligarcas derrotados habrían
reemprendido las hostilidades.
El elemento «per insidias» no
puede, como es obvio, desaparecer; por otra parte no se explica, en el relato
de Justino, cómo se pudo haber llegado a un encuentro en que esas insidiae pudieran producirse, si en
verdad habían ya retomado las armas, y si ya «inferebant bellum»…
En realidad lo que sucede aquí es
que una fuente «filodemocrática» ha elucubrado sobre el dato viciado de
Jenofonte, sobre su cronología tendenciosa, que sería desenmascarada (por así
decir) por los estudios antiguos, de los que deriva el opúsculo de Aristóteles.
La tendenciosa cronología jenofóntea tiene además un objetivo personal, el de
esconder un dato evidente a sus contemporáneos y conciudadanos: el hecho de que
la cuestión de los «enrolamientos de los mercenarios», señalada como uno de los
factores decisivos de la crisis de 401, lo implicaba a él mismo, dado que él se
había beneficiado de esos enrolamientos al aceptar, a pesar de la prudencia
aconsejada por Sócrates, embarcarse con Proxeno y Ciro para escapar de Atenas.
Sin duda con mayor sensatez que
Justino (o que sus fuentes), George Grote —quien escribió antes del
descubrimiento de la Athenaion Politeia—,
aunque sigue de cerca a Jenofonte, lo armoniza aquí y allá con su propia
orientación historiográfica. Así, el discurso de Trasíbulo, aunque Grote lo
traduce íntegramente (V, p. 598), se vuelve, en su juicio conclusivo, una
«invitación a los camaradas a respetar los juramentos recién hechos, y a
observar una armonía sin reservas hacia los nuevos conciudadanos». Por otra
parte, la emboscada de Eleusis (en la misma página) viene inmediatamente después
de la arenga de Trasíbulo, y es presentada como el castigo evidente infligido a
los irreductibles Treinta, quienes, con su intento de conquistar «a mercenary
force at Eleusis» (dato que por otra parte Jenofonte sostenía haber oído, ἀκούσαντες,
y al que se le confiere categoría de hecho verificado), fueron —escribe Grote—
«la causa de su propia ruina». Ejemplo insigne de cómo los modernos se ven
inducidos, con frecuencia, a mezclar sus simpatías e intuiciones con noticias
provenientes de fuentes unilaterales o parciales.
En cuanto a Jenofonte, el
carácter malicioso de su operación queda meridianamente claro en su frase
final. Es la célebre frase con la que se cierra el libro, con la que concluía
toda la obra, antes de que el relato fuera retomado, años más tarde, en el
actual libro III, introducido, como hemos dicho, por un rápido resumen de
la Anábasis. La frase final dice, de
modo telegráfico y aparentemente impersonal, una cosa terrible: ¡que
inmediatamente después de la masacre, los aterrorizados supervivientes de
Eleusis fueron obligados a prestar juramente «de no guardar rencor»! Entonces
agrega: «y aún ahora se gobiernan pacíficamente unidos y el pueblo permanece
fiel a los juramentos». No se nos escapa el amargo sarcasmo de este cierre, a
pesar de que a Gaetano De Sanctis, y a otros, le pareció la frase de un
Jenofonte que rinde solemne testimonio de su lealtad al demos.
En el relato jenofónteo,
Trasíbulo aparece, entonces (como, por otra parte, sucedió en la realidad),
como el líder de la democracia radical, el político inclinado a cortar de raíz
el mal del que había nacido la tiranía oligárquica. Todo su discurso en la
Acrópolis, pronunciado frente a los suyos todavía en armas, suena como una
reflexión sobre las características profundas del adversario: sobre las
características económicas y culturales del tradicional comportamiento
antipopular de esa clase, que en el feroz gobierno de 404/403 había encontrado
una repentina y cruenta realización. Por eso Trasíbulo propugna un radical arrasar con todo (que sólo en parte se
realizó con la violenta reunificación de Eleusis con el Ática en 401/400).
A pesar de la emboscada de
Eleusis, ese «corte de raíz», que Trasíbulo había hecho centellear, no sucedió.
La «democracia restaurada», tal como la conocemos a través de las numerosas
fuentes del siglo IV, por la oratoria ante todo, fue distinta de la politeia radical de finales del
siglo V, a la que se opusieron los oligarcas mediante la trama secreta y
el golpe de Estado. En la democracia restaurada, la importante minoría de los
no-propietarios, de aquellos que habían arropado a Trasíbulo en El Pireo,
tendrá cada vez menos peso. Mucho menos que en los años en los que Cleón y
Cleofonte habían dirigido la ciudad posperíclea, encontrando la oposición
incondicional de los biempensantes, de Tucídides a Aristófanes.
[1038]
Tucídides, II, 12, 3: «Este día será para los griegos el principio de
grandes desgracias». En las Helénicas esto se retoma en la frase «aquel
día [el de la destrucción de la muralla] comenzaba la libertad para Grecia».
<<
[1039] En este punto, en el paso del segundo al tercer libro de
las Helénicas, hay un verdadero hiato. Jenofonte opta por un expeditivo
resumen de otro de sus libros, la Anábasis, que finge atribuir a un
imaginario Temistógenes Siracusano, después de lo cual pasa a las campañas
espartanas en Asia, de las que —como veremos— fue, una vez más, testigo
directo. <<
[1040] Jenofonte, Helénicas, II, 4, 39-42. <<
[1041] Aristóteles, Constitución de los atenienses, 40,
4. <<
[1042] Aristóteles, Constitución de los atenienses, 38,
3-4. <<
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